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¿Tienes fe? Esta es una pregunta fácil de hacer y sencilla a la hora de responder. Casi todos
respondemos Sí o No rápidamente justificando la respuesta según las experiencias que
hemos tenido hasta el presente en la vida. La cuestión se complica a la hora de explicar lo
que entendemos por fe y lo que este término implica. Poco a poco, cada uno nos hemos ido
formando nuestra propia definición de lo que representa la fe cristiana y desde la fe del
carbonero hasta una fe adulta y responsable han ido surgiendo a lo largo de la historia un
sinfín de conceptos y definiciones. Por eso, es necesario, de entrada, clarificar el término.
a. Lo primero de todo, hay que afirmar que existe una “fe humana” que se basa en un
sentimiento humano de confianza. Uno puede tener fe en su padre a la hora de
solucionar un problema, en un amigo a la hora de confiar un secreto, en su pareja
cuando se trata de manifestar sentimientos personales e íntimos. No es esta la fe de la
que hablamos en este tema pero es su base antropológica. La fe cristiana –veremos más
adelante- implica una gran dosis de confianza en uno mismo, en los demás y en Dios,
nuestro Padre.
b. También existe en el ser humano una “fe religiosa”. Ya no se trata de confiar en los
seres humanos, en nuestros semejantes, sino en la Trascendencia, en aquello que supera
los límites del espacio y del tiempo. Tener una fe religiosa implica inevitablemente salir
de nosotros mismos y confiar o creer que existe un Ser superior a nosotros que es Dios.
La relación con este Dios ha dado paso a las muchas religiones que han ido surgiendo
en la historia humana. Estas pueden ser monoteístas o politeístas según crean en uno o
en varios dioses; orientales u occidentales según la cultura en la que hayan nacido;
primitivas o actuales según el tiempo en el que han surgido. Pero todas ellas tienen en
común el hecho de creer que el hombre no puede entender la Vida sin la presencia de un
Ser superior como principio y fin de la humanidad y sentido de la historia y de la
existencia humana.
c. Por último, nosotros debemos hablar de “fe cristiana”. Esta fe no se puede identificar
con las anteriores. El hecho de creer en Dios no nos convierte en cristianos. También
creen en Dios los seguidores del hinduísmo o del budismo, de Zoroastro o de Mahoma,
y no digamos ya los griegos y romanos que entendieron el sentido de su vida a partir de
una lista innumerable de divinidades.
Como su nombre indica, hablar de fe cristiana implica creer en Jesucristo, en su vida y
en su mensaje. Tener fe cristiana conlleva el conocer la vida de Jesús de Nazaret,
aceptar que es Hijo de Dios, en presente porque sigue vivo a raíz de su resurrección, y
convertirse en discípulo o seguidor suyo. No se trata solamente de un conocimiento y
de una aceptación de carácter intelectual. Implica mucho más como veremos a
continuación.
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Pistas para la reflexión:
Decimos que una persona tiene “fe cristiana” cuando acepta y cree en la persona de Cristo
Jesús. A sus seguidores se les llama “cristianos”. Ahora bien, no podemos negar que dentro
de los cristianos, cada uno nos hemos fabricado un Dios a nuestra medida y entendemos el
cristianismo de modos diversos. Basta echar una ojeada a las distintas épocas de la historia
para ver cómo la Iglesia católica ha ido encarnando y trasmitiendo el mensaje cristiano de
acuerdo a la cultura en la que se encontraba. En este transmitir y vivir la fe cristiana a lo
largo de toda la historia ha habido muchos aciertos y también – por qué no reconocerlo
como ha hecho el Papa Juan Pablo II última, pública y oficialmente- muchos errores. No
han vivido su fe de la misma manera los cristianos perseguidos de los primeros siglos,
época de grandes mártires, como los católicos de la Edad Media, del modernismo del
S.XIX o los de la cultura Postmoderna en la que nos encontramos en este siglo XXI. No es
lo mismo un misionero de vanguardia, un estudiante de medicina o un abogado economista.
