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AL MUTAMID, EL REY POETA DE AL-ANDALUS

Todos ya sabemos que la caída del Califato de Córdoba marca el inicio del fin del mundo
islámico en Hispania, el fin de al-Ándalus. El saqueo de su capital, poco después del férreo
gobierno de Almanzor, fue también el fin de una bella, armónica y tensa relación entre judíos,
cristianos y musulmanes, como nunca más se consiguió en la Historia. Esta Ciudad, en ruinas,
comparada con su esplendor de otrora (veinte años antes) fue llorada por los versos
nostálgicos de Ibn Hazm en El Collar de la Paloma, tratado de amor escrito en lo más ardiente
de su juventud. La desolación de la Ciudad Flor, Medina Azahara, a pocos kilómetros de la
ciudad de Córdoba, fue asimismo un tema recurrente en la literatura árabe de aquel siglo,
como las ruinas de Roma lo habían sido varios siglos antes. Es clásica y conocida la historia de
Ibn Arabí, dialogando con un pájaro en que éste se lamentaba, entre las ruinas de Medina
Azahara: el sabio le preguntó por qué su piar lloroso, y el ave respondió que “por un tiempo
que pasó y ya no volverá”. Este hito, la caída de Córdoba, el fin de los omeyas da inicio al
periodo inestable de los llamados “reinos taifas”, de poco más de sesenta años de duración, en
que cada provincia, o simplemente ciudad o aún castillo, se fortifican contra sus enemigos: no
sólo los cristianos ahora, sino todos sus vecinos, pues en el reloj de la historia habían sonado
las campanadas de la fragilidad y la desolación, de la guerra progresiva contra todos,
propiciando así la llegada de la barbarie y el fanatismo, de la mano de los almorávides primero,
y los almohades después. Estos nuevos pueblos invasores anhelaban hacer beber a todos los
andalusíes del cáliz amargo y envenenado de su mesianismo, pues no todos los que dicen que
hablan en el nombre de Dios son profetas.

Aunque se perdió el fuerte imán político (emirato) y religioso (califato) que aglutinaba toda la
Hispania Musulmana, los diferentes reinos establecieron variables juegos de alianzas,
buscando protección en el equilibrio de poderes. De alianzas y de conquistas (a expensas de
los reinos islámicos vecinos) para acrecentar sus territorios, vasallaje e influencias. De todos
modos, así como hasta la época de Almanzor (938 -1002 d.C. ) todos los reyes cristianos fueron
tributarios de los omeyas, tras la caída de estos, el péndulo se movió hacia el lado contrario, y
los reinos islámicos se convirtieron en vasallos, comprando con tributos su seguridad a los
reinos cristianos, especialmente a la fuerte Castilla. Hasta el punto que Alfonso VI, el Bravo, se
proclamó a sí mismo, aunque sin éxito, rey de cristianos y musulmanes, después de conquistar
Toledo, uno de los bastiones más fuertes del Islam en Hispania. ¿Qué resistencia podían
ofrecer al cristianismo, cada vez más pujante y poderoso, los hasta 39 estados o reinos taifas
en que se dividió el califato omeya extinto; bandos o facciones (es lo que significa
precisamente, “taifas”) enfrentados entre sí e incapacitados de hacer un frente común.
Ciertamente el año 1031, veinte después de la muerte del último de los califas omeyas,
Hishâm II, anuncia el principio del fin del islamismo en la Península Ibérica: los Reyes Católicos,
con la entrega de las llaves de la ciudad y el reino de Granada en 1492 coronarían el largo
proceso de la Reconquista, con mareas de avances y retrocesos según el avance de los
almorávides, primero y los almohades, más tarde.

Es difícil referirnos a las causas esotéricas, espirituales de la caída del Islam en Occidente, con
la caída de los príncipes omeyas; pero el profesor e islamista Adalberto Alves nos dice, muy
acertadamente, que: Entre las razones de la caída del Califato de Córdoba, deberemos
destacar, además de la heterogeneidad del tejido social, ya mencionada, la disolución de la
ortodoxia religiosa y la hipertrofia centralizadora de la capital: ésta ya no era capaz de
responder a las necesidades de una capacidad efectiva de control administrativo y militar de
todo el territorio andalusí a finales del siglo X (…) el califato colapsó por implosión, provocada
en buena parte por los “nacionalismos” o partidismos árabes, bereberes y eslavos, desde el
momento en que el “cemento aglutinador” del Islam fue insuficiente para contrariar la
degradación política y las tendencias de secesión.

Es en este periodo de reinos taifas, y durante la invasión de los almorávides, donde debemos
situar la vida y acción de al-Mu’tamid y sus antecesores. Su bisabuelo fue juez (qâdi) durante el
gobierno de Almanzor, su abuelo Abû al-Qasim (1023-1042), asumió este mismo cargo y con la
excusa de salvaguardar la autoridad de un califa que ya era apenas un títere, Hishâm II, se
convirtió él mismo en rey de una nueva y poderosa dinastía, la abadida que se extendería
precisamente hasta el reinado de su nieto, al-Mu’tamid quien sucumbió ante el empuje furioso
de los almorávides (y que da fin al primer periodo de los reinos taifas). El padre de nuestro rey
poeta fue al-Mu’tatid (1042-1069), un guerrero implacable de corazón de león y sensibilidad
de poeta, poeta él mismo como poetas fueron sus dos antepasados (su padre, el ya
mencionado Abû al Qâsim era un culto gobernante y un enamorado de las flores, a las que
dedicó versos de una gran belleza). Este rey o emir combatió y se apoderó de Carmona, de
Arcos, Jerez, Niebla, Morón, Mértola, Silves, Serpa, Huelva, Ronda y Faro, transformando
Sevilla en capital del reino taifa más poderoso y extenso de al- Andalus1. Este ardor guerrero y
mente maquiavélica (o sea, mente de “ajedrecista”) no le impedían, cuando era necesario,

1
Seguimos muy de cerca en este párrafo, y en general, en todo el artículo, la obra excelente del ya
mencionado, profesor Adalberto Alves (1939) Al-Mut’amid, poeta del destino, la primera edición en
1996 por la editorial Assírio-Alvim
cuidar sus jardines de embellecidas rosas, celebrar con versos las flores del mismo, ornado con
las cabezas embalsamadas o calaveras de sus enemigos vencidos:

Veo en los frescos jazmines


Estrellas llegadas del cielo,
Sus flancos de rubí parecen
Besos en la faz de una virgen.

