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1. EL CASO
2. SUCESOS
3. ASESINATOS
4. VIVIENDA
5. VIOLENCIA
6. TERROR
Juan Rada @Juansrada
En menos de dos décadas una casa fue escenario de tres sucesos, uno de ellos horroroso porque
el asesino mostró al vecindario desde el balcón los cuerpos ensangrentados de sus cinco hijos.
Nueve muertos de forma violenta constituye el balance de la crónica negra vivida en un
inmueble que se yergue sobre un antiguo cementerio.
Parece que la maldición acompaña a esta zona, a pocos metros de la madrileña Gran Vía. Ha
sido trágico escenario de numerosos crímenes.
Juan Rada explica delante del edificio a TVE los crímenes que tuvieron lugar en menos de dos décadas.
Era camisero de profesión y tenía 48 años. El cadáver, encontrado por la sirvienta y el hermano
de la víctima, estaba encima de la cama y apoyado a la pared. Vestido, con la cabeza
ensangrentada y un mechón de pelo en la mano. Daba la impresión de que hubo lucha antes de
morir.
SÍ. Si en Turandot, la opera inconclusa del gran Giacomo Puccini, los tres actos giran alrededor de tres acertijos,
desde la pasada semana he añadido un cuarto por mi cuenta. Desde luego, menos poético que las tres
adivinanzas que debían resolver los aspirantes a casarse con la caprichosa princesa c
En la vivienda, toda revuelta porque habían robado, la Policía no descubrió pruebas evidentes
que pudieran conducir a la detención de los autores. La muerte quedó impune. El suceso pasó
desapercibido, puesto que los periódicos apenas publicaron nada al respecto dada la férrea
censura imperante.
En el tercero derecha vivían Rufino Márquez y su novia, una veinteañera llamada Pilar Agustín
Jimeno. Corría el año de 1964. Un día, al regresar del trabajo y despojarse de su ropa de calle, se
llevó una desagradable sorpresa. En un cajón del armario se encontró, como si se tratara de una
prenda más, el cadáver de un recién nacido. Su compañera, que le había ocultado el estado de
embarazo, decidió ahogar al niño en la bañera tras el alumbramiento. A la vista del infanticidio
cometido, enloqueció.
En medio de estos dos crímenes se produjo uno múltiple que todavía es recordado por los más
antiguos de la zona. En el mismo piso donde falleció dos años antes el neonato, a manos de una
madre desnaturalizada, tuvo lugar una degollina.
Era una mañana apacible. Primero de mayo. Fiesta Nacional del Trabajo. Uno de los pocos días
entre semana en que el vecindario descansaba sin el ruidoso barullo habitual del mercado de
Los Mostenses. Ahora, igual que entonces, cada amanecer los camiones, procedentes de la lonja,
se estacionan malamente por la falta de espacio con gritos incesantes, claxonazos de diversas
tonalidades y golpes contra el suelo. Descargan prestos las mercancías y sueltan el testigo a
otros. Todo es estrépito y humareda.
Aquel día imperaba una tranquilidad absoluta. Un hecho inesperado la rompió por completo.
Los más veteranos de la zona aún recuerdan lo que presenciaron aquella trágica mañana.
1 de mayo de 1962. El vecino del tercer piso derecha, José María Ruiz Martínez, 48 años, envió
a la criada, Juana García, a la farmacia a por unos medicamentos. Cuando regresó con las manos
vacías, dado que era festivo y no estaban abiertas más que las de guardia, le ordenó que
marchara de nuevo en busca de una de estas.
La sirvienta, a su regreso, tuvo conocimiento de que se habían oído extraños gritos en su piso.
Incluso una vecina había llamado por teléfono al sastre. Éste respondió que se trataba de una
pesadilla de sus hijas.
La portera, Genoveva Martín, decidió subir y hablar directamente con él. Tras tocar el timbre se
inició el diálogo.
–Nada puede ya salvarnos. Búsqueme un cura para confesarme. Después quiero matarme yo
también.
Temiendo lo peor marcharon a una calle próxima, en busca de una hermana de su esposa.
Cuando las tres mujeres llegaron a la calle Antonio Grilo era tarde. La tragedia se había
consumado.
El Departamento de Orden Público Local había recibido la llamada de una persona que afirmaba
haber matado a toda su familia. Como se negaba a facilitar la dirección donde se había
producido el siniestro hecho, el inspector de servicio fue alargando la conversación para que se
dispusiera de inmediato un operativo policial. Finalmente consiguió su nombre por lo que, tras
examinar rápidamente la guía de teléfonos, las sirenas empezaron a ulular.
Los agentes llegaron raudos al escenario de los hechos y subieron corriendo hasta el último piso.
A través de la puerta hablaron con el protagonista del suceso, que seguía sin querer abrirla.
Únicamente permitiría el acceso a un sacerdote dado que “ya todos los de mi familia descansan
felices”. De nuevo las sirenas volvieron a sonar en busca de un religioso, mientras se daba aviso
a los bomberos y al juzgado de instrucción de guardia.
Enseguida apareció el padre Celestino, que fue recogido a escasos cien metros, en la iglesia
carmelita de Santa Teresa, junto a la Plaza de España. El cura dialogó de balcón a balcón con el
parricida, que estaba en pijama, con abundantes manchas de sangre y una pistola en la mano.
Trató de convencerle de que debía entregarse a la autoridad, al mismo tiempo que le instaba al
arrepentimiento.
“Esto es para mí –decía a gritos el demente mientras agitaba el arma–, Dios no me lo tendrá en
cuenta”. Quería la absolución, antes de quitarse la vida, pero exigía que el tonsurado fuera a
verle en solitario a su vivienda. La Policía, que lo tenía en el punto de mira por si intentaba
disparar de nuevo, indicó que hablaran por teléfono. La conversación duró unos cuantos
minutos, durante los cuales el clérigo trató de persuadirle de que deseaba su bien, por lo que el
acto desesperado que iba a realizar no conducía a nada.
Página interior del semanario El Caso haciéndose eco de la tragedia.
MACABRO ESPECTÁCULO
De pronto la conversación se interrumpió. El numeroso público agolpado en los balcones y en la
calzada asistió a unas escenas de película de terror. El perturbado se asomó varias veces al
balcón mostrando uno tras otro los cadáveres de sus hijos, algunos horriblemente mutilados,
con gritos de “¡Los he matado a todos!", "¡Tenía que hacerlo!", "¡Tenía que hacerlo hoy!", "¡Aquí
están, podéis verlos!", "¡Los quería mucho!", "¡Ellos me obligaron!", "¡Lo he hecho para no
matar a otros canallas!”.
El cura ascendió de tres en tres los escalones en un desesperado último intento por evitar el
suicido. Debía tratar de convencerle de inmediato.
Como toda respuesta, un seco disparo. De inmediato los bomberos reventaron la puerta con una
piqueta.
