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VÍCTOR HUGO Y EL ROMANTICISMO


FRANCÉS.1/3
ISBN-84-9714-081-8
Pilar Andrade Boue

VIDA Y OBRAS I. ANTES DEL EXILIO.

Victor Hugo era el menor de tres hermanos de una familia afincada supuestamente por
largo tiempo en Madrid, allá por 1811, en plena Guerra de la Independencia. El padre
de la familia Hugo había sido nombrado ese año gobernador militar de la capital y
conde de Sigüenza; para instalarse junto a él, los niños y la madre habían atravesado
una España árida y ensangrentada, cuajada de bandidos, o patriotas, reales e
imaginarios. El hermano mayor, Abel, ingresó al llegar en el séquito de pajes del rey
José, mientras que Victor y Eugène comenzaron sus clases en el Colegio de Nobles. En
las aulas traducían a Tácito, y en el recreo se pegaban con los niños españoles. Pero la
estancia, aunque marcó mucho (España le inspirará al escritor, por ejemplo, dos de sus
más célebres personajes teatrales: Hernani y Ruy Blas), duró poco: un año más tarde la
madre, agraviada definitivamente por un marido contumaz en su infidelidad, cogió a los
dos hijos pequeños y volvió a París, al antiguo convento de las Feuillantines donde
ahora tenían su vivienda. Allí pasó Victor momentos inolvidables de juegos y
encuentros románticos con Adèle Foucher, su futura esposa, y prosiguió también su
educación bajo la tutela cariñosa pero disciplinada de su madre. Victor que, como
cuenta en un célebre poema, y es cierto, había nacido muy débil; que durante la primera
infancia fue un niño cabezón y de lágrima fácil, crece luego sano y, ya adolescente,
devora las obras de los enciclopedistas y libertinos del XVIII, y escribe versos como sus
hermanos. Cientos de versos, que continúa escribiendo cuando su padre decide enviarlo
a la pensión Decotte y Cordier. También escribe aquí su primera novela, Bug-Jargal,
sobre una rebelión de esclavos en la isla de Santo Domingo. Y al acabar los estudios,
con dieciséis años ya sabe que quiere ser Chateaubriand o nada. De forma que en 1819
funda con sus hermanos la revista Le Conservateur littéraire, donde publica poemas y
artículos, y en 1821 empieza a redactar su segunda novela, Han d’Islande (publicada en
1923), una historia de crímenes satánicos, verdugos, monstruos demoníacos, amores
puros e insurrecciones sociales en que Victor quiere (entre otras cosas) retratar su
propio amor por Adèle, de quien le han alejado. En realidad sólo tras la muerte de su
madre puede pedir la mano de Adèle, y, habiendo fingido una partida de bautismo que
no existe, se celebran las bodas en la iglesia de Saint-Sulpice, en octubre de 1822 - el
padre general no acude, y a Eugène los celos amorosos y literarios le provocan un
ataque de locura furiosa que, afortunadamente, los familiares ocultaron a los novios.
Nueve meses más tarde nace el primer hijo de Victor que por desgracia muere poco
después; entretanto el escritor publica sus Odes, poemas muy lamartinianos (la edición
definitiva es de 1828, Odes et ballades), que comienzan reivindicando la aspiración a la
gloria y el compromiso social del poeta, aún sin definir claramente.

En 1923 empieza a gestarse lo que se ha llamado "la batalla romántica". Victor, junto
con sus amigos Alfred de Vigny, Charles Nodier, y Emile Deschamps, entre otros,
comienza defendiendo un romanticismo conservador y católico, inspirado en el alemán
(tal y como lo presenta Madame de Staël), que Auger, secretario de la Academia
francesa, opone al clasicismo, de cuño muy francés. La batalla se acentuará en 1827,
con la publicación (pero no representación) del drama Cromwell, en cuyo prefacio Hugo
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defiende un teatro libre de las constricciones clásicas (análisis de una pasión, unidades
de lugar y de tiempo), que mezcle lo cómico y lo trágico, que incorpore temas
históricos; un teatro en definitiva más vivo, más divertido (a veces tiende a lo
vodevilesco), pero al mismo tiempo concebido como Obra total, compendio de todos
los géneros.

Entre 1923 y 1827 por otra parte Hugo no ha perdido el tiempo. En agosto de1824 ha
nacido su querida niña Léopoldine, y en octubre de 1826 su hijo Charles; ese mismo
año muere su padre. En 1825 el rey Carlos X le ha nombrado caballero de la Legión de
Honor (condecoración que él mismo había solicitado) junto con Lamartine, y le ha
invitado a su coronación en Reims; Hugo agradecido le escribe la correspondiente oda
y, de vuelta a París, pasa por los Alpes, que le impresionan profundamente. Además
entre 1826 y 1829 escribe más odas, baladas, sus Orientales (publicadas en 1829:
poemas de inspiración filhelenista, descriptivos y virtuosos), el drama Marion de Lorme
(censurado, representado en 1831) y su relato Le dernier jour d’un condamné, que narra
los pensamientos y actos de un condenado a muerte en sus últimos días. El escritor se
había documentado directamente para escribir esta novela en que defiende por primera
vez (luego será una de sus luchas constantes) la abolición de la pena de muerte.

En 1829 la batalla romántica continúa. Con el tiempo, el nacionalismo cada vez más
fuerte en Europa ha hecho cambiar las convicciones políticas de Hugo, que empieza a
sentir simpatías por los liberales y fortalece su admiración por Napoléon. En 1830 su
drama romántico Hernani obtiene el éxito de público y prensa, haciendo triunfar en
teatro la estética romántica, y reponiendo las vacías arcas del autor. La obra cuenta la
rivalidad de tres hombres (el proscrito Hernani, el rey Carlos V y don Ruy Gomez de
Silva) por la española doña Sol, quien por supuesto acabará casándose con el proscrito,
pero en la escena final, por obedecer a una promesa hecha a Ruy Gomez, Hernani
muere envenenado junto a su esposa.

