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ARNALDO CIFELLI
¿Por qué, entonces, los ministros de la palabra han de hablar de cualquier manera, sin capacitación previa, sin ha
ber aprendido el arte de expresarse al público?
¿Cómo preparar la predicación? ¿Dónde buscar material? ¿Cómo organizarla para hacerla clara y atrayente?
¿Cómo lograr que nuestras predicaciones convenzan y conviertan? Estas páginas responden a estos interrogantes.
Ellas brindan la ayuda necesaria para que el lector se transforme en un eximio predicador, si, convencido de que t
odo se gana con preparación, y todo se pierde con improvisación, está dispuesto a pagar el precio: tiempo y esfuerz
o. La predicación es, a la vez, una mística, una doctrina y una técnica. Exige santidad, sabiduría y entrenamiento
en el arte de comunicar.
Colección “Anuncio”
Cómo interpretar y cómo comunicar la Palabra de Dios. MÉTODOS Y RECURSOS PRÁCTICOS, Víctor Manuel
Fernández
Estrategias para predicar a Pablo. LAS LECTURAS DE SAN PABLO EN LOS DOMINGOS DEL TIEMPO
ORDINARIO, CICLOS A - B - C, Frank J. Matera
Cifelli, Arnaldo
Cómo aprender a predicar 1º ed. - Buenos Aires: San Pablo, 2008
200 p; 21 x 14 cm.
ISBN. 978-987-09-0004-7
I. Teología práctica cristiana. I. Título
CDD 240
* SUGERENCIA .................................................................................................................................... 16
II. EL PREDICADOR ............................................................................................................................. 20
2
5.- El predicador es orador .................................................................................................................... 20
Presentación
Todo este libro está pensado y redactado teniendo en cuenta un hecho incuestionable: en gener
al, se predica mal. ¿Deberemos aplicar también a nuestra realidad esta sentencia que Juan Co
mes Doménech refiere a España? [La Homilía. ese reto semanal, Edicep, 1992]. Dejo al lector e
l esfuerzo de analizar su propia experiencia. Este libro está pensado y redactado en función del
"predicador" —en rigor, de quien desee "aprender a predicar"—, y del destinatario de la predic
ación: “el Pueblo de Dios”.
En medio de una sociedad que no respira tan en cristiano como antes, el Pueblo de Dios tiene u
na acuciante necesidad de proteger, alimentar y robustecer su fe. Sin embargo, el descrédito de
la predicación —y específicamente de la homilía— es muy grande. Hace décadas que prestigios
os autores se preguntan «…hasta qué punto la homilía es responsable de la decisión de tantos cr
istianos de no participar en la misa dominical…» (P. Tena, en Phase 95).
Por su parte, quien realiza este gozoso y nada fácil ministerio de la predicación experimenta cu
ánta actualidad sigue manteniendo la afirmación del Concilio Vaticano II: (...la predicación sac
erdotal, en las circunstancias actuales del mundo, resulta, no raras veces, dificilísima…) (PO 4)
. Sorprende, en consecuencia, que la Iglesia Argentina haya descuidado la esmerada preparaci
ón profesional de quienes tienen como principal deber anunciar a todos el Evangelio de Dios (P
O 4).
Poco o nada se ha avanzado desde 1990. En LPNE, los obispos, con singular franqueza, admiti
eron que las respuestas a la Consulta al Pueblo de Dios reflejan, con alto índice, la existencia de
homilías superficiales y poco preparadas, como también alejadas de la vida real. Y exhortan a l
os formadores de nuestros seminarios mayores a preparar especialmente a los seminaristas par
a este ministerio. A la vez, invitan a los diáconos y sacerdotes a realizar un cambio muy serio en
este aspecto (51).
¿Cómo preparar la predicación? ¿Dónde buscar material? ¿Cómo organizarlo para hacerlo claro
y atrayente? ¿Cómo lograr que nuestras predicaciones convenzan y conviertan? Estas páginas r
esponden a estos interrogantes. Ellas pueden hacer del lector un eximio predicador, si, convenc
ido de que todo se gana con la preparación y todo se pierde con la improvisación, está dispuesto
a pagar el precio: tiempo y esfuerzo.
La Palabra de Dios para obrar necesita nuestra voz. Juan Bautista se definió como "una voz qu
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e grita en el desierto" (Jn 1, 23). La Palabra, sin la voz, queda muda; con una voz improvisada, i
nauténtica, mediocre, permanece estéril. El camino por recorrer queda iluminado por la pregun
ta con que el Obispo consagrante presenta la misión profética a los aspirantes al orden presbite
ral, y por extensión, a todo predicador: «…¿Quieren desempeñar, con la debida dignidad y comp
etencia, el ministerio de la palabra por la predicación del evangelio y la exposición de la fe católi
ca?...»
La predicación es, a la vez, una mística, una doctrina y una técnica. Exige santidad, sabiduría y
arte de la comunicación. Para predicar "con la debida dignidad y competencia", se han de conj
ugar: la virtud, la cultura, las técnicas de comunicación y la experiencia.
Hermano predicador:
Dado el origen escolar de estos apuntes, me he servido de los autores con una razonable liberta
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d didáctica, tomando prestadas ideas y expresiones. Por razones prácticas, los cito de una man
era general. También en esto, seguí al gran maestro Sertillanges O.P. (+ 1948): «…No hay que r
uborizarse de los préstamos; lo hacen todos, será de un modo más o menos oculto, más o menos
fecundo. Los espíritus verdaderamente originales, que nunca lo son del todo, son escasos. Es co
metido del apóstol divulgar la verdad; no es necesario que la invente…».
Siendo la predicación "el primer deber del presbítero" (PO 4), tengo presente, en primer lugar, a
los futuros sacerdotes. Pero, hoy, razones teológicas y pastorales involucran, en dicho minister
io, a otros miembros del Pueblo de Dios: No sólo los diáconos permanentes, sino también los rel
igiosos y religiosas, catequistas, ministros extraordinarios de la comunión, y los más diversos a
gentes de pastoral enfrentan el "gozo y el deber" de predicar. Junto al sacerdote—y muchas vec
es reemplazándolo—, constituyen la vanguardia de la evangelización, incluso, la única presenc
ia de la Iglesia.
También ellos han de sentirse «…heraldo, apóstol y maestro (2Tim 1, 11), el fuego abrasador…»
que consumía al profeta Jeremías (20, 8-9), y prepararse adecuadamente para responder «… a
Cristo Jesús, que los consideró dignos de confianza al colocarlos en el ministerio (1Tim 1, 12).
Es posible que, para el criterio de algún lector, aparezcan, más de una vez, algunas reiteracion
es y acentuaciones excesivas. Cuento con su benevolencia. Es el tributo a mi temperamento y c
onvicciones.
El fruto más precioso de esta modesta iniciativa será que otros construyan el faro que pueda il
uminar todo el ministerio de la predicación en nuestra querida Iglesia. Pongo este esfuerzo y e
ste anhelo bajo la protección de san Agustín —patrono de los maestros de elocuencia—, y de sa
n Juan Crisóstomo, patrono de los predicadores.
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I. INTRODUCCIÓN
a) pregonar, proclamar, ser heraldo (del griego Keryssein, de donde procede el sustantivo
Kerygma, y nuestro kerigma. Aparece 61 veces).
b) anunciar, dar una buena noticia, una noticia gozosa (de euaggelidsein, de ahí el
sustantivo evaggelion, y nuestro evangelio. Aparece 47 veces).
Como se ve, el término "predicación" (del latín prae-dicare = anunciar de ante mano, declarar) s
uena pobre para expresar lo que hacía y ordenó Jesús que hiciera su Iglesia: Vayan por todo el
mundo, anuncien la buena noticia a toda la creación (Mc 16, 15). La predicación cristiana es a
nuncio, es proclamación de una noticia gozosa (Cfr. Lc 2, 10).
Otros aspectos importantes de la predicación inicial surge del núcleo de la Buena Noticia: el «M
isterio Pascual»: Cristo muerto y resucitado. La predicación apostólica parte de un acontecimie
nto. No es una noticia más, es el testimonio de una experiencia. Lo expresa admirablemente Pe
dro: «…Porque no les hicimos conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo basados e
n las fábulas ingeniosamente inventadas, sino como testigos oculares de su grandeza…» (2Ped 1,
16; Cfr. 1 Jn 1, 3; 3 in 3, 11; Hech 4, 20).
Por esto, en los Hechos de los Apóstoles, en alusión a la predicación de Pablo, se enfatiza su te
stimonio (Hech 18, 5; 20, 24; 28, 23). «…Ser testigo de la Palabra —y no simple comentarista—
es tarea fundamental del predicador...y de la Iglesia toda...» Por otra parte, el acontecimiento ‘
Jesús’ reclama ser narrado, explicado. Surge, así, la necesidad de enseñar (didaslcein, en grieg
o, de donde salen didaje, didaskalia): Aparece 16 veces.
Finalmente, alguna vez, se presenta homilein (de aquí nuestra homilía), significando un discur
so informal, una conversación familiar (Cfr. Hech 4, 1. 3I; 14, 25; 20, 11).
a) Predicación, en sentido amplio, es todo anuncio del Plan salvífico de Dios realizado por
cualquier medio: oral, escrito, audiovisual...
b) Predicación, en sentido estricto, es el anuncio verbal del Plan salvífico de Dios coronado en
Jesucristo, con el fin de persuadir.
La proclamación, el anuncio, la enseñanza, la conversación familiar no son una simple informa
ción, reclaman, urgen un compromiso: la conversión. A partir de ese momento, Jesús comenzó a
proclamar: Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca (Mt 4, 17). Toda predicación
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que no persiga la conversión —un cambio de vida— del oyente se expone a dejar de ser Evangel
io para reducirse a una simple conferencia (León Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica,
Barcelona, Herder, 1972, p. 710).
La predicación fue la tarea de Jesús. ¿Quién lo duda? En consecuencia, instituyó a doce para q
ue estuvieran con él, y enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios (Mc 3, 14).
La comunión con él sería la preparación; los signos posteriores serían credenciales para testific
ar el mensaje; la tarea por realizar era ¡predicar! Y cuando el Maestro quiso reducir a la forma
más breve posible la misión que encomendaba a sus apóstoles, dijo simplemente: Vayan y pred
iquen (Mc 16, 15).
No puede ser de otra manera. El justo vive por la fe (Rom 1, 17), ya que sin la fe es imposible a
gradarle (Heb 11, 6). «…Pero la fe proviene de la predicación de la Palabra de Dios…».
¿Cómo invocar/o sin creer en él? ¿Y cómo creer sin haber oído hablar de él? ¿Y cómo hablar de
él, si nadie lo predica? «…La fe, por lo tanto, nace de la predicación, y la predicación se realiza
en virtud de la Palabra de Cristo…» (Rom 10, 14-17).
HASTA AQUÍ - No es sólo un portador de Cristo, es decir, alguien que le presta su voz, sino ta
mbién un embajador suyo, en el sentido más estricto: habla en su nombre y desempeña ante lo
s hombres, sus veces (2Cor 5, 20). También para él es verdad que la predicación del evangelio l
e ha sido confiada (Gál 2, 7), que ha recibido la gracia del apostolado para promover la obedien
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cia a la fe (Rom 1, 5; Ef 3, 8), que la predicación es un cometido que le ha sido confiado al marg
en de su propia iniciativa (I Cor 1, 17) y, por consiguiente, que predica urgido por una necesida
d imperiosa (1 Cor 9, 16).
Sobre todo, en el momento de la homilía, debe experimentar la alegría de sentirse ministro del e
vangelio y partícipe privilegiado del dinamismo de Pentecostés. Ésta es su vocación primordial,
su identidad profunda, su gozo… (DP 348).
«…El sacerdote, por tanto, es profeta: no tiene más remedio que "hablar". No hay posibilidad de
excusa o de mudez. En consecuencia, no tiene alternativa: si debe hablar, debe aprender a habla
r…».
Para decidirse, es necesario valorizar este primer deber y darle la prioridad que le corresponde
.
¿Será exagerado sostener que, para muchos sacerdotes, la predicación es "una actividad más",
para cuya preparación, generalmente, "no hay tiempo"? Sin embargo, desde el breve comentari
o a la palabra de Dios, hecho en una reunión parroquial, hasta el más solemne sermón, pasand
o por la asidua homilía, ¿qué hace el sacerdote, sino predicar, es decir, cumplir su misión profé
tica?
«…Si la predicación es el oficio principalísimo del ministerio sacerdotal, todas las otras ocup
aciones vienen después, son secundarias Si falta tiempo, ha de faltar para otras cosas y no p
ara preparar la predicación...».
Existe el riego de pensar que basta con una cierta habilidad natural y la gracia de estado. La g
racia supone la naturaleza —ha sentenciado san Agustín— y no la destruye, sino que la perfecc
iona. El orden sobrenatural está ligado a los medios naturales, a las causas segundas. El arte y
la técnica oratorias, puestas al servicio de la predicación son verdadera causa instrumental de
la eficacia de la Palabra de Dios.
La Palabra de Dios, por sí misma, es un sacramento, no la palabra humana del sacerdote, que,
si no la sabe emplear, corre el riesgo de oscurecer, desdibujar, tornar inoperante, cuando no irr
isoria, la Palabra de Dios.
Dios ciertamente suple nuestras humanas deficiencias y limitaciones. Pero si, por negligencia,
por presunción o por una falsa confianza en el Espíritu, somos inoperantes e incapaces, ¿podre
mos esperar que un Dios mágico corra en nuestro auxilio?
A la piedad y a la virtud debe ir unida la ciencia, pues es claro y está demostrado, por una cons
tante experiencia, que en vano se esperará una predicación sólida, ordenada y fructuosa, de pa
rte de aquéllos que no se han nutrido con buenos estudios, principalmente sagrados, y que, con
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fiados en cierta locuacidad natural, suben temerariamente al púlpito con poca o nada preparac
ión.
Estos predicadores, ordinariamente, no hacen otra cosa que azotar el aire y atraer, sin advertir
lo, sobre la divina palabra el desprecio y la irrisión; por lo cual a éstos les cuadra enteramente
aquella sentencia: "Porque tú has rechazado el conocimiento, yo te rechazaré a ti para que no ej
erzas mi sacerdocio".
¿Qué decir en nuestra actual situación, donde los "profesionales" de la palabra abundan en tod
os los ámbitos y donde el sacerdote debe competir dentro de la "civilización de la imagen"? La p
redicación exige santidad; reclama sabiduría; demanda también dominio del arte de la comuni
cación. En tiempos menos conflictivos que los nuestros, escribió Fray Luis de Granada (+ 1588
):
En cuanto a mí, estoy del todo convencido de que no hay nada más indigno que esta temeridad c
on que se entra en un ministerio tan grande, el más difícil de todos, sin preocuparse de instruirs
e antes en alguna regla o método que aseguren su cumplimiento digno y fructífero (Rethorica Sa
cra, lib. I, c. II).
Predicar con la debida dignidad y competencia, armar una predicación que honre a la Palabra
de Dios y a la Asamblea, está al alcance de cuantos estén dispuestos a pagar el precio: tiempo y
esfuerzo.
La Palabra de Dios —la palabra de la Iglesia— choca contra dificultades serias. Sin embargo, l
os fieles de hoy necesitan, más que en otros tiempos, la ayuda permanente de la predicación —
en especial de la homilía— que acerque la Palabra a sus vidas, alimente y fortalezca su fe en m
edio de una sociedad paganizada.
Es un lugar común hablar de crisis de la predicación. Conviene recordar que las crisis son opor
tunidades, sirven de purificación, obligan a examinar qué pasa y qué nos pasa. Con humildad
y valentía, podemos afrontar el desafío y lograr que nuestra predicación llene las necesidades y
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expectativas del pueblo de Dios.
Esta situación se ve favorecida por la eclosión de los medios de comunicación social, que, en su
formulación corriente, tienen un neto carácter enajenante; han convertido a nuestra civilizaci
ón en una civilización de la "imagen", en contraposición a la anterior civilización de la "palabr
a". Examinaremos, más adelante, la extrema importancia de esta cuestión.
En un mundo secularizado que los impulsa continuamente hacia el interés por lo inmediato, lo
material y lo que directamente preocupa a la vida familiar y social, no es extraño que muchos f
ieles estén desmotivados y que los temas puramente espirituales no gocen de su preferencia.
Inmerso en ese clima psíquico-moral y adhiriendo a él con mayor o menor conciencia—, aparec
e el destinatario de nuestra predicación.
El hombre de nuestros días es un racionalista centrado en la técnica. Las categorías del pensa
miento técnico-científico no son las mismas que las del pensamiento filosófico-teológico.
Este hombre es activo, incansablemente activo. Vive a "mil revoluciones". Ha perdido aptitud p
ara la receptividad, casi diríamos, para el reposo, en el que hay que escuchar la Palabra de Dio
s.
Este hombre es hipercrítico, cuestionador; no se "traga" cualquier argumento, más aún, tiene lo
s propios. Está saturado c influenciado de información y, en general, carece de tiempo y hábito
de reflexión.
Este hombre tiene un sentimiento exacerbado de la propia libertad e independencia, que lo llev
a a una exagerada autonomía de juicio y al rechazo, o por lo menos, el cuestionamiento de la au
toridad. No le bastan los títulos del que habla, quiere argumentos; testimonios.
Este hombre es un escéptico y un impaciente. Mira con recelo a un Dios que puede hacer nueva
s todas las cosas (Apoc 21, 4); pero lo hará "más adelante", en la eternidad. ¿Y mientras tanto?
Este hombre (por todas las razones que analiza y trata de remediar la Pastoral) no está suficie
ntemente evangelizado y catequizado, y muy corrientemente limita su contacto con la Iglesia a
la asistencia a la misa dominical.
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c) Características del predicador
Frente a esta realidad, no pocas veces, accede al ambón un predicador que no se ha hecho carg
o de la situación.
¿Qué pasa con nuestra comunicación en las celebraciones? ¿Y si pensamos que somos unos 48.
000 sacerdotes y unos 900 obispos que, cada semana, tenemos dos y hasta tres públicos más o
menos fijos? De verdad; nuestras homilías son realmente impreparadas o mal hechas. No conv
encen, no cambian, no crean una realidad nueva... ¿Por qué?
El Directorio Parroquial (2) de la Arquidiócesis de Buenos Aires (1978), se expresa así al respe
cto: Hay varios factores que ponen en crisis a la predicación cristiana en el mundo contemporán
eo. Entre ellos, hay que mencionar los que provienen de los mismos ministros y los que proceden
del mundo. hay algunas carencias de Los predicadores: la falta de suficiente preparación; la fa
lta de actualización bíblica; la falta de entusiasmo: la incapacidad de comunicarse adecuadam
ente (n. 100).
Como vemos, las razones del desencuentro que tienen como protagonista al predicador son de í
ndole diversa:
la superficialidad espiritual;
El problema no es nuevo. Jeremías, abrumado por su responsabilidad, llegó a decir: Cada vez q
ue hablo es para gritar, para clamar: violencia, devastación. Porque la Palabra del Señor es pa
ra mí oprobio y afrenta todo el día.
Entonces dije: "No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su nombre". Pero había en mi corazón
un fuego abrasador, encerrado en mis huesos; me esforzaba por contenerlo, pero no pod ía (20, 8
-9).
Ese fuego abrasador incontenible nos debe infundir la certeza —en medio de tantas dificultade
s— de estar al servicio de la "la Palabra de Dios" (Tit 2, 5); "de la Palabra de la Verdad" (2Tim
2, 15); "de la Palabra de la Fe" (1 Tim 4, 6); "de la Palabra de la Salvación" (Heb 13, 26); "de la
Palabra viva y eficaz" (Heb 4, 12); "de la Palabra de Salvación de nuestro Señor Jesucristo" (1
Tim 6, 3).
El predicador como "hombre de Dios" (1 Tim 6, 11), ha sido constituido "heraldo, apóstol y mae
stro" (2Tim I , 1 I) de la Buena Noticia, "embajador de Cristo", "como si Dios exhortara por med
io de nosotros" (2Cor 5, 20).
¿Quién da la boca al hombre? ¿Quién hace al mudo, al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo, Y
avé? Vete: Yo te ayudaré a hablar y te enseuiare lo que has de decir (Ex 4, 1112).
Confiando en el Señor, el predicador exclamará como Pedro. Maestro, hemos trabajado la noche
entera y no hemos sacado nada; pero, en tu nombre, echaré las redes (Le 5, 5).
Confiando en el Señor, el predicador recordará las palabras de Jesús: Les digo esto para que en
cuentren la paz en mí. En el mundo, tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mun
do (Jn 16, 33).
El orador se hace como el médico, el nadador, el pianista... a fuerza de repetir actos, entrenar,
ensayar, corregir, avanzar poco a poco, hasta adquirir el dominio, la técnica, la facilidad del art
e.
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Cuanto antes empieces, antes vencerás, aconsejaba san Francisco de Sales a Mons. De Bourges,
estimulándolo a la práctica de la predicación.
¡Y hay predicadores que se sienten capacitados a dar conciertos sin haberse ejercitado en las es
calas!
Prepáreselos, por consiguiente (a los seminaristas) para el misterio de la Palabra (OT 4).
La solicitud pastoral que debe infirmar enteramente toda la formaci ón de los alumnos, exige ta
mbién que sean instruidos diligentemente en todo lo que se refiere de una manera especial al sa
grado ministerio, sobre todo en la catequesis y en la predicación (OT 19).
Y Pablo VI afirma: Para los agentes de la evangelización, se hace necesaria una seria preparaci
ón. Tanto más para quienes se consagran al ministerio de la Palabra. Animados por la convicci
ón, cada vez mayor, de la grandeza y riqueza de la Palabra de Dios, quienes tienen la misión de
transmitirla deben prestar gran atención a la dignidad, a la precisión y a la adaptación del le
nguaje. Todo el mundo sabe que el arte de hablar reviste hoy una grandísima importancia. ¿Có
mo podrían descuidarla las predicadores y los catequistas?
Deseamos vivamente que, en cada Iglesia particular; los obispos vigilen la adecuada formación
de todos los ministros de la palabra. Esta preparación llevada a cabo con seriedad aumentará e
n ellos la seguridad indispensable y también el entusiasmo para anunciar hoy a Cristo (EN 73).
A pesar de tan claras recomendaciones (repetidas en los más variados documentos del magister
io), la oratoria sagrada sigue siendo, en los seminarios y centros de formación, materia de segu
nda o tercera categoría (cuando se dicta). Una de esas que se dan en un curso intensivo: nombr
e elegante que equivale a "peor es nada".
No basta con la buena voluntad. No basta con cierta locuacidad natural. No basta con haber es
tudiado filosofía y teología para ser un buen predicador. Es necesario aprender las reglas del ar
te oratorio. Estudiarlas, analizarlas, practicarlas. En una palabra: se requiere dedicación y sac
rificio. El éxito se alcanzará tras una larga paciencia como ocurre con la perfecta ejecución de c
ualquier oficio.
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* SUGERENCIA
Cuanto antes empieces, antes terminareis, aconsejaba san Francisco de Sales.
Conviene comenzar en primer año de filosofía. Se desarrollará un curso de oratoria general (Có
mo hablar bien en público) con permanentes referencias a la "oratoria sagrada" (predicación).
El curso se extenderá en forma de taller durante todos los años de estudio (filosofía y teología) p
ara que cl más limitado seminarista, el más modesto predicador, llegue a ser elogiado como lo f
ue Jesús: Todos se admiraban de su manera de enseriar. Todos quedaron asombrados y se preg
untaban unos a otros: ¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva llena de autoridad! (Mc 1, 21-
28).
¿Cuál es el camino que hay que seguir? Una vez que el profesor dirija el curso, los seminaristas
comenzarán a participar por su cuenta en el taller; el profesor sólo será guía y coordinador gene
ral.
El sentido crítico, puesto que todos los compañeros observan, analizan, señalan logros
y defectos. Un aprendizaje, sobre todo, si se razonan las observaciones que se hacen en
cada predicación.
El clima de libertad, ya que cada grupo formula y desarrolla el programa de acuerdo
con sus necesidades. Nada se impone. Flexibilidad y variación.
El interés que despierta el compromiso libremente asumido, con un mínimo de
formalidades en cuanto a la organización y un máximo de participación. Nadie puede
estar pasivo.
El marco comunitario que propicia el enriquecimiento de cada uno de los miembros del
grupo.
Para ello:
Se integran grupos reducidos de cinco o seis personas, a fin de que cada uno de los
miembros tenga oportunidad de hablar, intervenir y trabajar en cada sesión. Idealmente,
la sesión debería ser semanal y durar noventa minutos.
El grupo se pone a trabajar sobre la base de los ejercicios que se detallan a continuación
y que no deben hacerse una sola vez, sino repetirse hasta adquirir el dominio y la
perfección.
1. Leer en voz alta, fraseando y modulando con propiedad los textos bíblicos que señalan la
liturgia para el domingo siguiente. Hay que aprender a leer con propiedad los textos
bíblicos y litúrgicos. Una excelente manera de arruinarla homilía es arrancar con una
deficiente proclamación de la Palabra.
¿Y los agentes de la evangelización? Todos los ministros de la Palabra también necesitan una a
decuada formación, una preparación llevada a cabo con seriedad. Cada centro de formación ha
de adaptar el plan propuesto a su propia realidad, sin olvidar que todo el mundo sabe que El a
rte de hablar reviste hoy dio una grandísima importancia (EN 73).
El futuro predicador ¿está convencido de esto o cree, más bien, que "basta abrir la boca y habla
r"? El predicador -sea o no consciente de ello está ejerciendo el "oficio" de orador. ¿Por qué es as
í? Porque le habla a un público. Y desde el momento en que uno se dirige a un grupo de hombres
, reunidos, para constituir ese ser colectivo que se llama "público ", existen ciertas reglas que ha
y que tener en cuenta, si no se quiere arriesgar el fracaso (A. Siegfried, El arte de hablar en p
úblico).
"Hablar bien en público" fue siempre un importantísimo factor de éxito. Pero hoy, cuando se ha
n multiplicado los "profesionales" de la palabra, emplear las técnicas y recursos de esa comunic
ación especial humana que llamamos "oratoria", es fundamental..., si no se quiere arriesgar al
fracaso.
Así lo entiende la Iglesia. Tiene también notable importancia para el sacerdote el cuidado de lo
s aspectos 'Orinales de la predicación. (...) Los profesionales de los medios audiovisuales se prep
aran bien para cumplir su trabajo; no .seria ciertamente exagerado que los maestros de lo palab
ra se ocuparan de mejorar con inteligente y paciente estudio, la Validad "profesional" de este as
pecto de su ministerio. (Congregación para el Clero: El Presbítero, Maestro de la Palabra, Mini
stro de los Sacramentos y Guía de la comunidad ante el tercer Milenio Cristiano).
Y no hay "excusa" posible. Hablar ante un auditorio sabiendo qué se quiere decir y no cómo dec
irlo, está al alcance de quien sienta la pasión por la palabra y esté dispuesto... a "pagar el preci
o": TIEMPO y ESFUERZO.
Podemos resumir así la cuestión: uno no se convierte en gran orador sin la ayuda de la natural
eza; pero todo individuo medianamente capacitado puede llegar a hablar, mediante cl ejercicio,
de forma provechosa y hasta agradable.
Capacitarse en el "arte de hablar en público", ser el mejor instrumento posible en manos de Dio
s, es un desafío apremiante para todo agente de pastoral.
No hay lugar para el ocio: Tanto es el trabajo que a todos espera en la viña del Señor. El dueño d
e casa repite con más fuerza su invitación: "Vayan también ustedes a trabajar ci mi viña" (..). Si
el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpa
ble. A nadie le es lícito permanecer ocioso. (Christ. Laici 3).
Suele ignorarse la influencia que los factores humanos tienen en la comunicación. Somos hum
anos. La simpatía y el aprecio mutuo—el caerse bien— favorecen la comunicación hablada. I a
antipatía —el no caerse bien— la dificulta, e incluso la bloquea e impide.
