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les faules
Las fábulas, narraciones protagonizadas principalmente por animales, forman
TIEMPO DE CLÁSICOS
ISBN: 978-84-9825-499-0
Depósito legal: B-28.816-2011
Printed in Spain
Impreso en Índice, SL
Fluvià, 81-87 – 08019 Barcelona
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–¡Buenos días, querido primo! Te encuentro la mar de
bien. ¡Qué hermoso y lustroso estás! Señal de que te vie-
nen bien dadas y no te falta de comer. En cambio yo, ya lo
ves: por la pinta se conoce que llevo muchos días sin pro-
bar bocado. Si no es mucho pedir, te agradecería que me
contases cómo lo haces, a ver si puedo hacer lo mismo yo
y salgo del triste aprieto en el que me encuentro.
Al perro, que era un buenazo, lo halagaron mucho las
amables palabras del pobre lobo, y le dijo:
–Pues, mira, si quieres, comer hasta hartarte haciendo
lo mismo que yo no es tan difícil como parece; al contrario,
es lo más fácil del mundo. Olvídate de esa vida de perdi-
ción que llevas en el bosque y la montaña y ven al pueblo;
no será difícil encontrar un buen amo que quiera llevarte
a su casa. Te dará un buen lecho de paja y todas las sobras
de la mesa y dejarás de andar por ahí muerto de hambre.
Al lobo se le hacía la boca agua.
–¿Y qué tendría que hacer yo a cambio? –preguntó–.
Porque, según tengo entendido, nadie da nada por nada.
–¡Bah! En resumidas cuentas, poca cosa –respondió el
perro–: guardar la casa y, cuando algún mendigo o vaga-
bundo se acerque demasiado, espantarlo enseñando los
dientes. Y, si hay niños pequeños en la familia, dejar que te
acaricien el lomo, que te hagan cosquillas en la coronilla o
que te tiren un poco de las orejas. Además, en ese caso, te
caen las mejores tajadas y gozas de unos privilegios que
ni te lo imaginas.
El lobo no necesitaba saber más. Nunca se le había ocu-
rrido que algunos animales pudiesen llevar una vida tan
regalada. ¡De haberlo sabido antes…! Tan halagüeña pers-
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pectiva terminó de convencerlo y echó a andar al lado del
perro en dirección al pueblo más cercano, a ver si encon-
traba quien lo quisiera para guardar su casa. Pero enton-
ces se fijó en que el perro, a pesar de su lustroso pelaje,
tenía en el pescuezo una franja toda pelada.
–¿Qué te ha pasado ahí, en el pescuezo? –le preguntó,
muy intrigado.
–¡Eso no es nada! –dijo el perro sin darle importancia.
–¿Cómo que nada? –insistió el lobo.
–¡Te digo que no es nada!
–Algo ha de ser –repitió el lobo.
–Pues, resulta que por la noche tienen la costumbre de
ponerme un collar y atarme con una cadena, para que no
me mueva ni me vaya a dar una vuelta –explicó el perro,
como si fuese lo más natural del mundo.
–¿Que te ponen un collar y te atan con una cadena?
–dijo el lobo, girando al punto sobre sus talones–. Eso sí
que no me lo esperaba. Oye, mira, los collares y las cade-
nas no me convencen, conque yo me vuelvo al bosque, a
lo alto de la montaña. Prefiero vivir libre y hambriento que
atado y harto.
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El cuervo y la zorra
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le cayó. La zorra, que no esperaba otra cosa, dio un salto y
lo atrapó en el aire.
–Querido amigo –le dijo al cuervo, para rematar–, ha-
béis de saber que los aduladores viven a costa de quienes
se ufanan con los elogios. Creo que tan buena lección bien
vale este trozo de queso.
El cuervo se quedó con un palmo de narices y, aunque
para el queso ya era un poco tarde, avergonzado, se pro-
metió no volver a caer nunca más en una trampa seme-
jante.
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La liebre y la tortuga
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La verdad es que la liebre, con cuatro saltos de los que
daba cuando la perseguían los galgos, podía llegar la pri-
mera a la meta sin ningún problema, aunque, si lo hubie-
se hecho así, el concurso no habría tenido emoción. Sin
embargo, como no vio necesidad de apresurarse, antes de
echar a correr, se detuvo a almorzar en un prado de hier-
ba tierna y jugosa que había por allí. Tan pronto como se
hubo llenado la tripa con el delicioso manjar, le entró un
sueñecito muy dulce y se puso a echar la siesta tan rica-
mente. «Luego, cuando me despierte», se dijo, «me dará
tiempo de sobra a alcanzar a la tortuga y la adelantaré
antes de que ella aviste siquiera la fuente del Diablo.»
La tortuga, por su parte, sin perder un momento, echó
a andar poco a poco, a su paso lento y pesado, una pati-
ta tras otra, sin detenerse a descansar ni a recuperar el
aliento. Sudaba lo suyo, desde luego, pero no aminoró la
marcha.
Entretanto, la liebre, después de la siestecilla, corta
pero reparadora, se entretuvo escuchando los cuchicheos
de las urracas y las abubillas. ¡Contaban cada cosa! Total,
que, como era una guasona (le venía de familia), se divirtió
de lo lindo. Al cabo de un rato pensó, y con razón, que su
contrincante debía de estar a punto de llegar a la meta. Y
entonces sí que salió disparada como una flecha, dispues-
ta a recuperar el tiempo perdido tan imprudentemente.
De todas maneras, por más que se esforzó, ya no pudo
hacer nada, porque, mientras ella, la velocísima, se dedi-
caba a comer, a dormir y a rascarse la tripa, la tortuga,
con su famosa lentitud, le había sacado una ventaja tan
grande que consiguió llegar la primera a la fuente y ganó
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la apuesta, aunque, eso sí, por los pelos y sudando a ma-
res. ¡Quién lo habría dicho! Pero así fue como sucedió y la
liebre, que ya tiene de por sí un buen palmo de orejas, en
aquella ocasión se quedó además con un buen palmo de
narices.
Por eso se dice que las cosas deben hacerse sin prisa,
pero sin pausa.
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Las dos ratas y el mono
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