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Esta fue, quizás, la mentira más sentida hasta hoy, porque, contando
esta historia me encontré haciendo el duelo por la pérdida de mi hermano, mi
gemelo. Había creado mi primer personaje creíble, y mi personaje me había
herido.
Más tarde reconocí que alrededor de esa época (yo tenía diez), el que yo
había sido estaba muriendo, y que estaba volviéndome lentamente el gemelo
que había muerto, o se había ido a alguna otra, mejor ficción.
Muchas de mis mentiras desde entonces, por las que me pagan, han
sido acerca de aquellos secretos, trágicos gemelos y sus otras vidas. Las vidas
que soñamos, y sólo recordamos a medias luego del primer impacto del día.
¿Así que cómo podía yo, más que nadie, dudar de la existencia del
hombre en el cielorraso?
Al menos, él decía que no. Él decía que nunca lo vio. Nunca tuvo
terrores nocturnos. Nunca vio las moléculas de los troncos de los árboles
moviéndose y sintió las distancias entre las partes de sí mismo.
Yo creo que él creía, sin embargo, y tenía demasiado miedo como para
nombrar lo que veía. Creo que pensaba que si no lo nombraba no sería real. Y
entonces, creo, el hombre en el cielorraso lo agarró hace tiempo.
Despierta.
Alguien en la habitación.
Dormida. Soñando.
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Alguien en la habitación.
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Ni dormida ni despierta. Un estado de conciencia mitad-de-la-noche
que no es hipnagógico, tampoco. Meta-vigilia . Meta-sueño. Consciente ahora
de cosas que están siempre ahí, pero en la luz del día están oscurecidas por
pensamientos y planes, juicio e imprecisiones, palabras y preocupaciones y
obligaciones y sensaciones, y a la noche por sueños.
Alguien en la habitación.
Pero lo convertimos en nuestro trabajo, Melanie y yo, abrir nuestros ojos y ver
quién está ahí. Para ver quién está ahí y nombrar a quien está ahí.
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justa para descolgarse como un mensaje desde lo eterno. Para encontrar
demonios. Para encontrar los ángeles.
“¿Mamá?”
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Joe, que nunca conoció a Anthony, sueña con Anthony muriéndose.
Hace duelo por Anthony. Esta conexión me parece maravillosa, y un poco
atemorizante.
Nunca tuve miedo de morir, antes. Pero eso cambió después de que el hombre
en el cielorraso bajó. Ahora veo su sombra impresa en mi piel, como una
marca, y pienso en morirme.
Eso no quiere decir que sea infeliz, o que la sombra arrojada por el
hombre en el cielorraso sea una sombra de depresión. No puedo soportar a la
gente sin sentido del humor, ni puedo tolerar esta especie de fascinación
morbosa en las maneras y la coloración de la muerte que se muestran aún entre
la gente que dice que disfruta mi trabajo. Nunca creí que la literatura de terror
sea simplemente acerca de fascinaciones morbosas. Considero esa actitud
estúpida y aburrida.
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El hombre en el cielorraso le da un filo a mi vida. Me pone intranquila;
me aflige. Y sin embargo también me llena de asombro por lo que es posible.
Me avergüenza con sus vistazos dentro de la oscuridad de la crueldad del alma
humana, y me conmociona cuando veo pizcas de mi propia cara en la suya. Él
alienta una reverencia cuando contempla la inevitabilidad de mi propia muerte.
Y me sacude con furia, pena, y miedo.
Bajé la mirada hacia Melanie durmiendo a mi lado. Podía ver las garras
de Cinnabar punzando la sábana y aún así Melanie no se despertó. Me incliné
sobre ella entonces para ver si podía convencerme de que respiraba. Melanie
respira tan superficialmente durante el sueño que la mitad del tiempo no puedo
distinguir si esta respirando en absoluto. Así que no es inusual encontrarme
posicionado sobre ella en mitad de la noche, como una ansiosa gárgola
envejeciendo, esperando para ver el ascenso y caída de las mantas que me hagan
saber que todavía está viva. No sé si este es un comportamiento normal o no—
nunca antes lo discutí realmente con nadie. Pero no importa cuán seguido
observo a mi esposa así, y espero, no importa cuán seguido veo que sí, ella está
respirando, todavía me encuentro considerando qué haría, cómo me sentiría, si
esa milagrosa respiración de hecho parara. Cada vez me preocupo con una
rutina imaginada de intentos fallidos de revivirla, de volver a meter la
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respiración adentro, de frenéticas llamadas a la noche tarde a cualquiera que
pudiera escuchar, rogándoles que me digan que debería hacer para volver a
meter la respiración adentro. Sería mi culpa, por supuesto, porque había estado
mirando. Debería haberla observado más cuidadosamente: debería haber sabido
exactamente qué hacer.
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Lo imagino trepando hasta la cama de mi hija más chica, estirando sus
flacos dedos negros y como una navaja entran en su cráneo para que él pueda
cambiar las cosas ahí, cambiar de lugar las cosas, plantar ideas que puedan
florecer—mortales o curativas—en los años venideros. Ella tiene siete años, y
es una artista. Ya sus cuadros son pensados y detallados y no tiene miedo de
arriesgarse: gatos con forma de corazones, gente con pelo como plumas, rosas
hechas enteramente de arcos concéntricos. ¿Tiene el hombre en el cielorraso
algo que ver con esto?
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Cada noche desde esa primera noche en el hombre en el cielorraso se
bajó, lo he seguido cada tarde de esta manera: en mis sueños, o incorporado en
la cama, o descansando en una silla, o posicionado enfrente de la pantalla de
una computadora tipeando obsesivamente, esperando que se revele a sí mismo
a través de mis palabras.
