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LOS ARGUMENTOS

INTRODUCCIÓN

Paisaje
estamos viviendo en el Paraguay un tiempo particularmente duro.

Curadoría: clima de desesperanza que enmarca nuestro presente atribulado, atmósfera nebulosa y agobiante:
a fuerza de muchos reveses, el arte ha renunciado a su pretensión de revertir la historia esgrimiendo las
razones de la expresión y el esplendor de la forma. Ha desistido de su viejo sueño de enmendar los yerros de
su propio contexto, pero no ha renunciado a su empeño porfiado de estremecer las representaciones sociales
ni ha perdido las ganas de sobresaltar el equilibrio del orden establecido y la inercia de las certezas pactadas.

Esta vocación irritante del arte puede dar pistas para reimaginar, si no una salida, sí al menos algún otro
rumbo insumiso, reacio a seguir el derrotero que indica el camino cegado. Pero también puede servir de
argumento para demostrar la supervivencia de imaginarios resistentes y vitales, la vigencia del deseo abierto,
el vigor de la apuesta entusiasmada.

Es que, terminada la represión, la corrupción se convierte en una de nuestras desgracias mayores. Pero no
olvidemos que la mediocridad - una consecuencia de la corrupción; quizá una forma de ella- constituye
también un azote serio. La mediocridad se expresa en la ineptitud y la soberbia ignorancia de la clase
gobernante, pero también aflora en distintos puestos sociales como resignada medianía: supuesto rasgo
cultural asumido cómplice y resignadamente. La baja calidad consentida, el amiguismo complaciente, el
facilismo ramplón, lo mediano que embota la imaginación, la desidia que frena el esfuerzo creativo (el “ya
da”, el “así nomás”, el “para-nosotros-ya-está-bien”) constituyen algunas figuras suyas. Motivado en parte
por un sistema que durante más de treinta años trató de esquivar el rigor del pensamiento y los riesgos de la
creatividad, este abandono ocurre sobre el trasfondo de una historia global que premia el raquitismo cultural
y sueña con espectadores pasivos, públicos perezosos e irreflexivos consumidores.

Afortunadamente, no pocas fuerzas trabajan en contrario: ciudadanos tozudos, auditorios exigentes,


trabajadores diligentes y tenaces estudiantes –y hasta, quizá, algún político despistado que avanza a
contramano- construyen, producen, inventan, sueñan: proponen alternativas serias, se juegan en pos de
proyectos fecundos y lo hacen con fuerza y con eficacia.

Mapas
Hay, pues, otro país que se libra de figurar en los primeros puestos en materia de corrupción y mediocridad y
en los últimos en términos de desarrollo. Como un ejercicio de ficción constructiva, la curadoría de esta
exposición esboza el contorno rápido de otro mapa posible. Para hacerlo, toma como hitos algunas obras de
artistas paraguayos producidas durante este tiempo ambiguo que se llama, o se llamaba, “transición a la
democracia” y que uno no sabe muy bien en qué punto de su tránsito se halla, si transitara todavía. Resulta
importante destacar acá la importancia de la puesta en forma de la exposición: en tensión y diálogo con el
libreto curatorial, la museografía resulta hoy fundamental para escenificar el desarrollo del proyecto e
instaurar un espacio de confrontación entre las diferentes obras. En este sentido el trabajo de Osvaldo
Salerno, museográfo de esta exposición, ha resultado decisivo para proyectar ese otro mapa que propone la
muestra.

Obviamente, el trazado de tal mapa supone una selección arbitraria, como lo hace el recorte de cualquier
curadoría. En primer lugar, considera sólo un trecho y un ángulo de una historia demasiado complicada; en
segundo, según las pautas que serán expuestas enseguida, selecciona un conjunto restringido de artistas entre
muchos otros (eruditos, indígenas, populares); en tercer lugar, solamente involucra una práctica: la artística,
entre tantos otros quehaceres que podrían servir bien de mojones para bocetar imaginariamente muchos otros
perfiles cartográficos posibles.
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Ante circunstancias adversas, la cultura es responsable de proveer argumentos (míticos, rituales, artísticos...)
para renovar las ganas, que sin ellas no pueden emprenderse bien los cometidos necesarios. Demandando el
cumplimiento de esa obligación, o respondiendo a ella, esta muestra busca en una serie de obras los alegatos
para defender la existencia posible de otro proyecto, de otro mapa del país. Más que en pos de una intención
mesiánica, se levanta esta metáfora con un sentido de pase propiciatorio y/o anticipatorio, ya que el arte ha
recurrido a ellos muchas veces impulsado por su arcaica vocación de magia.