Cada uno vive, y así ha de ser, su fe cristiana de diversa manera. Pero, en esta diversidad
de épocas históricas y de carismas actuales, en cuanto a la fe cristiana se refiere, hay unos
elementos que constituyen el “Misterio” de la fe y que permanecen invariables. Es el
núcleo de la fe que hay que aceptar y vivir desde la diversidad cultural. Por eso, a la hora de
hablar de fe cristiana, no vale cualquier definición. Si faltan partes esenciales de nuestra fe
podemos caer en reduccionismos que nos llevarán a vivir la religión de una manera falsa o
al menos, reducida.
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- La fe es una forma de dar sentido a la vida.
- La fe es creer lo que no se ve.
- La fe es creer y aceptar lo que dice la Iglesia.
- La fe es ir a misa
Podíamos seguir la lista de lo que piensa la gente hoy en día sobre la fe. Todas estas
definiciones son incompletas y depende de cómo se interpreten para que sean verdaderas o
falsas. Puede ser un buen trabajo de grupo analizar cada una de ellas e incluso seguir la lista
con las propias definiciones.
Ahora bien, según la definición que cada uno de nosotros tengamos de la fe, así será la
vivencia de la misma. Por eso, en la actualidad es fácil encontrarse con personas que
entienden y viven la fe cristiana de distinta manera.
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Lo mismo que se ha dicho sobre las definiciones de Dios, sucede con estas vivencias de la
fe. En ninguna de ellas, por sí sola, podemos hablar de una auténtica fe cristiana. En cada
una de ellas faltan elementos esenciales y constitutivos de la verdadera fe en Jesucristo.
c. Definición:
Una lectura atenta de esta definición nos permite sacar algunas conclusiones importantes.
En primer lugar, la fe cristiana es una adhesión personal. No se trata únicamente de creer en
unas verdades doctrinales, de cumplir con unas normas morales o de asistir a unos ritos
concretos por muy eclesiales que sean.. Tener fe es creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Desde nuestra propia humanidad, llegamos al Dios Trinitario a partir de su
encarnación en la persona del Hijo. Para nosotros, Jesús es “Camino, Verdad y Vida”(Jn 14,
6). Por eso, para tener fe, hay que conocer a Jesucristo, su obra y su mensaje. Un cristiano
es aquel que ha escuchado en su interior la voz de Jesús que le dice “Ven y sígueme” y ha
respondido afirmativamente. Este seguimiento de Jesús abarca a toda la persona y nos
transforma interiormente. Ante el conocimiento de Jesús, nadie puede permanecer
impasible. Igual que sucede con otras personas, o lo aceptamos o lo rechazamos. Podemos
permanecer indiferentes, pero esta postura es una forma de rechazo.
Para llegar al conocimiento de Jesús hay que tener una actitud de búsqueda. San Agustín, el
del corazón inquieto es buen ejemplo de ello. Agustín se sentía insatisfecho, buscaba algo
que le pudiera satisfacer. No sabía realmente qué es lo que buscaba. Primero, acudió a los
movimientos intelectuales de su época buscando la verdad. Desilusionado de todos ellos, al
fin, empujado por la Palabra de Dios, encontró a Dios a quien halló en su propio interior:
“¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! El caso es que tú estabas dentro de mí
y yo fuera. Y fuera te andaba buscando y, como un engendro de fealdad, me abalanzaba sobre la
belleza de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.” (San Agustín, Confesiones,
Libro X,27,38)
A Dios se le puede buscar de muchas maneras. Podemos encontrarnos con Jesús a lo largo
de muchos caminos. Hay quien le descubre en el silencio o en la contemplación de las
maravillas de la creación. Para otros resulta más fácil descubrir a Dios en los demás,
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especialmente en la atención a los necesitados. No son caminos excluyentes. Todo ayuda al
encuentro con Dios.