Ese mismo año estalla la Revolución de Julio, que entronizará a Luis Felipe de Orléans,
e inmediatamente Hugo se encierra a redactar Notre-Dame de Paris, envuelto en un
mono gris de lana y destrozado por la infidelidad de su mujer con su amigo Sainte-
Beuve. Tarda seis meses en componer esta novela espléndida, en la que recrea el
medievo parisino, con su catedral gótica, su plebe, sus truhanes y el conocidísimo
jorobado Quasimodo que anhela un idilio imposible con la gitana Esmeralda. Las
múltiples versiones que se han hecho para cine o teatro de este texto omiten sin
embargo un personaje protagonista de una de las líneas narrativas, la Sachette, vieja
esperpéntica que acaba revelándose como la madre de la Esmeralda, y primera de una
raza de ancianas malévolas que puebla la obra hugoliana. Además Notre-Dame de Paris
sorprende por la erudición histórica, la madurez y la personalísima utilización del
lenguaje en una prosa que ya rezuma metáforas, animalizaciones o visiones dignas del
más característico estilo hugoliano.

Para cuando publica Las Hojas de Otoño (Les Feuilles d’automne) en 1831, Hugo ya
tiene otros dos niños, François (1828) y Adèle (1830); muchos de sus amigos le han
dado la espalda y los envidiosos crecen como hongos, pero él se imbuye de su valía y de
su genio excepcional. Este genio va cuajando en poemas donde ya aparecen los temas
básicos de su poesía anterior al exilio: el paso del tiempo, brevedad de la vida y vejez
del poeta, la familia, niños y amigos, el amor, la duda religiosa y metafísica, el
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profetismo del artista, , el compromiso político, la preocupación social, el lenguaje


poético y el universo el sueños y de las visiones.

Su drama Le roi s’amuse, cuyo estreno en 1832 fue más tumultuoso si cabe que el de
Hernani, vuelve a poner en escena una crítica a la monarquía, esta vez de Francisco I,
por lo que fue debidamente censurado, y otro personaje recurrente del elenco hugoliano:
el enano malvado, aquí Triboulet, pariente de Han de Islandia y bufón del rey Francisco
I. En este amargo y terrible drama las maquinaciones y venganzas del bufón se vuelven
contra él para deshonrar y causar la muerte de la que ponía el único rayo de humanidad
en su corazón, su inocente hija Blanche (Blanca, por supuesto). La obra originó un
animado proceso judicial en el que Hugo demandó al Théâtre-Français por interrumpir
las representaciones obedeciendo a la censura.

Poco más tarde el escritor conoce, en los ensayos de Lucrèce Borgia, a Juliette Drouet,
bretona como Sophie, guapísima, inteligente, que tiene una niña y sueña con ser actriz.
Lucrèce Borgia, drama italiano en que todo termina en envenenamiento múltiple, tiene
éxito, y Hugo conquista a Juliette, o más bien se conquistan mutuamente. Pero es un
amante exigente: pide a la joven la exclusiva amorosa, paga sus ingentes deudas y le
exige no alejarse de una casita cercana al castillo de Roches, donde él pasa el verano
con su familia (luego la instalará cerca de la actual Plaza de Los Vosgos, donde hoy está
la Maison Victor Hugo). Ella acepta, y renuncia a una carrera teatral apenas comenzada.
La relación durará hasta la muerte de Juliette, e inspirará a Hugo decenas de versos,
entre los cuales descuellan algunos publicados en Les chants du Crépuscule, 1835. A
los gastos de la familia Hugo se añaden desde entonces los de Juliette y las demás
mujeres que cruzarán la vida del escritor; todo ello es anotado pacientemente cada
noche, especificando la cantidad, el motivo, el destinatario. Los ingresos no faltan:
Hugo ha estrenado Marie Tudor en 1833 (última obra en la que actúa Juliette), y en
1835 se representa Angelo, tyran de Padoue, en prosa como la obra anterior. En Marie
Tudor los acostumbrados enigmas de identidad, papeles comprometedores, dobles
llaves y personajes embozados puntúan una historia de redención por amor y
despotismo político: la sanguinaria reina y una joven noble rivalizan en pasión por
sendos amados, un favorito extorsionador y mentiroso y un honrado artesano,
condenados a muerte por la propia Marie; ésta, que aplaza la ejecución indefinidamente,
debe ceder al fin ante el pueblo que exige el cumplimiento de la sentencia. En Angelo
una cuádruple relación italiana de amantes y esposos, gratitud y venganza, se entrelaza
para finalizar con el sacrificio y purificación de la cortesana, tan frecuentes en la
literatura romántica – y en la vida real del autor, puesto que la propia Juliette los
encarna. De hecho el tema ya se había planteado en Marion de Lorme, pero en este caso
teñido de matices incestuosos y situado en la Francia de Luis XIII; Marion, prostituta
amada por su hermano Didier que no conoce su identidad, acaba siendo "épurée à cette
chaste flamme"(acto V, escena II).

Además en 1834 publica su Littérature et philosophie mêlées, conjunto de ensayos


autobiográficos y sobre diversas personalidades, entre las que destaca Mirabeau; Hugo
reflexiona sobre la genialidad de este político y traza una aproximación a la Revolución
de 1879. En fin, el año 1834 ve también publicado su Claude Gueux, nueva novela
social, breve pero intensa, basada en un hecho real: la condena de un hombre a cadena
perpetua por robo, y a pena de muerte por el asesinato a hachazos de su infame
carcelero. También en esta época empieza Hugo a meditar sobre la composición de una
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novela, Les Misères, que abordaría el tema de las injusticias sociales y la pobreza del
pueblo.

Tres años más tarde, tras su escapada anual con Juliette, esta vez a Bélgica, Hugo
publica Les Voix intérieures (1837), volumen de poemas en que, además de algunos de
los temas habituales, incluye el del espectáculo marino y el del horror inspirado por la
naturaleza. Un poco más tarde, en Les Rayons et les ombres (1840), sigue contemplando
el mar, insiste en el compromiso político del poeta, y emplea una imagen, la del
laberinto angustioso, que luego volverá profusamente bajo las formas de la torre de
Babel, de las alcantarillas, de la prisión subterránea, etc.