Antonio Grilo, número 3, piso tercero derecha. Desde hace ya bastantes años, en este
domicilio vive una familia que todos ponen por modelo de felicidad. Marido y mujer se
quieren «como si todavía fueran novios», según esta frase que la gente tiene acuñada para
explicar de manera superlativa la unión amorosa de dos personas que contrajeron
matrimonio. Los hijos han bendecido este hogar. Primero, José María Ruiz Martínez y
Dolores Bermúdez Fernández, que estos son los nombres del marido y de la mujer, tuvieron
a María Dolores. Mari Loli, que así era llamada familiarmente, cumplió no hace mucho los
catorce años. Tras ella habían nacido Adela, José María, Juan Carlos y Susana. Es ta, la
benjamina, iba a cumplir los dos añitos próximamente. Adelita tenía doce, y los dos niños,
diez y cinco, respectivamente. El negocio de sastrería del cabeza de familia era próspero y
les proporcionaba ingresos suficientes para que nada faltara en casa. Jamás ningún
extraño escuchó comentario alguno sobre problemas económicos, aunque fueran ahogos
momentáneos de los que se salía con bien al poco tiempo.
¿Qué problemas, entonces, agobiaban a José María Ruiz Martínez? Esta pregunta se la han
hecho infinidad de personas desde la mañana del martes 1 de mayo. ¿Qué le pudo suceder
a José María? ¿Por qué le vino aquel arrebato de locura, aquel fre nesí extraño? ¿Qué
motivaciones movieron sus reacciones psíquicas? ¿A qué puede achacarse que hiciera
todo aquello, que matara a su mujer y a los cinco niños y se disparase luego un tiro? Siete
muertes, una tragedia total. La vecindad de Antonio Grilo, que estimaba a la familia, que la
saludaba día a día, que sabía la inexistencia de problemas en aquel hogar, no cesa de
hacerse pregunta tras pregunta. ¿Puede un hombre volverse loco, perder la razón hasta el
punto de matar a su propia esposa y matar a sus propios hijos, unos niños inocentes a los
que siempre había querido y complacido, para quienes habían sido siempre sus mayores
preocupaciones, sus mejores deseos de prosperar más y más en los negocios, para que
tuvieran cuanto necesitaban?
Sobre las nueve de la mañana del citado 1 de mayo, la calle entera se puso en conmoción.
José María Ruiz Martínez, desde el balcón de su piso, se asomaba a la calle y empezaba a
gritar. No eran sus frases ni sus gestos de un ser normal, de un ser que estuviera en
perfecto uso de sus facultades mentales. Llevaba en brazos el pequeño bulto de uno de los
niños. Luego entró para salir con otro de los hijos. Repetía una y otra vez que había matado
a toda la familia.
-Los he matado a todos. Los quería mucho. Aquí están. Podéis verlos. Lo he hecho por no
matar a otros canallas. A todos los he matado -repetía el hombre, como un desaforado,
como un loco, palabras que no necesitaban mayores comentarios. Solo un loco podía hacer
una cosa semejante.
A las siete de la mañana llamó el señor Ruiz Martínez a la chica, Jua na García, y le dijo
que fuera a la farmacia para buscar ciertos medicamentos. El informe forense habrá de
establecer ahora si para entonces José María había ya matado a su mujer. El fallecimiento
de esta fue causado con un martillo, a golpes. Los cinco hijos, acuchillados. Finalmente, el
hombre se quitó la vida de un disparo en la cabeza. Al balcón había salido llevando una
pistola en la mano, amenazando a todos.
La chica regresó poco después con las manos vacías. A través de la puerta del piso, que
no abrió José María, ordenó a la muchacha que fuera a otra farmacia. El día 1 de mayo fue
fiesta. Era preciso buscar establecimientos de guardia. José María insistió en que la chica
siguiera buscando. No abrió la puerta. No quería, sin duda, que alguien descubriera aún el
trágico cuadro que había en el interior del piso. Minutos más tarde José María aparecía en
el balcón para contar a todos lo que había hecho. Nadie quería creerlo. Solo a la vista de
aquellos cuerpos exánimes pudo certificarse de lo ocurrida. La portera de la casa, doña
Genoveva Martín, estuvo hablando con el inquilino, siempre a través de la puerta del piso.
Esta señora nos ha contado, con palabras emocionadas; un diálogo inusitado, una
conversación que jamás pensó sostener con don José María.
Doña Genoveva marchó con toda rapidez a un cercano convento de carmelitas, donde
apenas podían dar crédito a lo que contaba. Un fraile se apresuró a acompañarla.
El trágico diálogo quedó cortado por una detonación. José María Ruiz Martínez había
cumplido su promesa. Sería recogido con vida, pero fallecería de resultas del disparo.
-Desde hace unos ocho años está aquí la sastrería -nos dice doña Juana Ríos Román, portera de la
finca.
-¿Qué tal persona era el señor Ruiz?
-Jamás se ha tenido una queja de él. Cuando le subía las cartas siem pre me recibía con una frase
amable. Algunas veces traía con él a uno de los niños.
-¿Sabe usted si existían dificultades económicas en el negocio?
-No lo creo. Por lo menos puedo asegurar que cada día se entregaban varios trajes, señal de que
no faltaba el trabajo.
Esto nos aseguran cuantas personas hemos interrogado acerca del particular. Nadie
conocía nada en contra de ello. Para todos la situación económica de la sastrería
marchaba bien, floreciente y acreditada.
-Conocía a esta familia desde hace mucho tiempo -nos asegura don Pedro Sopeña- y nunca pude
sospechar que tuvieran dificultades.
Uno de los posibles móviles del tremendo drama puede quedar, por tanto, desechado.
También, a fuerza de preguntas, hemos podido eliminar otro móvil. No había desavenencias
familiares. Dolores Bermúdez Fernández, de la misma edad que su marido, cuarenta y
cuatro años, fue siempre una esposa ejemplar. También José María fue en todo momento
marido ejemplar. No tenía amistades. Solo conocía el camino desde su casa a la sastrería
y de la sastrería a casa. Su mayor ilusión fue siempre terminar el trabajo diario para
regresar con los suyos.
Sólo queda, por tanto, como causa principal de lo sucedido un ataque de enajenación.
Ahora bien, ¿qué pudo originar, dar principio a esta pérdida de la razón? Difícilmente podrá
saberse nada. Hemos preguntado por el carácter habitual de José María Ruiz. Se nos ha
dicho que era una persona muy nerviosa. Sin embargo, ¿Cuántas personas podrían ser
calificadas con esas palabras, «muy nerviosas»? Son cientos las personas nerviosas en
este mundo y, sin embargo, todas ellas son seres perfectamente equilibrados, seres que no
desencadenan jamás tragedias de la categoría de la que nos ocupa.
Además, ¿a qué se le suele llamar «ser muy nerviosa» una persona? ¿Qué elementos
suelen concurrir para justificar esa calificación, según la forma vulgar de expresarse? El
señor Ruiz era un hombre inquieto. Daba voces cuando estaba enfadado por algo. Claro
está que en seguida aquella excitación se le pasaba y volvía a ser el hombre de siempre,
bien considerado, amante de su familia. Para sufrir una enajenación del tipo que debió
sufrir el señor Ruiz es preciso que concurran otras circunstancias. No basta, sin duda, con
que fuera persona inquieta, hombre al que le alteraban circunstancialmente unos enfados
momentáneos.
