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Tiffany Watt Smith: La historia de las emociones humanas

Las palabras que utilizamos para describir nuestras emociones afectan la manera en que
sentimos, dice la historiadora Tiffany Watt Smith, y con frecuencia esas emociones han
ido cambiando, a veces de forma muy drástica, en respuesta a nuevas expectativas e
ideas culturales. La nostalgia, por ejemplo, que se definió por primera vez en el año
1688 como una enfermedad considerada mortal, hoy en día es vista como un mal
considerablemente menos grave. Esta fascinante charla sobre la historia de las
emociones nos demostrará que el idioma utilizado para describirlas está en constante
evolución, y nos enseñará también algunos términos nuevos usados en distintas culturas
para plasmar esos fugaces sentimientos.

Querría empezar con un pequeño experimento. Dentro de un momento, les voy a pedir
que cierren los ojos e intenten identificar las emociones que están sintiendo en este
instante. No hace falta decírselo a otros. La idea es darse cuenta de cuán fácil, o cuán
difícil quizá, es determinar con precisión lo que estamos sintiendo. Les daré 10
segundos para hacerlo.

¿Sí?

Pues bien, empecemos.

El tiempo se ha cumplido. ¿Cómo fue? Es posible que se sientan un tanto presionados,


quizá desconfiados de quien se encuentra a su lado. ¿Habrá cerrado los ojos realmente?
Quizá sintieron alguna extraña y lejana preocupación por ese correo electrónico que
enviaron esta mañana o quizá ansiedad por algo que planearon para esta noche. Quizá
sintieron esa exaltación que nos embarga cuando nos reunimos en grandes grupos de
personas como éste; los galeses la llaman "hwyl", palabra que designa las velas de un
barco. O puede que hayan tenido todas estas sensaciones. Hay emociones que tiñen el
mundo de un solo color, como el terror que se siente cuando derrapa un automóvil.
Pero, en general, las emociones se agolpan y se empujan entre sí hasta un punto en que
ya es difícil distinguir unas de otras. Algunas pasan y se deslizan tan rápido que apenas
las reconocemos, como la nostalgia que nos lleva a escoger algún producto de marca
familiar en el supermercado.

Y también hay otras de las que huimos rápidamente por temor a que nos embista, como
el impulso de hurgar en los bolsillos del ser amado, por celos. Y hay emociones tan
peculiares que no sabríamos ni cómo llamarlas. Quizá Uds. mismos, allí sentados,
sintieron el cosquilleo de ese impulso por experimentar una emoción que un destacado
sociólogo francés denominó "ilinx", para designar el delirio que sobreviene en una
situación de caos menor. Por ejemplo, si alguien se parara en este momento y esparciera
el contenido de su bolso por el piso. Quizá hayan experimentado una de esas raras e
intraducibles emociones para las que, obviamente, no existe un equivalente en inglés.
Quizá hayan experimentado un sentimiento que los holandeses llaman "gezelligheid",
sensación de estar en un sitio cálido y acogedor con amigos, cuando afuera está frío y
húmedo. Quizá tuvieron la suerte de experimentar la siguiente sensación: "basorexia",
una súbita urgencia por besar a alguien.

Vivimos una época en que el conocimiento de las emociones es una mercancía


sumamente importante, en que las emociones se utilizan para explicar muchas cosas,
son explotadas por los políticos, y manipuladas por los algoritmos. La inteligencia
emocional, que es la capacidad de poder reconocer y designar nuestras propias
emociones y las de los demás, es considerada de tal importancia que se enseña en
escuelas y empresas, y es alentada por los servicios de salud. Pero a pesar de todo esto,
me pregunto a veces si la manera en que pensamos nuestras emociones no se estará
empobreciendo. A veces, ni siquiera tenemos en claro qué es una emoción.

Quizá hayan oído la teoría de que toda nuestra vida emocional puede reducirse a un
puñado de emociones básicas. Este concepto data de hace 2000 años, pero en nuestro
tiempo, algunos psicólogos evolucionistas han sugerido que estas seis emociones —
felicidad, tristeza, temor, disgusto, ira, sorpresa— son expresadas exactamente de la
misma manera por todos en todas partes. y que por lo tanto representan los pilares de
toda nuestra vida emocional. Ahora bien, si interpretamos las emociones de esta
manera, se presentan como un simple reflejo: se desencadena a partir de una situación
externa difícil, se instala, y nos protege contra un daño. Es decir, si vemos un oso, el
ritmo cardíaco se acelera, las pupilas se dilatan, el miedo nos asalta y corremos a toda
velocidad.

