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Tema 4. Sentido y referencia. Teorías del


significado.
1. Introducción

Sería equívoco sugerir que la filosofía del lenguaje, incluso cuando la practican los filósofos analíticos, se
reduce al análisis conceptual, a la clarificación de los conceptos básicos del lenguaje. Hay otros tipos de
tareas que, por lo común, se atribuyen los filósofos del lenguaje: está la clasificación de los actos
lingüísticos, de los “usos” o “funciones” del lenguaje, de los tipos de vaguedad, de los tipos de términos,
de las varias clases de metáforas. Están las discusiones sobre el papel de la metáfora en la ampliación de
los lenguajes, sobre las interrelaciones del lenguaje, el pensamiento y la cultura; y sobre las peculiaridades
del discurso poético, religioso y moral. Se han hecho propuestas para construir lenguajes artificiales con
propósitos diversos. Están también las detalladas investigaciones acerca de las peculiaridades de tipos
especiales de expresiones, tales como los nombres propios y las expresiones con referencia múltiple, y
sobre formas gramaticales determinadas, tales como la forma sujeto-predicado.

Cuando digo que las manchas que hago sobre un papel, o los sonidos que emito al hablar con otra persona,
tienen significado, ¿qué es lo que quiero decir?, ¿qué es lo que hace que determinadas palabras o
expresiones tengan el significado que tienen y no otro?, ¿qué diferencia hay entre una ristra de marcas
significativa y otra que no lo es?, ¿cómo soy capaz de reconocerla como tal aunque no la haya encontrado
antes?, ¿cómo es posible que unas meras manchas se refieran a fechas, ciudades, países o, en general, a
objetos?, ¿cómo puede una secuencia de signos significar algo verdadero o falso?. Éstas son algunas
cuestiones centrales de la filosofía del lenguaje.

2. El problema de la naturaleza del “significado”

La cuestión referente a la consistencia real del significado de una proposición, palabra y oración es una
cuestión muy discutida en la historia de la filosofía, y una de las cuestiones centrales de la filosofía del
lenguaje. Esta cuestión ha recibido en el siglo XX diferentes respuestas, en función de la corriente de
filosofía del lenguaje de que se trata; pero el problema es prácticamente tan antiguo como la historia de la
filosofía. Vamos a ver en este apartado algunas respuestas históricas a esta cuestión.

2.1 La identificación de la palabra con la cosa designada

En el Teeteto Platón identificaba el significado de una palabra con la cosa que designa. La palabra sería
una especie de etiqueta fijada en el objeto, ya sea humano (“Sócrates”), o genérico (“mesa), o un proceso
(“estudiar”). A pesar de su atractivo, esta teoría es, sin embargo, demasiado simple. Quizás valga para los
nombres propios, pero estas palabras constituyen un pequeño grupo, cuya principal característica es no
tener significado, ya que su única función es designar un objeto o persona individua, pero careciendo de
significado “per se”. Por el contrario, con respecto a todas las demás palabras esta explicación confunde
dos dimensiones de la palabra: las que podemos llamar “connotación” y “denotación”. Es decir, dos
palabras pueden tener la misma denotación (designar o mentar los mismos conceptos) y sin embargo tener
distinta connotación (es decir, diferente significado).

2.2 El significado como apelación

Esta teoría identifica el significado de una palabra con la respuesta condicionada que la palabra produce
en quien la escucha o, al menos, con la disposición a responder de una determinada manera. Por ejemplo,
un objeto cualquiera (como un vaso de vino) produce en nosotros una determinada respuesta (beberlo,
repudiarlo…), o al menos una disposición a la respuesta (a beberlo, si nos apetece). El vaso de vino, al ser
“nombrado”, produce en nosotros un estímulo y también una respuestaapropiada. Pero ese estímulo inicial

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puede ser sustituido por cualquier otro (un sonido, por ejemplo) que aparezca asociado frecuentemente con
él; y entonces este estímulo sustitutivo produce una respuesta igual o semejante a la que producía el
estímulo primitivo. Entonces, estos estímulos sustitutivos son signos de los estímulos propios; y su
significado consiste precisamente en esta respuesta anticipatoria, en esa preparación del organismo para la
aparición del estímulo adecuado. Su significado no consiste, como se suele pensar, en ningún concepto, en
ningún “signo mental” que se dé en la mente del que habla o del que escucha, sino simplemente en una
disposición para responder de una forma determinada.

Esta concepción ha sido fuertemente criticada. ¿Sentimos ganas de estornudar al escuchar la voz
“pimienta”? Según esta crítica , la teoría conductista del lenguaje ha comenzado la casa por el tejado. Es
decir, para que la palabra “caliente” produzca en nosotros la disposición de retirar la mano de un objeto es
preciso previamente que hayamos comprendido su significado. Pero, ¿en qué consiste “comprender” una
palabra sino en captar “lo que significa”? Por tanto, el significado no es una disposición a responder de un
modo determinado, aunque esto acontezca frecuentemente.

2.3 El significado como idea

Esta teoría considera que el significado de una palabra (al menos, de las descriptivas, que constituyen la
base de un idioma) es una idea o un concepto, que se encuentra en la mente del que habla y en la del que
comprende tras escucharnos. Esta teoría tiene dos puntos a su favor:

1. no pone una relación directa entre la palabra y el objeto mentado

b. admite la necesidad de una intencionalidad, de un proceso mental interpretativo, para que la palabra,
que considerada en sí misma no es sino un conjunto de sonidos, adquiera un significado.

El concepto o la idea no debe ser comprendido como una especie de objeto mental suprasensible, sino que
debe comprenderse como la capacidad mental de usar las palabras de manera “humana”, inteligente y
adecuada, capacidad que se realiza y actualiza en nuestras proposiciones. Conocemos el significado de una
palabra cuando somos capaces de comprender lo que significa y de utilizarla correctamente. Pero esta
capacidad del uso correcto implica la existencia de determinados procesos mentales, eidéticos; por
ejemplo, la captación de relaciones de semejanza o analogía entre los objetos que pertenecen a un conjunto
determinado. E igualmente implica la capacidad de explicar, aunque sea de un modo aproximado, las
reglas que gobiernan el uso correcto de esa palabra. Dicho de otro modo, implica la capacidad de dar
definiciones de nuestras palabras.

3. La teoría referencial

Se ha pensado que toda expresión significativa nombra a algo o a alguien o, por lo menos, que está en
lugar de algo o de alguien, y tiene con ellos una relación del tipo de la de nombrar (designar, rotular,
referirse a, etc.). Ese algo o alguien al que se hace referencia no tiene que ser una cosa particular concreta
y observable, podría tratarse de una clase de cosas (por ejemplo de los “sustantivos comunes” como
‘perro’), de una cualidad (‘perseverancia’), de una situación (‘anarquía’), de una relación (‘poseer’), etc.
En realidad lo que se supone es que, en relación con toda expresión significativa, podemos entender qué
quiere decir que ésta tenga un cierto significado, sin más que observar que hay algo o alguien a los que se
refiere: “Todas las palabras tienen significado, en el sentido simple de que son símbolos que están en lugar
de algo distinto de ellas mismas” (B. Russell, Los principios de la matemática, Buenos Aires, Espasa-
Calpe, 1948, p. 82).

Hay una versión más elemental de la teoría referencial. Ambas versiones suscriben la afirmación de que
para que una expresión tenga un significado debe referirse a algo distinto de ella misma, pero las dos
versiones sitúan el significado en áreas diferentes de la situación referencial. La versión más elemental
considera que el significado de una expresión es aquello a lo que esa expresión se refiere; el punto de vista
más sofisticado es el de que el significado de una expresión debe identificarse con la relación entre la
expresión y su referente, esto es, que lo constitutivo del significado es la conexión referencial.

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Ninguna teoría referencial será suficiente para dar cuenta completa del significado a menos que sea verdad
que todas las expresiones lingüísticas significativas se refieren a algo. Sin embargo, parece que las
conjunciones y otros componentes del lenguaje que desempeñan una función esencialmente conectiva –
palabras como ‘y’, ‘si’, ‘es’, ‘por cuanto’ – no se refieren a nada. Los teóricos de la referencia responden a
esta objeción, por lo general, negando que los términos “sincategoremáticos” tengan significado
“aisladamente”, o que estos términos puedan tener significado aisladamente, o que estos términos puedan
tener significado en el sentido más tosco en que se afirma que los sustantivos, adjetivos y verbos lo tienen.

Las teorías de la referencia pueden dividirse en dos grandes grupos: teorías de la referencia directa (o
teorías causales de la referencia; sus representantes más destacados son Kripke y Putnam) y teorías
descriptivas de la referencia (sus representantes más destacados son Frege, el Wittgenstein del Tractatus y
Russell). En las teorías de la referencia directa se defiende la posibilidad de la referencia como una
relación entre el signo y el objeto, que no viene mediada pro ningún tipo de contenido descriptivo. El
conocimiento del hablante no es suficiente, ni necesario, para explicar la referencia. La expresión
lingüística consigue denotar el objeto de la realidad extralingüística directamente. Esta relación directa
entre el lenguaje y el mundo viene posibilitada por las conexiones causales de los hablantes entre sí y con
el mundo natural.