Nuestra hija adolescente tiene terrores nocturnos. Yo sospecho que siempre los
tuvo. Cuando llegó a nosotros, una pequeñita y aterrada niña de siete años, creo
que los terrores estaban en todos lados, noche y día.
Nuestra hija quería algo vivo con qué dormir. Los gatos la traicionaron,
no estarían confinados en su cuarto. Entonces le conseguimos un perro. Ezra
estaba abandonado, también, o perdido y nunca encontrado, y está mucho más
preocupado que ella, lo que no creo que ella haya creído posible. Él duerme con
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ella. Él duerme bajo las mantas. Él dormiría en su almohada, cubriendo su cara,
si ella lo dejara, y ella lo dejaría si pudiera respirar. Ella dice que la dama no ha
venido ni una vez desde que Ezra ha estado aquí.
Yo sé que la mujer al lado de la cama de mi hija es real, pero esto no es algo que
he decidido compartir con mi hija todavía. He visto a esta mujer en mis propios
terrores nocturnos cuando era un adolescente, así como he visto el diablo en mi
habitación una noche en la forma de una cabra gigante, casi dos metros de alto
a la altura de los hombros. Me senté en mi cama y observé el cuerpo de la cabra
desaparecer despacio, una capa de pelo y piel por vez, dejando ojos gigantes,
inyectados, humanoides, los ojos del diablo, suspendidos en el aire donde
permanecieron por varios minutos mientras yo jadeaba buscando un grito que
no vendría.
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medio de este terror nocturno y estoy frenéticamente usando poderes de la
imaginación que ni siquiera estoy seguro de que me corresponde organizar sus
piezas y hacer que todo resulte de la manera en que debería, o al menos de la
manera en que creo que está destinado.
Siempre me pone fastidioso que me pregunten “de qué se trata” una historia, o
quiénes “son” mis personajes. Si pudiera decírtelo, no tendría que escribirlo.
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A menudo escribo acerca de gente que no entiendo. Maneras de estar
en el mundo que me desconciertan. Quiero saber cómo la gente ubica las cosas,
qué se dicen a sí mismos, cómo viven. Cómo se nombran ellos mismos a sí
mismos.
Amor pervertido.
Amor impotente.
Por eso escribo, también. Para estar disponible para los avances en la
dimensión de lo divino. Que suceden en el mundo todo el tiempo.
Me casé con Melanie porque ella usa palabras como “divino” y “trascendente”
en la conversación cotidiana. Amo eso de ella. Me asusta, y me avergüenza a
veces, pero aún así amo eso de ella. Yo era un hombre reservado y asustado,
quizás como la mayoría de los hombres, cuando la conocí. Y ahora a veces
incluso palabras como “trascendente”. Todavía estoy trabajando en lo de
“divino”.
2 Ojo, alguno de los dos es “odio”? Porque me suena raro, me debo haber
equivocado, no tengo el libro.
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Una noche lo seguí hasta una esquina alejada de nuestro altillo.
Aparentemente acá es donde dormía cuando no estaba aferrado a nuestro
cielorraso o acechando en los cuartos de nuestros chicos. Se había hecho un
nido con fotos viejas masticadas y sus emulsiones escupidas como una pasta
para mantener unidos pedazos de ropa que ya quedaba chica y el relleno
destripado de los muñecas y osos de peluche desechados. Yacía enroscado, sus
grandes lados oscuros jadeando.
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Hay tantas historias para contar. Podría contar esta historia:
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Melanie consideró darle un pañuelo, sermoneándola acerca de la
seguridad de los niños, aún—ridículamente—llamar a servicios sociales. Pero
esa era su parada. Enfurecida, siguió a la mujer con el pelo blanco hasta los
hombros por los escalones y hacia la tarde, que estaba teñida de durazno y
púrpura y gris por la caída del sol de dudoso origen y, no menos bellamente,
rojo y blanco del cartel de Camino Seguro.
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blanco nunca intercambiaban palabra. Quizás algún día ella pensara cómo
empezar una conversación. No esta noche.
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El hombre en el cielorraso empieza a devorar nuestros muebles un
pedazo a la vez, batiendo sus grandes alas de conglomerado con frenesí
orgásmico, liberando pequeños regalos de putrefacción en el aire.
Un año Steve le había dado una tarjeta de San Valentín de cinco pies de
largo y tres de alto con una enorme bandada de pingüinos, todos iguales, y de
entre la multitud dos de ellos con corazones rosas sobre sus cabezas, y la
leyenda: “Estoy tan feliz de habernos encontrado”. Era, por supuesto, un
milagro.
No puedo decir que siempre era útil. A veces le decía que tuve que
volver a casa porque el helado se derretiría si no lo metía en el freezer en
seguida. No estoy seguro de que eso sea demasiado reconfortante.
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Lo que trataba de no pensar es qué si nunca podía encontrar mi camino
a casa, qué si las cosas no eran como yo las había dejado. ¿Qué si todo había
cambiado? Una noche me perdí en el extremo sur de la ciudad después de una
película a la noche tarde y anduve a la deriva por una hora o algo así
convencido de que mis peores fantasías se habían vuelto realidad.
Hay tantas verdades para contar. Existen vidas tan diferentes que
podría soñar para mí mismo.
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Hay tantas historias que contar. Podría contar esta historia:
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Hay tantas historias para contar.
Dado que las palabras pueden sólo aproximar tanto a los monstruos como a la
victoria, nos escribimos mutuamente notas preocupadas en los márgenes de
esta historia.
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“No sé si realmente podemos usar la palabra “divino””
“Si alguien mirara dentro de tus sueños, ¿verían realmente sólo oscuridad?”
Podríamos contar
Otra historia:
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