Ahora bien, no podemos olvidar que la iniciativa no es humana. El ser humano puede
ponerse en camino, puede buscar a Dios a lo largo de toda la vida, pero su esfuerzo sería
inútil si nuestro Dios no se hubiera revelado. La iniciativa es de Dios. Él es el que sale al
encuentro del Hombre. La revelación divina es un elemento esencial en la fe cristiana. De
aquí no podemos deducir que si una persona no tiene fe es porque Dios no ha querido y no
se le ha manifestado. Hay que buscar con esperanza. Dios sale siempre al encuentro porque
Dios quiere que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”(1
Tm 2,4)
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alianza con Noé, ha elegido a Abraham, ha constituido a Israel como pueblo elegido, ha
hablado por los profetas y ha llegado a la plenitud de la revelación en Cristo Jesús. Él es el
Verbo encarnado, el Salvador. Ante su vida y su persona, sobran ya todas las palabras.
Ahora, corresponde a los cristianos comprender gradualmente todo su contenido en el
transcurso de los siglos. Por eso, Jesús nos promete que estará con nosotros hasta el final de
los tiempos (Jn 14,16).
La transmisión y la interpretación de la Revelación está confiada a la Iglesia como
comunidad de los seguidores de Jesús. “Dios puso la doctrina de la verdad en la cátedra de
la unidad” (San Agustín, Carta 105, 16). De ahí que no se pueda vivir la fe por libre. Es a
través de la Iglesia como recibimos la fe. En ella debemos vivirla y con ella nos
comprometemos a testimoniarla. “El depósito sagrado de la fe, contenido en la Sagrada
Tradición y en la Sagrada Escritura fue confiado por los apóstoles al conjunto de la Iglesia”
(Catecismo de la Iglesia Católica, 84).
Dios sigue hablando y actuando en medio de la comunidad eclesial. Jesús sigue vive entre
nosotros. Las personas de fe son aquellas que han logrado escuchar su voz y sentir su
presencia. Se han dejado seducir por Jesús y han aceptado su misión de anunciar la Buena
Nueva. Son personas que han experimentado una conversión personal.
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Conversión de san agustín:
“Dudaba entre morir a la muerte y vivir a la vida. Tenía más vigor el mal inoculado que el bien inhabitual. Y
cuanto más se acercaba aquel momento en que yo iba a ser otro distinto, tanto mayor horror me infundía...
Yo caí derrumbado a los pies de una higuera. No recuerdo los detalles del cómo. Solté las riendas de mis
lágrimas y se desbordaron los ríos de mis ojos, sacrificio que te es aceptable. Si no con estas precisas
palabras, sí con este sentido, te dije cosas como estas: Y tú, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo, Señor, vas
a estar eternamente enojado? No te acuerdes, Señor, de nuestras maldades pasadas. Al sentirme prisionero de
ellas, daba voces lastimeras: “¿Hasta cuándo voy a seguir diciendo mañana, mañana? ¿ Por qué no ahora
mismo? ¿Por qué no poner fin ahora mismo a mis torpezas?” Tales eran mis exclamaciones y las lágrimas
dolorosas y amargas de mi corazón. De repente oigo una voz procedente de la casa vecina, una voz no sé si
de un niño o de una niña, que decía cantando y repitiendo a modo de estribillo: ¡Toma y lee! ¡Toma y lee!.
En ese momento, con el semblante alterado, comencé a reflexionar atentamente si acostumbraban los niños
en algún tipo de juegos a cantar ese sonsonete, pero no recordaba haberlo oído nunca. Conteniendo, pues, la
fuerza de las lágrimas, me incorporé, interpretando que el mandato que me venía de Dios no era otro que
abrir el códice y leer el primer capítulo con que topase...
