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Límites y alcances del acto jurídico en familia

Luis Camargo

Cuando una familia o alguno de sus integrantes recurre al ámbito jurídico, ¿qué es lo que pide,
qué es lo que demanda? ¿Esto que demanda, es de orden jurídico, o puede serlo de otro
orden? A su vez, y de parte de los administradores de Justicia, ¿qué suponen tener enfrente en
una demanda judicial del ámbito de familia? ¿Qué es definitiva para el discurso jurídico, la
familia? Estos interrogantes los considero preliminares a todo posible cuestionamiento sobre la
eficacia o no, los alcances o las limitaciones del acto jurídico en ese foro.

Comencemos intentando algunas aproximaciones a los conceptos de familia. Y si hablo en


plural, es porque obviamente, hay más de uno, entre los cuales el jurídico será tan sólo uno.

La ambigüedad del concepto de "familia" se sustenta en el hecho de que históricamente, dicho


término ha designado diversas realidades, a veces muy distantes entre sí. Si se intenta definir a
la familia por los lazos que unen a quienes la componen, hallaremos por ejemplo, que dos de
las ideas básicas que sustentan a la familia moderna (entendiendo por tal a la surgida de la
postrevolución industrial), en siglos anteriores estuvieron profundamente disociadas. Me refiero
a las ideas de "corresidencia" y "parentesco". Efectivamente, se ha designado a la familia en
sentido amplio como "el conjunto de personas mutuamente unidas por el matrimonio o la
filiación", lo cual ha permitido establecer a su vez las ideas de "linaje", "descendencia",
"dinastía", etc.. Pero a su vez, se considera familia a "las personas emparentadas que viven
bajo el mismo techo" y "más espacialmente el padre, la madre y los hijos" ( Dictionnaire Petit
Robert). Como lo señala J.L. Flandrin, en nuestras sociedades occidentales es raro que vivan
en el mismo hogar otras personas fuera del padre, la madre y los hijos. Ahora bien esta
conjunción entre corresidencia y parentesco no era tal, por ejemplo, entre los siglos XVI y XVIII.
Según fuentes que cita el propio Flandrin, en 1755 se daba como definición de familia "los que
viven en la misma casa, bajo una misma cabeza" (Dictionnaire royal françois et anglois). Y ello
incluía tanto sirvientes y domésticos como los hijos de los mismos. Ahora bien, a la hora de
considerar a la familia en un sentido más estricto, por esas épocas se apelaba a la pertenencia
a "una misma sangre por parte masculina" (Dictionnaire de l'Académie), lo que origina la
asociación del término "familia" con los sentidos de "raza", "linaje", "tronco", y más
fundamentalmente, "parentesco". Pero ambas ideas, las de parentesco y corresidencia podían
por entonces marchar separadas, y no es sino hasta el siglo XIX que se fusionan sólidamente,
acentuándose la independencia de la tríada padre-madre-hijo tanto en relación al linaje como a
la servidumbre. Posiblemente la expansión actual de los divorcios apunte a desligar
nuevamente ambos conceptos, pero esto no es sino un fenómeno demasiado reciente como
para considerarlo consolidado a la hora de escrutar la definición de familia en el imaginario
social.
Otra cuota de ambigüedad se hace manifiesta cundo se pretende definir a la familia por sus
fines y funciones. Es claro que éstas y aquellos no son las mismas hoy que ayer.

Desde un punto de vista, si se quiere, sociológico moderno, se ha recontradicho que la familia


es la célula básica de la sociedad. Una institución que implica un régimen de relaciones
sociales que se determinan mediante pautas institucionalizadas relativas a la unión intersexual,
la procreación y el parentesco. Es un grupo social de interacción que a su vez se incluye en
una red más amplia de relaciones con el medio, a través de una serie de pautas -obligaciones y
derechos-. En síntesis, la matriz de la socialización primaria de los individuos, socialización que
cuenta con el aval de la promoción a un primer plano, de los discursos pedagógicos y
psicologistas que nacidos del Iluminismo irán conformando los ideales de la Modernidad.

