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LA FE CRISTIANA

¿Tienes fe? Esta es una pregunta fácil de hacer y sencilla a la hora de responder. Casi todos
respondemos Sí o No rápidamente justificando la respuesta según las experiencias que
hemos tenido hasta el presente en la vida. La cuestión se complica a la hora de explicar lo
que entendemos por fe y lo que este término implica. Poco a poco, cada uno nos hemos ido
formando nuestra propia definición de lo que representa la fe cristiana y desde la fe del
carbonero hasta una fe adulta y responsable han ido surgiendo a lo largo de la historia un
sinfín de conceptos y definiciones. Por eso, es necesario, de entrada, clarificar el término.

1. DIVERSAS CONCEPCIONES DE LA FE:

a. Lo primero de todo, hay que afirmar que existe una “fe humana” que se basa en un
sentimiento humano de confianza. Uno puede tener fe en su padre a la hora de
solucionar un problema, en un amigo a la hora de confiar un secreto, en su pareja
cuando se trata de manifestar sentimientos personales e íntimos. No es esta la fe de la
que hablamos en este tema pero es su base antropológica. La fe cristiana –veremos más
adelante- implica una gran dosis de confianza en uno mismo, en los demás y en Dios,
nuestro Padre.
b. También existe en el ser humano una “fe religiosa”. Ya no se trata de confiar en los
seres humanos, en nuestros semejantes, sino en la Trascendencia, en aquello que supera
los límites del espacio y del tiempo. Tener una fe religiosa implica inevitablemente salir
de nosotros mismos y confiar o creer que existe un Ser superior a nosotros que es Dios.
La relación con este Dios ha dado paso a las muchas religiones que han ido surgiendo
en la historia humana. Estas pueden ser monoteístas o politeístas según crean en uno o
en varios dioses; orientales u occidentales según la cultura en la que hayan nacido;
primitivas o actuales según el tiempo en el que han surgido. Pero todas ellas tienen en
común el hecho de creer que el hombre no puede entender la Vida sin la presencia de un
Ser superior como principio y fin de la humanidad y sentido de la historia y de la
existencia humana.
c. Por último, nosotros debemos hablar de “fe cristiana”. Esta fe no se puede identificar
con las anteriores. El hecho de creer en Dios no nos convierte en cristianos. También
creen en Dios los seguidores del hinduísmo o del budismo, de Zoroastro o de Mahoma,
y no digamos ya los griegos y romanos que entendieron el sentido de su vida a partir de
una lista innumerable de divinidades.
Como su nombre indica, hablar de fe cristiana implica creer en Jesucristo, en su vida y
en su mensaje. Tener fe cristiana conlleva el conocer la vida de Jesús de Nazaret,
aceptar que es Hijo de Dios, en presente porque sigue vivo a raíz de su resurrección, y
convertirse en discípulo o seguidor suyo. No se trata solamente de un conocimiento y
de una aceptación de carácter intelectual. Implica mucho más como veremos a
continuación.

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Pistas para la reflexión:

1. ¿En qué personas tengo fe? ¿Por qué?


2. ¿Quién es Dios para mí? ¿Por qué he llegado a creer en Él?
3. ¿Cuáles son mis dudas de fe?
4. ¿Quién es Jesucristo para mí? ¿Le sigo? ¿Cómo?

2. HACIA UNA DEFINICIÓN DE LA FE CRISTIANA:

Decimos que una persona tiene “fe cristiana” cuando acepta y cree en la persona de Cristo
Jesús. A sus seguidores se les llama “cristianos”. Ahora bien, no podemos negar que dentro
de los cristianos, cada uno nos hemos fabricado un Dios a nuestra medida y entendemos el
cristianismo de modos diversos. Basta echar una ojeada a las distintas épocas de la historia
para ver cómo la Iglesia católica ha ido encarnando y trasmitiendo el mensaje cristiano de
acuerdo a la cultura en la que se encontraba. En este transmitir y vivir la fe cristiana a lo
largo de toda la historia ha habido muchos aciertos y también – por qué no reconocerlo
como ha hecho el Papa Juan Pablo II última, pública y oficialmente- muchos errores. No
han vivido su fe de la misma manera los cristianos perseguidos de los primeros siglos,
época de grandes mártires, como los católicos de la Edad Media, del modernismo del
S.XIX o los de la cultura Postmoderna en la que nos encontramos en este siglo XXI. No es
lo mismo un misionero de vanguardia, un estudiante de medicina o un abogado economista.
Cada uno vive, y así ha de ser, su fe cristiana de diversa manera. Pero, en esta diversidad
de épocas históricas y de carismas actuales, en cuanto a la fe cristiana se refiere, hay unos
elementos que constituyen el “Misterio” de la fe y que permanecen invariables. Es el
núcleo de la fe que hay que aceptar y vivir desde la diversidad cultural. Por eso, a la hora de
hablar de fe cristiana, no vale cualquier definición. Si faltan partes esenciales de nuestra fe
podemos caer en reduccionismos que nos llevarán a vivir la religión de una manera falsa o
al menos, reducida.

a. Algunas definiciones de la fe:

Si acudimos a viejos catecismos que estudiaron nuestros mayores podemos encontrar


definiciones como: “Fe cristiana es creer lo que no vimos” (Catecismo de Astete). El
catecismo de la Conferencia Episcopal Española nos habla de la obediencia de la fe ya que
el hombre, por la fe, se entrega libre y totalmente a Dios (“Esta es nuestra fe” p.98). El
Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de la fe como la respuesta del hombre a Dios
que se revela (n.26). Lo cierto es que la fe implica el ejercicio de la libertad humana para
creer en Dios, y que cada uno de nosotros sólo puede hablar de la fe a los demás desde su
propia experiencia. Cada uno da su propia definición de fe acentuando más unos elementos
que otros. ¿Qué te parecen estas definiciones?
- Fe es confiar en Dios.
- La fe es un sentimiento.
- Tener fe es cumplir los mandamientos.
- La fe es una adhesión personal y libre del hombre a Dios.
- La fe es aceptar un conjunto de ideas y creencias.
- La fe es una especie de agarradero frente a las dificultades.