Por su parte, las teorías descriptivas de la referencia establecen un vínculo tal entre el nombre y las
descripciones que éstas vienen a constituir su definición. De la misma manera que el predicado “soltero”
se define como “persona no casada”, el nombre propio “Cleopatra” se podría definir como “última reina
egipcia de la dinastía ptolemaica.

3.1 Teoría semántica de fray Luis de León

Para Fray Luis de León, las cosas, además del ser real que tienen en sí, poseen otro ser del todo semejante
al real, pero más delicado que él y que nace, en cierta manera, de él. La verdad reside en el ser real; la
imagen de la verdad, en nuestra boca y en nuestro entendimiento, cuando corresponde al ser real. Por
ejemplo, si se juntan muchos espejos y los ponemos delante de los ojos, la imagen del rostro, que es una,
reluce una misma y en un mismo tiempo en cada uno de ellos. El ser real en sí -en este caso, el rostro- es
“uno e idéntico”, pero se multiplica como imagen en cada espejo. De igual manera acontece entre el ser
real en sí y la mente de los hombres. En ésta, como en los espejos, se hacen “imagen” las cosas y, por ello,
es “una” con dichas cosas, de modo que “la silla de la unidad venza y reine sobre todo”. La realidad -el ser
real en sí- configura su imagen en la mente humana, su “eidos”, pero dicta, a la vez, su nombre a la boca.
El nombre, entonces, contiene la imagen del ser real en sí. Fray Luis de León define el nombre como
aquello mismo que se nombra, no en el ser real y verdadero que tiene, sino en el ser que le da nuestra boca
y entendimiento. El nombre, pues, es una palabra breve, que se sustituye por aquello de quien se dice y
que se toma en lugar del ser verdadero real al que remite o designa.

Hay dos tipos de nombre: los que son imágenes por naturaleza -que están en el alma- y los que
fabricamos nosotros por arte. El nombre por naturaleza corresponde a la imagen y figura que en el alma
sustituye al ser real en sí por la semejanza natural que con él tiene. En cambio, el nombre por arte es el que
fabrican los hombres por medio de la palabra, al señalar para cada cosa la suya, sirviendo así de sustitutos
de las mismas.

Las imágenes por naturaleza son los mismos objetos, en cuanto pensados, las copias de lo real que los
objetos dejan en el espíritu. Estas imágenes por naturaleza son los verdaderos nombres en sentido riguroso
y exacto. Sin embargo, las voces, las palabras -imágenes por arte– son también calificadas y conocidas
como “nombres”. Pero su adecuación con lo real no está garantizada, pues es cosa puramente humana y,
por tanto, sólo aproximativa; son obra del saber, la costumbre, educación y mil influencias artificiales y
exteriores.

3.2 Bertrand Russell

Russell elaboró una teoría radicalmente referencialista, que supone que a cada categoría lógico-lingüística

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le corresponde una categoría ontológica. Sostuvo la doctrina conocida como “atomismo lógico”, que es
una combinación de empirismo radical y lógica. La doctrina del atomismo lógico sostiene que la
estructura de las frases (su gramática o sintaxis) guarda relación con la estructura de los hechos. Así como
el lenguaje es descomponible en unos elementos últimos, también la realidad lo es. Tales elementos no
tienen carácter físico, sino lógico; son entidades inanalizables por el pensamiento.

La relación semántica básica es una relación de correspondencia entre lenguaje y realidad. Esta relación
de correspondencia se expresa a través de dos relaciones que ligan el lenguaje con el mundo: nombrar y
representar. Nombrar es la relación propia de los nombres y representar la de los enunciados. Entre los
enunciados y el mundo existe una especie de paralelismo o isomorfía: del mismo modo que los enunciados
se componen de proposiciones atómicas, la realidad se compone también de hechos atómicos.

Las lenguas naturales son imperfectas e incluso engañosas, pero el filósofo puede poner de relieve su
estructura o “forma lógica” descomponiendo los enunciados en sus elementos genuinos. Russell distinguió
dos tipos de enunciados o proposiciones: atómicas y moleculares.

Mientras que las proposiciones moleculares se componen de atómicas, estas últimas se corresponden o
representan hechos atómicos. A diferencia de las oraciones, los nombres no representan sino que tienen
como función referir a entidades particulares. Esta tesis, de carácter semántico, es completada por Russell
por una tesis epistemológica de carácter empirista: sólo conocemos las entidades particulares de modo
directo, por familiaridad.

La semántica de Russell está ligada a su teoría del conocimiento, según la cual el conocimiento de la
realidad es reducible a un conocimiento directo de los componentes de la realidad. Russell distingue dos
tipos básicos de conocimiento: por descripción y por familiaridad. Casi todo lo que conocemos, lo
conocemos por descripción. En este conocimiento partimos de datos sensoriales y construimos un
conocimiento de las cosas, apoyados en la memoria y en el conocimiento de ciertas verdades físicas. A
diferencia de este tipo de conocimiento, existe otro modo de conocimiento que es directo y que Russell
denomina por familiaridad. Es el conocimiento de los datos sensibles y fundamenta el conocimiento por
descripción. Se da cuando hablamos de “esto” referido al objeto inmediatamente presente, como cuando
decimos “esto es blanco”.

Según Russell, hemos de distinguir entre los nombres propios ordinarios y los nombres lógicamente
propios. Los nombres lógicamente propios designan entidades que son conocidas por familiaridad, es
decir, de modo directo. Los nombres propios ordinarios nombran generalmente objetos conocidos por
descripción. En realidad no son más que descripciones abreviadas. Su referencia es indirecta, a través de
las descripciones abreviadas.

Por último, el referente de las expresiones predicativas es la propiedad o relación que designan.

3.2.1 La teoría de las descripciones de Russell

Russell mostró que la versión elemental de la teoría referencial es inadecuada, ya que dos expresiones
pueden tener diferentes significados pero un mismo referente.

Tomé para mi argumentación el contraste entre el nombre “Scott” y la descripción “el autor de Waverley”.
El enunciado “Scott es el autor de Waverley” expresa una identidad y no una tautología. Jorge IV quiso
sabe si Scott fue el autor de Waverley, pero no quería saber si Scott era Scott. Si bien esto es perfectamente
inteligible para todo el mundo, aunque no haya estudiado lógica, presenta un conflicto para el lógico. Los
lógicos piensan (o solían pensar) que si dos frases denotan el mismo objeto, una proposición que contenga
a una de ellas puede ser reemplazada siempre por una proposición que contenga a la otra, sin dejar de ser
verdadera, si era cierta, o falsa, si era falsa. Pero, como acabamos de ver, podéis convertir una proposición
verdadera en falsa sustituyendo “el autor de Waverley” por “Scott”. Esto demuestra que es necesario
distinguir entre un nombre y una descripción. Scott es un nombre, pero “el autor de Waverley” es una
descripción (Russell, B., La evolución de mi pensamiento filosófico, Madrid, Alianza, 1982, p. 85)

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Las descripciones definidas están formadas por un artículo determinado seguido de un sustantivo o de una
frase que funciona como tal, que corresponde a una cierta propiedad. Por ejemplo, «El autor del Quijote»,
que describe la propiedad de haber escrito el Quijote. Una descripción sirve para seleccionar un objeto de
nuestro universo de discurso (del conjunto de cosas de que estamos hablando) al señalar una propiedad
poseída en exclusiva por este objeto (Cervantes como autor del Quijote). Ahora bien, cuando pensamos
que las descripciones tienen que referir inexorablemente a algo, pueden ser fuente de problemas.

Por ejemplo, si yo hablo del «actual rey de Francia» o del «cuadrado redondo», Meinong y Husserl dirían
que si bien no existen del modo en que lo hace «el autor del Quijote», al menos estas entidades fantásticas
subsisten. Russell piensa que la idea de objetos inexistentes, aunque subsistentes, es difícilmente
admisible. De lo que se trataría es de encontrar un medio de obtener, sin ellas, lo que se obtiene con ellas;
es decir, traducirlas y analizarlas como símbolos incompletos que son.

Otra objeción a la teoría de la referencia a objetos sería que, según Russell, amenazarían el principio de
tercero excluso. Así, en la oración «El actual rey de Francia es calvo». Si enumerásemos las cosas calvas
que hay en el mundo, no hallaríamos al actual rey de Francia, ni en ese conjunto ni en el conjunto de las
cosas no calvas. Así, las oraciones A y B serían falsas:

A) El actual rey de Francia es calvo

B) El actual rey de Francia no es calvo

Hay, pues, que analizar estas proposiciones como símbolos incompletos. El uso del artículo determinado
singular «el», para Russell, sería el siguiente: si tenemos la oración «El actual rey de Francia», lo que
decimos es: la función proposicional «x es rey de Francia actualmente» es verdadera exactamente para una
valor de la variable x. Si ahora sustituimos «El actual rey de Francia» por un valor real, obtendremos una
función proposicional en la que se han eliminado los símbolos incompletos anteriores y se han sustituido
por funciones proposicionales. La función proposicional

C) x es rey de Francia en la actualidad

es verdadera para exactamente un valor de x, y la función proposicional «x es calvo» es verdadera para ese
valor de x.

En un primer momento, parece que hemos salido de la dificultad de que una descripción refiera a objetos
al sustituirla por funciones proposicionales, pero veremos que no es así.

