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En busca de lo real
50 documentales esenciales
Jordi Revert

En busca de lo real
50 documentales esenciales


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Director de la colección: Jordi Sánchez-Navarro


Diseño de la colección: Oberta UOC Publishing
Diseño de la cubierta: Natàlia Serrano

Primera edición en lengua castellana: junio 2017
Primera edición digital (epub): diciembre 2017

© Jordi Revert, del texto.

© Imagen de la cubierta: Album Archivo Fotográfico
© Editorial UOC (Oberta UOC Publishing, SL), de esta edición 2017 Rambla del Poblenou, 156 08018 Barcelona
www.editorialuoc.com

Realización editorial: Sònia Poch Masfarré

ISBN: 978-84-9116-873-7


Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño general y la cubierta, puede ser copiada, reproducida, almacenada o
transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea éste eléctrico, químico, mecánico, óptico, grabación fotocopia, o cualquier
otro, sin la previa autorización escrita de los titulares del copyright.

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(En amarillo, los epígrafes incluidos aquí)
En busca de lo real
LAS PELÍCULAS
La sortie de l’usine Lumière à Lyon (1895)
Nanook of the North (1922)
Berlin: Die Sinfonie der Grosstadt (1927)
Chelovek s kino-apparatom (1929)
Drifters (1929)
À propos de Nice (1930)
Las Hurdes, tierra sin pan (1933)
Triumph des Willens (1935)
Tierra de España (1937)
Let There Be Light (1946)
Le sang des bêtes (1949)
Noche y niebla (1956)
El misterio de Picasso (1956)
Window Water Baby Moving (1959)
Chronique d’un été (Paris, 1960) (1961)
Up (1964)
El juego de la guerra (1965)
The Endless Summer (1966)
Dont Look Back (1967)
Titicut Follies (1967)
Ningen jôhatsu (1967)
High School (1969)
Le chagrin et la pitié (1969)
Los Rolling Stones: Gimme Shelter (1970)
Fata Morgana (1971)
Reminiscences of a Journey to Lithuania (1972)
Fraude (1973)
Grey Gardens (1975)
Harlan County, U.S.A. (1976)
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La batalla de Chile: La lucha de un pueblo sin armas (1975)


Koyaanisqatsi (1982)
Sans soleil (1983)
Cabra marcado para morrer (1984)
Shoah (1985)
The Thin Blue Line (1988)
Nema-ye Nazdik (1990)
Hearts of Darkness: A Filmmaker’s Apocalypse (1991)
Crumb (1994)
Hoop Dreams (1994)
Cuando éramos reyes (1996)
Histoire(s) du cinéma (1988)
Los espigadores y la espigadora (2000)
Bowling for Columbine (2002)
S21, la máquina de muerte de los jemeres rojos (2003)
Rumores de guerra (2003)
Super Size Me (2004)
Grizzly Man (2005)
Vals con Bashir (2008)
Exit Through the Gift Shop (2010)
The Act of Killing (2012)
Bibliografía
Índice de películas
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En busca de lo real
Un autobús, un día cualquiera, un incidente

U n pasajeros increpa a otro porque este le empuja cada vez que sube gente. A las dos horas,
autobús de la línea S en hora punta, abarrotado. Un tipo observa cómo uno de los

el testigo se encuentra con el pasajero que protestaba en la Plaza de Roma indicándole a un


amigo que debería coser un botón a su abrigo. Fin. Estas escasas líneas resumen un relato
anecdótico que nos sirve de punto de partida. Se trata de la pequeña historia que utilizó
Raymond Queneau para escribir hasta 99 variaciones en su libro Ejercicios de estilo
(Queneau, 2004). Epítome de una creatividad indomable, el trabajo de Queneau aquí va a
servir para otro propósito. A través de las variaciones, el escritor respeta casi siempre la
narración en primera persona, pero cambia significativamente el modo en que cuenta la
historia. A veces se omiten detalles de las versiones previas que conocemos. En otras se
añaden para hacerlas más exhaustivas. Algunas se reelaboran en forma de pieza teatral. Y otra
variación se desarrolla en paralelo a un acto de reflexión sobre la escritura. Lo que nos
importa aquí es cómo todas ellas se relacionan con un mismo hecho que nunca queda cerrado
de forma definitiva. Es decir, nunca adquiere una lectura única, a pesar de provenir,
teóricamente, de la misma persona. Vayamos un paso más allá y pensemos en cómo la historia
se vería modificada si cambiara el narrador. El testigo que relataba anteriormente podría, en
ese caso, desaparecer del relato (o no), y la percepción del hecho en sí se vería alterada
dependiendo de quién narra. Suponemos que los dos pasajeros no ofrecerían la misma versión,
pues probablemente el primero se vería movilizado por un sentimiento de enfado, mientras que
el otro tendría una visión distinta del episodio. No se trata de evaluar cuál de esas versiones
se ajustaría más a la realidad, sino de subrayar la imposibilidad de alcanzar un acuerdo en
torno a lo real, entendido como marco en el cual lo que sucede se revela ante nosotros como
unívoco e irrefutable. Lo real lo rozamos con la punta de los dedos, pero no llegamos a
atraparlo.
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Tradicionalmente, el documental ha sido considerado como aquel género que documentaba


lo real y que por tanto se contraponía en esencia a la ficción. Lo cierto es que, como bien
indica Bill Nichols en La representación de la realidad: cuestiones y conceptos sobre el
documental, se ha hecho muy poco por especificar el modo en que una mirada documental
puede plantear cuestiones muy diferentes de las de una mirada de ficción (Nichols, 1997, pág.
16). Efectivamente, y de nuevo con Nichols como brújula, podemos aseverar que a menudo el
documental funciona mejor como prueba del mundo antes que como discurso del mundo
(Nichols, 1997, pág. 14), o al menos es aceptado de mejor grado. Existe, desde luego, una
relación más directa con el mundo histórico, y es ese vínculo el que acaba definiendo el signo
del género, pero no podremos entender las imágenes documentales como su reflejo directo,
sino como indicativas de este. Hay una mediación similar a la que describen Josep Maria
Català y Josetxo Cerdán respecto a la fotografía cuando afirman que «una cosa es el trazo que
cada uno de los elementos de lo real deja en el fotograma y otra la situación que se produce
delante de la cámara» (Català y Cerdán, 2008, pág. 9). Entre una y otra se produce un proceso
de interacción que pasa por la subjetividad del que sostiene la cámara. Su mirada transforma
lo real, lo somete a unas condiciones de registro que no pueden ser eludidas y que a su vez
están determinadas por una percepción moldeada por el tiempo, la experiencia y la
sensibilidad particular. Lo real, o su líquido concepto, se convierte por tanto en la verdad de
aquel que captura lo que tiene ante sus ojos, que puede diferir de la de otro. En las variaciones
de Queneau, el mismo hecho es relatado en ocasiones como un sueño del narrador y en otras
como algo que ocurrió ante él. De una variación a otra, lo real puede entrar en crisis, pero en
ambos casos asistimos a la verdad del relatador, sea onírica o no. Esa compleja relación de
proximidad y a la vez de distancia infranqueable la podemos ejemplificar en una de las figuras
capitales del género. Dentro de la teoría desarrollada por Dziga Vertov para su Cine-Ojo
estaba la cuestión fundamental de la cámara: el soviético la situaba en el centro de ese
incipiente lenguaje visual y le confería superioridad respecto al ojo humano –como se verá,
hay en Vertov una cierta herencia del maquinismo, pero también del productivismo y una base
marxista− en cuanto que herramienta desveladora. Pero, paradójicamente, esa imperfección
asociada a la mirada humana era necesaria en una segunda fase de reelaboración y montaje de
las imágenes, por lo que la simple confrontación de la cámara a los hechos no era suficiente
para escrutar el mundo.

El hombre con la cámara

Es precisamente esa consciencia de la intervención de lo humano la que moldea el género


desde su prehistoria. Esta empieza por el rodaje de La sortie de l’usine Lumière à Lyon
(Louis Lumière, 1895), la cual será la primera de las paradas en este recorrido por 50 títulos
esenciales del documental. Su presunta pureza, el carácter aparentemente inmaculado de la
imagen, no es tal, pues ya en ese amanecer del cine entran en juego factores de la puesta en
escena que serán atendidos. Evidentemente, hay una distancia muy corta entre lo sucedido y lo
que se quiere transmitir como lo sucedido, pero la decisión de omitir la salida de un carro
tirado por caballos o convocar a los trabajadores de la fábrica un domingo después de la misa
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son elementos que determinan nuevos rumbos para ese momento entregado sin aparentes
mediaciones. En esa suma de decisiones se halla una génesis de la relación del cineasta con el
medio, y con ella una suerte de consciencia primitiva de las implicaciones de una
manipulación de la imagen. Quizá sea apresurado aventurar que con la salida de los obreros
nace la ficción y nace también el documental, la primera por la participación del director en la
determinación de la escena y el segundo en la mera condición de documento de algo que
efectivamente sucedió. En esa mirada primigenia el cine está en una fase germinal que todavía
no se puede evaluar en esos términos, pero que ya contiene su insinuación. Será necesario que
esta se desarrolle como lenguaje y que los pioneros del cine conquisten progresivamente su
potencial expresivo para que finalmente podamos enfrentarnos a una dicotomía satisfactoria
cuyas opciones se sostienen en códigos ya definidos. Hablo de aquella que proponen Imanol
Zumalde y Santos Zunzunegui al hablar de efecto verdad y efecto estético, siendo el primero
el que articula una serie de mecanismos expresivos para trasladarnos la certeza de que lo que
vemos sucedió realmente —y, por tanto, crear un régimen referencial de la imagen— y el
segundo aquel que se acoge al artificio y por tanto disfruta de una finalidad espectacular —
creando así un régimen transformacional (Zumalde y Zunzunegui, 2014, pág. 88). Esta es una
primera distinción que resulta útil y en la que la naturaleza de la imagen responde ante la
intención del cineasta. Resulta interesante cómo, en ese mismo artículo, Zumalde y Zunzunegui
toman como punto de partida el Zapruder Film —el célebre vídeo del asesinato de John
Fitzgerald Kennedy en Dallas, capturado con una cámara doméstica por Abraham Zapruder—
para hablar de las vicisitudes del régimen referencial. Lo es porque la película de Zapruder
pertenece a ese género de imágenes documentales que transmiten la experiencia del mundo de
una manera más directa, reduciendo al mínimo los factores de intervención del que filma
desde el momento en que lo fortuito sorprende a la lente. Al igual que la cámara que
accidentalmente captura la colisión del primer avión contra el World Trade Center el 11 de
septiembre de 2001, el documento —en la que es probablemente su forma más pura— se ve
definido por la inmediatez y por su valor testimonial. A partir de ahí, esa imagen se adaptará
de un modo u otro a los discursos generados en torno al hecho recogido. El vídeo de Zapruder
muestra cómo Kennedy recibe varios impactos de bala antes de que el coche presidencial se
pierda ya en una zona invisible para la cámara, pero la versión oficial determinada por la
Comisión Warren acabó concluyendo que solo se trataba de una bala y que esta había sido
disparada por Lee Harvey Oswald, encendiendo la mecha de las teorías de la conspiración.
No hay nada de discutible ni intervención alguna en un avión estrellándose contra una de las
Torres Gemelas; pero en la construcción del relato que lo envolvió, algunos noticiarios no
dudaron en emplear imágenes de un poblado islámico aparentemente celebrando el ataque
terrorista, cuando se trataban de imágenes de archivo que se habían utilizado
convenientemente para dirigir el discurso.

