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EL CUERPO HABLANTE DE LA HISTERIA

Rosa López
rosamarialopezs@telfonica.net

Voy a comenzar hablándoles de mi profesor de Pilates. Se trata de alguien que


se toma muy en serio su trabajo y, por ello, no se conforma con enseñarnos
unas cuantas técnicas gimnásticas, sino que además las acompaña de un
discurso en el que denuncia cómo el hombre actual, inmerso en el capitalismo
y en la sociedad de consumo, tiene un absoluto desconocimiento del
funcionamiento de su propio cuerpo. En sus clases suma la disciplina del
Pilates con la meditación yóguica y algo del espíritu del Tai chi, el Chi kung, el
Qi gong. Con esta conjunción, que pretende ser lo más completa posible, nos
exhorta a reconocer todas las partes de nuestro cuerpo, diferenciando unas de
otras en cada ocasión, independizando los movimientos de manera que las
piernas se doblen y giren mientras las caderas quedan fijas, los isquiones
apoyados, el coxis en posición neutra, el pubis contraído, el periné o suelo
pélvico cerrado como un pequeño diafragma en torno a los esfínteres. La
respiración se dirige a la zona de las escápulas, los omoplatos permanecen
anclados, las manos abiertas presionan el suelo, la vista sobre el ombligo...
para entonces conectar con los órganos internos: aparato digestivo, corazón,
pulmón, etc.

Excuso decir que a mí no me resulta nada fácil cumplir con todas estas
consignas y que mi torpeza me hace merecedora de sus reproches un tanto
moralistas:“Tú, como sólo te dedicas a la mente, te has olvidado de que
además tenemos un cuerpo. Más valdría que a tus pacientes les enseñaras a
respirar mejor y a caminar por la montaña los fines de semana”

Callo y hago lo que puedo, no voy a ponerme a argumentarle que la distancia


y la ignorancia que los seres humanos tenemos respecto al cuerpo no se debe
únicamente a la época en que nos ha tocado vivir, ni a la sociedad occidental
centrada en el consumo desorbitado de objetos y de imágenes. Todo eso es
verdad, pero como toda verdad es sólo parcial, porque el problema es de un
calado mucho más profundo, más estructural e irremediable. De manera que
yo tendría que darle a mi profesor de Pilates la mala nueva que el psicoanálisis
revela sobre la condición humana, y decirle que no ha existido ninguna época
de la historia, ni cultura alguna, que permitiera una relación natural del ser
hablante con su cuerpo. Explicarle que en la medida en que estamos
atravesados por el lenguaje ya no habitamos en un medio natural, ni podemos
mantener una relación directa con la vida; que el sexo, la muerte, la
reproducción, la alimentación, la defecación y la supervivencia han quedado
afectados irreversiblemente por las palabras y que éstas no han hecho sino
distorsionar cada una de esas funciones, extraviándolas de sus rieles
naturales.
Es precisamente por esta falta de naturalidad que no disponemos de un
conocimiento que instintivamente nos permita regular nuestras necesidades
orgánicas. Frente al agujero que deja la falta del instinto animal surge una
especie de compensación simbólica que trata de actuar como suplencia y es
por esta razón que proliferan los discursos sobre la vida sana, la relación
sexual satisfactoria, la nutrición adecuada, los modos de parir que intentan
remedar a lo supuestamente natural, las técnicas de relajación, la sabiduría
oriental, el Yoga, el Pilates... el ideal del retorno a la naturaleza. Tantos más
saberes cuanto que no hay un saber único e inequívoco que defina cómo
habitar un cuerpo.

El profesor de Pilates, al que respeto y por el que me dejo enseñar pues es


necesario apoyarse en estas suplencias para soportar el peso del cuerpo, cada
fin de semana asiste a un seminario sobre un nuevo método que después pone
en práctica con sus alumnos y en el que siempre descubre lo más de lo más en
cuestiones de armonía corporal y respiratoria, pero nunca es la última palabra,
pues el siguiente fin de semana encontrará otra nueva técnica inventada por
no sé quién que supera a la anterior. Lo que ignora es que por más saber que
acumule no hay superación que pueda prometer un horizonte de vivencia
natural y normalizada del cuerpo.