Tomemos B) (El actual rey de Francia no es calvo). Esto puede significar dos cosas:

B.1) De el actual rey de Francia es cierto esto: no es calvo

B.2) No es cierto esto: el actual rey de Francia es calvo

Pues bien, A) y B) son contradictorias cuando B) tiene el sentido de B.1). Ambas dicen que hay un
individuo que es el actual rey de Francia, y mientras una dice que es calvo, la otra lo niega.

B.2) niega que se den conjuntamente las condiciones de que un individuo sea a la vez rey de Francia y
calvo y, en ese sentido, es contradictoria con C) (que habíamos traducido a función proposicional). Pero
puesto que c expone pormenorizadamente el contenido de B.1), B.1) y B.2) son contradictorias, con lo
cual queda libre de duda el principio de tertio excluso.

En resumen, la teoría de las descripciones posibilita «la renuncia a entidades fantásticas tales como el
cuadrado redondo o el actual rey de Francia». Introduce economía en nuestra imagen del mundo y en
nuestro inventario de él, ya que imagina una vía para regular las conclusiones que acerca de las cosas
inferimos del uso del lenguaje, nos ayuda a perfilar una idea de realidad.

El punto esencial de la teoría de las descripciones es que una frase puede contribuir al significado de una

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oración sin tener significado en absoluto aisladamente

En el caso de las descripciones hay una prueba clara de esto: si “el autor de Waverley” significara
cualquier otra cosa en vez de “Scott”, “Scott es el autor de Waverley” sería falso, que no lo es. Si “el autor
de Waverley” significa “Scott”, “Scott es el autor de Waverley” sería una tautología, que no lo es. Por
tanto, “el autor de Waverley” no significa “Scott” ni cualquier otra cosa; es decir “el autor deWaverley” no
significa nada, quod erat demostrandum (Russell, B., op. cit., p. 87)

El punto esencial de la teoría es que, aunque una expresión sin significado pueda ser gramaticalmente el
sujeto de una expresión con significado, tal proposición, cuando se analiza correctamente, deja de tener tal
sujeto. Por ejemplo, la proposición “la montaña de oro no existe” se convierte en “la función proposicional
‘x es de oro y una montaña’ es falsa para todos los valores de x”.

3.3 La teoría figurativa del significado: el Tractatus

Según la teoría figurativa, una proposición es una figura o representación de una parte de la realidad. Más
específicamente, una proposición es una figura -una maqueta- de una situación real o hipotética. Por ello,
comprender una proposición es comprender la situación o estado de cosas que representa. Quien entiende
lo que dice una proposición sabe qué hecho describe esa proposición en el caso de ser verdadera, pues su
sentido es la situación que dibuja o de la que es figura.

Las proposiciones son entendidas como algo articulado lógicamente: expresan un “pensamiento” mediante
un orden determinado. Una proposición es figura de una situación por compartir con ella la misma forma
lógica. Lo que la proposición tiene en común con la realidad es la forma lógica o estructura común.

En el Tractatus hay una exigencia de isomorfía entre el lenguaje y el mundo. El constituyente último del
mundo son los objetos o cosas; los objetos son simples y forman parte de los estados de cosas. Por eso
dice Wittgenstein que “lo que acaece, el hecho, es la existencia de estados de cosas”. El conjunto de
hechos constituye la realidad. El lenguaje debe reflejar esto y, con este fin, usa los nombres para los
objetos; con las proposiciones simples describe los estados de cosas y con las proposiciones complejas los
hechos.

Tiene que haber proposiciones elementales por razones puramente lógicas. Es la exigencia de
determinación del sentido la que mueve este proceso. Por ello en el ámbito lógico se llega a unidades
elementales, que contengan afirmaciones básicas acerca de la realidad. Estas unidades elementales se
componen de signos simples como nombres de los objetos. El que lenguaje y realidad tengan la misma
forma lógica posibilita la relación de los elementos de la proposición con las cosas de la realidad; y las
relaciones entre elementos con relaciones entre las cosas de la situación representada.

Entre los elementos de la proposición y los elementos de la realidad hay una relación isomórfica: a cada
elemento de la proposición debe corresponder un elemento de la realidad y uno sólo; y siempre que los
elementos de una proposición guarden alguna relación entre sí, sus imágenes han de guardar la relación
correspondiente. Los elementos de la proposición son los nombres y las constantes lógicas. Los signos
simples o nombres representan objetos. Su significado es el objeto en lugar del cual están las
proposiciones. Las constantes lógicas no son representantes de nada; no son nombres; no hay una lógica
de los hechos, sino sólo de las proposiciones.

¿Y qué son los objetos a los que se refieren los nombres? Wittgenstein dice que son algo simple, los

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últimos constituyentes de todo. Se trata de átomos no físicos, sino lógicos del mundo, que se combinan y
forman estados de cosas o situaciones. La admisión de los objetos responde al postulado de lo simple, lo
fijo, lo existente, requerido como firme por un lenguaje absolutamente preciso. La verdad o falsedad de las
proposiciones exige que los nombres tengan una referencia fija e inequívoca.

El lenguaje y el mundo no pueden entenderse como realidades separadas y contrapuestas. El lenguaje


pertenece al mundo. No podemos vernos a nosotros mismos fuera del mundo y del lenguaje. «Las
proposiciones pueden representar toda la realidad, pero no pueden representar lo que tienen que poseer en
común con la realidad para poder representarla -la forma lógica. Para poder representar la forma lógica
deberíamos poder situarnos nosotros mismos junto con las proposiciones en algún lugar que esté fuera de
la lógica, es decir, fuera del mundo» (4.12).

De la imposibilidad de hablar con sentido de la forma lógica extrajo Wittgenstein multitud de


consecuencias. La más importante es la ilegitimidad de cualquier disciplina que pretenda hablar del
sentido de las proposiciones. De ají también la ilegitimidad del propio Tractatus en cuanto que pretende
decir algo sobre la naturaleza del lenguaje.

Wittgenstein distingue dos funciones semánticas en una proposición. Por una parte lo que una proposición
afirma, que los hechos son de un modo determinado. Por otro lado, lo que una proposición muestra, esto
es, cómo son los hechos. Por ejemplo, en el caso del cuadro titulado La rendición de Breda, el título dice
lo que en el cuadro es mostrado. El título describe el hecho que el cuadro muestra a través de su forma.
Entre decir y mostrar no hay conexión: una proposición no puede decir nada de cómo se muestra un
determinado hecho, no puede afirmar nada sobre su propio sentido. «La proposición no puede representar
la forma lógica; ésta se refleja en aquélla. Lo que en el lenguaje se refleja, el lenguaje no puede reflejarlo.
Lo que en el lenguaje se expresa, nosotros no podemos expresarlo por el lenguaje. La proposición muestra
la forma lógica de la realidad, la exhibe» (4.121).

La imagen del lenguaje que late en esta concepción es el lenguaje como medio universal. La tesis
característica es que no podemos adquirir una posición de privilegio desde la cual proceder a examinarlo.
Es más, puesto que “los límites del lenguaje son los límites de mi mundo” y “la lógica llena el mundo; los
límites del mundo son también sus límites”, el modo en que me represente el mundo dependerá de los
recursos que el lenguaje ponga a mi disposición. El lenguaje viene a dictar entonces las condiciones bajo
las cuales hablamos del espacio lógico.

3.4 El criterio empirista de la significatividad

Son varias las razones por las cuales ha parecido aceptable, o incluso necesario, un criterio empirista. La
más importante es quizá la siguiente: si consideramos que la significatividad depende en cierto modo de
las expresiones que se conecten con aspectos del mundo extralingüístico al cual se refieren, ¿cómo es
posible esa conexión?. No es que un determinado esquema de sonido esté más relacionado con un aspecto
del mundo que con otro en virtud de sus características intrínsecas, y es difícil suponer que esos vínculos
sean innatos a la mente humana. (Si así fuera, todos los hombres hablarían la misma lengua). La única
alternativa parecería ser la de que esos vínculos se establecen por medio de la experiencia, a través de
repetidos apareamientos de la expresión con aquello en cuyo lugar está, de acuerdo con la experiencia del
que aprende.

Otra argumentación es esta: ¿qué razones podría tener yo para suponer que un tercero asigna el mismo
significado que yo a una determinada expresión?. Cada uno de nosotros podría producir una definición
verbal de la expresión, pero esto permitiría alcanzar la conclusión deseada sólo si suponemos que ambos
usamos de la misma manera las palabras de la definición (y, también, que ambos entendemos de la misma
manera la forma oracional ‘Dar una definición de…’). Y la cuestión de si este supuesto es o no verdadero
es exactamente del mismo tipo que aquélla a la que pretendíamos dar respuesta. Habría quizá una manera
de salir fuera de este círculo si, en algunos momentos, pudiéramos contrastar la hipótesis del significado
común sin necesidad de apoyarnos en la comunidad de significado respecto de otras expresiones. Pero
¿cómo podría hacerse esta contrastación sino investigando la manera en que la expresión se apareja o no

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con los objetos experimentados en la actividad verbal de cada uno de nosotros? Esto significa, pues, que
esas contrastaciones son posibles sólo si es necesario para la significatividad el que existan esos
apareamientos.