Tras la pista de la verdad

Así pues, ¿qué podemos concluir de este primer análisis? Que la imagen documental nace con
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una relación indicativa del mundo histórico y que esa relación queda determinada por una
escala en la que el grado cero sería la imagen fortuita. Apostaré, en este punto, por dos ideas
axiales en el desarrollo de este texto: 1) que el género documental nace, más allá de ese grado
cero, en la consciencia del valor referencial de esa imagen que dará pie a innumerables tipos
de acercamientos; 2) que, dado que no es posible confiar en una descarga de lo real sin
discusión, entendido de la misma manera para cualquier espectador —se podrá, sin embargo,
entender lo real como índice óptico—, me ampararé en el concepto de verdad. En este sentido,
resulta fundamental la afirmación de Català y Cerdán cuando aseguran que «no es en el medio
donde debe residir la garantía de verdad, sino en el cineasta» (Català y Cerdán, 2008, pág.
17), para a renglón seguido recordar que no todo el documental es verdad con el ejemplo del
uso que de este hicieron algunos regímenes totalitarios. Será necesario, pues, dejar claro que
ni el medio ni el formato son garante de la veracidad de las imágenes, y que solo desde una
ética razonablemente configurada y respetada el cineasta podrá convertir su perspectiva en un
documento subjetivo pero verdadero.
¿Cómo empezar a definir los rasgos formales que constituyen las herramientas para alcanzar
esa verdad? Antes de avanzar, habría que señalar el vínculo fundamental que se establece
entre fotografía y cine documental. No es posible pasarlo por alto teniendo en cuenta que el
debate sobre la capacidad de la imagen cinematográfica para capturar y procesar lo real viene
directamente de la fotografía. Esto modela, claro está, las bases ontológicas del documental,
que pronto articulará a partir de ellas distintos grados de intervención e incluso ficción,
siempre a partir de un principio ético que se revela fundamental para conservar la honestidad
en los pantanosos terrenos del género. La fotografía, pues, trasladó al cine esa discusión y el
cine documental la amplificó mientras buscaba formas en las que concretarse. ¿Y qué formas
son esas? Català y Cerdán apuntan que hasta los sesenta el documental era una cosa, y que con
la llegada de las cámaras ligeras, los Nagra y las películas de alta velocidad se convirtió en
otra muy distinta (Català y Cerdán, 2008, pág. 7). Es su punto de no retorno: los equipos
cambiaron y cambiaron también los textos, lo cual permitió una imagen más ligera y maleable
que abría todo un espectro de posibilidades formales. Por ejemplo, no es posible entender los
depurados retratos sociales de Frederick Wiseman sin atender a esta circunstancia tecnológica
que determinará una manera de trabajar la imagen y acometer un examen del funcionamiento
institucional. Por otro lado, la televisión se alió con esa revolución para crear una forma
canónica más inmediata y menos formalista que ha perdurado en el imaginario del medio
(Català y Cerdán, 2008, pág. 7) y que en cierto modo ha contribuido a entender la parrilla
televisiva como el ecosistema natural del documental.

Ejes para una definición formal

Sin embargo, y como se verá a lo largo de las páginas de este libro, el documental ha
disfrutado a lo largo de su historia de formas, texturas e identidades múltiples. Se trata de un
género de enorme mutabilidad en el que los autores han forzado sus límites creativos. Junto a
la ya aludida forma canónica encontramos posturas más experimentales, líricas, al servicio de
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causas, de intereses personales o de una mera función de entretenimiento. Hay tantas formas
como posibles textos, pues lo que define la etiqueta documental no es una serie de rasgos
formales, sino una intención concreta. Pero sería cómodo quedarnos con eso. ¿Qué tienen en
común todas esas derivas formales? Según Nichols, es la lógica informativa lo que alinea una
serie de textos muy diferentes entre sí para definir el género (Nichols, 1997, pág. 48). Pero
incluso esta afirmación es discutible. Pongamos por caso Koyaanisqatsi (Godfrey Reggio,
1982). Aunque, como se verá, la película de Reggio nace en el seno de un proyecto social y sí
puede responder, al menos parcialmente, a esa voluntad informativa, la obra definitiva acaba
decantándose por una mirada poética llamada a movilizar una reflexión sobre cuestiones como
la tecnología, la densidad demográfica o el papel del ser humano en la Tierra sin proporcionar
un solo dato. Y a pesar de ello, supone un documento bastante directo en cuanto a su relación
con el mundo histórico, que incluso con su redimensionamiento lírico mantiene una relación
con este de la que las películas de ficción, en el mejor de los casos —ni siquiera aquellas
«basadas en hechos reales»—, no pueden presumir. No está de más recordar hasta qué punto
este valor de la imagen documental puede resultar deseable por la ficción y hacerlo con El
proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez,
1999). Resulta difícil encontrar un ejemplo más claro de fagocitación de la inmediatez
documental con fines espectaculares: la idea de Myrick y Sánchez era imprimir el sentido de
realidad a sus imágenes, hacer creer al público que lo que sucede en su película realmente
sucedió, y que por tanto está ante un testimonio terrorífico y verdadero de un hecho
paranormal. Esto, unido a una intensa campaña de marketing, la convirtió en éxito superlativo
e hito del cine de terror que tendría una influencia estética decisiva en posteriores títulos.
Pero no nos desviemos de nuestro objetivo. Ante la dificultad de encontrar un mínimo común
denominador para los textos documentales y la multiplicidad de formas y derivas,
necesitaremos una guía que nos permita campar por arenas movedizas. Más allá de su
afirmación sobre la lógica informativa, Nichols aporta una clasificación que parte de la
intencionalidad. Estas son las modalidades que la conforman:
• Expositiva. Minimiza la presencia del realizador y se dirige al espectador de forma directa.
Esgrime una argumentación acerca del mundo histórico, ya sea a través de la voz en off, el
uso de intertítulos u otros recursos. El objetivo es trasladar una sensación de objetividad al
público, establecer un juicio fundamentado y creíble de lo real. Películas como Nanook of
the North (Robert J. Flaherty, 1922) o San Pietro (John Huston, 1945) son ejemplos que
nacen con motivaciones distintas pero que buscan crear esa impresión, si bien sus imágenes
contienen un alto grado de manipulación.
• Observacional. En esta modalidad la intervención del director sobre lo que sucede en la
imagen se reduce a la mínima expresión. Es decir, se intenta una captación directa de lo que
sucede, sin mediación. Un ejemplo sería el direct cinema, y en especial películas como
Dont Look Back (D.A. Pennebaker, 1967), en la que la cámara escruta los gestos y palabras
de Bob Dylan en sus intervenciones públicas y también en su vida privada, creando un
estudio espontáneo del personaje. El cine de Frederick Wiseman descansa también sobre ese
ejercicio de observación.
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• Interactiva. El realizador entra en juego. Motiva la interacción, impulsa con esta los hechos
en una determinada dirección, ya sea intencionada o no. Los diálogos de Edgar Morin y Jean
Rouch con las personas filmadas en Chronique d’un été (Paris, 1960) (Rouch y Morin,
1961) ayudan a articular una serie de relaciones sociales que luego posibilitarán un debate
sobre la verdad en las imágenes y el grado de condicionamiento que impone la cámara al
protagonista. La entrevista supone un elemento decisivo en esta modalidad, pero no todos los
cineastas la emplean del mismo modo. En Bowling for Columbine (Michael Moore, 2002),
Michael Moore dirige deliberadamente sus entrevistas para reforzar sus argumentos,
mientras que en Rumores de guerra (The Fog of War: Eleven Lessons from the Life of
Robert S. McNamara, Errol Morris, 2003) Errol Morris reduce sus intervenciones desde el
fuera de campo y deja que sea el propio Robert McNamara el que construya el relato. En
Shoah (Claude Lanzmann, 1985), Claude Lanzmann se permite interactuar e incluso aparecer
en el plano junto a sus entrevistados, y su presencia deviene determinante para alentar al
testimonio.
• Reflexiva. Es la parte del documental en la que el realizador aborda una reflexión sobre la
propia representación del mundo histórico. Sus textos adquieren un grado de consciencia
mayor y lo importante no es tanto la argumentación que aportan sobre ese mundo, sino la
reflexión que llevan a cabo sobre su relación con él. Un ejemplo paradigmático sería The
Thin Blue Line (Errol Morris, 1988), en el que la reconstrucción de un hecho del que no hay
registro documental se convierte en el centro de una constatación de la dificultad de alcanzar
la verdad a través de las perspectivas subjetivas de los implicados. Existe, por tanto, un
metacomentario que expone los mecanismos del documental y hace partícipe al espectador
de otra manera, haciéndole consciente de la forma, la estructura y los efectos determinantes
de esta que pueden llevar a nuevas formas y estructuras, tanto en lo estético como en las
prácticas sociales (Nichols, 1997, pág. 104). Nichols identifica varios tipos de reflexividad
en esta modalidad. Una reflexividad política extiende esa concienciación a un contexto
social, trabajando en la implicación del espectador. La trilogía de La batalla de Chile
(Patricio Guzmán, 1975-1979) o Tierra de España (The Spanish Earth, Joris Ivens, 1937),
por ejemplo, son películas que operan a través de una modalidad por lo general expositiva,
pero que buscan activar la militancia del público frente al avance de los fascismos. Por otro
lado, Nichols habla de una reflexividad formal, que a su vez está subdividida en varios
subtipos, a saber: la reflexividad estilística, la deconstructiva, la interactividad, la ironía y
la parodia o la sátira. En todos ellos la consciencia del texto es muy marcada, pero lo que
cambian son los objetivos y la actitud del autor respecto al tema. En la reflexividad
estilística y la deconstructiva se contemplan distintos grados de alteración del texto respecto
a convenciones del documental, se subraya la forma. La primera llama la atención sobre el
propio estilo mediante rupturas y recursos varios que ponen en primer plano el modo en que
se desarrolla formalmente el texto. Los efectos de estilo son los que intensifican esa
reflexividad, como puede ser el caso del cine de Michael Moore. La segunda ambiciona una
alteración si cabe más profunda, sacudiendo las mismas estructuras y convenciones del
documental. The Act of Killing (Anónimo, Joshua Oppenheimer y Christine Cynn, 2012) es
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ilustrativa en este sentido, pues modifica los parámetros mismos del documental al dar
prioridad al reenactment como técnica para el desvelamiento de la memoria gestual de los
verdugos y el despertar de su conciencia en torno a las atrocidades cometidas. La
reflexividad interactiva, por su parte, pone el acento sobre las condiciones de la interacción,
como sucede al final de Chronique d’un été (Paris, 1960), cuando Morin y Rouch ponen a
debatir a los participantes de su película sobre la verdad del filme. Por último, la ironía
marca más la actitud del cineasta respecto a la cuestión tratada —como sucede, de nuevo, en
el cine de Moore—, y la parodia o la sátira son la forma más enfática de esa actitud. This is
Spinal Stap (Rob Reiner, 1984) tiene la meta de releer el documental musical en clave
paródica, para lo cual articula gags a partir de los lugares comunes que estas producciones
proponen en el retrato de una banda de rock.