Si continuara mi argumentación en este supuesto debate entre su forma de


concebir las cosas y la del psicoanálisis que yo represento, le aclararía que los
psicoanalistas no nos dedicamos a lo que acontece en la mente en detrimento
del cuerpo, que ésta es una idea equivocada basada en el hecho cierto de que
en un psicoanálisis tanto el analista como el analizante solamente hacen uso
de la palabra. Realmente por muy tenso o dolorido que asista el paciente a la
consulta, el psicoanalista no le va a recomendar que se tumbe en el suelo y
empiece a respirar diafragmáticamente mientras le ayuda a estirar el cuello,
salvo que el psicoanalista en cuestión no tenga una posición clara y flote entre
discursos heterogéneos.

Si el psicoanálisis se dedicara sólo a la mente, debería haber surgido del


mundo de la psiquiatría en el que se estudiaban las denominadas
enfermedades mentales, y no de la mano de un médico especializado en
neurología, Sigmund Freud, quien quiso aprender algo nuevo de aquellos
cuerpos cuyas enfermedades no tenían una causa orgánica demostrable y que
tradicionalmente eran diagnosticadas como histerias. Por tanto la clínica
psicoanalítica, desde sus orígenes, no se centra en aquello que acontece en lo
mental dejando de lado el cuerpo. Por el contrario, el psicoanálisis dirige toda
su atención a lo que aconteciendo en el cuerpo contradice la lógica científica
del organismo. Por eso, podríamos explicarle a nuestro profesor que el
psicoanálisis se centra en un aspecto muy concreto del ser humano cuyas
consecuencias son formidables: el punto de encuentro entre el organismo
viviente y la palabra. Un encuentro que tiene un carácter traumático per se, de
modo que podríamos afirmar que en todo ser humano hay un trauma original,
aquel que lo exilia del mundo animal para constituirlo como sujeto de la
palabra. A partir de este encuentro el organismo pierde su estatuto original y
en su lugar se produce una construcción muy compleja a la que denominamos
“cuerpo” y que requiere del auxilio de lo imaginario y de los simbólico.

Podríamos escribirlo del siguiente modo:

Cuerpo / Organismo o Imagen del cuerpo / cuerpo fragmentado

Fue Jacques Lacan quien hizo su entrada en el campo del psicoanálisis


explicando precisamente cómo se produce la constitución de la imagen del
cuerpo a través de un proceso al que denominó el estadío del espejo. Lo que
viene a demostrar, apoyándose en la neurología, es que el infans humano nace
en un estado de prematuración motriz que le hace experimentar el cuerpo
como algo caótico, dislocado, sin conexión. El bebe no reconoce sus propios
miembros y está expuesto a una multiplicidad de sensaciones orgánicas sin
unidad alguna. La unidad del cuerpo, como algo que le pertenece y en lo que
se puede reconocer, no procede de lo orgánico sino de la constitución de la
imagen corporal, lo que requiere del auxilio de una imagen exterior que de
alguna manera le muestre el modelo anticipado de esa unidad corporal de la
que aún no puede disfrutar. Esa otra imagen puede ser la que obtiene al verse
reflejado en el espejo o al ver la imagen de un semejante. A la vez el niño, por
mucho que se mire en el espejo o que esté entre otros niños, no conseguirá
hacerse dueño de su imagen corporal sin la ayuda del lenguaje, de lo
simbólico. Es la palabra del Otro, fundamentalmente de ese primer Otro que es
para todos la madre, la que certificará que la imagen que el espejo refleja es la
suya, y que él es el objeto más preciado en el deseo materno. De este modo el
niño puede construir una identidad que le sirve para velar esa angustia de
fragmentación corporal ligada al organismo. Ahora bien, cuando digo “velar” lo
que quiero transmitirles es que el organismo no se deja pacificar
completamente por la imagen sino que permanece latente en su estatuto
caótico y angustiante. Mientras la imagen cumple su función unificadora la
vivencia del cuerpo se hace soportable, pero de vez en cuando algo de lo
orgánico retorna y la resquebraja, entonces acontecen todo tipo de fenómenos
clínicos. Desde los fenómenos de despersonalización hasta las alucinaciones
del doble en la psicosis. Pero también vemos emerger los síntomas histéricos
que surgen allí donde la imagen no consigue silenciar al organismo.

Veremos como la histeria es una patología que se caracteriza por la


precariedad de la imagen corporal. La histérica experimenta su cuerpo como
algo frágil porque está privado de una imagen consistente que sostenga su
identidad. A la vez, esta precariedad produce un profundo malestar físico
porque el sujeto no consigue sentir su cuerpo como una unidad y está
expuesto constantemente al retorno de las sensaciones de fragmentación
corporal. Las partes del cuerpo se independizan y se dislocan, esto fue lo
primero que pudo comprobar Freud como neurólogo estudiando esas parálisis
histéricas que dibujaban una anatomía imaginada o simbólica, más que
neurológica.