La formulación clásica del criterio empirista de significado es la siguiente: una palabra adquiere un
significado al asociarse con una determinada idea de manera tal que la aparición de la idea en la mente da
salida a la emisión de esa palabra y, a su vez, la audición de la palabra tiende a provocar la aparición de
esta idea en la mente del oyente. todas las ideas son copias o transmutaciones de copias de las impresiones
de los sentidos. Por tanto, una palabra puede tener significado sólo si se ha establecido una asociación
entre esa palabra y una idea derivada de la experiencia sensorial. En este sentido todo significado se deriva
necesariamente de la experiencia de los sentidos.

En todas las formas del empirismo excepto en la más ingenua, el lenguaje se divide en niveles o estratos
semánticos. El nivel fundamental está constituido por las palabras que adquieren su significado a partir de
su asociación con elementos que pueden experimentarse directamente. Se sigue de aquí que, para poder
adquirir un significado, las otras palabras deben poder definirse en términos de las palabras del primer
nivel y, además, probablemente, en términos de otras palabras que hayan sido ya definidas. Algunas
palabras adquieren su significado a partir de la experiencia más directamente que otras, pero en cualquier
caso, directa o indirectamente, la experiencia es la fuente del significado para todas las palabras.

Los positivistas lógicos introdujeron en primer lugar el principio de que para que uno pudiese hablar con
sentido se debería poder especificar una manera de verificar empíricamente lo que se decía; en otras
palabras, debía ser posible especificar qué observaciones podían incidir en contra o a favor de la verdad de
lo que se decía.

Cuando los positivistas imponen la verificabilidad como condición de la significatividad no están con ello
afirmando que sólo sean significativas las oraciones que han sido verificadas. Los positivistas admiten que
hay oraciones perfectamente significativas que no han sido contrastadas todavía, e incluso enunciados
significativos cuya contrastación es de momento imposible. Al exigirverificabilidad, los positivistas
exigen simplemente que sea posible especificar cómo podría ser esa prueba empírica, no pretenden que la
prueba se haya llevado a cabo. Verificabilidad es posibilidad de verificación.

En tanto en cuanto podamos proporcionar una especificación inteligible de las observaciones que
establecerían la verdad o la falsedad de ese enunciado, habremos satisfecho el criterio de verificabilidad
del significado.

Del acuerdo con el uso que los positivistas hacen del término ‘verificabilidad’, verificabilidad es en
realidad equivalente a la disyunción ‘verificable o falsable’, es decir, ‘susceptible de que pueda decirse
que es verdadero o falso’. Por tanto, lo que realmente se exige es que una determinada oración sea
susceptible de contrastación empírica.

Una oración es significativa si y sólo si puede contrastarse empíricamente.

Las primeras formas del criterio de verificabilidad exigían la completa verificabilidad, es decir, no podía
admitirse que una oración fuera significativa a menos que fuese posible especificar una manera de mostrar
conclusivamente, por medio de datos empíricos, que esa oración era verdadera o falsa. Enseguida se vio
que esta exigencia era demasiado fuerte, puesto que excluía, por ejemplo, todas las generalizaciones que
carecen de restricciones. Los positivistas modificaron este criterio de modo que requiriese tan sólo la
especificación de observaciones que incidiesen en contra o a favor del enunciado, que sirviesen para
confirmarlo o negarlo en alguna medida.

3.4.1 El verificacionismo en Ayer

Para Ayer, “un enunciado es literalmente significativo si, y sólo si, es analítico o empíricamente
verificable”. Por literalmente significativo, Ayer entendía “susceptible de ser mostrado verdadero o falso”.
Las proposiciones de la ciencia son de dos tipos: analíticas y empíricamente verificable. De este modo, la

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ciencia se constituye o bien en matemática y lógica formal, o en dato factual verificable.

¿Cómo una proposición carente de contenido empírico puede ser verdadera, útil e, incluso, sorprendente?
Ayer, ante esta pregunta, se niega a buscar refugio en el racionalismo y mantener la tesis de este en su
aseveración de que la razón sea fuente de conocimiento, independientemente de la experiencia y más
válida, incluso, que ella. Por tal causa, intentará demostrar que las proposiciones analíticas o bien no son
acerca del mundo, o bien no son verdades necesarias, ya que para él no se dan “verdades de razón”.

Los enunciados analíticos se verifican o falsan simplemente apelando a las definiciones de los signos
usados en ellos. Si resultan ser tautologías, son verdaderos; si resultan contradictorios, son falsos. Se trata
del mismo planteamiento kantiano. Las proposiciones analíticas no nos dicen nada sobre la realidad, ya
que son independientes de ésta. ¿Por qué, entonces, estas proposiciones analíticas no resultan absurdas
como las de la metafísica? ¿Cuál es su valor? Según Ayer, estas proposiciones poseen cierta capacidad de
sorpresa y nos son valiosas en tanto en cuanto nos hacen caer en la cuenta sobre el uso de ciertos símbolos
que antes no apreciábamos con claridad. No aumentan nuestro conocimiento, pero hacen más fácil el
camino de la invención.

Todos los demás enunciados significativos pueden ser verificados o falsados mediante las observación
empírica. Las proposiciones empíricas “son todas y cada una, hipótesis que pueden ser confirmadas o
desautorizadas por la experiencia sensorial real […] no hay proposiciones finales”. Lo que la experiencia
debe confirmar o refutar no es una mera hipótesis, sino todo un sistema de hipótesis que, por tanto,
siempre se encuentra sometido a cambios posibles según las corroboraciones empíricas que se lleven a
cabo. La función de tal sistema de hipótesis es la de predecir anticipadamente experiencias, sensaciones
futuras. En caso de que nuestras expectativas respecto a dichas hipótesis se cumplan, se habrán verificado.
Es decir, hecho verdad. En caso contrario, resultarán falsas. De este modo, nuestras verdades empíricas
nunca serán absolutamente válidas. Siempre existirá la posibilidad de hallar una experiencia que las
contradiga. Al menos, en teoría. Por ello, la observación aumenta el grado de confianza con el que es
razonable mantener una hipótesis. Y, en consecuencia, “la racionalidad de una creencia se define no en
relación a una norma absoluta, sino en relación a una parte de nuestra propia práctica real”. Nada que no
sea verificable puede caer en el ámbito de la verdad. Pero, ¿qué es verificable? Lo verificable es aquello
que entra dentro de los contenidos sensoriales. Entonces, los objetos materiales aparecen como
construcciones lógicas a partir de lo sensorial.

3.4.2 Verificación y semántica en Carnap

3.4.2.1 El principio de verificabilidad

Hay que distinguir dos órdenes de verificación: directa e indirecta. Si un enunciado, por ejemplo, afirma
algo respecto a una percepción actual, pongamos por caso “en estos momentos yo veo un cuadro rojo
sobre un fondo azul”, entonces el enunciado puede probarse directamente acudiendo a mi percepción
actual. En la verificación de tipo indirecto se trata de proposiciones que no son verificables en sí mismas,
pero que sí lo son mediante verificación directa de otras proposiciones ya verificadas con anterioridad.

Por ejemplo: sea el enunciado E1: “Esta llave está hecha de hierro”. Entre los diversos modos de verificar
E1 se encuentra el de índole magnética. Por experiencias anteriores está comprobado que un imán atrae a
los objetos de hierro. Entonces puede inferirse que “esta llave es de hierro” siguiendo este modelo de
razonamiento:

E1 Esta llave está hecha de hierro (Proposición, cuyo contenido quiere ser verificado)

E2 Si un objeto de hierro es colocado cerca de un imán es atraído por éste (Dato físico perteneciente ya a
experiencias comprobadas, verificadas)

E3 Este objeto -una barra- es un imán. (Dato igualmente comprobado y verificado por experiencias
previas)

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E4 La llave es colocada cerca de la barra o imán (Dato que nosotros constatamos mediante observación
directa)

E5 La llave es ahora atraída por el imán o barra (Conclusión que se verifica igualmente de modo directo)

Si se analiza este proceso, en seguida salta a la vista que no sale nunca de la dimensión experimental y que
consta de dos clases de proposiciones: las ya verificadas y certificadas por experiencias previas de la
ciencia (E2, E3) y las verificadas inmediatamente por nosotros (E4, E5). Las proposición E1 no era
directamente verificable. ¿No se construyen también llaves de oro, bronce o plata? ¿Cómo hacer verdadera
-verificar- nuestra proposición E1? Los enunciados E2 y E3, pertenecientes de antemano a lo ya
comprobado científicamente, posibilitan una constatación empírica que se expresa en E4 de la que se
infiere que la llave está hecha de hierro. Caso contrario, el científico o habría de negar que el hierro fuera
elemento constitutivo de la llave, o buscar alguna explicación plausible del dato negativo experimental. Y
cuantas más sean las experiencias positivas tanto más se acercará el científico a una certeza “casi
absoluta”.