Buscando con nuestras preguntas una «explicación» del hecho, si es que acaso estamos
ante un hecho «explicable», hemos encontrado alguien que nos ha ofrecido un dato de
excepcional valor. Un sobrino carnal de la fallecida María Dolores nos ha ase gurado que en
cierta ocasión José María puso su caso en manos de médicos. Consultó a especialistas,
los cuales le hicieron un análisis completo psíquico.
Quizá entre los papeles del señor Ruiz aparezcan ahora los resultados de aquella visita a
unos especialistas. Si es así, se podrán tener a la vista documentos inapreciables para
hallar el origen de un acto. Aunque a estas horas nada importe ya saber los porqués del
mismo. La tragedia se ha consumado y, empezando por los propios allegados, a nadie
interesa ya saber por qué ocurrió la misma.
Hay un dato curioso en la personalidad del sastre Ruiz Martínez. Nos referimos a su manía
quinielística. Cada semana, José María rellenaba cientos de boletos, en espera de que la
suerte le fuera favorable. Resulta imposible determinar el número de quinielas. La mente
baraja cifras a cada cual más diversa, desde las 1.500 a las 7.000 pesetas. ¿Tanta
necesidad tenía el señor Ruiz de «forzar» la suerte y ser favorecido un día con un pleno
único de catorce resultados?
Dijimos antes algunas de las expresiones que, según vecinos que presenciaron la terrible
escena, pronunció José María Ruiz cuando se asomó al balcón de su casa llevando en
brazos a sus hijos, ya sin vida: «Los he matado por no matar a otros ca nallas». ¿A quién
podría referirse? ¿Existen personas a las que José María considerase «enemigos» capaces
de interponerse en su camino? ¿Qué clase de interposición podían hacer? ¿Qué tipo de
enemistad podría ser? ¿Enemistad profesional? Repetimos que el negocio era de todo
punto floreciente. José María Ruiz había iniciado la construcción de una casa en Villalba,
donde la familia pasaba los veranos. ¿Supuso esta construcción algún momentáneo ahogo
económico que hizo perder la razón al hombre? ¿Creyó tener en sus relaciones económicas
o profesionales alguien que deseaba «hundirle»? Sea como sea, el señor Ruiz jamás dejó
de ser animoso. El mayor desastre económico no puede justificar una crisis de tan tre-
mendas consecuencias. En cuanto a que la mente del señor Ruiz inventara un fantasma de
celos, totalmente inexplicable, es tesis que cae por su base desde el primer momento.
Jamás fue, ni ciertamente tuvo para ello el más mínimo motivo, hombre celoso.
Estamos ante una tragedia en la que sólo cabe al periodista hacer la información a la que
está obligado y después, como otro más entre «los hombres de la calle», sentir con ellos
todo lo ocurrido y lamentar la grande, la terrible tragedia que alteró la paz provinciana de
un rincón de Madrid la mañana del 1 de mayo de este año.
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El forense comprobó que todos estaban muertos, y que el fallecimiento se había producido
unas dos horas y media antes, o sea, a las siete y pico de la mañana, y media hora antes el
de la madre de aquellas cinco criaturas. Estas presentaban todas heridas de arma blanca,
y doña Dolores, fracturas completas en la cabeza y en la cara, producidas con un objeto
contundente.
En el detenido reconocimiento hecho en las distintas habitaciones del piso ocupado por el
matrimonio y sus hijos fueron hallados un martillo, un cuchillo de cocina y una pistola cali-
bre 6.35, con la cual el parricida se privó de la vida. Todas estas armas estaban
ensangrentadas, deduciéndose a simple vista que con las primeras José María Ruiz
Martínez había llevado a cabo el exterminio de su familia.
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El sastre de la calle de la Luna
Mientras el gentío estacionado en los alrededores de la casa del suceso comentaba
apasionadamente lo ocurrido y se daban mil versiones a cada cual más disparatada de los
motivos que lo habían provocado, nuestros equipos informativos se trasladaron a la casa
número 16 de la calle de la Luna, donde el parricida poseía en el piso segundo el despacho
de su sastrería.
Hasta aquel lugar ya habían llegado noticias del pavoroso sucedido, y el vecindario, por
escaleras y portal, hablaba con gran angustia del patético final del sastre José María Ruiz
Martínez, al que todos los inquilinos estimaban mucho.
La persona más capacitada de la casa era doña Eulalia Maroto, anciana de sesenta años,
que en época anterior fue portera de la finca, y que conoció al parricida cuando hace unos
ocho años, y mediante un traspaso, se instaló en el citado piso segundo con su negocio de
sastrería. Al poco tiempo de esto doña Eulalia dejó de ser portera para convertirse en
inquilina, y en el piso cuarto habita con sus hijos y sus nietos.
Dicha anciana, conmovida por las noticias que iban llegando, nos explicó:
-Don José María, era una persona muy atenta en su trato. Aquí tenía su taller de corte y
preparación de sastrería, especialmente para servir como contratista a los funcionarios de la
Renfe. Luego venían sastras y se llevaban el trabajo a sus respectivos domicilios. Aquí, además del
citado taller, tenía la sección de contabilidad, servida, según creo, por unos cuña dos, hermanos de
su infeliz esposa. Pueden ustedes asegurar que la cordialidad entre esta y don José María era
completa. Quería entrañablemente a su mujer, la adoraba, según demostraba a los ojos de vecinos
y clientes, y a sus hijos los miraba con verdadera devoción. Aquí todos los años por Reyes
guardaba para sus criaturas los juguetes más costosos, y todo le parecía poco para ellos. Raro era
el día que al terminar su jornada de trabajo no llegaba su esposa y algu no de los pequeños para
ayudarle a cerrar el despacho a fin de retirarse a su hogar. Y siempre al despedirse hasta el día
siguiente tenía una frase de afecto y cariño para los inquilinos que se encontraba por las escaleras.
Nadie en la casa podemos imaginarnos qué ha sucedido en el seno de esa desventurada familia.
Había armonía entre padres e hijos, el negocio que regentaba de sastrería daba la sensación de ir
viento en popa y don José María no era hombre de aventuras ni juergas.
Así se expresa doña Eulalia Chamorro, cuando tercia en la conversación una nieta suya,
joven muy linda y simpática, llamada Consuelo Sanchís Maroto, que con emoción
-pensando en la tragedia de que ha sido eje el sastre- exclamó:
-Yo he sido la última vecina de esta casa que ha hablado con don José María. Fue a las ocho y
media de la noche del lunes 30 del pasado, cuando yo regresaba de mi trabajo. Me lo encontré, en
unión de su esposa y de una de las niñas -creo que era la pobrecita María Dolores-, cuando estaba
cerrando la puerta del piso donde tenían la oficina. Reía por no sé qué estaba diciendo la hija, y al
verme exclamó muy cariñosamente:
-¡Hace tiempo que no te veía, Consuelo! Estás hecha una mujerona, guapa y lucida. ¿De dónde
vienes ahora?