Ahora bien, tal como lo señala el prestigioso jurista Eduardo Zanonni, una definición sociológica
de la familia no debe necesariamente coincidir con la definición que responda a un concepto
estrictamente jurídico de la familia. Dice entonces, tanto la sociología descriptiva como la
analítica constatan, diríamos, el modo de ser de las formas de vida social a partir de análisis
puramente empíricos. Mientras tanto, el derecho constituye expresión de un conjunto de
presupuestos ético-políticos que mediatizan la consagración normativa de determinadas
relaciones a través de juicios de valor. Y luego ensaya una definición jurídica de la familia, del
siguiente modo:

«La familia es el conjunto de personas entre las cuales existen vínculos jurídicos,
interdependientes y recíprocos, emergentes de la unión intersexual, la procreación y el
parentesco.»

Una mención aparte merece la lectura de este autor, cuando se aproxima a la cuestión de los
fines del matrimonio. Si bien admite que el Código Civil argentino no define ni explicita los fines
del matrimonio,dice, esto no significa desconocer que tales fines existen y, de hecho, se hallan
implícitos en el estatuto de las relaciones que el matrimonio determina entre los cónyuges. No
es indiferente que todos los párrafos anteriores a esta conclusión los haya dedicado a analizar
los Códigos del Derecho Canónico y las declaraciones conciliares y eclesiásticas, pues es
desde allí de dónde surge aquello implícito que él menciona en los fines del matrimonio.

En síntesis, cualquiera sea la defición de familia que se intente, sea ésta histórica, sociológica o
jurídica, su ambigüedad o dificultad para el establecimiento de la misma estará presente, salvo
en un punto en el cual todas estas definiciones del concepto podrían acordar. Antes de
explicitarlo, introduciré el interrogante que considero central.

Se escucha decir con suma frecuencia entre los abogados y jueces del ámbito de Familia, que
éste es un campo imposible, que allí lo jurídico tiene escasas posibilidades de acción, que esta
acción suele conllevar entre quienes la llevan a cabo sentimientos de impotencia y
desconsuelo...

La cuestión es: ¿tendrá esta sensación de impotencia relación con la concepción jurídica que
se posee de la familia, con los presupuestos ético-políticos que la sostienen? ¿Influye esa
concepción, si o no y de qué modo, al momento de responder a las demandas o a las querellas
familiares?

Tanto la Sociología como el Derecho parten al definir a la familia, desde una positividad, desde
una serie de valores positivos, diríamos aún más, objetivos, al menos en el siguiente sentido:
responden a un imperativo categórico -y por tanto universalmente objetivable- del "así debe
ser" (kantiana moral del bien). Cuando un Juez tiene que fallar sobre cuestiones familiares, en
general lo hace desde esta positividad, pues su función es juzgar acorde al Derecho. Juzga
desde la juridicidad misma del vínculo familiar o conyugal en cuestión, en el mejor de los casos:
en el peor, lo hace desde sus propios prejuicios sobre "la familia". Juzga sobre Personas
Jurídicas (como dice la definición de Zanonni). Y el problema es que muchas demandas (no
digo todas) que se dirigen al foro de familia, no son jurídicas estrictamente, ni son realizadas
por personas jurídicas, sino por sujetos deseantes que reclaman "otra cosa" que la sanción
jurídica. Yo diría: por sujetos del deseo que sufren y padecen la positividad de los discursos
sociales prevalentes sobre la familia. Desde allí sería cierto por ende, que el dispositivo jurídico
no tiene alcances sobre las problemáticas familiares, como deja oir la queja que resaltaba más
arriba. Pero no es menos cierto, que al hacer entrar una otra dimensión en ese campo, se le
abre al mentado dispositivo una gama inédita de posibilidades de acción. Antes de precisar qué
puede ser esa "otra cosa" que se demanda y qué respuestas pueden corresponderle, veamos
una modalidad diferente de concebir a la familia que como positividad.

Esta forma de la interrelación entre los sexos nos la proporciona el psicoanálisis. Veámos una
de las concepciones del amor que nos ofrece Freud, tomada de su texto "Introducción al
Narcisismo". Allí dice el creador del psicoanálisis:

«Se ama:

1º. Conforme al tipo narcisista:

a. Lo que uno es (a sí mismo).


b. Lo que uno fue.
c. Lo que uno quisiera ser.
d. A la persona que fue una parte de uno mismo.