Cuando cayeron las dictaduras en el Cono Sur Latinoamericano, una de las tareas fundamentales que
encararon los artistas críticos fue la de oponer un modelo activo de memoria a las operaciones trivializantes y
encubridoras de la historia oficial: la posibilidad de procesar el duelo y resignificar socialmente el drama
constituía la tarea más radical en términos de propuesta artística y más útil en registro político. Pero, sobre el
filo ya del nuevo siglo-milenio, se advirtió que la construcción de la historia, desde lo cultural, requería no
sólo trabajar la memoria sino hacerlo en función de porvenir; en clave recordar el futuro, quizá. Para una
región atascada, desesperanzada, se vuelve difícil imaginar el mañana con entusiasmo. Y el arte tiene acá una
posibilidad interesante presentadas por su inclinación utópica y su don profético. Desde ellos puede aportar
su vasta experiencia en presagiar y anticipar; en adelantarse a fabular otro tiempo desde la oscura intensidad
del deseo o el miedo, desde las figuras de la memoria o las razones del delirio o el sueño. Obviamente, esta
apuesta augural no significa una promesa: pre-decir mediante el lenguaje poético no garantiza un lugar ideal:
sólo avala la fuerza de la mirada lanzada hacia adelante.

Las miradas, los argumentos que convoca esta muestra, son expuestos a través de un conjunto de obras que,
aproximadamente a lo largo del tiempo de la transición, han afirmado una presencia en el escenario de las
artes visuales. Se trata, en general, de obras ya mostradas; ahora se pretende que forzadas a constituirse en
pruebas de un alegato curatorial, confrontadas entre sí y presentadas en un espacio específico (el que el
Centro Cultural Juan de Salazar acaba de inaugurar destinándolo a exposiciones de artes visuales) movilicen
ellas otras discusiones y revelen, fugazmente, derroteros posibles, trazos leves de aquel mapa figurado. “Al
revisar la anterior, cada época sueña la siguiente”, escribe Walter Benjamin. La época que explora esta
muestra está todavía abierta: en su transcurrir vigente pueden rastrearse las señales –forzosamente esquivas-
de quehaceres pendientes, cometidos y cargas.

Conceptos
A los efectos de amarrar mejor los argumentos de la muestra, este texto esboza aspectos de la problemática
general que está en juego en ella. La misma incluye cuestiones pertenecientes a ámbitos distintos (formales,
expresivos, históricos, etc.) y, por eso, no implican en su enumeración un orden lógico ni apuntan a una
clasificación metódica. Estos temas marcan la presente producción visual del Paraguay y la enmarcan en el
contexto de cierta agenda actual. Los desafíos, problemas y riesgos que se exponen en forma particular a
continuación son, por eso, algunos de los que condicionan, en general, la marcha del arte contemporáneo.

La crisis de la forma autónoma, cuyo proceso se había incubado a lo largo de la modernidad, produce en
aquella marcha consecuencias graves. En este texto se tratarán específicamente tres de ellas que, en verdad,
constituyen aspectos de un mismo fenómeno (la crisis del formalismo moderno): la primera se refiere al
desmantelamiento de las fronteras disciplinarias heredadas de las Bellas Artes; la segunda, a la reemergencia
del plano de los contenidos; la tercera; a la afirmación de la disidencia crítica.

I. LAS FRONTERAS

Misceláneas
La modernidad constituyó en gran parte un intento de afirmar la innovación en contra de los cánones
académicos de las Bellas Artes. Pero su excesivo afán en salvaguardar la autonomía de la forma, pesada
herencia ilustrada, la llevó a mantener en lo esencial el esquema normativo y jerárquico de las disciplinas y
los géneros artísticos: la pintura, la escultura, el dibujo, el grabado, etc., constituyen ámbitos regidos por
procedimientos, patrones y modelos particulares, diferentes entre sí. Es más, cada comarca ocupa una
posición escalonada con respecto a las otras, y repite en su interior un sistema de graduaciones
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preceptivamente ordenadas según la “nobleza” de los materiales y procedimientos utilizados, la posibilidad


de asegurar la originalidad de cada pieza y las capacidades expresivas intrínsecas de cada medio (dentro de la
pintura: óleo, acuarela, acrílico, etc.; dentro del grabado: aguafuerte, xilografía, serigrafía, etc. ).