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- La fe es una forma de dar sentido a la vida.
- La fe es creer lo que no se ve.
- La fe es creer y aceptar lo que dice la Iglesia.
- La fe es ir a misa

Podíamos seguir la lista de lo que piensa la gente hoy en día sobre la fe. Todas estas
definiciones son incompletas y depende de cómo se interpreten para que sean verdaderas o
falsas. Puede ser un buen trabajo de grupo analizar cada una de ellas e incluso seguir la lista
con las propias definiciones.
Ahora bien, según la definición que cada uno de nosotros tengamos de la fe, así será la
vivencia de la misma. Por eso, en la actualidad es fácil encontrarse con personas que
entienden y viven la fe cristiana de distinta manera.

b. Algunas vivencias de la fe:

- Una fe doctrinal: Hay personas para quienes la fe se reduce a un conjunto de ideas y


doctrinas que han aprendido de pequeños cuando se prepararon para recibir la Primera
Comunión o el Sacramento de la Confirmación. Para ellos, Dios no es un ser personal
con el que se tiene una relación personal. Se reduce a un “ente” superior que gobierna el
mundo desde su voluntad divina y da sentido a la existencia.
- Fe infantil: Es la de aquellos que recibieron una educación religiosa cuando eran niños
y la siguen teniendo tal cual. Es una fe personal y relacional, pero de niños. Han
madurado en otros aspectos de su vida, incluso intelectualmente, pero la concepción
religiosa la han mantenido igual.
- Una fe desaparecida: Hay quienes, llegada la adolescencia o juventud han perdido la fe
arrastrados por otros valores más pragmáticos o materiales. Algunos, al verse
arrastrados por el hedonismo o materialismo, entran en una espiral de consumo que les
causa un conflicto interno. Poco a poco, ante la exigencia de la fe, se van
autojustificando hasta que la fe llega a desaparecer.
- Una fe ritualista: Es la de aquellas personas que reducen la fe a ir a misa o confesarse
de vez en cuando. La fe es un conjunto de ritos y oraciones que se pueden celebrar
individual o comunitariamente en unos momentos determinados, pero que nada inciden
en el resto de la vida.
- Una fe individualista: Se trata de una fe vivida en la esfera de lo privado. La persona
que tiene esta fe, normalmente no manifiesta públicamente sus creencias a no ser que
esté en un ambiente claramente religioso. La fe es una relación que vive uno en su
interior con Dios.
- Una fe anti-eclesial: Se trata de esa fe que tienen algunas personas que creen en Dios
pero que nada quieren saber de la Iglesia. Unos la consideran anticuada y trasnochada,
para otros se ha fabricado una moral a su medida lejos de la voluntad de Jesús; otros
escapan de ella aludiendo escándalos o equivocaciones en la jerarquía eclesiástica.
- Una fe apagada: Podemos recoger aquí otras maneras de vivir la fe que tienen en
común una separación entre la fe y la vida. Unos pueden acentuar tanto lo espiritual que
su relación con Dios no repercute en el amor al prójimo. Otros, se acercan tanto a sus
semejantes, a las obras de caridad, a la promoción social, llegando a olvidarse de la
oración y de la celebración, de la espiritualidad y de la apertura al Espíritu de Dios.

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Lo mismo que se ha dicho sobre las definiciones de Dios, sucede con estas vivencias de la
fe. En ninguna de ellas, por sí sola, podemos hablar de una auténtica fe cristiana. En cada
una de ellas faltan elementos esenciales y constitutivos de la verdadera fe en Jesucristo.

Pistas para la reflexión:

1. Analiza las diversas definiciones de fe expuestas reflexionando lo que tienen de


verdadero y lo que tienen de falso.
2. Haz el mismo trabajo con los modos de vivir la fe.
3. Intenta ahora dar tu propia definición de la fe cristiana.
4. ¿Cómo vives tu fe?

c. Definición:

El Catecismo de la Iglesia nos da la siguiente definición: “La fe es una adhesión personal


del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la
voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus
palabras.” (Catecismo de la Iglesia Católica, 176).

Una lectura atenta de esta definición nos permite sacar algunas conclusiones importantes.
En primer lugar, la fe cristiana es una adhesión personal. No se trata únicamente de creer en
unas verdades doctrinales, de cumplir con unas normas morales o de asistir a unos ritos
concretos por muy eclesiales que sean.. Tener fe es creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Desde nuestra propia humanidad, llegamos al Dios Trinitario a partir de su
encarnación en la persona del Hijo. Para nosotros, Jesús es “Camino, Verdad y Vida”(Jn 14,
6). Por eso, para tener fe, hay que conocer a Jesucristo, su obra y su mensaje. Un cristiano
es aquel que ha escuchado en su interior la voz de Jesús que le dice “Ven y sígueme” y ha
respondido afirmativamente. Este seguimiento de Jesús abarca a toda la persona y nos
transforma interiormente. Ante el conocimiento de Jesús, nadie puede permanecer
impasible. Igual que sucede con otras personas, o lo aceptamos o lo rechazamos. Podemos
permanecer indiferentes, pero esta postura es una forma de rechazo.
Para llegar al conocimiento de Jesús hay que tener una actitud de búsqueda. San Agustín, el
del corazón inquieto es buen ejemplo de ello. Agustín se sentía insatisfecho, buscaba algo
que le pudiera satisfacer. No sabía realmente qué es lo que buscaba. Primero, acudió a los
movimientos intelectuales de su época buscando la verdad. Desilusionado de todos ellos, al
fin, empujado por la Palabra de Dios, encontró a Dios a quien halló en su propio interior:

“¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! El caso es que tú estabas dentro de mí
y yo fuera. Y fuera te andaba buscando y, como un engendro de fealdad, me abalanzaba sobre la
belleza de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.” (San Agustín, Confesiones,
Libro X,27,38)