-Pues de trabajar, don José María -respondí, saludando a la señora y la hija,
-¿Dónde trabajas ahora? -me preguntó.
-Aquí, muy cerca, en la calle de San Bernardo -le expliqué.
-Da muchos recuerdas a tu abuela y a tus padres, y me alegro de verte, Consuelito -me respondió.
Y con las mismas, acompañado de la señora y la hija, comenzó a bajar las escaleras, riendo de las
cosas que les iba contando esta última. Se les veía tan contentos, en absoluta armonía. Yo no
puedo creer lo que ha sucedido. Ha debido ser un mal momento, una locura, la que le ha lleva do a
tan terrible fin.
Y esa armonía la pregonan cuantas inquilinas nos vamos tropezando a medida que
bajamos las escaleras de la casa número 16 de la calle de la Luna.
Al salir a la citada vía madrileña, donde era muy popular el parricida, husmeamos por los
establecimientos inmediatos en busca de algún detalle que nos lleve a desenredar esta
madeja de sombras en que se ocultan las causas del drama de la calle de Antonio Grilo.
Con viejos amigos comenzamos a tropezamos en la vía pública, sobre todo en ese tramo
de calle que va desde la de la Madera a la Corredera. Al fin trabamos conversación con un
popular industrial, persona de absoluta solvencia y seriedad, que nos desliza una pista que
pudiera ser interesante para adivinar los motivos de la espantosa tragedia. Como nosotros,
el acreditado industrial, que conocía y tenía en mucha estima al parricida, trataba de
buscar motivos al hecho. Y nos apunta un detalle:
-Yo, desde luego, ignoro si los negocios del señor Ruiz Martínez iban bien. Creo que sí; el
trabajo no le faltaba y su aspecto parecía normal. Sospecho que todo ha sido un arrebato
de locura. Él tenía un temperamento nervioso y un tanto exaltado, pero no hasta el
extremo de llevar a cabo semejante acción. Sobre todo con sus hijos, que de nada podían
ser culpables. Respecto a sus relaciones conyugales, tampoco veo sombras. Era hombre
enamoradísimo de su esposa, que encerraba todo un tesoro de bondad y honradez. Pero
hay algo en que acaso nadie hasta estos momentos se ha dado cuenta. Yo sé que hace
unos meses tuvo determinadas contrariedades, pero creía, alguien me lo dijo, que las
había rebasado. El señor Ruiz Martínez, aun cuando creo que era andaluz, de la provincia
de Almería, estaba muy conectado con el vecino pueblo de Villalba, donde vive su an ciano
padre y una hermana, y en cuya localidad estaba construyendo una gran finca de campo y
recreo. Yo a ciencia exacta no lo sé, pero me parece, por determinados antecedentes que
han llegado a mis oídos, que en el referido pueblo serrano pudiera estar la clave del
misterio de este sangriento sucedido. No estará de más que hagan una excursión a
Villalba, donde acaso perciban ustedes algo interesante.
No hemos querido saber más, y hacia Villalba hemos marchado con toda urgencia. Hay que
ver la forma de desentrañar las causas del drama, que tratan de averiguar la Justicia y los
investigadores policíacos sin descanso desde hace tres días, ya que el enloquecido sastre,
al eliminarse físicamente, se ha llevado el secreto de su desesperación.
_____
Todos los hijos de este matrimonio eran muy queridos, como sus padres, en el pueblo
serrano. Allí tuvieron negocios de construcción de casas y en él tenían sus fincas de
descanso veraniego. Hace alrededor de año y medio falleció la madre, y desde entonces la
salud de su esposo, el anciano don Juan, ha sido muy precaria, ya que según se nos dice,
padece una enfermedad cardiaca.
Pero acaso la figura más popular en Villalba era la del enloquecido sastre, protagonista
hoy del espantoso drama de la calle de Antonio Grilo. Merced a un trabajo intenso en su
negocio de sastrería, los ingresos se fueron acentuando, y José María Ruiz Martínez logró
al fin el sueño dorado de su vida: ser propietario de una finca donde descansar con su
esposa y sus hijos y dejar a estos un bienestar material para el día de mañana. Posible-
mente auxiliado por sus hermanos compró una gran extensión de terreno en el lugar
conocido por Pradillo-Herrero, muy cercano a la carretera y desde luego enclavado en lo
que se denomina Villalba-Estación, ya que está muy cerca de la vía férrea, y donde ya sus
hermanos tenían en propiedad un chalet y una casa de vecinos.
Ya dueño del amplio terreno, José María Ruiz Martínez, hace acaso un par de años, se
decidió a levantar una finca de campo y recreo. Según los entendidos, no eligió muy
acertadamente el lugar del emplazamiento de tal edificación, puesto que renunció a
realizar esta no en un alto magnífico de su propiedad y sí en uno de los extremos de la
misma, más bajo y con peor emplazamiento. Pero era dueño de lo suyo, y como tal
edificaba según su gusto. Se puso en manos de arquitectos y aparejadores, le levan taron
planos y le hicieron presupuestos y empezó a construir. Y aquí comenzaron las inquietudes
y las genialidades -de alguna forma hay que denominarlo- del sastre de la calle de la Luna.
_____
Cuando algún amigo, vecino o conocido del pueblo se permitía darle un consejo o hacerle
una sugerencia, José María Ruiz Martínez, que ya decimos que tenía un temperamento
exaltado y nervioso, exclamaba no sin cierta molestia:
-Como el dinero es mío, yo hago en mi casa lo que me parece más de mi gusto, y el que lo quiera
así, que siga, y el que no lo acepte, que se vaya.
Y como era espíritu al que era difícil satisfacer, fueron muchos los que dejaron de trabajar
en tales circunstancias y los que rechazaban sus ofrecimientos. Le tenían verdadero páni-
co, y algunos le llegaron a tildar de extravagante y maniático. Y esto le dio muchos
quebraderos de cabeza y le produjo ratos muy molestos. El trabajar en las obras de la
finca Los Luceros, como su propietario la tituló, era perder los nervios y el sueño.
Sin embargo, el sastre de la calle de la Luna no daba su brazo a torcer. Continuó inundando
sus terrenos de piedra que costaba un sentido, y modificando a cada momento los planos
primitivos de la edificación con que él soñaba.