En 1838 el estreno de su obra de teatro cumbre, Ruy Blas, no tuvo el apabullante éxito
esperado. Mezclando los ingrediente habituales: contenidos políticos e intriga amorosa,
contaba el amor de un criado, Ruy Blas, por la reina Maria de Neubourg. A instancias
del malvado don Salluste de Bazan el héroe se hace pasar por su señor (Don Cesar de
Bazan) en la corte y, aprovechando el alto cargo al que accede, emprende una serie de
reformas políticas, que no se llevarán a cabo por la traición de don Salluste. La obra
termina con el asesinato de éste por Ruy Blas, y el propio envenenamiento del joven.

Más tarde con los datos tomados en sus viajes a Alemania de 1838, 39 y 40, redacta,
como era costumbre en la época, un diario de viaje, El Rhin. En él alterna las anécdotas
divertidas con descripciones de castillos y torres en ruinas, y, fiel a su pasión por la
onomástica, transcribe cuantos nombres, expresiones y signos misteriosos encuentra en
su camino. También expresa sus opiniones sobre el país vecino, admirado y necesario
para la paz y la unión europea que posteriormente tanto defenderá.

En 1841 es elegido, al fin, miembro de la Academia Francesa. Hugo ambicionaba el


sillón desde 1834, y había consagrado innumerables horas a visitas de cortesía y
conversaciones que le aseguraran apoyos desde el seno de la institución. En su discurso
de ingreso habló de Napoleón, de la grandeza de Francia, de Malherbe
(inesperadamente) y de la labor del poeta, que tiene la misión de culturizar al pueblo y
ofrecer sus servicios al poder político, como moderador entre partidos. Y es que
efectivamente ya había empezado a pensar en el acceso al senado, con la pairie. Creía
además que con el apoyo del duque de Orléans, heredero del trono, podría aspirar a
algún cargo político, quizá un ministerio. Por fin consigue ser pair en abril de 1845,
pero la noticia le llega tras una época de desgracias: en 1842 había muerto el duque en
un accidente, y sobre todo en septiembre de 1843 había fallecido su hija Léopoldine,
casada en febrero, con quince años, y embarazada de tres meses. En una breve travesía
se había hundido la barca en la que navegaba; su esposo Charles Vacquerie se había
dejado morir con ella. No resulta difícil imaginar la hondura de la tristeza que debió
sentir el poeta por la desaparición de su hija preferida. Además, como se enteró de su
muerte al leer un periódico mientras volvía de un viaje con Juliette por el norte de
España, se culpabilizó por su vida sentimental irregular. Toda la tristeza y la angustia
del padre se vierten (tras un prolongado silencio) en la escritura de Les Contemplations,
considerada como una de las obras cumbres de la poesía francesa (cf. el análisis de A.
Verjat, en la Historia de la literatura francesa editado por Cátedra). Léopoldine le
inspira poemas de inigualable belleza o sufrimiento, como los célebres "Demain, dès
l’aube", "À Villequier" o "A celle qui est restée en France". Para adaptarlos al ritmo de
la obra, Hugo alteró muchas de las fechas de composición de los poemas que, como
explicó, parten de la sonrisa para llegar al abismo, atravesando el sollozo. Este punto de
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llegada indica la orientación decidida que desde aquí va a tomar la poesía hugoliana
hacia el mundo de la trascendencia y de la espiritualidad, de acuerdo con las creencias
que van a ir engrosando la fe del autor: católico, ya creía en el alma; desde ahora cree
también en que todo tiene alma. Y en el diálogo inmenso entre las cosas, la concertación
del universo hacia su reintegración en el Uno, la reencarnación, la transmigración de las
almas a las estrellas, la jerarquía de almas y la posibilidad de comunicarnos con ellas. A
este credo esperanzado añade una explicación del mal, tanto en su origen (proviene de
una "faute" que originó una caída primordial en el espacio) como en su existencia actual
(sufrimos porque expiamos faltas cometidas en otras vidas). Se han rastreado las
herencias gnósticas, panteístas, animistas y diversamente ocultistas que inspiran estas
ideas, paralelas a la intensa afición de Hugo por las experiencias espiritistas recién
descubiertas (el primer Congreso espiritista mundial tiene lugar en 1852). De hecho
algunos años más tarde, el escritor creerá haber comunicado con el espíritu de su hija
(así como con otros muchos) en una de las veladas de las mesas giratorias. Les
Contemplations se despiden dejando al poeta sentado, como una lavandera, al borde de
un pozo que es la muerte, inclinándose, en esa actitud tan suya, para indagar en el más
allá.

Pero las desgracias han seguido arreciando. En 1845 muere su suegro y en 1846 Claire
Pradier, hija de Juliette y protegida de Hugo; el poeta, ahora vizconde (con la concesión
del título de par), asiste al entierro sin temer comprometerse ante la correcta sociedad
decimonónica. Dicho sea en su honor que siempre fue generoso con sus amigos, noble
con sus enemigos y cortés con sus amantes. Cuando sí se compromete es al ser
sorprendido en flagrante delito con una de las mujeres que desde este momento
poblarán su animada vida afectiva y su infatigable comercio carnal. Léonie d’Aunet,
esposa de un pintor, es encarcelada, y el propio rey tiene que intervenir para que el
marido retire la denuncia contra Hugo... Por otra parte éste nunca hizo distinciones
sociales en materia amorosa; se interesaba tanto por las cortesanas fáciles como por las
damas de los salones, cuando eran accesibles.