Así pues, me apresuré a acudir al sitio donde se encontraba sentado Alipio. Allí había dejado el códice del
Apóstol cuando de allí me levanté. Lo cogí, lo abrí y en silencio leí el primer capítulo que me vino a los ojos:
Nada de comilonas ni borracheras; nada de lujurias ni desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos,
más bien, del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias. No quise
leer más ni era preciso. Al punto, nada más acabar la lectura de este pasaje, sentí como si una luz de
seguridad se hubiera derramado en mi corazón, ahuyentando todas las tinieblas de mi duda.
A continuación, registrando el libro con el dedo o con no sé que otra señal, con además sereno, le conté a
Alipio todo lo sucedido... Acto seguido nos dirigimos los dos hacia mi madre. Se lo contamos todo. Se llena
de alegría. Le contamos cómo ha ocurrido todo: salta de gozo, celebra el triunfo, bendiciéndote a ti que eres
poderoso para hacer más de lo que pedimos y comprendemos. Estaba viendo con sus propios ojos que le
habías concedido más de lo que ella solía pedirte con sollozos y lágrimas piadosas. Me convertiste a ti de tal
modo, que ya no me preocupaba de buscar esposa ni me retenía esperanza alguna de este mundo. Por fin, ya
estaba situado en aquella regla de fe en que, hacía tantos años, le había revelado que yo estaría. Cambiaste su
luto en gozo, en un gozo mucho más pleno de lo que ella había deseado” (San Agustín, Confesiones, Libro
VIII, 12, 28-30).
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Pistas para la reflexión:
5. CARACTERÍSTICAS DE LA FE CRISTIANA:
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El punto de llegada es la plena madurez y perfección de la fe. Esta es una meta
inalcanzable ya que sólo se puede conseguir al final de los tiempos, cuando veamos cara a
cara a Dios. Pero esto no impide que sepamos cuál es el Norte hacia el que nos dirigimos:
ir progresando en nuestra fe con la ayuda de Dios mediante la asistencia del Espíritu Santo.
El crecimiento de la fe es individual, y también comunitario. Cada uno de nosotros vamos
creciendo en nuestra fe personal, pero también, la Iglesia, como comunidad de los
seguidores de Jesús, va creciendo en su madurez. Esta idea del crecimiento de la fe nos la
expone también San Agustín cuando afirma:
“Recipiente grande es la fe, donde puedes recibir magníficos dones. Prepara el ánfora, porque tiene
que ir a la fuente caudalosa; prepara el ánfora. Crezca tu fe, aumente tu fe, hágase firme tu fe; no sea
vacilante, quebradiza, no tronche con las tribulaciones de este siglo. Pasado por el fuego, sea sólida
tu fe. Cuando dispongas y tuvieres tu fe, como recipiente idóneo, el Señor te colmará” (Sermón
339,6).
Muchas veces, en la sociedad actual, lo mismo que se juzga a las personas por sus
apariencias, solemos juzgar a los cristianos por sus actos: Un buen cristiano es el que va a
misa, se confiesa, reza, ayuda al prójimo...etc. Lógicamente, son buenas cosas, pero, a la
hora de juzgar a un cristiano debemos recordar que sólo Dios puede juzgar porque la fe es
un Misterio de relación del ser humano con Dios. Nosotros sólo podemos enunciar ciertas
actitudes –mejor que actos- por las que pensamos que un cristiano puede ser maduro en su
fe. A la hora de hablar de actitudes, estas implican un modo de ser, una conducta global
que, frente a una situación dada, moviliza en la persona su conocimiento, sus afectos y su
voluntad operativa. Uno conoce a Jesús o se encuentra con Él, se siente interpelado y opta
por seguirle, y por último, le sigue. He aquí un esquema que representa el proceso de
crecimiento de la fe (E. Alberich, La catequesis en la Iglesia, CCS, p.104 ss.) que me
parece muy significativo. A partir de él, se van desgranando las características
fundamentales de la fe. A continuación, presento un resumen de la propuesta de dicho
autor:
DIMENSIONES
CONVERSIÓN : HACIA LA
Cognoscitiva
MADUREZ
Afectiva
Operativa
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nos haría caer en un intelectualismo vacío, en un sentimentalismo o en un activismo
religioso, pero nunca podríamos hablar de una fe madura.