Por lo demás, es todo el hombre el que habla; no sólo su boca... Los modales del cuerpo, el cuida
do de su persona, su actitud general; la buena respiración, el timbre, la sonoridad de la voz, la
articulación de las palabras, el ritmo de la lectura, el manejo de las pausas... influyen, a veces,
de una manera decisiva en que el orador "sea escuchado" y respetado. ¡Y qué decir de las cualid
ades intelectuales! La cultura general, el lenguaje, el dominio del idioma (léxico, vocabulario, s
intaxis), la lógica demostrativa, el bagaje doctrinal, el dominio de la retórica, de los recursos or
atorios, el cultivo de la imaginación y de la sensibilidad... todo lo que encierra la palabra "carác
ter", "personalidad", interviene de una manera eficaz e inmediata en el resultado de la acción o
ratoria, del fruto de la predicación.
Conviene remarcar que el "secreto" humano de una fructuosa predicación de la Palabra consist
e, en buena medida, en la "profesionalidad" del predicador que sabe lo que quiere decir y cómo
decirlo, y ha realizado una seria preparación próxima y remota, sin improvisaciones de aficion
ado (Congregación para el Clero, o. c. p. 41).
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c) ¿Hay un miedo retórico?
¿Miedo a qué? Miedo de atascarse o de perder el hilo, miedo de encontrarse frente a personas d
e mayor rango o instrucción, miedo de no dominar suficientemente la materia..., en general: mi
edo de no satisfacer la expectación de los oyentes.
El "nerviosismo" es otra cosa. Es natural que, "al salir a escena", el orador experimente un cier
to nerviosismo con manifestaciones diversas (palpitaciones, temblores, boca seca, manos húme
das). Es la tensión de quien debe realizar "algo importante" en un marco que "no tiene retorno"
(los actores de teatro son particularmente conscientes de este miedo escénico).
Nada menos que Cicerón se expresa así: Me parece que los que hablan mejor y están en condicio
nes de hablar con más facilidad, si no experimentan una cierta timidez en el momento en que va
n a empezar un discurso, son de una osadía que yo llamaría desfachatez (Oratore, libro I).
Decimos se va normalizando, porque cierta tensión, por lo general, acompañará siempre al ora
dor. Es de desear que así sea: sería la prueba de que un oficio tan trascendente no se ha conver
tido en mera rutina.
Conviene que cada uno identifique los síntomas de su propia fobia y aprenda a manejarlos. Es
totalmente desaconsejable tomar calmantes. Siempre ayuda respirar profundamente en los mo
mentos previos al discurso y mirar entre dos personas o a alguien conocido, si el auditorio nos
amilana.
El heraldo, apóstol y maestro posee dos recursos infalibles: estar convencido de que posee un t
esoro que la gente debe imprescindiblemente conocer para ser mejor, más feliz; e invocar la fue
rza que viene de lo alto, sabiendo que si el ha hecho "lo posible", Dios hará "lo imposible" para
que u palabra no vuelva a él sin producir su fruto (Cfr. Is 55, 10-11).
2
0
6.- El predicador es hombre de Dios
Estamos insistiendo en la necesidad de que el predicador ;adquiera el arte de hablar en público
mediante una adecuada preparación. San Gregorio Nacianceno (+390) sintetiza admirableme
nte esa necesidad: El predicador no puede mover la lengua, si no ha sido educada (PG 33, 456.)
Tal insistencia podría hacer pensar que la predicación es un simple problema de retórica, que b
asta echar mano de los recursos oratorios para poder inducir a vivir la fe. ¡Funesto error!
El predicador es orador sagrado por donde se lo analice: por el origen de su misión, el contenid
o de su mensaje, la representación que asume, la finalidad que persigue. Como trata cosas sant
as, su primer deber es buscar la santidad. Antes de hablar de Dios, necesita hablar con Dios. E
n primer lugar, para convertirse: No sea que el Señor deba advertirle: ¿Cómo le atreves a prego
nar mis mandamientos y a mencionar mi alianza con tu boca, tú, que aborreces toda enseñanza
y te despreocupas de mis palabras? (Sal 50 (49) 16-17). Inmediatamente después, para implorar
la fuerza que viene de lo alto (Le 24, 49), no puede olvidar que es causa instrumental, que el ag
ente principal del anuncio evangélico es Dios mismo que con su Espíritu abre el corazón de los f
ieles.
Cualquiera puede hablar de Dios; pero para ser "profeta", para ser embajador de Cristo y que
Dios pueda exhortar a los hombres por intermedio nuestro (2Cor 5, 29), necesitamos haber hech
o la experiencia de Dios.
Hay que evitar el escollo del sobrenaturalismo, tan extendido entre nosotros. (Hasta el más "de
spistado" de los seminaristas pretende remitirse a la asistencia del Espíritu Santo...). Pero no d
ebemos caer en el naturalismo, o sea, creer que el resultado de la predicación depende, exclusiv
a o principalmente, de la retórica.
Muchos predicadores no superan este estadio: se lanzan a la misión, pero no encuentran tiemp
o para escuchar al Señor, para estar con él. Les falta la intimidad, la experiencia de Dios.
No es posible ser un fecundo predicador, si no se vive una vida profundamente religiosa, en con
tacto con Dios. El célebre principio de santo Tomás lo resume todo: contemplari et contemplata
alliis tradere (S. Th. 2-2ae. q. 180, a. 2-3). Insiste santo Tomás: Esta claro que cuando a uno lo
arrancan de la vida contemplativa para aplicarlo a la vida activa, no se trata de abandonar la
contemplación, sino de agregarle la acción (S. Th. II-I1, q. 182, a.1). Nadie puede dudar de que
a nuestra predicación le falta retórica. ¿Le estará faltando también esa sabiduría de Dios que só
lo pueden dar la oración y la meditación fecunda'?
2
1
San Agustín fue maestro de elocuencia en Cartago, Roma y Milán, escribió páginas brillantes so
bre la necesidad de la retórica. Al repetir que el orador sagrado debe hacerse escuchar con inte
ligencia, agrado y docilidad, recuerda enfáticamente que el predicador antes de ser un hombre
que habla, debe ser un hombre que ora. Y añade con notable profundidad y elegancia: Cuando
se acerca la hora de hablar, antes de dar la palabra a la propia lengua, eleve su alma sedienta
de hacer brotar lo que él mismo ha bebido y derramar aquello de lo que él está lleno (Doc. Chr.
L. IV. 15).
A todo predicador, el Señor le dice: come este rollo (Ez 3, 1). Sin este alimento la predicación qu
eda reducida a una mera exposición, cuando debiera ser viento y fuego abrasador. Lo que se es
cucha ordinariamente en la iglesia ¿conmueve a al-¿Es ésa la palabra viva y eficaz y más penetr
ante que una espada de dos filos? (Hech 4, 12). Hicimos de la predicación un "freezer", cuando
ella es por naturaleza una hoguera.
¿Cuál es la mejor homilía del mundo?, se pregunta el padre Peñalosa. La que fluye de la virtud,
la cultura, la experiencia y las técnicas de la comunicación. Cuatro afluentes para un río. ¿La p
eor de todas? La que sale al templo sin haber pasado por un reclinatorio, un escritorio, una vid
a y un taller. Si fuera preciso suprimir tres de los cuatro ingredientes, bastaría con dejar la virt
ud, la santidad. Con ella sola el mundo seguiría percibiendo a Cristo.
No está de más advertir que fue un llamamiento libre por parte del Señor a los que él quiso, y n
o un logro del candidato sobre la base de sus méritos... Jesús volverá sobre este punto en el más
importante de sus discursos: No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a
ustedes, y los destina para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero (Jn 15, 16).
Esta realidad debe fortalecernos para enfrentar las inevitables pruebas y dificultades: el Señor
nos llamó a colaborar con él. Aunque "todo" nos "acorrale", Jesús sigue firme para sostenernos.
Aunque nos parezca infructuoso nuestro esfuerzo, Jesús está de nuestra parte y se encarga de
hacer crecer la semilla (Cfr. Mc 4, 26-29).
¿Para qué nos llamó el Maestro? El texto mismo sintetiza la triple misión de nuestro bautismo.
Sin mí nada pueden hacer, afirmó Jesús. Y añadió: Permanezcan en mí, como yo permanezco en
ustedes. (... ) El que permanece en mí, y yo en cl, da mucho más fruto, porque, separados de mí,
nada pueden hacer (Jn 15, 1-7).
b) El predicador es testigo
Más aún: sólo si es testigo y da testimonio, hará creíble su predicación. (Éste es uno de los gran
des desafíos de la predicación hoy; pasar de una predicación verdadera a una predicación creíbl
e).
En el capítulo 26 de los Hechos de los apóstoles, encontramos el discurso de Pablo ante el rey A
gripa. Entre otras cosas, el apóstol relata su experiencia en el camino de Damasco. Aquí nos in
teresa el versículo 16: Levántate y permanece de pie, porque me he aparecido a ti para hacerte
ministro y testigo de las cosas que has visto y de aquellas en que yo me manifestaré a ti. Qué bel
la y auténtica definición de la naturaleza de todo predicador: ministro y testigo. Jesús lo había
anunciado: Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes y serán mis testi
gos (Hech 1, 8).
El predicador más que ser alguien que habla, es alguien que testifica. Ha de exclamar como Ju
an: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo q
ue hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida,
es lo que les anunciamos (l Jn 1, 1). Con Pedro insiste: Porque no les hicimos conocer el poder y
la Venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas ingeniosamente inventadas, sino com
o testigos oculares de su grandeza (2Ped 1, 16).
Si falta el ardor que sólo se experimenta en el encuentro, ¿cómo ser testigo y dar testimonio? (
Cfr. Lc 24, 32).
La experiencia propia y ajena enseña que cuando no somos virtuosos, somos débiles al hablar d
e la virtud; no se halla el acento o el que se descubre es falso. Todo se disminuye y se rodea de
artificio; se ejerce un oficio, pero no se siente ese fuego abrasador, esa necesidad interior que h
ace brotar la palabra como un desbordamiento. Solamente darás a tu voz el acento de eficacia -
dice san Bernardo-, cuando sientas que ya estás tú persuadido de lo que persuades (In Cant., se
rm. IX).
El testimonio reviste una importancia extrema: El hombre contemporáneo escucha más a los qu
e le dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimon
io (EN 41).
El hombre de Dios representa a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia. Por oficio, es un personaje sobr
ehumano. Por humilde que sea, no puede olvidar esa misión. El hombre de Dios está envuelto
2
3
en una aureola sobrenatural. El Pueblo de Dios lo ha puesto muy alto. Es tan exigente con él c
omo indulgente consigo mismo. Lo admira, aunque no lo imite y se decepciona, cuando ve que s
u vida no es ejemplar, llena de fe y entrega. El hombre de Dios es siempre una fuerza, un mode
lo, un ideal, una reserva moral aun para los que no creen.
Claro que también el predicador es un ser humano: débil y pecador. No puede esperar ser perfe
cto y santo para anunciar y proclamar. Pero su vida no puede ser una "antihomilía". En frase d
e san Jerónimo: que no confundan tus obras lo que dicen tus palabras (Carta 55, 7).
Conclusión: la vida virtuosa es especialmente necesaria para alcanzar los efectos de la predica
ción.
Hay hombres que predican con su sola presencia; emana de ellos una aureola de virtud y de pie
dad que predica por ellos. Su palabra -¡su elocuencia!- se torna secundaria cuando no innecesar
ia. No tiene otra explicación el éxito pastoral de los santos. La santidad puede reemplazar a la
retórica; ésta jamás podrá sustituir a la santidad. Sólo será respetado y alcanzará algún fruto
el predicador que pueda decir, aunque no lo exprese con palabras: Les ruego que sean imitador
es míos (I Cor- 4, 16); 'Podo lo que han aprendido y recibido y oído y visto en mí, pónganlo en pr
áctica, y el Dios de la paz estará con ustedes (Flp 4, 9).
La preocupación por el contenido de la predicación (¿de qué voy a hablar?); por su preparación
(¿dónde busco el material y cómo lo organizo?), la constante urgencia del tiempo que no alcanz
a, y quizá por la misma razón, la ausencia aparente de vida espiritual1 pueden llevar al predic
ador a descuidar la condición sin la cual la predicación queda reducida a un simple discurso h
umano: la presencia y la acción del Espíritu Santo.
El mismo Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es de
bido (Rom 8, 26), viene en nuestra ayuda, porque Dios nos reveló todo por medio del Espíritu, p
orque el Espíritu lo penetra todo hasta lo más íntimo de Dios (…). Nosotros no hablamos de estas
cosas con palabras aprendidas de la sabiduría humana, sino con el lenguaje que el Espíritu de
Dios nos ha enseñado, expresando en términos espirituales las realidades del Espíritu (1Cor 2,
10-13).
En efecto, no habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo. Las técnicas
de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción disc
1Consejo Pontificio para la Cultura, ¿Dónde está tu Dios? La fe cristiana ante la increencia religiosa, San Pablo, B
uenos Aires, 2006.
2
4
reta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue absolutamente na
da sin él, la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin él, los
esquemas más elaborados sobre bases sociológicas y psicológicas se revelan pronto desprovistos
de todo valor (...) exhortamos a todos y cada uno de los evangelizadores a invocar constantemen
te con fe y fervor al Espíritu Santo y a dejarse guiar prudentemente por él como inspirador decis
ivo de sus programas, de sus iniciativas, de su actividad evangelizadora (EN 75).
La acción del Espíritu Santo recorre toda la vida de Jesús desde la anunciación (Cfr. Lc 1, 35)
hasta su despedida (Cfr. Hech 1, 8). Recorre también el desarrollo de la Iglesia primitiva desde
Pentecostés (Cfr. Hech 2, 4) hasta el Apocalipsis (Cfr. 22, 17). Las citas serían abrumadoras.
El predicador —más que todo cristiano - ha de procurar no entristecer al Espíritu Santo (Cfr. E
f 4, 30). Para ello, ha de cultivar un talante espiritual digno de la vocación a la que ha sido lla
mado (Cfr. Ef 4, 25-32). También ha de esforzarse para no extinguir la acción del Espíritu Sant
o (Cfr. ITes 5, 19). El contexto de esta recomendación es similar a Efesios 4, 25-32: una serie d
e exhortaciones que apuntan al desarrollo espiritual. Conforme a nuestro cometido, nos interes
a particularmente una: Oren sin cesar (v. 17). El predicador necesita mantener una comunicaci
ón ininterrumpida con su Señor. Sólo una fe vivida en plenitud puede sostener un ministerio e
ficaz. Necesitamos estar con Cristo antes de salir a predicar. (Cfr. Mc 14, 3) Necesitamos la fue
rza que viene de lo alto (Cfr. Lc 24, 49).
No basta con expresar determinadas verdades al predicar. Hay que creer en ellas, vivirlas, am
arlas, y eso sólo se logra por la acción del Espíritu Santo en el predicador. La predicación no es
pura enseñanza, es un hecho "pneumático". Reclama calor interno, fervor interno, fervor en el
Espíritu. La fe se enciende si uno está "incendiado".HASTA AQUI PARA EXAMEN
La predicación sacerdotal, en las circunstancias actuales del mundo, resulta, no raras veces, dif
icilísima. Esta franca afirmación del Vaticano II (PO4) es rigurosamente actual. La fatiga y la
desilusión; la falta de alegría y de esperanza acechan constantemente a predicadores y evangel
izadores (Cfr. Fernández, Víctor M., La Oración Pastoral, San Pablo).
Sin embargo, Jesús anunció alegría y gozo a sus seguidores: Les he dicho esto para que mi gozo
sea el de ustedes, y este gozo sea perfecto (Jn 15, I I) y más adelante hablará de una alegría que
nadie les podrá quitar y de una alegría que será perfecta (Jn 16, 22.24).
Son afirmaciones muy terminantes. ¿Son "bonitas palabras" o tienen algún fundamento'?
En cierta ocasión, el Señor se dirigió a sus discípulos y les dijo: Felices los ojos de ustedes', porq
ue ven; y felices sus oídos, porque oyen (Mt 13, 16). Los llama dichosos, felices, y les da el motiv
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o de su felicidad: no ciertamente porque "la estén pasando bien", o sean invulnerables al dolor,
a la enfermedad y a las dificultades, sino porque sus ojos ven y sus oídos oyen lo que tantos otr
os esperaban anteriormente. Son dichosos, exclusivamente, porque están abiertos a la fe, porq
ue han seguido a Jesús.
El mismo fundamento señala san Pablo: Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégren
se (...) El Señor está cerca (Flp 4, 4-5).
Cada vez que se aparece el Señor a sus discípulos en los días siguientes a la Resurrección, los e
vangelistas nos dejaron la misma constancia: los discípulos se llenaron de alegría cuando viero
n al Señor (Jn 20, 20).
Su alegría no depende del estado de ánimo, ni de la salud, ni de ninguna causa humana, sino d
e" haber visto al Señor", de haber estado con él.
La cercanía del Señor, el trato con él, la entrega responsable y confiada a su servicio, la segurid
ad de haber sido "llamado y enviado" nos permitirá experimentar, como Pablo, una inmensa ale
gría en medio de todas las tribulaciones (2Cor 7, 4). Confiado en la Palabra de Jesús, el predica
dor vuelve a echar las redes (Cfr. Lc 5, 5 ), con decisión, con simpatía, con alegría interior, con e
l gozo profundo de saber que este "primer deber" es también, junto con la oración por su pueblo
, su más radical gesto de caridad sacerdotal hacia los fieles a él encomendados.
En el actual estado del mundo, los destinatarios de la evangelización no son sólo los "no cristia
nos", también los neopaganos; los "creyentes incrédulos", esa muchedumbre de bautizados que
asiste a los templos accidentalmente: bautismos, casamientos, primeras comuniones, funerales
... También buena parte de los fieles de Semana Santa sin excluir a muchos cristianos que asist
en a misa domingo a domingo.
En el marco de una pastoral orgánica —y de una predicación orgánica—, debiera dársele un lug
ar relevante.
Es la dimensión más "misionera" de la predicación y, por lo tanto, la más popular. Reclama sen
cillez, claridad, calidez, emotividad, practicidad, entusiasmo, testimonio... Su finalidad no es e
nseñar, sino convencer.
Los Ejercicios Espirituales de san Ignacio —y muchos encuentros programados por diversos m
ovimientos— son una importante modalidad de esta forma fundamental del ministerio de la P
alabra. San Ignacio no se propone catequizar, sino que el ejercitante medite los hechos fundam
entales del Evangelio y llegue a una decidida opción por Cristo. ¡Qué uso extraordinario hizo d
e ellos el Cura Brochero!
B.- La catequesis o didascalia tiene como destinatarios a los que ya creen en Cristo Jesús, lo
s catecúmenos, niños, jóvenes, adultos que ya han aceptado la fe y necesitan conocer, más a fon
do y sistemáticamente, el contenido del evangelio. Su fuente básica es el catecismo, y su meta,
una profundización sistemática en el conocimiento de Cristo y de la fe. Es necesario no confund
ir la "predicación catequética" y la "clase de catequesis". Ésta busca enseñar; aquella, para ser
"predicación", ha de persuadir, alcanzar la "vida" del catecúmeno, iluminándola por la doctrina
.
C.- La homilía tiene su ambiente propio dentro de la celebración litúrgica. Su rasgo típico es s
er parte de la liturgia. Es un elemento constitutivo de toda celebración litúrgica y, en forma pa
rticular, de las celebraciones propiamente sacramentales. La liturgia no es una simple ocasión
para predicar; la predicación homilética queda marcada por la liturgia en su naturaleza más ín
tima. La liturgia señala a la homilía sus fuentes y contenidos, la pone en relación estrecha con
el misterio celebrado, con el tiempo litúrgico y con la asamblea celebrante.
2
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El servicio homilético, hoy, es complejo. En general, es la única predicación habitual. ¿Quién d
uda de que está abandonado en un solemne aislamiento? Diez o doce minutos de predicación h
omilética no pueden cubrir todas las necesidades del misterio profético. Es imprescindible elab
orar un plan orgánico de predicación, creando nuevas formas, para llegar a todos.
El fácil constatar que, en general, se predica de cualquier modo, es decir, sin forma alguna: el p
redicador hace un comentario sobre el evangelio o sobre algún punto doctrinal... y eso le basta.
Esta falta de método empobrece la predicación, la hace rutinaria, no logra motivar a los fieles
y hasta desalienta al propio predicador que percibe estar predicando en el vacío, diciendo, una
y otra vez, más de lo mismo.
¿Qué estructura conviene dar a la predicación para que logre su fin? ¿Qué formas debe asumir
para que atraiga y convenza, para que sea eficaz? ¿Cómo clasificar las diversas formas de pred
icación?
Hay muchos tipos de sermones y muchas maneras de cla-iticarlos o referirse a ellos. Optamos
por la que consideramos más didáctica.
Siempre ocupó un lugar relevante en la predicación de la Iglesia. Pero, a partir del Vatic
ano II, se destaca nítidamente entre las distintas formas de predicación (Cfr. CIC 767, 1
) las sobrepuja... y, de algún modo, las sintetiza, especialmente a la catequesis (Cfr. DP
ME 59).
Es la única forma de predicación a la que está obligado el sacerdote. En las misas de los
domingos y fiestas de precepto con asistencia del pueblo, nunca debe omitirse, si no es p
2
8
or causa grave (Cfr. CIC 767, 2; SC 52). Por ser parte integrante de la liturgia (Cfr. SC 5
2), está reservada al ministro ordenado: presbítero, diácono.
La que se realiza fuera de la liturgia (y que no corresponde llamar homilía) abarca todas
las demás ocasiones en que se suele predicar: misiones populares, celebraciones de la
Palabra, retiros, hora santa, novenas, pláticas y los llamados "discursos de ocasión":
aniversarios, inauguraciones, fiesta cívica, funeral, un acontecimiento de orden público:
una catástrofe, un descubrimiento científico importante, un reclamo social justo, y en
general, todos los asuntos que constituyen la vida de los hombres
Todos los acontecimientos forman parte de la historia de la salvación. Por modesto que
sea, si el sacerdote o el agente de pastoral ha de hablar, siempre lo debe iluminar e
interpretar a la luz de la Palabra de Dios. (El Bendicional y los textos de las misas por
diversas circunstancias proveen abundante material para proclamar la Palabra de Dios
e insistir con ocasión o sin ella) (2Tim 4, 2).
La predicación que acontece fuera de la liturgia puede ser realizada por el laico, conform
e a las normas del Derecho.
La oración fúnebre
Entre las ocasiones o circunstancias que los predicadores, históricamente, más han tenido en c
uenta se halla la muerte. Los discursos fúnebres son célebres en la historia de la homilética des
de la edad patrística. En la época moderna, fueron famosas las Oraciones fúnebres de Bossuet (
+ 1704), verdaderas joyas de la oratoria universal.
Ya no se usa la expresión "oración fúnebre", sino "predicar en las exequias". Esta predicación e
s una clara homilía en el caso del primer tipo de exequias (Cfr. RE 41). En cuanto a los otros do
s, la predicación exequial no debe confundirse con el llamado "elogio fúnebre". Éste es un discur
so de circunstancia que suelen pronunciar los amigos, colegas o camaradas del difunto para res
altar sus méritos. La predicación exequial siempre ha de ser Palabra de Dios. Palabra que tien
e mucho que decir acerca de la muerte, el sentido de la vida, la esperanza de la resurrección, la
felicidad definitiva a la que está llamado el hombre. (En el Ritual Romano de los Sacramentos,
se dedican 161 páginas al Ritual de las exequias).
Sin embargo, no está ordenado ignorar al difunto y celebrar las exequias en un tono de anonim
ato con una predicación aséptica. Fácilmente se puede incluir un "flash" con algún hecho signifi
cativo y positivo de la vida, y la muerte del difunto. Es pertinente, sobre todo, si ha dado testi
monio cristiano, si constituye motivo de edificación y acción de gracias. Siempre cuidando de n
o exagerar.
El que preside unas exequias y predica en ellas debe sentirse signo y sacramento de Jesús, el B
uen Pastor, que supo consolar a la viuda de Naím y llorar por su amigo Lázaro. Evitando todo l
o que suene tétrico, lúgubre y tremendista, inculcará el carácter pascual de la muerte cristiana
y la convicción de que la estación terminal no es la muerte, sino la ida eterna (El Ritual de las
2
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exequias aclara cuándo es posible e incluso "aconsejable" la participación del laico. N° 19).
B.- Por el objetivo
El fin general de la predicación es despertar la fe y hacer-1.1 progresar estimulando a los cristi
anos a vivirla en plenitud. Para ello, proclama los mirabilia Dei contenidos en la Escritura (He
ch 2, 11).
Pero sería infructuoso presentar esas maravillas obradas por Dios. Se hace necesario mostrar l
os distintos mensajes que contiene la Palabra de Dios. Esto es indispensable para que la palab
ra divina llegue a la vida del cristiano.
El predicador ha de preguntarse: ¿Qué pretendo con este tema? ¿Adónde quiero llegar? ¿Qué s
e debe llevar a su casa el que me escucha? ¿Qué resolución debería tomar? Estas preguntas enc
uadran nuestro discurso, señalan la meta, nos impiden divagar, orientan la búsqueda del mate
rial apropiado.
¿Quiero inculcar las exigencias morales del cristianismo respecto del aborto?
El objetivo del discurso está íntimamente ligado a su contenido. Éstos son sus principales expon
entes:
Predicación DOCTRINAL
Su fin es exponer el contenido de la fe. La Constitución conciliar alude a ella al decir: se expone
n durante el ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados, los misterios cíe la fe y las no
rmas de la vida cristiana (SC 52). Hoy resulta más urgente que nunca que los fieles gocen de u
n conocimiento claro y preciso de su propia fe.
Es la predicación que más se acerca a la catequesis. Rozamos aquí un riesgo serio: reducir la pr
edicación —y en particular la homilía— a una simple instrucción. La predicación —en sentido
estricto— siempre apunta a la vida, no sólo al intelecto. Esta referencia a la vida, de ninguna
manera, puede darse por sobrentendida.
Sc deben cultivar estas cualidades hasta el fanatismo. Unos cuantas "vaguedades", improvisad
as sobre la marcha, no corregirán, jamás, la ignorancia que adorna al católico corriente. Tampo
co conformarán a más de un cristiano preparado.
Recordemos, también, que el Magisterio siempre ha insistido en que la doctrina debe enseñars
e "sin mutilaciones", es decir, íntegra.
Predicación MORAL
Su finalidad es presentar la vida y los deberes morales que surgen del bautismo y que imprime
n una orientación nueva a toda la vida cristiana. Corresponde a la teología moral y pastoral m
ostrar cómo se deben tratar hoy las cuestiones morales.
Desde la oratoria, la predicación moral exige, una vez más, claridad y precisión. Está en juego
la conciencia moral de los fieles; su tranquilidad y paz espiritual; su esmero en evitar el mal y
hacer el bien... ¿Serla razonable que el predicador ande a tientas, se maneje con generalidades
e imprecisiones?
El hombre de hoy ha perdido en gran medida el sentido de pecado y de culpa moral. Esto no se
corrige con "raquíticas" propuestas morales, oscuras, teóricas e inmotivadas. El hombre de hoy
no es una "oveja sumisa". La predicación moral ha de ser razonada y fundamentada religiosam
ente, además de practicada.
Su meta fundamental es mover, persuadir, inclinar la voluntad hacia el bien y no, simplement
e, exponer, intelectual y autoritariamente, algunos principios o afirmaciones morales. Como ha
3
1
dicho B. Häring: La moral neotestamentaria encarna en cada uno de sus puntos el mensaje ale
gre del amor divino que habita en medio de nosotros, transformando nuestro ánimo, nuestro cor
azón, nuestra inteligencia y nuestra voluntad, hasta llegar a convertirnos en testigos de semeja
nte amor (La predicación de la moral después del Concilio, Madrid, Ed. Paulinas).
Predicación APOLOGÉTICA
Nadie duda de que la predicación ha de tener un contenido doctrinal o moral; es raro, en cambi
o, que se mencione su función apologética.
Entendemos por apologética "la demostración de la racionalidad de la fe". Es "la fe que busca a
la inteligencia", diríamos con san Anselmo.