En esta clasificación, la modalidad reflexiva adquiere una importancia decisiva y abarca un


gran número de textos de difícil catalogación. Dentro de esa reflexividad cabría especificar
una modalidad performativa, en la que el papel del cineasta no solo resulta central, como en
los trabajos de Moore, sino que incluso puede llegar a ser el propio texto en evolución. Así
sucede en los trabajos de Morgan Spurlock. En Super Size Me (Spurlock, 2004) el cineasta se
somete durante un mes a una dieta compuesta exclusivamente de comida de McDonalds con el
objetivo de demostrar los devastadores efectos que esta tiene sobre la salud. La
transformación del cuerpo de Spurlock es, en este caso, el indicador de un discurso que luego
se amplía hacia la estructuración de los lobbies de comida y sus intereses políticos. Del
mismo modo, The Greatest Movie Ever Sold (Spurlock, 2011) aplica esa estrategia para
apuntar al mundo de la publicidad: Spurlock convence a diversas empresas para que se
publiciten en su película, llevando los logos y productos de estas y, por tanto, convirtiéndose
en hombre-anuncio. En ambas películas, la militancia del cineasta se manifiesta de una forma
en extremo personal que rompe esquemas en cuanto a la relación del autor con el texto y
permite un renovado proceso de empatía por parte del espectador.

¿De qué está hecho un documental?

Si bien es importante identificar las distintas modalidades, para lo cual la clasificación de


Nichols es perfectamente válida, también se hace necesaria una distinción de los ejes que
determinan, desde lo formal, que un documental pertenece a un tipo u otro:
• La intervención (o no) del cineasta. El grado de intervención del autor es crucial para la
transformación del texto, pues su subjetividad interviene como una magnitud variable que
altera ese universo de relaciones que aparece ante nuestros ojos. Dicha magnitud es muy útil,
por ejemplo, a la hora de hablar del cinéma vérité francés y del direct cinema
norteamericano. En el primero, cuya obra fundamental es Chronique d’un été (Paris, 1960),
Rouch y Morin son actores implicados en las interacciones que se producen entre los
personajes de la película. Contribuyen, desde dentro del cuadro, para que se sinceren y los
guían a través de temas que revelan la dimensión política del proyecto. En el direct cinema,
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sin embargo, encontramos que el director se mantiene al margen para tratar de capturar la
verdad. D. A. Pennebaker se mantiene detrás de la cámara en Dont Look Back y se limita a
observar los gestos y declaraciones de Bob Dylan durante su gira. En Grey Gardens (Ellen
Hovde, Albert Maysles, David Maysles y Muffie Meyer, 1975), sin embargo, los Maysles se
sitúan como contraplano de las Bouvier Beale. Aun si limitan considerablemente su papel en
la evolución de la imagen, su presencia se hace notar y forma parte del microcosmos
desquiciado y melancólico de sus protagonistas.
• El montaje. La forma en que las imágenes se ponen en relación resulta determinante a la hora
de constituir un discurso sobre la realidad que percibimos. Las continuidades, rupturas,
vínculos, yuxtaposiciones, efectos ópticos o superposiciones establecen múltiples caminos
para expresar esa verdad del cineasta. Recordemos que Vertov creía en la supremacía de la
cámara sobre el ojo humano, pero también en la necesidad de desvelar esa verdad a través
del montaje. Recordemos, también, que el montaje intelectual de Eisenstein apuntaba
asociaciones que debían conducir al espectador hacia conceptos e ideas preestablecidos por
el cineasta. Ambos tipos de montaje se pueden rastrear en el cine posterior, pues detectamos
la herencia de Vertov en Histoire(s) du cinéma (Jean-Luc Godard 1988-1998) y ese efecto
buscado por Eisenstein cuando en Titicut Follies (Frederick Wiseman, 1967) Wiseman
muestra en paralelo la alimentación forzosa de un paciente y la preparación de su cadáver
para su entierro. Más allá de correspondencias particulares, el montaje es una herramienta
vital en la no ficción para forjar líneas narrativas, establecer un ritmo concreto o trazar toda
una telaraña relacional que reordene los elementos del mundo a los que el cineasta se
refiere. Que las historias paralelas que Hoop Dreams (Steve James, 1994) narra sobre dos
chicos aspirantes a alcanzar la NBA mantengan su igual importancia se debe en gran parte al
equilibrio que consigue el montaje. Del mismo modo, en un documental sin diálogos y de
esencias líricas como Koyaanisqatsi, el montaje obedece principalmente a patrones rítmicos
armonizados con la música de Philip Glass.
• El grado de ficción introducido. A priori puede parecer una contradicción, pero la ficción
puede ser un elemento fundamental en la búsqueda de la verdad que acomete un documental.
En su forma más esencial encontramos la reconstrucción de unos hechos de los que no se
tienen imágenes, como sucede en The Thin Blue Line, donde la escena del crimen
(construida desde cero) es reinterpretada una y otra vez a partir de las declaraciones de los
implicados. O en Man on Wire (James Marsh, 2008), en la que la hazaña del funambulista
Philippe Petit es recreada con piel de thriller y tintes expresionistas. El artificio, en este
caso, es necesario para poder ofrecer una guía visual de los acontecimientos, que de otro
modo quedarían en el terreno de lo sugerido. El grado de ficción está hasta tal punto presente
en el género que lo podemos encontrar incluso en su amanecer. En Nanook of the North
vemos a la numerosa familia de Nanook salir del interior del kayak, pero intuimos que en la
secuencia media una manipulación de la puesta en escena, pues el reducido espacio de la
embarcación difícilmente la hace posible.
• Material de archivo. Implica un referente, una lectura más directa del momento histórico. Su
utilización ofrece al espectador una garantía mayor de verdad, aun si a veces resultan
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cuestionables las condiciones en las que esas imágenes se filmaron. El material de archivo
sirve a Cuando éramos reyes (When We Were Kings, Leon Gast, 1996) para levantar un
relato mítico en torno al combate en Zaire ente Muhammad Ali y George Foreman. No hay
duda de que la recuperación de los planos recogidos por las televisiones en el evento
contienen un escaso grado de mediación. En el otro extremo, las imágenes que conforman
San Pietro hablan en clave de archivo, pero contienen un grado importante de puesta en
escena, al igual que los pacientes retratados por el mismo Huston en Let There Be Light
(Huston, 1946). En la ficción, películas como Zelig (Woody Allen, 1983) o Forrest Gump
(Robert Zemeckis, 1994) alteran deliberadamente imágenes de archivo preexistentes para
integrar en ellas el recorrido vital de sus protagonistas.
• El uso del sonido. Aquí hablamos ampliamente de la voz narradora —o voces narradoras—,
las declaraciones de los entrevistados y la música. Los elementos sonoros nos guían a través
de la verdad que el cineasta quiere alcanzar. La voz narradora está llamada a explicitar el
grado de subjetividad que el autor está dispuesto a introducir. La narración de Ernest
Hemingway en Tierra de España (The Spanish Earth, Joris Ivens, 1937) presenta fugas
irónicas, pero por lo general se mantiene en márgenes asépticos y expositivos. Por el
contrario, Orson Welles consigue en Fraude (F for Fake, Welles, 1973) que sus palabras
sostengan un permanente estado de incertidumbre en el que nunca sabemos si lo que nos
cuenta es verdad. Las declaraciones o las interacciones funcionan de un modo similar, pues
el punto de vista está sujeto a una subjetividad inextricable que no le exime de transmitir una
verdad propia. En Chronique d’un été (Paris, 1960), Angelo y Landry se encuentran y se
caen bien, iniciando frente a la cámara una amistad. Sin embargo, en el debate final en el
cine, otros de los implicados en el rodaje aseguran que no se creen ese momento, a pesar de
que el mismo Angelo corrobora sus sentimientos y asegura haberse olvidado de la presencia
de la cámara. En cuanto a la música, esta puede intervenir en calidad de catalizadora de una
intención subrayadora o lírica. En Rumores de guerra, por ejemplo, la banda sonora
minimalista de Philip Glass apuntala el aura metafísica que envuelve las declaraciones de
Robert McNamara. En el documental de propaganda, la música juega un papel decisivo para
producir el efecto de exaltación en el espectador, como puede comprobarse en Triumph des
Willens (Leni Riefenstahl, 1935). Antes del nacimiento del sonoro, eran los intertítulos los
que concentraban el apoyo narrativo-poético a las imágenes.

La conjugación de dichos elementos en varias direcciones permite definir innumerables


posibilidades del texto documental, hasta el punto de que el género se escurre de una
definición concreta y nos encontramos de nuevo en la casilla de salida. ¿Qué es, en suma, lo
que define el documental respecto al thriller, el musical o el cine bélico? Porque, al fin y al
cabo, el documental puede ser también cualquiera de esos géneros, como sucede en The Act of
Killing. Lo que marca la diferencia respecto a otros tipos de cine no tiene tanto que ver con
códigos genéricos concretos, sino con el valor indicativo que sus imágenes disponen para con
el mundo histórico. Un documental documenta, se refiere, alude a algo que ha sucedido, está
sucediendo o incluso podría suceder. Sus imágenes se distinguen de las de la ficción pura en
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que no tienen razón de ser sin esa calidad referencial. A partir de ahí, genera una tesis sobre
ese mundo que se articula desde la experiencia y el punto de vista de su creador. En este
punto, es necesario hacer un alto y señalar un aspecto que no puede ser obviado: si cualquier
obra es política y tiene un componente ideológico, en el documental este aspecto se ve
enfatizado. Si en la ficción el autor opta por seguir ese camino con mayor o menos intensidad,
aquí existe una postura implícita respecto al mundo que conlleva el compromiso de su
representación. Opera, por tanto, una política representacional más delicada y exenta de
salvoconductos. La ética de sus imágenes será más pronunciada, más allá de los límites que el
realizador ponga a esta. En Shoah, Claude Lanzmann insta a los supervivientes de los campos
de exterminio a continuar con su testimonio hasta el final, incluso si alguno de ellos, como el
peluquero Abraham Bomba, a duras penas puede seguir con él. Para Lanzmann, se trata de una
obligación frente a la cual sus entrevistados deben responder, por lo que ni siquiera el
sufrimiento del recuerdo les exime de participar en su gran proyecto de la memoria. El
ejemplo de Lanzmann sirve como marcador de una postura política frente a las imágenes,
máxime cuando el cineasta rehúsa tirar de archivo. Su decisión determina la configuración
moral del texto, que es una extensión de su propia visión del mundo, y a ella se ve conminado
en un grado mayor del que se vería si acometiera la misma historia desde la ficción. Por otro
lado, la expresión ideológica también encuentra en el documental una plataforma fértil y más
efectiva, pues el estatus del género sigue siendo el de reflejo veraz. Esa efectividad se da
especialmente en el terreno de la propaganda, en el que los hechos son moldeados bajo una
narración a conveniencia que trata de manifestarse como objetiva y convertirse en verdad
oficial. La serie Why We Fight (Frank Capra y Anatole Litvak, 1942-1945) ofrece el
argumento que justifica la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. En el
otro bando, Triumph des Willens, Olympia 1. Teil - Fest der Völker (Leni Riefenstahl, 1938) y
Olympia 2. Teil - Fest der Schönheit (Riefenstahl, 1938) erigen un discurso sobre la unión de
la nación alemana, la superioridad de la raza aria y la eliminación de la diferencia.

