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San Juan Luvina es un pueblo que vive en la intemperie de la historia y del afecto.
Juan Rulfo (2017) lo sitúa entre el sueño, el viento y la piedra: “es el lugar donde anida
la tristeza” (2017, 29), y también el miedo. El recuerdo del hombre que cuenta su historia
al narrador se engendra en medio de la expectativa, la promesa del viaje. Este territorio
moribundo es por sí solo un universo de silencio, fantasmas, cuerpos destruidos, y sin
embargo no se encuentra exento de la violencia de la realidad. En cierta forma, podría
tomársele como la imagen de la literatura latinoamericana, o al menos de su destino. Un
umbral que al ser inventado desde la distancia de la memoria da cuenta de una geografía
de la imaginación que permanece y sobrevive en un estado de incertidumbre. Luvina es
el misterio; y el viejo que la recuerda, como un purgatorio, su autor. El narrador, no
obstante, media entre ambos como el explorar que, a pesar de la amenaza, se embarca en
su búsqueda. El narrador es el lector; y la Cuesta de la Piedra Cruda, el camino, la
dificultad, sobre el cual trazará un itinerario para su mirada.
La función de la crítica hispanoamericana, entonces, radica en inventar una red de
interrelaciones que ponga en rotación el capital simbólico de una época, en torno a la
práctica literaria, con el objetivo de consumar un horizonte de sentido para una literatura
posible. La circunscripción geográfica a la que obedece es San Juan Luvina asediada por
el terror, pero también por el deseo. La diversidad del campo cultural hispanoamericano
pronuncia una dificultad que fascina (Lezama Lima 2011). Este aspecto reconoce la
disputa, entre la vocación por el cuerpo propio de la nación y el deslizamiento hacia
cuerpos externos, como una tensión constitutiva de América Latina. Es decir, la polémica
entre nacionalistas y cosmopolitas (Henríquez Ureña 2016) se entiende como una aporía,
antes que como una dicotomía. Esta paradoja, por tanto, crea un campo literario
heterogéneo (Cornejo Polar 2016) que, de manera problemática, dialoga con otros
campos de la literatura. En su carácter de consecuencia y reinvención de Occidente,
América Latina, en su literatura, recrea y hace habitable un orden civilizatorio. Volviendo
a Luvina: el sueño de la que nace es al mismo tiempo el de la empresa colonialista y del
sueño emancipatorio; el viento, al ser la frontera que camina, se engendra tanto en la
inclemencia de la historia Occidental como en las fugaces pero contundentes embestidas
de la acción local; la piedra, por último, una realidad doblemente golpeada: primero por
la arbitrariedad del pasado, ahora por la clausura del futuro. Y esto, porque el presente es
el único tiempo cuando San Juan Luvina existe: la contemporaneidad de la lectura.
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con el cabo de los años reconoce que lo leía para distraerse. A través de esta escena,
Valencia sitúa una imagen problemática que da cuenta de un problema mayor: ¿por qué
leer una novela? Siguiendo a Stevens, Valencia afirma que existen dos maneras de leer
una novela: aquella cuyo fin es didáctico, que entiende la novela como un documento, es
decir, una lectura utilitaria; y la que lee con el fin de divertirse, que entiende la novela
como un texto que cifra una apertura discursiva, es decir, una lectura estética. La
estrategia de Valencia, además, resulta innovadora en la medida que historiza la imagen
y luego problematiza la teoría literaria en juego, valiéndose tanto de un repertorio
universal como de uno nacional. Luego, se pregunta por la especificidad de la forma y
regresando a la imagen de qué estatuto de lectura elegir al momento de leer una novela,
Valencia concluye con otra imagen paradójica: una moneda lanzada al aire. Por otra parte,
en su calidad de escritor de ficción y ensayista, Valencia ha experimentado el exilio
voluntario en Europa, sin embargo, escribe y publica su texto en la ciudad de Quito.