A Dios se le puede buscar de muchas maneras. Podemos encontrarnos con Jesús a lo largo
de muchos caminos. Hay quien le descubre en el silencio o en la contemplación de las
maravillas de la creación. Para otros resulta más fácil descubrir a Dios en los demás,

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especialmente en la atención a los necesitados. No son caminos excluyentes. Todo ayuda al
encuentro con Dios.
Ahora bien, no podemos olvidar que la iniciativa no es humana. El ser humano puede
ponerse en camino, puede buscar a Dios a lo largo de toda la vida, pero su esfuerzo sería
inútil si nuestro Dios no se hubiera revelado. La iniciativa es de Dios. Él es el que sale al
encuentro del Hombre. La revelación divina es un elemento esencial en la fe cristiana. De
aquí no podemos deducir que si una persona no tiene fe es porque Dios no ha querido y no
se le ha manifestado. Hay que buscar con esperanza. Dios sale siempre al encuentro porque
Dios quiere que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”(1
Tm 2,4)

Pistas para la reflexión:

1. ¿Me siento unido a Cristo? ¿Qué consecuencias se derivan de esta unión?


2. ¿Mi fe personal ha propiciado una transformación interior en mí?
3. ¿Dónde encuentro a Dios con más facilidad?
4. ¿Mantengo en mi vida una actitud de búsqueda?

3. ¿CÓMO COMUNICA DIOS LA FE? LA REVELACIÓN:

Se entiende por revelación la automanifestación de Dios y de su plan de salvación a los


hombres, a través de hechos y palabras, cuya plenitud es Cristo. (Cf. Vaticano II, Dei
Verbum 2-5).
Para que una persona llegue a tener fe, es necesario que se encuentre con Dios. Por eso
decimos que la fe es un don de Dios, un don sobrenatural. Para creer, el hombre necesita los
auxilios interiores del Espíritu Santo. (Catecismo de la Iglesia Católica, 179). Es el Espíritu
quien nos puede ayudar desde nuestro interior a descubrir la presencia de Dios en nuestra
historia. La definición arriba expresada contiene una gran riqueza teológica que, sin duda,
nos puede ayudar a vivir la fe de una manera acertada. En primer lugar, no podemos
reducir el cristianismo a un conjunto de verdades porque Dios no revela principalmente
tales verdades sino que se manifiesta a sí mismo. “Al revelarse a sí mismo, Dios quiere
hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que
ellos serían capaces por sus propias fuerzas” (Catecismo de la Iglesia Católica, 52).
El hecho de que Dios, al manifestarse a sí mismo desde los orígenes de la creación, nos
muestre su plan de salvación, nos está señalando que estas son sus imágenes
fundamentales. Dios, por encima de todo, es Creador y Salvador. Ninguna de las ideas o
imágenes que nos formemos de Dios pueden ir en contra de esta revelación. Hay que
desterrar, por tanto, las falsas imágenes de un Dios tapagujeros, un Dios juez o policía, un
Dios paternalista...etc. Dios es nuestro Padre que nos ama y que quiere que nosotros, en
unión con Cristo, seamos constructores de nuestra propia salvación. Ese es el regalo de
Dios que, por otra parte, exige de nosotros una gran responsabilidad en el ejercicio de la
libertad.
El hecho de que se revele a través de hechos y palabras resalta que la Escritura y la
Tradición son los canales de la Revelación. Dios habla a través de la Historia, pero también
actúa en ella. Dios se ha dado a conocer desde el origen de la creación, ha establecido una

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alianza con Noé, ha elegido a Abraham, ha constituido a Israel como pueblo elegido, ha
hablado por los profetas y ha llegado a la plenitud de la revelación en Cristo Jesús. Él es el
Verbo encarnado, el Salvador. Ante su vida y su persona, sobran ya todas las palabras.
Ahora, corresponde a los cristianos comprender gradualmente todo su contenido en el
transcurso de los siglos. Por eso, Jesús nos promete que estará con nosotros hasta el final de
los tiempos (Jn 14,16).
La transmisión y la interpretación de la Revelación está confiada a la Iglesia como
comunidad de los seguidores de Jesús. “Dios puso la doctrina de la verdad en la cátedra de
la unidad” (San Agustín, Carta 105, 16). De ahí que no se pueda vivir la fe por libre. Es a
través de la Iglesia como recibimos la fe. En ella debemos vivirla y con ella nos
comprometemos a testimoniarla. “El depósito sagrado de la fe, contenido en la Sagrada
Tradición y en la Sagrada Escritura fue confiado por los apóstoles al conjunto de la Iglesia”
(Catecismo de la Iglesia Católica, 84).
Dios sigue hablando y actuando en medio de la comunidad eclesial. Jesús sigue vive entre
nosotros. Las personas de fe son aquellas que han logrado escuchar su voz y sentir su
presencia. Se han dejado seducir por Jesús y han aceptado su misión de anunciar la Buena
Nueva. Son personas que han experimentado una conversión personal.

4. LA CONVERSIÓN: PUNTO DE PARTIDA DE LA FE:

Se ha comentado anteriormente que nadie puede permanecer impasible ante la persona de