En los veranos se trasladaba con la familia a Villalba, y allí, sobre el te rreno, vigilaba
personalmente los trabajos. Se nos asegura que rara era la semana que no surgían
pequeños incidentes con el personal productor, que se veía y se deseaba para agradar al
propietario de Los Luceros. Y cuando terminaba el periodo estival, rara era la semana que
no iba un par de veces, y desde luego, los sábados, domingos y días festivos. Y rara era la
visita del sastre que no llevara aparejada una nueva modificación de las obras. Era
indiscutiblemente un pensamiento tenaz y obsesionante la dichosa finca. Su carácter en
Madrid era plácido, comunicativo y cordial. Pero apenas surgía el tema de la finca en
construcción o realizaba un viaje a Villalba para ver las obras, José María Ruiz Martínez se
transformaba, su temperamento se exaltaba, se tornaba su carácter en agrio y
malhumorado y sus nervios se descentraban y tenía la manía de que nadie quería compla-
cerlo, sin darse cuenta de que muchas de sus genialidades eran imposibles de llevar a la
práctica.
Y así pasaron los tiempos. El sastre de la calle de la Luna había con vertido la edificación
de su propiedad en una manía que le martirizaba y que comenzaba a invadir la paz de su
casa y la tranquilidad de los suyos. Nos consta, nos lo han dicho por distintos conductos,
todos ellas dignos de crédito, que su desventurada esposa, doña Dolores Bermúdez
Fernández, iba con su marido a Villalba con verdadero disgusto y no poca inquietud. Se
daba cuenta de que las dichosas obras terminarían por llevar contratiempos y quebrantos
a su hogar. A las amigas les dijo no pocas veces:
-José María, terminará enfermando con la dichosa finca, y lo peor es que no hay nadie, ni yo, a la
que quiere entrañablemente, que consiga serenarlo. Yo sería muy feliz si lo vendiera todo. Pero así,
como él lleva su deseo, solo será un semillero de disgustos.
Por su parte, su anciano padre no se recató en alguna ocasión, hablando con íntimos de la
familia, de pronosticar:
Acaso todos presentían algo desagradable. Los tiempos, lejos de aplacar al sastre tenaz y
testarudo, agravaron sus manías. Fue cuando al llegar el mes de octubre del pasado año se
suspendieron las obras que se realizaban en la finca Los Luceros. Lo que primero fue un
rumor pronto tuvo confirmación en Villalba. Las obras estaban paralizadas. ¿Por qué razo-
nes? Las ignoramos. No las hemos podido confirmar en nuestra fugaz visita al citado
pueblo serrano. ¿Se trataba de falta de fondos para continuar los trabajos? Tampoco lo
sabemos a ciencia cierta, pero nos inclinamos a creer que otros eran los motivos. Se nos
ha asegurado, y la noticia tiene muchos visos de verosimilitud, que José María Ruiz
Martínez desde hace tiempo había prescindido festivamente de técnicos en la dirección de
los trabajos de construcción, olvidando tercamente que toda obra tiene que tener el
respaldo legal de aquellos profesionales que ante la ley deben ser los responsables de su
buena marcha y respondan en todo momento de las consecuencias que se originen. ¿Es
este el verdadero motivo de tal suspensión? La Justicia hará lo necesario para averiguarlo.
Lo que sí es cierto es que desde que el trabajó quedó paralizado en Los Luceros, el autor de
la espantosa tragedia de la calle de Antonio Grilo no tenía punto de reposo. Sus nervios se
desmadejaban, se agrió su carácter afable y bondadoso, y hablaba de jugarretas que se le
hacían para que él no lograra dar cima a sus deseos de tener una posesión a su libre
capricho y soberano albedrío. Sus viajes se hacían más constantes a Villalba, y muchas
gentes le veían corretear por su finca incompleta, hablando en voz baja, mascullando
amenazas y tildando de «granujas y traidores», no sabemos a quiénes. Precisamente el
pasado domingo estuvo en Los Luceros y alguien le vio contemplando durante largo rato
ensimismado su finca solitaria e inconclusa, para luego pasearse durante mucho tiempo
por los altibajos de Los Luceros, mientras se llevaba las manos a la cabeza. Luego, huraño y
muy pensativo, regresó a Madrid. Durante el día del lunes reaccionó y hasta se mostró
alegre, como nos ha relatado la joven Consuelo Sanchís Maroto, cuando con su esposa y su
hija lo encontró por la noche en las escaleras cuando cerraba su despacho de la calle de
la Luna.
¿Qué pudo ocurrir en el pensamiento de José María Ruiz Martínez en esas horas desde que
llega a su casa hasta que por la mañana surge en el balcón enseñando a las gentes espan -
tadas el cuerpo ensangrentado y sin vida del menor de sus hijitos? ¿Trató su inquieta
esposa dulcemente de hacerle desistir de ir a Villalba, como era su costumbre los días
festivos, temerosa de que se excitara más? No lo sabemos, aun cuando lo sospechamos.
Acaso ocurrió algo muy parecido y el desazonado sastre, en una reacción violentísima y
desesperada, renunció en un momento de cólera a todos sus sueños a costa de la vida de
su fiel compañera y de las de sus inocentes hijos, sin recordar el cariño que siem pre había
tenido como marido y padre ejemplar para la una y los otros.
Lo anterior podía ser el retrato de una típica familia española en los “felices años 60”, extraído de los
comentarios, no siempre elogiosos, que el crítico de cine Fernando Méndez-Leite dedicó a la película
española “La gran familia”, rodada y estrenada curiosamente en 1962[2], el mismo año de los trágicos
sucesos en la C/. Antonio Grilo. Los personajes eran el simpático matrimonio formado por el aparejador
Carlos Alonso y Mercedes, más su numerosa prole y el entrañable abuelo, cuyos nombres me he permitido
cambiar por los de José María Ruiz y Dolores, quienes para sus vecinos, familiares y amigos hasta aquel
aciago 1º de mayo de 1962 respondían perfectamente a lo que debía ser una familia española de bien,
modélica y ejemplar, igual que aquella otra de ficción que el celuloide presentaría unos meses después…
El Suceso
La mejor reconstrucción de los hechos acaecidos por la mañana de aquel día en el nº 3 de la calle Antonio
Grilo se la debemos, como no podía ser de otra manera, al popular semanario de sucesos que fue El Caso,
bien informado gracias a los buenos contactos que tenía con los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado,
unas relaciones tan fluidas que hasta hubo relevantes miembros de la B.I.C. que firmaban colaboraciones
bajo pseudónimo (como p.ej. “SEFERI”, acróstico de Sebastián Fernández Rivas, Comisario de la citada
Brigada). Los lectores habituales que compraron el nº 522, publicado el 5 de mayo de 1962, se desayunaron
con unos titulares inquietantes: “Sastre homicida – A puñaladas y martillazos, asesina a toda su familia”,
“Ante el espanto de los transeúntes, sacó al balcón los cuerpos sin vida de sus hijos”, “Se cree que estaba
enloquecido por no poder terminar un chalet de lujo en Villalba”.
Según declararon algunos vecinos días después, el Sr. Ruíz, se había transformado. Algo
terrible se barruntaba, algo terrible le estaba pasando. Pasaba mucho tiempo sólo y se volvía
cada vez, más histérico e irascible. Estaba cambiando...