A pesar que la obra de Roberto Bolaño se encuentra plagada por personajes que,
de una u otra manera, se encuentran condenados a la literatura, es Héctor Pereda, el
protagonista del cuento “El gaucho insufrible” (2003) quien, de modo más sutil, retrata
al escritor latinoamericano. En un gesto cervantino, Pereda ya en su vejez es seducido por
la biblioteca de su casa, sin saber qué buscar en los libros. Luego, tras el colapso de
Buenos Aires, decide ir a la pampa. Su viaje es un proceso de lectura en el cual Pereda se
mimetiza por completo con el imaginario que la literatura argentina había construido para
el desierto. Sin embargo, su decisión lo lleva a un viaje de decepciones, pues todo lo que
él había leído resultaron ser estereotipos caducos, imágenes vacías sobre el vacío. La
pampa es un espacio sin centro, inabarcable a la mirada. Para Pereda, la pampa es una
animal vivo que tiene sus propias leyes y actúa según sus propios instintos: una especie
de Solaris de la cual era imposible escapar. En este sentido, Pereda asume que leer es
imaginar. Más allá de que el texto de Bolaño sea una reescritura de “El sur” de Jorge Luis
Borges, las referencias intertextuales topan a autores como César Aira, Antonio Di
Benedetto, José Bianco, José Hernández, Leopoldo Lugones, Sarmiento, Guillermo
Cabrera Infante, Franz Kafka, Boris Pasternak, entre otros. Héctor Pereda, entonces, relee
una biblioteca latinoamericana nacional, haciendo pequeños guiños a otras tradiciones, y
Roberto Bolaño, gracias a esto, pone en cuestionamiento la tesis de la tradición universal
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propuesta por Borges (2008a). El escritor latinoamericano es una criatura anormal que se
encuentra condenado a leer y releer el mundo.
La complejidad del campo literario latinoamericano circunscribe un conjunto de
sistemas de interpretación, simultáneos y contradictorios, que leen el acontecimiento
literario según claves precisas. El régimen de interpretación, además, está inscrito en un
régimen de lectura que varía según la época, la intención de sus actores y la materialidad
en el que se realiza su práctica (Chartier 1993). Es decir, la recepción que una novela
recibe se estructura acorde las condiciones de posibilidad de su enunciación y escritura.
El caso de la novela latinoamericana se cifra así en una suerte de yuxtaposición de
interpretaciones. En un nivel interno, caracterizado por una producción-circulación
nacional, la práctica novelista se halla sujeta a un discurso identitario que la lleva a ser
leída institucionalmente como el receptáculo mimético de un proyecto histórico. Por
ejemplo, la novela X devela la imagen social en términos de clase, género, grupo étnico,
o cualquiera de sus variantes. En un nivel externo, en cambio, se posicionan dos sistemas
de interpretación que, aunque ambivalentes persiguen propósitos distintos, a pesar que en
ciertas circunstancias tiendan a confundirse. Una interpretación de índole mercantil,
propia de la industria cultural (Horkheimer y Adorno 2001), que reduce el artefacto
cultural a un bien de consumo, y por ende, diversifica su producción para responder a
nichos específicos de público. Y una interpretación estética (Rancière 2006) que imagina
el acontecimiento literario como una práctica autónoma, pero en interrelación con otras
prácticas de la cultura.
En esta línea, tanto Corral (2010) como Valencia (2017) para responder a la
pregunta por la interpretación posible de una novela coinciden en partir de la especificidad
retórica, estructural y paradigmática de la forma novelística. Corral, considera que los
horizontes de sentido de la lectura de una novela, dependen del repertorio existente. Si
bien se entiende por repertorio “al conjunto de reglas materiales que rigen la confección
y uso de cualquier producto cultural” (Even-Zohar 2017, 59), de acuerdo a Corral, Rama
considera a la Crítica Nacional como el marco interpretativo privilegiado debido a que
las novelas que se habían escrito hasta la enunciación de su conferencia no había logrado,
del todo y pese a las excepciones de Rulfo y Onetti, desligarse del paradigma de la novela
criollista o, en su defecto, de la novela de denuncia. Ya, para entonces, se había publicado
Rayuela (1963) de Julio Cortázar, sin embargo nadie previó el advenir de novelas tan
disruptivas como Paradiso (1966) de José Lezama Lima o Cien años de soledad (1967)
de Gabriel García Márquez. A pesar que Corral contextualiza la pertinencia de la lectura
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política que Rama hace de la novela, abre una deriva cuando pone en duda la validez de
ese sistema de interpretación en las décadas posteriores, o incluso en la actualidad. Como
el personaje de Bolaño, devorado por la pampa, o en otras palabras, por una tradición,
Corral acentúa la importancia de la transición del compromiso representacional a la
trasgresión esas ambiciones miméticas. A la vez, considera que uno de los aciertos de
Rama fue el haber concebido la dicotomía nacional/cosmopolita, como una fractura
imaginaria. Con lo cual, deja entrever que no existe un único programa crítico para
acercarse al género narrativo.