De esta manera, toda aseveración científica debe afirmar algo acerca de percepciones actuales o acerca de
otra clase de observaciones y, entonces, es verificable por ellas; o bien afirmar enunciados acerca de
futuras experiencias que se infieren de la unión de datos científicos u otros que se someten a constatación
empírica. Todo aquello que caiga fuera de esta dimensión, no pertenece a la ciencia. Su lenguaje no es
significativo, científicamente hablando. La ciencia, pues, es un sistema de hipótesis verificables que, en
última instancia, tocan la realidad. Y todas las proposiciones de su lenguaje expresivo son reducibles a
“enunciados atómicos”, “juicios de percepción”, “proposiciones protocolares” que son propiamente las
empíricas en sentido estricto.

La conclusión de este análisis añadía a la división clásica de proposiciones analíticas y sintéticas otro tipo
de proposiciones, propias en particular de la metafísica: las carentes de significación que, como tales, eran
meramente expresivas de pseudoproblemas. El lenguaje filosófico es de esta naturaleza vacío de
significado e indecible según los cánones de la ciencia. ¿Cómo fue posible este grave equívoco
multisecular de la cultura?. Según Carnap, tomando como punto de partida unas estructuras lógicas y
gramaticales correctas, puede llegarse a proposiciones sin sentido en virtud de que su contenido es
inverificable. Veamos el análisis carnapiano de la expresión de Heidegger “¿Cuál es la situación en torno a
la nada? […] La nada anonada“. Carnap pone en dos columnas los posibles tipos de respuesta:

¿Qué hay fuera?

I II

1. Afuera hay lluvia 1. Afuera nada hay

2. La lluvia llueve 2. La nada anonada

De estas dos columnas, sólo la I se atiene a la corrección tanto gramatical como lógica. Pero ello da pie a
la formación de otras proposiciones en II, carentes de sentido y que, en consecuencia, ni siquiera son
expresables en un lenguaje lógico. La sintaxis gramatical de “afuera hay lluvia” es plenamente correcta,
pero hace posible la construcción sintáctica “afuera nada hay”, que carece de significado. Y esto porque
“nada” no es término que pueda derivarse o retrotraerse a expresión alguna ligada con la experiencia. O lo
que es lo mismo, “nada” no puede ser controlado ni verificado. Y, al no poder serlo, pierde cualquier
interés científico. Por igual motivo, la proposición “la nada anonada”, aunque construida en conformidad
con la estructura sintáctica de “la lluvia llueve” -expresión analítica o tautológica-, resulta también sin
significado científico. Es pura poesía. Pero a la poesía no se le pregunta si es o no verdadera.
Sencillamente, decimos que nosagrada o nos desagrada. Los problemas metafísicos y filosóficos son,
para la doctrina carnapiana, todos de índole retórica o poética. Los filósofos, del mismo modo que los
poetas, sistematizan elucubraciones que obedecen a estados emocionales frente a la vida. La filosofía debe
ser sustituida por la lógica de la ciencia. Es decir, las ciencias que, fundamentalmente, consisten en la

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sintaxis formal de su lenguaje.

3.4.2.2 Carnap y el enfoque semántico

Carnap distingue entre semántica descriptiva y semántica pura. La primera versa sobre los lenguajes
naturales e históricos. Puede referirse a una lengua concreta, a un grupo de ellas o a todas las que existen
en general. Siempre se trata, aquí, de la descripción de datos empíricos. Por este motivo, es una ciencia de
enunciados sintéticos. Y su campo de estudio compete a la lingüística. La semántica pura, en cambio, es
de índole analítica y tiene como objeto la interpretación del significado de sistemas lógicos formalizados.
Por tanto, su acción recae sobre lenguajes idealmente perfectos. La tarea del filósofo semantista consistirá,
pues, en buscar definiciones exactas y adecuadas de los conceptos semánticos ordinarios y de otros nuevos
a fin de elaborar una teoría basada en dichas definiciones.

Carnap realiza un análisis tridimensional de la semiótica dividiendo a ésta en sintaxis, semántica y


pragmática. La sintaxis se preocuparía de las relaciones de los signos entre sí, haciendo abstracción de los
objetos o de los usuarios de las diferentes formas simbólicas. El ámbito semántico estudiaría, entonces, las
relaciones de los signos con sus designata. La semántica contiene reglas que nos señalan las condiciones
en virtud de las cuales un signo es aplicable a un objeto o a una situación. Según estas reglas, un signo
denota todo lo que se ajusta a dichas condiciones, determinando en concreto su designatum.

En la construcción de la semántica carnapiana se parte de la distinción entre metalenguaje y lenguaje-


objeto. Aquí, los lenguajes-objeto son siempre sistemas formalizados. Para elaborar un sistema semántico
S de primer orden con un número finito de constantes de individuo son necesarias, según Carnap, tres
cosas: en primer lugar, se precisa una clasificación de los signos deS. Se trata de algunas nociones
sintácticas que se presuponen, como las de constantes de individuos y predicados, variables igualmente de
individuos y de predicados, signos lógicos y signos auxiliares. En segundo lugar, debe definirse qué es lo
que se entiende por “termino en S”, “fórmula en S” y “sentencia en S”, señalando el modo de combinación
de los signos para la construcción de expresiones correctamente formadas, sean atómicas o moleculares. Y,
por último, se ha de llevar a cabo también la definición de “designación de individuos en S”, y
“designación de atributos primitivos de grado n en S”.

Por otra parte, en conexión con el concepto de “designación” se dilucida la “determinación en S”,
mediante la cual se indica qué entidades se especifican en las proposiciones funcionales y qué atributos se
precisan en la funciones proposiciones. De aquí deriva lo que Carnap denomina “condición satisfactoria”.
Por ejemplo, se dice que un objeto x satisface una sentencia o función sentencial de una variable dada, si y
solamente si x posee la propiedad que esta sentencia o función sentencial determina. A todo esto, deben
añadirse las “reglas de valores” y la definición de “verdadero en S”. Las reglas de valores indican el
ámbito de las variables o su universo de discurso. La definición de “verdadero en S”, en cambio, nos
enumera las condiciones necesarias y suficientes para que se pueda aplicar a una sentencia el predicado
metalógico “verdadero”.

Carnap tiene, ante los ojos, el cálculo proposicional de dos valores o bivalente: toda sentencia ha de ser
verdadera o falsa, y examina si dicho cálculo puede ser una formalización completa de la lógica. Con este
fin, lo interpreta desde la semántica comprobando, así, que contiene en su sistema todas las proposiciones
lógicas que intenta representar. Basta, para conseguir esto, aplicar las reglas de designación semántica que
indican las entidades a las que se refiere el cálculo, y las reglas correspondientes de verdad.

El significado, en esta versión referencial carnapiana, queda reducido a su pura dimensión lógica. Y remite
a un mundo construido por medio de la lógica, método de la ciencia y de la filosofía de la ciencia. La
lógica, además es instrumento de unificación de las diversas ciencias.

3.5 La crítica de Quine a los “dos dogmas del empirismo”

En “Dos dogmas del empirismo” Quine criticó las dos doctrinas puntales del empirismo lógicos
(“dogmas” los denomina él. Estas dos doctrinas son:

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1. Para cada proposición o enunciado existe el conjunto de las experiencias u observaciones que la
confirmarían (y el conjunto de aquellas otras que la desconfirmarían)

2. Hay dos grandes clases de proposiciones: las analíticas, que son aquellas que resultan confirmadas o
desconfirmadas, según sean verdaderas o falsas, por cualesquiera datos de observación, y las sintéticas,
que son aquellas que resultan confirmadas, o desconfirmadas, por experiencias y observaciones
específicas.

De estas dos doctrinas, la primera -el llamado por Quine dogma reductivista– tiene una versión fuerte que
nos es más familiar: que para cada proposición con significado empírico (o cognitivo) existe su traducción
a un lenguaje fenomenista. La versión (1) es menos exigente que esta última, pero igual de útil. Ambas
versiones comparten lo que de hecho es objeto de la crítica de Quine: que es legítimo hablar del
significado (cognitivo, empírico) de una proposición considerada aisladamente de las demás. Frente a
esto, Quine arguye que, en general, no puede decirse que toda proposición tenga un fondo de experiencias
confirmatorias que puede considerarse propio. La puesta en cuestión de (1) conduce, por lo tanto, a una
seria modificación de la teoría verificacionista del significado.

El rechazo de (2) atenta, por su parte, contra otro de los pilares del empirismo lógico: aceptar que hay dos
clases de proposiciones, las analíticas y las sintéticas, proporcionaba al filósofo empirista una salida a la
hora de dar cuenta del estatuto de las proposición de la lógica y de la matemática. Si se renuncia a (2) los
problemas que el filósofo empirista creía resueltos vuelven a hacer acto de presencia.

Según el Quine de “dos dogmas”, estos dos pilares son mucho menos sólidos de lo que podría parecer. El
argumento de Quine puede desglosarse en dos pasos. El primero de ellos consiste en apercibirse de que (1)
implica (2): si está justificado hablar del significado de una proposición, habrá que contar con el caso
límite de proposiciones que sean verdaderas y cuyo significado empírico sea nulo. Una vez que hablamos
de la posibilidad de que haya experiencias que confirmen una proposición, no podremos excluir el caso de
esas proposiciones cuyo conjunto de consecuencias confirmatorias (o desconfirmatorias) sea vacío.
Semejantes proposiciones serán verdaderas o falsas con independencia de qué experiencias se tomen como
piedra de toque. (Estas serán las proposiciones analíticas).