Entretanto el éxito teatral parecía haber terminado: el público silbó Les Burgraves. En
esta obra aparece el tema del fraticidio, que rondaba constantemente al autor, en buena
medida por sus relaciones con su hermano Eugène – murió en 1837, enajenado; el
hecho que su hermano mayor se llamara Abel tampoco facilitaba las cosas. En un
decorado medieval alemán se narra la decadencia de una familia noble (de burgraves);
el cumplimiento de una cruel promesa (de nuevo) lleva a descubrir que el anciano
caballero Job había atentado contra su hermano, luego Federico Barbarroja, por el amor
a una mujer, que ahora es la vieja que pide venganza (de nuevo). La obra no era mala,
pero la moda romántica había pasado. El tema del fraticidio vuelve con frecuencia en la
poesía y la prosa, y está también en el nudo de otra obra teatral que preparaba Hugo en
1838, pero que nunca terminó: Les Jumeaux, con cierta inspiración de Calderón de la
Barca, que cuenta cómo Luis XIV, para reinar solo, habría encerrado a un supuesto
hermano gemelo en una torre y le habría puesto una máscara de hierro de forma que
nadie pudiese reconocerle. Mucho más tarde Hugo ilustrará igualmente con un
angustioso poema la obsesión del Ojo inmenso que persigue al cainita asesino ("La
Conscience", en La légende des siècles).

En 1848 empieza otra época. Con la revolución, y aunque a Hugo le parece aún
prematuro, se instaura la República, y el escritor es elegido miembro de la Asamblea
nacional. En realidad está en una posición incómoda, entre los diputados de la derecha,
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pero defendiendo un programa de reformas sociales próximo (sólo próximo) a la


izquierda y una política exterior antibeligerante. Aboga por la educación laica, gratuita y
obligatoria, la mejora de la situación social y laboral de la mujer y la abolición de la
pena de muerte (corolario de la responsabilidad de la sociedad en los crímenes
individuales); para el exterior defiende la paz universal: en 1848 había plantado el árbol
de la libertad invocando la "República universal" (gesto que repetirá en 1870, pero esta
vez en el exilio y, siempre patriota, el 14 de julio), y en 1849 es presidente del Congreso
Internacional de la Paz. Deja en el tintero, no obstante, otras preocupaciones urgentes ya
señaladas en ese momento, como son las pensiones, ayudas por enfermedad, o duración
de la jornada laboral (cf. R. Journet y G. Robert, 1964:85). De todas formas la vida
política parece ser la culminación de su ideal literario, según el cual el poeta tiene como
misión guiar a los pueblos hacia la libertad, y podría haber sido quizá también su fin.
Sin embargo Hugo pronto se enemistó con Luis Napoleón Bonaparte, a quien al
principio había apoyado en su periódico L’Evénément, básicamente porque el escritor
no tenía madera de político: no conocía la moderación ni la diplomacia; tampoco la
hipocresía, y no transigía con las maniobras parlamentarias. De modo que cuando Luis
Napoleón promueve el golpe de Estado en 1851, el poeta, tras intentar sin éxito levantar
al pueblo contra él (y a pesar de que sus dos hijos están en la cárcel, expuestos a las
represalias), parte al exilio.

VIDA Y OBRAS II. EN EL EXILIO.

Bruselas y las dos islas anglonormandas de Jersey y Guernesey van a acoger


sucesivamente a Hugo desde 1851 hasta 1870. En Bruselas escribe la Historia de un
crimen, que no acabó ni publicó, contando con todo lujo de nombres y detalles la
insurrección del futuro emperador, y luego Napoleón el Pequeño, más modesto y
panfletario; en Jersey completa sus ataques con los poemas de Les Châtiments. Desde
aquí también se hace paladín del grupo de franceses exiliados, y cuando se le ofrece la
posibilidad de regresar, en 1852, 1859 y 1869, renuncia dignamente a ella. Se ha dicho
que el exilio, aunque obligó a Hugo a vivir lejos de París (cosa que todo francés, y él
mucho más que cualquiera, lamenta), le fue beneficioso a fin de cuentas, porque dio
campo a su inagotable vena literaria, asentada desde entonces en un papel político y
existencial bien definido, papel que había sido ilustrado un sinnúmero de veces en sus
obras y las de los románticos: el del proscrito por el poder y defensor del oprimido.

También en el exilio va Hugo a internarse cada vez más profundamente en los


territorios de lo sobrenatural y lo numinoso, tanto que a veces casi pierde pie en la
realidad. Esto comienza cuando la familia acoge en 1853 a la amiga de infancia
Delphine de Girardin, ahora enferma de cáncer y siempre vestida de negro. Ella les
inicia a las experiencias espiritistas de las mesas giratorias, en que espíritus de diversas
condiciones hablaban por golpes a los asistentes a las sesiones nocturnas. Estas sesiones
fueron transcritas oportunamente, y dejaban a Hugo en un estado de nerviosismo y a
veces terror que reforzaban su propensión natural a las visiones (rasgo de familia: no
olvidemos ni la enfermedad de su hermano, ni la posterior locura de su pobre hija
Adèle). De hecho no era el único en sentirse así, dado que en 1855, una amiga que
asistía a las reuniones tuvo un súbito ataque de locura, por lo que la señora Hugo,
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velando por la salud mental de la familia, decidió que ya era hora hacer callar a las
mesas.

Por lo que respecta a la producción literaria del exilio, impresiona la cantidad y cantidad
de escritura generada en diecinueve años. Además de escribir las obras políticas antes
señaladas, Hugo termina las Contemplaciones y las publica en 1856, compone una
inmensa trilogía de poesía épica, tres grandes novelas y un último drama en verso, y aún
tiene tiempo para entretenerse con pequeños poemas (Les Chansons des rues et des
bois, 1865) u obras de teatro más livianas (recogidas en Le Théâtre en liberté, publicado
en 1886). La trilogía épica está compuesta por La légende des siècles,La fin de Satan y
Dieu, que en el orden citado narran en verso la historia de la humanidad y la
regeneración de Satán, terminando con una paráfrasis explicativa de las grandes
religiones y filosofías por boca de seis animales y un ángel. Sin embargo Hugo escribió
antes las dos últimas, que no llegó a publicar porque un espíritu de las mesas le aconsejó
esperar; de todas formas ambas quedaron inacabadas. Puede decirse que se trata de las
mejores epopeyas decimonónicas, escritas con una versificación impecable, bajo una
inspiración genial. La Légende, en tres entregas (1859, 1877 y 1883, póstuma) tiene
poemas de grandísima belleza y perfección formal que recrean pasajes bíblicos, textos
medievales o episodios de la mitología grecorromana, mezclando fechas y nombres
reales e imaginarios (entre los que destaca el famoso Jérimadeth, "la-rima-es-deth"). Y
en La fin de Satan, tras la soberbia caída de éste en el vacío y las sombras abisales,
seguida del episodio de Nemrod y el suplicio y muerte de Cristo, Hugo había
proyectado relatar la victoria de la Revolución francesa, donde el pueblo redime la
Historia guiado por el ángel Libertad. Véase que aquí la epopeya de la humanidad se
identifica para el escritor, adorador de su lejano terruño, con la historia de Francia.

