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Los cínicos forman parte de una corriente filosófica heredera del socratismo, pero
distinta de la escuela platónica. Para el cínico, la virtud consiste en desaprender lo que
está mal y especialmente, todo aquello que es producto de la facilidad, la tradición, la
autoridad establecida y la convención; por eso usualmente se identifica al cínico como un
personaje apolítico y asocial.
El cínico se rige por valores como: la voluntad, la libertad, la resistencia; así como
el dominio de sus deseos y pasiones. Desconfía de los bellos discursos y del intelecto;
prefiriendo aquellos generalmente violentos que lo lleven a la confrontación. Utiliza como
instrumentos principales la sorpresa, la ironía y el gesto simbólico. Además, no suele
utilizar demasiadas palabras; prefiere la conmoción a través de una única frase o de una
acción impactante. Platón llamó a Diógenes, el más célebre de los cínicos.
Tanto en el artículo, como en el capítulo del libro, la lectura distingue entre: actitud
filosófica, campo filosófico, competencias filosóficas y cultura filosófica.
Por “práctica” entendemos la actividad que confronta una teoría con la realidad
(todo aquello que no somos nosotros y que denominamos “alteridad”). La realidad más
evidente es la totalidad del mundo. Está también el otro (una segunda persona con quien
podemos entrar en diálogo o confrontación y que está mejor posicionado que nosotros
para identificar los conflictos y contradicciones que nos angustian; pero a la vez sus
respuestas se verán influidos por sus propias insuficiencias y errores). Finalmente está la
unidad de nuestro discurso, nuestra propia arquitectura mental (lo otro en nosotros).
La idea particular que el individuo debe poner a prueba, confrontándola con sus
mythos y logos personales, es a su vez engendrada por esos mythos y logos o se
encuentra íntimamente entrelazada con ellos.