El segundo paso consiste en ver cómo los intentos de definir criterios de distinción entre proposiciones
analíticas y proposiciones sintéticas fallan sistemáticamente hasta un punto en que llegamos a
convencernos de que el criterio buscado simplemente no existe. En ese mismo momento concluimos que
(2) es un principio falso. Ahora bien, si (1) implica (2) y si éste es falso, el principio (1) también habrá de
serlo (según un razonamiento en modus tollens). Con esto, los dos dogmas han sido rebatidos.

En Dos dogmas Quine examina detenidamente diversos criterios de distinción entre lo analítico y lo
sintético. Veamos alguno de estos argumentos:

Una idea popular que parece estar de acuerdo con la distinción analítico-sintético es ésta: si deseamos
saber si un enunciado es analítico -es decir, verdadero en virtud del significado de sus términos- basta con
que consultemos en un diccionario el significado que poseen. Esa consulta permitirá determinar, sin
investigar cuáles son los hechos del mundo, su verdad o falsedad. Así, por ejemplo, una ojeada de la
palabra hombre, en un diccionario mínimamente completo, nos permitirá dar con la acepción oportuna que
verifique el carácter analítico de la proposición:

a) Los hombres son seres dotados de razón

Sin embargo, semejante maniobra aplicada a la palabra araucaria será incapaz de establecer el valor de la
verdad de la proposición

b) En Ibiza hay araucarias traídas por emigrantes isleños.

La diferencia se explica por la analiticidad de (a) y la sinteticidad de (b). La distinción parece, por tanto,
impecable.

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A este planteamiento Quine objeta que los diccionarios sean el tipo de obra que contiene los significados
de las palabras, si por significado se entiende algo diferente de información empírica o información
relativa a los hechos (es decir, al mundo). Por el contrario, los diccionarios recogen los usos de las
palabras, y los lexicógrafos que los organizan y los redactan no entran en la cuestión de si sus definiciones
plasman significados u otra cosa distinta. De hecho, raro será el diccionario que, en la entrada
correspondiente a esmeralda no diga que las esmeraldas son verdes. Significa esto que la proposición (c)
“Todas las esmeraldas son verdes” es una proposición analítica, es decir, con independencia de cómo es el
mundo, de cómo son las esmeraldas? La respuesta es tajantemente negativa. (Es más, hay diccionarios que
llegan a decir cosas tales como que las esmeraldas están formadas de silicato de alúmina y de glucina
teñido de óxido de cromo. El que tales sustancias den lugar a un bello color verde cuando se tiñen de
óxido de cromo no es, con seguridad, una circunstancia puramente lingüística, sino un afortunado
accidente de la naturaleza). Por consiguiente, o bien admitimos que (c) no expresa un hecho del mundo, o
bien renunciados a la idea de que los significados de las palabras son esas cosas que dan los diccionarios.

Una vez arruinada la doctrina de que hay verdades en virtud del lenguaje y verdades en virtud de los
hechos, la concepción empirista del sistema del conocimiento humano ha de cambiar de un modo radical.
Ya no hemos de admitir, para empezar, que las verdades lógicas y matemáticas estén a salvo de refutación
empírica. Todas las proposiciones habrán de considerarse, a partir de ahora, sintéticas en un mayor o
menor grado. Proposiciones como 7+5 = 12, que hasta ahora se han considerado necesarias, no tienen un
estatuto diferente de (b) o (c). Esto no significa que haya en algún lado observaciones o experiencias que
muestren que 12 no es el resultado de sumar 7 y 5. Significa que no hay nada que excluya, como
posibilidad lógica, un vuelco tal en el sistema de todo nuestro conocimiento que quite a esas proposiciones
el lugar que hasta el momento se les ha reconocido.

Esta idea se capta mejor si se tiene en cuenta que las proposiciones no se confirman una a una, sino en
bloques o conjuntos. Esto es especialmente cierto en el caso de las afirmaciones de la ciencia con un
contenido teórico más alto (es decir, de aquellas proposiciones que hablan de entidades inobservables).
Ninguna de ellas está sujeta por sí sola a confirmación. Lo está en conjunción con otras proposiciones
auxiliares de diverso tipo o incluso en conjunción con otras teorías científicas. Por ello, cuando una
proposición queda aparentemente refutada, es posible mantenerla a salvo como verdadera efectuando
cambios en -o renunciando a la verdad de- las proposiciones adyacentes o acompañantes. Cabe, además, la
posibilidad de que estos cambios sean menos drásticos y mutilen menos el cuerpo de conocimiento
acumulado si se efectúan sobre el aparato lógico o matemático de la teoría o teorías implicadas en el caso.
El que una posibilidad como esta no pueda olvidarse es lo que permite a Quine afirmar que todas las
proposiciones pueden ser objeto de revisión.

Para el empirismo clásico todas las verdades sobre el mundo derivan inductivamente de la experiencia. A
esta visión opone Quine la de que todas las verdades (sin restricción) pueden serconfutadas por la
experiencia. El matiz importante arrastra consigo la cláusula de que no se confirman (verifican)
proposiciones una a una y por separado, sino en bloques o conjuntos de proposiciones. Esta doctrina
recibe el nombre de holismo semántico. La renuncia a la distinción analítico-sintético y la adhesión al
holismo semántico son pasos obligados en la adhesión a un empirismo sin dogmas.

3.6 Putnam

Las teorías descriptivas de la referencia aceptan la tesis según la cual los términos generales tienen tanto
un sentido, o intensión, como una referencia, o extensión. De acuerdo con las teorías descriptivas, la
intensión determina la extensión, es decir, si conocemos la intensión de un término podemos fijar con toda
precisión su extensión. Dos hablantes competentes del castellano que tengan en su vocabulario la palabra
“tigre” habrán “captado” el mismo concepto, y estarán en el mismo estado psicológico. Es por tanto
indiferente partir de que la intensión determina la extensión, o considerar que el estado psicológico (que
determina la intensión) es el que determina la extensión.

Putnam comienza su reflexión pidiéndonos que imaginemos que en la galaxia se encuentra un planeta,
idéntico en todo a la Tierra, excepto en aquellos aspectos relevantes para la argumentación, al que

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llamaremos Tierra-Gemela. Supongamos que una de las diferencias entre los dos planetas radica en que el
agua de la Tierra-gemela, idéntica a la nuestra en todas las características superficiales, no es H2O, sino
que tiene una fórmula química que representaremos como XYZ. Por supuesto que los hispanohablantes de
la Tierra-gemela usan la palabra “agua” exactamente del mismo modo que nosotros, pero lo que allí se
llama “agua” no es H2O, sino XYZ.

Consideremos un hablante terráqueo llamado Ángel y su réplica en la Tierra-gemela, Ángel-g. Situémonos


en el año 1750, antes del descubrimiento de la química. Ángel y Ángel-g se encontraban en el mismo
estado psicológico: ambos concebían el agua como el líquido incoloro, que llena los ríos, etc.; la intensión
del término “agua” es idéntica. Sin embargo, cuando Ángel, en la Tierra, usa el término “agua”, de lo que
está hablando es de H2O, mientras que cuando en la Tierra-gemela Ángel-g utiliza el mismo término está
hablando de XYZ. Queda claro que el estado psicológico del hablante (y por tanto la intensión) no
determina la extensión, aquellas cosas en el mundo de las que el término es verdadero. Esto es así aunque
los hablantes y sus comunidades lingüísticas desconozcan la composición química del agua.

La razón por al cual el término “agua” tiene la misma extensión en 1750 que en la actualidad es su rigidez,
el hecho de que en ninguno de los dos momentos históricos es sinónimo del conjunto de propiedades que
definen el concepto agua.

Si se introduce el término “agua” mediante una definición ostensiva que utiliza una determinada muestra
con una fórmula del tipo “a esto se le llama ‘agua'”, se presupone que este líquido es el mismo que aquel
al que en mi comunidad lingüística se le llama agua. De este modo se establece la condición necesaria y
suficiente que ha de cumplir una sustancia para ser agua: la de hallarse en la relación “mismo líquido”
(mismoL) con la sustancia de la muestra. Ahora bien, precisar esta relación mismoL es algo que compete a
la ciencia de cada momento histórico, y se pueden cometer errores. Pero estos errores no implican que el
significado del término “agua” sufra variaciones a lo largo de la historia, puesto que la intención de los
hablantes siempre ha sido la de aplicar el término a aquella sustancia que comparta la naturaleza de
aquello a lo que realmente se considera tal, y nunca ha existido la pretensión de hacer el término sinónimo
de las descripciones, científicas o no, de la sustancia en cuestión. El significado es constante, pero nos
podemos equivocar al determinar la extensión.