El creyente de hoy no respira una atmósfera de fe, un ambiente que ayude a pensar y vivir en
cristiano. La autoridad de la Iglesia (desde el Papa hasta "lo que dicen los curas") está deterior
ada. El cristiano moderno está más propenso a creerle a la ciencia que al Magisterio (fecundaci
ón "in vitro"); a pensar junto a la mayoría (divorcio, aborto); a regular su conducta económica p
or las leyes del mercado y no por la Laboreen Exercens o la Sollicitudo Rei Socialis (un prestigi
oso católico argentino intentó refutar al Papa con motivo de esta encíclica, La Nación, 19-III-8
8).
San Pablo definió a Cristo escándalo para los judíos y locura para los paganos (1 Cor 1, 23). Es
ta afirmación tiene plena actualidad. El cristiano necesita respuestas a todos los problemas qu
e le plantean la ciencia y la experiencia del mundo moderno, a riesgo de pensar que todo lo que
le enseñaron en el catecismo es puro cuento.
Esta es la misión y la actualidad que conserva la predicación apologética que, por supuesto, no
puede repetir las formas del pasado. La auténtica apologética partirá siempre de un sólido fun
damento doctrinal. En este sentido, se ha dicho, con razón, que la apologética es un compleme
nto de la predicación doctrinal.
Pretender usar la ironía o una sobrada superioridad inconsistente es síntoma de una pobreza i
ntelectual que al hombre de hoy no se le escapa.
Jamás se debe hablar de cuestiones que no se conocen suficientemente. Es una grave irrespons
abilidad abordar, en forma improvisada o "de pasada", temas complejos, ya sean científicos o d
octrinales; y tantísimas cuestiones políticas, sociales y económicas que escapan a la competenci
a directa del sacerdote.
También aquí son primordiales la claridad y la precisión. Muchas veces —por no decir siempre
—, será necesario fijar el verdadero sentido de algunos términos (libertad, política, amor, evoluc
ionismo, aborto terapéutico...). No supongamos fácilmente que el oyente está en el tema o lo ent
iende igual que nosotros. El conocimiento vulgar es hijo de los medios. Está todo dicho.
Predicación POLÉMICA
En tales condiciones, la predicación polémica —bien entendida y practicada— surge como otra
necesidad casi perentoria de la predicación actual. Es función del buen pastor mantener alejad
os los peligros que amenazan la existencia y vitalidad de su grey. ¿Podemos mirar indiferentes
los ataques a la Iglesia'? ¿Habremos pasado del triunfalismo a la resignación? ¿Será cierto que
muchos predicadores se dedican a cazar ratones, mientras los lobos despedazan el rebaño?
Desde la oratoria, vale para la predicación polémica cuanto liemos señalado para la predicación
apologética.
3
3
Predicación MISTACÓGICA
El término es utilizado por los Padres para describir la iniciación al bautismo, la confirmación
y la eucaristía. l)c hecho, fueron catequesis. Son famosas las de san Cirilo de Jerusalén sobre el
bautismo.
Las prudentes sugerencias del Ritual Romano de los Sacramentos pareciera hacer hincapié —c
on mucho sentido de la realidad— en lo que podríamos calificar de "sentido pastoral" de la pred
icación sacramental.
Predicación PANEGÍRICA
Este término tan ajeno a nuestro lenguaje común —incluso especializado— se ha usado históri
camente para designar el discurso sagrado en honor de un santo. Se mueve en un clima de ala
banza y alegría por la vida ejemplar de estos héroes del Evangelio. Por eso, se llaman también
panegíricos a ciertos discursos en honor de un ente moral: una orden religiosa, una institución
de la Iglesia, y la propia iglesia. Por lo mismo, pueden asumir este género algunas predicacion
es acerca de Jesucristo y, obviamente, la predicación mariana.
Los excesos cometidos en el afán "laudatorio" de los santos y la Santísima Virgen llevaron a est
e género de predicación al descrédito y la desconfianza (Cfr. SC 92, 3). Sin embargo, es una for
ma de predicación que puede ser empleada con gran provecho espiritual. ¿Qué otra cosa es la v
ida de los santos —decía san Francisco de Sales—, sino el evangelio puesto en práctica? ¿Hay o
tra diferencia entre el evangelio y la vida de los santos que la misma que hallamos entre las no
tas musicales escritas y las cantadas? (Cfr. LG 50-51).
Veamos las características generales de esta importante forma de predicación. Recordemos que
, al predicar dentro de la liturgia (= homilía), toda predicación queda condicionada por dicho m
arco de referencia.
Su finalidad última es alabar a Dios que hizo grandes cosas mirando la pequeñez de aquellos h
ijos suyos que fueron dóciles a sus inspiraciones. Su finalidad inmediata no es enaltecer sin lím
ites las virtudes del santo, sino presentar, a los fieles, ejemplos insignes de entrega a Dios y al
prójimo.
3
4
Esta predicación centrada en un santo, mártir o confesor, lo presenta como ejemplo de lucha es
piritual. Son hombres y mujeres de toda edad y condición que, en todos los tiempos y en las má
s diversas situaciones, han reproducido en sí mismos, con mayor celo, la imagen de Cristo.
La predicación sobre los santos debe evitar hacer de ellos figuras extraordinarias que aparezca
n alejadas de las posibilidades humanas; o reducir la santidad a una simple cuestión de fuerza
de voluntad como si Dios y la gracia no interviniesen para nada.
La organización oratoria del panegírico admite un doble movimiento: partir de los hechos vivid
os por el santo y llegar a las virtudes evangélicas que ellos implican; o al revés: partir de las vi
rtudes evangélicas sobresalientes en el santo e ilustrarlas con episodios de su vida.
Es necesario conocer la vida de los santos en versiones fidedignas y no repetir de oído anécdota
s de dudosa autenticidad.
La predicación sobre los santos ofrece grandes posibilidades pastorales. ¿Por qué predicar sobr
e ellos únicamente en la obligada ocasión de las fiestas patronales? Sería una excelente forma
de renovar la predicación tenerlos en cuenta en las fiestas y memoria de los santos de importa
ncia realmente universal, y también los que tienen significación para las iglesias particulares,
naciones o. familias religiosas (SC 11 ).
El sermón biográfico
En lugar de un santo, tiene como base un personaje bíblico. Puede ser su vida completa o deter
minados hechos de ella.
Dios ha realizado su Plan de salvación con y a través de los hombres. Es fácil deducir que de el
los se desprenden importantes enseñanzas. Puede ser un ejemplo para seguir o un mal ejemplo
para evitar. Hay personajes bíblicos ejemplares, y otros que se equivocaron y pecaron. Los hay
muy conocidos y otros secundarios. En todos —tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento
—, podemos descubrir las maravillas de Dios.
En general, no se predica sobre los textos del Antiguo Testamento. Sin embargo, siguen siendo
actuales los valores fundamentales que allí aparecen: la presencia del Dios creador, su actuaci
ón liberadora, su amor, misericordia y perdón, su cercanía, su exigencia moral y social en defe
nsa de los pobres y excluidos... Conviene repasar la precisa valoración del A. T. que hizo el Vat
icano II en la Constitución sobre la Divina Revelación.
Semejante a la predicación sobre los santos, tiene la ventaja de la novedad. Si es escasa la pre
dicación sobre aquéllos, está completamente ausente la predicación sobre la base de un person
aje bíblico. La historia de José, de Isaac y Rebeca, Abraham, Moisés, los profetas, David, Salom
ón.,. brindarán múltiples enseñanzas.
Es necesario conocer en profundidad el personaje. Por ejemplo, para predicar sobre Marta y M
aría, conviene examinar los tres pasajes en que las hermanas aparecen juntas (Lc 10, 38-42; Jn
11, 18-29; 12, 1-3) y señalar como el amor de Jesús se manifiesta llevándoles su bendición en l
a hora del gozo, del dolor y del servicio.
San Juan Crisóstomo (+ 407) dejó cinco homilías sobre Ana, madre de Samuel, y tres sobre Sa
úl y David.
Un autor protestante (A. W. f3lacicwood) sugiere, entre otros, estos sermones biográficos: "La
Fe de un Padre piadoso" (Abraham); "El Dios del hombre común" (Isaac); "El Dios del hombre
malvado" (Jacob); "Dios puede cambiar nuestro corazón (Jacob: Gen 32, 24-32); "El Dios de un
hombre ejemplar" (José).
Siempre es agradable oír un buen sermón biográfico. A todos nos interesa la historia de las per
sonas: saber cómo fue su vida, qué logró hacer, dónde se equivocó y cómo logró recuperarse.
La predicación mariana
(...) Y exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la Palabra divina a que se
abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de
alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el estudio de la Sagrad
a Escritura, de los Santos Padres y Doctores, y de las liturgias de la Iglesia bajo la direcci ón de
l Magisterio, expliquen rectamente los oficios y los privilegios de la Santísima Virgen, que siemp
re tiene por fin a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad.
En las expresiones o en las palabras, eviten cuidadosamente todo aquello que pueda inducir a e
rror a los hermanos separados o a cualesquiera otras personas acerca de la verdadera doctrina
de la Iglesia. Recuerden finalmente, los fieles, que la verdadera devoción no consiste ni en un se
ntimentalismo estéril y transitorio, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe autenti
ca, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor fil
ial hacia nuestra madre y a la imitación de sus virtudes (LG 67).
"(...) evitando todo aquello que pueda inducir a error (...) acerca de la verdadera doctrina de la I
glesia".
Hay que "abstenerse con cuidado tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezq
uindad de alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios".
Para ello, es necesario "cultivar el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padre y Docto
res, y de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección del magisterio".
Pero el Concilio nos pide "explicar rectamente los oficios y privilegios" de la santísima Virgen.
Hay que superar los lugares comunes y las superficialidades propias de la improvisación, y "cu
ltivar el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores, y de las liturgias de
la Iglesia bajo la dirección del magisterio". (Conviene recordar que hay 46 Misas de la Santísim
a Virgen con su leccionario propio).
Con este material —y tanta bibliografía sólida que existe—, todo predicador puede alcanzar, co
n facilidad y fidelidad, los objetivos señalados por el Concilio.
La predicación sobre la santísima Virgen se presta para utilizar todas las posibilidades de la p
redicación: doctrinal, moral, apologética, mistagógica,... Basta con dar un paso fuera de la med
iocridad... y cantar la grandeza del Señor que miró con bondad la pequeñez de su servidora (Lc
1, 46).
C.- Por la intención del predicador
¿Será lo mismo animar a los decaídos que corregir a los extraviados? ¿Llamar a la conversión q
ue estimular el servicio y cl compromiso? Es imposible que los fieles sepan qué pretendimos, si
nosotros mismos tampoco lo supimos.
Junto a las formas de predicación —y como animándolas—, se halla la intención del predicado
r. (En lenguaje escolástico, diríamos que se trata no sólo del "fin de la obra", sino también de la
3
7
"intención del agente").
Mensajes de conversión
Se presenta cuán triste es la vida del hombre alejado de Dios. Se insiste en la respuesta
de quien cree en el Dios-amor, manifestado en Jesucristo. Esta respuesta pasa por el esf
uerzo de "abandonar el hombre viejo para que surja el hombre nuevo".
Mensajes de confianza
Mensajes de espiritualidad
Buscan conducir a los fieles a un encuentro más íntimo con el Señor. Resaltan la importa
ncia de frecuentar la palabra de Dios, de la oración, de los sacramentos, de ciertas devoc
iones, de los Ejercicios espirituales...
Mensajes de aliento
Hay tiempos difíciles: desánimo, luto, problemas económicos, llanto por las más diversas
circunstancias. Es necesario "levantar a los caídos y fortalecer las rodillas que vacilan. S
c busca fortalecer la fe para que el creyente espere y se refugie en el Señor, en el Dios de
toda consolación".
Mensajes de sacudida
Se puede aplicar a estos mensajes la interesante distinción que propone un autor protes
tante (W. M. Thompson).
¡Son tantas las posibilidades de la predicación! ¡Son tantos los contenidos y objetivos que debe
mos atender! ¡Son tan diversos los auditorios! ¿Cómo guiarnos? ¿Qué debe prevalecer?
No existe una respuesta matemática. El sentido común señala que "no todo sirve para todos en
toda circunstancia". No basta con hablar por hablar, aunque se hable de temas espirituales. Pa
ra enseñar, convencer, convertir... es necesario definir, clasificar, determinar el mensaje y nues
tra intención.
Elegir, cada vez, un solo género de predicación, un solo objetivo, una sola intención.
Muchos predicadores fallan, porque no parten de las necesidades y/o posibilidades de la comun
idad. El predicador más que pensar en "lo que él quiere decir", debe ajustarse, lo mejor posible,
"a lo que el auditorio necesita oír"
Otros pretenden abarcarlo todo en cada predicación. En su entusiasmo (en realidad, es falta de
oficio), pretenden decirlo y lograrlo todo a la vez.
No son las muchas palabras las que aseguran el éxito de la predicación, sino unas pocas precis
as, claras, oportunas y convincentes.
La destreza adquirida desde la cuna; su sensibilidad de pastor, su anhelo de lograr una predic
ación orgánica; su progresiva experiencia... sugerirán al predicador la opción apropiada para c
ada ocasión.
La predicación sacerdotal, en las actuales circunstancias del mundo, resulta, no raras veces, dif
icilísima (PO 4). ¿Habrá que resignarse?
No es sencillo llevar a la práctica las exhortaciones del ('DC (768-771). Sin embargo, siempre es
posible dar un paso, si queremos recorrer un kilómetro.
Comencemos por mejorar la calidad de nuestras hornillas. Con la obra que el lector está
3
9
leyendo y los múltiples subsidios existentes, no se justifica que la homilía quede
anquilosada en un reiterativo comentario de tono expositivo. Son muchas las
posibilidades de variar la forma de presentar el mensaje domingo a domingo, día tras día
y ocasión tras ocasión.
Las diversas devociones populares y los ejercicios piadosos, más o menos habituales, son
una preciosa ocasión para que la predicación los vincule más estrechamente a la
Palabra de Dios y al año litúrgico.
La adoración eucarística, el rezo del rosario, triduos, novenas y octavarios; las fiestas patronal
es, el mes del Sagrado Corazón, la celebración de algunos sacramentales... están presentes en l
a vida de toda comunidad cristiana.
Así, por ejemplo, el Ritual de la exposición y de la bendición eucarística recomienda que, paree
fomentar la oración íntima, se han de emplear lecturas tomadas de la Sagrada Escritura, con h
omilías, o bien breves exhortaciones que induzcan a una mayor estima del Misterio Eucarístico (
N° 80).
Con el mismo vigor, hay que proponer ejercicios espirituales, abiertos y cerrados; una más inte
nsa predicación en Adviento y Cuaresma2, y más frecuentes celebraciones de la Palabra. Así mi
smo, no hay que descuidar las posibilidades de anunciar la Palabra de Dios que ofrecen las div
2 Cfr. Cómo preparar adviento y Navidad; Cómo preparar Cuaresma, San Pablo, Buenos Aires, 2007.
4
0
ersas ocasiones del calendario civil y religioso, la vida de los grupos humanos y las institucione
s... ¡Hay que multiplicar a los predicadores! Estimular a diáconos permanentes, religiosos/as y
laicos a abrazar, "con pasión", este ministerio pastoral. Prepararlos convenientemente e integr
arlos en un plan orgánico de predicación.
En lo que respecta al laico, téngase en cuenta las posibilidades que ofrece el CDC (759; 766).
A la hora de intentar una predicación orgánica, será conveniente tener en cuenta la reflexión d
e Stefano Rosso: Un elemento ambiguo lo constituye la multiplicación y omnipresencia de la mi
sa vespertina -el cuadro en que generalmente se predica-; ella se ha impuesto como el modelo pr
ácticamente único de la celebración cristiana, eclipsando o suprimiendo otras formas del culto l
itúrgico y de piedad popular, y ocupando así todos los espacios del culto. De esta manera, la mis
a resulta el vehículo de triduos, novenas y meses. Desde la baja Edad Media, la celebraci ón de l
a Eucaristía latina constituye un rito siempre muy cómodo, a tal punto, que se transforma en u
na .fórmula "tapagujeros". Hay que preguntarse si la misa, fácil y rápida para toda occisión, no
corre el riesgo de ignorar su significado y contradecir su simbolismo (Dizionario di Omiletic
a, Elle DiCi, p. 1628).
¿Hasta dónde puede llegar la participación del laico -varón mujer- en el amplio y apasionante
ministerio de la predicación?
Hoy, cuando ya es un lugar común hablar de la escasez de acerdotes y la merma de las corresp
ondientes vocaciones, el tema merece ser caratulado: urgencia pastoral.
Siempre ha existido una cierta colaboración de los fieles laicos "con" el ministerio de los pastor
es. Tal colaboración se ha ampliado y consolidado a partir del Concilio Vaticano II.
Asimismo, los fieles colaboran, "en" el ministerio, es decir, entrando en el campo de "las tareas
que propiamente pertenecen a los pastores" (Cfr. Apostolicam actuositatem, 24). En cuanto a la
liturgia, el Código lo formula así: Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya minist
ros, pueden también los laicos suplirlos en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el minist
erio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada c
omunión, según las prescripciones del derecho (230, 3). En otros lugares, se habla de la posibili
dad de asistir al matrimonio como testigo cualificado (Cfr. CDC, 1112). El canon 943 posibilita
la participación del laico en "la exposición y reserva del Santísimo Sacramento, pero sin bendic
4
1
ión". Y el Ritual de las exequias también habla de la suplencia por parte de los laicos (19).
A estas posibilidades, fruto de la "eclesiología de comunión" (Cfr. LG 10), hay que agregar el ca
non 759 que reitera la posibilidad de que los. fieles laicos (...) pueden ser llamados a cooperar co
n el obispo y los presbíteros en el ejercicio del ministerio de la Palabra.
La participación del laico en el ministerio de la predicación la corona el canon 766: Los laicos p
ueden ser admitidos a predicar en una iglesia u oratorio, si la necesidad lo pide o si, en casos p
articulares, lo aconseja la utilidad, según las prescripciones de la Conferencia Episcopal y qued
ando a salvo el canon 767. 1.
En consecuencia, los fieles laicos —varones y mujeres—pueden recibir la "missio canónica" par
a asumir la representación oficial y pública de la Iglesia predicando en una iglesia u oratorio (
de esta facultad se excluye la homilía que, sin excepción, queda reservada al sacerdote o diácon
o).
El Directorio para la Misa con Niños (1973) admitía la posibilidad de que alguno de los adultos
que participan en la misa con niños, con permiso del párroco o del rector de la iglesia, les dirija
la palabra después del Evangelio (24). Pero, al ser promulgado, en 1983, el actual Código de D
erecho Canónico, los especialistas consideran abrogada aquella franquicia, precisamente en vir
tud del (767, 1).
Por eso, los laicos que, de modo permanente o temporal, se dedican a un servicio especial de la i
glesia tienen el deber de adquirir la formación conveniente que se requiere para desempeñar de
bidamente su función y para ejercerla con conciencia, generosidad y cuidado (CDC, 231,1).
¿Será exagerado afirmar que a este deber le corresponde el derecho de recibir esa formación de
parte de la autoridad convocante?
Tal vez, este tema de la predicación de los laicos, incluso dentro de la celebración litúrgica, no s
ea un tema que pueda considerarse "cerrado" plenamente en la reflexión actual, teológica y past
oral, de la Iglesia, a pesar de la normativa oficial. Ser ía interesante seguir estudiando, a la luz
de la teología eclesial y de la historia, la posibilidad de la predicación más abierta por parte de
los laicos preparados y provistos de misión (Aldazábal J., "El ministerio de la predicación", en
4
2
CPL, p. 133).
Hay una preparación remota, es decir, distante en relación con el momento de predicar; y otra
próxima, inmediata a dicho momento.
Además de la formación específica que el predicador debe poseer, tiene su importancia la cultu
ra general: historia, literatura, arte, política, ciencias naturales... todo puede ser útil, todo pue
de contribuir a iluminar su juicio y a ampliar su preparación.
Esta preparación profesional no acaba nunca. Con razón se la llama formación permanente. S
obre todo, en nuestros días, cuando todo cambia, el predicador debe poner al día los conocimien
tos en aquellos campos que constituyen la trama de su oficio, el fondo de su predicación.
Aunque el predicador no brille por las características que se han llamado "dotes naturales", si s
e prepara, manejará suficientemente los componentes de la acción oratoria:
Basta con un razonable dominio de ellos para que el predicador alcance el calificativo de "buen
o".
Antes de abordar los pasos de esta preparación, conviene insistir: comenzada por la oración, la
preparación ha de concluir en oración, ya que la eficacia última de la predicación depende de l
a gracia del Señor y de la acción del Espíritu Santo que interviene tanto en el que habla en no
mbre de Cristo como en los oyentes.
Tomémonos tiempo para preparar la predicación. Ese tiempo que frecuentemente falta. Conoc
emos las penurias que afectan a las múltiples obligaciones del ministerio. No obstante, el predi
cador debe otorgarle a la preparación de la predicación un puesto preeminente en la distribuci
ón de su tiempo. Veamos en ello no sólo el primer deber del ministerio, sino también la primer
a expresión de nuestra caridad sacerdotal. Ese amor que san Pablo manifiesta a los Tesalonice
nses comparándose a una madre que alimenta y cuida a sus hijos (1 Tes 2, 7).
También lo expresó, con inspirada clarividencia, el papa san Gregorio Magno (+604): el que no
tiene caridad para con los demás, no puede aceptar, en modo alguno, el ministerio de la predica
ción (Hom. 17, 1-3).
Elegir el tema
Si, desde la cuna, se habitúa a la rigurosidad del método, ¡qué altura habrá alcanzado después d
e cuatro, incluso seis años de práctica en el seminario!
Cabe aquí escuchar a san Francisco de Sales: ¡Cuánto antes empieces, antes vencerás!
Cuestiones complementarias
El predicador que nunca ha escrito sus sermones y que no tiene la menor intención de cambiar d
e costumbre, está destinado casi seguramente a la mediocridad (...). En el mejor caso, se torna re
dundante y en el peor, degenera en un charlatán vano (citado por James D. Crane, en El Sermó
n eficaz, p. 209).
Cuando el predicador ha determinado cuáles son los materiales que utilizará en su predicación
y ha confeccionado un bosquejo, le resta la tarea de darle forma. Ésta es la expresión: el "vehíc
ulo" de comunicación entre el predicador y sus oyentes. Estos sólo podrán seguir las ideas y asi
milar el mensaje, cuando la forma de expresión sea adecuada.
De nada sirven las buenas ideas, si no se sabe expresarlas de una forma interesante, inteligibl
e, persuasiva.
Imposible dominar las cualidades del estilo sin la práctica de escribir. Sólo la escritura fina del
pensamiento lo expresa con exactitud, pone orden, encuentra la expresión adecuada. Sólo medi
ante el ejercicio escrito es posible habituarse a prever, calcular, corregir... llevar a cabo el traba
jo de análisis y crítica, sin el cual no se puede superar la mediocridad.
Escribiendo se aprende a hablar; hablando solamente sólo se llega a charlar con el riesgo de tr
ansformarse en un simple "charlatán". Muchos predicadores pasan la vida en brazos de la medi
ocridad, por no haberse sometido, en su momento, a esta inexcusable capacitación.
Es necesario, por tanto, que el predicador se habitúe a escribir el propio sermón (le será muy út
il conservarlo ordenadamente).
El consejo es de vida o muerte para el principiante y muy conveniente para el veterano. No hay
duda de que la práctica - ¡bien realizada!- irá produciendo en el predicador un adecuado domini
o del oficio. Pero escribir íntegramente una predicación por mes, será para él un freno contra la
rutina que, con el tiempo, podría dañar la profundidad y la seriedad de su ministerio.
4
6
De todas formas, no tiene excepción la norma de escribir -¡siempre!- la introducción y la conclu
sión de cada predicación.
¿Memorizar el sermón?
No es aconsejable. La memorización -en oratoria- es una "muleta" que se puede usar al comien
zo del aprendizaje. Pero se debe suprimir rápidamente, evitando que se vuelva "crónica".
En cuanto al contenido, bastará con leer y releer el manuscrito para familiarizarse con él. En al
gún caso, puede ser oportuno ensayar la exposición. Siempre conviene visualizarla mediante u
na imagen positiva, aleccionadora, exitosa. Esta actitud incentiva la seguridad y el entusiasmo
¿Y las notas?
El ideal es predicar sin depender de un manuscrito o de notas extensas. Pero es admisible utili
zar "apuntes", cuando se da una conferencia, una charla. Incluso es posible llevar al ambón el
bosquejo, más o menos completo, de acuerdo con el criterio o necesidad del predicador. Pero hay
que ser hábil y prudente en su empleo. Ha de ser una "ayuda memoria". Casi un simple "rease
guro" de la propia tranquilidad. Sería arriesgado depender obligadamente de él. Puede transfor
marse en una "muleta crónica".
También es normal llevar escrita una cita que se desea utilizar. Ha de ser breve, y se debe leer
muy pausadamente.
Tener en cuenta:
Existen libros que proponen homilías, por lo general, redactadas íntegramente, o que incluyen
materiales para su confección: se llaman homiliarios. Los hay para los domingos, y también, pa
ra las ferias y fiestas de los santos. También existen folletos y hojas sueltas con la misma finali
dad4. Ambos pueden representar una buena ayuda por las ideas o el enfoque del tema; por el o
rden en que las presentan, o bien por los ejemplos y aplicaciones concretas.
¿Cómo utilizarlas?
Hay que estar convencido de que ninguna homilía "prefabricada" ha sido escrita con la
pretensión de ser repetida tal cual ante cualquier asamblea.
Estos subsidios, algunos de alto nivel, deben servir de detonantes de las propias ideas,
orientar el camino por seguir, revelar posibles pistas para tener en cuenta.
Sólo el predicador, que habitualmente es pastor de su comunidad, conoce las
posibilidades y características de ella, y sus necesidades espirituales. Sólo él puede
elegir el alimento necesario.
En consecuencia, es imprescindible un serio trabajo de adaptación del subsidio a la
propia comunidad. Dos aspectos de esta adaptación son prioritarios: el lenguaje y la
aplicación del mensaje a la vida de los oyentes. Con estos cuidados, este tipo de ayudas
puede representar un valioso aporte, a fin de agilizar el proceso señalado.
Es importante disponer de varios homiliarios —no menos de tres— para ampliar la
búsqueda y no quedar encerrado en un discurso "monocorde".
Es oportuno atender las Orientaciones de la Comisión de Liturgia del Episcopado
Español:
Desde los comienzos de la reforma litúrgica, cuando la homilía se hizo obligatoria, han pr
oliferado por todas partes diversas publicaciones, en forma de libro unas, de aparición p
eriódica las más, que han pretendido facilitar a los ministros de la Palabra el desempeño
de su tarea. Estas publicaciones, cuando proponen de manera positiva y clara el coment
ario bíblico conforme a una exégesis seria y respetuosa con la unidad de toda la Sagrada
Escritura, prestan una buena ayuda en la preparación de la homilía...
4 La Editorial San Pablo ofrece estos Aportes para la celebración junto con la revista Vida Pastoral.
4
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os compartiesen esta tarea incluso con el concurso de otros miembros de la comunidad cristiana
, pero asumiendo siempre cada uno la propia responsabilidad ministerial de partir el pan de la
Palabra divina a su pueblo.
El resultado del trabajo en equipo es prácticamente inigualable. El equipo es una gran escuela
de oratoria.
Entre seis y ocho miembros, sacerdotes y laicos. Se contará con un coordinador y se respetarán
las condiciones típicas de toda reunión de trabajo. Todos deberán ir a la reunión, habiendo leíd
o, reflexionado y orado los textos bíblicos y litúrgicos.
La finalidad del encuentro no es redactar la homilía. Se busca trabajar los aspectos exegéticos,
doctrinales, litúrgicos y existenciales de esa liturgia. Surgirán así los materiales más apropiado
s para que cada predicador construya su propia homilía. Todos deben exponer el fruto de su pr
opia reflexión; qué ha encontrado, cómo ve el tema, cómo cree que se debe exponer...