Los inicios de la no ficción

La fábrica de los Lumière en Lyon marca el pistoletazo de salida del documental. Aún no es un
género. No es, ni siquiera, una imagen consciente de sus implicaciones. Pero sí un documento
del mundo, y como tal sirve de punto de partida. Los Lumière entendieron el cine como una
invención que permitía atrapar el universo sensible en imágenes en movimiento. Obtener al fin
ese reflejo viviente que la fotografía insinuaba. Era el acceso a la inmortalidad, ya fuera en la
comida de un bebé —Repas de bébé (Louis Lumière, 1895)— o en una locomotora que arriba
a su destino —L’arrivée d’un train à la Ciotat (Lumière, 1896). A los Lumière les interesaba
atrapar gestos, recoger lo que sus ojos veían a través de la cámara. Georges Meliès y Edwin
S. Porter serían la avanzadilla de los fabuladores y los narradores, pero los Lumière lo fueron
de los documentalistas. Las actualités de los Lumière —recordemos que el formato ya se
podía reconocer en algunas filmaciones para el kinetoscopio de Edison, como por ejemplo
bailes de nativos americanos o el show de Buffalo Bill— pronto quedaron sistematizadas:
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retazos de vida de 50 segundos —lo que duraba la película que cabía en la cámara— que
primero apuntaron a lo cotidiano y después a lo exótico. Las películas domésticas dieron paso
a grabaciones realizadas alrededor del mundo por camarógrafos entrenados por los propios
hermanos, que recibían instrucciones de qué tipo de escenas debían filmar y cómo debían
filmarlas —generalmente planos frontales o perspectivas diagonales que, en cualquier caso,
priman la actividad que sucede frente a la cámara. Las películas supervivientes muestran
imágenes rodadas en Israel, Turquía, Egipto, China, Japón o Argentina, y su objetivo no era
otro que el de importar estampas de un mundo desconocido. Nacía el travelogue. Con él, las
fronteras se diluyeron y los lugares más remotos se pusieron al alcance de cualquier
espectador. Y en ese despertar, la figura de Elias Burton Holmes adquiere una importancia
seminal. Aventurero infatigable, conferenciante sobre sus viajes alrededor del mundo y padre
del término travelogue, Holmes toma el relevo de John Lawson Stoddard, y lo hace en el
contexto de un medio tan incipiente como el del cine, circunstancia que aprovecha para
explorar una nueva forma de documentar sus peripecias por el globo. A una escala mayor, la
aparición de los hermanos Pathé y de Léon Gaumont, quienes levantarán dos respectivos
imperios productores y exhibidores, refuerza ese escenario, ya que ambos practicarán el
formato tan pronto empiecen a producir. Durante la década de los diez, las producciones de
viajes gozaron de sólida popularidad y fueron parte habitual de los programas de la época,
prolongándose en los años veinte con figuras como el matrimonio Martin y Ora Johnson.
En paralelo a ese nacimiento, la urgencia de la imagen como testimonio de los hechos
asaltará a los pioneros de un cine todavía en definición. La guerra hispano-americana en Cuba
en 1898 supondrá un episodio decisivo para la constitución del vínculo de esa imagen con el
mundo histórico. Conocida es la anécdota en la que el magnate de la prensa William Randolph
Hearst enviaba un telegrama a un corresponsal indicándole que este pusiera las fotos y que él
se ocuparía de la guerra. Es, desde luego, indicativa de esa urgencia que une imagen y hecho y
también de la rentabilidad que el conflicto podía proporcionar. Las dos compañías
estadounidenses más prominentes, los Edison Studios y la Biograph Company, enviaron
camarógrafos a la isla caribeña antes y después del inicio de la guerra, estableciendo así un
hito fundador en la participación de la imagen cinematográfica en el discurso periodístico y de
propaganda. Esto nos lleva al newsreel creado por Charles Pathé en 1911. El noticiario
cinematográfico se constituye, junto con el travelogue, en el otro gran formato que anticipará
el documental durante los años diez, y su vigencia perdurará hasta la expansión de la
televisión durante los sesenta. En los años siguientes, la Hearst Corporation lanzará Hearst
Metrotone News (1914-1967), y en la década siguiente la aparición de los estudios de
Hollywood supondrá la incorporación de sus propios noticiarios, a saber, Paramount News
(1927-1957), Fox Movitone News (1928-1963) y Universal Newsreel (1929-1967). En el
resto del mundo la newsreel se propagará de igual modo y dará pie a numerosos ejemplos,
entre los cuales ocupan un lugar prominente los Kino-Pravda (1922-1925), que Vertov realizó
durante los años veinte junto con su esposa, Elizaveta Svilova, y su hermano Mikhail Kaufman,
y el NO-DO (1943-1981) español, cuya existencia se prolongará durante cerca de cuatro
décadas.
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El nacimiento de una mirada

Será en esos años veinte, precisamente, cuando el documental se concrete como forma.
Durante la década anterior, Robert J. Flaherty había venido realizando diversas expediciones
al noreste canadiense para la Canadian Northern. Había documentado sus incursiones con una
cámara, pero perdería el material grabado en un desafortunado incendio. El impulso
documental nace cuando decide volver a tierras canadienses para filmar el modo de vida de
los inuit. Nanook of the North buscaba ser el retrato de una realidad que ya había dejado de
existir como tal, pues la aspiración de Flaherty era retratar a los inuit como un pueblo que
permanecía ajeno a los avances de la modernidad. La manipulación que Flaherty introduce en
sus imágenes es, paradójicamente, lo que permite acceder a la verdad del cineasta, y aunque la
puesta en escena, el falseamiento y la interpretación ya eran elementos presentes en las
actualités y en los travelogue de los anteriores decenios, aquí existe un importante grado de
consciencia sobre la forma en que el retrato debe ser construido. La película, además, supone
un éxito de público que encumbra una forma de relatar alternativa a la que se consolida en las
ficciones de los estudios —y que van a definir las narrativas de Hollywood— e inaugura el
género con carácter oficial. Hasta Nanook, este se hallaba en su prehistoria. Después de él,
comienzan su transformación vertiginosa y sus innumerables ramificaciones.
En paralelo, la sinfonía urbana empieza también a definirse como modelo. Bien es cierto que
durante los años de las actualités los camarógrafos captaban numerosas secuencias de la vida
en las ciudades. Baste recordar, sin ir más lejos, la filmación llevada a cabo en el metro de
Nueva York por Billy Bitzer en 2 A. M. in the Subway (1905). Sin embargo, es en los años
veinte, tiempo de bonanza económica y emergencia de las metrópolis, cuando el subgénero se
define con rasgos sinfónicos y la aspiración de ofrecer una mirada compleja al cosmos que
representa la urbe. Hay, además, un importante grado de experimentación que distingue la
sinfonía de películas urbanas precedentes y que apunta a la evolución expresiva que el
documental, que todavía no ha adquirido ese nombre, está viviendo. En Manhatta (Charles
Sheeler y Paul Strand, 1921) esos rasgos se detectan fácilmente, tanto en los juegos formales
que permiten las vistas de la ciudad de Nueva York como en la introducción de intertítulos con
versos de Walt Whitman. A lo largo de la década, otras le seguirán, caso de Rien que les
heures (Alberto Cavalcanti, 1926), Berlin: Die Sinfonie der Grosstadt (Walter Ruttmann,
1927), Études sur Paris (André Sauvage, 1928), São Paulo, Sinfonia da Metrópole
(Adalberto Kemeny y Rudolf Rex Lusig, 1929) o Bezucelná procházka (Alexander Hammid,
1930), un recorrido en tranvía por Praga.
Intencionadamente he dejado de mencionar dos películas fundamentales en el desarrollo del
subgénero. Hacia finales de los años veinte y principios de los treinta, El hombre con la
cámara y À propos de Nice (Boris Kaufman y Jean Vigo, 1930) alumbran nuevos senderos a
partir de sendos triunfos expresivos en el terreno de la no ficción. La primera supone una
aplicación de la teoría del Cine-Ojo que Dziga Vertov había venido elaborando durante la
década sobre el modelo de sinfonía urbana. En la película de Vertov se dan cita el
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constructivismo, la lógica productiva de inspiración marxista, el elogio de la máquina y el