2º. Conforme al tipo de apoyo (o anaclítico):


a. A la mujer nutriz.
b. Al hombre protector.

Y a las personas sustitutivas que de cada una de estas dos parten en largas series.»

Como se deduce de estas series de formas de elección de parejas, lo que une no es para nada
una positividad, sino más bien algo del orden de una falta, de una carencia . Es conocida una de
las definiciones que Lacan da del amor: "amar es dar lo que no se tiene a quien no lo es". Y es
que en el amor, el otro...es siempre Otro, nunca es él. En fin, "los seres humanos nos unimos
por lo que el otro no es... y nos separamos por lo que el otro es".

La consecuencia que podemos sacar de esto es que la familia, considerada ya en su mínima


expresión, la unión de dos seres, es por estructura, el lugar de la falta misma. Es una
conjunción siempre fallida. El encuentro entre los sexos siempre incluye al desencuentro: lo
diferencial lo constituye el hecho de pensarlo no como una contingencia, sino como lo más
propio de la estructura de la interrelación sexual.

Las funciones materna y paterna por su parte, también son siempre fallidas. ¿Es esto un
desconsuelo? Por el contrario, que la familia sea una institución fallida, LA institución de lo
imposible, es lo único que permite introducir a los sujetos en la circulación social y
deseante. ¿Qué seria, por ejemplo, una madre que no falle? Aquella que no permita la
separación de su hijo, que deje a su hijo prendido a ella. Son las madres psicotizantes. ¿Qué
sería un padre que no falle? Sería el padre que encarne la Ley, que lo sea, sin representarla.
Son los padres psicotizantes. Por ello, no damos con esta dimensión de la falta en la familia
una visión trágica de la misma, sino que intentamos desmitificarla para volverla a su verdadero
matiz creativo en la instauración de la subjetividad deseante de sus miembros, pues la familia
es, en definitiva ese mal y único remedio que nos hace nacer y vivir. Los discursos oficiales
tienden a idealizarla, es decir, a suturar el vacío creador que (y la) instituye. El discurso jurídico,
en tanto forma parte de éstos, también. Y es esta idealización por la vía de la positividad
señalada, esta imposibilidad de visualizar en la familia la propia dimensión de lo imposible, lo
que obstaculiza el alcance de logros con efectos reales en los vínculos familiares. Y cuando
digo reales, me refiero a aquellos que vayan más allá de reproducir situaciones que el propio
grupo traía previo a la demanda jurídica.

Vayamos a la cuestión de la demanda, acotándola a las temáticas de divorcios, dejando al


margen en este análisis las correspondientes a violencia familiar u otras con compromiso real
de lo que la Justicia denomina "integridad física", ya que exceden el marco que aquí nos hemos
propuesto, al involucrar problemáticas como la del estatuto jurídico de la "protección de
personas", que a menudo refiere a los derechos de la niñez.
En general, y relativo a las cuestiones vinculares, se recurre al Juez en busca de un alivio o de
una solución a una problemática que lo que ha hecho, es "descolocar" subjetivamente a aquél
o aquellos que efectúan el recurso jurídico. Esta demanda al campo jurídico, que adviene
cuando se han agotado otros recursos, es en su esencia un pedido de:

a. Que una instancia tercera reconozca subjetivamente al miembro de la pareja que ha


perdido dicho reconocimiento en el seno de la misma, y que, en el mismo movimiento,
haga extensivo al otro de la pareja dicha actitud de reconocimiento para con él.
b. Limitar al otro en un avasallamiento sobre su persona, delimitando los espacios
correspondientes a cada quien.
c. Legitimar su imaginaria idoneidad exclusiva para ejercer determinados roles,
ilegitimando a su vez al otro en los mismos (Cf. cuestiones de tenencias
controvertidas). Aquí se juega ese fenómeno de los tiempos posmodernos que
Lipovetsky denomina el "derecho individualista al hijo".

