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El naufragio de la cultura: educación y

Fabrizio Andreella fabrizio108@yahoo.com

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educacion-y-curiosidad

Publicado: 10/02/2013 12:15

¿Qué quiere decir educación? La etimología sugiere la necesidad de salir


de una condición deplorable gracias a la ayuda de alguien más. Ex
ducere, sacar afuera, guiar afuera: así los latinos concebían el concepto
detrás del verbo educar. El prefijo ex es fundamental para entender el
sentido de la palabra, porque señala que la educación conlleva un
recorrido hacia afuera de algo que está adentro. Este simple hecho indica
que el acto de educar es una responsabilidad de quien la ofrece más de
quien la recibe.

¿Y cuál es el estilo adecuado para educar? Es la conducta de la partera,


nos dice uno de los máximos educadores de la historia, Sócrates. Hijo de
una comadrona, Sócrates transforma el arte materno de hacer nacer bebés
en el arte de hacer nacer al hombre sabio. Su método educativo es la
mayéutica (maieutiké), o sea el arte de la obstetricia. Una obstetricia
filosófica que, gracias a preguntas y razonamientos en diálogo, trata de
extraer del discípulo su conocimiento personal, sepultado por las
opiniones y convencimientos que ha asumido como suyos sin analizar su
verdad. El conocimiento, según Sócrates, no se puede enseñar, sino que
se ayuda a descubrirlo y desenterrarlo, porque es un estado o una
condición del alma. Por eso, con la mayéutica, el maestro (la comadrona)
trata simple y pacientemente de sacar afuera la verdad escondida (el
bebé) del discípulo (la parturienta). La tarea del educador es entonces
guiar el parto de la verdad del discípulo, que es verdad solamente porque
es suya.

Que la enseñanza de Sócrates es remota no sólo temporalmente sino


también ideológicamente es evidente: hoy en día no es posible desear una
educación al estilo socrático, ya que estamos obligados a aprender a
pensar con los conceptos y las formas que nos permiten ajustarnos al
mundo que nos rodea. Un mundo por esencia conservador que,
insistentemente, nos quiere funcionales para la sobrevivencia de sus
estructuras fundamentales. De hecho, en la sociedad postmoderna,
creatividad (o sea el descubrimiento de los elementos para una creación
nueva y original) es una palabra mágica y un talento muy apreciado, y
aún más, su expresión se fomenta en todo lo que tiene que ver con formas
inocuas y productos redituables, pero es obstaculizada cuando elabora
ideas y comportamientos sustanciales que puedan desestabilizar la
estructura social. Las continuas alabanzas a la educación técnica y
económica memorista, y la dificultad de la ya marginada educación
humanística para salir de la erudición narcisista y proponer y afirmar
ideas desafiantes, son la prueba de esta deriva u olvido de la educación
entendida como mayéutica.

Hoy, educar no es sacar algo que hay adentro del discípulo, sino ponerle
algo adentro, introducir en su mente las nociones y las formas de pensar
que lo conformen a las necesidades del sistema socioeconómico.

Esta condición servil de los programas educativos ya sería suficiente para


generar una reflexión seria y profunda entre políticos, administradores e
intelectuales sobre el destino de una sociedad que no favorece la
formación de individuos sino de funcionarios. Mas esa importante
conquista moderna, que es la educación laica, obligatoria y gratuita para
todos, se enfrenta hoy con otra autoridad formativa muy poderosa que ha
florecido en particular en los últimos treinta años. Esta institución
educativa ha logrado marginar la escuela y meter en sus pupitres a toda la
población. Son los medios masivos, en particular la televisión y las redes
sociales

II

A lo largo de la historia, los sujetos encargados de educar a las nuevas


generaciones han sido los padres, los sabios, los gurús, los eclesiásticos,
los filósofos y los preceptores. Ahora, los maestros son reemplazados por
los programas televisivos y los sitios web. Esta aseveración
aparentemente exagerada e inverosímil se sustenta en el simple hecho de
que el único conocimiento que nos moldea y nos acompaña por mucho
tiempo es el conocimiento que nos fascina. Por eso el maestro verdadero
es quien sabe despertar y alimentar la pasión. El conocimiento se filtra en
el alma solamente a través de la seducción, y hoy en día el adolescente
encuentra al seductor de su intelecto más en las tardes frente a las
pantallas que en las mañanas frente a las pizarras.