Jesucristo. Lo mismo sucedió en su etapa histórica: unos le siguieron y entraron a formar
parte del grupo de sus discípulos, mientras que otros le persiguieron hasta la muerte.
Dejando a un lado a quienes le rechazan desde un ataque explícito a su mensaje o desde la
indiferencia, nos centramos, ahora, en aquellos que le conocen y se sienten llamados a
seguirle. Cuando una persona conoce realmente a Cristo, se siente llamado por Él a vivir un
determinado estilo de vida. Su persona sufre un cambio interior. A este cambio lo llamamos
“conversión”. Esta conversión puede ser radical como le sucedió a San Pablo (Hch 9, 1-9)
que pasó de ser uno de los mayores perseguidores de los cristianos, a convertirse en uno de
los mayores apóstoles. Basta acercarnos a sus cartas recogidas en la Palabra de Dios para
ver qué magnitud alcanzó su predicación. Pero no necesariamente la conversión va unida a
hechos extraordinarios. En la mayoría de los casos, la conversión a la fe cristiana va unida a
un proceso lento y gradual. Poco a poco vamos madurando en la fe y vamos
experimentando una transformación interior para adecuar nuestra conducta y nuestro estilo
de vida a la voluntad de Jesús. La conversión es el “giro determinante que transforma la
vida del creyente y que supone una ruptura con el pasado y la adquisición de una nueva
mentalidad y estilo de vida. Es una situación de novedad radical, un proceso de
desestructuración que lleva a una reestructuración o recomposición de la propia
personalidad y de la propia vida en torno a un nuevo centro vital, Cristo” (E. Alberich, La
catequesis en la Iglesia. CCS, p.102). Queda claro, ahora, por qué la fe es una adhesión
personal a la persona de Cristo. La conversión nos lleva a optar por Cristo y hacer de Él el
centro de nuestra existencia. Ya no es sólo lo que creemos, sino lo que somos y vivimos lo
que ha cambiado. Es el mismo proceso que experimentó San Agustín y que nos cuenta en el
libro de sus Confesiones:

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Conversión de san agustín:

“Dudaba entre morir a la muerte y vivir a la vida. Tenía más vigor el mal inoculado que el bien inhabitual. Y
cuanto más se acercaba aquel momento en que yo iba a ser otro distinto, tanto mayor horror me infundía...
Yo caí derrumbado a los pies de una higuera. No recuerdo los detalles del cómo. Solté las riendas de mis
lágrimas y se desbordaron los ríos de mis ojos, sacrificio que te es aceptable. Si no con estas precisas
palabras, sí con este sentido, te dije cosas como estas: Y tú, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo, Señor, vas
a estar eternamente enojado? No te acuerdes, Señor, de nuestras maldades pasadas. Al sentirme prisionero de
ellas, daba voces lastimeras: “¿Hasta cuándo voy a seguir diciendo mañana, mañana? ¿ Por qué no ahora
mismo? ¿Por qué no poner fin ahora mismo a mis torpezas?” Tales eran mis exclamaciones y las lágrimas
dolorosas y amargas de mi corazón. De repente oigo una voz procedente de la casa vecina, una voz no sé si
de un niño o de una niña, que decía cantando y repitiendo a modo de estribillo: ¡Toma y lee! ¡Toma y lee!.
En ese momento, con el semblante alterado, comencé a reflexionar atentamente si acostumbraban los niños
en algún tipo de juegos a cantar ese sonsonete, pero no recordaba haberlo oído nunca. Conteniendo, pues, la
fuerza de las lágrimas, me incorporé, interpretando que el mandato que me venía de Dios no era otro que
abrir el códice y leer el primer capítulo con que topase...
Así pues, me apresuré a acudir al sitio donde se encontraba sentado Alipio. Allí había dejado el códice del
Apóstol cuando de allí me levanté. Lo cogí, lo abrí y en silencio leí el primer capítulo que me vino a los ojos:
Nada de comilonas ni borracheras; nada de lujurias ni desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos,
más bien, del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias. No quise
leer más ni era preciso. Al punto, nada más acabar la lectura de este pasaje, sentí como si una luz de
seguridad se hubiera derramado en mi corazón, ahuyentando todas las tinieblas de mi duda.
A continuación, registrando el libro con el dedo o con no sé que otra señal, con además sereno, le conté a
Alipio todo lo sucedido... Acto seguido nos dirigimos los dos hacia mi madre. Se lo contamos todo. Se llena
de alegría. Le contamos cómo ha ocurrido todo: salta de gozo, celebra el triunfo, bendiciéndote a ti que eres
poderoso para hacer más de lo que pedimos y comprendemos. Estaba viendo con sus propios ojos que le
habías concedido más de lo que ella solía pedirte con sollozos y lágrimas piadosas. Me convertiste a ti de tal
modo, que ya no me preocupaba de buscar esposa ni me retenía esperanza alguna de este mundo. Por fin, ya
estaba situado en aquella regla de fe en que, hacía tantos años, le había revelado que yo estaría. Cambiaste su
luto en gozo, en un gozo mucho más pleno de lo que ella había deseado” (San Agustín, Confesiones, Libro
VIII, 12, 28-30).

Estas páginas entrañables de la vida de Agustín manifiestan claramente la profundidad de


su conversión y el cambio experimentado en su persona. Efectivamente, lo aquí descrito
hace referencia a un momento puntual de su vida, pero no podemos olvidar que durante
largos años, Agustín, el del corazón inquieto andaba buscando la verdad. Lo mismo ha
sucedido y seguirá sucediendo a un sinfín de personas que de una manera o de otra se
encuentran con Cristo en un momento determinado de su vida. Esta es la grandiosidad de
la fe. ¡ Qué pena dan aquellas personas que reducen la fe a otras cosas y no al encuentro
con Cristo Jesús! Este encuentro es la riqueza del don sobrenatural de la fe. Sólo así, desde
el encuentro personal con Cristo vale la pena vivir el cristianismo. Es este encuentro el que
da fuerzas – al igual que en Agustín de Hipona- para renunciar a otras cosas de la vida que
nos pueden seducir en un primer momento. Encontrarse con Jesús, nos lleva a dejarnos
seducir por Él de tal forma que, desde ese momento, todas las cosas y acontecimientos
cobran un nuevo sentido en nuestra vida.
Ahora bien, este encuentro y esta conversión, no son para toda la vida. La fe es un don de
Dios, pero es también una tarea humana. Una vez que hemos descubierto a Cristo y
optamos por seguirle, tenemos que educar la fe y madurar en ella. La fe cristiana tiene
unas características propias que hemos de cuidar y tener en cuenta.

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Pistas para la reflexión:

1. ¿Cómo he llegado a la fe? ¿Cuál ha sido mi conversión?