No es sencillo reunir a varios sacerdotes y/o religiosos/as para este cometido. Quienes tengan a
lguna posibilidad de hacerlo no dejen de intentarlo.
Con todo, no debiera resultarle imposible al sacerdote interesado organizar un consejo homiléti
co en su comunidad. El consejo homilético no nace de la nada. Pero buscando, se encontrarán ci
nco o seis personas dispuestas a colaborar. Se requiere un tiempo de formación para que los co
mponentes del grupo aprendan qué se espera de ellos.
Hay una generalizada tendencia a hacer girar la homilía alrededor de explicaciones teóricas, a
bstractas. Es imprescindible llenarla homilía de vivencias, testimonios de vida, situaciones real
es. Sólo así el oyente captará que la Palabra de Dios ha sido proclamada para él y su situación
real.
En la homilía, la aplicación a la vida es fundamental. Este aspecto ha de cuidarse aún más que
en otros discursos. No es poco lo que pueden aportar los laicos.
Por otra parte, el consejo ha de servir de "institución crítica" después que se haya pronunciado
la homilía. No precisamente para valorar la homilía en sí, sino, más bien, para informar sobre e
l efecto que ha producido en el propio opinante.
La opinión expresada debe ser, por tanto, estrictamente personal. ¿La homilía se oyó bien acús
ticamente, pudo seguirse sin dificultades, invitó a pensar, despertó mi sensibilidad, me orientó
, me consoló, me inspiró esperanza, confianza? Las respuestas a estas preguntas deberían inte
resar al predicador y ser aclaradas por sus oyentes calificados.
Hay quienes suben al púlpito sin saber lo que van a decir y, cuando bajan, no saben en verdad
qué es lo que han dicho. Frecuentemente no han dicho nada; se han enardecido inútilmente, co
mo el que tira al blanco y la presa se marcha corriendo. Han repetido sin cesar la misma cosa,
abundaron en digresiones, han hecho oír su palabrería sin solidez, sin orden y sin fin.
Estos improvisadores nunca saben acabar, el punto de caída depende de la curva del proyectil,
y ésta, de la puntería, es decir, aquí, de la preparación.
El mayor castigo para estos charlatanes sería hacerlos oír en cinta magnetofónica sus informes
balbuceos; así podrían comprobar sus vacíos, los rodeos inútiles, las imperdonables incorreccio
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nes. Pero, en vez de comprobarlo, quedan contentos, su imaginación los engaña; creen volar, co
mo el globo, porque llenan de viento.
Pero qué falta de respeto y ¡qué profanación de la Palabra de Dios! Los que así obran impulsad
os por un falso misticismo no podrían tentar mejor a Dios, ya que lo invitan a un milagro; pues
un milagro, y bien grande, sería el que no fuesen deplorablemente cortos.
Y ¡qué desprecio del auditorio! ¿Se ha reunido una asamblea para escuchar por largo tiempo y a
un hasta el fin tus superficialidades y azarosas inspiraciones? Un abogado negligente es tratad
o por Quitiliano de pérfido y traidor; y así tratan muchos charlatanes los intereses espirituales d
el prójimo. Pleitean sin informes, sin consulta previa; creen "en el poder de delirio ", en "la incoh
erencia creadora", como dice Paul Valery.
¿No temerán el anatema del profeta: "Maldito el que descuida la obra del Señor"? (Jer 48, 10). S
e trabaja mal, precisamente cuando es necesaria la perfección misma. ¿Sabrán estos estominos q
ué es un discurso, cuál es su dificultad, de la que los maestros no hablan, sino con una especie d
e espanto? Los genios se sienten oprimidos, y los pedantes corren desembocadamente sin cuidars
e de su propia dignidad ni de la de su misión, sin pensar en el bien que Dios espera del mensaje
pronunciado a su nombre (El orador cristiano, pp. 280-281).
♦ La acción oratoria
Al analizar la acción oratoria —el acto de hablar en público—, encontramos que una persona (o
rador) dice algo (tema) a alguien (auditorio) con un propósito (finalidad) y lo expresa de una de
terminada manera (forma).
En consecuencia, las variables que el orador maneja son cuatro: tema - auditorio - finalidad
- forma. La manera en que se relacionan e influencian entre sí no es arbitraria; fluye de la mis
ma acción oratoria.
El punto de arranque es el tema. Hay dos alternativas: o le es señalado al orador, o bien, lo elig
e él.
El tema no puede ser descuidado. Más de una vez, el éxito de la predicación dependerá del acie
rto con que hayamos elegido el tema o su específico enfoque. Pero este acierto, en definitiva, de
pende de una seria información y reflexión acerca del auditorio, sus expectativas y circunstan
cias. (No se puede predicar lo mismo ni de la misma manera a las novicias, a las chicas del sec
undario y a las reclusas de un instituto penal. Tampoco será idéntico cl enfoque de la ética prof
esional, si hablamos a obreros o a empresarios.)
La forma depende de los otros factores. El cuento es ideal para hablarles a los chicos... y a mu
chos auditorios adultos; quizás a empresarios y profesionales, convenga presentarles estadístic
as y otros argumentos acordes.
El esquema:
TEMA
AUDITORIO FORMA
FINALIDAD
Todo discurso digno de ese nombre —por modesto que sea—consta de tres partes: Comienzo -
contenido - final o bien introducción - cuerpo - conclusión (esta característica se denomi
na "carácter tripartito del discurso").
Es así y no puede ser de otro modo: todo discurso tiene un punto de partida (comienzo), otro de
llegada (final) y un trecho por recorrer (contenido). A esta imagen, hay que agregarle algunos "
indicadores de ruta" que ayudan a clarificar el rumbo: para qué me pongo en camino (propósito
), cómo lo hago más llevadero (ilustraciones), cómo hago realidad el mensaje (aplicación).
La acción oratoria y la estructura del discurso son el marco de referencia imprescindible del ofi
cio de predicador. Teniéndolas en cuenta, es muy probable que el discurso sea notoriamente def
iciente. Podrá ser menos brillante; carecer del ornato de la elocuencia o no alcanzar la cima de l
a retórica... ¡no tiene importancia! Siempre logrará el objetivo de toda auténtica predicación: Pr
edicar no para el aplauso de los oyentes, sino para el fruto de las almas (Benedicto XV, Humani
Generis Redemptionis).
2) La elaboración del discurso
Uno de los aspectos más elementales y previos a toda labor es el estado de ánimo. A pesar de to
das la dificultades conocidas, el predicador ha de afrontar su trabajo con paz y sosiego 5. En est
e clima y según hemos advertido anteriormente, hay que tener en cuenta:
a) El propósito
Con el nombre de finalidad lo hemos mencionado como uno de los componentes de la acción ora
toria. Después de la idoneidad personal del predicador, nada influirá tanto en la eficacia de la
predicación como el propósito general y específico que se haya propuesto.
La finalidad, objetivo o propósito, es la meta a la que el predicador quiere llegar como resultad
o de su exposición; es la respuesta a la pregunta: ¿Para qué hablo? (,Cómo ponerse en camino s
in haber decidido adónde ir?)
El predicador no habla porque "no tiene más remedio...". Tampoco habla para impresionar al p
úblico con su erudición o ingenio. El predicador es heraldo, apóstol y maestro (2Tim 1, 11), el S
eñor lo ha considerado digno de confianza al colocarlo en el ministerio (1Tim 1, 12); habla para
aprovechar una oportunidad de que su auditorio conozca y ame a Jesucristo, y quiera hacer alg
o por él. Para ello, no basta hablar, hay que "vender".
El predicador no sólo debe salir airoso de su exposición, debe, además, obtener algo de ella. En
términos técnicos, ha de tener un objetivo, un propósito definido.
5Sugiero recurrir al excelente libro de Víctor M. Fernández Carlos Galli, La oración pastoral, Buenos Aires, San P
ablo, 2007.
5
3
El objetivo o propósito puede ser general o específico. Hablarnos de ello en el marco de la clasifi
cación de las formas de predicación. Agreguemos lo siguiente:
Es absolutamente necesario expresar por escrito el propósito que se ha fijado. Sólo la escritura
disciplina el pensamiento. Es un arduo trabajo. ¿Querrá afrontarlo el heraldo, apóstol y maest
ro?
Es necesario también que el propósito específico sea expresado con un verbo que describa la re
spuesta que se desea lograr de los oyentes. El predicador debe saber con claridad qué desea log
rar con su exposición, qué debe ocurrir para que se sienta satisfecho al concluir ésta, qué desea
que el público haga cuando se haya retirado del templo.
b) El comienzo
Este estado de expectativa se define en las primeras frases: el auditorio pasará a la aceptación,
la confianza, cl interés... o, por el contrario, al rechazo, el malestar, la indiferencia.
Se entiende por qué, siempre, se ha asignado al comienzo (y al final del discurso) la máxima im
portancia. Sin embargo, ¡cuántos predicadores dedican sus primeras palabras a arruinar lo que
dirán después! Frases abstractas, rutinarias, a veces, académicas, casi indolentes, forman el e
lenco. Frases muertas y mortíferas.
La narración es la especie literaria que expone ordenadamente un hecho o suceso. Las narraci
ones atraen, despiertan interés. A medida que el narrador cuenta, queremos saber cómo sigue.
Por eso, es el gran recurso literario de novelistas y cuentistas. Bien realizada —breve, clara, o
rdenada, coherente—, es un comienzo infalible.
Casi es una variante de lo anterior. Los ejemplos —tan importantes en oratoria— son una mag
nífica forma de empezar. Concretos, precisos, avivan el interés, fijan la idea. La ejemplificación
es la llave de oro de la predicación.
Cuando un ejemplo adecuado sacude al auditorio se puede seguir haciendo uso de él durante el
resto del tema Un ejemplo puede servir de columna vertebral a una predicación.
Una pregunta bien conectada con el tema, despabila al auditorio, crea expectativa, hace parar
las antenas, pone en funcionamiento la mente del oyente.
¿Es posible hoy cumplir el séptimo mandamiento? ¿Se puede vivir sin "curros" ni acomodos? ¿E
5
6
s posible progresar siendo decentes?"
El comienzo directo
Consiste en entrar en materia sin preámbulos. Señores: voy a defender las ideas democráticas, s
i es que quieren escucharlas6. Es un comienzo propio de la oratoria académica y militar. Tambié
n es el comienzo adecuado a los discursos fúnebres y a los discursos oficiales. Es un comienzo p
ropio, también, de la oratoria sagrada. Pero exige el máximo sentido común: no es lo mismo pre
dicar a quienes están familiarizados con la Palabra de Dios y valoran la vida espiritual (audito
rios, ciertamente, poco comunes) y al pueblo corriente de la misa dominical...
El comienzo directo supone siempre que el orador no necesita conquistar la atención y el benep
lácito del auditorio. No es el caso corriente a nuestra predicación. De todas formas, siempre se
ha de usar una fórmula estimulante, motivadora, atrayente:
"La palabra de Dios que acabamos de escuchar parece escrita para los sucesos del Golfo Pérsico
... (de nuestra ciudad, barrio, etc.). En efecto, según el diario Tal y cual del miércoles pasado..."
"El evangelio de hoy, el buen Dios, lo ha preparado para todos los que sufrimos. ¿Hay alguien a
quí que no tenga algún sufrimiento?"
"El mensaje que hoy contiene la Palabra de Dios puede solucionar todos los problemas familiar
es..."
Es una narración donde el propio orador se presenta como protagonista del hecho narrado. El r
elato de una experiencia propia, vivida por el que habla, posee gran fuerza oratoria.
Es obvio que la anécdota debe vincularse al tema tratado, aparecer verosímil, y evitar cualquie
r aproximación al "autoelogio".
Algo que el auditorio no se puede imaginar. Una afirmación inesperada y categórica con el obje
to de impresionarlo.
"Estoy convencido de que la fiesta de Navidad debe ser suprimida". Así comenzó un predicador
una excelente predicación sobre el sentido y la falta de sentido (para otros) de la Navidad.
Con humor
Pero si, efectivamente, el orador ha sido dotado con la vena humorística, y eso cada uno lo sabe
. El humor es un recurso que siempre hará interesante el discurso. ¡Cuánto puede servir para p
redicar a los chicos... y a los grandes!
De los santos;
De estrofas poéticas.
La importancia de esta fórmula radica en que nos remitimos a una personalidad con autoridad
mayor que la nuestra. La gente gusta conocer qué han dicho los hombres famosos (han de ser c
onocidos por el auditorio o aclararles quiénes fueron).
Dentro de esta fórmula, se incorporan los refranes y proverbios que, por su sencillez, concisión
y sabiduría, tienen general aceptación.
Es un comienzo que parece surgido allí, en el momento, pero, en realidad, ha sido pensado prev
iamente.
"Esta mañana, recorriendo la ciudad, observé la profusión de afiches con que han anunciado es
ta charla. Me conmovió constatar el esfuerzo que todos ustedes realizaron por el éxito de esta S
emana de la Juventud".
Un comienzo así acorta inmediatamente las distancias, crea un clima de familiaridad, produce
la impresión de que el orador y el oyente son "viejos amigos". Debe ser natural, espontáneo, cáli
do.
Un predicador arrojó un puñado de granos de trigo sobre el piso de mosaicos, para iniciar su co
mentario a la parábola del sembrador. En un discurso de despedida de alumnos de quinto año,
el orador comenzó, calculadora en mano, haciendo el cálculo de las horas que había pasado junt
o a esos alumnos durante esos años.
El gesto puede ser múltiple: mostrar un objeto, romper algo, escribir en un pizarrón, hacer un
ademán dramático...
Este tipo de comienzo, por inusitado, despierta la curiosidad, llama la atención, y, según las cir
cunstancias y la forma, puede crear una gran expectativa.
Todos nos sentimos atraídos por lo que nos toca de cerca, por lo que nos puede beneficiar o perj
udicar. Nada hay más importante para nosotros que nosotros mismos.
"El tema que voy a tratar afecta los negocios de todos ustedes. En realidad, afecta el precio de l
a comida que comemos y el alquiler que pagamos. Más aún, afecta el bienestar de nuestras fam
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ilias y de la comunidad toda".
Un comienzo así prende de inmediato, porque toca nuestro interior, se refiere a algo valioso par
a nosotros. No puede fallar. Es una de las mejores formas de iniciar un discurso.
El ejemplo propuesto podría ser el comienzo de una charla sobre la justicia, pero habrá quien p
refiera comenzar más o menos así: "Hoy nos hemos reunidos para examinar juntos la virtud de
la justicia".
Un acontecimiento reciente
Es una variante de la anterior. La gente dedica muchas horas a la prensa, la radio, la televisió
n... Si ha habido un acontecimiento significativo en el barrio, en la ciudad, en el país, en el mun
do... (sobre todo, si es suficientemente conocido), se puede aprovechar para presentar el tema d
el mensaje siempre que la relación no sea forzada. También entran aquí los acontecimientos de
la Iglesia universal, nacional, diocesana, parroquial...
Con frecuencia (casi diríamos, a cada paso), surgen, en el evangelio, detalles que es oportuno ac
larar. Se hacen interesantes, e incluso, pueden orientar toda la predicación.
Son muy variados: la etimología de las palabras; su significado más expresivo en hebreo o grieg
o; la fuerza de ciertas imágenes: la piedra del molino, los diez mil talentos, la figura del pastor.
..
Del texto y el contexto; de las circunstancias de lugar, tiempo y costumbres, se pueden lograr
muy interesantes formas de empezar la predicación, y además, hacer más comprensible el text
o (= mensaje) bíblico. (¿Alguien explicó alguna vez qué son las "filacterias"?)
El comienzo o introducción es lo último que se prepara. Podremos así elegir, con mayor segurid
ad, entre las posibilidades analizadas, la que guarde mayor relación con el conjunto de la predi
cación, su finalidad, el auditorio...
No debe ser lo mejor del mensaje, porque así prometería más de lo que dará el mensaje mismo.
Debido a que el comienzo tiene la vital función de captar la atención y presentar el tema, es ne
cesario escribirlo detalladamente para asegurarse la mejor redacción posible. Mientras lo revis
a y lo pule, debe preguntarse: ¿Llamará la atención de los oyentes? ¿Introduce naturalmente el
tema? ¿Tiene las cualidades básicas de un buen comienzo: interesante, atractivo, sencillo, clar
o, breve, apropiado al tema?
c) El final
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El discurso ha de concluir, no sólo detenerse; debe llegar a su final, no sólo esfumarse. Debe se
r un aterrizaje feliz al final de un vuelo.
Lo último que un orador dice permanece en la memoria y la sensibilidad del oyente más que to
do el resto. Por eso, es la parte del discurso que reclama más atención: es improbable acertar s
obre la marcha con el final apropiado. ¿Quién no ha tenido que sufrir con esos predicadores qu
e no han previsto cómo "aterrizar" y se "estrellan" con algunas de esas despedidas rutinarias, i
ntrascendentes, "típicas de curas"? ¿Quién no ha sufrido con esos predicadores que no encuentr
an la manera de terminar y divagan repitiendo exhortaciones gastadas hasta que el público de
sea angustiosamente que el predicador ponga fin a su perorata?
El final es el momento culminante del discurso. Reclama ser preparado con sumo esmero y met
iculosidad.
Evitemos terminar con una disculpa: "Como el tiempo apremia y ustedes están cansados, mejo
r terminemos aquí".
Evitemos retomar el hilo del asunto o derivar hacia una nueva idea, como si fuésemos a empez
ar de nuevo.
Evitemos dar vueltas y vueltas sobre el tema, como si estuviésemos en un laberinto sin saber c
ómo salir.
Evitemos terminar de repente, como si nos retiráramos sin saludar: "Bueno, esto es todo lo que
tenía que decir. Por eso termino aquí".
En general, las formas propuestas para comenzar el discurso sirven también como final: una ci
ta famosa (en especial el texto bíblico comentado); una narración, un ejemplo, una anécdota pe
rsonal... pueden transformarse en excelentes finales. En todos los casos, deben guardar estrech
a relación con el tema, condición ésta imprescindible en toda conclusión.
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- Terminar con una galantería sobria y sincera
A todos nos gusta que se adviertan nuestros méritos, que se reconozcan nuestros esfuerzos. ¿E
s acertado finalizar una charla (o comenzarla) quejándose de los que no vinieron o de cualquier
otra cosa? ¿No es más provechoso halagar la buena voluntad de los que asisten?
El halago deberá ser sincero, oportuno y justo. En caso contrario, el oyente no dejará de adverti
r la falsedad y el rebuscamiento.
Durante la charla, hemos expuesto diversas ideas, argumentos, ejemplos, referencias... Pasarn
os la luz (idea central) por un prisma que fue mostrando diversos colores. Ahora conviene recor
rer panorámicamente toda la exposición y resumir, sintetizar, concentrar el mensaje.
Este final fortalece la unidad, la cohesión, la fuerza argumentativa de la exposición. Nunca est
ará de más una breve síntesis final, cualquiera sea la terminación que hayamos escogido. Si es
a síntesis se cierra con el "versículo fuerza" comentado, tendremos un final siempre decoroso y
apto, aunque carezca de otras cualidades.
Este recurso se llama también "climax" o "gradación", porque el orador va ascendiendo en sus
argumentos o referencias, hasta lograr una culminación majestuosa. Es un momento de gran e
motividad. Allí quedan conmovidos tanto el predicador como el auditorio.
No es fácil. No se adapta a cualquier tema o circunstancia. Puede servir para grandes solemnid
ades o grandes concentraciones. Pero, bien hecho, es vigoroso y de gran efecto oratorio.
El político que cierra una campaña electoral; la directora de escuela que propone techar el pati
o; el vendedor ambulante que sube al colectivo... todo orador quiere convencer, persuadir, move
r al otro a obrar de una determinada manera. ¡Este objetivo debe estar en la mira del predicad
or!
La conclusión del sermón constituye el ataque final a la fortaleza de la voluntad del oyente. La
predicación no puede quedar reducida a un simple entretenimiento intelectual. ¡Se predica pa
ra conseguir resultados! La conclusión es la propuesta final, el imperativo último que el oyente
debe llevarse a su vida cotidiana: Felices los que escuchan la Palabra de Dios y la practican. L
os finales que se escuchan en nuestros templos confirman el interrogante planteado por el CEL
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AM: Nuestras homilías (...) no convencen, no cambian, no crean una realidad nueva. ¿Por qué?
Exhortar a la acción —en sus diversos matices— no es una "opción"; es la más radical exigenci
a de una auténtica predicación. Sin una adecuada capacitación, sin practicar una y otra vez, es
imposible dominar este arte en que se concentra toda el alma de la predicación.
Este final admite dos variantes: Una, el predicador reza por el auditorio, suplica, agradece, ala
ba... al Señor en nombre del pueblo. Otra posibilidad es que el predicador haga rezar a toda la
concurrencia.
En ambos casos, la oración debe resumir el mensaje central de la predicación y, a partir de allí,
alabar, suplicar, agradecer... a Dios de acuerdo con el propósito perseguido.
d) El contenido
♦ El tema
Hay discursos que no tienen "ni pies ni cabeza", es decir, ni un comienzo ni un final "dignos de
la oratoria". Pero no hay discurso posible sin un contenido, sin un tema. El contenido es todo el
cuerpo del discurso: ideas, argumentos, ejemplos, citas... El tema es la columna vertebral del c
ontenido. La materia de la que trata la predicación; el asunto que se presenta en ella. Se la den
omina también la idea central.
El primer paso que debe dar el predicador es definir el tema, responder a esta sencilla pregunt
a: "¿De qué voy a hablar?". La respuesta ha de ser unívoca y breve: hablaré de "los frutos del Es
píritu Santo"; "del valor del hijo pródigo"; "de las características de la auténtica caridad". El te
ma es la exacta respuesta a la pregunta: "¿de qué hablaré?". Mientras no pueda contestarla cla
ramente, no debe seguir adelante.
A menos que se opte por el caos, es imprescindible tener un tema, y saber con precisión cuál es.
Sólo hay una forma de estar seguro de ello: poder expresarlo en poquísimas palabras tan clara
s como la luna llena en una noche despejada. Aunque un libro tenga 700 páginas, es posible de
cir en pocas palabras ele qué se trata...
Si el tema está en la nebulosa, ¿cómo elegir el comienzo y el final? ¿Cómo armar su desarrollo?
¿Cómo determinar un objetivo? Si el predicador "no la tiene clara", ¿cómo "la tendrá" el oyente
?
Hay que buscar en la dirección del Espíritu Santo. Dios sabe mejor que nosotros qué necesitan
los que van a escuchar el mensaje (Mt 6, 8). Es de suma importancia, por tanto, que se busque
a Dios con toda el alma ante de emprender la preparación de la predicación. Esta plegaria del
corazón ha de estar presente antes, durante y después de predicar.
En general, hay que tener en cuenta las necesidades espirituales de los oyentes, la situación d
e la propia comunidad, y no ignorar la realidad socio-política que se vive. Sobre esta base, hay t
res cualidades indispensables en cualquier tema digno de la predicación cristiana.
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a) Debe ser serio: Es decir sólido, importante, fundamental... para la fe y la vida cristiana. No a
bundan las ocasiones de predicar, ni el tiempo que los fieles la soportan. No conviene perderse
en cuestiones marginales, en digresiones superficiales, en asuntos que alguien caracterizó com
o "las chucherías de la teología".
b) Debe ser vital: Como consecuencia de lo anterior, debe atender las necesidades espirituales d
e los destinatarios. No basta con hablar de lo que al predicador le interesa. Hay que preguntar
se si "eso" le interesa (= lo necesita) al auditorio. El tema ha de tener valor práctico para los oy
entes. Éstos deben retirarse convencidos que se hubieran perdido algo importante de no haber
estado allí. "Un verdadero sermón tiene por padre al cielo y por madre a la tierra".
Esto vale también para los llamados sermones de ocasión Reconozcámoslo: si el predicador "no
da" con una cita bíblica, la conclusión es clara: o desconoce su oficio, o ha frecuentado poco la B
iblia y, en consecuencia, no sabe buscar en ella, o... ese tema no es digno de un heraldo, apóstol
y maestro.
Fijado el tema, el texto bíblico y el propósito, nos enfrentamos con el trabajo central de la prep
aración: ¿Qué cosas tengo que decir y en qué orden? De cualquier tema se pueden decir mil cos
as. Además, se las puede decir de cualquier manera. Esto no produciría un discurso provechoso
. Más aún, eso no merece llamarse discurso. Desarrollar un tema significa organizarlo para que
las partes que lo componen respondan a un orden interno que facilite su comprensión y condu
zca al resultado buscado.
2. Apasionarse por lo que le interesa a uno mismo sin tener en cuenta lo que necesita el audito
rio.
Evitados los inconvenientes, es necesario tener en cuenta las características que aseguran un b
uen desarrollo. Básicamente, son tres: partir de un esquema, asegurar la unidad temática y or
ganizar los materiales que se utilicen.
♦ El esquema o plan
A nadie se le ocurre construir una casa sin contar con un plano. Tampoco se puede construir u
n discurso sin contar con un bosquejo, un esquema, un plan, una guía. Cierta cantidad de mate
riales amontonados en un terreno no constituyen una casa; cierta cantidad de ideas (cuando no
dé simples frases) amontonadas de cualquier manera... jamás merecerán el nombre de discurs
o. No tenemos derecho a esperar del oyente comprensión y tolerancia frente a tanta impericia.
No tenernos derecho a esperar algún resultado frente a tanta improvisación.
El arte de la guerra —dijo Napoleón— es una ciencia en la que nada sale bien, si previamente
no se lo calcula y medita. En el arte de la palabra, también ocurre que nada sale bien, si previa
mente no se lo calcula y medita.
Un sermón no es una composición escrita dispuesta para su publicación, para ser leída y vuelt
a a leer. Se trata de una exposición oral cuyo mensaje debe impactar allí mismo sobre los oyent
es.
tema
texto
propósito
I. Introducción
- Proposición
II. Contenido
a. Primera idea principal (eventualmente, subdivisión)
b. Segunda idea principal (eventualmente subdivisión)
III. Conclusión
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-Aplicación
Un bosquejo o plan debiera ser breve. Todo debiera expresarse en tan pocas palabras como sea
n necesarias para su comprensión. Esta regla general no impide que cada predicador amplíe su
bosquejo con todos los elementos que estime necesario (ilustraciones, citas, argumentos...).
¿Cómo proceder?
Es casi imposible que el plan aparezca nítido de entrada. Harán falta uno, dos, tres borradores.
.. hasta que lo veamos claro y nos conforme. Para ello, no existe una fórmula mágica. Vayamos
trabajando así:
Revisar el material escogido: libros, artículos, fichas, citas, recortes... En esta etapa, conviene e
mpaparse de información. Se tendrá la sensación de estar perdido en medio de tantos datos. E
s normal. Toda esta información penetrará el subconsciente y trabajará allí, según enseña la si
cología.
Anotemos, en forma breve y concisa, la idea básica contenida en cada uno de los elementos reu
nidos. Conviene escribir sobre una sola carilla.
Repasando esas notas todas las veces que sea necesario, descubramos sus relaciones y optemos
por las ideas más convenientes.
Es necesario:
Preguntarse: ¿Son éstas las ideas que necesita conocer el auditorio? ¿Se adecuan al objetivo qu
e persigo? ¿Son demasiado técnicas o, por el contrario, las conoce todo el mundo? ¿Son muchas?
¿Pueden ser tratadas en el tiempo que dispongo?
Dos ideas principales desarrollando un tema corren el riesgo de ser demasiadas para un audito
rio corriente, en una exposición de veinte, veinticinco minutos. (Ya hablaremos de la duración
de la homilía.) El desborde de ideas y detalles oscurecen el discurso, fatigan al oyente, le produ
cen confusión y desconcierto.
Luego de trabajar con un tema, comprobaremos que el problema no es "qué decir", sino "qué de
jar de decir". En el primer momento, todo parece interesante y la tentación de indigestar al au
ditorio es grande. Debemos distinguir:
La experiencia indica que no es frente al micrófono, sino en este momento donde claudican los
que quisieran aprender a hablar en público... sin pagar el precio. Si superamos esta dificultad i
nicial; la tentación del facilismo y la mediocridad; el eventual desaliento por imaginar que ava
nzarnos poco... estamos en el camino del éxito, alcanzarlo sólo es cuestión de paciencia, como e
n todo oficio.