La seducción –los hombres y las mujeres instruidos en el arte del


erotismo lo saben bien– es una manera refinada y lúdica de avivar la
curiosidad. Es esa actitud del alma que permite al ser humano salir del
reino de lo que ya conoce para zambullirse en las aguas de lo
desconocido. Por milenios, la vanguardia de cualquier conquista, la
bisabuela de invenciones, exploraciones y descubrimientos –sociales
como íntimos– ha sido la curiosidad.

Educación, seducción, pasión, curiosidad: esta es la escalera del


conocimiento. Mas en este descansillo de la curiosidad humana no hay
solamente la entrada al departamento de la educación. Los medios
masivos, que saben despertar la curiosidad, y saben apasionar, seducir y
educar en una cierta forma de ver el mundo, tienen también su atractiva
puerta en el descansillo de la curiosidad.

Por ende, la curiosidad es una disposición bicéfala: puede ser la balsa


frágil y aventurera que nos lleva a los múltiples litorales del
conocimiento, o el buque achispado que se empantana en las arenas
movedizas del curioseo morboso e inútil.

Hasta la mitad del siglo pasado, los caminos de la educación habían


trazado los retratos de las culturas, y en las mentes más abiertas habían
fortalecido el valor inestimable de la curiosidad más noble y pura
(incluyo en estas mentes también la de Donatien Alphonse François de
Sade). Educación proporcionada en forma de instrucciones públicas o
esotéricas, artes liberales o artes vulgares, reglas sociales o normas
interiores... conocimientos que permiten al joven novato que asoma la
cara por la puerta de la comunidad e instalarse en el mundo, concentrarse
en lo que lo rodea, aventurarse en el descubrimiento de su identidad y
contribuir al bienestar material y espiritual de la sociedad que lo ha
criado.

Es claro entonces que la educación, concebida como suministro de


nociones o como mayéutica que libera la verdad interior (per via di porre
o per via di levare diría ese extraordinario autodidacta que fue Leonardo
da Vinci), es un bien común que se transmite entre seres humanos. Esta
transmisión es la esencia misma de la educación que, para sedimentarse y
ser fructífera, necesita despertar la curiosidad.

III

Sin embargo, los aparatos tecnológicos audiovisuales capturan la


curiosidad de las nuevas generaciones del homo videns (G. Sartori) que,
vuelto pasivo por las pantallas anestésicas, pide a las pantallas mismas
estimularlo y a la vez apagar el estímulo, ofreciéndoles como víctima en
sacrificio su atención desorientada.

Una mirada desapasionada y sincera nos devuelve la imagen de los


medios masivos como el instituto pedagógico preponderante de la
postmodernidad que está planteando la sociedad futura a nivel
antropológico, social y relacional. No habría ningún problema si esto
fuera un escenario intencional, planeado y con objetivos claros,
clasificados como esenciales para el crecimiento de la sociedad y de los
individuos. Sin embargo, si descartamos las teorías conspirativas, no
vemos ningún proyecto educativo en los medios.

Tenemos un sistema formativo mediático muy poderoso, que no tiene


ningún plan educativo y que, sin embargo, adiestra a sus numerosísimos
discípulos, casi la población mundial entera, para… ¿qué? La respuesta la
dan nuestras yemas de los dedos cuando, con el control remoto o con el
ratón, en un zigzagueo sin fin, llevan nuestra atención a cultivar la
curiosidad trivial, el curioseo sin dirección, para aturdir la mente en un
nirvana de leve y constante excitación. Esta vibración neuronal es
provocada por “noticias” o “eventos” que no necesitan una reflexión, sino
solamente una afiliación maquinal e impulsiva a una congregación de
anónimos consumidores de la misma sustancia. Información que nunca se
transforma en conocimiento.