Construirse un semblante desde el que poder afirmarse es el drama


permanente de la histeria, y en esta tarea sin fin se dejará la piel. La búsqueda
de la belleza nunca alcanzará la perfección que la deje tranquila, lo que en
ocasiones la conduce a visitar los quirófanos para arreglarse ahora una parte
de la cara, después otra del cuerpo, como si alguna vez pudiera conseguir
hacer una totalidad, cuando sus síntomas no hacen más que expresar un “Yo
no soy completa” y también “tú no eres completo” (cuidado con aquel que
frente a la histérica no muestra su falta, ya sea partenaire o médico, ella hará
todo lo posible para hacerle sentir el agujero y dejarle en la impotencia).

El cuerpo se divorcia del organismo transformándose en algo de lo que se


habla. Le hablamos al médico de nuestros dolores y a los amigos de lo que nos
ha dicho el médico. En ocasiones se hace evidente que hay una especie de
goce en este hablar sobre lo que nos ocurre en el cuerpo y uno siente que se
va haciendo mayor cuando en una reunión de amigas la conversación no gira
en torno a los hombres sino a las respectivas enfermedades de cada una y los
mejores medicamentos o, como decía Woody Allen, cuando las dos palabras
que deseamos escuchar no son “te quiero”, sino “es benigno”. Aunque la
histérica no estaría de acuerdo con esto último pues para ella las pruebas de
amor son más importantes que la salud física.

Hablamos del cuerpo precisamente porque no es un organismo puramente


animal, sino una construcción hecha de palabras y de imágenes, pero además
necesitamos seguir hablando permanentemente de nuestro cuerpo porque no
es una construcción acabada, definida, apropiada, sino algo que tenemos que
seguir pensando continuamente.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando no es uno mismo el que habla de su cuerpo
sino que es el cuerpo el que se pone a hablar por su cuenta y riesgo?

El cuerpo puede ser el que le quite la palabra al sujeto manifestándose como


un cuerpo parlante, que dice algo, sólo que su mensaje es indescifrable para el
que lo sufre y que por ello necesita dirigirse a quien pueda interpretarlo.

Es en este punto en el que podemos situar la neurosis histérica como el


paradigma del cuerpo hablante que busca alguien que sepa escucharlo y darle
un sentido. El médico, entonces, se convierte históricamente en la figura de
referencia para los síntomas de la histeria. Y si antes hemos afirmado que
todos hemos pasado por ese primer trauma que resulta del encuentro entre el
organismo y el lenguaje, ahora podemos decir que las histéricas pasan por un
segundo encuentro traumático entre su cuerpo y la medicina, pues lo que se
produce es un enfrentamiento entre lo que trata de expresar con sus
padecimientos corporales y el saber medico en el que esos síntomas no
encajan y por ello resultan enormemente molestos.
El médico se refugiará en unos conocimientos científicos que pretenden ser
exhaustivos, convencido de la completud de los mismos, mientras que la
histérica vendrá a demostrarle hasta qué punto su saber es parcial, impotente,
poco creativo, reacio a toda invención y refractario al deseo. La batalla estaba
servida.

¿Quién salía victorioso de semejante combate? Podríamos decir que casi


siempre el médico, quien utilizaba a la histérica para definir con mayor
precisión el campo de las afecciones neurológicas orgánicas, diferenciándolo de
aquellas otras que se consideraban fingidas. Dicho de otro modo, los
trastornos histéricos les servían para afinar el diagnóstico diferencial. Una vez
dilucidado que éste no era orgánico, el médico blandía las pruebas objetivas
para protegerse contra la histérica y expulsarla de su campo de acción.
Rechazo, exclusión, prejuicio, es la respuesta que la histérica recibe
históricamente de la medicina.

Pero todavía puede ser peor cuando la complejidad de los síntomas corporales
de la histeria desesperan y sorprenden al médico, quien no sabiendo a qué
carta quedarse, decide intervenir prescribiendo fuertes medicaciones, pruebas
de todo tipo, internamientos, cirugías, en una escalada de iatrogenia o daño
médico, tanto mayor cuanto más empeora el cuadro clínico y no hay signos de
curación alguna.