José María Ruiz Martínez era un hombre de cuarenta años. Sastre de profesión, regentaba un
establecimiento en la calle Luna, encima de un restaurante de los entonces denominados
económicos, llamado Casa Pascual. El negocio era próspero y rentable, con una notable
clientela, sobre todo fundamentada principalmente en los empleados de RENFE de la cercana
estación de Atocha madrileña. Hacía quince años que había contraído con Dolores Bermúdez
Fernández. Marido y mujer estaban bien avenidos. Fruto de este matrimonio eran cinco
hijos: María Dolores, de 14 años; Adela, de 12; José María, de 10; Juan Carlos, de 7;
y Susana, que no tenía más que 18 meses.
El sastre de la calle Luna a la misma vez que iniciaba los proyectos de construcción y
repentinamente, comenzó a cambiar de carácter. Él mismo, dirigía las obras y sus caprichos y
cambios de parecer le granjearon el antagonismo de albañiles y contratistas. Lo que un día le
parecía bien, al otro le parecía algo detestable. En poco tiempo no halló a nadie dispuesto a
trabajar en la obra, pues mandaba derribar lo que el día anterior se acababa de levantar. Volvía
a casa hoscamente, irascible, muy contrariado, llegando al extremo de ser apremiado por la
propia familia, para recibir tratamiento psiquiatrico. ¿Qué extraños mecanismos comenzaron a
accionarse o a desconectarse en la mente de aquel, en otro tiempo, agradable y familiar
hombre? ¿Cómo se puede traspasar las fronteras de la cordura hasta la más pura locura
homicída en el transcurso de tan sólo un par de meses?
Lo único que se pudo saber aquella fatídica mañana del 1 de mayo, fue que a las siete y
media, José María Ruiz, desperto a la sirvienta, Juana García, mandándola a la farmacia en
búsqueda de unos medicamentos. La chica volvió a la media hora, aludiendo que todas las
farmacias estaban cerradas al ser festivo, la reacción de sastre fue mandarla a la farmacia de
guardia. Quería estar solo. Su delirante mente hundida en una profunda enajenación mental le
impulsaba a consumar un siniestro propósito. El holocausto de toda su familia.
Lo que pasó en el piso antes de que José María Ruiz se asomara gritando al balcón, con el
cuerpo de uno de sus hijos en los brazos, se pudo reconstruir con el auxilio del informe del
forense y de las diligencias que los funcionarios del Cuerpo General de Policía, así como
el Juez de Guardia, instruyeron.
Psiquiatras eminentes opinaron que el sastre, obsesionado por las supuestas dificultades
problemas y contratiempos que una y otra vez le proporcionaba la construcción de su chalet,
debió despertarse aquella mañana con la monstruosa idea de matar a su familia. En su
desequilibrado cerebro debieron de bailar miles de enemigos inventados en el delirio y como
amaba entrañablemente a su mujer e hijos, no quiso abandoarlos a este infortunado mundo
sufriendo, Dios sabe, que fantásticas, que desquiciadas, pesadumbres.
Un último dato de lo más inquietante y que hace pensar en retorcidas y malignas coincidencias,
en oscuras y predestinadas sincronicidades. El edificio número 3 de la calle Antonio Grilo, tenía
ya por aquel entonces un puesto destacado en la historia de la crónica negra madrileña. El 5 de
noviembre de 1945, en el piso 1º derecha, el propietario e inquilino de la susodicha vivienda, un
camisero de 48 años llamado Felipe De La Breña Marcos y natural de Puente del Arzobispo,
provincia de Toledo, fue hallado cadáver. Le habían golpeado con un candelabro y
posteriormente le habían estrangulado hasta la muerte. El móvil fue aparentemente el robo,
pues la casa se hallaba revuelta, patas arriba. La Policía nunca pudo identificar y detener al
autor de la asesinato del camisero de la calle Antonio Grilo. El crimen quedó impune.
El parricida se asomó al balcón mostrando uno tras otro los cadáveres de sus hijos.
El piso era un enorme charco de sangre. En el dormitorio del matrimonio, la esposa en la cama
con la cabeza abierta a martillazos; junto a ella, en un moisés, una criatura de dos años
degollada. En el cuarto de baño, una chica de 14 años tendida en el suelo con un balazo en la
garganta. En una habitación interior, otra niña, de 12 años, fallecida de forma similar. Y en una
estancia, que daba a la calle, dos vástagos, de cinco y diez años; el primero con un disparo y el
otro con el cuello cortado a cuchilladas.
Su carácter fue empeorando. Hasta que decidió poner fin a la vida de todos. Ideó una excusa
para alejar a la criada del escenario de la tragedia. La envió a una farmacia. Después emprendió
la matanza. Los disparos los efectuó con una pistola Walther calibre 6’35, no registrada. Utilizó
también un cuchillo de cocina.
Los motivos: variados y a cual más desconocido. Llevaba tiempo obsesionado por el anómalo
desarrollo de la construcción de su casa serrana. Creó en su mente una serie de enemigos
imaginarios que le acosaban, según los especialistas que analizaron su comportamiento.
Amenaza que se extendía a su familia, por lo que decidió matarlos a todos para ahorrarles
sufrimientos.
Por aquel tiempo un grupo de aficionados a la ufología empezó a recibir una serie de llamadas
telefónicas, seguidas muchas veces del envío por correo de informes mecanografiados. Versaban
sobre diversos temas, principalmente eruditos, destacando por su elevado nivel expositivo y
ausencia de contenido mesiánico. Datos y contenidos de tipo astronómico y geológico, cálculos
matemáticos, fórmulas científicas, avances tecnológicos y otras materias.
Los autores, que afirmaban proceder del lejano planeta Ummo, decían haber llegado en tres
naves discoidales para investigar a los humanos: costumbres, hábitos, culturas, lenguaje, etc.
Describían las características de su astro y forma de vida de su sociedad. Al parecer, una de estas
cartas enviadas la recibió José María Ruiz, que se empezó a interesar por dicho fenómeno
ufológico.
Hizo llegar escrito al profesor José Luis Jordán Peña, uno de los fundadores de la Sociedad
Española de Parapsicología y principal divulgador del tema Ummo. Fue leído en una de las
célebres reuniones que se celebraban en los bajos del café Lyon, en una estancia denominada 'La
Ballena Alegre', encabezadas por el investigador Fernando Sesma, creador de la Sociedad de
Amigos de los Visitantes del Espacio.
Se ha pensado que el sastre después pudo temer la invasión de dichos seres extraterrestres y
decidió matar a los suyos para salvarles de males mayores. Investigadores de lo desconocido han
profundizado en su personalidad, llegando a las hipótesis más dispares.
Los aficionados a temas paranormales la consideran como una casa maldita, que arrastra un
maleficio. Se han hecho psicofonías, güijas y otro tipo de experimentos en el inmueble para
detectar la posible presencia de entes extraños. La realidad es que ninguno de los residentes en
el mismo ha observado nada raro al respecto.