- La unidad
Ese tema —o idea central— ha de tratarse en dos —a lo sumo tres— aspectos principales (prin
cipales para ese auditorio y para esa ocasión, evitando los detalles secundarios, esos que, lejos
de aclarar, complican el tema).
Contradice las más elementales reglas de la psicología y la pedagogía obligar al oyente a saltar
de idea en idea, a correr detrás del predicador en el laberinto en que el desorden lo encierra. N
o hay alternativa: si el oyente no puede responder con una razonable aproximación a la pregun
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ta "¿de qué habló el padre?", no podemos estar seguros de haber sido claros y coherentes.
Hay dos maneras de pecar contra esta unidad: cayendo en temas múltiples o en temas demasia
do generales.
Se cae en lo primero, cuando el predicador pasa de un tema a otro, se mete en todos los sender
os y atajos que aparecen en el camino. Se multiplican las ideas, cuando no se sabe explotar nin
guna. Es el resultado más exquisito de la improvisación. El predicador va soltando lo primero q
ue le viene a la mente, a causa del proceso de libre asociación. ¡Un desastre! La confusión está
asegurada.
Se cae en lo segundo, cuando se deja abierto el tema, planteándolo de una manera demasiado g
eneral. El arrepentimiento: es un tema demasiado general. "El verdadero arrepentimiento"; "L
os frutos del arrepentimiento" son temas limitados que hacen posible la unidad de su tratamie
nto.
La clave principal de la unidad se encuentra en la limitación del tema. Esa limitación fija la di
rección al tratamiento, señala el camino, impide el divague y la confusión.
Hay que evitar ambos riesgos. En el primer caso, predicador y oyente se pierden en un laberint
o; en el segundo, en la inmensidad.
La organización es el alma del discurso. Sin organización no hay discurso. Sin ella tenemos un
sucedáneo de discurso. Algo parecido a un cadáver: tiene forma humana, pero carece de vida. L
a vida del discurso —además de la personalidad del orador— depende de su organización.
Nuestro mensaje ha de ser entendido, seguido con interés, aceptado y recordado... para, finalm
ente, ser llevado a la práctica. Para posibilitar este arduo resultado es necesario ejecutar —¡lo
mejor posible!— la estructura del discurso. A saber: dotarlo de un adecuado comienzo y final, y
cuidar la perfecta organización del contenido. Entendemos por organización "el ensamble orgá
nico de sus partes", "la articulación de sus componentes". Básicamente son tres: las ideas, las il
ustraciones y la aplicación.
♦ Las ideas
Tenemos el tema, el texto y el propósito. Llegó el momento de definir el núcleo del discurso; ¿Q
ué diré acerca de este tema? ¿Qué ideas expondré y en qué orden?
¿Es posible imaginar una novela o un film sin argumento? Sin embargo, hay homilías sin argu
mento, sin médula, vacías, huecas como una viruta... homilías que no dicen nada, que no enseñ
an nada, que no estimulan la fe de nadie.
Las ideas plantean al predicador dos cuestiones básicas: dónde buscarlas; cómo ordenarlas.
* Dónde buscarlas
La Sagrada Escritura
La Liturgia
Los Padres y Doctores de la Iglesia
El Magisterio y los teólogos.
Los maestros de la ascética y la mística.
La vida de los santos.
La historia de la Iglesia.
B. Fuentes complementarias
C. Fuentes auxiliares
La filosofía.
Las ciencias físicas, naturales y sociales.
El arte y la literatura.
Todo lo que encierra la expresión "vida de los hombres": una vez más, el ejemplo e
s el mismo Cristo.
Especial mención merecen el contacto con los hombres de experiencia y el propio
ministerio.
7(1827 — 1907). Religioso dominico francés; gran predicador, apreciado, sobre todo, por el sólido contenido doctrin
al de sus sermones.
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D. Las ayudas necesarias
Todo puede servir a todo, cuando se sabe llegar a sus relaciones íntimas (Sertillánges).
Es necesario predicar con un oído en el evangelio y otro en el pueblo, decía monseñor Angelelli.
¿Qué fruto puede producir una predicación sin destinatario, etérea, situada fuera del tiempo y
del espacio? La predicación no es una "clase"; es actualización de la Palabra de Dios.
Por eso, es imprescindible estar atentos al gozo y la esperanza, las tristezas y las angustias del
hombre de nuestros días, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos (GS 1).
¡Palpitar la vida! Observar, saber escuchar, interesarse por los demás al mejor estilo paulino: "
¿Quién de ustedes se alegra sin que yo me alegre? ¿Quién de ustedes se entristece sin que yo m
e entristezca?".
La predicción debe penetrar en la vida real, y la vida real debe penetrar en la predicación. La
vida real incluye al hombre, a la comunidad parroquial, al barrio, al pueblo, a la provincia, a la
nación, al mundo, a la Iglesia. Es el hombre desocupado o la mujer separada ante la alternati
va de una nueva unión, la insensibilidad de la comunidad parroquial en sostener a Cáritas; la
suculenta dieta de los concejales y legisladores en un país con millones de carenciados; los estr
agos de la globalización y la economía de mercado; las casas que la Madre Teresa logró abrir e
n Rusia; la preocupación social de la Iglesia...
Toda predicación, cualquiera sea su tema, debe inscribirse en el título general "El evangelio y l
a vida".
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(...) La Iglesia ha ido adquiriendo una conciencia cada vez más clara y más profunda que la ev
angelización es su misión fundamental y que no es posible su cumplimiento sin un esfuerzo per
manente de conocimiento de la realidad y de adaptación dinámica, atractiva y convincente del
mensaje a los hombres de hoy (DP 85).
Después de un arduo trabajo que no puede hacerse en el colectivo o cuando sobra tiempo, tene
mos una cierta noción acerca de las ideas que podríamos utilizar. Llegó el momento de seleccio
nar y ordenar las ideas principales sobre las que se estructurará el discurso. Escoger aquello qu
e se va a decir —advierte Cicerón— es más propio de la prudencia que de la elocuencia.
En general, es preciso elegir no las ideas que tienen mayor valor absoluto o que son más curios
as, originales o agradables, sino las que mejor sirven al tema y al fin propuesto, atendiendo sie
mpre al auditorio. Si una idea no sirve para lo que se propone, su interés es nulo. Hay que dese
charla sin dudar.
Además, las ideas principales deben ser pocas. Normalmente dos —-tres debiera ser una excep
ción— para nuestros auditorios corrientes. El sobreexceso —aun con aquellas ideas útiles o que
se crean tales— es peligrosísimo. Cuantas más ideas sobren, más se obstaculizan unas a otras,
más se complica la unidad del discurso, más se agota la atención del oyente, más se dificulta la
comprensión del mensaje. Éste es un error típico de principiantes y de veteranos carentes de of
icio. Confunden oratoria con locuacidad.
Con estos recaudos, ¿cómo seleccionar y ordenar las ideas principales? Existen criterios o princ
ipios directivos. Tenerlos en cuenta siempre dará como resultado un discurso ordenado (= arma
do) alrededor de una férrea unidad.
El desarrollo —la división del tema se ajusta textualmente a una cita bíblica (la desarrolla pas
o a paso).
Punto 2: cumplirá
La exposición temática
La predicación temática es totalmente válida y necesaria. Es fácil evitar los riesgos señalados a
plicando alguno de los criterios que iremos exponiendo.
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Por ejemplo: 1 er. domingo de Cuaresma: Las tentaciones
El desarrollo se estructura alrededor de la pregunta ¿cómo? ¿de qué manera? ¿mediante qué? s
e alcanza la meta.
Somos ricos, porque los recursos (= la gracia) de Dios están a nuestro alcance.
Somos ricos, porque la gloria eterna de Dios nos guarda.
Principio de los efectos
¿Qué? ¿Quién? ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Con quién? ¿Por qué? ¿Para qué?
Cualquier tema (= texto bíblico) puede ser tratado sobre la base de este principio.
Se trata de exponer una idea iluminándola con su contraria. Hay pares de conceptos que espon
táneamente surgen unidos en la mente: vida - muerte; lo humano - lo divino; las obras de la car
ne - las obras del espíritu; lo temporal - lo eterno; el problema - la solución; las tinieblas - la luz
.
Qué - Por qué - Para qué: ¿De qué se trata? - ¿Por qué es así? (necesario, conveniente) -
¿Para qué sirve? - ¿Qué efecto tiene?
No debemos caer en la rutina de predicar siempre a partir de un mismo esquema. El auditorio,
que normalmente es el mismo, terminaría aburriéndose.
En general, depende del tema, del auditorio, del tiempo disponible... Para los auditorios corrie
7
3
ntes de nuestros templos, conviene que sean dos; a lo sumo, tres.
♦ Las ilustraciones
El alma de la predicación no son las ilustraciones, sino la fuerza del mensaje. El alma de un ed
ificio no son las ventanas: ¿pero pueden faltar las ventanas? Las ilustraciones son las "ventana
s" del sermón: le dan oxígeno y luz. Permiten que el oyente "respire", e iluminan las ideas, las r
evisten, logran que tengan forma y color.
I. ¿Qué son?
II. Importancia
El hombre moderno está acostumbrado a ver, no a oír. Los medios no apelan al razonamiento, s
ino al impacto emocional.
Una imagen vale más que mil palabras. Las ilustraciones logran bajar las ideas de las nubes d
e la abstracción a la percepción concreta (sensible) de ella. Si quisiéramos explicarle a un niño
la idea de redondez, tendríamos que emplear miles de palabras... y seguramente fracasaríamos
. Pero si le entregamos un aro de buen tamaño y se le dejamos un rato, diciendo después: "este
aro es redondo, y todas las cosas que tienen esta forma son redondas", ya no haría falta más ex
plicación.
Históricas: Narraciones relacionadas con hechos verídicos, actuales o del pasado. Un acontecim
iento eclesial, una decisión del gobierno, un hecho de la vida real...
Demostrativas: Cuando se utilizan objetos visibles para ilustrar una enseñanza: todos los medi
os audiovisuales: afiches, grabaciones, videos, objetos.
Dramáticas: Cuando se dramatiza (se escenifica) la verdad que se quiere exponer (pesebre vivi
ente, el evangelio escenificado...).
Poéticas: Poemas o versos selectos que ilustran la idea "Caminante no hay camino..." (Machado
).
Citas directas: La fuente debe ser conocida o bien ser aclarada. "En el atardecer de la vida, te j
uzgarán en el amor" (San Juan de la Cruz). Tienen mucha fuerza las que pertenecen al acerbo
cultural del pueblo.
b) Metáfora Jn 15,1
c) Analogía Jn 3,14
d) Alegoría Gál 4, 21-31
e) Parábola (hay treinta y tres en el Evangelio)
Fuentes de ilustraciones
El predicador debe ser un buen lector, un buen observador, y un buen oidor. Así tendrá acceso
a gran cantidad de ilustraciones.
♦ La aplicación
No basta con una clara exposición y comprensión del tema. Hay cristianos que nunca sienten l
a necesidad de relacionar la verdad con la vida. Otros no están capacitados para sacar por sí mi
smos la aplicaciones prácticas que harán del mensaje bíblico un torrente de agua viva que rieg
ue su vida.
No basta con que el oyente salga de la predicación informado, el cristiano debe salir de la predi
cación cuestionado en sus intereses mundanos, y aleccionado para practicar lo que la Palabra
de Dios le propone. Felices los que escuchan la palabra de Dios y la practican (Le 11, 28). Usted
es serán felices, si, sabiendo estas cosas, las practican (in 13, 17).
La aplicación es el proceso por el cual el predicador demuestra que el mensaje expuesto es apli
cable a la vida personal y comunitaria. En otras palabras: es el momento del sermón en que se
indica cómo llevar a la práctica el mensaje procurando persuadir al oyente de que lo haga suyo
.
Su importancia es decisiva. Según la tradición protestante, un sermón comienza a ser tal, cua
ndo aparece la aplicación.
"Existencializar" el mensaje
De esto se trata: de que el mensaje llegue a la vida. Al oyente común de una predicación (recor
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demos que una predicación no es una "clase"), no le interesa saber quién es Dios. Le interesa s
aber qué le reporta. El predicador ha de insertar la teología en esta realidad antropológica.
Nuestra vida presenta un aspecto que podríamos llamar íntimo, particular. Abarca todas las cu
estiones que directamente no involucran a los demás: leer la Palabra cada día; ser más generos
o, rezar más... Es importante encarnar el mensaje en estos aspectos íntimos de la existencia. P
ero la vida no es pura intimidad. Por el contrario, se desarrolla en cuatro grandes ámbitos:
Todo laico/a vive y convive en familia, que se forma a partir de la relación conyugal. Si querem
os encarnar la teología, necesitamos conyugalizar y familiarizar la predicación.
2. la profesión
Todo laico/a vive y convive en una profesión. Gran parte de su vida transcurre en ella. Es nece
sario "profesionalizar" la predicación.
3. la comunidad civil
Todo laico/a vive y convive en la sociedad, desde el barrio hasta la Nación. Nadie puede aislars
e. Necesitarnos "socializar" la predicación.
4. la comunidad eclesial
Todo laico/a vive y convive en la comunidad eclesial, desde la capilla hasta la Iglesia universal.
Es imprescindible "eclesializar" la predicación.
¿Cómo manejarse? ¿Qué área elegir? Es obvio que no se puede abarcar todo. Por lo tanto, la op
ción dependerá de varias circunstancias: el tema, el auditorio, el tiempo litúrgico, los problema
s y proyectos de la comunidad, los objetivos del predicador, el momento pastoral, las peculiarid
ades de la región, los episodios del calendario civil y religioso...
Por eso, puede decirse que el cuerpo del discurso contiene dos partes: argumentación (= exposi
ción) y aplicación. Otros autores puntualizan que la aplicación es el comienzo de la conclusión.
En ambos casos, ella está después de la exposición.
Con todo, esta norma no es matemática. Habrá situaciones en que convendrá introducir aplicac
iones parciales en el desarrollo de la exposición. La experiencia indicará cuándo es oportuno ob
rar así. A modo de ejemplo: Supongamos que una homilía contiene dos partes: una basada en la
primera lectura, y otra sobre el evangelio. Supongamos que, de esa primera lectura, se deduce
una conclusión (- aplicación) propia y distinta de la que arrojará el evangelio. En este caso, serí
a conveniente hacer la aplicación al finalizar el comentario sobre la primera lectura, antes de p
asar a la segunda parte de la exposición.
Analizada como acción oratoria, la predicación es un discurso más (¡un discurso sacro!).
La Palabra de Dios es viva y eficaz (Heb 4, 12), y no vuelve al Señor sin producir sus frutos (Is
55, 10). Pero este resultado no es mágico. Para ser eficaz, la Palabra de Dios debe ser entendid
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a, amada y practicada. Para ello, hay un arte de la presentación que la predicación ha de tener
en cuenta: son las cualidades de la exposición oratoria dirigidas a la inteligencia, la afectivida
d y la voluntad del oyente para acicatearlo, estimularlo, inducirlo a aceptar y practicar la Pala
bra de Dios.
El predicador ha de llegar al oyente no de cualquier manera, sino con toda la fuerza de su eloc
uencia para que conozca la verdad, la ame y le dé su asentimiento.
Este resultado siempre será fruto de la acción del Espíritu Santo. Nuestra necesaria cooperaci
ón consiste en desarrollar el discurso en el marco de las características generales de todo buen
discurso y cuidando las cualidades básicas del estilo oratorio.
Características generales
San Agustín —citando a Cicerón— dice que el orador debe proponerse "enseñar, agradar y con
mover". Será una buena predicación, en consecuencia, aquella que, en alguna medida, enseñe,
deleite y persuada.
Agradar consiste en presentar esa enseñanza de forma que sea atrayente y deseable.
Conmover (persuadir) se refiere al impulso, a esa moción de la voluntad, necesaria para acepta
r y practicar la verdad conocida y amada.
Declara san Agustín: Aquél que enseña e interpreta las divinas escrituras, como defensor de la
verdadera fe y enemigo del error, debe enseñar el bien y alejar el mal, y, en este trabajo oratorio,
conciliarse a los enemigos, estimular a los apáticos; hacer presente a los ignorantes la suerte qu
e les espera.
Pero, desde el momento que haya hallado a los oyentes bien dispuestos de esta manera, debe c
ontinuar su discurso según lo pida la situación.
Si trata de instruir a los oyentes, deberá hacer una exposición (de los hechos de salvación); si e
s necesario sacar a la luz la cuestión tratada, debe proceder con razonamientos apoyados en pr
uebas, dejando de lado el resto, para volver cierto lo que es dudoso.
Pero, si se trata de moverlos más que instruirlos, para impedir que se insensibilicen ante el cum
plimiento de lo que saben y para estimularlos a poner sus vidas de acuerdo con las ideas que re
conocen ya como verdaderas, hay que dar a la propia palabra la más grande energía. Entonces,
son necesarias las súplicas, las invectivas, las peroraciones apasionantes, los reproches y todos l
os procedimientos capaces de mover los corazones (Doctrina Cristiana, libro IV, 4, 6).
¿Qué necesita saber mi auditorio sobre el tema? ¿Qué conviene aclararle? ¿Qué es lo más impo
rtante para ellos? Dado el objetivo que me he propuesto, ¿qué necesitan llevarse claro en sus ca
bezas?
Estas preguntas encuadran la enseñanza que debemos brindar en la predicación, nos impiden
"desvariar" y nos conducen a amasar y repartir el pan de la palabra... como una madre que ali
menta y cuida a sus hijos (1 Tes 2, 7).
¡Cuántas predicaciones parecidas a una noche cerrada; a un bosque de lianas, a una carretera
con niebla! ¡Cuántos predicadores obsesionados por meterse en túneles, atajos, vericuetos, labe
rintos!
Hay predicaciones que son más pesadas que un ancla: monótonas, aburridas, frías, cerebrales,
amargas, pesimistas, amenazadoras... Una predicación semejante ¿podrá ser el canal que com
unica la gran noticia: no teman: les anuncio un gran gozo para todo el pueblo (Lc 2, 10)?
Se ha dicho de san Francisco de Sales que era un seductor de almas. ¡Qué extraordinario halag
o! ¡Cómo nos acercamos a él! Veamos.
La religión que presentamos como verdad, como obligación, como deber ser... presentémosla ta
mbién como belleza, como alegría, como una seducción superior.
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No se trata de practicar un sentimentalismo dulzón o transformarse en un adulador. Existe el
arte de agradar, de entretener, de recrear. Hay una manera de sazonar el razonamiento, de qu
itarle a la verdad esa aridez lógica que la asemeja a una medicina, cuando Jesús quiso que sea
la Buena y Alegre Noticia.
Existe la simpatía, la cordialidad, la belleza, el encanto... ese arte exquisito de hacerle gustar a
l otro sus aspiraciones profundas; de hacerle descubrir el gozo de la virtud; de entusiasmarlo co
n la posibilidad de levantar vuelo hacia el Reino del bien.
La forma con que expondré este asunto: ¿es ágil?, ¿entretenida?, ¿despierta interés?, ¿tocará al
corazón de mis oyentes?, ¿es demasiado monótona, seca, fría cerebral?, ¿qué prejuicios tienen
mis oyentes sobre el tema?, ¿qué sienten?, ¿qué sentimientos debo estimular para que este asu
nto les llegue?
Estas preguntas nos recordarán que "no sólo de ideas vive el hombre". En cuanto a la forma de
lograrlo, como veremos, los recursos oratorios son abundantes.
Se ha escrito acerca de san Juan Crisóstomo que, cuando predicaba, el auditorio lloraba, aplau
día, gesticulaba, agitaba pañuelos... Evidentemente no tenían tiempo de aburrirse: ¡vibraban co
n las palabras del llamado: "boca de oro".
Un estudioso de san Agustín (F. Van der Meer) se anima a sostener: Su predicación no sólo era
enseñanza del pueblo, sino literalmente regocijo del pueblo. Él alegraba al pueblo por lo que de
cía y por el modo como lo decía.
Una vez más, el padre queriendo llegar a sus hijos: la madre que alimenta y cuida a sus hijos (
1 Tes 2, 7).
Desde la directora de un colegio que propone a los padres renovar los pizarrones, hasta un polít
ico en cierre de campaña..., cuantos hablan al público buscan influir sobre la voluntad de los oy
entes para que actúen de una determinada manera. ¿Podrá escapar de esta regla la predicació
n?
San Agustín señala al orador la obligación de hacerse oír, pero no sólo hacerse oír con la intelig
encia, sino también hacerse obedecer, lograr que lo sigan... Platón declara que el efecto propio
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de la elocuencia es "arrancar al oyente de sí mismo y de su estado precedente"; y el verbo "flect
ere" —aplicado a la oratoria como hace Cicerón— significa "ablandar" (a alguien): "mover", "di
rigir, "hacer cambiar de dirección".
La finalidad última de toda predicación es despertar el "sí" del hombre al llamado de Dios. El h
ombre quisiera ser bueno, pero tiene una voluntad enferma, un corazón, frecuentemente adher
ido a las atracciones inmediatas, seducido por falsos valores. Es preciso curarlo; ayudarlo a ap
artarse del mal y hacer el bien: invitarlo y casi forzarlo a ese cambio.
Conmover: apunta al sentimiento, a la emoción. Nos conmovernos, cuando algo nos toca
el corazón.
Persuadir: apunta a la voluntad. La persuasión busca que la persona actúe de
determinada manera.
La persuasión reclama la fuerza de las ideas (argumentación) y la fuerza de la emoción. No ba
sta con llegar a la cabeza, necesitamos alcanzar el corazón.
Somos una gota de razón en un océano de emoción ha sentenciado William James. Esto suena
bastante coherente, si pensamos que Dios se definió a sí mismo como "amor" (1 Jn 4, 16).
Por eso las redes de Dios no están tejidas con filigranas y sutilezas intelectuales, sino con ama
bilidad, simpatía, cordialidad, bondad, amor y ternura.
De san Francisco de Sales se ha dicho que, cuando hablaba, "se lanzaba sobre la presa". ¡Qué i
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magen para señalar la manera como este gran predicador "arrebataba las almas".
Es cierto que la emoción no tiene valor duradero, cuando no se fundamenta en una convicción
proporcionada. Nada se seca tan rápidamente como las lágrimas, ha dicho Cicerón. No es el se
ntimentalismo dulzón de las telenovelas el que aquí propiciamos.
La emoción a la que nos referimos es el ardor, la viva impresión de que debe impregnar todo di
scurso. Es en ese estado de emotividad que se apodera de nosotros, cuando la convicción llena
nuestro espíritu; cuando tomamos conciencia de que eso que se nos presenta es para nosotros c
uestión de vida o muerte.
Para esto, es necesario escribir y hablar con el corazón. ¡Cuántas predicaciones sin calor, sin di
namismo, sin convicción, sin entusiasmo, sin vida!
Esto que digo y la forma en que lo digo ¿convence?, ¿llega al corazón?, ¿impacta?, ¿toca las fibr
as de todo el hombre'? ¿He puesto aquí mi propio entusiasmo, mi propia convicción, mi propia v
ida'?
Estas preguntas deben orientar la preocupación del predicador por persuadir y conmover. Una
vez más, debe aparecer el padre que, imperiosamente, necesita convencer a sus hijos: la madre
que alimenta y cuida a sus hijos (I Tes 2, 7).
No hay fuerza mayor que la fuerza de una ardiente convicción: Lo que han aprendido y recibid
o, oído y visto en mí, eso pongan en práctica (Flp 4, 9).
Cada orador —también cada persona— tiene su propio modo de expresar lo que quiere decir. S
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c llama "estilo". En él, interviene toda la persona, desde su físico hasta sus virtudes morales. P
or eso, se ha dicho que el estilo es el hombre.
Sobre esta materia prima, todo estilo oratorio ha de incluir algunas cualidades básicas. No son
arbitrarias. Surgen de la misma acción oratoria.
- Claro - Adaptado
Sencillo - Vigoroso
-Interesante
♦ Un estilo claro
Es, sin duda, la primera y fundamental cualidad de la expresión. Si el oyente no nos entiende,
¿para qué hablamos? El predicador debe esmerarse y trabajar duro en beneficio de la claridad.
Exige, ante, todo, claridad en las ideas, coherencia en el pensamiento. Las ideas imprecisas, va
gas, turbias; la niebla, cuando no la oscuridad total, ¿pueden producir una exposición clara, níti
da, diáfana'? ¿Lo puede lograr la improvisación? Si el predicador no sabe qué quiere decir, ¿cóm
o podrán los oyentes captar qué quiso decirles?
El predicador debe tener ideas claras, argumentar coherentemente y luego buscar las palabras
y oraciones precisas para formularlas. Un pensamiento claro unido al dominio del idioma forz
osamente conduce a una formulación clara.
Cuando el oyente no entiende; cuando tiene que esforzarse por comprender, se desconecta y no
sigue escuchando.
Se presupone que el predicador domina el idioma. ¿Es siempre así? No es demasiado exigirle q
ue domine el idioma que utiliza para celebrar la misa, rezar la Liturgia de las horas, comunica
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rse...
Vivimos una época en la que el lenguaje está sometido a duras pruebas: Por un lado, se tiende
a sustituirlo por la imagen (televisiva, periodística, cinematográfica), y por otro, la degeneració
n en el empobrecimiento de la corriente manera de expresarse indicaría que sólo la frivolidad, l
a chabacanería y la vulgaridad son aptas para establecer la comunicación.
El predicador no es un "literato". Pero necesita hacerse entender. "Dominio del idioma" signific
a poseer un adecuado dominio de la ortografía y la pronunciación; estar familiarizado con un a
mplio vocabulario; manejar correctamente la sintaxis.
Detengámonos aquí: con frecuencia, la sintaxis del predicador es una "guerra a la sintaxis": se
elige un sujeto y enseguida se lo abandona; se toma una idea y no se termina de explicar; a mit
ad de camino, se salta a otra, o bien, la oración principal queda sepultada en una avalancha de
oraciones secundarias, complementos, paréntesis, aclaraciones... Un discurso similar a una loc
omotora en una playa de maniobras, con marchas y contramarchas, ¿puede comunicar un men
saje claro, diáfano, entendible?
Una sólo idea central desarrollada en dos (por excepción, tres) aspectos principales ordenados
lógica o psicológicamente. Sin orden, sin una división apropiada, sin un esquema claro y trans
parente... la confusión está asegurada.
Seamos precavidos hasta la exageración. Los términos más elementales teológicos escapan a l
a comprensión del cristiano común. Sacramento, misterio, redención, salvación, sacrificio euca
rístico... son términos incomprensibles aun para muchos cristianos "cultos".
Más adelante, trataremos en detalle el problema del lenguaje. Constatemos la necesidad de ext
remar nuestro cuidado. ¿Qué le dice a los fieles la referencia a Puebla, al Vaticano II o a la Fa
miliaris Consortio? ¿Qué fuerza de autoridad tiene para el cristiano corriente la referencia a lo
s Santos Padres, a los Padres de la Iglesia?
Evitemos todo lo que podamos, y, cuando no haya alternativa, "introduzcamos" una frase expli
cativa, una flecha indicadora..., o la oscuridad será total.
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El sacerdote debe ser consciente de este riesgo, porque la formación filosófica y teológica absor
bida en los años de seminario la lleva consigo sin que se dé cuenta.
La repetición, que es un serio defecto en el lenguaje escrito, pasa a ser virtud necesaria en la p
redicación.
La atención auditiva es muy débil. Al oyente corriente no se le puede pedir ni demasiada atenc
ión, ni demasiado esfuerzo, ni demasiada rapidez. ¿Queremos que comprenda'? ¿ Queremos mo
ver su voluntad? Es necesario insistir, repetir.
No se trata de una repetición al pie de la letra, sino de repetir la misma idea desde otro ángulo
, con otras palabras, con otro ejemplo. Es una necesidad perentoria en el marco de la predicaci
ón, sobre todo de la predicación popular.