Les Misérables (1862) es por su parte una de las mejores novelas de la literatura
francesa, y una de las más leídas. Su argumento, cuajado de golpes de efecto y de
recursos afectivos, favorece también las versiones cinematográficas y teatrales, que no
han dejado de gestarse hasta nuestros días (destaca la de Robert Hossein, de 1982).
También, como todas las grandes novelas, ha suscitado copias y segundas partes,
incluida una de próxima aparición que está provocando las suspicacias de los herederos
de Hugo. La novela original narra básicamente una historia de regeneración y salvación,
tema como se ha visto recurrente en Hugo. El héroe, Jean Valjean, es un condenado a
trabajos forzados por robo, recién liberado tras varios años de cárcel. Rechazado por
todos a causa de su pasaporte amarillo que indica de dónde proviene, es al fin acogido
en casa de un bondadoso obispo que le encamina por la senda del bien. Sin embargo
inmediatamente antes de su conversión Valjean ha hurtado una moneda, de forma que
vuelve a ser buscado como delincuente; se encarga de su persecución un policía íntegro
pero implacable, el inefable inspector Javert. En este punto la narración salta en el
tiempo y nos sitúa en 1817. Fantine, una joven engañada por un burguesito, trabaja y
luego se prostituye para alimentar a su hija, Cosette. En Montreuil-sur-Mer es liberada
de la cárcel por el alcalde, el señor Madeleine – Valjean bajo una falsa identidad. Poco
después muere, y éste le promete ir a buscar a su hija. Los destinos del condenado, de la
niña y del policía se cruzan desde entonces, mezclados con el del horrendo Thénardier,
filousophe, ladrón y extorsionador, que ha sido presentado cuando desvalijaba a los
caídos en la batalla de Waterloo (símbolo aquí del cambio histórico y de una carencia
futura), y con el bello Marius, joven idealista que se enamora de Cosette. Todos ellos
coinciden en París en 1832, en torno a la barricada que construye el pueblo sublevado
en la calle Saint-Denis. Valjean salva allí a Javert, quien se suicida trastornado por este
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gesto de magnanimidad, y a Marius, atravesando las alcantarillas parisinas para llevarlo


desvanecido hasta la casa del abuelo del joven, un noble aristócrata. En la barricada los
republicanos mueren, incluido el pequeño Gavroche, niño prácticamente de la calle.
Poco después Cosette y Marius se casan sin saber quién salvó al joven, y Valjean se
sacrifica aún más confesando su origen y alejándose de los esposos. Sólo al final éstos
descubren la verdad, por una maniobra fallida de Thénardier, y corren a ver al héroe
que, agonizante, muere en olor de santidad.

Les misérables es una novela social, en primer lugar. Quiere denunciar la fatalidad de
las leyes y las injusticias sociales; de ahí las largas descripciones de ambientes sórdidos
y de personajes lamentables o perversos a quienes, sin embargo, se les cede la palabra,
una palabra expresada en el rico y tenebroso argot parisino. Les misérables es además
una novela histórica, transmite la imagen de un ideal de progreso anunciado con la
Revolución (y su episodio final: Waterloo) y aún imposible en el presente (fracaso de
las barricadas en 1832), pero alcanzable quizá en el futuro. Finalmente, se trata también
de una novela del individuo. En ella se plantean problemas eternos como la identidad, el
destino y el deber; se llega al conocimiento de sí mismo con sucesivas iniciaciones
(falso entierro de Valjean, travesía de las alcantarillas), y el despertar de una conciencia,
en palabras hugolianas, provoca su lenta ascensión hacia la luz (la verdad) y su
regeneración final.

La segunda de las novelas compuestas en el exilio, Les travailleurs de la mer (1866),


gira en torno a un joven y excelente marino, Gilliat, que lleva a cabo una gigantesca
hazaña de salvamento: recuperar el motor de un barco de vapor encallado en unos
espeluznantes arrecifes llamados los Douvres. Lo hace por el amor a una mujer,
Déruchette, hija del propietario del barco, a la que finalmente dejará marchar con el
pastor protestante de quien ella se ha enamorado. Aparte de la creación del Sieur
Clubin, maestro de la hipocresía ("le Tantale du cynisme", I,VI,IV) que durante años ha
fraguado una venganza sibilina, el episodio más célebre de la novela es la lucha de
Gilliat con un gigantesco pulpo agazapado bajo el bajo naufragado, y símbolo del mal
puro. Este combate espantoso y la pugna que mantiene el héroe con las fuerzas de la
naturaleza desencadenadas (el mar inicuo y siempre amenazador) van esculpiendo la
personalidad de un héroe tan prometeico como Valjean; sin embargo, y aunque las
digresiones abundan también en la novela anterior, aquí se complican porque incluyen
el ingente acerbo de léxico marinero asimilado por Hugo durante su estancia en las islas
anglonormandas. Algo parecido ocurre en L’homme qui rit (1869), tercera novela del
exilio, pero esta vez porque el autor se interna en el reino del onirismo y del terror
visionario, que pueblan páginas enteras e ilustran el consabido y a menudo reprochado
delirio verbal hugoliano. Pese a ello L’homme qui rit logra ser una emotiva historia de
amor y una rotunda crítica de la Inglaterra de finales del XVII, así como una denuncia
del mal a través del propio héroe, Gwynplaine (la onomástica de Hugo sigue resultando
apasionante), marcado de por vida por la operación quirúrgica que le ha dejado
desfigurado, en risa perpetua. Además también él aprende la importancia del amor, de la
justicia y de la libertad, en su odisea que le lleva de un grupo de comprachicos a la
cámara de los lores inglesa, en donde su discurso sobre la opresión social provoca una
algaraza indescriptible, y ésta un desagrado rechinante en el ánimo del lector. Es
interesante subrayar que las tres novelas concluyen con la muerte de los protagonistas,
siempre salvífica aunque sea suicidaria (Gilliat y Gwynplaine se dejan ahogar en el mar,
espacio del más allá) – y por otra parte contraria al suicidio de Javert, nuevo Judas
desesperado ante la Bondad. La dureza de éste ultimo recuerda igualmente a la de
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Torquemada, protagonista del drama escrito en Guernesey (publicado en 1882). La