Edificado en el año 1859, su entorno también figura dentro del capítulo de crónica negra. Justo
enfrente, en la parte que da a la travesía de las Beatas, estaba el puticlub Barra Americana, que
ha funcionado hasta hace un tiempo, donde alternaba Jarabo cuando su cuádruple asesinato. El
parpadeo del letrero verdirrojo y unas furcias entradas en carnes constituían el imán para el
famoso pendenciero. Era cliente ocasional de las cafeterías Napoli, en la esquina con la calle de
San Bernardo, y de Dos Passos, muy próxima, donde tomó sus últimas copas en libertad. Horas
más tarde sería detenido. El patíbulo le esperaba.
Y debajo de dicho local de alterne, casi al lado, una cueva en la que se habían depositado un
centenar de fetos. Hace unos pocos años, a causa de unas obras en lo que había sido una bodega,
se descubrió una antigua clínica clandestina de abortos.
Una calle, Antonio Grilo, muy corta de extensión pero que ha sido escenario de varios asesinatos
y truculentos sucesos en los tres edificios que la componen. La muerte sangrienta ha rondado
esta zona del corazón de Madrid, edificada sobre un terreno en el que estuvo en el siglo XVI el
beaterio de Santa Catalina de Sena y en el que había un camposanto. La violencia de los vivos ha
alterado la paz de los muertos.
El Jack el Destripador de Almería que
mató diez veces y se desvaneció en la
niebla
Un misterioso psicópata asesinó entre 1988 y 1996 a 10 prostitutas en la provincia andaluza, sin que
la Policía lograra detenerle.
21 agosto, 2016 03:00
1. ALMERÍA (PROVINCIA)
2. JACK EL DESTRIPADOR
3. EL CASO
4. SUCESOS Y ACONTECIMIENTOS
5. ASESINATOS
6. EL EJIDO
La única diferencia es que en la capital inglesa tanto la policía como la prensa difundieron
ampliamente lo que estaba ocurriendo para tratar de darle caza. Aquí, en cambio, se ha mantenido en
secreto pese a que este depredador ha liquidado al doble de mujeres que su colega de las islas
británicas.
Sus andanzas se iniciaron en 1988, a los cien años justos de the Ripper. El Jack de tierras andaluzas
estrangulaba y después despeñaba a sus víctimas. Los cadáveres fueron apareciendo uno tras otro,
espaciados en el tiempo. Así hasta diez, por lo menos. Un exterminador que continúa en libertad.
PÁNICO EN LAS CALLES
Comienzan las muertes. Un chatarrero halló en una cuneta del término municipal de Purchena el
cuerpo de una mujer, con camiseta deportiva roja y zapatos del mismo color, de unos 30 años de
edad. Mostraba diversos golpes en la cabeza y cuello. Había sido trasladada de lugar tras el asalto. Sin
identidad. No existía ninguna denuncia de desaparición y se pensó que trabajaría en algún puticlub.
Ángel A. Vico
El presidente de México renunció con alardes a vivir en Los Pinos y al avión presidencial, pero ahora reside en un
palacio virreinal. Así es Los Pinos, la lujosa residencia en la que vivió Peña Nieto
Diez meses más tarde en otro arcén, en Vélez-Rubio, un pastor encontró al alba, cuando iba a cruzar
la carretera con su ganado, el cuerpo desnudo y sin vida de María del Carmen Heredia, de 24 años. La
vieron por última vez a las cuatro de la mañana en una avenida del Zapillo, barrio de la capital muy
frecuentado por las trotonas de la noche.
La versión oficial, facilitada a los medios de comunicación, era que había fallecido por sobredosis o
adulteración de narcóticos. Pero la autopsia fue concluyente: estrangulada. También el fiambre había
sido transportado después del crimen.
A las tres semanas apareció asfixiada otra colega. Fue descubierta en los acantilados del Cañarete, en
la carretera de Aguadulce. Era Carmen Dolores Sandmeyer, de similar edad, hija de alemán y
española. Como en el crimen anterior, estaba tirada boca arriba, desnuda y con un fuerte hematoma
en el cuello. Había sido arrojada desde la carretera. Ninguna huella o pista reseñable por los
alrededores. Ejercía en la zona del Zapillo.
Lógicamente se creó un clima de miedo entre las profesionales del sector. Algunas se retiraron
temporalmente, otras se desplazaron a otras provincias para continuar trabajando sin miedo. A las
que no les quedó otro remedio que seguir haciendo la calle en Almería, adoptaron el máximo de
medidas de seguridad.
Las investigaciones policiales continuaban cerrándose en poco tiempo. Incluso, para quitarle hierro
al asunto, desde fuentes oficiales comentaban que podía tratarse de ajustes de cuentas por tráfico de
drogas o trata de blancas.
Nada más lejos de la realidad. Un asesino en serie había empezado a operar impunemente. Así, un
par de meses más tarde dos agricultores toparon en la zona de Punta Entinas con una joven en
avanzado estado de descomposición. Tan sólo llevaba puesto un sujetador rojo. Su aspecto se
ajustaba al prototipo de las otras fallecidas. La causa de la muerte, un tremendo golpe en la sien. De
identidad desconocida, también ejercía el oficio más antiguo del mundo.
La muerte de las prostitutas no causó la suficiente presión social para que se acentuaran las investigaciones.
Casi medio año más tarde, otro hallazgo. Nuevamente en Almerimar. Los albañiles que estaban
construyendo una urbanización descubrieron en un talud el cuerpo desnudo de una joven. María
Jesús Muñoz, la Tamara, de 28 años, otra conocida profesional. La habían arrojado desde más de 40
metros de altura.
La población empezó a denominarlo “el psicópata” del Zapillo”. A las autoridades no les quedó otro
remedio que aceptar la posibilidad de que existiera un único criminal. Se puso en marcha la
Operación Indalo.
El nombre se escogió porque el primer cadáver apareció muy cerca del lugar donde fue hallada la
pintura que hace referencia al patrón de la ciudad de Almería: San Indalecio. Se creó el perfil físico y
psicológico del serial killer.
Término acuñado por Robert K. Ressler, coronel del FBI, que ayudó a crear la unidad forense que
destripa la psicopatía de este tipo de predadores. Como tal se considera a quien mata a tres o más
personas en un intervalo de tiempo de un mes o más. Entre cada crimen suelen dejar un período de
enfriamiento. Los asaltos suelen seguir un patrón determinado y, a menudo, las víctimas comparten
un perfil similar.
María Leal, de 22 años, estaba encinta, y tenía una niña. Su zona de alterne, también el Zapillo. Una
compañera la vio por última vez de madrugada cuando subía a un coche grande, de color azul oscuro
y con un alerón trasero abollado. La Policía vigiló a un sospechoso cuyo vehículo respondía al
descrito, aunque finalmente no se le pudo detener por falta de pruebas sólidas que condujeran a su
imputación.
Medio año hasta que se produjo otro asalto. Un agricultor encontró, junto a un camino de
invernaderos en El Ejido un cuerpo semienterrado. Se trataba de la marroquí Khadija Monsar, la
Katty, de 25 años. Tan sólo llevaba puesto el sujetador de color rojo. Muerta por estrangulamiento.