Napoleón —gran orador— decía que la repetición es el único principio serio de la retórica. Una
muno enseña con su peculiar estilo: A un auditorio no le caben, por lo general, más de tres o cu
atro ideas por hora, y el arte del orador consiste en darle cuatrocientas vueltas a cada una de el
las. Un buen orador es, ante todo y sobre todo, un parafraseador.
- La exactitud
Seamos exactos. Seamos precisos. La exactitud no sólo favorece la claridad, alimenta también
el interés y la persuasión.
Al explicar una doctrina, un dogma, una norma moral, un precepto eclesiástico; al citar un aut
or, una obra, una fecha... se deben utilizar los términos y datos precisos que permitan al audito
rio tener una idea exacta de lo que se dice, evitando toda posibilidad de confusión.
Entra aquí cuanto hemos dicho acerca de las ilustraciones. No deben faltar nunca.
Los recursos que aseguren la claridad... sobran. Sólo falta habituarse a practicarlos.
¿Podremos merecer, algún día, el elogio que a Bourdaloue8 tributó a su madre'? Hijo mío: ¿cóm
♦ Un estilo sencillo
El diccionario define "sencillo" como aquello que no tiene "complicación". Son sinónimos (= ide
as afines): simple, fácil, claro, comprensible, llano. Son antónimos: complicado, engorroso, deso
rdenado, difícil, pomposo, elevado, confuso.
Falta sencillez en la forma, sobre todo, por la falta de orden y el lenguaje adecuado.
a) El orden
Es necesario exponer un solo tema y hacerlo ordenadamente. Dividirlo en dos, a lo sumo, tres p
artes ordenadas lógica o psicológicamente. Ello se logra con un bosquejo, esquema o plan rigur
osamente preparado.
b) El lenguaje
El vocabulario eclesiástico está lejos del vocabulario corriente de la gente (a veces —para profu
ndizar la desgracia—, también el tono eclesiástico resulta reveo natural, declamatorio).
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Es un hecho: la cultura religiosa del gran público dista del lenguaje de las homilías. En consecu
encia, es necesario:
En síntesis: el ideal es proponer un tema sencillo, en un orden sencillo, con lenguaje sencillo.
Es preferible realizar este significativo esfuerzo en equipo, haciendo intervenir al consejo homi
lético.
No es superfluo recordar el lenguaje, el estilo oratorio de Jesús: las aves del cielo, la vid y los s
armientos, la sal, la luz, el rey, el administrador, la mujer que va a dar a luz, el amigo insisten
te...
♦ Un estilo interesante
En los medios de comunicación social, existe un decálogo cuyo primer mandamiento es: "no ab
urrir". ¡Hagámoslo nuestro!
Evitemos que el auditorio se duerma. Evitemos que se distraiga, que se fastidie, que se harte.
Evitemos que esté mirando el reloj o moviéndose incómodo en su asiento.
El ideal es una predicación deleitable; si no es posible, hagámosla atractiva; cuanto menos llev
adera.
No es tan difícil. Influye, en primer lugar, la personalidad del predicador: su simpatía, su cordi
alidad, su don de gentes, su afabilidad, su gracia, su porte, su actitud general. No hay recurso
oratorio que pueda sustituir una personalidad dura, severa, adusta, áspera, intolerante, insens
ible.
Emerson ha dicho lapidariamente: Cualquiera que sea el lenguaje que empleemos, nunca lograr
emos decir otra cosa más que lo que somos.
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Sobre esta base:
Recordemos que los recursos que ayudan a la claridad, aseguran también el interés, la atracció
n, la amenidad, el encanto del discurso: las imágenes, las comparaciones, los ejemplos concreto
s, las citas, los refranes y proverbios, las anécdotas.
Recurramos a las anécdotas. Las anécdotas personales son siempre atractivas. Hay que emple
arlas con mesura, sin caer en vanidades personales o infantilismos. Siempre han de ser creíble
s.
Las referencias bibliográficas surten especial efecto. A todos nos interesa saber qué han hecho
o dicho los demás: los grandes y pequeños protagonistas de la historia. (Diríamos que, en el fon
do, todos somos un poco chismosos.)
Introduzcamos alguna broma o frase chispeante. Esto es válido, si uno tiene esa habilidad, y la
circunstancia es oportuna. La risa y la sonrisa son contagiosas y relajantes.
Presentemos los aspectos novedosos, poco conocidos del tema. ¿Cómo mantener la atención y d
espertar el interés repitiendo el mismo "rollo" de siempre? ¡Arriba la inventiva! ¡Viva la revolu
ción de la creatividad!
Conectemos el tema con los intereses, las preocupaciones, la vida del oyente. ¿Saben qué es lo
más importante para cada uno de nosotros? ¡nosotros mismos! Al hombre medio le preocupa m
ás el desperfecto de su auto que el terremoto de Armenia; le molesta más que ese domingo lo de
jen sin fútbol que la deuda externa; prefiere que le digan algo agradable de su traje o su peinad
o que oír alabar los premios Nobel de este año.
Evitemos las predicaciones etéreas. Evitemos la predicaciones académicas. Evitemos las dispu
tas entre escuelas. Conectémonos con los intereses, las preocupaciones, la vida del oyente.
♦ Un estilo adaptado
¡Cuántas predicaciones desacertadas por no tener en cuenta la capacidad e intereses del audito
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rio; por no acertar en la elección del tema o su enfoque, por no tener en cuenta las circunstanci
as: lugar, horario, número de asistentes, sonorización, el clima de la sala...!
Ya hemos rozado el tema en varios lugares. Agreguemos que el estilo de una homilía exequial e
n nada se asemeja a un sermón de bodas; y el tono de la homilía de Pascua debiera ser sustanc
ialmente diferente del tono explicativo, que habitualmente adorna las homilías dominicales.
La adaptación reclama tener en cuenta las reglas del arte oratorio y extremar los cuidados par
a lograr una predicación clara, sencilla, interesante, convincente. Lograrlo no es un misterio ni
un imposible: basta "pagar el precio".
Los niños, adolescentes y jóvenes demandan particular cuidado. Es, sin duda, la predicación m
ás difícil. El peligro de que una predicación inadaptada les aburra es enorme. El riesgo de que s
e resistan a reincidir en una experiencia poco gratificante es real.
El ámbito rural —y en general los auditorios populares-tiene sus propias exigencias. El oyente
campesino es el menos sensible a la elocuencia pura, el más alejado de la abstracción; tiene un
gran sentido de lo concreto. Hay que partir de su campo, sus viñedos, sus animales..., en una p
alabra, de su mundo, y extraer de allí las comparaciones y ejemplos. El predicador nunca pecar
á por demasiado sencillo, concreto y práctico.
Una pequeña sala (con 15/20 personas) es muy disímil de un teatro (con 200 oyentes). Un lugar
abierto —una plaza, una esquina— es distinto de cualquier lugar cerrado. El templo no tiene
parangón con ningún otro lugar: es el único lugar sagrado por naturaleza.
Hay ambientes acogedores y otros que no lo son: por la disposición del espacio, la ambientación
ornamental, la luz, los colores, la ventilación, el clima, el silencio y la buena sonoridad
Detengámonos en el templo:
Nos comunicamos por los cinco sentidos. Todos los factores ambientales pueden mejorar o emp
eorar la comunicación.
♦ Un estilo vigoroso
Hay un arte de convencer, como hay un arte de enseñar y un arte de agradar. Todo ello se apoy
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a en los datos de las ciencias auxiliares: pedagogía, psicología, sociología... como oportunamente
lo señaló la Optatam Totius (20).
Además, tengamos en cuenta lo siguiente: Todo lo que ayuda a la claridad y al interés represen
tan un canal, un puente hacia el convencimiento y la persuasión.
Con esta respuesta íntima, el oyente se atrinchera y combate contra el orador. ¿Será fácil de con
vencer a un auditorio que siente así?
* Expliquemos, no impongamos. No nos gusta que nos impongan opiniones, aunque sean verda
deras. Aceptarnos más fácil la verdad, si creemos haberla descubierto por cuenta propia. En ge
neral, cuanto más culto es un auditorio, mayores explicaciones y argumentos racionales exige.
En cambio, los auditorios sencillos, poco habituados al pensamiento abstracto, a "perseguir ide
as", reclaman el método inductivo, ejemplos concretos, muchas imágenes, comparaciones, afir
maciones precisas.
* Usemos el nosotros. Incluyámonos en la situación que criticamos o que proponemos como idea
l: "Nosotros los argentinos...", "Nosotros los cristianos...".
En general, este lenguaje no cae bien. Es muy difícil que el orador peque por humilde; cualquie
r descuido, en cambio, puede dar la impresión de soberbia.
* No lesionemos el orgullo, los sentimientos del oyente. Lo hacemos cuando demostramos superi
oridad o nos referimos, con menosprecio, desconsideración o simplemente, ligereza, a cuestione
s que afectan los sentimientos del prójimo.
A un provinciano no le cae bien que se critique, sin más, a los "cabecita negra"; a un uruguayo l
e disgustaría que se considere a su país como "una provincia" argentina; a un judío le ofende la
expresión "qué queres con ese judío"; a un simpatizante de fútbol le afecta que se condene como
violentos a todos los que concurren a la cancha...
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¡Cuidado! Nada más fácil que rozar que los sentimientos. Estos son casi infinitos: patrióticos, r
eligiosos, localistas, profesionales, grupales, etc.
Para lograr una predicación persuasiva, no bastan las afirmaciones gratuitas, no bastan las ex
plicaciones académicas. Se necesita convencer la razón, despertar el sentido de necesidad, reda
rgüir la conciencia moral, conmover los sentimientos.
¡Cuánta pobreza argumental aqueja a más de una predicación! ¡Cuántas predicaciones quedan
reducidas a una lista de afirmaciones y referencias escuálidas, que, en absoluto, pueden impre
sionar la inteligencia y conmover el corazón!
Su fuerza persuasiva es grande, si las autoridades citadas son conocidas y apreciadas por el au
ditorio. El cristiano corriente queda inmutable por la referencia a los Santos Padres, pero ¿qui
én no admira a san Francisco de Asís y a la Madre Teresa? El Cura Brochero no le dice nada al
"porteño", pero ¡cuánta fuerza conserva su imagen en la región donde actuó! Elijamos con cuid
ado. Preguntémonos: Esta persona que pienso citar, ¿es conocida por el auditorio? ¿Es respetad
a? ¿es apreciada? ¿Tiene verdadera autoridad respecto del tema'?
* No abusar del principio de la acumulación. A veces, no serán suficientes una o dos referencia
s para lograr el resultado apetecido. Ciertos temas o ciertas ocasiones se prestan a acumular ci
tas, ya sea de personas o de datos.
¿Dónde estaba el protestantismo, señores diputados, cuando, en el año 895, se fundaba la Univ
ersidad de Oxford? ¿Dónde estaba cuando fundaron las universidades de Cambridge, en el año
915; la de Padua, en 1179; la de Salamanca, en 1200; la de Viena, en 1237; la de Montpellier, e
n 1289; la de Coimbra, en 1290?
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Adviértase la precisión y exactitud de los datos. ¡Esto es una aplanadora!
Esto nos enseña que son desaconsejables las predicaciones puramente intelectuales, racionalist
as, cuando se dirigen al público en general (ése que componen la mayoría de nuestros auditorio
s).
Cuando nuestra finalidad sea impresionar, conmover, persuadir es más importante acentuar l
as emociones que hacer reflexionar. Los sentimientos son más influyentes que las frías ideas
La emoción puede mover al auditorio, aunque no la acompañe una idea; es casi imposible que l
a idea mueva al auditorio, si no la acompaña un poco de emoción.
* Ningún recurso puede reemplazar nuestra propia vehemencia. El poder que tiene es increíble,
sobre todo con un auditorio poco intelectual.
Si él cree algo con suficiente vehemencia y lo dice con suficiente vehemencia, conseguirá que ot
ros tengan la misma certeza.
Hicimos de la predicación un "freezer", cuando ella es, por naturaleza, una hoguera.
No importa que a la predicación le falte pulimento, si tiene vigor; le falte arte, si tiene vida.
Exagerando, diría que le puede faltar casi todo, con tal que tenga lo que Fray Luis de Granada
llama "divino ardor". Éste exclama, arguye, ruega, reprende, espanta, se pasma, se admira, y s
e transforma en todos los afectos y figuras del decir.
Entre todas las cualidades importantes, esta actitud del alma es la primordial. ¿Cómo se pued
e llamar? ¿Vigor? ¿Entusiasmo? ¿Vehemencia? ¿Pasión? ¿Ardor? ¿Vida? ¡Es todo eso junto! Es l
a conmoción del alma enamorada de Cristo que siente la imperiosa necesidad de comunicar su
hallazgo: ¡Hemos encontrado al Mesías! (in 1, 41).
¿Es necesario recordar que para esto no hay recetas? Aquí terminan todos los recursos oratorio
s. Nada ni nadie puede reemplazar nuestro amor a Cristo.
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Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? (Jn 21, 15). Ésta es, sin duda, la más acuciante i
nterpelación del evangelio.
Entre las dificultades que atenazan a la predicación y la tornan dificilísima (PO4), el lenguaje
—vehículo obligado de la comunicación— ocupa un lugar prioritario.
El lenguaje religioso, desde el lenguaje teológico hasta el lenguaje litúrgico, padece una crisis de
significación; tanto el lenguaje conservador articulado desde la filosofía grecolatina y en las int
erpretaciones escolásticas, como un cierto lenguaje racional y sofisticado, incluso un lenguaje li
berador que ha perdido mordiente histórico, porque hablando de muchas cosas que son verdad
no responde a tantos interrogantes cotidianos de los asuntos de la gente de hoy (Ignacio Madera
Vargas, 2001, citado por Teófilo Cabestrero en ¿Se entienden nuestras homilías?, CPL).
Esa crisis afecta a todas las acciones pastorales del anuncio y del cultivo de la fe cristiana. Joa
n Llopis, del Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona, lo ha expresado así: Uno de los proble
mas más graves que se plantea hoy a la pastoral de la Iglesia es encontrar el lenguaje adecuado
para una transmisión creíble del mensaje evangélico. Las. formas tradicionales, a menudo, se
muestran insignificantes, es decir; incapaces de significar eficazmente el sentido y el contenido
de la fe cristiana. Pero todavía no hemos sabido utilizar con acierto unas nuevas expresiones m
ás adaptadas a la mentalidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo9.
La ciencia de la información o informática nos señala la especial importancia que tiene para la
comunicación el código de señales o canal a través del cual el mensaje pasa del emisor (predica
dor) al receptor (oyente). Surge, así, el problema del lenguaje: sin lenguaje común no es posible
la comunicación.
Dice Juan Pablo II: Un problema próximo al anterior es el del lenguaje. Todos saben la candent
e actualidad de este tema. (...) ésta (la catequesis) tiene el deber imperioso de encontrar el lengu
aje apropiado a los niños y a los jóvenes de nuestro tiempo en general, y a otras muchas categorí
as de personas: lenguaje de los estudiantes, de los intelectuales, de los hombres de ciencia; lengu
aje de los analfabetos o de las personas de cultura primitiva; lenguaje de los minusválidos, etc.
San Agustín se encontró ya con este problema y contribuyó a resolverlo para su época con su fa
mosa obra: De Catechizcuidis rudibus. Tanto en catequesis como en teología, el tema del lengua
je es, sin duda alguna, primordial (CT 59).
El lenguaje hablado no está compuesto de palabras congeladas. Es todo el hombre el que habla.
En su voz y en su tono, en su mirada y sus gestos, captamos y sentimos el gozo o el dolor con q
ue se expresa; el amor, la tristeza, la ironía o el odio (y hasta la verdad o la mentira) con que vi
ve lo que dice.
Por eso, escuchamos también con los ojos. Ver la mímica del rostro y la mirada de quien habla (
su rostro hablante) completa la audición de su voz, permite captar los sentimientos que quiere
transmitirnos. La comunicación es más expresiva y eficaz, si quien habla y quienes escuchan se
miran. Estudios recientes informan de que los sentimientos y las convicciones se comunican e
n un 55% por la expresión del rostro; el 38% a través del tono de voz; y apenas un 7% mediante
las palabras. El predicador ha de esmerarse en cuidar su imagen visual, y en especial, su cara
hablante. ¡Escuchamos también con los ojos!
Pero, en definitiva, el que predica, habla. ¿Qué debemos tener en cuenta para hallar las formas
verbales más adecuadas y eficaces para expresar lo que queremos expresar'?
Ni siquiera, en la vida de todos los días, sirve hablar por hablar; echar mano de cierta palabrerí
a superficial, hablar mucho sin comunicarnos nada.
Las palabras "son lo que son", pero hay diferentes usos de las palabras al hablar. Unos son per
sonales y comunicativos, otros más impersonales e incomunicativos. No es suficiente que el pre
dicador hable ante su auditorio; para cumplir su misión, debe entrar "en comunión" con su aud
itorio. Para ello, necesita comunicar algo de su propio ser, de su experiencia, de su vida: Lo que
existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos
contemplado y lo que hemos tocado con nuestras ruanos acerca de la Palabra de Vida, es lo gire
En este sentido, al predicador lo acecha un serio peligro: encubrir su falta de testimonio person
al bajo la máscara de su papel de predicador, teólogo o especialista. Este riesgo lo impulsa a su
s estudios. Ha estudiado una teología que, por estar muy separada de la espiritualidad, se ha c
errado en un mundo de conceptos: La teología, en vez de transmitir experiencias, enseña concept
os (...). Sustituye los sentimientos originarios de la vivencia religiosa mediante teorías intelectua
les, sobre las supuestas consecuencias de tales vivencias. Y así, reduciéndolo todo a argumentos
de tipo racional, no abre camino al origen fontanal de la religión, sino que lo bloquea (E. Drewe
rmann, citado por Luis Maldonado, en La homilía, Madrid, Paulinas).
Tantos y tantos sacerdotes, formados de esta manera, ¿encontrarán razonable reconocer que qu
izás han pasado muchos años de su vida hablando de cosas que nunca han experimentado ni vi
vido, pero sí han estudiado, explicado y demostrado a otros?
Además, su principal fuente ha de ser la teología bíblica que brinda un lenguaje concreto, exper
iencia! y simbólico.
Antes de ser palabra expresada, la idea es palabra pensada (= palabra interior). El lenguaje no
comienza en el momento en que buscamos las palabras para expresarnos, sino cuando la ment
e concibe la idea, pensada y sentida interiormente, y le da forma lingüística para comunicarla v
erbalmente.
Este proceso es tan natural, que ni siquiera lo advertimos. La crisis del lenguaje religioso no se
limita a la formulación verbal del mensaje, comienza en la concepción misma de ese mensaje,
en la interpretación, el sentido, la originalidad, la actualización que el predicador haga de la P
alabra de Dios que quiere comunicar. Librada así misma —y sobre todo librada a la improvisac
ión— esa concepción, esa palabra interior se expresará en el lenguaje teológico y espiritual que
el predicador guarda en su inconsciente. Lenguaje válido para él, pero inadecuado para cl profa
no.
Para superar este inconveniente, hay que ponerse al alcance del Espíritu dedicándose responsa
blemente a preparar la homilía. Desde la escucha de la Palabra de Dios, la lectura orante y el d
iálogo con el Señor; dejándose interpelar por ella y comprometiéndose, no intelectual sino vital
mente, con el mensaje que va a transmitir.
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Sólo así logrará que sus palabras no sean simples expresiones intelectuales, sino la manifestaci
ón inequívoca de una experiencia de fe, de un compromiso personal con cl mensaje ofrecido.
Le servirá de gran ayuda contar con subsidios bíblicos que ofrezcan una lectura actualizada de
las escrituras, y particularmente, de los textos que se leen en la liturgia. También será muy útil
el diálogo fraterno en el seno del consejo homilético.
Las cualidades básicas del estilo —claro, sencillo, interesante, adaptado, vigoroso— nos ubican,
de lleno, en el ámbito del lenguaje verbal significativo. Hay que practicarlas sin concesiones.
♦ El lenguaje técnico
La filosofía y la teología poseen —como toda ciencia— su vocabulario propio, sus tecnicismos. E
stos términos, fórmulas y expresiones son familiares y naturales al predicador que las viene co
nsumiendo desde su época de estudiante.
Pero ¿qué le pueden decir a ese auditorio sencillo, común y corriente, que constituye la inmensa
mayoría de nuestros fieles? No nos engañemos: tampoco a los auditorios cultos, a menos que n
os conste que esa cultura se extiende, también, a los temas religiosos.
Las encuestas conocidas prueban que gran cantidad de términos que el predicador usa como pa
rte de su vocabulario corriente, son ininteligibles para el cristiano medio: Justificación, gracia
santificante, cuerpo místico, transustanciación, especies sacramentales, piedra angular, víctim
a propiciatoria, catecúmeno, padres de la Iglesia, Paráclito, Verbo de Dios... La lista podría ser i
nterminable: historia de salvación, la Antigua (Nueva) Alianza, sacrificio eucarístico, Pentecost
és, vocación profética...
Tomemos conciencia: ¡El pueblo no nos entiende! Por eso, debe interesarnos saber qué opinan d
e nuestras homilías quienes las escuchan. Es muy saludable averiguar cómo entienden ellos lo
que les decirnos, qué les interesa, qué les queda y para qué les sirve. ¡Importante aporte del con
sejo homilético!
Sin embargo, el cristianismo implica una serie de conceptos que no se pueden alterar: creación,
redención, gracia, sacramento, pecado, Iglesia, liturgia... No sugerimos prescindir de ellos, sin
o esclarecer permanentemente su significado, no dar por conocido lo que no lo es, introducir a l
os creyentes en la comprensión de esos términos, traducirlos, aclararlos...
Es necesario descongelar todos los tecnicismos y tantas frases hechas, corrientes y familiares p
ara los eclesiásticos, pero que a los fieles les resultan incomprensibles.
♦ El lenguaje abstracto
Junto al lenguaje técnico y específico, se ubica el lenguaje abstracto. Todos somos hijos y deudo
res de nuestra formación. La formación filosófico-teológica, asimilada en los años de seminario
, habitúa al sacerdote a moverse en el mundo de la abstracción.
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Pero el hombre corriente —destinatario de la predicación—vive "en otro mundo": el mundo de l
o particular y concreto. Este hombre se pierde entre conceptos abstractos y generales; todos los
días se relaciona con cosas y realidades concretas y específicas: trata con la esposa, los hijos, lo
s vecinos, los compañeros de trabajo y no con "el hombre" y mucho menos con "la humanidad".
El hombre corriente no está habituado al razonamiento deductivo; no le resulta fácil sacar conc
lusiones (bajar de lo general a lo particular), sobre todo, en el orden moral y espiritual, donde e
l hombre viejo no quiere ser perturbado. No basta con decirle: "Hay que ser caritativo"; "es nec
esario orar más"; "debemos ser más austeros"... esas generalidades no surten efecto, si no le mo
stramos cómo, en su vida cotidiana, ha de practicar la caridad, la oración, la austeridad... ¡y pa
ra qué le sirve obrar así!
Redil, rebaño, oveja, pastores... no son términos que rozan la sensibilidad del hombre moderno.
Tampoco está familiarizado con reinos y reyes, ni comprende por qué un Señor Cardenal es un
"Príncipe de la Iglesia".
Los salmos —con su inmensa riqueza espiritual— no son un género fácil para la mentalidad m
oderna. Muchos símbolos y recursos literarios de la Biblia —sobre todo del Antiguo Testament
o— resultan infantiles o demasiado primitivos, para el hombre evolucionado de hoy.
No podemos reimprimir la Biblia con un estilo moderno. Pero tampoco podemos repetir textual
mente muchos términos y expresiones sin acompañarlos de un serio esfuerzo de reinterpretaci
ón para el hombre actual. Traducir, adaptar, explicar, incluso hasta la exageración, es la fórm
ula para evitar que la Palabra de Dios caiga en el ridículo y pueda ser para todos, una palabra
viva y eficaz (Heb 4, 12).
Cielo, infierno, pecado, amor... no son términos ni conceptos caducos. Pero han sido de tal man
era secularizados y manoseados por la publicidad, el cine y las telenovelas, que suelen tener pa
ra el oyente un sentido distinto del que nosotros le damos.
El tratamiento de "amadísimos" y/o "amados hermanos", hoy suena ficticio. Empleemos expresi
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ones afectuosas (como habitualmente hacía san Juan Crisóstomo), cuando verdaderamente las
sintamos, y no como una simple muletilla.
♦ El lenguaje gastado
Hay un lenguaje que el cristiano adulto viene escuchando desde su infancia. Algo similar a lo q
ue nos ha ocurrido a todos con la narración de la Revolución de mayo de 1810.
Este sufrido cristiano está agotado: él y el lenguaje que escucha. "El gozo pascual"; "el espíritu
de penitencia de la cuaresma"; "el fuego del Espíritu Santo"; "la preparación del Adviento; "la a
legría por la festividad de la Inmaculada Concepción". ¡Frases hechas! ¡Lugares comunes! Que
dejan impasible, en primer lugar, al mismo que las pronuncia.
Con cristiana resignación, nuestro oyente ha escuchado, una y otra vez, a través de los años, ca
si los mismos comentarios sobre el hijo pródigo, el buen samaritano o las vírgenes imprudentes
... ¡Qué crisis de originalidad! ¡Qué falta de imaginación! ¡Qué pereza mental!
Mucha gente tiende a vivir cada día más desconectada y alejada de los lenguajes religiosos, ecle
siásticos, clericales o piadosos, que pueden estar ahora sentenciando a muerte a la homilía.
Las homilías necesitan de gran cuidado, reflexión y estudio, oración y tiempo de trabajo creativ
o. Si no ponemos un notable empeño en usar, en la homilía, lenguajes eficazmente comunicativ
os de la novedad de Jesús en su Evangelio, de sus valores y esperanzas de vida, yendo en forma
certera y sugerente de las lecturas bíblicas a la vida actual de la gente, el fracaso puede estar
bastante asegurado.
Debernos adaptar nuestros conocimientos y nuestro lenguaje lo mejor que podamos a los lengu
ajes en que se expresan y escuchan habitualmente las personas de la asamblea.
Será conveniente preguntarse uno al preparar la homilía cómo podrán entender mejor esas pers
onas el mensaje fundamental y oportuno de los textos del día; qué pistas a su alcance puedo sug
erirles; qué ideas, sentimientos y palabras o expresiones técnicas o conceptos deberé evitar o exp
licar; porque les van a resultar extraños y oscuros, y cómo puedo formular mi lenguaje con expr
esiones claras e imágenes y hechos o conclusiones e interpelaciones que sean sugerentes para qu
e accedan a ellos a la escucha del Dios que se nos da diciéndose... (T. Cabestrero, ¿Se entiende
n nuestras homilías?, CPL).
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♦ Un lenguaje "informativo"
¿Quién duda de que el hombre actual está sumergido en la información? El núcleo de la informa
ción es la novedad. ¿A quién le interesa una noticia ya conocida? Precisamente, la información
es la parte de la noticia que transmite algo nuevo, novedoso, desconocido.
Toda noticia consta de elementos conocidos (reciben el nombre de redundancia), y de algún ele
mento desconocido, novedoso (el cual constituye la información en sentido estricto).
Más de 27 millones de personas .sufren esclavitud en el mundo (Familia Cristiana, marzo 200
7).
Ambos elementos son necesarios: sin elementos conocidos (27 millones, personas, esclavitud...)
no habría inteligibilidad, no se comprendería la noticia, todo sería extraño, desconocido. Pero, si
n la novedad, desaparece la noticia propiamente dicha, y, por lo tanto, el interés, la atracción, l
a curiosidad.
En esta era "informática", la Buena Noticia que debemos anunciar (Cfr. Mc 16, 15) ha de ser "i
nformativa". La predicación no puede ser la rutinaria repetición de verdades sabidas y archisa
bidas: Debe decir algo nuevo, debe ser información atrapante, consoladora, estimulante.
