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LA VULNERABILIDAD

(Revista Somos Nº 37, Septiembre 2013)

Alejandro Celis H.

Cuando niños éramos extremadamente vulnerables, pero vivir así -a merced de los
adultos- nos hizo sentir demasiado expuestos, y por lo tanto nos cerramos
emocionalmente. Nos sentimos arrasados por la violencia, la mentira, el doble
standard y la insensibilidad del mundo adulto, de la sociedad que hemos
construido entre todos. Sentimos tristeza, ira u otra emoción y no fuimos
comprendidos o acogidos, e incluso a veces se nos ridiculizó o castigó. Fuimos
víctimas de la ira de los adultos por causas que no comprendimos: hicimos algo y
nos encontramos con una reacción volcánica. Ese adulto se hallaba previamente
alterado, nos atribuyó intenciones que no eran reales o nos criticó por cosas que él
mismo hacía. Comenzamos a poner distancia, a desconfiar, a sentirnos
traicionados, como muy bien muestra la película The Wall.

Entonces, nos cerramos: controlamos la respiración y comenzamos a calcular qué


expresar y qué no. Perdimos contacto con la sensibilidad de nuestro cuerpo.
Comenzamos a anticipar la reacción de los adultos antes de hacer algo. Nos fue
bien con esta estrategia: dejamos de sentirnos tan expuestos y quizás fuimos menos
criticados. Nos sentimos más seguros, con mayor dominio y control de nosotros
mismos y de las situaciones.

Los trucos que aprendimos para disimular lo que sentimos, para aparentar cosas,
para “adaptarnos”, parecían dar resultado. Cada vez teníamos una “personalidad”
más definida, una forma de ser que nos resultaba relativamente cómoda y también
a nuestras parejas, amigos y familia. Permanecieron, sin embargo, focos de
inseguridad, de lo que a veces llamamos “trancas” o “defectos”, que nos siguieron
dando problemas, dificultando nuestras relaciones con los demás y nuestra
armonía interior. Intentamos echar esas dificultades bajo la alfombra, o, en el mejor
de los casos, “aceptarlas” como lo que creemos parte intrínseca nuestra.

Esto puede prolongarse por la vida completa.

Todo puede cambiar, y depende enteramente de nuestras decisiones. A veces


ocurre algo externo: muerte de alguien cercano o enfermedad, separaciones, crisis.
Esto puede ayudar a que reconsideremos la situación, pero depende de nosotros. A
veces, cuando la situación se normaliza, volvemos a lo anterior, dejando pasar la
oportunidad que la vida nos puso para sanar viejas heridas. Y también, por
supuesto, siempre está presente la posibilidad de que surja espontáneamente en
nosotros el deseo de sentir la espontaneidad, el entusiasmo y la soltura de la
infancia, algo perfectamente posible a cualquier edad.
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Si tomamos esta oportunidad y comenzamos a reconectarnos -con la sexualidad, la


pena, la ira y el resto-, tendremos que enfrentar momentos duros, dejarnos sentir
emociones e inseguridades por mucho tiempo enterradas bajo nuestra capa de
insensibilidad. Quizás lamentemos el tiempo perdido, pero paralelamente
sentiremos una nueva vitalidad y conexión con la vida. Y comenzaremos a sentir
algo que quizás nos asuste: esa vulnerabilidad que tanto hemos evitado.

En este punto puede que querramos volver a protegernos, a cerrarnos. Mal


negocio, porque la vulnerabilidad -sentirnos desprotegidos, expuestos, a merced
del aparente “azar” y de voluntades superiores que quizás no percibimos- es la
naturaleza de esta existencia: estamos a merced de esas cosas, por mucho que nos
esforcemos por mantener la ilusión del control y la predictibilidad. Ni el apuesto
príncipe ni la dulce princesa se hallan inmunes a esas cosas, y lo peor es que,
mientras más lo neguemos, más la vida insistirá en mostrarnos que no
controlamos nada.

Lo más probable es que no hemos tenido control consciente de los eventos que nos
han ocurrido en la vida: la aparición o desaparición de seres queridos o amigos
clave, a veces hasta la profesión que ejercemos, las muertes, las enfermedades, los
cambios en el trabajo, etc. No elegimos qué va a ocurrir, pero podemos elegir cómo
vamos a reaccionar frente a lo que ocurra. Ése es el margen de libertad que
tenemos: “Hágase TU voluntad, la voluntad del Todo”.

Intentar imponer nuestra voluntad, resistirnos a lo que ocurre, genera gran parte
de nuestro sufrimiento. Cuando entendemos y aceptamos esto, y lo ponemos en
práctica intentando no oponernos a cómo se desenvuelve la vida -un avance
gigantesco en el proceso evolutivo individual- las cosas se facilitan y el sufrimiento
cede. Y entonces comenzamos a apreciar auténticamente lo que la vida trae: a
nosotros mismos, a los demás, a nuestro entorno, a la naturaleza, lo que ha sido
nuestra vida, etc. Comenzamos a agradecer y dejamos de quejarnos -otro enorme
hito en nuestra evolución-. Nos conmovemos hasta las lágrimas con la naturaleza,
con las aves, con un picaflor, con la inocencia y entrega de los animales o los niños.

Y comienza a aparecer la compasión. Podemos sentir que el sufrimiento de los


demás es insensato, que la persona se lo busca con su actitud, pero nos afecta. La
compasión es dejarnos afectar por el sufrimiento de los demás, especialmente por
el de quienes se ven inocentes y extraviados. La compasión no es conmiseración,
no es lástima. No es un colocarse en una posición “superior” desde donde
miramos el sufrimiento de “esos pobres otros”: es un sentimiento que surge desde
el corazón, en donde de veras estamos con la persona, en donde de veras
quisiéramos que no sufriera. Hacemos lo que podemos por ayudar, pero sabiendo
que la persona necesita salir de allí por sí sola. La compasión es una bonita
sensación y también es otro hito de crecimiento. Y todo esto se abre cuando
volvemos a sentir la vulnerabilidad.
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¿Qué es, en suma, la vulnerabilidad? Dejarnos afectar por la vida, por la


naturaleza, por la inmensidad, por la enormidad de regalos que recibimos día a
día, por la belleza de los seres humanos, de los animales, del mundo natural.
Cuando estamos aburridos, hastiados de la vida que llevamos, no es culpa de la
vida, es responsabilidad nuestra. Puede que la vida no satisfaga nuestras
expectativas, pero entonces deberemos revisar qué le estamos pidiendo a la
Existencia. Estamos locos si le exigimos que se dé como a nosotros nos parece: la
Existencia se desenvuelve como le da la gana, y nuestra responsabilidad es elegir si
deseamos gozarla o sufrirla.

Saint-Exupéry decía, con toda razón, que el corazón ve cosas que la mente no ve: si
tenemos el corazón cerrado, si vivimos en la exigencia y la queja y no en la
gratitud, nunca se nos abrirán las puertas a la belleza que nos rodea.

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