Inquisición española es esta vez el marco para presentar a un miembro de esa raza
inexorable que tanto obsesiona a Hugo, raza de hombres que purifican quemando,
encerrando en prisión o condenando a muerte, - pero que purifican de acuerdo con altos
ideales, ya sean religiosos, políticos o jurídicos, venerados hasta el fanatismo. No
obstante el rey de este linaje aparece en la última novela del autor, Quatre-vingt treize
(escrita entre 1872-1874, y publicada ese mismo año). En ella Cimourdain, sacerdote
convertido a la Revolución, es encargado de reprimir la guerrilla bretona junto a su
protegido y amadísimo Gauvain y contra el tío de éste, un cruel monárquico llamado
Lantenac.

El gran combate se desarrolla en La Tourge, una torre emergente del bosque tupido,
donde los bretones han encerrado a tres niños que morirán si los revolucionarios atacan
(el suspense de la novela hugoliana se nutre de estas situaciones límite); un inesperado
sacrificio de Lantenac fuerza a su sobrino a entregarse a su vez, liberándole pero
haciéndose reo de justicia por ayudar a un enemigo. Cimourdain será quien, en una
sublime pero siniestra (el adjetivo es de Hugo) obediencia a las leyes, se encargue de
hacer ejecutar la sentencia. Esta es además la novela de la Revolución francesa,
proyecto largamente acariciado por Hugo, que destina varios capítulos a las discusiones
de Marat, Robespierre y Danton, y plantea la ilegitimidad de la violencia revolucionaria.
Aun apoyando a los republicanos, Hugo descubre las bajezas y crímenes del proceso
que acaba con una sociedad, eso sí, mucho más criminal, asentada en la desigualdad y
en la extorsión. La presencia sombría de la guillotina (decapitación del rey en 1793, de
Gauvain, y más tarde de Danton y Robespierre), presencia que ya regía los destinos en
Notre-Dame de Paris, y que siempre ronda la utopía hugoliana, marca el desarrollo y la
conclusión de esta última novela histórica.

Todo ello fue gestado durante sus paseos por la isla de Guernesey ("J’étais le vieux
rôdeur sauvage de la mer", L’Année Terrible, "Octobre"), y escrito en su look-out, es
decir, una especie de pequeño faro instalado en la azotea de su casa, que diseñó él
mismo. Esta mansión, llamada Hauteville House, había sido concebida y decorada para
comodidad y loa del escritor, que sigue cultivando en el exilio la autoestima y su
grandioso egotismo. Lo interesante es que encontró adalides de tal actitud en su propia
familia: su mujer escribirá laboriosamente el Victor Hugo contado por un testigo de su
vida, y su hijo Charles le inmortalizó en numerosas fotografías para las que el escritor
posaba con donaire visionario. Además en un gran ensayo (William Shakespeare, 1864)
escrito en principio como prefacio para las obras de Shakespeare que su hijo François-
Victor traducía, Hugo explica con ejemplos de grandes autores o personajes bíblicos
(entre los cuales se halla Cervantes) las características de la genialidad.

VICTOR HUGO Y EL ROMANTICISMO FRANCÉS 3/3


ISBN-84-9714-081-8
Pilar Andrade Boue
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3. Genio y lenguaje.