La buena nueva evangélica nos llega a través de palabras, fórmulas, expresiones... conocidas y
archiconocidas desde antiguo. El creyente adulto las ha oído infinidad de veces: las da por sup
uestas, por sobreentendidas; frecuentemente las considera no sólo antiguas, sino también anti
cuadas, algo que ocurrió en otro tiempo.
¿La parábola del buen samaritano? "El mismo disco de otras veces".
¿La parábola del sembrador? "A ver si este cura le inventa algún otro surco".
La repetición rutinaria de los textos deja impasible a nuestros oyentes (¿sólo a nuestros oyente
s? Nosotros mismos, ¿cómo nos sentimos?).
Esta capacidad no se improvisa. Más aún: es de temer que no aparezca nunca. El condicionami
ento de los estudios eclesiásticos; los años de seminario escuchando, más o menos lo mismo; el
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poco tiempo dedicado a la reflexión y la oración, la ausencia de una sólida formación bíblica y0
hermenéutica; la rutina contraída, quizá, desde los años de seminario; los inevitables desalient
os... son obstáculos que sólo se pueden vencer, si existe la convicción de que es de vida o muert
e hacer de nuestra predicación otra cosa.
Más que rutinarias explicaciones, los fieles necesitan descubrir, en la Palabra de Dios, nuevas
aplicaciones que le den actualidad, atractivo, utilidad...
Cristo previó que no sería suficiente una verdad para siempre. Basta con releer los textos que
hablan del Espíritu Santo: todos ofrecen alguna novedad, hacen referencia al redescubrimiento
de la verdad: Cuando venga el Espíritu de la verdad, él los introducirá en toda la verdad (...) y
les anunciará lo que irá sucediendo (Jn 16, 13).
Es necesario superar la monotonía, la rutina y la ley del menor esfuerzo. Adquirir una gran se
nsibilidad para detectar lo nuevo de la situación. Partir siempre de la problemática real del ho
mbre de hoy; de la vida inmediata de los oyentes. Hay que auscultar los signos de los tiempos.
Tener en cuenta los acontecimientos actuales, frescos, inmediatos que afectan a nuestros oyent
es.
¡Cuántas veces los judíos piadosos de la época de Cristo habrían oído predicar del amor al próji
mo, de la justicia y de la misericordia de Dios! Cristo renueva, en el oyente embotado, aturdido
por la monótona repetición de la enseñanza rabínica, la capacidad de plantearse nuevos probl
emas, nuevas perspectivas, nuevas consecuencias de esas verdades eternas.
La parábola de los obreros de la viña (Cfr. Mt 20, 1-6) presenta una imagen totalmente extraña
de la justicia divina.
La parábola del buen samaritano (Cfr. Lc 10, 25- 37) propone una imagen de fraternidad impe
nsable para aquellos judíos.
La parábola del fariseo y el publicano (Cfr. Lc 18, 1014) produce una imagen insólita de la mis
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ericordia de Dios Lo mismo ha de hacer el predicador: redescubrir, dentro de los textos tan con
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ocidos y repetidos, el aspecto, la consecuencia, la implicancia nueva, actual, interesante, llamat
iva, sorprendente para que la Palabra de Dios siga siendo viva y eficaz.
Una predicación arqueológica, academicista, atemporal, no sirve para actualizar el misterio ele
Cristo en el aquí y ahora de la comunidad… aplicándolo a la vida concreta (DP 930).
Esto que voy a decir ¿se conecta con la vida de la gente?, ¿ilumina sus problemas, inquietudes
e intereses?, ¿resulta actual, interesante, novedoso?, ¿ o, por el contrario, presenta la palabra d
e Dios "distante", "anticuada", "libresca"?
"Tu Palabra, Señor, es la verdad y la luz de mis ojos". Sólo falta que la palabra del predicador s
intonice con la Palabra de Dios y la psicología del hombre moderno.
♦ Un lenguaje vivo
Sinónimo de "vivo" es "animado, palpitante, ardiente...". ¡Cuántas veces a una página del evan
gelio, de un profeta o de Pablo llena de vitalidad, de realismo, de experiencia humana, le sigue
una homilía congelada, cerebral, aséptica... ¡muerta!
Una religión que no sirve para la vida no es una religión, sentenció Ghandi. El predicador ha d
e esforzarse para que su mensaje interese vitalmente, para que el auditorio lo siga con interés,
con la clara convicción de que merece la pena escucharlo, recordarlo, vivirlo.
El comentario meramente explicativo o histórico; todo lo que no tenga un significado vital para
la persona... se perderá. El lenguaje vivo toca los sentimientos, los deseos, los intereses, las pr
eocupaciones de las personas, llega al corazón. El desafío es serio: la Palabra de Dios ha de "inf
ormar" la vida de los fieles en su estado real y cotidiano.
Para que este lenguaje vivo sea posible —para que no sea una máscara—, ha de nacer en el cor
azón del predicador (Cfr. Flp 1, 7), él ha de estar vitalmente interesado en sus fieles, conocer lo
s gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres ele nuestro tiempo (GS 1).
Debe conocer, "en vivo y en directo", las circunstancias y condiciones de vida de los fieles de su
comunidad, comprender su forma de pensar, familiarizarse con las situaciones diarias que afro
ntan las personas de su parroquia. El buen pastor conoce a sus ovejas (Jn 10, 14).
Sólo así podrá superar el academicismo y conectar la Palabra de Dios con los problemas, necesi
dades y expectativas de su auditorio, sólo así podrá presentar, en la homilía, los elementos que
hagan vibrar de inmediato los corazones de su audiencia.
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Cada día, pierden vigencia los lenguajes puramente doctrinales y moralizantes, desencarnados
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, atemporales, espiritualistas o clericalmente piadosos.
Una predicación pacífica, tranquilizadora, académica, etérea, que no roza ni sacude a nadie, no
puede conducir a la conversión, al cambio de vida, al compromiso con el Evangelio.. Ciertamen
te no fue así el lenguaje de los profetas, y en buena medida, tampoco el de Jesús.
No se trata de confrontar con los fieles, criticarlos, acusarlos, condenarlos... Se trata de supera
r un lenguaje inofensivo, insípido, insignificante. ¡Hablamos para que pase algo! La tarea del p
redicador es despertar de su letargo la conciencia adormecida y mostrar, en Cristo, al Dios, rico
en misericordia, fuente de paz para la conciencia atribulada.
Un lenguaje vivo replantea lo conocido, provoca preguntas y ayuda a buscar respuestas, suscit
a extrañezas, exhorta a la acción y a las opciones.
En esta línea, se inscribe el lenguaje interpelante. Interpelar quiere decir "apelar al diálogo";
implica retar, cuestionar, poner al otro en el brete de tener que tomar una decisión, de optar, d
e comprometerse. ¡Qué lejos estamos aquí de la pulcra, aséptica y neutral explicación!
Situados en esta perspectiva, es necesario recordar que sólo el Espíritu Santo puede conmover
los corazones, porque él probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia y cuál e
s el juicio (Jn 16, 8).
¿Qué puede hacer el predicador además de rezar y hacer rezar por la eficacia pastoral de sus p
alabras? Si el predicador está constantemente atento a su comunidad y al hoy que su comunida
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d y él mismo viven día a día; si es el primer oyente de la Palabra de Dios que predica..., pronto3
adquirirá la capacidad de discernir qué aspectos de esa realidad cotidiana quedan interpelados
por las lecturas del día (una gran ayuda será, sin duda, el consejo homilético).
¿No es el método de santo Tomás presentado en la Summa? A la tesis propuesta le opone una c
lara antítesis Es decir: a su afirmación inicial le opone una dificultad (o varias), que suele extr
aer de otros pensadores o intuye en sus posibles interlocutores: "parece que no..." (videtur quod
non). Termina demostrando su tesis, su afirmación inicial: "pero, por el contrario..." (sed contr
a).
Una homilía podría plantearse así: Jesús nos ordena que amemos a nuestros enemigos. Pero ¿s
e puede amar por decreto? ¿Quién está dispuesto a amar a sus enemigos?
Mezclar sabiamente afirmaciones y dudas asegura la vivacidad del lenguaje y mantiene activa
la mente del oyente.
Se nos va a imponer la ceniza. ¿No será una cosa pasada de moda? Y el ayuno y la
abstinencia ¿no les suena a formalidades sin sentido?
Conviene advertirlo: con mucha frecuencia, la palabra del predicador oscurece, desdibuja, le qu
ita fuerza a la Palabra de Dios proclamada. Hay que imitar a Jesucristo, maestro en el arte de
suscitar interés, cuestionar y enfrentar al oyente con su realidad más honda. ¡Es posible: con só
lo pagar el precio!
♦ Un lenguaje emotivo
¿Será exagerado afirmar que nuestros sentimientos religiosos son demasiado fríos? En consecue
ncia (y por cuanto venimos señalando), el lenguaje de nuestra predicación suele ser frío, cerebr
al, académico.
Se afirma de José Martí, prócer de la independencia cubana, que, cuando hablaba de la patria,
hasta los niños lloraban. Otro tanto se dice de san Ignacio de Loyola: predicaba con tal unción
y emoción, que aun los que no entendían su idioma se sentían conmovidos hasta las lágrimas po
r su solo tono de voz. (Quien esto escribe tuvo una experiencia similar escuchando la homilía d
e un sacerdote japonés... aunque, obviamente, no entendía nada.)
No hay fuerza mayor que la fuerza de una ardiente convicción que testifique. Hemos hablado d
e ello en otros lugares de este trabajo.
¡Cuánta emoción y sentimiento legítimo aflora en la Biblia, en la vida de Jesús, en las cartas de
Pablo, de san Juan! El sentido de justicia y de lealtad; la aversión a la traición, la compasión, l
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a simpatía hacia las causas nobles y las buenas acciones, la vergüenza y el sentimiento de culp
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a; la necesidad de ser amado y reconocido, la gratitud, el sufrimiento ante la adversidad, la ale
gría por el éxito, la indignación frente a los abusos... son sentimientos básicos de todo ser huma
no.
Sin descartar los aportes de la psicología, no olvidemos que de todos los medios, el más poderos
o es la pasión sincera del mismo predicador.
Aunque Adolfo Hitler distaba mucho de ser profeta de Dios, no cabe duda de que conocía los se
cretos del discurso persuasivo. Conviene tener en cuenta sus palabras: Sólo un torbellino de pa
sión ardiente puede cambiar los destinos de un pueblo: pero sólo aquél que abriga la pasión en su
propio pecho puede despertarla en los demás (Mi lucha, p. 137).
No es una dificultad menor el que no sintamos las "mirabilia Dei" tan intensamente como debi
éramos. El fervor genuino no se produce a voluntad; tenemos que cultivar nuestra sensibilidad
religiosa. Hay que percibir la carga emotiva que contiene la Palabra de Dios y dejarse llevar po
r su influencia. No se trata de perseguir un vano sentimentalismo, sino de dejarse impactar e
mocionalmente por lo que nos revela la Palabra de Dios.
Una vez más, dependemos del Espíritu Santo, de la oración, de la intensidad de nuestra vida es
piritual... y no de nuestra biblioteca o subsidios.
Para terminar, recordemos que el recurso a las emociones es un medio para estimular la volun
tad hacia el bien. Se trata de que el oyente se entusiasme con la verdad, con el ideal propuesto,
se enamore de Jesucristo y se decida a vivir más plenamente el Evangelio.
En consecuencia, toda apelación a las emociones debe ser seguida por una propuesta concreta,
por la aplicación práctica de la Palabra divina comentada.
♦ Un lenguaje "interrogativo"
Para conseguir este objetivo, no se puede olvidar la función de los silencios en el lenguaje habl
ado. Hay un mínimo de silencios (= pausas) para que las palabras y las preguntas calen en el o
yente.
Pronunciar un discurso es algo más que decir palabras; y mucho más que una cataratas de pal
abras. El lenguaje oportuno y comunicativo siempre tiene sus pausas de silencio sabiamente a
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dministradas. Los silencios son la respiración del lenguaje vivo. 5
Estos silencios/pausas son fundamentales también para lograr una lectura comunicativa. Dato
a tener en cuenta tanto en el desarrollo de la liturgia de la palabra cuanto en la liturgia eucarí
stica.
No basta con hablar ante un auditorio; hay que comunicarse con el oyente. Sin comunicación, e
l discurso está muerto. La comunicación empieza antes que el orador comience a hablar.
Si lo asalta un cierto nerviosismo, recuerde a Bryan: Es necesario estar convencido de que sabe
mos algo que la gente imprescindiblemente quiere conocer. Y sobre todo, jamás descuide el cons
ejo de san Agustín: Al acercarse la hora de hablar, antes de dar la palabra a la propia lengua, e
leve su alma sedienta de hacer brotar lo que él mismo ha bebido y derramar aquello de lo que é
l está lleno (Doc. Chr, libro IV, I 5).
Como ya dijimos, "escuchamos también con los ojos". Aun antes de empezar a hablar, el orador
es visto; y es visto durante toda su actuación. ¿Cómo descuidar el lenguaje no verbal? La actit
ud general, el semblante, la mirada, los gestos, las posturas... todo influye en el resultado final.
* La actitud general
La actitud oratoria exige, en primer lugar, serenidad, dominio de sí, seguridad. La seguridad p
ropia de quien conoce su oficio. Esta seguridad no ha de confundirse con la arrogancia, la indife
rencia y la falsa solemnidad. Por el contrario, el orador ha de revelar cordialidad, interés y mu
cha simpatía.
Presentarse adecuadamente vestido; acorde con el medio social en que se habla. Sin
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notas chocantes. Cuidar el traje, los zapatos, el cabello, las uñas... 6
Antes de comenzar a hablar, miremos a los oyentes a los ojos. Miremos a la mayor cantidad po
sible. Si el auditorio es muy grande, miremos a las primeras filas, al medio y al final; así todos
se sentirán tenidos en cuenta. La mirada no debe ser vaga ni dormida, sino directa y viva.
Los especialistas otorgan a esta mirada inicial mucha importancia. Es razonable: a través de la
mirada, comunicamos nuestra simpatía, nuestras intenciones, nuestra alma. Conocemos el est
ado de ánimo de nuestros semejantes con sólo mirarles el rostro: sereno, alegre, preocupado, se
rio, expresivo, abúlico, intransigente, dolorido...
La preocupación de mirar a la mayor cantidad posible de oyentes debe mantenerse durante tod
o el discurso. Es un gran fastidio atender a un orador que habla para las tres primeras filas o p
ara el grupo de la derecha, sin interesarse en el resto del auditorio. Si es imposible abarcar al c
onjunto del auditorio, la mirada debe dirigirse al centro del salón y girar paulatinamente de de
recha a izquierda. De esta manera, produciremos la sensación de estar mirando a todos.
El rostro del orador debe acompañar sus palabras, sus ideas, sus sentimientos. ¿No ocurre así,
naturalmente, en toda conversación interesante, apasionada? Más que recurrir a reglas, dejem
os que "el corazón encienda el rostro".
Hay predicadores que, en lugar de caras, ostentan caretas. Rostros impasibles (= incapaz de pa
decer o impresionarse).
Los gestos son los movimientos del rostro. Han de surgir espontáneamente del juego del corazó
n, evitando las muecas y exageraciones propias, quizás, de una obra de teatro.
Sonriamos siempre que sea oportuno: estimula la amistad y el cariño del público. Cuando llegu
e la ocasión, habrá que saber mostrar un rostro de firmeza, de intransigencia, de gravedad, de
dolor, de tristeza.
El rostro es la parte del orador más expuesta a la vista de los oyentes, y sobre la cual ellos tien
en puesto los ojos constantemente. Su influencia sobre el ánimo del auditorio es significativa.
* Los ademanes
Reservamos este vocablo para los movimientos de los brazos y las manos.
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Los brazos y manos no deben apoyarse sobre las caderas, ni aferrarse a las solapas del saco, ni
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colocarse entrecruzados delante del pecho o sobre el vientre, ni tampoco en los bolsillos.
Así actuamos en nuestras diarias conversaciones: ¿quién se acuerda de sus manos? Sin embarg
o, las usamos naturalmente. Los ademanes tienen en oratoria la misma importancia que en la
conversación: acompañan el pensamiento y tratan de hacerlo comprender mejor.
Los tratadistas enaltecen tanto la importancia del gesto, que apabullan al aprendiz de orador.
Usemos el sentido común: el oyente fija su atención en el rostro del que habla y trata de atende
r a lo que dice. Las manos pasan, generalmente, inadvertidas, como un elemento más, natural
mente entroncado en la acción oratoria.
Sin embargo, no debemos inmovilizadas, a fin de no molestar... Dejemos las manos libres —por
lo menos una— para que entren en acción —naturalmente—, cuando sintamos la necesidad d
e expresarnos también con las manos. Soltemos los brazos, que pendan a los costados o tengam
os las manos levemente tornadas por detrás. En el caso del ambón, apoyemos los antebrazos, e
n él, sin aferrarnos a éste ni jugar con las cintitas del Leccionario.
Los ademanes son parte de la personalidad de cada uno; son tan propiamente nuestros como el
aliento. Cobran valor a medida que brotan espontáneamente del temperamento del orador, de
su entusiasmo, de su personalidad, del carácter del tema, del clima que crea el auditorio... Lo i
mportante es ser natural, no actuar. Evitemos los gestos bruscos, descomedidos o demasiados
nerviosos: el nerviosismo es muy contagioso.
La persona absorta en lo que dice, ansiosa por comunicar a otras sus ideas a tal punto de olvid
arse de sí misma, obrará, por lo menos, con corrección en lo que respecta a sus ademanes.
Para optar, debemos tener en cuenta el lugar y número de oyentes, el tema, el tipo de reunión..
. no es lo mismo hablar a 15 o 20 personas en un pequeño salón que a 100 o más fieles en un a
mplio templo.
En cualquier caso, la posición de pie favorece el natural dominio que el orador debe ejercer sob
re el auditorio. Por eso, no es lo mejor hablar sentado siempre que busquemos influir sobre el a
uditorio, sobre todo si es razonablemente numeroso. Parado o sentado, el orador debe ser visto
con nitidez desde todos los ángulos del local.
Al subir o bajar del estrado, el orador debe marchar con naturalidad y elegancia, a paso norma
l, sin correr ni retrasar la marcha.
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Hay otros detalles:
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- Si habla sentado
Tener el cuerpo erguido, no volcado sobre la mesa. No esconderse. Hay oradores que parecen d
esaparecer detrás de la mesa. No cruzar ni estirar las piernas. Mesurar los gestos reduciéndolo
s a ademanes del antebrazo y las manos. No taparse la boca. Es un grave tic nervioso apoyar la
barbilla en el hueco de las manos.
- Si se habla de pie
2- El orador es escuchado
* La voz
El orador habla, ¿pero es realmente escuchado? ¿Se entiende bien lo que dice? ¿Pronuncia las p
alabras correctamente? ¿Habla demasiado rápido? ¿Es monótono? ¿Destaca las palabras o idea
s importantes? ¿Emplea con acierto las pausas? ¿Tiene una voz agradable o, al menos, no parti
cularmente desagradable?
Las palabras son lo que son. Pero el sabor con que las decimos depende de ciertos factores que
es necesario tener en cuenta, si no queremos arriesgar el fracaso. ¡No importa tanto qué decirn
os, cuanto cómo lo decimos!
En este "cómo", tiene su particular importancia la voz del orador, su manera de hablar. Los co
mponentes básicos de la voz —tono y timbre— vienen con la naturaleza. Pero la manera de hab
lar (= de emplear la voz) es fruto del ambiente, la costumbre, la personalidad y la personal pre
ocupación por educar la voz.
Quintiliano, en su célebre Instituciones oratorias, exigía una voz expedita, llena, suave, flexi
ble, sana, dulce, amable, clara, limpia, penetrante y que dure en los oídos (libro IX, c. III).
Seamos simples: la voz funcional para la predicación es la voz clara, amplia, nítida (bien articu
lada), expresiva, modulada, vital.
No hace falta una buena voz para ser santo. Pero es necesario educar la voz para asegurar la
máxima competencia en el apostolado de la palabra hablada, en el cumplimiento del primer de
ber: La predicación.
Siempre es posible mejorar los defectos de la voz con la ayuda de los especialistas. Obviamente
, siempre es posible educarla: lo hacen —por rigurosa necesidad profesional— los cantores, act
ores y locutores. ¿Cómo es posible que no lo haga el heraldo, apóstol y maestro? Si el seminario,
la casa de formación no afronta este desafío, el predicador deberá hacerlo por propia iniciativa.
Mientras tanto, tener en cuenta lo siguiente:
Hay un punto de partida absolutamente indispensable: cuando el orador habla, es básico que s
e oiga bien lo que dice, desde cualquier punto de la concurrencia y sin especial esfuerzo. De lo c
ontrario, el oyente pronto dejará de prestar atención. Esto depende de quién habla: pronunciaci
ón, intensidad de la voz, velocidad, ritmo... pero también de la calidad del equipo de sonido y de
l buen uso del micrófono. Que se oiga bien y con agrado depende, así mismo, del ambiente: acog
edor, templado, silencioso, ordenado...
El "oír bien" al orador se completa con el "verlo bien". ¡Escuchamos, también, con los ojos!
* La articulación
No es suficiente que se nos oiga; es necesario que se entiendan bien las palabras (como paso pr
evio a entender las ideas).
Hay personas que hablan atropelladamente o con exagerada lentitud; comiéndose las consonan
tes o juntando las vocales; con la boca cerrada o hablando para sí...
PRO - NUN - CIE - MOS y AR - TI -CU - LE - MOS las palabras exagerando el movimiento de
los labios. Al principio, además de parecernos ridículo, nos dolerán los músculos que constituyen
el labio inferior y superior. Con el ejercicio, adquirirán elasticidad y se hará hábito la correcta p
ronunciación y articulación. ¡Más trabajo para el taller y la labor en equipo!
* La velocidad
Es imposible fijar por reloj el ritmo de la pronunciación. Pero el sentido común señala que el au
ditorio debe entender lo que se expresa. Esto es prácticamente imposible, si el orador no cuida
su propia velocidad natural.
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Aunque la rapidez depende, en buena medida, de la personalidad del orador, de sus ideas y em
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ociones, hay detalles básicos que conviene observar:
Seamos más lentos en los pasajes complejos, abstractos, que exigen razonamiento, y más rápido
s, cuando contamos tina anécdota, por ejemplo. Recalquemos, por la inflexión o la intensidad d
e la voz, las palabras o expresiones que deseamos subrayar. Esto es muy propio de la oratoria.
Cuidemos la pronunciación de los nombres plurales para que la "S" final suene nítida.
No terminemos las oraciones en un decreciendo que torne las últimas palabras ininteligibles. E
l ejercicio de la lectura en voz alta nos habituará también a tomar el aire necesario para cada p
eríodo y a gastarlo gradualmente. Debemos aprender a respirar con corrección: hábito que, en g
eneral, no tenemos.
* La intensidad
No se debe vociferar nunca y, de ordinario, tampoco gritar, salvo en el caso en que el pensamie
nto expuesto lo exija. La intensidad de la voz no sólo depende de la amplitud del salón: está lig
ada también a la vehemencia del pensamiento. El ideal es siempre el equilibrio.
No comenzar jamás un discurso con gritos; hablar en un tono más bien bajo (es un truco oratori
o para obligar al auditorio a concentrar su atención) e ir levantándolo progresivamente.
* La variedad.
El tono de la voz, en la conversación, recorre toda la escala desde la nota más alta hasta la más
grave. ¿Alguien nos enseñó eso? ¡No! Lo hacemos desde niños espontánea y naturalmente. Sin e
mbargo, muchos predicadores, frente al auditorio, hablan con una voz monótona, apagada, insí
pida.
Hay que huir, a cualquier costo, de la monotonía. Con relación a la elocución (= el arte de expre
sarse), nada atrapa tanto al oyente como la variedad en los tonos, en el registro de la voz, en el
ritmo, en la elección de frases: largas, cortas, rápidas, lentas, una pregunta, una exclamación,
un estallido de voz, una risa, una lamentación...
El más modesto de los predicadores ha de conocer el valor de las inflexiones de la voz y de los si
lencios.
* Inflexiones de la voz
Se trata de destacar las palabras importantes pronunciándolas de una manera "especial": leva
ntando o bajando repentinamente el tono de voz (también pronunciándolas más rápida o lentam
ente).
Sin inflexiones en la voz, un sermón es una película en blanco y negro. Con ellas, el mismo sermó
n se vuelve tecnicolor (Joao Mohana, Cómo ser un buen predicador, Ed. Lumen).
Un ejemplo bastante usado en cursos de dramaturgia nos señala la importancia de las inflexio
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nes de la voz y nos muestra cómo, sin cambiar ninguna palabra, usando sólo los tonos de la voz
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humana, cambiamos el sentido de lo que queremos decir.
Si dijéramos así:
Si decimos:
Si decimos.
Si decimos:
Si decimos:
El principio de la inflexión de la voz —resaltar las palabras con valor— es de vital importancia
también en la proclamación de la Palabra de Dios. Toda buena homilía comienza por una impe
cable proclamación de la Palabra de Dios, de la que es el apéndice.
Observando el habitual descuido con que se proclaman las lecturas es forzoso pensar que, para
muchos predicadores, lo importante es su palabra, y la de Dios puede ser despachada de cualq
uier manera.
* Pausas y silencios
En íntima relación con las inflexiones de la voz y la velocidad, están las pausas. En un escrito,
se identifican por los signos de puntuación; en el discurso oral, por la duración relativa del sile
ncio.
Nunca debe descuidarse cuando se pasa de un punto a otro. Por ejemplo: Al terminar la introd
ucción y comenzar con el primer punto del desarrollo. De gran efecto es la pausa previa a la co
nclusión.
* El micrófono
¿Saben cuál es la peor homilía? La que no se oye (Valga esta reflexión para tantas proclamacion
es de nuestras liturgias).
Poseer un buen equipo sonoro debe ser una prioridad pastoral. Es obvio que el micrófono expul
sa lo que el predicador le inyecta. De nada sirve un excelente micrófono delante de un mal voce
ador.
Hay predicadores que tienen del micrófono una idea mágica: creen que es él y no el propio predi
cador el que produce la fuerza, la nitidez, la variedad de tonos, el colorido, la emoción de la voz.
..
No basta con ponerse delante del micrófono. Hay que aprender a usarlo. Esto consiste, básicam
ente, en manejar la distancia entre la boca y el micrófono y la altura, tratándose del micrófono
de pie.
Siempre existe una distancia óptima entre la boca y el micrófono, propia de cada uno. Hay que
descubrirla. Esto depende tanto de la voz como del micrófono. Con todo, nunca se debe hablar a
menos de diez centímetros de él. Si los labios se acercan demasiado, se producirá un zumbido q
ue dificultará la comprensión; y si se grita como si el micrófono no existiera, el efecto será ensor
decedor. Se debe emplear el tono medio que usamos para la conversación con un amigo que ten
emos adelante.
Si se trata de un micrófono de pie, que es el más inadecuado para la predicación, hay que ubica
rlo a la altura de la boca. Nunca está de más probar el micrófono antes de la predicación
y adaptar el volumen y el tono, en caso de ser graduales. Puede ocurrir que el micrófono funcio
ne mal, desde el comienzo o en
medio de la predicación. En tal caso, hay que prescindir de él. Es preferible que, con un poco de
esfuerzo, escuchen algunos, y no que con mucho ruido no escuche nadie.
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IV.- LA HOMILÍA 4
I.- ¿De qué se trata?
Sabemos que, dentro del amplio campo de la pastoral profética, de la Iglesia, hay tres géneros d
e predicación —evangelización, catequesis y homilía— que forman idealmente un proceso unit
ario y sucesivo.
Etimológicamente, "homilía" viene del griego "omileo, omilein": conversar, tener una
charla familiar.
Su base son las lecturas bíblicas, proclamadas en la celebración; como meta, la invitación persu
asiva a traducir lo escuchado a la vida. Es, fundamentalmente, una exhortación, aunque la rea
lidad reclama también otros servicios.
Pero, en la práctica, ese proceso difícilmente se verifica. Sobre todo en estos tiempos marcados
por el secularismo, el materialismo, la indiferencia religiosa. Tiempos claramente de no cristia
ndad.