¿Cuáles son estos síntomas que producen el rechazo o la desesperación de los


médicos? Es imposible en el marco de una conferencia transmitirles la enorme
variedad de la síntomatología histérica, porque esta neurosis posee tal grado
de plasticidad identificatoria a todos los males del cuerpo que hace que sus
síntomas siempre vayan por delante de cualquier estudio que pretenda hacer
una clasificación exhaustiva de los mismos. Además, los síntomas cambian con
el tiempo, se adaptan a los discursos imperantes y por tanto tienen nuevos
modos de expresarse, y además son susceptibles de producir contagio por
identificación.

Es muy probable que los grandes ataques de histeria descritos por Charcot en
las Salpêtrière en 1880, y prácticamente desaparecidos en la actualidad,
fueran el resultado de la intervención misma del observador sobre las
histéricas, y que Charcot produjera, sin intencionalidad consciente, un
conjunto de síntomas con características epileptoides que sus enfermas
aprendían unas de otras.

Se trataba de crisis paroxísticas con agitación, movimientos desordenados,


gritos, contorsiones y arco en círculo.

Estos síntomas han ido desapareciendo y dando lugar a otros modos de


expresión del cuerpo. El polimorfismo clínico de la histeria es inabarcable:
desde las contracturas musculares, dolores de cervicales, lumbalgias, mareos,
nauseas, desmayos, dolores de cabeza, de ovarios, parálisis motoras,
anestesias, cegueras, sorderas, el bolo histérico que produce una sensación de
estrangulamiento en la garganta, vértigos, cefaleas, migrañas y todo tipo de
dolores, algunos de ellos tipificados de manera muy significativa, como el
denominado “dolor de muelas de la noche de bodas”; trastornos relativos a los
productos salidos del cuerpo: la orina o las heces, trastornos de la regla,
embarazos histéricos, trastornos de la alimentación y tantos otros cuya lista
nos llevaría horas sin que consiguiéramos agotarla nunca.

Lo curioso es que ante semejante variedad de padecimientos y descontrol de


las funciones vitales del cuerpo, la medicina, desde sus orígenes hipocráticos,
haya planteado una sola causa: la existencia de un útero migratorio que se
desplaza por todo el organismo en busca de una satisfacción que no se le está
dando. La única manera de calmar a semejante animalito, ávido de su
alimento sexual, consistía en aconsejar el matrimonio a la espera de que el
buen uso del pene lo animara a volver a su lugar y el embarazo le otorgara la
gravidez necesaria para que no se moviera más. Sin embargo, la histérica no
parece curarse mediante estos métodos y Grasset llega a escribir: “¿Podemos
imaginar a alguien más desgraciado que el marido de una histérica? A menos
que encuentre divertida la variedad: pues, en efecto una histérica en 24 horas
está sucesivamente triste, calmada, suave, tranquila, irascible, etc. Presenta el
carácter de diez personas diferentes. Y además, añadimos, esta variedad sólo
tendrá lugar en forma de suplicio, será un infierno perpetuo para el pobre
hombre que se verá continuamente tratado de egoísta o de verdugo, según
que se ocupe o no de la enfermedad de su mujer, según que la compadezca o
la maltrate, que esté de acuerdo o la contradiga” Grasset acierta en que el
matrimonio no es la mejor terapéutica para la histeria, aunque sus argumentos
parecen provenir más de un marido despechado que de un científico.

Desde la perspectiva actual esta teoría de un útero que se desplaza por el


cuerpo, como una animalillo voraz, trastornando todas sus funciones, nos
parece directamente delirante; sin embargo, en ella se intuyen varias
cuestiones fundamentales:

1) Toma el desorden del cuerpo como la expresión de un deseo sexual.

2) Pone el acento en la insatisfacción.

3) Le otorga un carácter específicamente femenino.

4) Se trata de algo que no está ubicado en su lugar natural.

Veremos cómo estas intuiciones que proceden de la arqueología médica del


antiguo Egipto, 4000 años antes de Cristo, sólo pueden alcanzar una
explicación a finales del siglo XIX, a través de la figura de Sigmund Freud,
quien hizo algo que hasta entonces nadie había intentado: escuchar a las
histéricas, dejarlas que hablaran, que expresando sus dolores corporales la
asociación de las palabras las condujera a hablar de sus deseos reprimidos, de
su dolor de existir, de su rechazo a la femineidad, y de cómo todo esto se
había ido tejiendo en su historia hasta formar una entramado del que no
podían salir solas.

De esta posición inédita en la medicina surge el psicoanálisis, que se


constituye como una clínica de la escucha, estableciendo un nuevo campo de
investigación y de tratamiento en ruptura con la clínica médica de la mirada.