El problema con esta imagen es que no capta de manera completa lo que es una
emoción. No hay dudas de que la fisiología es sumamente importante, pero no es la
única razón que explica por qué sentimos de determinada manera en un momento dado.
¿Qué pensarían si les cuento que en el siglo XII algunos trovadores no interpretaban el
bostezo como señal de cansancio o aburrimiento, como lo entendemos hoy, sino como
símbolo del más profundo amor? ¿O que, en esa misma época, hombres valerosos —los
caballeros—, solían desmayarse por desesperanza? ¿Qué dirían si les cuento que los
primeros cristianos que vivían en el desierto creían que los demonios voladores que
solían aparecer durante el almuerzo les podía contagiar una emoción que llamaban
"accidie", una especie de letargo, a veces tan intenso, que hasta podía matarlos? ¿O que
el aburrimiento, tal y como lo conocemos y amamos hoy, al principio era
experimentado sólo por los victorianos, como respuesta a nuevas ideas sobre el ocio y la
superación personal. ¿Y si reflexionáramos de nuevo sobre esas extrañas e intraducibles
palabras para designar emociones, y nos preguntáramos si es que algunas culturas
sentirían una emoción de manera más intensa simplemente por haberse tomado el
trabajo de darle un nombre y reflexionar sobre ella? Como la palabra rusa "toska", un
sentimiento de insatisfacción desesperante que, según se decía, bajaba de las grandes
llanuras.

Los desarrollos más recientes en ciencia cognitiva indican que las emociones no son
simples reflejos, sino sistemas inmensamente complejos y elásticos que responden a la
biología que hemos heredado y a la cultura en que vivimos. Son fenómenos cognitivos,
moldeados no sólo por nuestro cuerpo, sino también por nuestros pensamientos,
nuestros conceptos, nuestro lenguaje. La neurocientífica Lisa Feldman Barrett se ha
interesado profundamente por esta dinámica relación entre las palabras y las emociones.
Ella dice que cuando aprendemos una nueva palabra para designar una emoción, se
desencadenarán inevitablemente nuevos sentimientos. Como historiadora, mantengo la
sospecha desde hace largo tiempo de que, a medida que el lenguaje cambia, también lo
hacen las emociones. Cuando miramos hacia el pasado, vemos fácilmente que las
emociones han cambiado, a veces de manera muy marcada, en respuesta a nuevas
expectativas culturales y creencias religiosas, nuevas ideas como el género, la etnicidad,
la edad, incluso en respuesta a nuevas ideologías políticas y económicas. Las emociones
tienen una historicidad que recién ahora estamos empezando a entender. Estoy
totalmente convencida de que es bueno aprender nuevas palabras para nombrar
emociones, pero es necesario avanzar un poco más. Pienso que para tener verdadera
inteligencia emocional, es necesario comprender cómo se han originado esas palabras, y
qué ideas encierran de manera velada sobre el modo en que debemos vivir y actuar.

Les contaré una historia que comienza en una buhardilla a fines del siglo XVII en la
ciudad universitaria de Basilea, en Suiza. Allí hay un estudiante muy aplicado que vive
a unos 96 km de su hogar, empieza a ausentarse de sus clases. Los amigos lo visitan y lo
ven abatido y afiebrado, con palpitaciones cardíacas, y extraños dolores que aquejan su
cuerpo. Llaman a los médicos, y consideran que la situación es tan grave que empiezan
a rezar plegarias en la iglesia del lugar. Y solo cuando preparan el regreso de este joven
a su casa para que pueda morir, se dan cuenta de lo que le está pasando, porque al
levantarlo para echarle en la camilla, su respiración se hace menos pesada. Y cuando ya
está entrando a su pueblo se recupera casi por completo. Y es entonces cuando se dan
cuenta de que el joven sufría de una poderosa forma de añoranza de su tierra natal. Ese
sentimiento fue tan intenso que podría haberlo matado.

Pues bien, en el año 1688, un joven médico llamado Johanes Hofer se enteró de este
caso y de otros similares y bautizó a este mal como "nostalgia". El diagnóstico pronto se
impuso en círculos médicos de Europa. Los ingleses creyeron quizá que eran inmunes
por todos los viajes que hicieron por el imperio. Pero al poco tiempo aparecieron casos
en Gran Bretaña también. La última persona que murió de nostalgia fue un soldado
estadounidense que estaba sirviendo en Francia, durante la Primera Guerra Mundial.
¿Cómo es posible que alguien muriera de nostalgia hace menos de cien años?