En fin, el instrumento por excelencia de la contemplación es el lenguaje. En


primer lugar, porque lo contemplado, ese mundo del más allá, el propio Dios,
después de un largo mutismo, hablan al visionario. Sus palabras están escritas
por vez primera en el poema "Lo que dice la boca de sombra" (Contemplations,
VI); la voz surgida de esta caverna cercana al "dolmen qui domine Rozel"
explica una metafísica y una cosmología a la que ya hemos hecho alusión: el
mundo está lleno de almas; para ser creado necesitaba ser imperfecto, y por
tanto el mal es inherente a la materia; la naturaleza humana expía
precisamente el defecto de la creación, que le ha hecho encenagarse en el
mal. En este animismo espiritualista si lo inefable habla, y deja de ser tal, es
porque el visionario le ha obligado a ello, justamente a través de su propia
palabra. El "mago", el poeta, saca fuera de su antro a la criatura Dios con el
espíritu... y el escalpelo (Les Contemplations, VI, XXIII). Además, este nuevo
Prometeo tiene la múltiple misión de comunicar a los hombres los mensajes de
ultratumba, de interpretar la historia en su complejidad, de guiar al pueblo
indicándole el ideal hacia el que siempre debe caminar (y no volar: sólo ellos
vuelan), y, por supuesto, de dejar testimonio escrito de todo esto. A pesar de lo
cual será un incomprendido en su época (pero Hugo vendió toneladas de
libros), y a su muerte formará con los otros magos un grupo de espíritus aparte.
Por último, la característica psicológica más notable de esta raza es que
piensa, claro está, por antítesis. "Les génies ont la reflexión double" (William
Shakespeare), fieles a la retórica del contraste. Otro aspecto fundamental de la
poética hugoliana, en su evocación del misterio, es la analogía, dentro de la
cual destaca lo que se ha llamado "metáfora máxima", que consiste en colocar
uno junto a otro los dos términos de la comparación, obteniendo expresiones
como "le bronze monument", "le pâtre promontoire" o "le monstre univers". Son
igualmente célebres, además de las ya apuntadas a lo largo de esta
introducción, imágenes como la de la torre de Babel (polisémica, volveremos
más tarde a ella), la araña (el mal, o la fatalidad) atrapando a la mosca, el pulpo
gigantesco, el laberinto, el ojo, y por supuesto el pozo o el agujero. Además a
veces se organizan en verdaderas alegorías, como la conocida analogía de los
campesinos-revolucionarios arando y sembrando el campo-sociedad, en el
Étude sur Mirabeau. Puede pensarse que esta riqueza analógica nace de la
fantasía de su autor, o bien por el contrario que es la propia figura retórica la
que da origen a la visión, en cuyo caso el motor del imaginario sería el lenguaje
mismo; recordemos que para la mentalidad hugoliana las palabras generan
realidades (en La Fin de Satan, el grito de "Mort!" generó a Caín, y el de "Tu
mens!" a Judas): Nomen, numen, el nombre es un dios, un misterio viviente
que fascina al escritor y le arrastra en locas cabalgatas por el universo del
léxico y de la onomástica, y también por el de la sonoridad que a veces
fundamenta curiosos catálogos:

"A quoi bon être Arsès, Darius, Armamithres,

Cyaxare, Séthos, Dardanus, Dercylas,

Xercès, Nabonassar, Asar-Addon, hélas!


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On est Antiochus, Chosroès, Artaxerce,

Sésostris, Annibal, Astyage, Sylla,

Achille, Omar, César, on meurt, sachez cela." (La Légende des siècles, XVI,I)

Estos delirios verbales no deben ocultar, sin embargo, que para Hugo el
lenguaje puede asimismo domeñar la realidad, poner un orden en el caos que
ésta presenta, ceñir su increíble fecundidad. La poesía, la palabra, reordena el
cosmos, y lo hace mediante una gran variedad estrófica y de versificación,
aunque con una marcada preferencia hacia el alejandrino, el verso que mejor
se adapta a la amplitud de la reflexión del escritor.

4. La Historia, el Pueblo, la Libertad.

La interpretación hugoliana de la Historia resulta bastante compleja,


porque ensambla dos piezas aparentemente contradictorias: una
perspectiva pesimista según la cual no se puede acceder a un sentido
global, y una perspectiva optimista por la que se atisba la luz de los
ideales que iluminan la marcha de la humanidad. En cuanto a la primera
de las perspectivas, se fundamenta en dos nociones claves cuales son
el intrincamiento ("enchêvetrement") y el borrado ("effacement"). Ambas
dificultan la visión nítida de la Historia: el intrincamiento por la enorme
complejidad que presentan los acontecimientos históricos, que se
imbrican entre sí y generan cantidades infinitas de consecuencias,
obligando a una lectura cíclica de la Historia; el borrado, porque elimina
las huellas del hombre, y en este sentido expresa uno de los temas
recurrentes en Hugo, la fatalidad. De hecho tanto Les Misérables como
Notre-Dame de Paris y Les travailleurs de la mer fueron escritas para
mostrar la fatalidad de las leyes, dogmas y cosas. Esto sin contar con la
peor de las fatalidades, la del corazón humano, que puede explicarse
como la obstinación en el mal o la ignorancia que origina maldad.

No obstante la Historia también puede leerse positivamente. El


contemplador sabe que existe un Ideal brillando como una estrella,
"Stella", como el guijarro de oro que Dios lanza con su fronda contra la
negra frente de la noche (Les Châtiments). La creencia en la
perfectibilidad de la humanidad, inspirada en Ballanche otros, implica la
confianza en que el futuro aporta mejoras (es la respuesta del escritor al
pesimismo conservador de Frollo), y la convicción ardiente de que es
posible una sociedad ideal, como profetiza Enjolras desde lo alto de la
barricada en Les Misérables (V,I,V): "le vingtième siècle sera heureux
(...); on n’aura plus à craindre la famine, l’exploitation, la prostitution par
détresse, la misère par chômage, et l’échafaud, et le glaive, et les
batailles, et tous les brigandages du hasard dans la forêt des
événements". Más aún, en ese mundo venidero no habrá
acontecimientos: se habrán hecho a un lado para dar paso a los valores
transhistóricos, hacia los cuales convergerán la mente del pensador y el
corazón del justo. Los libros reflejarán el cielo, el estudio será una
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liberación (bello porvenir para los estudiantes del siglo entrante), y todo
convergerá hacia el espíritu libre (L’Âne, vv.2656-2692). No ha faltado,
claro está, quien señale el carácter, demasiado utópico como para ser
convincentemente socialista, de todas estas expresiones. En cualquier
caso, la clave para comprender la Historia consiste, desde la perspectiva
hugoliana, en concebir el progreso como un ascenso, una subida del
caos al cielo, una de cuyas imágenes esenciales en la escritura
hugoliana es la torre de Babel. O más bien ciertas variantes de dicha
torre, esencialmente polisémica: aquellas en las que representa un
edificio construido por la inteligencia humana, una montaña de escritos
que forman el acerbo cultural de la humanidad, la colmena a la que
"toutes les imaginations, ces abeilles dorées, arrivent avec leur miel
"(Notre-Dame de Paris, V,II). La torre, siempre inacabada, simboliza
igualmente la obra literaria, obra abierta, compuesta por fragmentos que
afluyen constantemente como los tiempos históricos; entonces es
también ruina, formada por restos del pasado: "Ce livre, c’est le reste
effrayant de Babel", dice Hugo de su Légende des siècles. En otros
momentos Babel también representa el misterio que atrae y aterroriza,
en forma de un cielo estrellado como una espiral siniestra (Les
Contemplations, III,XXX), de monumento funerario con laberínticos
pasillos (Les Rayons ..., XIII), de arquitectura de pesadilla con escaleras
que se pierden en la oscuridad (Les Contemplations, VI,XVI), o de mero
vaciado de sí misma (Dieu, XII) (Cf. J. Gaudon, 1969:299-312).