El propio Charcot, del que Freud fue alumno en París, quiso innovar la visión
de la histeria, descifrar sus enigmas, arrancarles su secreto, pero no lo
consiguió porque mantuvo siempre la posición escópica del médico. Las
histéricas respondían en el escenario teatral al que él las convocaba, frente a
un público de científicos curiosos que asistían al espectáculo alimentando el
goce voayerista.

Tradicionalmente se ha acusado a las histéricas de teatrales, e incluso


“histriónicas”, expresión que tiene un carácter marcadamente peyorativo, pues
nos remite a las farsas bufonas y groseras de la Roma antigua. Los dolores, los
desmayos, las parálisis, son tomados como la representación de una mala
actriz a la que se le nota que su comportamiento no es natural sino fingido.
Sigan por esta linea y se encontraran todos los prejuicios posibles, así como el
rechazo, la desconfianza, el desprecio y la falta de comprensión frente al
sufrimiento de esta neurosis.

Para otros, como los psiquiatras surrealistas André Breton y Louis Aragon, esta
faceta de la histeria tenía un maravilloso valor artístico, creativo y subversivo:
“La histeria no es un fenómeno patológico sino que a todas luces puede
considerarse un supremo medio de expresión” (El Cincuentenario de la
Histeria. La revolución surrealista, 1956).

En cualquiera de los casos, ya sea que se la juzgue como una mentirosa


actuadora o como la más sublime de las artistas, estamos todo el tiempo en el
nivel de lo que se puede ver. Fascinados por la faceta imaginaria de los
síntomas histéricos, absolutamente ninguno de los observadores, pudieron
colocarse en otro lugar, desde el que se habrían percatado de algo tan
evidente como que el síntoma histérico es portador de un mensaje que
necesita de un interlocutor que lo escuche, porque el propio sujeto no es
consciente de lo que quiere decir.

Freud produce una verdadera subversión en el campo de la clínica y de la


ciencia en general, al cambiar el paradigma de la mirada por el de la escucha.

¿Qué es lo que esos cuerpos hablantes de las histéricas le permiten descubrir a


Freud?
1) Hay que olvidarse de arreglar a toda costa el disfuncionamiento corporal y
poner la atención en el mensaje del síntoma.

2) El mensaje es desconocido para el propio sujeto, luego proviene de un lugar


distinto a la conciencia. Es así como Freud pudo descubrir la existencia del
Inconsciente y de la represión como mecanismo psíquico de defensa. Se
reprime una representación que tiene que ver con un deseo sexual
inadmisible para la conciencia.

3) El inconsciente no se muestra a las claras sino que elige formas


enrevesadas, desviadas, enmascaradas. De este modo Freud descubre una
de sus características fundamentales: en el inconsciente hay un eterno
conflicto entre fuerzas opuestas, siendo el síntoma el resultado de este
conflicto.

4) El conflicto se produce entre una fuerza pulsional que trata de emerger y las
fuerzas represivas que se lo impiden. A su vez esta lucha pone en marcha el
deseo inconsciente que se constituye como el motor de toda actividad
humana, pero también como fuente de la angustia.

5) El síntoma histérico es una producción del inconsciente que supone una


doble operación: el deseo se rechaza y la angustia se convierte en
inervación somática. El sujeto realiza todo tipo de estrategias para evitar
enfrentarse a la puesta en practica del deseo y de este modo conservar
intactas las ilusiones y los sueños.

6) La angustia, por su parte, se transforma en manifestación somática. Freud


designó este proceso con el termino de conversión.