Estro y lirismo poético que no menguaron su fortaleza: Cuando su hijo primogénito fracasó en
la conquista de Córdoba y después se rebeló contra su rey y padre, éste no dudó en ejecutarle,
cumpliendo así la ley que ejercía con el más humilde de sus soldados o servidores. Este acto de
voluntad y justicia arrolladora convirtieron a al-Mu’tamid en sucesor y por tanto heredero del
trono.

Este rey conquistador, al-Mu`tatid, reunió en su corte a una élite de poetas, literatos y sabios,
y tal ambiente de cultura debió ser el que rodeó a al-Mu’tamid de joven - siendo educado por
las mentes más esclarecidas de su tiempo en Sevilla, en letras, política, diplomacia2 y también
en las artes de guerra - pues nuestro rey poeta fue siempre un perfecto caballero, no sólo en la
paz, sino también en la guerra y aún en el exilio, y la pobreza, como luego veremos.

Al-Mu’tamid nació en Beja, ciudad de Portugal que mantiene este mismo nombre de antaño,
en el mes de diciembre de 1040, y como parecía no estar destinado al trono (por no ser, como
vimos, el primogénito) su infancia debió transcurrir calma en esta calma ciudad. Aunque la raíz
paterna y sus antepasados son de la tribu árabe Lakhm, de origen yemenita, Adalberto Alves
nos dice que su madre debió ser una bereber de esta ciudad Beja, personaje del que no nos ha
quedado ninguna mención ni referencia.

Su padre, exigente y con mano de hierro para los asuntos de Estado le nombró a los 11 años
gobernador de Huelva y a los 13 le ordenó sitiar y conquistar la ciudad de Silves, ciudad de la
que se convertiría en señor y en la que viviría durante su juventud, ciudad también en la que
estrechó lazos con su eterno amigo, el también poeta Ibn Ammar, curioso genio y de carácter
turbulento, que originó grandes problemas a nuestro rey poeta.

Uno de los primeros escritos que de él, de nuestro rey poeta, se conocen, está dedicado a un
escudo de oro y plata y fondo azul que su padre le habría dicho que describiese en versos:

2
Nos dice Adalberto Alves en su biografía del rey poeta, que el tratado por excelencia en esta arte, la
diplomacia, en aquella época era el Libro de la Corona, Kitab al-Taj.
Ved este escudo: sus autores3
Fueron al cielo a por inspiración
Para que no fuera de las lanzas penetrado:
En él esculpieron a las Pléyades,
Las estrellas que auguran la victoria.
Cerco le dieron de oro puro,
La luz de la mañana que viste el horizonte.

Recordemos a H.P. Blavatsky y su Doctrina Secreta, cuando nos dice que desde ellas, las
Pléyades, o a través de ellas, nos llega el Gran Movimiento, sin llegar a especificar a qué se
refiere con este Gran Movimiento. Lo que es claro es la belleza de tales estrellas en la noche, y
que todas las antiguas civilizaciones le dieron un valor religioso especial. Los mismos africanos
chokwe las representan como la figura más relevante en sus tablas de Iniciación en madera.
Cuando su padre, el rey de corazón leonino le manda que conquiste Málaga, así obedece al-
Mu’tamid, pero tras tomar el poblado, no lo hizo con la ciudadela, celebrando antes de tiempo
la victoria. Sus enemigos consiguen hacerse con refuerzos y obligan a sus tropas a retroceder.
A diferencia de su hermano, el que orgulloso ante la reprensión paterna, se alzó contra él en
armas; éste pide humildemente perdón al padre y apela a la compasión de su noble carácter.
Conservamos en una carta un poema que envió el joven al-Mu’tamid: un fuerte, bello y
delicado elogio a su padre y rey, y Adalberto Alves dice que es en ella donde presenta la
disculpa por el error cometido. Pero es difícil separar cuándo se habla a sí mismo y cuando se
dirige al padre y rey:

Sosiega tu corazón, no te entregues a tus cuitas


¿Por qué estar triste y absorto?
Controla los párpados y no cedas a las lágrimas,
¡Sé paciente como sueles ser en la adversidad!
Si el Destino lo mudó todo,
¡Cúmplase la Voluntad de Alá!
Si sólo hoy has conocido la derrota
¡cuantas veces has peleado con valor!
¡Si pecaste una vez en medio de la confusión