A su vez, cada una de estas dimensiones nos ofrece la posibilidad de analizar varias
características de la fe cristiana.
- Una fe informada, profundizada frente a una fe infantil o superficial: Hoy más que
nunca, los cristianos tenemos que saber dar razón de nuestra fe. Tenemos miedo a salir a
la palestra, a los medios de comunicación. En muchas ocasiones, no tenemos formación
y nos faltan conocimientos. Nos dejamos llevar por prejuicios, por lo que piensa la
mayoría, por lo que dicen los medios de comunicación social. Es urgente una formación
religiosa, ir a los fundamentos de nuestra fe. Basta ver los “últimos escándalos” de la
Iglesia presentados a la sociedad. Raros son los cristianos que saben enjuiciarlos con
serenidad y juicio crítico. Nos falta formación, nos quedamos en la superficie de las
cosas. “Es preciso orientar y estimular la debilidad de los jóvenes frente a los
escándalos de fuera o de dentro de la Iglesia” (San Agustín, La catequesis a los
principiantes, VII, 11).
- Una fe crítica y no ingenua o pasiva: No podemos aceptar sin más todo lo que se nos
transmite desde instancias religiosas o sociales. Cada uno ha de usar su inteligencia para
enjuiciar las distintas verdades o acontecimientos. Lógicamente, ha de ser una crítica
constructiva. No podemos olvidar que todos juntos vamos en busca de la Verdad y
somos constructores del Reino. Es más fácil que nos lo den todo hecho, que nos digan
lo que tenemos que saber y lo que debemos hacer. Pero la madurez de la fe exige de
nosotros que seamos sujetos y protagonistas de nuestra propia historia y de la Historia
de la Salvación. Debemos fomentar en nosotros el espíritu crítico sano. “No quisiera
que nadie aceptase pasivamente lo que enseño, para ser mi seguidor, a no ser en aquello
que él mismo descubre que no estoy equivocado” (San Agustín, Sermón 23, 1, 1).
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Pistas para la reflexión:
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- La fe es constante, no caprichosa o voluble: Tener fe es comprometerse a largo plazo
con Dios y con los demás, no movernos de acuerdo a los intereses del momento. Esta es
una de las características más difíciles en el momento actual. Nos encontramos en una
sociedad postmoderna en la que se busca el pasarlo bien “aquí y ahora”. Sólo interesa el
presente. A los jóvenes de hoy les asusta el comprometerse a largo plazo no sólo en
materia religiosa, sino en todos los niveles: política, profesión, religión, matrimonio,
familia... El número de afiliaciones a partidos políticos o asociaciones sociales ha
descendido. Se busca un empleo y mientras se trabaja en el mismo se quiere encontrar
otro mejor donde se gane más y se trabaje menos... Jesús, como al Joven rico ( Mc 10,
17-31), nos exige un seguimiento radical. Seguir a Jesús implica “dejarlo todo”.
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seguidores de Jesús, no porque se lo impongan, o por quedar bien, sino porque nace de su
propio interior. “Cuando nosotros hacemos la voluntad de Dios, entonces se hace la
voluntad de Dios en nosotros” (San Agustín, Sermón 58,4).
- La fe es consecuente: Por tanto, no podemos dar por válido lo que tantas veces ocurre en
las filas de los bautizados: una disociación entre la fe y la vida. Es objetivo de toda pastoral,
y más de la pastoral juvenil, lograr una integración entre la fe y la vida de los jóvenes. Un
cristiano maduro es aquel que se manifiesta como tal en todas las vertientes de su vida: en
el estudio o trabajo, en el noviazgo o matrimonio, en su vocación religiosa, en los
momentos de diversión. Ser cristiano implica llevar a Jesús en el corazón y, por Él, con Él
y en Él, vivir nuestra existencia en su totalidad. “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín, Confesiones, Libro I, 1, 1).