descarte de la dimensión psicológica, un monumental proyecto que permanece como una de las
mayores conquistas del montaje soviético. Curiosamente, será el hermano de Vertov Boris
Kaufman —el nombre real de Dziga Vertov era Denis Abramovich Kaufman— quien
codirigirá junto con Jean Vigo À propos de Nice. Con ella, Vigo y Kaufman retuercen la
sinfonía urbana y la pliegan a exploraciones oníricas, una textura poética que define la
relación de amor-odio de Vigo con la ciudad con una feroz crítica social explicitada en el
montaje —de ineludible influencia soviética— en la que el cineasta iguala en la muerte y en la
desnudez a la clase aristócrata y el pueblo llano.
La década de los veinte es también la de John Grierson. Una década formativa en la que el
escocés se prepara teóricamente para liderar en años sucesivos la escuela británica. Grierson
estudia en la Universidad de Chicago junto a teóricos como Walter Lippman y bautiza el
género como documental en 1926, en una reseña de Moana (Robert J. Flaherty, 1926) para
The New York Sun. Sus años formativos le permiten desarrollar unos ideales en torno al
documental que primero aplicará en su debut tras la cámara, Drifters (Grierson, 1929) —en
torno a la pesca del arenque en el Mar del Norte—¸ y que servirán asimismo para regular
creativamente los trabajos del grupo de cineastas que conformarán la Film Unit de la Empire
Marketing Board. Se trata de la búsqueda de un cine comprometido y de valor didáctico para
la sociedad. El documental como una plataforma para inculcar valores democráticos en la que
se hace preciso un desvelamiento de lo real a través de patrones dramáticos reconocibles por
el público —potenciando, de este modo, los efectos dramáticos en la sala de montaje y
alineándose con la visión de Sergéi M. Eisenstein. Scott Anthony señala cómo, más allá del
interés crítico despertado por títulos más conocidos como la propia Drifters o Industrial
Britain (Robert J. Flaherty, 1931), la Film Unit de la EMB albergó toda una escuela
experimental en la que se concitaban investigaciones sobre la financiación de películas,
revistas intelectuales y otras actividades que definían al grupo como una caldera creativa que
explotó los talentos de cineastas como el propio Wright, Harry Watt o Paul Rotha (Anthony,
año desconocido) —a los que habría que añadir otros como Stuart Legg, Alberto Cavalcanti,
Edgar Anstey, Arthur Elton o Humphrey Jennings, entre otros. Sería la depresión económica la
que interrumpiría esa progresión, convertiría a la Empire Marketing Board en una suerte de
agencia de publicidad gubernamental y llevaría a Grierson y a su unidad a continuar su labor
bajo el signo de la General Post Office Film Unit, creada en 1933 por Sir Stephen Tallents con
la directriz de reforzar la reputación del servicio de correos. En esa nueva etapa se completan
filmes tan relevantes como The Song of Ceylan (Wright, 1934), BBC: The Voice of Britain
(Legg, 1935), Coal Face (Cavalcanti, 1935) y Night Mail (Watt y Wright, 1936), obras que
describen aspectos tan diversos como el modo de vida de los cingaleses, la importancia de la
British Broadcasting Corporation, una comunidad minera en Gales o el transporte de correo
con un tren nocturno que alcanza tierras escocesas en la misma noche para su entrega. Temas
muy diferentes pero unidos por el nexo de una mirada al funcionamiento de las instituciones o
las industrias británicas. En 1938, Grierson es invitado por el gobierno canadiense para
ofrecer su consejo sobre el uso del cine. A partir de esa visita y del informe posterior se crea
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en 1939 la National Film Board, una de las instituciones más importantes en el desarrollo del
género, a la que el propio Grierson importa talentos como Norman McLaren y en la que
permanece hasta que las acusaciones de simpatizar con el comunismo fuerzan su salida.

Crisis y propaganda

Al margen de Grierson, los años treinta traen transformaciones capitales. La consolidación del
sonoro es la novedad técnica más relevante para los documentalistas, permitiéndoles reforzar
su discurso más allá de las imágenes. La importancia de ese altavoz no puede ser pasada por
alto, y simplemente basta con pensar en la voz intimidante y carismática de Adolf Hitler
dirigiéndose a la masa en Triumph des Willens para verificarlo. Esto nos lleva a otro gran
indicador: la ideología, que ya era un elemento decisivo en la gestación de formas del
documental durante los años veinte, ahora juega un papel si cabe más decisivo en el cine de
propaganda. Resulta perturbador comprobar que la sinfonía urbana que Walter Ruttman dedicó
a una Berlín efervescente y epítome de la modernidad iba a convertirse en la antesala de una
exaltación nacionalista cuyas consecuencias ya conocemos —Ruttman participará como
guionista en Triumph des Willens junto con Eberhard Tauber. Leni Riefenstahl, con sus
películas sobre el Congreso de Nuremberg y los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, se
revelará como la gran experimentadora dentro del género. Las geometrías al servicio de un
mensaje de unidad y de poder, en Triumph des Willens, o las imágenes de los cuerpos
perfectos de los deportistas arios equiparados a inmortales esculturas de la antigüedad, en
Olympia 1. Teil - Fest der Völker, hablan de la creatividad y la contundencia que la cineasta
aportó a un discurso que precipitaría el mundo a la catástrofe.
Mientas la maquinaria de propaganda nazi seguía funcionando, en Estados Unidos el
escenario era otro. Como parte del New Deal instaurado por la administración de Franklin
Delano Roosevelt, la Resettlement Administration —luego sustituida por la Farm Security
Administration (FSA)— financiaría dos documentales llamados a potenciar el discurso oficial
de reformismo y recuperación: The Plow That Broke the Plains (Pare Lorentz, 1936), sobre
los efectos de la agricultura desregularizada en las Grandes Llanuras y sus consecuencias
durante la Dust Bowl —la sequía que asoló llanuras y praderas del país entre 1934 y 1937,
provocando abundantes tormentas de polvo—; y The River (Lorentz, 1938), en torno al
proyecto de la Tennesse Valley Authority en el Río Misisipi para evitar las inundaciones y la
erosión de la capa superior del suelo. Con Pare Lorentz a la cabeza, ambos cortos
documentales pondrían el acento en las políticas agrarias y su importancia para restaurar la
salud económica de la nación, configurándose como un idóneo complemento a la imaginería de
la Gran Depresión forjada por fotógrafos de la FSA como Dorothea Lange, Walker Evans o
Jack Delano. Mientras el país ponía su mirada en los gravísimos problemas internos, un grupo
de intelectuales en Nueva York percibía el alzamiento del fascismo en Europa como una
amenaza que debía ser atendida de inmediato. La History Today pronto vio la necesidad de
alertar sobre el avance fascista que ya se estaba produciendo en España. Sería Joris Ivens,
trasladado poco antes a Estados Unidos desde su Holanda natal, quien junto con John Fernhout
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viajaría a nuestro país para rodar Tierra de España. Título destacado en su extensa
filmografía consagrada a la militancia documental alrededor del mundo, Ivens utilizó el relato
de la caída de Madrid y el trabajo colectivo de una comunidad en Fuentidueña del Tajo para
concienciar sobre lo que estaba en juego en el conflicto e insuflar una esperanza para la que
Sierra de Teruel (L’Espoir, André Malraux, 1945) llegaría demasiado tarde. Unos años antes
del comienzo de la Guerra Civil, Luis Buñuel había retratado en Las Hurdes, tierra sin pan
(Buñuel, 1933) los desequilibrios profundos de la región titular durante los años de la
República, abrazando la exacerbación de modelos como la sinfonía urbana o el travelogue y
recogiendo la herencia surrealista, pese a la declarada intención del director de desvincularse
del movimiento. En las incómodas imágenes de Las Hurdes puede intuirse el carácter
desquiciado e inestable de un país al borde del colapso y el preludio de un largo periodo de
sombras.
En los años cuarenta, el mundo está en guerra y la propaganda estadounidense ve forzada su
movilización cuando el curso de los acontecimientos obliga al país a participar en la
contienda. El giro en el discurso de la administración Roosevelt, que inicialmente se había
mantenido favorable a la no intervención, exige una justificación que dará Why We Fight, serie
de documentales realizados por el Departamento de Guerra que dirige Frank Capra, con el
apoyo de Anatole Litvak, mientras cumple con su servicio. Los siete episodios que la
componen dibujan un convincente mapa para el apoyo de la intervención en el que se abordan
narraciones de la conquista de Manchuria a manos de los japoneses o de Etiopía por los
italianos —Prelude to War (Capra y Litvak, 1942)—, la anexión nazi de Austria,
Checoslovaquia y Polonia —The Nazis Strike (Capra y Litvak, 1943)—, la caída de Francia
—Divide and Conquer (Capra y Litvak, 1943)—, el enfrentamiento británico contra la
Luftwaffe alemana —The Battle of Britain (Capra y Anthony Veiller, 1943)—, la batalla en el
Frente Oriental —The Battle of Russia (Capra y Litvak, 1943)—, la masacre de Nanking y la
resistencia a la invasión japonesa en China —The Battle of China (Capra y Litvak, 1944) y,
finalmente, las razones de la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial —War
Comes to America (Capra y Litvak, 1945). A lo largo de estos episodios, la estrategia
propagandística de Capra descansa en una voz vehicular que tiñe los relatos de exaltación y
optimismo, un uso frecuente de gráficos, mapas de apoyo a los hechos y datos aportados, y el
uso de imágenes tomadas en el campo de batalla o incluso prestadas de los propios filmes de
Riefenstahl, elaborando así un trabajo de contrapunto discursivo respecto a la propaganda
nazi. Además de la intensa labor de Capra y Litvak, otro realizador renombrado como John
Huston lleva a cabo documentales de propaganda con un resultado bien distinto. Aunque
Report from the Aleutians (Huston, 1943), su primera incursión en solitario —previamente
había codirigido Tunisian Victory (1944) junto con Capra y Hugh Stewart, sobre la campaña
en el norte de África—, sí que tiene una buena acogida, San Pietro será retenida por el
Departamento de Guerra hasta el final del conflicto debido a la crudeza de sus imágenes. Let
There Be Light (Huston, 1946), sombría inspección en los traumas psicológicos de los
soldados y su reinserción social en la posguerra, iba a correr peor suerte, pues sería censurada
durante 35 años en Estados Unidos. El cine de propaganda de Huston, a diferencia del de
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Capra, ofrecía demasiados claroscuros como para despertar la simpatía oficial.

La revolución de los equipos ligeros

Terminada la guerra y reconfigurado el mapa internacional, en los años cincuenta y sesenta el