Lo que se demanda en esencia pertenece al campo de la subjetividad en este punto preciso: la


descompletud narcisista, desgarrada por las crisis familiares y que los demás recursos
personales o familiares y dispositivos institucionales, no han podido restablecer. Si antes
citamos a Freud, es en la medida que el psicoanálsis da cuenta del "engaño" estructural que
sostiene a toda elección de pareja. Ese "engaño" es el de la completud, el del platónico (Cf. el
mito de Aristófanes en El banquete) y fusional "dos que hacen uno" -otra manera de designar la
positividad de la que hablábamos-, y que las crisis familiares sin salidas vienen a refutar una y
otra vez. Aunque esa completud no haya estado presente en lo fáctico de la relación, pues a
veces se constatan parejas dónde tal "idilio" jamás se produjo: ello no implica que no haya
habido sino una posición estructural de reclamo al otro, insatisfacción mediante. No se trata
pues, de un "engaño" evitable: en puridad, toda historia de amor comienza en una idealización,
para continuarse con la puesta en acto de fijaciones infantiles de cada quien con sus primeros
objetos de amor incestuosos, tal como lo evidencian las series que citábamos en Freud. Toda
separación en definitiva, no lo es sino de esos objetos incestuosos. Cuando ella no se produce,
la queja y el reproche dan forma permanente a la guerra entre los sexos.

Esta demanda, este reclamo de restitución subjetiva, dista de ser jurídico, y su "verdad" se
juega mucho más allá de "las pequeñas verdades objetivables" que pueden habitar los
expedientes, más allá de los testigos que se presenten para convalidar las pretensiones
judiciales. Al ser verdades subjetivas y no objetivables, al ser la demandada una operación (la
de restitución subjetiva) imposible por esencia al juzgador, podríamos anticipar que la
operación jurídica está fracasada desde su inicio mismo cuando la demanda tiene estas
características. Uno de los inconvenientes que se le presenta al juzgador en materia de familia,
es que recibe la demanda en un contexto de sincronía de la familia (más allá de los buenos
oficios de los abogados que creen relatar una historia familiar en dos carillas, por lo demás,
iguales en esencia en todos los casos). A la dimensión diacrónica, histórica, de la familia no
tiene acceso directo, sino por cómo la subjetiviza cada uno de los miembros de la familia. Y el
problema es que es en esa dimensión histórica de cada grupo familiar dónde la verdad que lo
sostiene y sostiene a cada uno de los miembros de ese grupo puede formularse. El
inconveniente, es que se trata de una verdad no dicha, una verdad que no se enuncia sino a
medias, entre líneas, y que por tanto, no se puede hallar en expediente alguno, sino en la
palabra hablada de los sujetos, y sólo por el rodeo del develamiento y la interpretación.

Y es aquí dónde puede jugarse el "arte" en la escucha del juzgador. Digo "arte" y no ciencia,
doctrina, o (mucho menos) moral. En todo caso, una ética y un estilo, parientes entre sí.

Pues, hay que tener cierto don, cierto fino oido propio de artistas, diría, absolutamente
desprovisto de prejuicios, para escuchar los problemas del ámbito de familia: esto vale tanto
para los jueces, como para los abogados de esa rama del Derecho. Y como es obvio, para los
analistas que operan en ese foro a modo de "peritos" o de integrantes de equipos
multidisciplinarios.

Ese arte puede consistir, al menos, en:

a. Saber discernir cuándo una demanda es jurídica y cuándo es de otra índole, tal como
la denominábamos, "demanda de restitución subjetiva". Cuando es verdaderamente
jurídica, uno de cuyos indicios lo constituye la posibilidad de pactar y pautar
satisfactoriamente para los implicados en la demanda, sostengo que la ética del Juez
debe llevarlo a responder desde allí sin pretender ir más allá.
b. Cuándo la demanda es formulada (y aquí la capacidad de escucha del Juez es la que
cuenta) en términos de subjetividad, la intervención jurídica, aún cuando no pueda
denominarse terapéutica, puede aportar un escenario para que esa "verdad" de los
sujetos en juego, esa verdad no dicha, tal vez sólo sugerida a quien sea capaz de oirla,
para que esa verdad circule los senderos de la palabra y no los de las actuaciones,
posibilitando, no la restitución subjetiva (que como vimos, nace estructuralmente en el
engaño narcisista), sino un reposicionamiento subjetivo. Que cada cual, en el
complejo familiar y también en sus reclamos, pueda posicionarse en forma distinta. Y
allí sí: o bien se suspende el reclamo judicial, o bien éste toma otros carriles, menos
provistos de los desgarros emocionales que suelen deparar los litigios vinculares.