El arte moderno se mueve impulsado por la resolución de problemas que debe asumir el lenguaje al
enfrentarse a los contenidos referenciales, por un lado, y la materia, por otro. El primer problema será
considerado más adelante; el segundo, revisado ahora, debe ser resuelto por la forma a partir de las
posibilidades intrínsecas de cada procedimiento (pintura, dibujo, etc.) que le sale al paso: la resistencia física
del material y sus propiedades y comportamientos específicos llevan a desenlaces diferentes: productos
moldeados por aquella tensión que ha debido resolver la forma al imponerse sobre el material para acuñar
sobre él el esquema de la significación. Al descentrarse del lenguaje, el arte contemporáneo pierde interés en
conservar un ordenamiento basado en las peripecias formales de la representación y se vuelve sobre las
cuestiones sociales y reales a que ésta remite (en resumen: valoriza lo pragmático en desmedro de lo
sintáctico). Por eso, los procedimientos, técnicas y materiales dejan de acotar los dominios de ámbitos
separados para interactuar entre sí según las demandas de obras que, en pos de propuestas, conceptos y
narrativas diferentes, transitan libremente desconociendo fronteras y mezclando a su paso expedientes varios.

Por lo recién expuesto, a la hora de plantear una exposición, resulta difícil conservar hoy categorizaciones de
obras basadas en su estatuto pictórico, gráfico, fotográfico, espacial u objetual. La indiferenciación de los
ámbitos disciplinarios promueve otros acomodos basados en recortes curatoriales distintos, más atentos al
valor propositivo de la obra y en sus contenidos y sus proyecciones “extra-artísticas” que a su inscripción en
“géneros” o su adscripción a tendencias estilístico-formales.

La diferencia
Ahora bien, la misma tendencia a la heterogeneidad que impulsa el entrevero contemporáneo, también
promueve la persistencia de distinciones: la declinación del modelo vanguardístico desactiva en parte el
precepto de innovación constante y la adscripción obligatoria a las “últimas tendencias” señaladas por la
mainstream. Este hecho abre un paisaje ecléctico conformado por la coexistencia de formas, medios y estilos
heterogéneos. En este cuadro debe comprenderse la porfiada y legítima persistencia de medios tradicionales,
como la pintura o, aun, el dibujo, el grabado y la escultura tradicional, aunque casi extinguidos estos últimos
en el panorama contemporáneo. Lo difícil es que las diferencias específicas de estos medios sean
consideradas pertinentes en cuanto criterios de distinción curatorial.

