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GUERRA A MUERTE

“La crueldad, como cualquier otro vicio, no requiere ningún motivo para ser
practicada, apenas oportunidad.”

Mary Ann Evans

Solo era cuestión de hacerse valer. Muertos contra vivos, y viceversa. Una vez
ejecutado el primer movimiento, en el cual los resucitados arrancaron a merendarse a
sus parientes, vecinos y amigos, no hubo otro remedio que replegarse, esconderse, y
huir como las ratas. Después del primer y violento envite, el enemigo reclutó más
muerte, creció en número, y multiplicó sus deletéreos efectivos hasta hacerse marabunta
de villas y urbes. Sin embargo, y para su desgracia, la ausencia de una conciencia
asociativa les impidió ser el temido azote del apocalipsis que todos temían al principio.

El gobierno, en éstas, ni estaba ni se le esperaba, completamente desbordado por


tan tremebundos acontecimientos. Y el ejército, sólo podía afanarse en dar cobertura a
edificios y estamentos gubernamentales, y a los cobardes que los habitaban esperando
parapetados tras sus subordinados. Mientras, una cohorte de científicos torturaba la
carne muerta sajando decenas de especímenes de toda clase y condición, tomados de
rehenes con la sana intención de exprimir su secreto.

La gente al fin comprendió que nadie los iba a salvar. Ni las bombas, ni las
oraciones.

La necesidad es la madre del ingenio, y la frase no encontró mejor ocasión para


hacerse valer. Estábamos rodeados de armas, de útiles y enseres perfectamente válidos
para hacerlos frente. Y un puñado de psicópatas con iniciativa, encontró divertido
aquello de tener libertad para tronzar a sus anchas a los otrora semejantes, ahora
insólitos enemigos. Con las fábricas cerradas indefinidamente, no había mucho más que
hacer salvo prepararse para la guerra zombi. Acopiar, recargar y afilar. Y luego
organizarse en patrullas urbanas, emisora en ristre, para peinar los barrios uno por uno.
Los bloques de edificios se hicieron castillos inexpugnables. Los balcones se
convirtieron en improvisadas almenas desde las cuales vertían agua hirviendo, lejía, o
cualquier cosa que abriese sus pieles azuladas entre aullidos de dolor. Muchos
encontraron un buen pasatiempo: lanzar objetos intentando hacer diana en el cráneo de
los difuntos móviles, y no pocas macetas lo lograron al fin.

Por vez primera el número de ellos, en vez de aumentar, disminuyó. Buen


síntoma de que las cosas se estaban haciendo bien. Las ferreterías hicieron el negocio de
su vida vendiendo toda clase de aperos trinchantes y cortantes, y la venta más popular
de todas fue sin duda, la de moto-sierras. Las pistolas no eras sino, cosa de mariquitas.
Y cuando las primeras cervecerías comenzaron a reabrir sus puertas, los clientes
predilectos fueron los sedientos y jadeantes muchachos; y empezaron a escucharse
historias de desmenuzamientos múltiples y manifestaciones enteras de zombis-antorcha.
Cada cuadrilla exageraba un poco más que la anterior, pero eso daba igual. Habían
encontrado su verdadera vocación y estaban sólo al comienzo.

Lo mejor de todo es que no hubo lugar a sentir piedad ni remordimientos contra


aquellas criaturas, hambrientos residuos sin alma ni sustancia humana.

La victoria pues, era nuestra.

Hoy día es extremadamente infrecuente encontrarse con un muerto viviente. Los


que tienen esa suerte se lo disputan con ahínco, pues saben que quizá sea esa tarde la
última en que podrán pasárselo en grande sin trabas ni límites a su cruenta imaginación.

***

Por: Javier Fernández Bilbao

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