3
Todos los poemas de al-Mu’tamid que aparecen en este artículo son traducciones de la versión
portuguesa del profesor e islamista Adalberto Alves.
tu disculpa será como una luna
que brilla en medio de la turbación!
¡Cuántos suspiros te brotarán del corazón
y cuántas lágrimas por fuerza del Destino!
Afírmate en Allâh si te apresa el temor
Y confía en tu padre, él te perdonará.
Que la mala suerte no te asuste
incluso aunque los malos tiempos se muestren:
si Allâh desampara, Sus protegidos vencerán.
Sé paciente, como es el timbre de tu gente
Cuando los fracasos la fatigan: ¡persevera!
¿Quién se asemeja a la tribu?
¿Y quién al héroe, tu padre,
Ornado de orgullo y de nobleza?
Es un guerrero generoso, excelente en las dádivas
Y además se disculpa diciendo que son escasas.
Besan sus manos todos los tiranos:
Si no distribuyera dádivas como lo hace el rocío
Se diría que era la piedra negra de la Kaaba.
¡Oh león, que matas a tus enemigos con furia terrible,
No me destroces: soy tus propios colmillos, tus garras!
¡Oh caballero, cuyo ataque temen los valientes,
Perdona a éste, tu esclavo que es tu espada cortante!
No la envaines hasta alcanzar tus fines.
Por mis flaquezas, que conoces, heme en la desgracia:
Ellas turbaron la fuente de mis ojos,
Arrebataron el sosiego a mi alma, llenaron de lágrimas mis ojos,
Velaron mi voz, y marchitaron mi mirada.
Mi rostro empalideció aunque mi cuerpo está sano,
Mis cabellos encanecieron, y aún no estoy viejo.
Siento que estoy muerto, pero guardo un resto de vida
Sólo porque sé que sabes y puedes perdonar.
Tu esclavo no hizo una falta que deba ser censurada
Y, sin embargo, te pide clemencia.
Pecado es, sí, el de algunos falsos, que se apropian de tus favores:
Su consejo es hipócrita y odio su amor.
Sólo sirven para tramar insidias.
Si hablan, hay rencor en cuanto dicen
Si miran fijamente, hay despecho en sus miradas, como dardos.
Si un soplo abraza el corazón, cuando hablan,
Es el de la chispa de fuego del rencor.
¡Mi señor! Por la sed terrible de un esclavo
-y en tus manos hay agua dulce y fresca-
Atiende a un corazón afligido
Con las pupilas rendidas a la aflicción.
Mi presente es puro tedio
Olvidé copa y laúd.
Ni la seducción ni la timidez virginal alientan en mí.
Y no presumo de la hermosura de los ojos que me miran fijamente.
Sólo tu favor es sosiego para mi alma
-¡no me lo retires nunca!-
Soy espada doblada ante el destino.
El vino me conforta y cuando no lo bebo
Las cuitas devoran mis entrañas.
Es cierto, hay algo que aún me da sosiego:
Traspasar, decapitar a mis enemigos, luchando.
No he renunciado al vino por moderación
Ni –¡por mi vida! –teniendo en mira la santidad:
Es que aún no me abandonó la mocedad.
Vivo sólo esperando tu favor.
Si fallo, que la vida no perdure más en mí.
Salvo el tiempo en que te di satisfacción
Ningún otro día me trajo alegría.
En cuántas lides valerosas enfrenté al enemigo,
Tan brillantes, que desaparecería la noche,
Pero no lo haría tu fama.
Llegó entonces el alba pálida para dispersarlas
Pues en esos horizontes sólo las noches eran oscuras.
Que te acompañe siempre esta gran y noble fuerza
A la cual ni las fantasías ni los ojos se aproximan.
Resérvame un lugar en tu afecto
Pues él es el refugio de la bondad.
Acepta este jardín de mis pensamientos
Y que, en vez de la lluvia o del rocío,
Antes lo riegue tu generosa mano derecha.
En este jardín hay una planta: el recuerdo de ti,
Que en cada estación para el jardinero florece.

Si su vida externa esta inexorablemente marcada por sus deberes de gobernante (primero de
la ciudad de Silves y después del imperio abadida legado por su padre, y siendo Sevilla su
capital), en su interna hay dos focos importantes de referencia. Su amigo y preceptor en su
primera juventud, Ibn ‘Ammâr y su amada y esposa ‘Itimad. Cuenta la tradición que hallándose
al-Mu’tamid a la orilla del río Guadalquivir4 , y rizando las brisas sus aguas, inició el siguiente
verso “el viento teje lorigas en las aguas”. Nada más terminar de decirlo, antes que ninguno de
sus compañeros pudiera terminar el poema, lo hizo una voz y una joven bellísima surgida de
entre la maleza, diciendo “si se helaran serían corazas”. Impresionado con su hermosura e
inteligencia, a pesar de su origen extremamente humilde, decidió casarse con ella. Era Itimad,
y se convertiría a partir de ese momento en su compañera inseparable. En el capítulo 30 del
libro El Conde Lucanor, escrito en torno al año 1330, se narran dos historias sobre la relación
entre el rey e Itimad, como ejemplo moral de que nada puede satisfacer al ingrato, pues
siempre va a querer más sin recordar y ni siquiera reconocer los beneficios recibidos. En una
de ellas, Itimad en el palacio y rodeada de las más excelsas riquezas, al ver a los campesinos
pisar el barro en un sucio lodazal para hacer ladrillos de adobe, sintió nostalgia de cuando ella,
de niña, hacía lo mismo y lloró al recordarlo, pues ya el protocolo y las convenciones se lo
impedían. Al-Mu’tamid hizo traer grandes cantidades de ámbar y almizcle, y que las mezclasen
con canela, azúcar y agua de rosas, y fue este “barro” el que su amada pudo pisar
alegremente, jugando con sus hijas y amigas. La segunda historia es la que se ha atribuido
tradicionalmente a Abderrahmán III y que el escritor Antonio Gala recrease en su prosa tan
poética. Un día Itimad derrama lágrimas porque unos copos de nieve bendicen las tierras de
Córdoba por las que ambos pasaban, y suspira ya que, donde viven nunca ve los campos
nevados como antaño. Nuestro rey poeta hace sembrar de almendros todas las laderas de
Córdoba para que, en la estación del Amor su amada pueda sonreír al ver todos los campos
blancos, “nevados” para ella. El profesor Adalberto Alves dice incluso que el nombre del rey

4
Esto es lo que dice la leyenda, el profesor Adalberto Alves es de la opinión de que el río era en verdad
el río Arade, pues la escena estaría localizada en Silves y no en Sevilla.
poeta era al-Zâfir y asumió, precisamente el de al-Mu’tamid (nombre que significa, “aquel que
se apoya en Dios) porque constituía un anagrama del nombre de su amada, Itimad. Es famoso
el poema acróstico que compuso en homenaje a su amada, y que en la versión de Adalberto
Alves5 dice:

Invisible a mis ojos, te traigo siempre en el corazón


Te envío un adiós hecho de pasión, y lágrimas de pena e insomnio.
Inventaste cómo poseerme, y yo, el indomable, ¡sumiso voy quedando!
Mi deseo es siempre estar junto a ti, y ¡quiera Dios que tal voluntad se cumpla!
Asegúrame que el juramento que nos une, nunca la distancia quebrará
Dulce nombre es tu nombre y que escrito dejo en el poema: “Itimad”

Con respecto al otro personaje de tan gran y difícil amistad, a quien los cristianos llamaron
Abenamar, no sabemos qué sucede, pero en el año 1058 (o sea, al-Mu’tamid tenía 18) el rey
llama a su hijo a la corte, a Sevilla y expulsa del reino de los abadidas al poeta, quien comienza
de nuevo su vida de poeta vagabundo al servicio de quien le pagase. Once años después,
cuando su padre muere, al-Mu’tamid accede al trono y lo primero que hace, como
gobernante, es llamar de nuevo a su lado a Ibn ‘Ammar -quien se hallaba en aquel entonces en
Zaragoza- y nombrarle gobernador de Silves, y poco después gran visir (primer ministro) del
reino de Sevilla, el mayor de los reinos taifas del momento
Como buen guerrero, el rey expande el territorio heredado por su padre, hacia el Sur y hacia el
Este, entrando triunfal en la ciudad de Córdoba, la antigua capital del extinto califato. Su reino
abarca además del Algarbe y el Alentejo en Portugal, ciudades de gran importancia como
Huelva, Carmona, Algeciras, Niebla, Jaén, Córdoba y Murcia. Pero el verdadero peligro
amenaza en el norte, con los cristianos y en el sur, con los nada permisivos almorávides, era
necesario buscar un equilibrio de poderes y a los más débiles, los taifas, y su reino de Sevilla, le
competía hacer de frágil balanza.

5
Desconozco de quien es la traducción al español que he encontrado en Internet de este poema y
repetida una y otra vez, y por desgracia, con grandes desemejanzas con las del profesor Adalberto. Dice
así:
“ Invisible a mis ojos, siempre estás presente en mi corazón.
Tu felicidad sea infinita, como mis cuidados, mis lágrimas y mis insomnios.
Impaciente al yugo, si otras mujeres tratan de imponérmelo, me someto con docilidad a tus deseos más insignificantes.
Mi anhelo, en cada momento, es tenerte a mi lado: ¡Ojalá pueda conseguirlo pronto!.
Amiga de mi corazón, piensa en mí y no me olvides aunque mi ausencia sea larga.
Dulce es tu nombre. Acabo de escribirle, acabo de trazar estas amadas letras: ITIMAD”
Con respecto al reino taifa de Córdoba, al-Mutamid consiguió anexionarlo al reino de Sevilla,
ya en el segundo año de su reinado, y puso a cargo del mismo a uno de sus hijos. Al-Mamún, el
rey taifa de Toledo, sintiéndose amenazado, pues estos reinos taifas, el de Córdoba y el de
Toledo, eran limítrofes, consiguió que un aventurero a su servicio se apoderase de la fortaleza,
y asesinase al hijo del rey poeta. Tres años tardó al-Mutamid en recuperar la antigua capital
del califato omeya. Uno de sus poemas narra una escena en que sus amadas favoritas deben
volver a Sevilla y él las acompaña parte del recorrido toda la noche, para regresar a Córdoba.
Quizás pertenezca a este periodo de su vida:

Para acallar la pasión hice voto de silencio


Pero la lengua, quejándose se rebelaba.

Ellas partieron, disfracé mi amor,


Elixir de tristeza en forma de murmullo.

Las acompañé hasta las primeras llamaradas del alba,


Ya la noche había perdido su razón de ser.

Y atónito allí mismo me detuve:


La mañana me había robado las estrellas.