2. ¿Qué sentimientos provoca en mí la conversión de San Agustín?
3. ¿Qué actitudes de la vida de San Agustín son válidas para mi fe?

5. CARACTERÍSTICAS DE LA FE CRISTIANA:

La fe cristiana, como he afirmado anteriormente, es un don de Dios, una gracia


sobrenatural. No podríamos llegar a tener fe, si Dios no hubiera tomado la iniciativa de
manifestarse a la humanidad. “Si tú no nos conviertes, no seremos convertidos” (San
Agustín, Comentarios a los Salmos 84, 8). Pero, al mismo tiempo, la fe es una tarea
humana. Es la respuesta del Hombre al Dios que sale a su encuentro. Por eso, podemos
afirmar que la fe es un acto humano. “A Dios hay que buscarle e invocarle en el mismo
santuario del alma racional que se llama el hombre interior” (San Agustín, El maestro 1,2).
En lo que tiene de gracia no podemos actuar, pero sí que podemos intervenir en todo
aquello que pertenece a la humanidad. Podemos mejorar las condiciones humanas y
sociales para que el ser humano pueda llegar a conocer a Dios y depositar su confianza en
Él. Al igual que en todo proceso de comunicación, debemos fijarnos en los factores que
intervienen. Por eso Fe y Razón no se oponen. La inteligencia es necesaria para tener fe.
Nos ayudará a descifrar y entender las verdades reveladas y a adquirir un grado de certeza
en aquello que creemos. Pío IX ya hablaba en el siglo XIX frente al modernismo de una
“razón iluminada por la fe”. No se trata de creer todo lo que nos dicen en materia
religiosa. La persona es libre para analizar las verdades trasmitidas desde una auténtica
reflexión, desde un discernimiento, con la ayuda del Espíritu Santo y en comunión con el
Magisterio de la Iglesia, a quien se ha confiado el depósito de la fe.
La relación entre el ser humano y Dios es algo sagrado donde nadie puede entrar. Por eso
el hombre es libre de creer y abrazar la fe. Los cristianos debemos testimoniar nuestra fe,
manifestar nuestra alegría porque hemos encontrado al Señor. Esta actitud servirá de
interpelación ante otras personas que se cuestionarán sobre nuestra alegría y nuestro estilo
de vida y nuestra perseverancia sin desfallecer ante las dificultades. (Cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, 153-165).
Una vez que hemos decidido creer en Dios y tenemos fe, es entonces cuando podemos y
debemos esforzarnos por mantenerla y educarla. Debemos buscar un crecimiento personal,
libre e interiorizado, para elaborar nuestro proyecto de vida abierto a los valores del
Evangelio. En una sociedad como la nuestra caracterizada por la existencia de un
pluralismo cultural, el cristiano ha de ejercer un discernimiento crítico para adecuar su
estilo de vida a la voluntad de Cristo Jesús según la propuesta evangélica. El Nuevo
Testamento nos habla de esta educación y crecimiento de la fe que ha de ser cultivada,
intensificada y llevada a la madurez. La Palabra de Dios, que es acogida desde la fe, es
como una semilla que debe crecer y dar fruto (Mt 13, 23). El cristiano debe crecer en la fe
y en el conocimiento de Dios:
“Abrigamos, en cambio, la esperanza de que, al ir creciendo vuestra fe, nuestra labor entre vosotros
produzca un fruto cada vez mayor dentro de los límites que nos han sido asignados” (2 Cor 10, 15).

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El punto de llegada es la plena madurez y perfección de la fe. Esta es una meta
inalcanzable ya que sólo se puede conseguir al final de los tiempos, cuando veamos cara a
cara a Dios. Pero esto no impide que sepamos cuál es el Norte hacia el que nos dirigimos:
ir progresando en nuestra fe con la ayuda de Dios mediante la asistencia del Espíritu Santo.
El crecimiento de la fe es individual, y también comunitario. Cada uno de nosotros vamos
creciendo en nuestra fe personal, pero también, la Iglesia, como comunidad de los
seguidores de Jesús, va creciendo en su madurez. Esta idea del crecimiento de la fe nos la
expone también San Agustín cuando afirma:
“Recipiente grande es la fe, donde puedes recibir magníficos dones. Prepara el ánfora, porque tiene
que ir a la fuente caudalosa; prepara el ánfora. Crezca tu fe, aumente tu fe, hágase firme tu fe; no sea
vacilante, quebradiza, no tronche con las tribulaciones de este siglo. Pasado por el fuego, sea sólida
tu fe. Cuando dispongas y tuvieres tu fe, como recipiente idóneo, el Señor te colmará” (Sermón
339,6).
Muchas veces, en la sociedad actual, lo mismo que se juzga a las personas por sus
apariencias, solemos juzgar a los cristianos por sus actos: Un buen cristiano es el que va a
misa, se confiesa, reza, ayuda al prójimo...etc. Lógicamente, son buenas cosas, pero, a la
hora de juzgar a un cristiano debemos recordar que sólo Dios puede juzgar porque la fe es
un Misterio de relación del ser humano con Dios. Nosotros sólo podemos enunciar ciertas
actitudes –mejor que actos- por las que pensamos que un cristiano puede ser maduro en su
fe. A la hora de hablar de actitudes, estas implican un modo de ser, una conducta global
que, frente a una situación dada, moviliza en la persona su conocimiento, sus afectos y su
voluntad operativa. Uno conoce a Jesús o se encuentra con Él, se siente interpelado y opta
por seguirle, y por último, le sigue. He aquí un esquema que representa el proceso de
crecimiento de la fe (E. Alberich, La catequesis en la Iglesia, CCS, p.104 ss.) que me
parece muy significativo. A partir de él, se van desgranando las características
fundamentales de la fe. A continuación, presento un resumen de la propuesta de dicho
autor:

DIMENSIONES
CONVERSIÓN : HACIA LA
Cognoscitiva
MADUREZ
Afectiva
Operativa

Hoy, una de las características de la sociedad postmoderna es la fragmentación en las


personas. En nuestro interior, vamos construyendo compartimentos estancos los cuales no
guardan relación entre sí. Por eso, es fácil que se de una separación entre la fe y la vida. En
muchas personas, la fe no repercute en su vida diaria. A la fe se le reserva unos espacios y
unos tiempos concretos (ir a misa los domingos, rezar al acostarse...) y el resto del tiempo
se aparca. Esto es una fe marginal. La fe madura constituye un rasgo central y estable de
la personalidad. Para madurar en la fe, hay que desarrollar las tres dimensiones, de lo
contrario nos encontraríamos con una fe parcial. Desarrollar unilateralmente una de ellas

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nos haría caer en un intelectualismo vacío, en un sentimentalismo o en un activismo
religioso, pero nunca podríamos hablar de una fe madura.
A su vez, cada una de estas dimensiones nos ofrece la posibilidad de analizar varias
características de la fe cristiana.

a. DIMENSIÓN COGNOSCITIVA: Atender a esta dimensión nos permite evitar caer


en una fe fideísta o irracional. “ Una cosa es la fuente, otra la luz. Si tienes sed, vas a
la fuente y, para ir a ella, si es de noche, enciendes la luz. Dios, en cambio, es a un
tiempo, fuente y luz. Para el que tiene sed, es fuente; para el ciego es luz. Abre, pues,
tu ojo interior para ver su luz. Y abre la boca del corazón para beber su agua” (San
Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, 13, 5).

- Una fe informada, profundizada frente a una fe infantil o superficial: Hoy más que
nunca, los cristianos tenemos que saber dar razón de nuestra fe. Tenemos miedo a salir a
la palestra, a los medios de comunicación. En muchas ocasiones, no tenemos formación
y nos faltan conocimientos. Nos dejamos llevar por prejuicios, por lo que piensa la
mayoría, por lo que dicen los medios de comunicación social. Es urgente una formación
religiosa, ir a los fundamentos de nuestra fe. Basta ver los “últimos escándalos” de la
Iglesia presentados a la sociedad. Raros son los cristianos que saben enjuiciarlos con
serenidad y juicio crítico. Nos falta formación, nos quedamos en la superficie de las
cosas. “Es preciso orientar y estimular la debilidad de los jóvenes frente a los
escándalos de fuera o de dentro de la Iglesia” (San Agustín, La catequesis a los
principiantes, VII, 11).

- Una fe diferenciada, capaz de discernimiento, no monolítica ni integrista: En el


mensaje revelado no todo tiene la misma importancia. Hay cosas que son importantes y
otras son secundarias. Negar la resurrección de Jesús es negar el núcleo de nuestra fe.
Esta negación no tiene la misma importancia que negar la validez del ayuno cuaresmal
o de la abstinencia. Hay cosas que son inmutables y otras varían de acuerdo al tiempo y
a la cultural en que se viven. Por otra parte, hay cosas que son opinables desde la
teología y otras que son seguras. Tener una fe diferenciada es aceptar la “jerarquía de
verdades” y saber que no todo tiene la misma importancia.

- Una fe crítica y no ingenua o pasiva: No podemos aceptar sin más todo lo que se nos
transmite desde instancias religiosas o sociales. Cada uno ha de usar su inteligencia para
enjuiciar las distintas verdades o acontecimientos. Lógicamente, ha de ser una crítica
constructiva. No podemos olvidar que todos juntos vamos en busca de la Verdad y
somos constructores del Reino. Es más fácil que nos lo den todo hecho, que nos digan
lo que tenemos que saber y lo que debemos hacer. Pero la madurez de la fe exige de
nosotros que seamos sujetos y protagonistas de nuestra propia historia y de la Historia
de la Salvación. Debemos fomentar en nosotros el espíritu crítico sano. “No quisiera
que nadie aceptase pasivamente lo que enseño, para ser mi seguidor, a no ser en aquello
que él mismo descubre que no estoy equivocado” (San Agustín, Sermón 23, 1, 1).

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Pistas para la reflexión:

1. ¿ He notado un crecimiento progresivo en mi fe?


2. ¿ Creo que estoy bien formado como cristiano?
3. ¿ Sé distinguir lo que es importante de lo secundario en cuestiones religiosas?
4. ¿ Soy crítico frente a la Iglesia? ¿De modo constructivo o destructivo?

b. DIMENSIÓN AFECTIVA: También en el mundo de los afectos y sentimientos


debemos madurar en cuanto a lo religioso se refiere. De lo contrario, nos quedaremos
en una fe caprichosa e infantil. Para el mismo Agustín, vivir cerca o lejos de Dios no es
cuestión de espacio sino de afecto. “El hombre no fue creado inclinado hacia la tierra,
como los animales irracionales; sino apuntando hacia el cielo; para recordarle
continuamente que debe gustar las cosas del cielo” (San Agustín, La Ciudad de Dios,
22, 24, 2).

- Una fe desinteresada frente a lo funcional o de compensación: La fe cristiana debe


nacer del encuentro cautivador de la persona con Jesús, el Cristo de nuestra fe. El hecho
de tener fe no puede estar en función de otras motivaciones o compensaciones. Uno no
puede pertenecer a un grupo cristiano por el simple hecho de que todos sus amigos
acuden a las reuniones. Tarde o temprano, la asistencia a las reuniones se le harán
cuesta arriba por no sintonizar con las experiencias de vida que allí se comparten. La
vida del grupo le resultará algo vacío. La persona que tiene una auténtica fe cristiana
vive una relación personal con Cristo que le llena y da sentido a su vida. Esta
experiencia es la que quiere compartir con los demás cristianos y por eso acude a un
grupo cristiano y a la Iglesia. La vida de fe, la Iglesia o los grupos no deben ser refugios
donde las personas inseguras o frustradas acudan a solucionar sus problemas o a buscar
una respuesta para los mismos. “Si ha venido con corazón fingido, buscando provechos
o huyendo de inconvenientes personales, responderá con falsedad” (San Agustín, La
catequesis a los principiantes, V, 9).