Hay otra distinción que, presionada por el entrevero contemporáneo, también se ha visto resquebrajada: la
que separa arte culto, masivo y popular. En la escena promiscua de la globalización, conformada por
transculturaciones, apropiaciones, préstamos y negociaciones cruzadas, los ámbitos de las culturas rurales,
indígenas, eruditas y masmediáticas exceden sus límites, entre sí se superponen y se confunden en parte y
tienden a ser considerados más en sus desbordes y encrucijadas que en sus dominios particulares. Por una
parte, esta confusión propicia fecundos encuentros interculturales, permite desacralizar y oxigenar el arte
erudito enriqueciéndolo con saludables signos plebeyos y promueve el reconocimiento de que no existe un
sólo modelo de arte: el prohijado por la Razón Ilustrada. Pero, por otra parte la celebración acrítica de la
confusión -la hibridez considerada como un valor abstracto- puede sofocar la diferencia tras el curso de una
nivelación aplanadora: la unidad de lo indiferenciado. Por eso, aunque las formas de origen popular,
moderno ilustrado o masivo, compartan repertorios simbólicos, sensibilidades y circuitos institucionales no
deberían ellos ser disueltos en un gran amasijo, una nueva totalidad uniforme y laxa. Y, por eso, aunque cada
una de tales formas no pueda ser considerada como una sustancia completa en sí y exterior a las otras, no
cabe desconocer la particularidad del trabajo que realizan los diferentes sujetos sociales para expresar sus
posiciones distintas, elaborar sus propias experiencias y proponer maneras alternativas de tramar el sentido.
Estas razones, si se quiere políticas, determinan que esta curadoría considere la diferencia específica del arte
“erudito” (de cara a lo popular y lo masivo) asumiendo la precariedad de sus contornos y lo provisorio de sus
posiciones y reconociendo el tráfico intenso que mantiene con otras formas.
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II. RETORNOS
El repliegue del formalismo posibilita la reemergencia de cuestiones mantenidas a raya por la modernidad
en cuanto consideradas como expresiones “contenidistas”. Preocupada por la autonomía de sus lenguajes,
aquélla, ya lo sabemos, se había centrado en el orden severo de la sintaxis: el dominio de los sucesos y
objetos “reales” era mirado, con desconfianza, desde el resquicio breve que permitía el engranaje de signos
bien encastrados. Obviamente, la modernidad arrastró la culpa de esa separación y a lo largo de toda su
marcha se esmeró en salvarla, pero lo hizo esgrimiendo las razones del lenguaje que intentaba enmendar la
historia mediante la pura fuerza del significante. Ahora, mermadas esas razones y esta fuerza, reclaman sus
derechos los motivos, narraciones y contenidos postergados (temas del sujeto, cuerpo, deseo, memoria, etc.)
y se cuelan nuevas preocupaciones sociales y políticas crecidas extramuros.

Resumiendo: por un lado, el arte contemporáneo deja de centrarse en el lenguaje y su lógica interna para
privilegiar el discurso y sus efectos sociales; por otro, el ocaso de lo lingüístico formal produce la
declinación de lo estético y trastorna el sentido de la representación moderna. Cruzándolas a veces y sin
observar el orden de lo recién expuesto, estas cuestiones serán tratadas a continuación.

Después de la estética
La primera cuestión, la impugnación de lo estético, tiene que ver en gran parte con el intento de discutir un
ámbito copado por los mercados transnacionales (el esteticismo globalizado), pero esta cuestión será
comentada después: ahora será tratada como efecto de la reacción antiformalista. Aunque en muchos
momentos el arte moderno haya replicado los cánones de calidad, la dictadura del estilo, los criterios del
gusto y la aspiración de la belleza, lo hizo desde un terreno pertrechado en lo estético, como espacio definido
por la experiencia de la percepción y separado por la distancia que instaura la forma para brillar mejor. Pero
hoy, tanto en sus haceres prácticos como en sus niveles teóricos, el arte contemporáneo intenta desconstruir
la antinomia forma/contenido; desencastrar ambos términos de una ligazón esencial y dejarlos librados a los
azares de la contingencia y al juego suelto de una constante fluctuación; soltar textos plurales que, libres de
la carga de la autorreferencia y la conciliación final, puedan ubicarse en distintas situaciones ignorando el
cerco que alzara la bella forma menguada. Por eso, hoy se tiende a evaluar la obra no ya verificando su
cumplimiento de los requisitos estéticos de orden o armonía, tensión formal, estilo y síntesis, sino
considerando sus posiciones de enunciación, su confrontación contextual, su densidad conceptual o sus
dimensiones éticas.

El giro
El desplazamiento de lo formal también produce un cambio en el modelo de representación: ésta deja de
estar planteada desde las rotaciones que efectúa sobre sí el lenguaje para volverse, con inesperado interés,
sobre una realidad amenazada de sucumbir ante el peso de tanto símbolo acumulado. Según Lash, a
diferencia del régimen moderno de significación, caracterizado por la diferenciación entre símbolo y
realidad, el posmoderno se distingue por la des-diferenciación entre ambas dimensiones. Es que la “realidad”
de nuestra vida cotidiana está cada vez menos compuesta por objetos y hechos reales que por
representaciones (de la TV, la publicidad, el video, la informática y, actualmente, los CD, CDV y DAT)1. Si
el arte moderno se encontraba más interesado en el símbolo que en la realidad, la progresiva metástasis del
significante determina que el actual intente constatar la facticidad de las cosas arriesgando miradas intensas
capaces de abrirse paso a través de las mallas intrincadas del lenguaje. Antes que preocuparse por revisar los
artilugios de la representación, el artista actual se dedica a verificar la verdad de lo representado. Y este
“retorno de lo real” (Foster) provoca posiciones opuestas. Por un lado, buscando echar una sonda que perfore
las estratificaciones significantes y haga contacto con la carne trémula de lo real, algunos artistas esgrimen
una figuración visceral y brutal; abyecta. Por otro lado, tratando de revertir el sentido del simulacro, otros lo
llevan hasta más allá del límite agregando máscara sobre máscara y parodiando el espesor de la imagen
incautada por la mercancía, convertida en sombra de una realidad sustraída.