Pero actualmente, ese término no sólo significa otra cosa diferente —la pena por el
tiempo perdido más que por un lugar perdido— sino que la añoranza en sí se considera
menos grave, viéndose reducida desde algo que podía producir la muerte hasta la
preocupación de que un hijo pueda sentirse mal en una fiesta de pijamas. Este cambio se
produjo aparentemente a principios del siglo XX. ¿Por qué? ¿Porque se inventaron los
teléfonos o porque se expandió la red ferroviaria? ¿O fue quizá con el advenimiento de
la modernidad, con su exaltación de la hiperactividad, los viajes y el progreso, lo cual
hizo que apenarse por algo que nos es familiar resulte poco ambicioso? Todos nosotros
hemos heredado esa enorme transformación de valores, y es una de las razones por las
que hoy no sentimos añoranza de manera tan intensa como antes. Es importante
entender que estos grandes cambios históricos influyen nuestras emociones en parte
porque afectan el modo en que sentimos lo que sentimos.

Hoy en día, ensalzamos la felicidad. Suponemos que la felicidad nos hará mejores
trabajadores, mejores padres y mejores parejas; suponemos que nos hará vivir más
tiempo. En el siglo XVI, se pensaba que era la tristeza la que ocasionaba todo esto.
Incluso hay libros de autoayuda de esa época que alentaban al lector a caer en la tristeza
a través de una lista de motivos para desanimarse.

Los autores de estos libros pensaban que la tristeza podía cultivarse como una habilidad,
porque al transformarnos en expertos podíamos recuperarnos más rápido de algo malo
que nos pudiera pasar, como efectivamente ocurría. Pienso que hoy podemos aprender
de esto. Si hoy estamos tristes, quizá estemos impacientes, incluso algo avergonzados.
Si estábamos tristes en el siglo XVI, habríamos sentido cierta superioridad.
Está claro que nuestras emociones no sólo cambian con el tiempo, también cambian de
un sitio a otro. El pueblo baining de Papua Nueva Guinea hablan de "awumbuk",
sensación de letargo que sobreviene cuando un huésped finalmente se va.

Ahora bien, puede que para nosotros sea un alivio, pero en la cultura baining, cuando el
invitado se va, deja detrás una especie de carga para poder viajar más liviano, y esta
carga infecta el aire y produce este awumbuk. Lo que hacen entonces es dejar afuera un
cuenco con agua durante la noche para que absorba este aire, y luego, a primera hora de
la mañana, se levantan y hacen una ceremonia y arrojan el agua. Este es un buen
ejemplo que combina las prácticas espirituales con las realidades geográficas para
revivir una emoción particular y hacerla desaparecer nuevamente.

Una de mis emociones favoritas es la que expresa la palabra japonesa "amae". Amae es
un término muy común en Japón, pero es difícil de traducir. Designa algo así como el
placer de poder transferir temporariamente a otro la responsabilidad de nuestra vida.

Los antropólogos sugieren que uno de los motivos por el que esta palabra pudo haber
sido inventada y valorizada en Japón es por la cultura tradicionalmente colectivista de
ese país, en tanto que el sentimiento de dependencia puede ser más incómodo para los
angloparlantes, quienes han aprendido a valorar la autosuficiencia y el individualismo.
Puede parecer un tanto simplista, pero es sugerente. ¿Qué es lo que nuestro lenguaje
emocional expresa no sólo sobre lo que sentimos, sino sobre lo que más valoramos?

Muchos nos dicen que prestemos atención a nuestro bienestar, que consideremos la
importancia de ponerle nombre a nuestras emociones. Pero estos términos no son
rótulos neutros. Están cargados de nuestros valores y expectativas culturales, y
transmiten ideas sobre la persona que creemos ser. Aprender palabras nuevas y poco
comunes para designar emociones nos ayudará a estar en sintonía con los detalles más
finos de nuestra vida íntima. Pero más allá de eso, estas palabras deben tenerse en
cuenta porque nos recuerdan la poderosa conexión que existe entre lo que pensamos y lo
que terminamos sintiendo. La verdadera inteligencia emocional nos exige comprender
las fuerzas sociales, políticas y culturales que han dado forma a lo que creemos sobre
nuestras emociones y nos exige entender la manera en que la felicidad, el odio o la ira
pueden estar en proceso de cambio en este momento. Porque si queremos medir
nuestras emociones y enseñarlas en las escuelas y escuchar que los políticos nos digan
cuán importantes son, entonces sería bueno saber de dónde han surgido las suposiciones
que tenemos sobre ellas, y si realmente nos siguen hablando.

Quisiera terminar con una emoción que suelo sentir cuando estoy trabajando como
historiadora. Es una palabra francesa: "dépaysement". Evoca esa sensación de
aturdimiento y desorientación que experimentamos cuando estamos en un sitio
desconocido. Una de las mejores cosas de ser historiadora es cuando algo que di
totalmente por sentado, algo que me es muy familiar, de pronto vuelve a ser extraño.
Dépaysement es desestabilizador, pero interesante también. Y espero que estén viendo
ahora una pequeña parte de eso.

Gracias.

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