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Alejandro Celis H.
Cuando niños éramos extremadamente vulnerables, pero vivir así -a merced de los
adultos- nos hizo sentir demasiado expuestos, y por lo tanto nos cerramos
emocionalmente. Nos sentimos arrasados por la violencia, la mentira, el doble
standard y la insensibilidad del mundo adulto, de la sociedad que hemos
construido entre todos. Sentimos tristeza, ira u otra emoción y no fuimos
comprendidos o acogidos, e incluso a veces se nos ridiculizó o castigó. Fuimos
víctimas de la ira de los adultos por causas que no comprendimos: hicimos algo y
nos encontramos con una reacción volcánica. Ese adulto se hallaba previamente
alterado, nos atribuyó intenciones que no eran reales o nos criticó por cosas que él
mismo hacía. Comenzamos a poner distancia, a desconfiar, a sentirnos
traicionados, como muy bien muestra la película The Wall.
Los trucos que aprendimos para disimular lo que sentimos, para aparentar cosas,
para “adaptarnos”, parecían dar resultado. Cada vez teníamos una “personalidad”
más definida, una forma de ser que nos resultaba relativamente cómoda y también
a nuestras parejas, amigos y familia. Permanecieron, sin embargo, focos de
inseguridad, de lo que a veces llamamos “trancas” o “defectos”, que nos siguieron
dando problemas, dificultando nuestras relaciones con los demás y nuestra
armonía interior. Intentamos echar esas dificultades bajo la alfombra, o, en el mejor
de los casos, “aceptarlas” como lo que creemos parte intrínseca nuestra.
Lo más probable es que no hemos tenido control consciente de los eventos que nos
han ocurrido en la vida: la aparición o desaparición de seres queridos o amigos
clave, a veces hasta la profesión que ejercemos, las muertes, las enfermedades, los
cambios en el trabajo, etc. No elegimos qué va a ocurrir, pero podemos elegir cómo
vamos a reaccionar frente a lo que ocurra. Ése es el margen de libertad que
tenemos: “Hágase TU voluntad, la voluntad del Todo”.
Intentar imponer nuestra voluntad, resistirnos a lo que ocurre, genera gran parte
de nuestro sufrimiento. Cuando entendemos y aceptamos esto, y lo ponemos en
práctica intentando no oponernos a cómo se desenvuelve la vida -un avance
gigantesco en el proceso evolutivo individual- las cosas se facilitan y el sufrimiento
cede. Y entonces comenzamos a apreciar auténticamente lo que la vida trae: a
nosotros mismos, a los demás, a nuestro entorno, a la naturaleza, lo que ha sido
nuestra vida, etc. Comenzamos a agradecer y dejamos de quejarnos -otro enorme
hito en nuestra evolución-. Nos conmovemos hasta las lágrimas con la naturaleza,
con las aves, con un picaflor, con la inocencia y entrega de los animales o los niños.
Saint-Exupéry decía, con toda razón, que el corazón ve cosas que la mente no ve: si
tenemos el corazón cerrado, si vivimos en la exigencia y la queja y no en la
gratitud, nunca se nos abrirán las puertas a la belleza que nos rodea.