III. RÉPLICAS

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Lash, Scott. Sociología del Posmodernismo, Amorrortu edit, Buenos Aries, 1997, pp.34 y ss.
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Fases
Se ha dicho que el siglo XX terminó en 1989, con la caída del Muro de Berlín; entonces comenzó otro
tiempo menos entusiasta en sus afanes pero más transigente en sus miradas: más dispuesto a comprender que
la (pos) historia obedece a rumbos distintos y mezclados, a sentidos consumados, a destinos divergentes y, a
veces, enigmáticos. También en el Paraguay puede el fin de siglo ser ubicado en ese año: entonces cayó
Stroessner y, de un tajo, se abrió nuestro presente en dos pedazos de bordes claros. Al menos, entonces
parecían claros. La dictadura había terminado y con ella el tiempo inicuo del miedo, del verbo censurado por
la única palabra y marcado por la dirección correcta. Eternamente.

En 1989 se abrió, pues, otra etapa. Así como para el resto del mundo –que a veces sincronizamos- así,
bruscamente, terminó para nosotros el siglo XX: los tiempos modernos fueron consumados. Lo que se llamó
el inicio del capitalismo trasnacional, posindustrial o posfordista -da igual- y que se expresó en la cultura
posmoderna, coincidió con nuestra Transición a la Democracia, que enseguida demostró sus diferencias con
el proceso diáfano y seguro que esperábamos. La fase de incertidumbres que comenzó entonces también
convino con las perplejidades de la posmodernidad y sus aires nublados. La cultura occidental, considerada
genéricamente, perdió utopías y fundamentos; nosotros ganamos libertades civiles pero entibiamos certezas.
Sobre el fondo de los grandes ideales en retirada, perdimos los referentes de una identidad opositora forjada
de cara a la dictadura.

Paradójicamente, una vez derrocado Stroessner y allanado el camino para la producción cultural, ésta decae.
Y se aflojan los resortes críticos y los ímpetus rebeldes en el centro de un paisaje ambiguo que vincula
aliados y adversarios en acuerdos pragmáticos, sucedáneos de antiguas causas y heroicos ideales. En este
teatro desencantado, la producción plástica vacila, repite fórmulas en claves nuevas, se estetiza, se banaliza
en decires ligeros y formas fláccidas: obras incapaces de contrarrestar la cultura de una “transición”
concebida en registro de mercado trasnacional. Hay que reconocer además otras razones de esa depresión: el
modelo moderno se encontraba agotado, a nivel internacional, no sólo local. Contestar la globalización
requería otros alegatos y no resultaba tarea fácil el reponer las razones y estrategias, acompañar el
reacomodo de imaginarios, renovar el stock de las miradas.

Reinscripciones
Sea porque aumentaron las frustraciones provocadas por los nuevos gobiernos posdictatoriales, sea porque
crecieron a nivel regional la corrupción y la inequidad social y, por ende, la violencia y la miseria, la exigua
calidad de vida y el deterioro ambiental; sea, en fin, porque, si quiere sobrevivir, el arte debe retomar a la
larga su mirada crítica y recordar su herencia ilustrada, lo cierto es que pronto comenzaron a anunciarse
nuevas inquietudes en la producción artística. Algunos -pocos- artistas que venían trabajando a lo largo de
las últimas décadas y otros cuyas obras irrumpieron en sucesivas tandas, comenzaron a asumir posiciones
enfrentadas a los clisés hegemónicos (los estereotipos de la especulación publicitaria, la política concertada,
el mercado global, la razón neoliberal ).