Por otra parte la progresión hacia arriba tiene que darse necesariamente
desde lo bajo o abyecto, para que se realice la regeneración completa
de la sociedad y del individuo. El pueblo, pese a su lado oscuro (el
populacho), debe participar directa y definitivamente en la Historia; por
su parte el artista debe dar una imagen positiva de él: "Le réel n’est
efficacement peint qu’à la clarté de l’idéal. Un tas de fumier n’est qu’un
tas de fumier" (Philosophie, II). Esta imagen no excluye la Revolución
(aunque Hugo siempre prefirió los medios pacíficos), que es un gesto de
Dios (Les Misérables, V, I, XX) porque forma parte del progreso. En
realidad el providencialismo jacobino de Dios se ve matizado
intensamente por la lectura humanitaria que Hugo hace de la Historia, en
la línea del cristianismo social de Lammenais, Buchez o Cabet. Para
todos ellos el desarrollo histórico debe estar guiado en primer lugar por
el amor al prójimo y la piedad hacia el desfavorecido.

5. El hombre y su abismo personal.

No obstante, a pesar de la importancia que adquieren en la obra hugoliana las


cuestiones sociales, los temas morales y religiosos o existenciales suscitan
mayores desvelos aún. En la idea de que las revoluciones son capaces de
transformar todo, salvo el corazón humano (Prefacio de Les Feuilles
d’automne), está también inscrita la convicción de que el hombre individual es
un hueso mucho más duro de roer inclusive que la tribu humana. Debe tenerse
en cuenta asimismo que existe toda una constelación de metáforas puestas al
servicio del análisis de los paisajes anímicos, algunas de las cuales hemos
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citado con anterioridad, y a las que hay que añadir el símbolo hugoliano por
excelencia, el más obsesivo, el más cargado de implicaciones y denso de
referencias: la sima, pobre traducción española de "gouffre", que engloba
abismo, agujero, precipicio, misterio y horror. El "gouffre" está en el corazón
humano, cueva oscura a la que Olympio-Hugo se acerca con un farolillo (Les
Rayons..., XXXIV). Pero además provoca la doble respuesta de acción y
repulsión que ejerce el mal en general, y lo macabro o lo morboso en particular.
Es un pozo negro, una cloaca donde hormiguean míriadas de insectos, reptan
criaturas amorfas, se pudren indefinibles despojos; se asocia a él también la
promiscuidad sexual y la miseria, como en la famosa Corte de los milagros de
Notre-Dame de Paris. Esta visión de pesadilla puede interpretarse como una
fobia ante lo microscópico insondable (Les Contemplations, VI, XXIII), o bien
ante la infinitud de lo grande, sobre todo del universo estrellado (Les
travailleurs de la mer, II,II,V). Pero el "gouffre" es simultáneamente el "porche",
o la puerta que el poeta entreabre desde la tierra y desde lo corpóreo, al mundo
de más allá de la muerte, al mundo de los espíritus. En el osario de la iglesia de
San Miguel en Burdeos, decenas de esqueletos mantienen un secreto diálogo
desde su agujero de lo infinito (Alpes et Pyrenées, 27 de julio). El abismo se
identifica a Dios, a la presencia de la divinidad inmensa, inquietante y
enigmática; entonces el "gouffre" puede igualmente ser ojo, pupila gigantesca
vigilante, y a veces cegada, "oeil crevé" (Les Contemplations, III,XXX),
inspirado en la órbitra negra de Jean-Paul o el sol negro de Nerval. Otras veces
el "gouffre" simboliza la prisión, bien política (La pitié suprême, IV), bien del
alma (la tierra, o el infierno, donde los espectros de la humanidad desfilan ante
el ángel exterminador (La Légende des siècles, I,XIII). Y en tanto que infierno,
el agujero simboliza la obra literaria, el poema-volcán de verso estrecho y lívido
como las fisuras de una solfatara (William Shakespeare, I).

En fin, una variante esencial del abismo es la Naturaleza, concebida en la línea


de las mitologías universales, como fuerza germinadora de ilimitada y por ello
terrible fecundidad. La Naturaleza, a menudo personificada, devora y gesta
simultáneamente, es una feroz Geo y un hormigueo vegetal, asiste al celo del
cosmos y a la metamorfosis de Pan (Le Satyre, en La Légende des siècles, I).
Maléfica, rodea de horror al viajero del bosque – o a los niños, como a Cosette
en Les misérables: Hugo es magistral para captar el espíritu infantil, baste
recordar al inolvidable Gavroche. Toda una serie de paisajes de Hugo,
excelente dibujante, ilustran este sentimiento de la Naturaleza y otros aspectos
de la reflexión del escritor.

POSTERIDAD DE VICTOR HUGO.

Ya en vida Hugo había generado una copiosa bibliografía, y tras su muerte


surgirán estudios de su estética (A.Joussain), filosofía (Ch. Renouvier) y
fuentes (P. Berret). No obstante buena parte de la crítica de la primera mitad
del siglo XX, reaccionando frente a la glorificación de que fue objeto el escritor,
le acusó de ampulosidad, vacuidad o falta de sinceridad. Desde los años 60 sin
embargo se ha analizado con una mirada más objetiva la metáfora y símbolo
hugolianos (Albouy), la poética (Gaudon, Seebacher), el teatro (Ubersfeld) o la
visión de la historia (Brombert). En cuanto a la acogida de las obras mismas
por parte del público, las versiones teatrales y cinematográficas (y las
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continuaciones de novelas) que siguen realizándose hoy dan fe de que la gloria


de Hugo sigue todavía viva a comienzos del siglo XXI. H b

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