Leonardo Valencia (2017), en cambio, pone énfasis en hablar sobre la ergonomía
constitutiva de la novela: la discontinuidad. La suspensión se debe a que la estructura de
la novela, su dimensión irónica, obedece a que se trata de un texto que no dice o juzga,
sino que muestra. La técnica de escritura, entonces, responde a la condición intermitente
de la lectura futura, pues no hay novela que se lea de un tirón, ni tampoco novela que se
escriba en un solo aliento. La peculiaridad de la escritura novelística radica en que da
cuenta de la pluralidad inabarcable de la realidad, ya que yuxtapone los asuntos del
mundo, y los asuntos del autor y del lector. Así, la polifonía a la que Valencia hace alusión
es un eco de los ‘libros vivos’ (Miller 1988) con los cuales se encuentra Héctor Pereda en
la pampa: la experiencia de lo recordado, y por ende de lo que es factible interpretar, es
discontinua, así como los personajes del cuento de Bolaño son gauchos sólo de una
manera específica e incompleta. El sistema de interpretación es heterogénea y singular
pues depende de cada lector. De ahí que Valencia, acuse a los sistemas de interpretación
nacionalistas como regímenes de lectura que clausuran las posibilidades críticas de una
obra abierta (Eco 1992). Parafraseando a Valencia, se podría definir a la interpretación
como la representación personal de los referentes reales que una novela sugiere.
que enuncia desde un lugar donde la identidad no es más que un flujo, una potencia, un
rizoma. El guiño a la escritura de Bajo el Volcán (1947) de Lowry y la presencia
fulgurante de la cultura latinoamericana en toda su barroca escultura no es casual. Quiero
ver en este hipertexto la manera cómo la figura autoral del novelista y del crítico no son
dos polos antinómicos absolutos. Todo lo contrario, crítico y novelista son dos voces que
se interpelan mutuamente en torno a la ficción, pero también alrededor de las
metodologías y los supuestos históricos, estéticos y conceptuales que la hacen posible.
El Malcolm Lowry de Izquierdo no es el de la historia literaria oficial, sino un
autor portátil del que Izquierdo echa mano para entender su propia práctica escritural
como una agencia de reescritura. No hay que olvidar que Bajo el Volcán, debido al azar
de las pérdidas, fue sometida a cuatro versiones, de modo que la novela cumbre de Lowry
es un eco distante de la novela original. Ante textos como el de Salvador Izquierdo, cuál
es el acercamiento más pertinente: ¿el de un ensayista, como Valencia, que tira de la
imagen para reflexionar? o ¿la del rigor crítico de Corral que reflexiona desde un aparto
conceptual? Creo que ambos caminos dan cuenta de un mismo fenómeno, y sin perder de
vista el objeto de estudio, apelan a un artefacto cultura volátil, que como una bomba de
tiempo exige de las manos de su víctima futura una decisión. Sea cual sea esta, no importa.
Lo importante es que, ya sea el ensayo literario o la crítica, cualquiera está en capacidad
de alumbrar, por un instante –el presente de la lectura-, el sentido posible. Lo que significa
que, no hay que elegir entre uno u otro, sino tener en claro su especificidad:
[…] hay que encarar primero un problema: el de la línea siempre fina que separa el ensayo
propiamente dicho de la crítica literaria. Cuando ésta ofrece algo más que la simple
interpretación textual o del estudio erudito, el ensayo aparece. La diferencia no sólo está
en el enfoque personal y la intención interna de la crítica, también importan la repercusión
intelectual y hasta social de sus propuestas (Oviedo 1991, 135).
Este deslinde entre el ensayo y la crítica literaria, por tanto, no es una oposición
irresoluble. Imagino que entre el creador crítico y el crítico creador pende una cuerda
floja que los mantiene a distancia. Ambos están, cada uno en su lado, en el extremo
superior de una escalera de gran altura. Abajo, un hecho indiscutible: el texto literario. El
pie de uno de ellos tantea la cuerda. La mirada del otro se detiene por un breve periodo
de tiempo a contemplar el vacío que lo separa de tierra. En un momento inesperado,
crítico y novelista, sin habérselo propuesto, inician simultáneamente el recorrido. La
cuerda se tensa.
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Fuentes