Así, el hecho de que un hispano-hablante podría haber llamado “agua” a XYZ en 1750, aunque él o los
que siguiesen no habrían llamado agua al XYZ en 1800 o en 1850, no significa que el “significado” de
“agua” cambiara en ese intervalo para el hablante medio. En 1750 o en 1850 o en 1950 uno podría haber
apuntado con el dedo al líquido del lago Michigan en tanto que ejemplo de “agua”. Lo que cambió fue que
en 1750 habríamos pensado erróneamente que XYZ guardaba la relación mismoL con el líquido del lago
Michigan, mientras que en 1800 o en 1850 habríamos sabido que ése no era el caso (ignoro, naturalmente,
el hecho de que el líquido del lago Michigan era en 1950 un agua dudosa) (H. Putnam, “El significado de
‘significado'”, en L. M. Valdés,La búsqueda del significado, pp. 131-194 (p. 142)

Con respecto a los deícticos (aquellas expresiones cuya referencia sólo puede determinarse en función de
ciertas características del contexto de emisión, “yo”, “aquí”, etc.), tienen convencionalmente asignado un
sentido, pero ese sentido no es suficiente para determinar la referencia. sólo el conocimiento del contexto
de uso puede hacerlo. En este caso, también se puede afirmar que la intensión no determina la extensión.
Pues bien, en la teoría de Putnam, el medio natural imprime a los términos de género natural una cierta
indicabilidad en la medida en que proporciona el contexto en el que se fija la referencia y por tanto
determina el patrón que sirve para juzgar la pertenencia o no a una clase de cualquier ejemplar:

Nuestra teoría puede resumirse diciendo que palabras como “agua” tienen un elemento indicador oculto: el
“agua” es una sustancia que guarda con el agua de por aquí una cierta relación de similaridad. En un
tiempo o en un lugar distintos, o incluso en otro mundo posible, el agua,si es que ha de ser agua, ha de
estar con nuestra “agua” en la relación mismoL. Así pues, la teoría de que (1) las palabras tienen
“intensiones”, que son algo parecido a los conceptos vinculados a las palabras de los hablantes; y que (2)
la intensión determina la extensión, no puede ser verdadera en lo que toda a las palabras que designan
clases naturales, como “agua”, por la misma razón por la que no puede ser verdadera para el caso de

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palabras obviamente indicadoras, como “yo” (ibid., p. 152)

¿Cómo se articula la determinación de la referencia con el hecho innegable de que distintos hablantes
tienen distinto conocimiento de la misma, es decir, que no todos los hablantes competentes en castellano
saben que el agua es H2O y, sin embargo, estos son los criterios determinantes para clasificar a una
determinada sustancia como agua?

Conforme las sociedades crecen en complejidad y la ciencia se desarrolla, un número mayor de palabras
precisan de un conocimiento especializado acerca de la naturaleza de su extensión y del tipo de pruebas
para determinarla. El hablante medio tiene un conocimiento acerca de la extensión de este tipo de palabras
que se limita generalmente a las características observables y que no incluye, desde luego, aquellos
criterios que permiten fijar con precisión su extensión. Pero cualquier hablante sabe que, en caso de
necesidad, puede recurrir a algún experto capacitado para precisar si un determinado ejemplar pertenece o
no a la clase de que se trate. De este modo, la determinación de la extensión depende de la cooperación
social, y no es función del conocimiento de cada hablante competente. Los criterios que se utilicen para
determinar la pertenencia o no de un ejemplar a la extensión del término general, se encuentran presentes
en la sociedad colectivamente considerada, estableciéndose lo que Putnam denomina “división del trabajo
lingüístico”.

Si no todo lo que se sabe acerca de un género natural tiene que ser conocido por el hablante medio, ¿qué
tipo de conocimiento es suficiente para poderlo considerar competente en el lenguaje? Cuando alguien nos
pregunta por el significado de un término de género natural, la respuesta adopta típicamente la forma de
una ostensión, o, si no disponemos en el entorno de un ejemplar del género natural en cuestión, ofrecemos
una descripción. Esta descripción integrará las características usuales de los miembros normales de las
clase de que se trate. A este conjunto de rasgos generales lo denomina Putnam estereotipo. Para considerar
que una persona conoce una determinada palabra, son necesarios los siguientes requisitos: 1) ha de hacer
un uso cabal de la misma, 2) su posición en su entorno social y natural ha de ser tal que la extensión del
término en cuestión ha de ser, efectivamente, la totalidad de ese término. Esta cláusula pretende excluir del
conjunto de usuarios conocedores de una palabra a los hablantes de la Tierra-gemela que denominan
“agua” a un líquido distinto al agua de la Tierra. Este conocimiento mínimo de los términos constituye el
estereotipo, que Putnam define así:

En el habla ordinaria, un “estereotipo” es una idea convencional (frecuentemente maliciosa y que puede
ser harto imprecisa) de cómo parece ser, de cómo es o de cómo se comporta un X. Obviamente, exploto
algunos de los rasgos del habla común. No me ocupo de estereotipos maliciosos (salvo donde el lenguaje
mismo lo sea); lo hago de ideas convencionales, que pueden ser imprecisas. Sugiero que ideas
convencionales así se hallan asociadas a “tigre”, a “oro”, etc., y más aún: que esto es el solo elemento de
verdad que hay en la teoría del “concepto”.

De acuerdo con esta tesis, a quien sepa lo que significa “tigre” (o, como hemos decidido hacer en su lugar,
quien haya adquirido la palabra “tigre”) se le pide que sepa que los tigresestereotípicos tienen la piel
rayada. Dicho en términos más precisos: hay un estereotipo de los tigres (él puede tener otros) que la
comunidad lingüística como tal exige: se le pide que tenga este estereotipo y que sepa (implícitamente)
que es obligatorio. Este estereotipo debe incluir el rasgo de las rayas en la piel, para que su adquisición se
juzgue conseguida (ibid., pp. 169-70)

Si bien los estereotipos recogen rasgos verdaderos de los miembros normales de la clase de que se trate,
puede ocurrir que incluyan algún error que, no obstante, facilite la comunicación. El tipo y la cantidad de
información que integran el estereotipo dependerán del tema y de la cultura.

El conocimiento que la comunidad lingüística exige al hablante individual y que garantiza la


comunicación, queda muy por debajo del que es necesario para la determinación de la referencia en el
caso de los términos de género natural. Para esta función se requiere tanto la cooperación de la sociedad
como la del entorno natural. La sociedad interviene a través de la división del trabajo lingüístico, y el
entorno natural proporcionando las muestras paradigmáticas que determinan la extensión. De ahí el
eslogan putnamiano “los significados no están en la cabeza”. De qué hable alguien no es función de lo que

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conoce acerca de la extensión. Cuando un hablante castellano habla del oro se está refiriendo, en virtud de
cómo está situado en su comunidad lingüística y en el mundo natural, a lo que se define como “metal
amarillo de los llamados ‘preciosos’, número atómico 79, se encuentra en la naturaleza sólo nativo, es uno
de los metales más pesados, muy dúctil y maleable y atacable sólo por el cloro, el bromo y el agua regia”.
Ésta es la extensión del término “oro” que está utilizando, aunque lo único que él sepa acerca del oro es
que se trata del metal amarillo con el que se hacen las joyas.

3.7 Kripke

Kripke ha originado lo que se ha llamado “nueva teoría de la referencia”, o también la denominada teoría
de la referencia directa. Según Kripke no es necesario que el hablante conozca las características del
referente de modo tal que este conocimiento resulte idóneo para fijar un único objeto en la realidad
extralingüística. Kripke argumenta, además, en contra del carácter necesario de la relación entre el nombre
y la mayoría de las propiedades que se atribuyen a su portador.

Según las teorías descriptivas, consigo referirme a alguien si conozco algún dato que le identifica de
manera unívoca. La pregunta es: ¿es cierto que asociamos a los nombres propios que usamos este tipo de
conocimiento? Y, si no es así, ¿realmente no conseguimos referirnos a un particular? Para responder a
estas preguntas Kripke propone el siguiente ejemplo: lo único que saben de Einstein la mayoría de los
hablantes es que fue el autor de la teoría de la relatividad, pero si se les pregunta qué saben de la teoría de
la relatividad, en general, lo único que saben es que es la teoría de Einstein. Se incurre, pues, en una
circularidad que no puede, en ningún caso, constituir el conocimiento suficiente para identificar a un
individuo en la realidad extralingüística. Sin embargo, cuando un hablante de este tipo afirma “Deberían
de explicar la teoría de Einstein en las facultades de Filosofía”, nos parece claro que, a pesar de todo, se
refiere a Einstein.

Es decir, aún sin poseer un conocimiento identificador unívoco del referente, un hablante puede conseguir
referirse a un particular. Sorprendentemente, también cuando un hablante asocia al nombre una
descripción identificadora errónea, intuimos que consigue referirse con éxito. Mucha gente diría de
Cristóbal Colón que fue el primer europeo que pisó suelo americano, descripción que es verdadera de
algún nórdico.

Los dos ejemplos anteriores no dependen para su validez de que el error sea algo individual; la situación
es similar cuando el error se extiende a la totalidad de los miembros de una comunidad lingüística

Estos dos ejemplos no dependen para su validez de que el error sea algo individual; la situación es similar
cuando el error se extiende a la totalidad de los miembros de una comunidad lingüística. Otro ejemplo.
Para la mayoría de los miembros de nuestra sociedad, “Bizet” es el nombre del compositor de la ópera
Carmen. Imaginemos que Bizet no compuso en realidad la obra, sino que se apropió de ella furtivamente.
Este hurto fue posible gracias a que Bizet fue el único testigo de la muerte de su autor real, M. Grévy, que
había dejado la ópera concluida en una repisa de su estancia, pudiendo de este modo Bizet sustraerla sin
levantar sospechas. De acuerdo con la teoría descriptiva, el referente de un nombre propio es el objeto que
satisface la/s propiedad/es expresadas por el sentido; por lo tanto, el referente de “Bizet” es el objeto del
cual se puede predicar con verdad que es el autor de la ópera Carmen, es decir, M. Grévy. Pero nuestras
intuiciones nos dicen que esto no es así, que a pesar del hurto, cuando alguien utiliza el nombre propio
“Bizet” habla realmente de Bizet y no de M.l Grévy. La posibilidad definición ijar el referente mediante
una propiedad contingente que puede a la postre ser falsa, permite dar cuenta de este tipo de fenómenos.