cine documental vivirá nuevas revoluciones que, por un lado, responderán a la anterior
urgencia propagandística con replanteamientos ontológicos del género en busca de nuevos
caminos para obtener la verdad. El género reflexiona sobre su papel, evalúa sus imágenes, y
esa transformación se debe en parte a la aparición de equipos ligeros que permitirán una
filmación más ágil y espontánea, alejando las imágenes documentales de la puesta en escena y
acercándolas a su independencia y libertad de los modos de producción generalizados en el
cine de ficción —y en un escenario de progresiva penetración de la televisión, en el que cabía
perfilar nuevas formas de dirigirse al público. Así pues, el documental encontrará argumentos
para migrar, más si cabe, hacia una función progresivamente militante y experimental que se
verá pronunciada en años siguientes. El cinéma vérité halla su piedra de toque en Chronique
d’un été (Paris, 1960), de Edgar Morin y Jean Rouch, en la que la interacción entre los
personajes es la clave para la extracción de esa verdad. En esa interactividad, sin embargo,
los cineastas cumplen un rol protagonista que no tendrán los directores del direct cinema
norteamericano, quienes preferirán permanecer al margen de lo que sucede ante la cámara.
Dos hitos clave del cine directo deben ser reseñados en este punto. Por una parte, el papel de
la National Film Board de Canadá (NFB) en la afirmación de esa corriente, y en especial con
la producción de The Candid Eye (CBC, 1958), serie documental de siete episodios con
Terence Macartney-Filgate al frente y centrada en retratos sociales tan variopintos como el
ambiente navideño en Montreal, la rutina de la policía de Toronto o la marcha de peregrinos
hacia el Oratorio de San José, también en Montreal. Si por algo se caracterizó la NFB en sus
incursiones durante este periodo es precisamente por la innovación tecnológica, que redefinía
la textura documental, por ejemplo en la introducción de la grabación de sonido sincrónico en
exteriores (Nichols, 1997, pág. 337). Por otra parte, la Drew Associates estadounidense, en la
que a finales de los cincuenta se reunirían D. A. Pennebaker, Richard Leacock, Albert y David
Maysles y el propio Macartney-Filgate. Sociedad fundada por Robert Drew, corresponsal de
la revista Life, el propósito del grupo era vigorizar el género documental y apartarlo del
estándar que en aquel momento imponía el See It Now (CBS, 1951-1958), de Edward
Murrow. En 1959 Drew Associates desarrolla una cámara al hombro de 16 mm sincronizada
con una grabadora portátil Perfectone, un sistema óptimo para un equipo de dos personas
(Powers, 2016). Al año siguiente consiguen permiso para filmar las primarias en Wisconsin, a
las que comparecen como candidatos John Fitzgerald Kennedy y Herbert Humphrey, con
victoria del primero. Primary (Robert Drew, 1960) es el resultado de ese rodaje, y consigue,
efectivamente, una ligereza en los movimientos que permite a la cámara buscar a los
protagonistas entre la multitud y centrar rápidamente el detalle —por ejemplo, los apretones
de manos de los Kennedy y sus gestos. Seguida por Adventures on the New Frontier (Richard
Leacock, Albert Maysles, D. A. Pennebaker y Kenneth Stilson, 1961), Crisis: Behind a
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Presidental Commitment (Drew, 1963) y Faces of November (1964), las cuatro películas
sobre Kennedy no solo asientan una ruta a seguir para el cine documental, sino que sus
imágenes ayudan a trazar su dimensión icónica, cerrada de manera trágica con el vídeo en 8
mm. de Abraham Zapruder. Frente a la idea de objetividad y de alcanzar la verdad sostenida
por los directores del direct cinema, Emile de Antonio, director de títulos como Point of
Order (De Antonio, 1963) —en torno a las comparecencias de Joseph McCarthy y miembros
del ejército frente al Senado tras acusaciones cruzadas entre ellos— o In the Year of the Pig
(De Antonio, 1968) —en torno a la Guerra de Vietnam—, se postulará como la principal voz
disidente de la corriente, alegando la imposibilidad de cualquier realizador de poseer una
verdad. Frederick Wiseman, por su parte, configura una vía independiente que a través de
obras como Titicut Follies o High School (1969) adelanta toda una carrera dedicada al retrato
de instituciones y los efectos de estas sobre los individuos. En la BBC británica, Peter Watkins
retuerce los límites de esa posible (o no) verdad a debate con El juego de la guerra (The War
Game, Watkins, 1965), una puesta en escena bajo códigos documentales de las consecuencias
de una guerra nuclear en Gran Bretaña y un temprano ejemplo de falso documental que, en
clave de comedia, hará fortuna en películas como This is Spinal Tap y Forgotten Silver (Costa
Botes y Peter Jackson, 1995).
Los años sesenta suponen, en definitiva, una de las décadas más convulsas para el género. Al
margen de las corrientes mencionadas en torno a una búsqueda de la verdad, este encuentra en
las estrellas del rock y en los grandes eventos musicales un filón para registrar el nacimiento
de mitos de la cultura popular. Bob Dylan es filmado por D. A. Pennebaker de manera distante
pero íntima en Dont Look Back. Los Rolling Stones sirven como materia para un texto
marxista de Jean-Luc Godard en One Plus One (Sympathy for the Devil) (Godard, 1968). Y
tres grandes festivales que marcan la época encuentran su reflejo documental, a saber: el
Monterey Pop Festival de 1967 en Monterey Pop (Pennebaker, 1968); el Woodstock de 1969
en Woodstock (Michael Wadleigh, 1970); y el Altamont Speedway Free Concert en Gimme
Shelter (Albert y David Maysles y Charlotte Zwerin, 1970). Del mismo modo, en la vertiente
más experimental del género, artistas como Stan Brakhage o Andy Warhol en películas como
Mothlight (Brakhage, 1963) o Blow Job (Warhol, 1963) lo llevan hasta nuevos límites en los
que la relación de la imagen con el mundo histórico no es tan importante como sus hallazgos
plásticos o expresivos.

Intimidad y rebeldía: la historia que nunca acaba

A medida que avanza el siglo, el documental sigue viviendo nuevas reformulaciones y


rehaciendo sus texturas a partir de la evolución de los equipos. El acceso a cámaras caseras
permite la aparición de las home movies, un subgénero en sí que permite transmitir la
experiencia personal con un elevado grado de intimidad y un margen razonable para la
experimentación. Aunque surgen en el seno de las vanguardias de los sesenta, es en los setenta
cuando David Perlov empieza a grabar su Diary (Perlov, 1983), proyecto que se prolongará
por más de una década, y cuando Jonas Mekas lleva a cabo su emotiva Reminiscences of a
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Journey to Lithuania (Mekas, 1972), crónica del efímero viaje a su Lituania natal ya desde la
mirada de un exiliado. En América Latina, el documental sirve como instrumento para
combatir las dictaduras y consolidar una necesaria militancia, ya sea en una forma más
expositiva, caso de la trilogía La batalla de Chile, o en la encrucijada formal de una obra que
ve alterada su naturaleza por los acontecimientos históricos, caso de Cabra marcado para
morrer (Eduardo Coutinho, 1984). En los proyectos de Patricio Guzmán y Eduardo Coutinho,
además, se pone el énfasis en una vindicación de la memoria, que ocupa una tradición
importante dentro del género como vía en la que el vínculo con los hechos, ya de por sí fuerte,
es subrayado con el fin de que estos no puedan repetirse. En ese sentido, Shoah se postula
como monumento a la memoria del exterminio judío durante la Segunda Guerra Mundial, y lo
hace rechazando el uso de la imagen de archivo y depositando todo el peso en el testimonio, a
diferencia de las derivas líricas de Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1956) u
otros ejemplos de corte más expositivo. La presencia de recursos de archivo, en cualquier
caso, ya no es una urgencia para el documental en cuanto que este ha consolidado toda una
gama de opciones que le permiten explorar cada tema sin responder necesariamente ante el
efecto verdad. Werner Herzog lo lleva a coordenadas personales y desfigura el travelogue
para convertirlo en crónica mitológica, de atmósfera onírica, en Fata Morgana (1971).
Películas como The Thin Blue Line hablan desde una autosuficiencia expresiva y una ética
rocosa, dejando atrás cuestiones caducas sobre la objetividad. Otras, como Nema-ye Nazdik
(Abbas Kiarostami, 1990), ponen en crisis la dicotomía entre ficción y documental con un
texto que los hace indistinguibles. Y otras, como Sans soleil (Chris Marker, 1983) y Los
espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, Agnès Varda, 2000), prefieren
reflexionar sobre la propia naturaleza de la imagen.

El documental como espectáculo

Ya en el siglo XXI, el documental vive una última revolución que apunta hacia el papel
performativo del autor y su explotación como estrella que guía al espectador a través de su
discurso. Pese a haber iniciado su carrera como director a finales de los ochenta con Roger &
Me (Michael Moore, 1989), es en los 2000 cuando el documental combativo de Michael
Moore adquiere notoriedad en el contexto de unos Estados Unidos gobernados por la
administración de George Bush. En ese escenario, Bowling for Columbine y Fahrenheit 9/11
(2004) suponen dos contundentes denuncias que sitúan el documental político en el ojo del
huracán y reciben una extraordinaria acogida entre el público, hasta el punto de que la
segunda, ataque frontal a la gestión del gobierno republicano, se convierte en el documental
más taquillero de la historia. Por tanto, y más allá de sus métodos ampliamente discutidos y
reprochados, la figura de Moore revitaliza el género y lo hace con una consciente
espectacularización que responde a la urgencia de una movilización social. Junto a Moore, la
personalidad más destacada en esa tendencia es el ya referido Morgan Spurlock, quien opta
por una forma si cabe más espectacular pero siempre coherente de demostrar su tesis y ganar
la empatía del espectador. De un perfil más discreto, al menos en lo que a elecciones formales
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se refiere y eliminando el acento en lo performativo, es Oliver Stone, quien además de sus tres
documentales consagrados a Fidel Castro, Comandante (Stone, 2003), Looking for Fidel
(Stone, 2004) y Castro in Winter (Stone, 2012), ha abordado recientemente el enorme
proyecto de una historia alternativa del siglo XX estadounidense en La historia no contada de
los Estados Unidos (The Untold History of the United States, Stone, 2012-2013), definida
por su combatividad política y también por un llamativo determinismo.
En particular, el documental político goza hoy de sólida salud y renueva sus parámetros
creativos al tiempo que revisa sus propias fronteras formales, como sucede en las películas de
Joshua Oppenheimer The Act of Killing y The Look of Silence (Oppenheimer, 2014) o en el
documental de animación Vals con Bashir (Vals Im Bashir, Ari Folman, 2008), ejercicios que
sirven a la pervivencia de la memoria histórica desde perspectivas renovadoras. Dejando ese
frente a un lado, y salvo excepciones, en los últimos tiempos el resto de vertientes del género
ha seguido ofreciendo reformulaciones más o menos enérgicas, pero siempre en
correspondencia a tradiciones ya consolidadas que se ven representadas en los cincuenta
títulos analizados a continuación.















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Nanook of the North (1922)
Producción: Les Frères Révillon y Pathé Exchange
Productor: Robert J. Flaherty
Director: Robert J. Flaherty
Guion: Robert J. Flaherty y Frances H. Flaherty
Fotografía: Robert J. Flaherty
Montaje: Robert J. Flaherty y Charles Gelb; Herbert Edwards (versión de 1947)
Música: Rudolf Schramm (versión de 1947); Stanley Silverman (versión de 1976)
País: Estados Unidos y Francia
Año: 1922. No estrenada en España
Duración: 78 min. Blanco y negro. Muda
Título en DVD: Nanook, el esquimal