El califa Abdehrramán III dejaría escrito en los anales de la Historia, que pocos momentos hay
de felicidad en la vida de un rey, pues, arrastrado por las corrientes del destino, es obligado a
beber hasta el final y gota a gota su cáliz de amargura, obligado por su deber ante la justicia, su
tierra y sus súbditos. Así sucede con al-Mu’tamid, quien primero pierde su amigo íntimo que le
traiciona, después el reino, con él su libertad, luego su amada, hasta que al final la vida misma
le es arrebatada antes de tiempo por sus carceleros.
Las tropas de Alfonso VI, el rey que en el año 1072 se proclamó Rex Spania, y más tarde
Imperator Totius Hispaniae (interesante de recordar para los que dicen que España nace con el
matrimonio de los Reyes Católicos y la conquista de Granada; quizás políticamente sí, pero no
como recuerdo o como sueño, como anhelo de conquista y realización. Ahí estaba
cuatrocientos años antes guiando divinas ambiciones e ideales, pues nunca fue olvidada la
Hispania romana), se hallan frente a Sevilla, dispuestos a conquistarla. Ibn ‘Ammar, entregó
como regalo un magnífico ajedrez al rey cristiano, y le desafió después a jugar con él, quien
venciese sería dueño de la ciudad y no sería necesario el enfrentamiento armado. No sabemos
lo pactado pero dicen las crónicas que venció el astuto visir de al ‘Mutamid, aunque el rey
leonés y castellano no se retiró sin garantizar la entrega de parias dobles.
En el año 1078 el reino taifa de Sevilla quiere anexionarse el de Murcia. Ibn al-‘Ammar pide
ayuda al conde de Barcelona, Ramón Berenguer, estipulando un precio éste de diez mil
dinares. Un hijo de al-Mu’tamid quedaría prisionero como garantía del pacto. Pero el visir y
amigo del rey poeta nada le dice, y cuando al-Mu’tamid se entera, se enfurece y pide la
devolución de su hijo, a lo que el conde catalán accede, pero sólo recibiendo el triple de lo
acordado. La estrella de Ibn al-‘Ammar está declinando, desgraciadamente, la del rey poeta
también, es el principio del fin. Una vez conquistado el reino de Murcia, Ibn al-‘Ammar es
nombrado gobernador del mismo, pero se ve envuelto en una vida escandalosa y además
conspira para independizarse de Sevilla. Cuando su rey se entera, y perseguido por su furia
vengadora, huye y se refugia en Zaragoza donde promueve una sublevación. Aunque
finalmente es hecho prisionero y entregado al rey poeta, quien aunque lo hace llegar de modo
oprobioso a Sevilla, montado en un burro sobre un fardo de paja, al final le perdona la vida,
pero lo encarcela. Una carta interceptada, no sabemos si una intriga de palacio, una carta
insultante para con Itimad, o qué realmente, hace que al-Mu’tamid, generalmente bondadoso
y temperado sea incendiado por las erinias vengadoras y con sus propias manos, con un hacha
le mata. Dicen las crónicas que esta escena, el poeta y visir traidor ya la había presenciado en
una visión muchos años antes, y que en una fiesta había desaparecido y se lo habían
encontrado temblando en un escondrijo, asustado de lo que consideró futuro cierto. Al-
Mu’tamid rió de un temor tan absurdo, ¡cómo él iba a ejecutar a golpes y con sus propias
manos a su amigo íntimo!: Quizás haya acontecimientos escritos en el Libro de la Vida que no
puedan ser ya cambiados, y deben suceder necesariamente, tanto en el reino del amor como
en el del odio…
En el año 1079 se produce el encuentro entre el Cid Campeador y nuestro rey poeta. Viene,
acompañado de sus mesnadas, de parte del rey Alfonso VI, a cobrar las parias. Pero resulta
que el rey leonés había enviado también con el mismo objeto a Granada al noble García
Ordoñez, y el rey zirí de Granada, aprovechando el ejército castellano, pidió ayuda al mismo
para resolver unos problemas fronterizos que tenía con Sevilla, entrando en el mismo, e
imaginamos que también saqueando y violentando en su incursión. El rey abbadida, le pide al
Cid que (¿no era éste el sentido de las parias?) lo proteja y los ejércitos de ambos salen a
defenderse del ataque de Abdallah (el rey ziri granadino) y de las tropas de Ordoñez.
Paradójica situación en que iban a enfrentarse, contra toda justicia, ejércitos del mismo rey
castellano. El rey Abdallah confiado en la gran superioridad numérica no retrocede. El Cid pide
a las tropas castellanas de García Ordoñez que se retiren, por respeto al rey de Sevilla a quien
el mismo rey cristiano de ambos debe protección. Pero García Ordoñez no entra en razones
pues confía ciegamente en la victoria, y ya encontrará como explicar el desaguisado al rey
Alfonso VI. Los ejércitos del rey sevillano más la audacia imbatible de las tropas del Cid infligen
una derrota total a sus enemigos, y el mismo Cid hace prisioneros a García Ordoñez y los
nobles que lo acompañaban, durante tres días, luego los deja partir, pero sin las tiendas de
campaña ni la impedimenta. A partir de ese momento sería, junto al rey Alfonso VI, el peor
enemigo en la sombra del Cid y es muy posible que este noble ávido de venganza estuviera
detrás del primer destierro de su primer caballero, o quizás el primer caballero de toda la
cristiandad en aquel tiempo.
Es difícil imaginar la admiración mutua que ejercerían el uno sobre el otro, y la amistad que los
vincularía, aunque después los caminos de la Vida los llevasen a cada uno en sendas
divergentes. El rey poeta, agradecido, le colmó de presentes, tanto a él como a su rey, Alfonso
VI. Y sin embargo, un año después, éste envió a cobrar las parias de Sevilla a Ibn Shalib, un
judío ávido, codicioso e imprudente, y quizás también acreedor del rey leonés. Instaladas las
tiendas de recepción a las afueras de la ciudad, y con todo el ceremonial propio de la ocasión,
cuando el emisario de Alfonso VI abrió los cofres, se quejó de que el oro que había no era de la
suficiente calidad y amenazó con soberbia que al año siguiente volvería, pero que cobraría las
parias en ciudades. Al-Mu’tamid, en general temperado y bondadoso se incendió enfurecido y
ordenó crucificar al embajador. Peligrosa ira, la de los reyes, desencadenante de infinitos
males. Pues aunque Ibn Shalib, aterrorizado, quiso, perdiendo la arrogancia de horas antes
salvarse suplicando al rey sevillano que le daría su peso en oro; el rey poeta no quiso quebrar
el vuelo de su orden temeraria. El rey cristiano tuvo además que ceder el castillo de Almodovar
para recuperar y salvar al resto de la embajada, hechos prisioneros por Al-Mu’tamid. Juró por
la Santísima Trinidad y por todos los Santos que se vengaría de tal ofensa, y organizó una
expedición de castigo con dos columnas de ejército. Una atravesaría Coimbra, Beja y llegando
a Sevilla acamparía en Triana; la otra, conducida por el rey mismo iría camino de Sevilla
devastando todo a su paso. Ambas juntas, a las puertas de los muros de la ciudad, saquearon
durante varios días los alrededores, llegaron hasta Medina Sidonia, luego a Tarifa, donde el rey
caracoleando su caballo en las ondas del mar afirmó soberbio que había llegado hasta los
confines de Al-Ándalus. Bien, una cosa es llegar y otra conquistar, pero en esa hora sonó el
principio del fin del poder islámico en Andalucía, y por ende, en España.Pues es la moral, y la
justicia quienes mantienen la cohesión entre las gentes, y las sucesivas ondas de musulmanes
ahora sí fanatizados, primero almorávides y luego almohades, irían deshaciendo casi
trescientos años de noble trabajo civilizatorio.
En el año 1085 Alfonso VI conquista Toledo, y sintiéndose fuerte, envía una carta al-Mu’tamid
diciéndole que el reino de Sevilla debería ser gobernado por uno de sus condes. Audaz
pretensión a la que responde el rey poeta con una carta incluida en las crónicas de Ibn al-
Khatîb, un historiador y también poeta granadino del siglo XIV. Dice así:

“De parte del soberano victorioso, por la Gracia de Allâh, al-Mu’tamid âla Allâh ibn al-Mu’tatid
billah abû Amr ibn ‘Abbâd, para Alfonso, hijo de Sánchez (Fernando) que se titula a sí mismo
Rey de las dos Religiones y se hace pasar por soberano (de los fieles) de las dos religiones, que
Allâh haga malograr sus pretensiones.
La primera de vuestras pretensiones es la de ser jefe de las dos religiones. Ahora bien, los
musulmanes tienen más derecho a ese título, ya que los países que conquistaron, su
organización y los impuestos que cobraron jamás fueron asunto vuestro.
Nuestra tranquilidad fue interrumpida por vuestra pretensión pero no encontrasteis el tono
adecuado. Nosotros habíamos adoptado una actitud indiferente, que da lugar ahora al ímpetu.
Nosotros os hemos dejado en paz, y eso os hizo crecer que nadie os igualaba, dándoos la
audacia de exigir que nuestros Estados os fuesen entregados a vuestros hombres.
Esta presteza e ideas sin fundamento nos dejan pasmados. ¡Tal autoconfianza, después de un
evento en que las circunstancias os favorecieron, os han llevado a cometer el más burdo de los
errores!
Sabed que somos numerosos y sabemos lo que queremos. Tenemos dispuestos, para el día del
combate, ejércitos, caballeros con corazas de hierro, estrategia humana y aliados intrépidos;
mis hombres están protegidos por la persistencia y desprecian la caída; su sangre está
dispuesta a teñir las espadas de roja sangre: es gente habituada a morir en las planicies, capaz
de conducir la guerra con ardor, sabiendo escapar a los golpes de los seres maléficos, como
por efecto de los anillos del poder sobrenatural. Estos hombres que prepararon, con vuestra
intención y la de vuestros súbditos, ocasiones de encuentro bajo el signo de la concordia,
tienen ahora prontas y afiladas las hojas de sus espadas.
El mal da, a veces, lugar al bien y el arrepentimiento es consecuencia de la avidez. Acabáis de
hacernos salir de una placidez que duró demasiado y pusisteis fin a un sueño que fortaleció
nuestra fe.
¿Desde cuándo fue evidente en vuestros antepasados el más mínimo respeto con nuestros
nobles ascendientes? ¿Cuándo se portaron dignamente con ellos? ¿No intentaron siempre
humillarlos, lo que no ignoráis y hecho que aún permanece?
Allâh sea loado porque nos permite dirigiros reprimendas y lecciones en comparación de las
cuales, la muerte es nada. A Allâh pedimos que nos asista, pues no tardaremos en marchar
contra vosotros. Allâh otorgará la victoria a su mensaje preferido. Sea la salvación otorgada a
quien distingue la verdad y la sigue, huyendo del error y de su traición.”

Firme, bella y al mismo tiempo filosófica carta. Aunque de poco iba a servirle pues su estrella,
o al menos el brillo de la misma en el mundo comenzaba a declinar. Hay otra carta, escrita por
el mismo poeta y rey de Sevilla al emir de los almorávides, fechada el 14 de agosto del 1085,
pidiéndole ayuda para enfrentar el poder creciente y amenazador de Alfonso VI. Dice así:

“Que Allâh fortalezca al Emir de los Creyentes; le conceda la victoria y que, a través de él, sea
asegurado el triunfo de la religión. Nosotros, árabes, en este Alándalus vemos a nuestro
pueblo en ruinas, nuestras poblaciones desunidas y nuestras genealogías corrompidas por
bastardos y por la renuncia a los principios de nuestra santa religión. No pasamos de ser
facciones, sin lazos de solidaridad y sin unión. Ya no tenemos partidarios, mas vemos
aumentar el número de aquellos que se alegran con el mal que nos alcanza.
Este criminal enemigo, Alfonso, nos amenaza; sus tropas nos asedian de cerca, pisotean
nuestro territorio, se apoderan de las tierras, de las fortalezas y de los castillos, y ninguno de
nosotros, andalusíes, se decide a ir en socorro de un vecino o de un hermano. El querer
aferrarse a los placeres de la vida retiene a cada uno en su casa. La situación se agrava y toda
esperanza parece perdida.
Vuelvo mis ojos hacia vos, que Allâh fortalezca en vuestro poder, vos, el señor de los Himyaris,
su soberano incuestionable, su jefe y su guía. Es a vos, a quien después de Allâh, pido socorro;
es vuestro auxilio el que solicito.
Cruzad el mar para combatir al enemigo impío, haciendo renacer la ley del Islam y defendiendo
la religión de Mahoma. Allâh se mostrará grato con ello y os retribuirá generosamente.
¡No hay fuerza y poder sino en Allâh, el Muy alto, el Grande!
Saludo a Vuestra majestad, y en vos apelo a la Misericordia divina y sus bendiciones.”

Este soberano de almorávides intenta legitimar su avance sobre Al Ándalus (y su anexión, en la


que es evidente que está ya pensando) y pide ayuda a los juristas y a los especialistas en la
doctrina religiosa (alfaquíes y ulemas). Estos doctores de la Ley, y entre los consultados se
hallaba el gran filósofo e ideólogo del Islam, al-Ghazâlî, le autorizan e incluso el califa abasí de
Bagdad le reconoce sus derechos, que es como decir que le da su bendición.
Los almorávides, al mando de su carismático jefe, Yusuf ibn Tâshfîn desembarcan en Algeciras
el 30 de julio del 1086 y enfrentan al rey cristiano en Zalaca (o Sagrajas), unidos a los reinos de
Sevilla, Granada y Badajoz. Al Mu’tamid comandó la columna principal del ejército, dividida en
tres y resistió la más fuerte de las acometidas, impulsada por Alvar Fáñez. Fue herido, pero su
ejemplo personal y valor fueron tales que decidieron, según los cronistas, la batalla. La derrota
de Alfonso VI fue épica, herido de un lanzazo debe refugiarse en la fortaleza de Coria. Pero
Yusuf, debido a la muerte de su propio hijo debe volver a Marruecos y pierde el fruto de su
victoria. Una vez más volvería en el 1088, y finalmente en el 1090 con la intención de desplazar
a todos los reyes de taifas, conquistando sus fortalezas una a una: les acusa de infringir dos
leyes fundamentales de la ley islámica: el cobro de impuestos ilegales y el ser vasallos de los
reyes cristianos. En el último momento, al-Mu’tamid intenta pedir, desesperado ayuda al
mismo Alfonso VI, y ésta llegó con Alvar Fañez pero no llegó a ser suficiente, pues fue
derrotado. El rey poeta combate denodadamente y causa gran mortandad entre los bereberes,
no quiere ser hecho prisionero, en vano, pues el destino y Allâh, uno en esencia (como dicen
los filósofos hindúes, “Atma es igual a Brahma”, y los sabios transhimaláyicos “Atma es igual a
Karma”) habían predeterminado lo contrario. Entre los poemas del rey sevillano hay uno que
narra esta última batalla:

Apenas podía contener las lágrimas


Y mi corazón sucumbía destrozado.
Me decían que “¡rendirte es para ti lo mejor, ríndete!”
Mas el peor veneno, mejor sería que la rendición.

Los enemigos la patria me robaban


Y el pueblo me hacía gustar del cáliz de la traición.
Y aun así, el corazón aún estaba en mi pecho
Y el cuerpo jamás entrega el corazón.

Todo me arrebataron, menos un carácter noble,


¿Puede alguien llevarse la nobleza?
En el día de batalla no quise coraza,
Y salí a luchar sin proteger el pecho.
Mortifiqué el alma juzgando que la perdía.
A raudales corría entonces la sangre.

Mas ni aún así la muerte quiso acercarse


Y ahorrarme ignominia y sumisión,
Me lancé a la batalla, y pensé no volver.
Así fueron mis abuelos, así soy yo:
Quien supo cómo es la raíz, la rama conoció.

Para colmo de males, debe ordenar a sus hijos que entreguen sus fortalezas de Ronda y
Mértola a los almorávides, para que no asesinen a su familia y allegados. Los hijos obedecen
pero son pasados a cuchillo, otro peso funesto sobre la conciencia del rey de tristezas.
Y así, Sevilla fue conquistada en el mes de septiembre del 1091, y el rey al-Mu’tamid exiliado,
prisionero en Aghmât, donde hoy un túmulo moderno recuerda su presencia y el martirio de
sus últimos años.
Ibn al-Labbâna (“el hijo de la lechera”) su fiel amigo y poeta áulico, que lo acompañó
voluntariamente al exilio, permaneciendo junto al rey poeta hasta el fin, describe emotiva y
delicadamente la partida del rey de Sevilla. Quizás los traidores que dieron paso franco a los
almorávides se estaban ya arrepintiendo de la marcha del rey liberal y justo, valiente como un
león en la batalla, sensible como las brisas en la poesía y ante el sufrimiento de los suyos.

Los cielos mismos se derraman, haciendo caer día y noche su agua y lamento
Llorando así la suerte de los príncipes buenos de la casa de ‘Abbad.
Vierten lágrimas por estas montañas con las bases minadas
Y que antiguamente sustentaban el mundo…
Todo lo podré olvidar, salvo aquella mañana junto al río.
Ellos [el rey y los suyos] se amontonaban en los barcos como los cuerpos en sus tumbas.
La multitud se agolpaba en las dos orillas mirando pensativa
A aquellos que eran perlas bogando sobre la espuma de las aguas.
Todos los velos cayeron, incluso los de las vírgenes puras.
Desgarrados los rostros, como las mismas vestes.
¡En la hora del adiós, qué tumulto y qué clamores!
Hombres y mujeres se saludaban por última vez.
Partieron las naves meciéndose y llevadas por los cánticos,
Tal los camellos empujados por la cantinela del que las monta.
¡Ay, cuantas lágrimas iban arrastradas por las aguas!
¡Ay, cuántos corazones iban arrastrados en las galeras!

Pasando por Marrakesh, el cortejo del rey caído llegó finalmente al lugar del que ya no saldrían
sino con la libertad de sus almas. Bellísimo y triste poema el que escribió entonces al-
Mu’tamid, enfrentándose no sólo a su suerte, sino a la de su fiel amada, Itimad:
“Ella me dijo:
¿Henos aquí, tan humillados, mi señor,
Nuestra gloria antigua su esplendor perdió?
Y entonces yo le respondí:
¡Fue Allâh mismo quien nos trajo aquí!

Como para todo rey verdadero, cuya esencia misma debe ser la generosidad, lo que más le
pesó, más aún que la propia penuria y sufrimiento, fue el de no poder ya socorrer a nadie. Hay
una escena muy emotiva de su vida en que al llegar prisionero a Marruecos, y habiendo
conseguido guardar unas monedas de oro, un poeta ciego, en Tanger le salió al encuentro e
hizo su elogio, pidiéndole a cambio un pequeño donativo. El rey poeta, caído en la desgracia
fue más sensible a la desgracia de quien poeta, desposeído de cuanto hay de bueno en la
tierra, era además ciego: le dio pues todo lo que aún guardaba. En un poema se precia de no
pudiendo ya dar amparo con su fortaleza y riquezas, poder aún dar de regalo unos versos a
quien se lo pidiese. Alguien se disponía a atravesar el desierto y le pide si le puede hacer un
poema que le conforte.

Un viático de oro te daría si pudiese…


Pero el infortunio se despeñó sobre mí.
¿Quieres un poema para la travesía del desierto?
¡Mira bien que la poesía no es alimento que se coma!
Es como el viento, no satisface el hambre ni la sed,
De ella apenas se nutren sabios y poetas.

Desperté de manos vacías para agarrar la nada:


¡terrible predestinación la de aquel mes funesto!
Oprobio y miseria prohibieron gloria y fortuna:
Era la desgracia acechando tiempos descuidados.

