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EL DON DE LA PALABRA

Por Carlos Martínez Sarasola

Las culturas indígenas (salvo excepciones) no tuvieron escritura. Sin embargo ello
no fue obstáculo para que los valores ancestrales, esos que dan sentido a una
comunidad, atravesaran el tiempo, conformando una de las claves de la persistencia
de los “originarios de la tierra”: la tradición oral se convirtió en un elemento central
en la transmisión de los conocimientos y la sabiduría de estos pueblos. La palabra
adquirió una importancia singular.
Muchas veces, la palabra estaba asociada a lo sagrado y los misterios de la
existencia: desde nombres de muertos que nunca más debían volver a pronunciarse
hasta las oraciones dedicadas a los dioses, las fuerzas de la naturaleza ó los
espíritus protectores.

Los líderes de las comunidades, fueran estos jefes guerreros, chamanes ó ancianos-
consejeros, tenían como peculiaridad el traer la palabra, el expresarla con arte,
claridad y elocuencia: eran los que tenían el don de decir: en el México
prehispánico, los aztecas llamaban a su emperador tlatoani, “el que habla” y al
Consejo Supremo se lo designaba con el término tlatocan, “lugar donde se habla”.
La palabra se ligaba así al poder.

En América del Norte, los grandes jefes eran consumados oradores, igual que
nuestros grandes caciques, como el mapuche Calfucurá, el ranquel Paghitruz Guor ó
el mestizo tehuelche Pincén. El origen del nombre de este último es posible que sea
el término mapuche Genpin (“dueño del decir”). Desde pequeño, Pincén mostró
dotes de orador y narrador de las historias de su gente. Con el correr del tiempo y
ya jefe legendario, aunó en su figura la de líder de la guerra y hombre sagrado que
transmitía a sus hombres una confianza ciega tanto en los preparativos para el
combate como en las ceremonias. Los interminables parlamentos indígenas se
caracterizaban por agotadores discursos luego de los cuales se tomaban las
decisiones. El propio San Martín antes de cruzar con su ejército la cordillera de los
Andes, se reúne con los pehuenches del Sur de Mendoza y escucha las palabras del
hombre más anciano de los indígenas.

Imaginar esta escena me conmovió cuando escribí “Nuestros paisanos los indios”.
También me encontré con muchos libros, algunos clásicos de nuestra literatura en
los cuales aparecía la constante peculiaridad de la palabra y de aquellos que la
poseían como un don.

Por supuesto que los indios, en ese mágico modo de estar en armonía con el
Universo, también tienen lugar para el silencio, o para el momento en que no son
ya necesarias las palabras. Pero esa es otra historia.

Publicado en Revista Lea, Año 1, Nro. 2, junio 2000

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