Antes dijimos que la explicación original de la histeria entendida como un útero


migratorio, había intuido cuatro cuestiones fundamentales: el deseo sexual, lo
femenino, la insatisfacción y la falta de un lugar. En relación a esta última es
cierto que el sujeto histérico se caracteriza por no encontrar un lugar en el
mundo, solo que no es el útero sino la femineidad lo que no hay manera de
ubicar en ninguna parte, constituyendo un verdadero enigma tanto para los
hombres como para las propias mujeres. Precisamente la histérica no sabe
dónde, ni de qué manera situar lo femenino, y lo que viene a decirnos es que
su cuerpo es el lugar del síntoma y de la insatisfacción sexual y no el lugar del
deseo. Esta insatisfacción tiene muchos modos de presentarse: desde la
frigidez de algunas histéricas que rechazan el goce que podrían obtener en el
encuentro con el partenaire, en aras de un goce ideal que sólo existe en su
fantasía, hasta las que alardean de su competencia en la cama. En todos los
casos escucharemos declinarse la insatisfacción: “no es éste el hombre
adecuado”, “no me desea lo suficiente”, “me desea pero no me ama”, “siempre
tiene ganas pero no me dice que estoy guapa”, “lo paso bien en la cama pero
no sé si estoy enamorada”, “seguro que hay otro que me haría sentir más
mujer”, etc.
Lo que la histérica expresa, sin saberlo, no es sólo su particular insatisfacción
sexual, sino algo que tiene un alcance general, y es que para todo ser hablante
la sexualidad ha quedado tan pervertida respecto a sus rieles naturales, es tan
bizarra y artificial, que la satisfacción completa es imposible. Es esta
imposibilidad la que Freud verificó al final de su obra, aunque hemos de decir
que los discípulos que le sucedieron no quisieron aceptarlo y se desviaron de la
profundidad del pensamiento freudiano, prometiendo un horizonte de
superación y madurez sexual que al final del análisis daría como resultado un
sujeto capaz de alcanzar una sexualidad normalizada y plenamente
satisfactoria. Vana promesa, basada en el ideal de la identificación a la figura
del propio analista, supuesto modelo de equilibrio vital. Jacques Lacan, por el
contrario, radicalizó la idea de Freud planteando, en una sola frase, la causa de
todos los síntomas: La relación sexual es imposible. Lo que implica asumir que
el ser hablante siempre hará síntoma con la sexualidad, entendida en su
sentido más amplio, el que incluye la relación con el cuerpo del partenaire y
también con el propio.

Lo que caracteriza a la histérica es que ella encarna (en el sentido fuerte de la


palabra) ese desajuste estructural de la sexualidad, como si de alguna manera
se considerara culpable del fracaso estructural de la relación sexual cuya causa
parecería alojarse en su propio cuerpo femenino marcado por una falta radical.
Con su sufrimiento da testimonio de lo que no funciona en la sexualidad, exige
que se la escuche, reivindica su lugar y denuncia la impostura del amo que
pretende que todo esté en orden. Ella no encuentra la paz en un mundo
organizado en torno a la totalidad y la completud. Su carne se convierte en un
libro abierto cuyo mensaje no hace más que mostrar lo que falta, la
discordancia entre el deseo y el goce, la ausencia de reciprocidad.

El síntoma histérico se dirige siempre a un otro, más precisamente a un padre


ideal cuyo poder pone a prueba. Él debería aportar el remedio a su dolor de
existir, pero sólo después de haber clarificado el misterio que este encierra. Si
no es capaz de encontrar la solución, entonces, se demuestra su impotencia o
su necedad. El analista tiene que estar lo suficientemente advertido y, desde
luego analizado, como para no dar una respuesta paternal a la demanda
histérica, que solo conseguiría exacerbar la síntomatología y agenciarse la
descalificación de la paciente.

Para hacerse de este cuerpo simbólico-imaginario la histérica, dice Lacan,


cuenta con “la armadura del amor al padre” y, por eso, lo eterniza. Pero este
amor puede constituir un obstáculo cuando se trata del campo del goce sexual.
La pasión de la histérica es hacer que el otro exista por su amor y para ello
renuncia al goce. Si hay demasiado goce siente que no puede desear, así que
cuando esta a punto de obtener el goce hace un pequeño movimiento y lo deja
pasar. Por eso se dice que la histérica se sustrae como objeto de deseo
privando al otro, pero también privándose a si misma
El padre es la figura fundamental sobre la que se constituye el síntoma
histérico por la vía de la identificación a algún rasgo que tenga que ver con su
deseo. Freud, desde sus primeros casos de histeria, ya había comprobado que
en el origen de la formación del síntoma de conversión siempre estaba el
padre. Si se trata de un padre potente, la histérica responderá con la protesta,
la descalificación y el sentimiento de ser una víctima. Si, por el contrario, es un
padre impotente, ella tomará una actitud reparadora y solícita, dispuesta a ser
su cómplice en el sostén del deseo. Estas reacciones están fundadas en el puro
amor al padre y conllevan en ocasiones la renuncia a la propia sexualidad o se
reflejaran en la relación con el partenaire sexual, que presentarán el mismo
dilema: si es inactivo e impotente ella lo sostendrá haciendo las veces de
hombre pero quejándose de su desgracia. Si él es un hombre potente y
brillante, la rivalidad narcisista de ella se exacerbará a tal punto que hará todo
lo posible para producirle un fuerte agujero.