Aprincipios del siglo XX el mundo todavía era un lugar de límites emborronados y rincones
sin conquistar. El margen para el descubrimiento era aún generoso, y el cine era la
herramienta que corroboraba la conquista desde que los Lumière enviaran a sus cámaras
alrededor del globo. En los años diez, Robert J. Flaherty realizó varias expediciones para la
Canadian Northern de Sir William MacKenzie en las inhóspitas tierras del noreste canadiense.
El objetivo era encontrar mineral de hierro para la compañía, para lo cual Flaherty viajó
durante un periodo de seis años a varias de las islas y penínsulas todavía inexploradas de la
zona. Como parte de la expedición, llevó consigo una cámara con la que, siguiendo los pasos
de los camarógrafos de los Lumière, se propuso registrar las experiencias de sus viajes. En
Baffin Land y en las Islas Belcher, filmó entre 1913 y 1914 a los nativos y los paisajes para
traerse a casa más de 30.000 pies de película. Sin embargo, un incendio en la sala de montaje
destruyó el material y le llevó a plantearse una nueva aventura en el norte.
Dos elementos clave aparecen en este punto. Por una parte, el descontento de Flaherty con
las imágenes que había grabado, llegando a asegurar que resultaban excesivamente amateur
(Flaherty, 1999). Por otra, la activación de una consciencia de la forma de lo filmado que le
llevó a plantear una narrativa dentro de lo que aún podríamos considerar un gesto artístico más
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intuitivo que meditado: el retorno a las vastas extensiones heladas de la Bahía de Hudson —en
concreto, a Cabo Dufferin— se centraría en esa ocasión en el modo de vida de un grupo inuit,
registrando sus rutinas cotidianas y sus técnicas de caza. Incluso Flaherty tenía en mente
referentes visuales específicos como la película Among the Cannibal Isles of the South
Pacific (Martin E. Johnson, 1918), realizada por el matrimonio Martin y Ora Johnson en su
expedición a los archipiélagos Islas Salomón y Nuevas Hébridas —hoy Vanuatu. Sus
intenciones, empero, se vieron moduladas por el matiz más determinante de todos: más allá de
ese despertar de una reflexión en torno a la imagen y de la constatación de una suerte de
género de imágenes consagradas a recoger lugares, costumbres y ritos remotos, Flaherty
aspiraba a filmar el modo de vida inuit antes de su transformación bajo la influencia
occidental. Es decir, apuntaba a registrar una realidad a la que llegaba tarde, pues la
población inuit de la región no había permanecido impermeable a ese influjo exterior.
Aquí es donde nace la gran paradoja. La primera obra consensuada como documental en su
definición como género con códigos propios que busca aprehender el mundo histórico se vale
necesariamente del artificio hasta el punto de hacerse prácticamente inseparable de la ficción.
Cuando vemos a Nanook cazar con el arpón asistimos a una recreación de condiciones
pretéritas de esa práctica, pues los inuit venían cazando con rifles desde hacía tiempo.
Tampoco la reacción entre la sorpresa y la alegría de Nanook al escuchar el sonido de un
gramófono tiene una base espontánea, ya que el esquimal conocía de antemano la invención. Y
ni siquiera la cotidianidad del pequeño iglú donde vive con su familia se entiende sin la
simulación, pues las secuencias fueron grabadas en un iglú construido ex profeso para
acomodar la cámara y la iluminación. Nanook of the North recurre a la puesta en escena como
medio para alcanzar la esencia de una realidad anterior, impidiendo que el presente se
interponga en la construcción de un relato gobernado por una ilusoria pureza. No existe en ella
la pretensión de traicionar lo real, si es que Flaherty llegó a plantearse una encrucijada ética
en esos términos. Que sus imágenes no se correspondan con rigor —¿y cómo podrían?— a la
experiencia de la vida inuit no significa que carezcan de honestidad, pues estas buscan la
huella de un mundo en parte extinguido, en parte en peligro de extinción. Que esa búsqueda se
asfalte a menudo en el artificio tampoco impide conquistas de una belleza desnuda, caso del
bebé esquimal compartiendo encuadre con dos cachorros husky. ¿No surge, cualquiera de los
dos ejemplos, de la sincera vocación de un retrato idealizado en un estado primitivo de los
filmados? Si atendemos a la triple definición de Louis Menand cuando señala que el esencial
impulso documental es «atrapar la vida fuera de campo, filmar lo que no estaba previsto que
sucediera o lo que hubiera sucedido si alguien estaba allí para filmarlo o no» (Menand, 2004),
encontramos que la primera acepción encaja aquí en la medida en que la vida de ese grupo
esquimal probablemente hubiera permanecido ignota de no ser por la película, mientras que la
tercera nos invita a un terreno especulativo similar al del propio Flaherty a la hora de abordar
la recreación de determinados gestos, ritos y emociones frente a la cámara. Lo relevante, en
última instancia, es la propia fe y la coherencia del cineasta al llevar a término su propia
economía de la verdad, un vínculo entre él y el mundo histórico que está tan presente en la
narrativa ficcional que tiene lugar en los pantanos (no ficticios) de Louisiana Story (Flaherty,
1948), en la (presunta) narrativa documental contextualizada en una isla del Pacífico Sur, en
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Moana, o en el archipiélago irlandés de Arán, en Man of Aran (Flaherty, 1934).


Las Hurdes, tierra sin pan (1933)
Productor: Ramón Acín y Luis Buñuel
Director: Luis Buñuel
Guion: Luis Buñuel, Rafael Sánchez Ventura y Pierre Unik
Fotografía: Eli Lotar
Montaje: Luis Buñuel
Música: Darius Milhaud
País: España
Año: 1933
Duración: 30 min. Blanco y negro

D esprende Mi último suspiro, relato biográfico y en primera persona de Luis Buñuel, la


misma espontaneidad y honestidad en la exageración de sus recuerdos que Federico
Fellini en Hacer una película (Fellini, 1999). Los dos creadores comparten una fe nunca
impostada en la fabulación y en la elasticidad de lo real en sus narraciones. Ciertamente, es
tentador describir Las Hurdes, tierra sin pan como una reacción hiperrealista al desencanto
de Buñuel respecto al grupo surrealista y omitir sus meandros oníricos, delatados en imágenes
inestables entre la observación y la intervención. Lo cierto es que en la mencionada biografía,
el cineasta de Calanda sí reconoce su alejamiento a principios de los años treinta del
surrealismo desde el momento en que detecta una inclinación al esnobismo de lujo entre sus
miembros (Buñuel, 2012, pág. 174). Sería un error, sin embargo, entender su tercera película
como una suerte de emancipación total del surrealismo tras Un chien andalou (Buñuel y
Salvador Dalí, 1929) y L’âge d’or (1930) y un tránsito hacia un cine de cariz realista. Más
preciso sería hablar de ella como síntoma de la crisis del surrealismo, de la que surgirá, según
Mercè Ibarz, como «una propuesta radicalísima en cine que queda ahí, para testimoniar que lo
que quedaba del surrealismo encontró en España socios muy competentes entre los
anarquistas» (Ibarz, 2000, pág. 50).
Efectivamente, la alianza de Buñuel con su amigo Sánchez Ventura y con el anarquista Ramón
Acín fue determinante en la concepción de Las Hurdes, tierra sin pan. Buñuel acababa de leer
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un estudio de Maurice Legrende —director del Instituto Francés de Madrid— sobre esa
empobrecida región ente Cáceres y Salamanca. Al trasladar su interés a Sánchez Ventura y
Acín, el segundo le dijo que si le tocaba la lotería le financiaría la película. Dos meses
después, Acín ganaría un pequeño premio y cumpliría su palabra aportando el dinero
prometido. El director hizo venir a Pierre Unik de París para ser su ayudante y con una cámara
prestada por Yves Allégret iniciaron un rodaje, para el que se fijaron un plazo de un mes —
debido al escaso presupuesto. El documental se centraría en las condiciones de vida precarias
de los habitantes del medio centenar de aldeas que se repartían entre las montañas de Las
Hurdes, y en particular en la Aceitunilla. En aquella diminuta población las familias apenas
disponían de un pequeño arroyo de agua sucia para cubrir sus necesidades, su exigua dieta se
limitaba a patatas y alubias —muchos de ellos ni siquiera habían conocido el pan tierno—, y
enfermedades como el paludismo o el bocio se extendían como mal habitual en su realidad
cotidiana. El conjunto de miserias no quedaba ahí: rutinarias muertes infantiles, tráfico de
niños o discapacitados mentales nacidos del incesto y apartados socialmente. El retrato
adquiere un tono pedagógico llamado a ilustrar a la sociedad civilizada en torno a una ignota
zona que pareciera enquistada en un pasado prehistórico. Con esa voluntad, Buñuel marca las
escasas diferencias de clases sociales —la posesión de un cerdo o una cama es, por ejemplo,
indicativa de un estrato más alto—, subraya con un puñado de imágenes en la escuela una
educación conformista —el niño que escribe en la pizarra «respetad los bienes ajenos»— y
señala a la iglesia como única construcción que atesora lujos en la zona, forjando de esta
manera una panorámica social no exenta de componente político velado en el comentario. Esa
construcción, según Ibarz, se corresponde con una exacerbación de modelos, como la sinfonía
urbana, el noticiario cinematográfico o el documental de viajes exóticos, con el fin de
«afrontar el inconsciente social primero, aquello que encadena a los humanos a su tierra
infértil» (Ibarz, 2000, pág. 50).
Hay, por tanto, un excedente de significado en la mirada que arroja Las Hurdes, tierra sin
pan. Si Flaherty modula el impulso meramente exótico para constituir un reflejo intervenido de
un pasado social, Buñuel escarba en los detalles cotidianos para crear un relato que sobrepasa
los límites en principio inofensivos de la obra didáctica para apuntar a una humanidad
abandonada en el olvido y el desequilibrio social en el contexto de una república liberal-
socialista. Es decir, la segunda dispone una relación más vinculante con el presente, lo cual
repercute en su prohibición a partir de finales de 1933 tras la victoria electoral de las
derechas antirepublicanas. En cualquier caso, la incidencia de ambos realizadores jugó un
papel determinante en la construcción de sus imágenes documentales. Ya hemos hablado del
caso de Flaherty. En la obra del director español, sabida es la intervención de su equipo en el
despeñamiento de la cabra o la muerte de un burro a manos de un enjambre de abejas —a
pesar de que la voz narradora afirma que fue un accidente. Ambas secuencias son
significativas a la hora de medir las fuerzas surrealistas que operan bajo códigos realistas: en
el plano cenital de la cabra cayendo y en el detalle del ojo del burro plagado de abejas, mora
la misma agitación abstracta que mueve las imágenes de Un perro andaluz, aquí al servicio de
un género con acceso más directo a la reflexión y la reconfiguración social.
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La batalla de Chile: La lucha de un pueblo sin armas (1975)
Título original: La batalla de Chile: La lucha de un pueblo sin armas
Primera parte: La insurrección de la burguesía
Segunda parte: El golpe de Estado
Tercera parte: El poder popular
Producción: El Tercer Año e Instituto Cubano del Arte e Industrias Cinematográficos
Productor: Chris Marker
Director: Patricio Guzmán
Guion: Patricio Guzmán, José Bartolomé, Pedro Chaskel, Federico Elton y Julio García Espinosa
Fotografía: Jorge Müller Silva
Montaje: Pedro Chaskel
Narración: Abilio Fernández
País: Chile, Venezuela, Francia y Cuba
Año: 1975 (Primera parte: La insurrección de la burguesía) | 1976 (Segunda parte: El golpe de estado) | 1979
(Tercera parte: El poder popular)
Duración: 97 min. (Primera parte: La insurrección de la burguesía) | 88 min. (Segunda parte: El golpe de estado) | 80
min. (Tercera parte: El poder popular). Blanco y negro