Los que escuchan la homilía son, habitualmente, bautizados, pero ¿,son creyentes? ¿Están evan
gelizados? Varios de los que acuden a bodas, primeras comuniones, confirmaciones y exequias
han de considerarse "neopaganos" por su alejamiento de la fe. Surge así la dimensión "evangeli
zadora" de la homilía, remarcada por Pablo VI (EN 43).
Todo esto adquiere mayor urgencia, si consideramos que, para la mayoría de los cristianos, la ú
nica forma de acceso a la educación en su fe es la celebración del domingo y, dentro de ella, la e
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scucha de la Palabra y la homilía.
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¡Cuánto se espera de esos difíciles 10-15 minutos dominicales! El predicador, lejos de desanima
rse, ha de obrar con realismo y sentido común. El soberano de la oratoria es el auditorio, y una
dimensión esencial de la homilía es estar al servicio del hoy de la comunidad. La evangelización
pierde mucho de .su fuerza y de su eficacia, si no toma en consideración al pueblo concreto al q
ue se dirige, si no utiliza su lengua, sus signos y símbolos, si no responde ca las cuestiones que p
lantea, .si no llega a su vida concreta. (EN 63).
En el marco de la triple dirección que caracteriza a la homilía, ella puede asumir cualquiera de
las formas señaladas para la predicación en general. La prudencia pastoral asentada en el con
ocimiento que el predicador ha de tener de su comunidad le indicarán las opciones más conveni
entes. Es una urgente prioridad del predicador estar insertado en la realidad de su pueblo.
A la hora de darle forma a la homilía, conviene tener en cuenta otras posibilidades, además de l
as ya tratadas.
La mayoría de nuestros oyentes son personas sencillas, simples. Cuanto hagamos por simplific
ar, concentrar y hacer inteligible el mensaje... será siempre poco.
- Homilía sentencia
Pero también es posible tomar únicamente un solo versículo y poner toda la fuerza del discurso
en él.
Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fine
encontrado (v. 24). Aquí se pone de relieve la actitud del padre.
Hay otra frase fuerte en ese evangelio que pone de relieve la actitud del hijo arrepentido: Ahor
a mismo me levantaré e iré a la casa de mi padre (v. 18).
La homilía sentencia es recordada fácilmente, asegura la unidad, evita el "divague", que siemp
re acecha a una predicación temática, logra que el oyente retenga el texto bíblico, se adapta me
jor a los escasos minutos que debe tener la homilía y permite que el predicador, cada año, pued
a elegir un versículo distinto de un mismo texto, evitando las repeticiones, fáciles de cometer p
or quien habla con tanta frecuencia al mismo público.
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- Homilía litúrgica 6
Las fuentes principales de la predicación serán la Sagrada Escritura y la liturgia (SC 35, 2). Se
puede tomar un texto del Ordinario o del Propio de la Misa del día (OGMR 65).
Si el predicador elige uno solo de los textos litúrgicos, la homilía tomará una de las formas de p
redicación ya explicadas. Pero, si, por el contrario, trata los textos litúrgicos en su conjunto, ex
trayendo de ellos el pensamiento unitario que los ensalza y que esa liturgia quiere manifestar,
se obtendrá una homilía litúrgica.
Es una forma de homilía verdaderamente original: lleva a valorar y aprovechar textos que, de
ordinario, ni siquiera se los escucha, y permite realizar con mayor eficacia la tarea mistagógica
de la homilía.
La Escritura y la liturgia no son un mero pretexto para hablar, sino el texto portador de la pre
sencia de Cristo que debe ser escudriñado con amor y veneración; no son un simple punto de p
artida inicial o algo así como un "enganche", sino un punto de partida permanente, una referen
cia constante. Como san Agustín ha de decir: Lo que os sirvo a vosotros no es mío. De lo que com
éis, de eso como yo; de lo que vivís, de eso vivo yo. En el cielo, tenemos nuestra común despensa:
de allí procede la Palabra de Dios (Sermón 95, 1).
El que realiza la homilía ejerce un papel magistral que no está por encima de la Palabra de Dio
s, sino a su servicio. La escucha devotamente, la custodia celosamente, la explica fielmente, po
r mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo (Cfr. DV 10). No se apoya en algún text
o previo al de la Palabra de Dios que pudiera ser más determinante que ella (trozos literarios d
e tipo profano, lectura de diarios...). Escruta a fondo los signos de los tiempos y los interpreta "
a la luz del Evangelio" (Cfr. GS 4). Es, pues, una ley fundamental de la predicación homilética
su fidelidad a la Palabra de Dios. Nos enseña a pensar según las categorías de la Escritura pro
puesta y celebrada en y por la iglesia, a hablar y vivir según el Evangelio.
Toda homilía presupone la siguiente convicción de fe: Cristo está presente en su palabra, pues c
uando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él que habla (SC 7). Sin ella la homilía es un
discurso humano en el que uno se predica a sí mismo.
En la homilía, es Dios quien, con su Palabra, interpela, cuestiona y orienta la reflexión. Se ace
ntúa la iniciativa divina. Todo arranca de la Escritura insertada en el conjunto de la celebració
n litúrgica, más que de "autores sagrados o profanos, antiguos o modernos" (Cfr. Instrucción Lit
urgiae insteurationes, 2 a). Otras formas de predicación que se realizan fuera del marco litúrgic
o, si bien están inspiradas en la Escritura, no tienen idéntica preocupación por su texto explícit
o.
Todo esto afecta muy seriamente al predicador en su relación con la Palabra que ha de predica
r. Si no se decide a dar prioridad al "primum officium" de su ministerio (PO 4), no es de extrañ
ar que no encuentre tiempo para su preparación y él mismo se sienta incapaz o insatisfecho de
su propia producción.
Ante todo, debe conocer mejor la Biblia. No la conocemos bastante. No suelen ser suficientes lo
s estudios que hicimos en nuestros tiempos de formación. Tenemos que echar mano de coment
arios serios que nos vayan presentando los libros bíblicos que recorremos a lo largo del año: los
sapienciales, los históricos, los proféticos, las cartas y los evangelios.
Deberíamos sentirnos discípulos y estudiosos permanentes de la Biblia. Por eso, todos los clérig
os, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la p
alabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse predicadores vacíos de
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la Palabra... y han de comunicar a sus fieles, sobre todo en los actos litúrgicos, las riquezas de l
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a Palabra de Dios (DV 25).
No basta con que piense en el "cómo" predicar: antes debe asegurarse de "qué" tiene que predic
ar, porque no depende de él, sino de la Palabra de Dios, y corre el peligro, si es superficial en su
plateo, de traicionar o empobrecer, de alguna manera, el mensaje de Dios.
El que realiza la homilía debe tener plena conciencia de que está, ante todo, "al servicio de la P
alabra". Tiene que permitir que "hable la Palabra", que es la que posee fuerza en sí misma (Cfr
. Is 55, 10-11). Tiene que sentir y mostrar que su homilía y sus explicaciones no son tan import
antes como la Palabra misma. No somos dueños de la Palabra, sino sus servidores.
B.- Al servicio del pueblo de Dios en su vida concreta
Otra dimensión esencial de la homilía es la vida concreta de la comunidad. No es suficiente exp
licar, con mayor o menor acierto pedagógico, lo que ha dicho la lectura; es fundamental que los
presentes la apliquen a sus vidas, o sea que la palabra resuene con toda su fuerza iluminadora
en sus opciones.
Éste es el aspecto profético de la homilía: expresar lo que nos dice hoy la palabra, cómo se cump
le hoy, cómo se aplica hoy a nuestra vida.
La predicación sacerdotal..., para que mejor mueva a las almas de los oyentes no debe exponer l
a Palabra de Dios sólo de modo general y abstracto, sino también aplicar a las circunstancias c
oncretas de la vida la verdad perenne del Evangelio (PO 4). Hay que predicar "la fe que ha de se
r creída y ha de ser aplicada a la vida" (LG 25). La homilía, pues, "es necesaria para alimentar
la vida cristiana..., teniendo siempre presente..., las particulares necesidades de los oyentes" (O
GMR 65). El que ejerce el magisterio homilético "debe conocer bien la mentalidad, las costumbr
es, las situaciones, los peligros, los prejuicios de las personas y de las categorías a las que predic
a y adaptar continuamente la firma de su enseñanza a sus capacidades, a su índole, sus necesid
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ades..." (DPME 59).
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La toma de conciencia del mensaje cristiano se hace profundizando cada vez más en la compren
sión auténtica de la verdad revelada. Pero esa toma progresiva de conciencia crece al ritmo de l
as emergencias humanas individuales y colectivas (Medellín 8. 2. 5).
La fidelidad a la Palabra es dinámica. Por eso la predicación homilética es una explicación viva
de la Palabra de Dios (OLM 24), una invitación constante a practicar las exigencias de la vida
cristiana (OLM 41), en la experiencia cotidiana, un esfuerzo por devolverle a la Escritura su ca
rácter de Palabra viviente y eficaz en el corazón de la comunidad y de la historia.
La homilía tiene una función misionera: va al encuentro de las dificultades del creyente en el
mundo, y a la vez, trata de descifrar, en los acontecimientos del mundo, la "historia santa ", el
plan de Dios. "Sin caer en confusiones o en identificaciones simplistas", debe tratar de manifes
tar "siempre la unidad profunda que existe entre el proyecto salvífico de Dios, realizado en Crist
o, y las aspiraciones del hombre; entre la historia de la salvación y la historia humana; entre la
Iglesia, Pueblo de Dios, y las comunidades temporales, entre la acción reveladora de Dios y la e
xperiencia del hombre; entre los dones y carismas sobrenaturales y los valores humanos (Medell
ín, 8. 2. 4).
Se trata de un trabajo nada fácil, de una hermenéutica que necesita de la ayuda del Espíritu, el
único capaz de conducir a la verdad plena, recordando lo dicho por Jesús (Cfr. Jn 14, 26 y 16, 1
3). Por un lado, acecha el peligro de la "dicotomía o dualismo" entre la Palabra revelada y la ex
periencia humana, y, por otro, está la amenaza de las "confusiones" o "identificaciones simplist
as" entre la acción divina y la acción humana. De hecho, es relativamente fácil caer en alguno
de estos dos defectos. De ahí algunas homilías que resultan piadosas consideraciones sin asider
o en la realidad concreta, sermones para ángeles; otras, en cambio, que divinizan la historia hu
mana sin reparar en ambigüedades, absolutizan ciertas opciones o se juegan a muerte por dete
rminadas líneas ideológicas.
Los libros de homilías (homiliarios) y los subsidios periódicos que, ciertamente pueden ayudar
a preparar la homilía no alcanzan a disipar estos riesgos y lograr una predicación encarnada.
No pueden atender a los acontecimientos que se suceden a diario, tanto en el orden civil como e
clesial.
Es conveniente tener presente lo que hemos dicho sobre la aplicación del mensaje, y, en partic
ular, sobre la colaboración del consejo homilético. Con gran realismo, el Concilio Vaticano II re
comienda a los presbíteros estén prontos a escuchar el parecer de los laicos, considerando con in
terés fraterno sus aspiraciones y alegrándose de su experiencia y competencia en los diversos ca
mpos de la actividad humana, de manera que puedan reconocer juntos los signos de los tiempos
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(PO 9). Los laicos han de ser, no pasivos ejecutores, sino activos colaboradores de los Pastores,
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a quienes aportan su experiencia cristiana, su competencia profesional y científica (DP 473). Si l
a homilía ha de reflejar las particulares necesidades de los oyentes y de la historia presente, no
podrá hacerse convenientemente sin algún tipo de participación de la comunidad cristiana o d
e alguno de sus miembros más representativos. Cuando existe un contacto personal frecuente c
on la comunidad y el mundo circundante, y el diálogo es franco y cordial, el aspecto misionero d
e la homilía se nutre espontáneamente. Sin embargo, no están de más algunas instituciones po
r las que toda la comunidad, movida y guiada por sus legítimos pastores, aparezca como sujeto
responsable en el mejoramiento del ministerio homilético.
- ¿Y la política?
El cristiano desarrolla su vida en una sociedad civil determinada. Está zambullido en lo social,
político y económico como el pez en el agua. ¿Puede la Iglesia, puede el predicador refugiarse e
n un discurso meramente escatológico?
No está de más recordar que el propio Episcopado suele afrontar este deber profético.
La homilía tiende, a partir de la Palabra proclamada en las lecturas del día, a introducir a los f
ieles en la celebración sacramental, donde se actualiza hoy y aquí la Palabra. La homilía se con
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vierte en "gozne" y punto de entronque que ayuda a todos a comprender la íntima unidad que s
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ostienen las dos partes de la celebración: la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística.
La tradición de la Iglesia nos ha llevado a una valoración casi exclusiva de la segunda parte, la
eucarística. El Concilio Vaticano II ha recuperado también el aprecio de la Palabra. Ya "el disc
urso del Pan de vida de Jesús", en Juan 6, pasaba dinámicamente del creer al comer y beber, y
en ambos, prometía la vida eterna.
El paso al sacramento que realiza la homilía suele resultar más fácil cuando se celebran otros s
acramentos: bodas, exequias, bautizos. En estas celebraciones, las lecturas bíblicas son elegida
s de acuerdo con el sacramento celebrado. La homilía puede pasar fácilmente, no sólo a la vida,
sino también al rito sacramental.
No ocurre así con la celebración eucarística cuyas lecturas, a lo largo del año, contienen toda la
selección del Leccionario. Sin embargo, la Eucaristía es una realidad muy compleja y rica teoló
gicamente. Con cuidado y creatividad, es posible asociarla a diversas actitudes que surgen de l
as lecturas: gratitud, alabanza, intersección, servicio, humildad, ofrenda, caridad, reconciliació
n... Aunque no se alcance el ideal, siempre es posible evitar el mal mayor; que la homilía se vue
lva una docta conferencia, una clase de exégesis, una instrucción piadosa, una exposición teoló
gica, un sermón moralizante... cuando su finalidad más radical es llevar a la experiencia de la
presencia del Señor, para gustar cuán suave es, conducir a la comunión con él estableciendo un
a relación de intimidad y afecto; suscitar en los corazones la acción de gracias por la salvación
presente y operante; introducir en una vivencia fuerte de comunidad, para beber un nuevo sen
tido de la fe, de la Iglesia y del mundo.
La homilía ha de ser breve. Más que como un límite hay que ver esta condición como un alicient
e para no sobrecargar la homilía de contenidos y de datos secundarios.
La primera razón para que en la misa la homilía sea breve es el equilibrio y el buen ritmo de la
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celebración. La misa no es la ocasión para juntar a los fieles y poder predicarles... Toda la cele
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bración es alimento de la fe: las lecturas (¿se las proclama adecuadamente?); las oraciones, en e
special, la Plegaria eucarística (¿se rezan o simplemente se leen?); los cantos, el testimonio de l
os ministros y servidores... La homilía —analizada en el conjunto de la celebración— es el mo
mento final de la Liturgia de la Palabra. Su importancia deriva de su fidelidad a esa Palabra,
no de su extensión.
Si se piensa en lo que hay antes y en lo que viene después de ella, se comprende que a la homilí
a le toque en suerte ser breve, a tal punto que lo que pase de 10 o 12 minutos ya asume la cate
goría de abuso (a lo sumo, nunca debiera exceder de 15 minutos). Es un disparate litúrgico dedi
car 20-25 minutos a la homilía y despachar apresuradamente el resto de una eucaristía domini
cal.
Esta sólida razón litúrgica se robustece con las leyes psicológicas de la atención. La capacidad
auditiva en la escucha directa del lenguaje verbal es muy limitada; y se reduce aún más, cuand
o hablamos velozmente, cuando las frases nucleares del mensaje se oyen una sola vez y cuando
queremos comunicar demasiados mensajes y contenidos.
Estudios realizados en Alemania aseguran que los primeros tres minutos tienen un alto grado
de atención; disminuye notablemente en los cuatro minutos siguientes, y es, prácticamente nul
a a partir de los 7/8 minutos (Aldazábal J., El ministerio de la Homilía, CPL, p. 202).
La regla de oro asegura que "menos es más"; más valen 10 minutos concentrados bien pensado
s y organizados, que 20-25 sobrecargados, desordenados e incoherentes.
El que no ha logrado decir algo sustancioso, claro y preciso en esos pocos minutos, no parece qu
e vaya a mejorar la cosa por mucho que siga hablando. El dicho clásico lo resumió bien: "esto b
revis et placebis", sé breve y agradarás.
Hay que cuidar la duración total de la homilía. Pero también la equilibrada proporción de sus
partes. Es un despropósito que la introducción dure más que la parte central, o que el final sea
tan largo como el contenido.
Aunque este tema no pertenece al terreno de las ciencias exactas, las proporciones de tiempo, p
ara una homilía de 15 minutos, debiera ser aproximadamente las siguientes:
1. Introducción: 2 minutos.
2. Contenido: 10 minutos.
3. Conclusión 3 minutos.
Es oportuno recordar la norma que da la Introducción al Leccionario (1981): Con esta explicaci
ón viva que es la homilía, la Palabra de Dios que se ha leído puede adquirir una mayor eficacia,
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a condición de que la homilía sea realmente fruto de la meditación, debidamente preparada, ni
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demasiado larga ni demasiado corta, y de que tenga en cuenta a todos los que están presentes, i
ncluso a los niños y a los menos formados (OLM 24).
El directorio para las misas con niños afirma: En todas las misas con niños, debe concederse gr
an importancia a la homilía, por la que se explica la Palabra de Dios (48).
La homilía es parte de la liturgia. Sobre todo, en el caso de los niños, es imprescindible asociarl
a al conjunto de toda la celebración eucarística. La homilía a los niños tiene el raro privilegio d
e poder arruinar todo lo demás, pero, a la vez, difícilmente pueda subsanar otros desaciertos. T
oda la misa debe "predicar" (= anunciar el amor de Dios) y ayudar a que los niños oren a ese Di
os en un clima festivo, fraterno y de auténtica participación. Es fundamental iniciarlos en la or
ación de súplica, acción de gracias, alabanza...
La homilía ha de evitar el riesgo de ser una enseñanza más, ha de evitar los conceptos abstract
os. Tampoco debe ser demasiado moralizante. Presentar el deber moral como un bien apetecibl
e es un arte que reclama gran cuidado.
El predicador ha de perseguir sin concesiones el objetivo propio de la homilía a los niños: comu
nicar con alegría fe, el amor de Jesús y a Jesús.
Los niños quieren estar alegres y no les gusta ponerse tristes. Quieren ser aplaudidos, reconoci
dos, y no les gusta ser obligados a hacer algo. No los vacunemos contra la misa: asisten a una c
elebración; aunque no se trate de una fiesta infantil, ha de ser vivida como celebración.
¿Qué forma puede tomar la homilía a los niños? La más apropiada es el cuento, la anécdota, un
hecho de experiencia de los niños. Desde allí, conectar con un determinado hecho/dicho de Jesú
s, y extraer una aplicación, práctica, de ser posible, deducida (= propuesta) por los propios chico
s. La aplicación práctica no hay que presentarla como algo conveniente, ventajoso, agradable.
El diálogo bien llevado, a partir de preguntas prolijamente preparadas, puede ser una buena fo
rma de repasar el evangelio y resaltar el hecho/dicho que se desea puntualizar. Mostrar el amo
r de Jesús y sacar la aplicación.
No se confunda esta propuesta con las preguntas improvisadas con que, muchas veces, se inici
a la homilía a los niños. No se trata de romper el hielo para luego despachar el discurso. Se trat
a de hacer participar a los niños a través de preguntas muy bien preparadas para que el hecho/
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dicho de Jesús impacte a los niños.
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Las preguntas no deben tomarlos por sorpresa. Antes de proclamar el evangelio, es convenient
e advertir a los niños que luego seguirán las preguntas.
Cuando el sacerdote o diácono no tenga carisma o una probada habilidad para predicar a los ni
ños, le será muy útil preparar la homilía con el aporte de los catequistas.
La atención de los niños decae más rápidamente que la de los adultos. La homilía ha de ser brev
e (5-7 minutos). Para hacer y decir algo en ese tiempo, es preciso una esmerada preparación.
Ya es corriente que, en nuestras comunidades, haya una misa de los niños. A ella acuden much
as adultos.
El predicador ha de predicar a los niños. Es "su misa". No es fácil —ni aconsejable— una homilí
a mixta, en el sentido de ser apta para niños y adultos a la vez. Si se dejara "huérfanos" a los ni
ños, además del aburrimiento durante la homilía, pueden desarrollar una aversión contra toda
predicación que será difícil erradicar posteriormente. De modo muy similar y agravada, la prob
lemática se repite con los adolescentes.
La proximidad entre los fieles y el que preside es especialmente deseable y eficaz en las misas
y homilías con niños y adolescentes, a los que la distancia afecta vivencialmente. La cercanía co
rporal les resulta natural y hasta imprescindible.
Es importante que el predicador y los catequistas estudien en detalle el Directorio para la Mis
a (Sagrada Congregación para el Culto). Conviene hacerlo con el Dossier N° 20 del Centro de P
astoral Litúrgica: Celebrar la Eucaristía con Niños. Muy prácticas también son las Orientacione
s para la celebración de Misas con niños, de Juan Carlos Pisano, San Pablo.
Un interrogante general puede ser éste: "¿qué significa crecer en el arte de predicar? ¿Cómo cre
zco yo en él?" Y una respuesta también general sería ésta: "significa hacerse consciente de las p
ropias posibilidades y, a la vez, examinar la manera de emplearlas más a fondo". Más concreta
mente: Mi capacidad expresiva, mis conocimientos teológicos y bíblicos, la adecuación de mi len
guaje, mi arte para contar historias, mi habilidad para manejar las fuentes, mi espiritualidad
de predicador... ¿se van potenciando cada vez más?
El predicar se convertirá en parte importante de mi vida, quizá la más gratificante. Para ello, e
s preciso no considerar esta tarea pastoral de una manera "funcional", como una actividad más
que es preciso liquidar expeditivamente para dedicarse a otras urgencias. Cuando alguien real
iza una actividad sin valorarla, sin amarla, se transforma en un cumplimiento externo que se s
oporta, y así la actividad pierde todo dinamismo y profundidad espiritual.
El ministerio de la Palabra es el "primum officium" del presbítero (PO 4). Para vivirlo con un g
ozo que contagie, el predicador ha de vivir la predicación como una altísima experiencia espirit
ual (Cfr. Víctor M. Fernández, Teología espiritual encarnada, San Pablo). Esta experiencia espi
ritual se origina en su intimidad con Dios y en la profunda convicción acerca de la propia misió
n, de su valor y eficacia, ya que el mismo Señor lo consideró digno de confianza al colocarlo en
el ministerio (1 Tim 1, 12).
2.- Evaluación en equipo
La evaluación en equipo la puede realizar el consejo ho-miletico que intervino en la preparació
n de la homilía, u otro grupo de personas a criterio del predicador.
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Es muy conveniente distinguir dos instancias de esta evaluación: la evaluación "íntima" de qui
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enes opinan; y el análisis "objetivo" de la homilía y del predicador.
a) Percepción íntima
Para opinar con seriedad, es necesario un cierto conocimiento del arte oratorio. Puede ayudar e
l siguiente cuestionario, forzosamente elemental, que el propio equipo homilético puede comple
tar:
La homilía
Por su parte, el predicador estará en una actitud abierta y receptiva para recoger las críticas q
ue se refieran más directamente a él. También él con humildad y comprensión lo examinará to
do y se quedará con la bueno (1 Tes 5, 21 ). Cuando hay madurez y buena voluntad, se superan
fraternalmente las posibles (¡y casi inevitables!) susceptibilidades. Lo importante es que todos
obren con "recta intención" convencidos de estar buscando la mayor gloria de Dios y el bien esp
iritual de los hermanos.
atrae la atención
despierta el interés
sacude, conmueve
crea una respuesta interior
estimula la participación
Preguntar es un arte de inmensa utilidad. No se improvisa. Hay que preparar cuidadosamente
las preguntas con relación al objetivo que nos proponemos alcanzar.
Tipo de preguntas
1.- + Imaginaria: No busca una respuesta directa, sino suscitar un interrogante interior.
Es un gran recurso oratorio y puede ser una excelente forma de comenzar el discurso.
+ Real: La que sí busca una respuesta directa. Se la suele emplear en la misa con niños, en reu
niones, en la predicación con grupos reducidos, cuando se quiere estimular la participación.
2.- + Información: Busca precisar los datos que aparecen en la narración: quién, qué, cómo, d
ónde, cuándo, con quién. Es una pregunta "fácil": los datos están en el texto. Es sencillo localiz
arlos.
+ Investigación: Sondea, profundiza el tema, recaba opinión: ¿Qué les parece? ¿A qué se debe
? ¿Por qué? ¿Ustedes qué proponen? Los datos no están en el texto. Es necesario pensar, analiz
ar, reflexionar...
+ Cerrada (limitada): Limita y precisa el contenido. ¿Qué le dijo Jesús a Zaqueo? Entre las sec
ciones Liturgia, Catequesis y Biblia ¿cuál desearía ver ampliada?
4.- + Impersonal (general): Se dirige a todo el grupo. No compromete a nadie. ¿Quién desea de
cir algo sobre esto?
+ Personal (directa): Se dirige a una persona determinada. Susana, ¿qué opina de esto? (Más
suave: Susana, creo que también usted tiene una opinión sobre esto. Nos gustaría escucharla).
(La pregunta directa, hábilmente empleada, puede cumplir una importante función estimulant
e).
5.- + De vuelta: Se devuelve la pregunta a quien nos preguntó, para obligarlo a pensar. ¿Ya u
sted qué le parece?
+ De reenvío: Se devuelve la pregunta al grupo, para hacerlo participar. ¿Quién ayuda a "Jua
n" a encontrar la respuesta? ¿Por qué no encontramos la solución entre todos?
(Por su facilidad, es una típica pregunta de "estímulo": hace participar sin gran compromiso).
A) En las reuniones: abuso de preguntas generales, olvidando las preguntas directas (personal
es) y las de estímulo (¡cuánto bien se puede hacer —con perseverancia— a través de estas preg
untas!) Poco o nulo empleo de las preguntas de vuelta y reenvío.
Es evidente que no fueron preparadas ni se persigue un objetivo. Se pregunta, más bien, para
hacer entretenida la predicación.
METODO SUGERIDO:
Conviene comenzar con una pregunta general (impersonal) para no "mandar a nadie al frente".
Dicha pregunta deberá ser de "información" y "cerrada" para que el grupo tome confianza, lue
go, con prudencia y preparación, pasar a las preguntas de "investigación" y "abiertas".
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Esto es particularmente importante con los niños y auditorios compuestos por gente sencilla. 9
- Fernández, Víctor M., El Evangelio de cada día. Comentario y Oración, San Pablo (Ciclo A-B-
C).
Gafo, Javier.
NOTA:
1. Alessandro Pronzato: dos importantes colecciones de homilías que abarcan los tres ciclos, edi
tadas por Ediciones Sígueme (España).
2. En las bibliotecas, se podrán consultar otros autores cuyas obras están agotadas.
3. Editorial San Pablo publica el subsidio Aportes para la celebración. Contiene la homilía dom
inical y el Guión para la Misa con las intervenciones del sacerdote y el guía. Se entrega como "
dossier" de la revista Vida Pastoral.
IV.- Salmos
Romero López, R., Canten al Señor un canto nuevo, (6 tomos), Ed. Verbo Divino.
V.- Santoral
VI.- Sacramentos
Homilías exequiales
Ilustraciones
b) Autores: Mamerto Menapache, J. Durán, René Trossero, Julio C. Labaké, Anthony de Melo,
Carlos Vallés, Alfonso Francia, Juan C. Pisano y otros.
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BIBLIOGRAFÍA GENERAL 1
CELAM, La homilía ¿Qué es? ¿Cómo se prepara? ¿Cómo se presenta? Bogotá, 1983.
Mohaana J., Cómo ser un buen predicador, Buenos Aires, Lumen, 1995.
Spang K., El arte del buen decir. Predicación y retórica, CPL, Barcelona, 2002.