En el inicio de la relación entre la histeria y el naciente psicoanálisis se vivió


una época dorada, todo hacía pensar que estaban hechos el uno para la otra.
Ella dispuesta a hablar y a entregar su secreto a aquél que lo merece, el
psicoanalista encantado de realizar su función, descifrando el sentido del
síntoma, recuperando el recuerdo que había quedado reprimido y produciendo
el efecto terapéutico deseado.

El problema de esta neurosis lo encontramos en el nivel originario de la


identificación narcisista al cuerpo femenino, donde se produce una falla a la
vez que un cortocircuito que la lleva a tener que arreglárselas con una
identificación masculina. Eso no quiere decir que las histéricas sean
homosexuales, o marimachos, al contrario, desde el punto de vista de la
imagen algunas hacen toda una construcción de hiper femineidad para la
mirada del Otro, pero esas mujeres que suscitan el deseo de manera casi
general, a la vez viven el drama de una permanente inseguridad con su cuerpo
que amenaza con descomponerse en cualquier momento; y el drama de tener
que demostrar que no carecen de inteligencia. En cualquiera de los casos, esas
imágenes de femineidad no son más que una especie de mascarada que no
conlleva una verdadera asunción de lo femenino.

Es habitual en el análisis de las histéricas comprobar su rechazo a pertenecer


al conjunto de “las mujeres”, sobre las que vierten sus propios prejuicios.
Prefieren integrarse al mundo de los hombres que tener que alinearse con las
otras féminas. En el origen de este conflicto encontraremos la relación
originaria con la madre y el temor a quedar identificada a la misma.

El drama del sujeto histérico es no acabar de encontrar nunca su lugar en el


mundo, ni su razón de existir. Pareciera que la vida de todos los demás tuviera
un sentido mientras que la suya no. La principal resistencia a la curación es
que la histérica se agarra al dolor porque este les proporciona el sentimiento
de existir de verdad. El dolor es la prueba de la existencia de su cuerpo. La
histérica rechaza su cuerpo como lugar vital del deseo y paradójicamente su
manera de vivificarlo es a través de los síntomas conversivos.

Si en su primera concepción Freud pensaba el síntoma histérico como una


prueba de la cobardía moral de un sujeto que no puede asumir la verdad de su
deseo sexual y lo reprime, poco a poco fue dándose cuenta de que el síntoma
no obedece a una aptitud timorata sino que está enraizado en una represión
original, fundacional, la que produjo el lenguaje apartándonos de la vida
natural. Frente a este hecho estructural no hay curación total porque el
síntoma es inherente a la condición misma del ser hablante. Es por ello que el
sujeto se resiste a abandonar su síntoma, incluso lo ama, porque, en cierto
modo, constituye su modo particular e intimo de funcionar en la vida.

Antes dijimos que la sintomatología histérica presentaba una enorme


variación, pero si lo enfocamos de cerca lo que finalmente encontramos es que
ese modo de hablar del cuerpo es monótono y se repite como un disco rayado.

¿Qué puede hacer el psicoanálisis con el síntoma histérico?

En la primera etapa de su obra Freud demuestra que el inconsciente es sexual,


en la segunda le añade algo más difícil aún de soportar: que la lengua
fundamental del inconsciente es la muerte (más allá del principio del placer).
Inicialmente Freud tenía una visión optimista pues pensaba que la economía
del aparato psíquico estaba regida por el principio del placer, de tal manera
que el organismo se defiende de las excitaciones exteriores que lo perturban
buscando alcanzar continuamente el nivel de tensión más bajo, el máximo
reposo, la mínima excitación. Es una manera de concebir el organismo como
algo que se autorregula y que, por tanto, tiende a la curación y al
apaciguamiento. La curación de la histeria mediante la interpretación del
inconsciente prometía ser una marcha de caballería sin obstáculos.

A partir de 1920 disponía ya de una larga experiencia que le hizo verificar que
esa curación no se producía como cabía esperar, por el contrario las histéricas
se mostraban recalcitrantes y perseveraban en el sufrimiento. Entonces Freud,
cuya honestidad no decayó frente a las pruebas de la histeria, se propuso
revisar todos sus conceptos hasta producir una modificación radical del aparato
psíquico que ya no parece estar regulado por la búsqueda de la mínima
perturbación, sino muy por el contrario por el denominado automatismo de
repetición, es decir por la tendencia a reproducir una y mil veces la tensión
que originó el traumatismo desde la infancia. Desde esta nueva perspectiva el
síntoma es un hecho de estructura para todo ser hablante pues es la
consecuencia de la imposibilidad de una relación normal y natural con la vida.