- La fe es creativa, no conformista: El cristiano maduro está abierto a la actuación del


Espíritu Santo que hace que sigamos en camino hasta el final de los tiempos. El hecho
de vivir la fe significa que tenemos que ir creando formas de expresión de acuerdo al
tiempo y a la cultura en la que nos encontramos. No vale afirmar “siempre se ha hecho
así”. El ser cristiano no consiste fundamentalmente en repetir a lo largo de la historia
una serie de ritos y costumbres sin entender su significado o vaciándolos de los mismos.
¡Cuántos ritos de la liturgia se viven así! Esto tampoco quiere decir que haya que estar
en constante cambio. No se trata de cambiar por cambiar las cosas. Tampoco es bueno
quitar cosas que se vienen haciendo o viviendo en la tradición eclesial y no poner nada
nuevo a cambio. La fe necesita de acciones concretas para expresarse y poder
compartirse. Lo importante es vivir el encuentro con Dios y compartirlo con los demás.
El Espíritu va suscitando las nuevas formas. Habrá que barajar la vivencia personal, la
obediencia al Magisterio y el discernimiento cristiano.

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- La fe es constante, no caprichosa o voluble: Tener fe es comprometerse a largo plazo
con Dios y con los demás, no movernos de acuerdo a los intereses del momento. Esta es
una de las características más difíciles en el momento actual. Nos encontramos en una
sociedad postmoderna en la que se busca el pasarlo bien “aquí y ahora”. Sólo interesa el
presente. A los jóvenes de hoy les asusta el comprometerse a largo plazo no sólo en
materia religiosa, sino en todos los niveles: política, profesión, religión, matrimonio,
familia... El número de afiliaciones a partidos políticos o asociaciones sociales ha
descendido. Se busca un empleo y mientras se trabaja en el mismo se quiere encontrar
otro mejor donde se gane más y se trabaje menos... Jesús, como al Joven rico ( Mc 10,
17-31), nos exige un seguimiento radical. Seguir a Jesús implica “dejarlo todo”.

- La fe es comunicativa y contagiosa, no autosuficiente e intolerante: Está abierta al


diálogo y a la confrontación. Esta característica es la que más se puede vivir en los
grupos juveniles. Por eso es importante acudir a las reuniones habiendo preparado el
tema y habiéndose esforzado por vivir con coherencia nuestra vida. A la reunión no se
puede bajar con las manos en los bolsillos. La reunión de un grupo cristiano es un
momento privilegiado para compartir nuestra fe. A la hora de tratar los distintos temas,
debemos esforzarnos por implicar en ellos nuestra vida, nuestros logros y dificultades.
Así el grupo nos ayudará a ir madurando en nuestra fe. Lo mismo se puede decir de
nuestras celebraciones que han de ser celebración de la vida personal y comunitaria.
Así, y sólo así, desde la autenticidad de nuestra fe y de nuestras vidas, seremos
testimonio e interpelación para los demás como sucede en la Iglesia desde los primeros
discípulos. Desde los enfados o enfrentamientos personales, desde los falsos liderazgos
o incomunicaciones, tan frecuentes en los grupos cristianos y juveniles, se cierra la
puerta al Espíritu de Dios y nos autoengañamos.

PISTAS PARA LA REFLEXIÓN:

1. ¿ Cuál es la razón por la que pertenezco a un grupo cristiano?


2. ¿ Puede que la fe juegue un papel compensatorio en mi vida?
3. ¿ Acepto con facilidad los cambios en la Iglesia o en el grupo?
4. ¿ Soy constante en mi vida de fe? ¿La vivo con altibajos?
5. ¿Soy una persona abierta al diálogo o intolerante?

C. DIMENSIÓN OPERATIVA: Si realmente creemos en Cristo y hemos optado por Él,


todos nuestros actos, nuestro estilo de vida, se irá transformando poco a poco de acuerdo a
lo que Jesús espera de nosotros. El cristiano no actúa por imposición exterior, porque lo
dice la Iglesia o porque está mandado. Su modo de vivir y actuar responde a una
inteligencia crítica y a unos afectos que han sido cautivados por la persona de Jesús. Es
desde nuestro interior desde donde nacen nuestras normas de conducta. El hecho de que
una de las cosas que más se critica o se discute frente a la Iglesia es precisamente la moral,
la parte del saber que nos dice si un hecho está bien o mal, está indicando cierta disociación
entre las tres dimensiones que venimos estudiando. Esta moral no es impuesta por la Iglesia
sino que nace del Evangelio. Es una moral cristiana porque proviene de la voluntad de
Cristo. Un cristiano maduro es aquel que vive con un estilo de vida propio de los

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seguidores de Jesús, no porque se lo impongan, o por quedar bien, sino porque nace de su
propio interior. “Cuando nosotros hacemos la voluntad de Dios, entonces se hace la
voluntad de Dios en nosotros” (San Agustín, Sermón 58,4).

- La fe es dinámica y activa, no pasiva o estéril: Toda la vida de Jesús de Nazaret fue un


empeño por construir el Reino de Dios. Él mismo nos lo dice en el Evangelio: “La ley y los
profetas llegan hasta Juan; desde entonces se anuncia la Buena Noticia del Reino de Dios”
(Lc 16, 16). Un buen seguidor de Jesús es aquél que sigue su misión. Aquí radica el
compromiso cristiano. Cada uno, en la medida de sus posibilidades y desde su vocación y
carismas, ha de contribuir a esta misión que Jesús nos otorgó. No puede haber fe sin un
compromiso cristiano. No podemos pasarnos la vida metidos en reuniones y celebraciones
y olvidarnos de colaborar con Jesús en construir una sociedad de acuerdo a los valores
evangélicos. La caridad cristiana nos exige trabajar por la promoción humana y por la
evangelización de las gentes. Dios espera de nosotros que cooperemos a la salvación de la
humanidad haciéndonos partícipes y agentes de la misma. “No me mueve el deseo de la
tierra, ni de oro y plata, ni de piedras preciosas, ni de vestidos suntuosos, ni de honores, ni
de poderes, ni de apetitos carnales, ni siquiera de cosas necesarias al cuerpo durante nuestra
peregrinación durante esta vida. Todo esto se nos da por añadidura si buscamos tu reino y tu
justicia” (San Agustín, Confesiones, Libro XI, 2, 4).