IV

Si la curiosidad es la gasolina que antes de la revolución audiovisual


llenaba los tanques del conocimiento –metafísico o empírico poco
importa– ahora, diluida y convertida en curioseo, alimenta el chisme, el
fanatismo y la ociosidad hambrienta de junk food visual. No es difícil
imaginar cuál es el papel de la televisión en esta envilecida desviación de
la curiosidad hacia lo inútil. Puedo afirmarlo con amarga certeza, ya que
tengo frente a los ojos las ruinas morales y los escombros antropológicos
de veinte años de televisión italiana sometida al dominador de la política
de mi país. Los italianos hemos comido felizmente la basura mediática
vomitada en nuestros hogares: barata, alegre, sexy, americanizada. Así,
los valores inyectados en nuestro cerebro han destruido todos los
elementos comunitarios, depositando en los corazones y en las cabezas
solamente aspiraciones individuales.

Este genocidio ético y cultural ha dejado un paisaje postbélico donde los


individuos deambulan como sombras hechizadas, pisando los cadáveres
de las ideas más nobles de la civilización; vagabundean como
pepenadores que inhalaron el pegamento de las incesantes promesas del
teleduce, rastreando el basurero de las ilusiones en búsqueda de su
fabuloso El Dorado privado. Así, los italianos nos descubrimos, de
repente y sin arrepentimiento, egoístas y sin sentido cívico. Fueron
suficientes veinte años de constante y progresiva desviación de la
curiosidad.

Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras la Iglesia


católica urdía lo necesario para que aquel tirano democrático que demolía
la riqueza nacional y tenía una vida privada incontinente y humillante
para la dignidad femenina, defendiera los intereses económicos
eclesiásticos y la doctrina moral pública.

Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras la izquierda


nacional ergotizaba y se dividía, hundida en su obtusa y perezosa
soberbia.

Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras los


acoquinados partidarios del neoliberalismo cerraban los ojos frente al uso
ad personam de las leyes del Estado para defender e incrementar el
monopolio de la comunicación televisiva.

Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras los


intelectuales à la page, desde sus torres de marfil, se entretenían
lucubrando sobre los programas televisivos que abobaban a las masas, y
discutiendo filosóficamente sobre la postmodernidad que avanza.

Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras los


empresarios se aprovechaban de la nueva moda ética que legitimaba la
evasión tributaria y el uso privado de dinero público, gracias a esa
frasecita mágica –“Yo le doy trabajo a mucha gente”– que vuelca la
realidad –“Mucha gente le da su trabajo a los empresarios”.

Veinte años de educación de coprofagia televisiva, mientras las clases


subalternas gozaban de la abundancia excrementicia de escándalos y
telenovelas, de tetas y futbol (piezas maravillosas del edén masculino
antes de su mercantilización), acostumbrándose a las agruras estomacales
y a la fetidez del aire hasta no percibirlas más.

Me pregunto si los mundos político, eclesiástico, empresarial y mediático


mexicanos tienen conciencia de los daños que puede ocasionar a su país y
a sus mismos intereses el naufragio cultural de la sociedad en la pereza
cerebral y en el vacío ético de la televisión basura. Sí, claro, desde el
punto de vista de la realpolitik, un público es mejor que un pueblo, un
consumidor es mejor que un ciudadano, un simplón es mejor que un
crítico exigente. Empero, la devastación antropológica que una televisión
populista, cínica, amoral y oportunista puede ocasionar a una nación, es
aún peor que el aturdimiento político de sus ciudadanos tele-hechizados.
Con unos medios deshonestos se pueden ganar las elecciones, pero con
unos medios que además bombean chatarra emocional y miseria racional
se pueden también destruir la cultura y los valores que mantienen a un
pueblo unido bajo su bandera.

Como decía Albert Einstein antes de la invasión de la televisión


basura: “No tengo talentos especiales, sólo soy apasionadamente
curioso.” En efecto: juntas, pasión y curiosidad, le dan vida a la
inteligencia. Así pues, maestros de primaria, que nos acogen cuando la
llama de la curiosidad es todavía inmaculada; profesores de la
universidad, que nos encuentran cuando la pasión por el saber es todavía
libre de avaricias; poetas, que nos abren el portillo secreto del silencio
acompañándonos en su reino encantado; amantes, que iluminan con un
golpe de luz inesperado el cuarto oscuro del alma, quemando todas las
imágenes inútiles con las que nos rodeamos: por favor, todos ustedes,
ayúdennos a reubicar la curiosidad en el corazón y en la cabeza, como
Sócrates nos había enseñado.

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