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¿Qué hace un electrón cuando quiere salir por piernas de algún sitio
(claramente es una expresión ajena al electrón, que, suponemos, no
tiene piernas)? Qué difícil. Además, allí abajo, en el núcleo de su
átomo, estaba el protón, que siempre, siempre, siempre le llevaba la
contraria. Esa era la historia de nunca acabar… ¡El día menos pensado
salto y me cambio de átomo!
¡Por todos los muones y tauones! ¿Qué tenía que hacer un electrón
decente para ser libre como electrón en el metal, para correr como
corriente eléctrica, para desplazarse en un haz cruzando veloz el
vacío? ¿Qué tenía que hacer para librarse de ese entorno asfixiante del
átomo al que pertenecía? “Ya tengo edad para independizarme”,
pensaba. “Me encantaría encontrar pareja… convertirnos en una Par
de Cooper”, suspiraba romántico este electrón mientras no dejaba de
dar vueltas (o lo que fuera) sobre sí mismo.
Íbamos por…
Vale.
Un día, de repente, nuestro amigo Tron (que en ese momento se
preguntaba, una vez más, si era onda o partícula) sintió unos
latigazos. ¡Por el momento dipolar eléctrico! ¿Qué cátodos es eso?
Demonios. No he venido a este mundo para quedarme en pura
probabilidad… (¿o tal vez sí…? Bueno, que me distraigo). ¿A qué se
debe tanto escándalo?
Pero nada.
Y ¡zas!
Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y
existirán, un electrón, variable como su naturaleza misma, que quiso
dejar de girar sobre sí mismo.
Y, claro, no pudo.