La primera opción, que se suspenda el reclamo jurídico, abre a su vez a la posibilidad de que el
o los sujetos implicados en el origen del reclamo puedan desplegar su demanda en un lugar
Otro, en un servicio asistencial o en el consultorio de un analista o de un terapeuta, pero ahora
con un sesgo de interrogación. ¿Sobre qué? Sobre la responsabilidad subjetiva que a cada uno
le corresponde en el malestar que denuncia o lo atraviesa. Sobre el deseo que habita en cada
uno de sus actos respecto a la familia. Y en el horizonte mismo de esa interrogación, si es
posible estar a su altura, es decir, si se quiere o no lo que se desea. Lo que se abre entonces,
es la posibilidad de una verdadera elección, por sobre la alienación ante el valor moral que rige
al imperativo sobre la familia. Se aclara entonces que, cuando más arriba decíamos que el
sujeto del deseo padece la positividad de la concepción de familia, no se trata de oponerle a
ello un pretendido libertinaje de las pasiones ni nada que se le asemeje. En el horizonte, se
halla una elección responsable acorde al deseo, que en el mismo movimiento se religa a la ley.

Aquí cabe una advertencia: la derivación, el reenvio del conflicto a otra escena, no puede
responder a una fórmula burocrática del Juez. Se precisa de él previamente de un Acto capaz
de interrogar la palabra de los demandantes desde esta esfera de la subjetividad y el deseo.

En el caso de continuarse la demanda jurídica, al haberse atravesado los confines del


narcisismo, terreno por excelencia de la confrontación imaginaria y de la tensión en espejo con
el otro, dicha demanda posee mayores posibilidades de transitar, ahora sí, los carriles del
acuerdo y la mediación.

Finalizaré con un breve inventario de otras posibilidades del acto jurídico en las cuestiones
vinculares, esta vez, las que considero deben tratarse de evitar.

El actuar judicial, al provenir de un dispositivo que encarna al Poder, puede contribuir a


cristalizar los sentidos en los cuales se sostiene el conflicto, convirtiéndose así en sentidos
legitimados por esa instancia, favoreciendo procesos de recrudecimientos pasionales
(venganza, por ejemplo) y aún de revictimizaciones sobre algunos de los miembros del grupo
familiar, por parte de las instancias jurídicas.

Puede tender a oficiar imaginariamente como cómplice de una de las partes por sobre la otra,
favoreciendo el incremento de tensión entre ellas, eternizando incansablemente el reproche al
Otro. Imaginariamente también, siempre habrá un Otro más Justo a quien recurrir,
desconociéndose así la incosistencia estructural que todo Otro posee para llenar la brecha que
se abre en el narcisismo.

Operar sobre quienes recurren a este ámbito con el anhelo conciente o inconciente de insuflar
en ellos un "modelo" de pareja o familia a imitar, del cual el referente sea el operador, llámesele
juez, abogado o perito.

Por último, creo que en este campo no debemos dejar de insistir en la interpelación mutua
entre estas dos legalidades, la del Derecho y la del Sujeto, pues, aunque no podamos -y
además sería inútil- reconocerles jerarquías a la una sobre la otra, su confusión no es sin
consecuencias al momento de plantearnos nuestra labor con las familias y con los vínculos
conyugales. El vasto campo de la familia excede por mucho al dogmatismo de los códigos al
respecto. Y a su vez, no hay familia sino es en el marco de cierta legalidad, pues y al decir de
Legendre, "la función jurídica opera el anudamiento de lo biológico, lo social y lo inconciente".
Razón demás para profundizar y explorar los intersticios en los que se cruzan ambas
legalidades.

Acheronta
Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 6 - Diciembre 1997

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