Antes barría la arrogancia de los corazones tiranos


Y devolvía el vigor a los hambrientos que hacia mí tendían sus manos.
Mi reino, bajo el amparo de mi sombra tolerante
Era defendido por huestes de árabes y cristianos.
Quiso Allâh, el Dadivoso, privarme de todo.
¿De qué me servían lanzas y espadas en la batalla?
Un verso recuerdo que despierta mis celos:
“¡Válgame, más que los libros, mi espada!”

Prisioneros, aunque no aún cargados de cadenas, deben los suyos hacer los trabajos más
humildes y penosos simplemente para sobrevivir: sus hijas mantienen al padre y rey
trabajando como hilanderas. Al-Mu’tamid no había bebido aún la última gota del licor de la
desgracia. Uno de sus hijos, ‘Abd al-Jabbâr se rebela contra el poder de los almorávides y se
hace fuerte, el rey poeta ve aún un atisbo de esperanza. Corre el año 1093, y en breve la
esperanza muere como nació, súbitamente: el levantamiento fracasa y es aplastado, tras
varios meses de resistencia en Arcos. Yusuf, el gobernador de los almorávides estima, como
dice el profesor Adalberto, que “si el leoncito había rugido habría que protegerse del león”,
por lo que carga al rey poeta de cadenas hasta la muerte. Desconocemos el detalle, ¿se trata
quizás de lo que podemos bien llamar “muerte lenta”, un sistema de tortura muy usado en la
antigüedad en que poco a poco, casi imperceptiblemente, los músculos y huesos de la víctima
se van deformando con el peso de las cadenas? ¿No fue el reformador quasidivino, el profeta
Mani torturado así por los corruptos magos zoroastrianos, celosos de su sabiduría y poder, 900
años antes, y tantos otros?
En medio de tantas desgracias su alma se hace fuerte y diamantina, y examina, sin perder su
sensibilidad, la vida con mirada estoica:

Aquel hombre me deseó larga vida…


¿De qué le sirve al prisionero una vida prolongada?
¿No es la muerte mejor para quien padece
Y siente eterna su vida atormentada?
Si otros esperan descubrir el amor
Es mi único anhelo encontrar la muerte…
Deberé vivir para ver a mis hijas
Quebrantadas, hambrientas, en el vaivén de la suerte,
Y siervas de uno, cuya misión más importante,
Hubiera sido, sólo, la de anunciarme,
Alejar la gente que me fuera embarazosa
O cabalgar, alineando para mí las hileras
Cuando el pendón fuera alzado,
Exhausto de correr hacia adelante y hacia atrás,
Si el desorden en la fila, se mostraba?
El voto que alguien sinceramente hace
Es hecho para valer, si es de alma pura:
Pueda aquel hombre ser premiado
Y que la vida le dé su mayor dulzura.
Mi alma se conforta con lo que le es dado
Y con la certeza de que nada dura.

El último golpe es la muerte de su amada Itimad, imaginamos que consumida por el triste sino
de una vida miserable. No desespera y escribe el epitafio de su propia tumba, que adornan hoy
su moderno mausoleo, sobre las ruinas de su exprisión. Poeta y rey, y después santo, pues de
todas las partes del mundo van los peregrinos a hacer su ofrenda al túmulo de al-Mu’tamid.

Túmulo de un desterrado:
Ojalá te riegue el rocío vespertino y matinal
Pues conquistaste los restos de Ibn ‘Abbad.
En ti yacen intelecto, saber, generosidad,
Abundancia en la sequía, agua para los sedientos,
Y lanza, espada y flecha en el combate
Fin terrible para el león, si enemigo.

Destino en la venganza,
Océano en la generosidad,
Plenilunio en la sombra,
Elocuencia en la multitud.
Llegó el decreto del Altísimo
Y, con él, mi propio fin.

Antes de mirar a este esquife


No sabía yo que altas montañas
Sobre tablas reposaban.

Que esto te baste, tumba:


Sé amable con la nobleza
Que aquí te fue confiada.
Que las taciturnas nubes
Te rieguen, entre rayos y tormentas,
Llorando por el hermano,
Que amparas de la lluvia,
Bajo esta laja de piedra tan ancha,
Con lágrimas matinales y vespertinas.

Hasta las gotas de rocío lloran


Vertidas desde los astros
Que no me dieron suerte.

Para siempre, la bendición de Allâh


Sobre mi sepultura,
Veces sin fin,
…para siempre!

El 14 de octubre de 1095, según la cronología cristiana y actual, un último hálito liberaba un


alma gigante de su doble prisión: de las mazmorras de Ahmat, que le impidieron verter, como
el rocío, su generosidad sin fin; y la prisión de su propio sepulcro de carne y sangre,
impidiéndole la verdadera libertad, tan esperada. Las tinieblas del dogmatismo y el fanatismo
sectáreo se extendieron por Al Ándalus, primero de la mano de los almorávides y después de
los almohades. La memoria del rey poeta y filósofo nunca se extinguió: como una llama de
inmarcesible belleza, iluminó los siglos venideros.
Dos siglos después, el poeta Ibn al-Khatib lloró frente a su túmulo:

Cojo el cayado de peregrino con intención piadosa.


Vengo a Aghmât y reverente contemplo y beso tu tumba.
Rey magnánimo, farol de clara luz para el mundo,
Si vivieras, en tus rayos me bañaría con júbilo,
Y mis mejores poemas cantarían tu alabanza.
Ahora, postrado, de rodillas, elogio sólo tu sepulcro.
Noblemente, destaca él entre las tumbas de alrededor
Como tú, destacándose del vulgo, entre reyes y poetas.
Ya los siglos pasaron desde tu muerte e infortunio,
Y sin embargo, conservas la corona que nadie jamás te robará.
¡Oh rey de vivos y de muertos!
Busco en vano alguien más que compararse pueda a ti:
Nunca nadie como tú nació
Ni nacerá en los tiempos venideros.

Jose Carlos Fernández

Córdoba, 15 de septiembre del 2014

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