Ahora bien, el psicoanalisis tiene la facultad de tratar el síntoma a partir del


reconocimiento de la imposibilidad estructural de la relación entre los sexos. La
experiencia analítica no se reduce a los efectos terapéuticos, aunque sin duda
los incluye, pues fundamentalmente trata de producir “un saber hacer” con lo
incurable de cada uno. Solo que ese incurable ya no necesita ser negado
mediante las perturbaciones del cuerpo y estas desaparecen, verdaderamente,
en el momento en que ya no tienen una función que cumplir.

La curación analítica de la histeria pasa por la obtención de un “saber hacer”


con la femineidad, lo que permite a una mujer ofrecerse, sin ambages, como
objeto causa del deseo y poder prestarse al goce del hombre. Entonces ella
puede acceder al goce femenino sin tener que sacrificar su cuerpo.

Rosa López

a. El cuerpo de la forma especular, fuente de júbilo. Es la imagen corporal, que le


proporciona al sujeto el sentimiento de unidad pese a su fragmentación subjetiva.
Esta es importante si consideramos al sujeto como puro efecto del significante y polo
de identificaciones. El sujeto obtiene su identidad a partir de las mismas y estas
identificaciones son posibles por el amor al padre. En este registro la neurosis
histérica tiene el campo propicio para las conversiones y somatizaciones. Estas son
metáforas que velan la verdad de sus mensajes dirigidos al Otro. Para hacerse de este
cuerpo simbólico-imaginario la histérica, dice Lacan, cuenta con la armadura del amor
al padre y lo eterniza. Pero este amor puede constituir un obstáculo cuando se trata
del campo del goce sexual, ya que el padre vacía el cuerpo de su goce, lo mortifica.

b. El cuerpo propio o Un-cuerpo; a veces se lo califica como cuerpo "de la horma" en


contraposición al de " la forma" . Lacan lo llama el "ego" porque le da al parletre la
idea de sí-mismo. "El sujeto ama este cuerpo porque es el modo más seguro de lo
que viene al lugar de los tres modos de identificación" (J.A. Miller) . Este cuerpo está
del lado del tener y no del ser pero es la única consistencia con que cuenta el parletre,
la consistencia del síntoma entendido como la mezcla del síntoma y del fantasma. Es
el cuerpo pensado a partir de lo real y su materialidad consiste en ser una sustancia
gozante, sin forma. Lacan lo llama en-forma de "a", apuntando al vacío de los
agujeros pulsionales. Este cuerpo no es el de la forma imaginaria sino el de la
consistencia real del síntoma, siempre permaneciendo dentro de lo imaginario de la
representación mediante los cuales el parletre obtiene una satisfacción al recorrer su
trayectoria. Y se hace un cuerpo a partir de las huellas de estas experiencias de goce.
Pero como no hay pensamiento sin palabras, hay un nexo entre lo imaginario del
cuerpo y lo simbólico de las palabras. Lo verdadero y el sentido que se extraen del
cuerpo se oponen a lo real pero este sólo se obtiene a partir de los efectos de verdad
que se descubren en la experiencia analítica. Los cortes del significante se aparejan a
los bordes corporales, articulando el decir al cuerpo de la en-forma.

Esta satisfacción sólo es posible si "se tiene Un cuerpo", y éste a su vez es producto
de una operación subjetiva de incorporación de un significante, no es un cuerpo dado
al nacer. Por eso no tiene nada que ver con lo biológico. Es un producto del amor
propio: el sujeto no se identifica a este cuerpo sino que le pertenece.

Por otra parte, una consecuencia lógica de esta segunda axiomática por la que el goce
es anterior al Otro del lenguaje es que Lacan puede afirmar que el cuerpo "resta el
Otro".

Por todo lo expuesto podemos inferir que cuando Lacan dice que "el cuerpo es la única
consistencia del ser hablante" –y esta no es sólo producida por la forma completa
especular–, esta consistencia es "mental", no física. La consistencia corporal que
interesa al psicoanálisis está en el registro imaginario imbricado con los otros dos
registros. En consecuencia el cuerpo está articulado a los efectos de verdad que se
producen en la cura y que conciernen a su vertiente terapéutica para luego
desenvolver su trozo de real.
En el caso del goce femenino, Lacan despliega en sus mentadas fórmulas de la
sexuación , las características del goce femenino. Este incluye una satisfacción no
contabilizable, continua, sin medida común . Por eso no podemos hablar de La mujer
sino de la serie , una por una y cada una singular e irrepetible . Si el goce fálico
masculino se puede representar lógicamente como un conjunto cerrado

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