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diariamente al templo, partían el pan en las casas y compartían los alimentos con
alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y se ganaban el favor de todo el
pueblo. Por su parte, el Señor agregaba cada día los que se iban salvando al grupo de
los creyentes”. (Hch 2, 42-47)
Sirva como conclusión este texto bíblico en el que se manifiesta el estilo de vida de las
comunidades primitivas cristianas. Este pasaje tiene un valor normativo, es decir,
constituye una verdadera norma del estilo con el que ha de vivir todo grupo o comunidad
eclesial. Aquí, se reflejan los elementos más importantes de la vida en común:
- En primer lugar, la enseñanza. En ella queda incluido todo aquello que hace referencia a
la formación de los creyentes.
- La fraternidad es otro rasgo característico. Todos somos hijos de Dios y en Cristo Jesús
residen nuestros lazos de hermandad. El mandato nuevo del amor a Dios y al prójimo
señala el estilo de relación que tenemos que tener entre los creyentes que compartimos
una misma fe.
- La fracción del pan nos recuerda el lugar central que tiene la Eucaristía en la vida de
todo cristiano. Cuando la Eucaristía no nos dice nada, cuando nos cuesta asistir a ella o
lo hacemos “obligados” por un precepto dominical, cuando no representa para nosotros
una auténtica fiesta, tendríamos que revisar nuestra fe. Es cierto que hay elementos
externos que contribuyen a celebrarla mejor o peor. La influencia de estos elementos
(sacerdote, música, moniciones, preparación...) no se pueden negar, pero cuestionar su
importancia o “pasar” de ella buscando justificaciones externas indica que aún nos falta
descubrir algún elemento importante de nuestra fe.
- Lo mismo se puede decir de la oración. Orar, dirá San Agustín, “es una conversación
con Dios; cuando tú lees la Escritura, Dios habla contigo; cuando tú oras, le hablas a
Dios” (Comentarios a los Salmos, 85, 7). Si realmente queremos a Jesús, debemos
encontrar y reservar tiempos para hablar con Él. De lo contrario, nuestra fe se irá
vaciando y se convertirá en una religiosidad estéril o en un activismo social. En
diversos momentos, Jesús advierte a sus discípulos de la importancia de la oración y les
invita a estar en vela. No podemos colocar en una antítesis la acción y la oración.
Podremos acentuar más una u otra, según nuestro carisma y vocación, pero ambos
elementos son esenciales en nuestra fe.
- Lo mismo que en las comunidades apostólicas Jesús hacía milagros, hoy el Espíritu de
Dios sigue actuando en nuestros corazones por lo que las comunidades cristianas siguen
siendo lugares privilegiados de signos y prodigios de Dios. Los auténticos milagros
actuales lo constituyen la conversión de los corazones. Dios es Todopoderoso y sigue
teniendo poder en el Cielo y en la Tierra. No podemos cerrarnos a la acción del Espíritu.
- La solidaridad, el compartir es signo de comunión y prueba evidente de
desprendimiento. Jesús es nuestro mejor ejemplo de lo que significa dar y darse a los
demás. Seguir sus pasos implica optar por la solidaridad y ayudar al necesitado. Entra
aquí todo el tema de la “opción por los pobres”. Esta opción no ha de ser una opción
humana o social, sino que en un cristiano es algo más: una consecuencia lógica de la fe
que profesamos. Hay muchas personas buenas que no son cristianas. La raíz de nuestra
fe no es otra que Cristo Jesús.
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- Si de verdad nos esforzamos por vivir todas las características anteriores y tratamos de
ser coherentes con nuestra fe, la alegría, igual que en las comunidades primitivas, será
uno de nuestros rasgos característicos que servirá de testimonio e interpelación para los
demás. “La felicidad consiste en el gozo que viene de ti, que va a ti y que se motiva en
ti” (San Agustín, Confesiones, Libro X, 22, 32).
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