A l final de la primera parte de La batalla de Chile asistimos a uno de los momentos más
dramáticos de la trilogía. En medio de la sublevación fallida del 29 de junio de 1973, un
militar advierte la presencia de un reportero que filma el levantamiento. Acto seguido, apunta
su pistola en dirección a la cámara. Un grito de advertencia se oye antes de que el encuadre se
desestabilice y la cámara caiga certificando la muerte del camarógrafo. El asesinato de
Leonardo Henrichsen adquiere una fuerza icónica enorme, tanto en los tres documentales que
Patricio Guzmán consagró a los hechos acontecidos en Chile entre 1970 y 1973 como en el
contexto del documental político, en el que estos ocupan un lugar capital. El gesto del militar
abriendo fuego indica que no hay vuelta atrás, que el compromiso político del documental
llega hasta las últimas consecuencias: el empeño en seguir siendo testigo incómodo hasta el
último aliento, la militancia entendida como la vuelta, una y otra vez, a la imagen denunciadora
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que solo puede ser interrumpida por el avance arrollador de la historia. Bien podría ser,
también, la respuesta al disparo frontal de Justus D. Barnes en The Great Train Robbery
(Edwin S. Porter, 1903). Si aquel pudo ser el pistoletazo de salida de una autoconsciencia de
la ficción, este replica con una certificación brutal la relación más directa entre el mundo
histórico y el cineasta que lo enfrenta. Abilio Fernández, desde la voz en off, señala que la
imagen retrata en esencia aquella facción del ejército que el 11 de septiembre tomó el poder
de la mano de Augusto Pinochet. Pero su poder trasciende el escenario para convertirse en
fatal quintaesencia de la lucha contra lo establecido y su insalvable halo trágico.
La batalla de Chile es el núcleo del gran proyecto de la memoria que constituye la
filmografía de Guzmán. La trilogía recoge, en sus tres grandes bloques, la descripción de la
vorágine política y social que envolvió a las elecciones al Congreso, es el relato de la
inagotable cruzada de la oposición para minar al Gobierno y finalmente derrocarlo con el
golpe de estado, y un repaso a la aplicación de la reforma agraria y la organización de la clase
obrera durante los años de Allende. A partir de esos ejes —precedidos por los mediometrajes
documentales El primer año (Guzmán, 1972) y La respuesta de octubre (Guzmán, 1972), los
cuales ya se sumergen en el clima político—, el director chileno realiza un exhaustivo
seguimiento de un estado al borde del colapso debido a la asfixia política, forzada por una
oposición con extenso poder social —el Partido Nacional llegó a controlar gran parte de los
medios de comunicación y sectores estratégicos, como los transportistas— y con el apoyo
económico y político de Estados Unidos —a través, principalmente, de la CIA. Su monumental
obra tripartita se conforma desde las premisas de un documental expositivo y próximo al
reportaje periodístico, manteniendo una distancia prudencial con aquello que filma y
prolongando tanto como sea necesario los testimonios de los protagonistas con el objetivo de
crear un texto vivo en el que el debate y el intercambio de ideas crezca sin verse condicionado
por el montaje. Vemos a obreros entablando diálogos con sus patrones, a trabajadores e
intelectuales hablando sobre las decisiones a tomar para sacar el país adelante. La maraña de
declaraciones, conferencias y entrevistas consolida lentamente una suerte de espacio colectivo
de ideas, de flujo de los discursos ante el cual la cámara es un espectador apasionado pero
impasible, rehusando intervenir. Y sin embargo, esa distancia religiosa se encuentra, en
determinados momentos, con una laxitud que deja entrever el ánimo del cineasta y la
vinculación sentimental con su gran proyecto. Tanto si asistimos a la muerte de Henrichsen
como a las palabras de un campesino que invita a la resistencia, la irrupción eventual de la
música puntúa el clímax y confiere a su trazo ideológico un plano sentimental que apunta hacia
la nostalgia de la oportunidad perdida. La utopía desintegrada, una vez más, en el signo de los
tiempos.
En la trayectoria de Guzmán, esa sensación de pérdida es revisada y constatada. En Chile,
memoria obstinada (Guzmán, 1997), Guzmán reúne a supervivientes que aparecieron en La
batalla de Chile para revivir los hechos, pero también proyecta el documental a un grupo de
jóvenes para poner de manifiesto la necesidad de proteger la memoria como base para la
rúbrica de una identidad nacional chilena que estaba, como indica Marina Díaz López,
«perdida para muchos y negada para otros tantos» (Díaz López, 2003, pág. 223). Su cine no se
entiende sin esa búsqueda restauradora, incluso cuando se adentra en manifestaciones menos
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directas y más poéticas. En Nostalgia de la luz (Guzmán, 2010), las imágenes del suelo
rocoso de la luna, observada por los astrónomos en el Desierto de Atacama, se confunden con
las de los huesos de los desaparecidos durante la dictadura encontrados por los familiares en
ese mismo desierto. El paisaje, pues, puesto —en términos líricos y desasosegantes— al
servicio de una reconstrucción identitaria que, a través de la memoria, define al cineasta y, con
él, el indisociable vínculo del documental militante latinoamericano con la dramática historia
de un continente a la sombra de los fascismos.
Bowling for Columbine (2002)
Título original: Bowling for Columbine
Producción: United Artists, Alliance Atlantis, Salter Street Films, VIF 2, Dog Eat Dog Films, Iconolatry Productions
Inc., TiMe Film- und TV Produktions GmbH y United Broadcasting Inc.
Productor: Michael Moore, Charles Bishop, Jim Czarnecki, Michael Donovan y Kahleen Glynn
Director: Michael Moore
Guion: Michael Moore
Montaje: Kurt Engfehr
Narración: Michael Moore
Música: Jeff Gibbs
País: Estados Unidos, Canadá y Alemania
Año: 2002
Duración: 120 min. Color

C on Bowling for Columbine, el documental da forma espectacular a su vertiente militante.


Los trabajos de Michael Moore se constituyen como bombas inteligentes minuciosamente
manipuladas con el objetivo de desmantelar el discurso del conservadurismo más anquilosado
en la sociedad estadounidense, poner en evidencia la lógica absurda que mora en su aparato
ideológico y cultural. Desde Roger & Me —persecución del cineasta al presidente de General
Motors para pedirle explicaciones por el empobrecimiento de su población natal, Flint, en
Míchigan, después de que la multinacional cerrara sus fábricas allí—, Moore ha centrado su
cine en la destrucción del discurso oficial, que le ha llevado a pasar revista a la política de la
administración Bush en Fahrenheit 9/11, el sistema sanitario en Sicko (2007) o el económico
en Capitalismo: Una historia de amor (Capitalism: A Love Story, 2009). De hecho, Moore,
como figura capital de la militancia documental, no se entiende sin recurrir a sus orígenes:
Flint, como escenario devastado por el capitalismo salvaje y sin control, es el germen de todo
su discurso, puesto que lo configura a él como héroe obrero de un documental político en el
que es la estrella. En cada una de sus producciones ejerce como hombre orquesta y emplea
estrategias varias para dirigir ideológicamente al espectador, al tiempo que mina el
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argumentario conservador por todos los medios. Haciendo caso a las palabras de Michael
Renov, hablamos de un ensayista personal, cuyo cine posee «una voz personal, un
acercamiento a la realización en el cual las más diversas fuentes de material pueden ser unidas
y estabilizadas bajo la escritura y la voz del autor» (2005, pág. 30).
En Bowling for Columbine, ese particular estilo eclosiona para constituir la forma
específica —Moore como polemista en movimiento, como activista espectacularizado y como
manipulador emocional— de un modelo mainstream que surge después del 11-S y que acudirá
regularmente a los circuitos mayoritarios de salas (De la Fuente, 2016, pág. 7). La conquista
del gran público, que culminará en el éxito en taquilla de Fahrenheit 9/11, marcará por tanto
la consolidación, dentro de la relación del género con sus espectadores, de un discurso tan
personal como agresivo en sus formas, que emplea indistintamente material de archivo,
dibujos animados, entrevistas y gráficas para consolidar un ecosistema ideológico. Aquí, ese
complejo sistema de capas puede invocar indistintamente complicidades políticas con South
Park (Trey Parker, Matt Stone y Brian Graden, Comedy Central: 1997-) o una entrevista con
Marilyn Manson para ilustrar el asentamiento de una cultura del miedo. A partir de la matanza
del Instituto Columbine en abril de 1999, el realizador inicia una cruzada personal que va
creciendo en complejidad a medida extiende las fronteras de su discurso: lo que empieza en
clave de reportaje sobre la facilidad de conseguir armas en Estados Unidos —con el propio
Moore obteniendo un rifle por abrir una cuenta en un banco— evoluciona hacia un ensayo-
denuncia que vincula imperialismo, neoliberalismo y terror para, finalmente, profundizar en
una hiperexposición mediática de la violencia, que sienta las bases de un discurso del miedo
profundamente arraigado.
Bowling for Columbine proporciona en esa montaña rusa una conveniente selección de
datos, hechos y declaraciones de expertos y testigos destinados a reforzar un discurso
abiertamente crítico y que en ningún caso se sitúa en los falaces terrenos de la (supuesta)
objetividad documental. Más bien al contrario, asume la imposibilidad de esto último y utiliza
todos los medios para reafirmar una postura ideológica ya dada, proclamando su figura central
como carismático francotirador. Tanto es así que ni siquiera adopta una perspectiva
demostrativa fundamentada en datos estadísticos para justificar sus tesis —se sirve de ellos
como apoyo eventual, especialmente para enfatizar la comparativa del número de homicidios
respecto a otros países—, sino que se confía plenamente a procesos empáticos para sacudir la
conciencia del público. Prueba de ello son los dos pasajes que la película dibuja como
victorias. En la primera de ellas, Moore entrevista a Mark Taylor y Richard Castaldo, dos
supervivientes de la matanza que sufren secuelas físicas a causa de los disparos. Luego los
acompaña a Kmart, superficie comercial donde fueron compradas las balas, con la intención
de devolverlas y hablar con el presidente de la compañía. Al no conseguir ni una cosa ni la
otra, vuelven al día siguiente con los medios de comunicación y, finalmente, la presión da sus
frutos: una portavoz anuncia que la cadena retirará la munición en un plazo de noventa días. El
segundo momento llega al final, cuando Moore realiza una entrevista a Charlton Heston,
presidente de la Asociación del Rifle. El cineasta le presiona hasta poner en evidencia las
contradicciones de sus argumentos y, finalmente, un Heston acorralado se levanta y se marcha.
Moore le sigue por la casa y deja apoyada sobre un pilar la foto de Kayla Rolland, una niña de
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seis años muerta accidentalmente a causa del disparo de una pistola que un compañero había
llevado a clase en un colegio de primaria de Flint. El gesto tiene un carácter puramente
enfático y llama a la identificación, a la agitación sentimental. Un triunfo de la retórica en su
faceta emocional que, aliado con la ridiculización de los discursos más reaccionarios, apela
sin complejos a la movilización del espectador aletargado que otras formas más prudentes de
documental político no consiguieron.

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