Esta contestación requiere otros argumentos conceptuales y otras tácticas. Ya no corre un discurso opositor
que, sobre el eje sistema vrs.contrasistema, intenta derrocar desde afuera un régimen en pos de un proyecto
totalizador y emancipatorio. La crítica contemporánea intenta discutir los discursos hegemónicos desde
posiciones variables ubicadas en el interior del orden impugnado y a través de operaciones diversas y juegos
de lenguaje provisionales; de controversias que no excluyen la negociación y más tienen de escaramuzas y
forcejeos que de batallas triunfales. La esencial ambivalencia del escenario posmoderno (que cobija la
disidencia y aun se sostiene en ella) impide las acciones definitivas y las posiciones predefinidas como
correctas.

La cuestión es discutir un modelo regido por la mercantilización global de la cultura, desestabilizar un


imaginario sosegado por la lógica instrumental del beneficio (económico, político). Los tibios modelos
culturales de la transición banalizan el recuerdo de la dictadura, simplifican la memoria, presentan en clave
de show los acontecimientos que movilizan la historia. Quizá el caso más ilustrativo se encuentre
constituido por los graves sucesos de marzo del 99 ocurridos en Asunción. Rápidamente los mismos fueron
copados por la frivolidad de las versiones oficiales y presentados en registro de mega-evento publicitario, de
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melodrama mediático renuente a ser elaborado por la memoria colectiva, remiso a ser reinscripto
históricamente. Virtualizada, desdramatizada (o sobredramatizada en clave sensacionalista) la práctica
histórica escapa de los sujetos concretos y deviene espectáculo rentable, novedad impactante y abstracta.

Tácticas
Ante la situación recién descrita ya no basta la denuncia (de la memoria traicionada, de la corrupción, de la
injusticia) ni es suficiente la exposición de la diferencia: la institucionalidad global (que se sostiene en gran
parte en haceres culturales) es experta en desactivar lecturas complejas, alivianar densidades, resolver
enigmas, pulir y aplanar las rugosidades y los pliegues del acontecer histórico volviéndolo una superficie
transparente y llana, laxa, resbalosa. La sobre-retorización del suceso en términos de escándalo o espanto
también implica un recurso trivializante que des-historiza cualquier experiencia volviéndola eficaz signo-
mercancía.

Por eso, la cuestión resulta espinosa para los artistas críticos: cualquier gesto transgresor puede ser
pasteurizado en código Benetton o CNN, estetizado por la publicidad, aletargado burocráticamente,
políticamente manipulado. Resulta arriesgado marcar la disidencia en un cuerpo esponjoso y omnívoro,
vacunado contra la subversión; así como puede ser contraproducente representar el desacuerdo en una escena
ávida de novedades, dispuesta a despertar emociones intensas y fáciles y generar renta a partir de justas
aspiraciones y duras fatalidades. Por eso, más que levantar puños, conmover, asustar o escandalizar
(acciones cómodamente convertibles en efecto rentable), el arte contemporáneo retoma su vieja pretensión
de impulsar el flujo de la significación social y reforzar sus espesores reformulando sus estrategias de choque
y hablando desde otro lado. Lo hace tratando de destrabar los estereotipos y remover las costras de cifras
fijas que anquilosan los reflejos poéticos y estancan el fluir de imaginarios y representaciones sociales. En
tiempos abarrotados de imágenes y regidos por la previsibilidad de estéticas razonables, el gesto transgresor,
el shock que pide Benjamin, debe apuntar a desordenar los guiones estandarizados de la cultura-mercado
global para abrir un espacio de silencio, reinscribir el lugar del enigma y desbloquear el curso del sentido;
prácticas éstas que difícilmente pueden ser incautadas por las retóricas tecno-publicitarias. A través de
decires oblicuos y de figuras desplazadas, el arte busca hoy incomodar las certidumbres de una cultura
satisfecha, estorbar el curso llano de la memoria oficial, enturbiar la simpleza de los discursos transparentes
y eficaces.

En este contexto, puede resultar más radical el gesto poético enunciado sobre el borde del silencio que la
denuncia vociferada; más transgresora la cifra oscura y densa que la obscenidad desplegada. Para zafarse de
ser convertida en fetiche y expuesta en las vitrinas globales, la diferencia debe saber sustraerse, plegarse,
encubrir sus señas, hablar desde la otra orilla de su propia ausencia: impedir que la última cifra sea revelada.

Ticio Escobar
Agosto de 2002

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