- La fe es consecuente: Por tanto, no podemos dar por válido lo que tantas veces ocurre en
las filas de los bautizados: una disociación entre la fe y la vida. Es objetivo de toda pastoral,
y más de la pastoral juvenil, lograr una integración entre la fe y la vida de los jóvenes. Un
cristiano maduro es aquel que se manifiesta como tal en todas las vertientes de su vida: en
el estudio o trabajo, en el noviazgo o matrimonio, en su vocación religiosa, en los
momentos de diversión. Ser cristiano implica llevar a Jesús en el corazón y, por Él, con Él
y en Él, vivir nuestra existencia en su totalidad. “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín, Confesiones, Libro I, 1, 1).

Pistas para la reflexión:

1. ¿ Cómo repercute la fe en mi vida diaria?


2. ¿ Qué hago yo para colaborar en la construcción del Reino?
3. ¿ Cuáles son mis compromisos como cristiano?
4. ¿ Hay algún aspecto de mi vida en el que me siento incoherente con la fe que profeso?

6. LA COMUNIDAD APOSTÓLICA, UN EJEMPLO DE FE:

“Todos ellos perseveraban en la enseñanza de los apóstoles y en la unión fraterna, en


la fracción del pan y en las oraciones. Todos estaban impresionados, porque eran
muchos los prodigios y señales realizados por los apóstoles. Todos los apóstoles vivían
unidos y lo tenían todo en común. Vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían
entre todos, según las necesidades de cada uno. Unánimes y constantes, acudían

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diariamente al templo, partían el pan en las casas y compartían los alimentos con
alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y se ganaban el favor de todo el
pueblo. Por su parte, el Señor agregaba cada día los que se iban salvando al grupo de
los creyentes”. (Hch 2, 42-47)

Sirva como conclusión este texto bíblico en el que se manifiesta el estilo de vida de las
comunidades primitivas cristianas. Este pasaje tiene un valor normativo, es decir,
constituye una verdadera norma del estilo con el que ha de vivir todo grupo o comunidad
eclesial. Aquí, se reflejan los elementos más importantes de la vida en común:

- En primer lugar, la enseñanza. En ella queda incluido todo aquello que hace referencia a
la formación de los creyentes.
- La fraternidad es otro rasgo característico. Todos somos hijos de Dios y en Cristo Jesús
residen nuestros lazos de hermandad. El mandato nuevo del amor a Dios y al prójimo
señala el estilo de relación que tenemos que tener entre los creyentes que compartimos
una misma fe.
- La fracción del pan nos recuerda el lugar central que tiene la Eucaristía en la vida de
todo cristiano. Cuando la Eucaristía no nos dice nada, cuando nos cuesta asistir a ella o
lo hacemos “obligados” por un precepto dominical, cuando no representa para nosotros
una auténtica fiesta, tendríamos que revisar nuestra fe. Es cierto que hay elementos
externos que contribuyen a celebrarla mejor o peor. La influencia de estos elementos
(sacerdote, música, moniciones, preparación...) no se pueden negar, pero cuestionar su
importancia o “pasar” de ella buscando justificaciones externas indica que aún nos falta
descubrir algún elemento importante de nuestra fe.
- Lo mismo se puede decir de la oración. Orar, dirá San Agustín, “es una conversación
con Dios; cuando tú lees la Escritura, Dios habla contigo; cuando tú oras, le hablas a
Dios” (Comentarios a los Salmos, 85, 7). Si realmente queremos a Jesús, debemos
encontrar y reservar tiempos para hablar con Él. De lo contrario, nuestra fe se irá
vaciando y se convertirá en una religiosidad estéril o en un activismo social. En
diversos momentos, Jesús advierte a sus discípulos de la importancia de la oración y les
invita a estar en vela. No podemos colocar en una antítesis la acción y la oración.
Podremos acentuar más una u otra, según nuestro carisma y vocación, pero ambos
elementos son esenciales en nuestra fe.
- Lo mismo que en las comunidades apostólicas Jesús hacía milagros, hoy el Espíritu de
Dios sigue actuando en nuestros corazones por lo que las comunidades cristianas siguen
siendo lugares privilegiados de signos y prodigios de Dios. Los auténticos milagros
actuales lo constituyen la conversión de los corazones. Dios es Todopoderoso y sigue
teniendo poder en el Cielo y en la Tierra. No podemos cerrarnos a la acción del Espíritu.
- La solidaridad, el compartir es signo de comunión y prueba evidente de
desprendimiento. Jesús es nuestro mejor ejemplo de lo que significa dar y darse a los
demás. Seguir sus pasos implica optar por la solidaridad y ayudar al necesitado. Entra
aquí todo el tema de la “opción por los pobres”. Esta opción no ha de ser una opción
humana o social, sino que en un cristiano es algo más: una consecuencia lógica de la fe
que profesamos. Hay muchas personas buenas que no son cristianas. La raíz de nuestra
fe no es otra que Cristo Jesús.

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- Si de verdad nos esforzamos por vivir todas las características anteriores y tratamos de
ser coherentes con nuestra fe, la alegría, igual que en las comunidades primitivas, será
uno de nuestros rasgos característicos que servirá de testimonio e interpelación para los
demás. “La felicidad consiste en el gozo que viene de ti, que va a ti y que se motiva en
ti” (San Agustín, Confesiones, Libro X, 22, 32).

“ Fe es creer lo que no vemos. El premio de la fe es ver lo que


creemos” (San Agustín, Sermón 43, 1, 1).

P. MICHEL OLAORTUA LASPRA

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