Fue vista por última vez a las cuatro de la mañana en compañía de un individuo que había contratado
sus servicios.
Zonas donde actuó el asesino.
Transcurrió un año hasta que apareció en la capital otra mujer sin vida. Nadia Hach Amar, de 22
años, nacida en Melilla, fue descubierta desnuda y estrangulada junto al campo de fútbol de la
barriada de Los Ángeles. Sus ropas estaban dispersas a 20 metros. No había ni una gota de sangre,
por lo que había sido trasladada de sitio tras el óbito. Se movía en los ambientes de prostitución
callejera, especialmente en el Zapillo. Hubo varios detenidos, pero no se consiguió aclarar nada.
Veinte meses después unos pescadores hallaron a una mujer estrangulada en una sima, entre
Aguadulce y la capital. Fue identificada como Aurora Amador, de 24 años, conocida ramera. Estaba
desnuda, con un fuerte golpe en la cabeza y el cuello partido.
En esta ocasión funcionó en parte el protocolo de seguridad que siguen las que hacen la calle.
Consiste en que, cuando alguna marcha con un desconocido, apuntan el máximo de detalles
posibles: matrícula, modelo y color del vehículo, apariencia física del cliente, posible destino para la
coyunda...
Dos compañeras la vieron en el parque Nicolás Salmerón cuando montaba en un Opel Corsa, gris
metalizado, de tres puertas. El número y letras finales de la matrícula eran 5 y AB. "¡Ya lo tenemos!,
es nuestro…", exclamaron eufóricos los investigadores.
Fue interrogado por la Guardia Civil bajo la acusación de ser el autor de cinco muertes. Aunque
reconoció haber estado esa noche en Almería, con motivo de la Semana Santa, negó que hubiera
contratado a ninguna meretriz. El juez no consideró que existieran suficientes pruebas que lo
inculparan, ni siquiera para intervenirle el teléfono. Además, desde Madrid llegaron órdenes para
que se dedicaran a trabajar en otro caso. Dicho expediente pasó a empolvarse en los archivos.
Hubo más muertes. Mónica García, una cuarentona barcelonesa que ejercía en las calles almerienses,
fue encontrada sin vida en un descampado. Muy próximo a donde se halló asesinada a Nadia Hach.
Le habían destrozado el rostro y el cráneo con una piedra.
Se iniciaba la caza. Bautizaron al objetivo como el Asesino de los Barrancos, por los lugares donde
arrojaba los occisos.
El miedo seguía latente entre las mujeres de la calle. El peligro acechaba tras cada esquina, dentro de
cada automóvil que rondaba determinadas zonas. Hubo más crímenes, aunque no todos parecían
llevar su sello.
La prensa local seguía con su acostumbrado mutismo al respecto. Tan sólo El Caso insistía en ello,
titulando a toda página: "Un psicópata siembra el pánico entre las prostitutas". Las profesionales de
la noche expresaban su temor: "Estamos viviendo una de las peores pesadillas de nuestra vida, ya que
hemos visto cómo nuestras compañeras han sido brutalmente estranguladas y no sabemos si nos
puede tocar a alguna más. Vemos asesinos por todas partes".
Portada de El Caso del 16 de septiembre de 1989.
Los investigadores descalificaban, como tantas veces, las informaciones de este semanario,
denominándolo despectivamente “el periódico de las porteras”. Por cierto, a los dos meses de que
publicara dicha información el director, Joaquín Abad, era tiroteado en plena calle por dos sicarios, a
los que se impuso una fuerte condena de prisión. Detrás se encontraba el famoso capo de la
narcoprostitución almeriense Juan Asensio, asesinado posteriormente cuando se encontraba en
libertad condicional.
El común denominador de todas las víctimas era un conjunto de peculiaridades físicas muy
concretas. Perfil: delgadas, morenas, pelo rizado, de unos 25 años, con una altura de alrededor de
1’50... Dado que le gustaban de tez oscura, ponía sus ojos sobre todo en moras, gitanas y otras de piel
atezada. Procedentes de familias desestructuradas y ambiente marginal, ejercían en la calle y casi
todas eran toxicómanas.
Eran contratadas en puntos solitarios y, tras mantener relaciones sexuales, morían por asfixia o golpe
en la cabeza y, en algún caso, por ambas causas. Aparecieron mayormente en el fondo de quebradas y
precipicios. Las que estaban desnudas mantenían parte de la lencería y zapatos de color rojo o negro.
"Cogía a las chicas de noche, preferentemente en sábado o domingo. Luego, una vez violadas y
asesinadas, las tiraba a barrancos cercanos a la carretera", recuerda uno de los inspectores del Grupo
de Homicidios de la Policía Judicial.
Mujeres vulnerables sin arraigo familiar, estigmatizadas por la sociedad y refugiadas en el marco de
los estupefacientes, cuya muerte no causó la suficiente presión social para que se acentuaran las
investigaciones. La queja de las profesionales era que todo hubiera sido muy diferente si las
damnificadas pertenecieran a clase social elevada, lo que hubiera causado fuerza mediática y mayor
dedicación policial.
No les faltaba razón a la vista de los resultados. De todos modos hay que reconocer la escasa
colaboración que las meretrices prestan habitualmente a la policía aquí y en todas partes del mundo.
Diez años después de que cesaran los crímenes fue detenido el camionero Volker Eckert. Habida
cuenta de que en alguna ocasión había llevado frutas y hortalizas almerienses hacia Holanda o
Alemania, se pretendió cargarle la autoría. Solución fácil, pero quedaba descartada porque varias de
las víctimas fueron vistas por última vez cuando montaban en coches particulares, no en vehículos de
transporte. El depredador alemán las contrataba en carretera, nunca en núcleos urbanos, y además
las fechas de los asaltos no coincidían con las de sus trayectos por la zona del sudeste peninsular.
Habría que aplicar el principio de Locard: "Cuando alguien entra en contacto con otra persona o
lugar, algo de esa persona queda detrás y algo se lleva con ella". Aunque en este caso no se ha
encontrado ningún rastro que conduzca a su detención. Quizá porque no se ha buscado debidamente.
Demasiadas muertes violentas y demasiados casos irresolutos. De ahí tanto mutismo oficial
interesado. Hasta se piensa en aviesos motivos ocultos porque el caso pudiera salpicar a alguna
personalidad, a gente importante. Impera el secretismo.
"Quizá fueran por ahí los tiros. En Almería estaban acostumbrado a no investigar determinados
temas, como sucedió con el mafioso Juan Asensio", me dice Joaquín Abad, director de El Caso y del
diario La Crónica. Situación que padeció en sus carnes y estuvo a punto de costarle la vida.
La identidad de este nefario continúa siendo un misterio. Tan solo un nombre en la historia de los
crímenes sin esclarecer.
Una temible fiera que quizá permanezca todavía en plan silente. Y que puede reaparecer a la llamada
de la sangre. Todo un Jack a la española.