Un caso más opuesto si cabe a las pretensiones de las teorías descriptivas viene dado por la posibilidad de
referirse a alguien a pesar de que todo lo que se sabe de él constituya una leyenda. Kripke ilustra esta
posibilidad con el caso del personaje bíblico Jonás. Aunque los eruditos bíblicos piensan que existió, todo
lo que se sabe de él (que fue tragado por un gran pez, etc.) es obviamente falso, y no es verdadero de
ninguna otra persona. A pesar de todo, es posible referirse a Jonás cuando se utiliza el nombre propio
“Jonás”.

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Las teorías descriptivas de la referencia vinculan la teoría del sentido de los nombres con la teoría de la
referencia. Ambas dimensiones son interdependientes: la descripción que constituye el sentido del nombre
sirve, al mismo tiempo, para fijar el referente. La propuesta de Kripke podría resumirse diciendo que
reelabora el problema de la fijación del referente y lo desliga de la cuestión del sentido. Es decir, una
descripción como “La reina egipcia que se suicidó en el 30 a.C. junto a Marco Antonio”, puede utilizarse
para fijar el referente del nombre “Cleopatra”, pero esto no la convierte en sinónima del nombre. De este
modo, el carácter contingente de la descripción deja de ocasionar problemas.

La relación entre un nombre y las descripciones asociadas no puede considerarse, según Kripke, una
relación de sinonimia. Una descripción, que expresa un hecho contingente acerca del referente, puede
usarse para fijar el referente de un nombre, pero, una vez fijado, el nombre funciona comodesignador
rígido, pudiendo incluso plantearse la posibilidad de que la descripción usada para fijarlo resulte ser falsa.

El término designador es usado por Kripke para referirse tanto a nombres propios como a descripciones
definidas.

Llamemos a algo un designador rígido si en todo mundo posible designa al mismo objeto; llamémosle un
designador no rígido o accidental si no es éste el caso […] Una de las tesis que sostendré en estas charlas
es que los nombres son designadores rígidos (El nombrar y la necesidad, p. 56)

Del mismo modo que los nombres propios designan al portador sin ningún tipo de mediación epistémica,
los términos de género natural (agua, cebra, …) designan su extensión rígidamente. Veámoslo con un
ejemplo de Kripke. Imaginemos que, debido a una serie de cambios atmosféricos, el agua adquiere un
ligero color esmeralda y mantiene el resto de sus propiedades. Sin duda, seguiríamos pensando que el
líquido que llena los mares y ríos, etc., es agua. Supongamos que sucede algo similar con el resto de la
propiedades observables del agua, de modo que llegamos a dudar si el líquido en que se ha transformado
el agua seguirá o no siendo agua. ¿Cuál se supone que sería la reacción natural para salir de la duda?
Parece obvio que acudiríamos a un experto parar que averiguara mediante un análisis químico si el líquido
en cuestión sigue teniendo la composición química del agua, es decir, H2O. Del mismo modo que la
propiedad contingente de ser el maestro de Alejandro Magno podía servir para fijar la referencia del
nombre propio “Aristóteles” sin convertirse en su sinónimo, las propiedades observables contingentes del
agua pueden servir para fijar la referencia del término de género natural “agua” sin constituirse en su
sinónimo. Al igual que el origen de Aristóteles como persona es lo que proporciona el criterio para hablar
de una continuidad del referente, la composición química del agua constituye una propiedad que puede ser
considerada como esencial, puesto que es lo que define la clase natural en cuestión.

¿Cómo se dilucida la semántica de los términos de género natural? Se postula un bautismo hipotético, que
desempeña la misma función que el bautismo inicial en el caso de los nombres propios. Se supone que en
un momento dado quedaron asociados, mediante ostensión o definición, un determinado término de
género natural con una clase natural concreta. A partir de ese momento, se establece una cadena de
comunicación tal que, cuando un hablante usa el nombre de un género natural con el que no ha estado
nunca en contacto, consigue referirse a este género por su pertenencia a la cadena causal correspondiente:

el nombre de la especie puede pasarse de eslabón en eslabón, exactamente como en el caso de los nombres
propios, de manera que quienes han visto muy poco o ningún oro pueden sin embargo usar el término. Su
referencia se determina mediante una cadena causal (histórica), no mediante el uso de ningún ejemplar (El
nombrar y la necesidad, p. 145)

Este análisis nos lleva a responder al problema de cómo son posibles los enunciados contingentes de
identidad. Este problema es analizado por Kripke en “Identidad y necesidad”, y su respuesta es:

… en ambos casos, tanto en el de los nombres como en el de las descripciones, los enunciados de
identidad son necesarios y no contingentes. Esto es, son necesarios si es que son verdaderos.

Kripke adopta como noción de necesidad, la necesidad en sentido débil, según la cual es necesario aquel
enunciado en el que, siempre que los objetos mencionados en él existan, el enunciado será verdadero.

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Su primer argumento a favor de esta postura tiene su base en el siguiente razonamiento lógico:

(1) (x) (y) [x = y) ® (Fx ® Fy)]

(2) (x) (x = x)

(3) (x) (y) (x = y) ® [ (x = x) ® (x = y)] (por sustitución en (1)

(4) (x) (y) ((x = y) ® (x = y))

La postura de Kripke es que cualquiera que crea (2) (y la verdad de (2) parece algo indiscutible),
necesariamente tiene que creer (4). Ahora bien, lo que en cuatro se afirma es que los enunciados de
identidad son necesarios.

En todo esto, sin embargo, parece haber una paradoja. Para ilustrar esta paradoja veamos el enunciado

(5) El primer director general de Correos de USA es el inventor de los lentes bifocales

Parece ser que este enunciado es un enunciado contingente, a pesar de ser un enunciado de identidad, pues
es evidente que no era necesario que el primer director general de Correos fuese el inventor de los lentes
bifocales. ¿Cómo conciliar (4) con (5)?. Según Kripke esta aparente paradoja queda resuelta si tenemos en
cuenta la noción russelliana de “alcance de una descripción”; es decir, la solución de Kripke consiste en
sustituir en (4) los cuantificadores universales por descripciones; según esto, (5) se podría traducir como:

(5′) Hay un objeto x tal que x inventó los lentes bifocales, y es una cuestión de hecho contingente que hay
un objeto y tal que y es el primer director general de correos de USA, y necesariamente x = y

Con esta interpretación de (5), queda salvada la aparente paradoja existente entre (4) y (5), pues se puede
mantener la opinión de que (4) es verdadero a pesar de que el hecho mencionado en (5) sea un hecho
totalmente contingente.

Ahora bien, ¿qué pasa con los nombres propios?. En una primera aproximación, parece que la función de
los nombres propios es la de hacer referencia a un objeto, y no la de describir al objeto nombrado; de aquí
se sigue que si a es b, necesariamente a ha de ser b. Según esto, cuando hacemos enunciados de identidad
entre nombres, si los enunciados son verdaderos, tienen que ser necesarios. Sin embargo, esto parece
falso, como lo “demuestra” el hecho de que

(6) Hesperus es Phosphorus

es una verdad contingente, empírica, que podría haber resultado de otra manera, pues, en efecto, es del
todo contingente que el objeto celeste al denominamos Hesperus sea el mismo objeto celeste que aquel al
que denominamos Phosphorus.

¿Cómo negar que (6) es una verdad contingente y seguir, por tanto, manteniendo nuestra tesis de que “los
enunciados de identidad son necesarios, si es que son verdaderos”?. La solución de Russell consiste en
afirmar que los nombres propios de (6) no son nombres propios, sino descripciones.

La argumentación de Russell es como sigue:

… si queremos reservar el término “nombre” para cosas que realmente sólo nombran un objeto sin
describirlo, los únicos nombres propios genuinos que podemos tener son los nombres de nuestros propios
datos sensoriales inmediatos, de los objetos “que se nos hacen presentes de manera inmediata”. Los únicos
nombres de esa naturaleza que aparecen en el lenguaje son demostrativos tales como “esto” y “eso”

Es claro, según Kripke, que si aceptamos la tesis de Russell, se cumple el requisito de la necesidad de la
identidad en los nombres propios. Ahora bien, si por nombre propio entendemos no una noción artificial,
tal como la de Russell, sino un nombre propio en el sentido ordinario, entonces parece ser que sí puede

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haber enunciados contingentes de identidad en los que se usan nombres propios, entonces (4) estaría
equivocado. Un ejemplo en favor de esta tesis podría ser el siguiente:

(7) H20 es agua

(7) es un enunciado contingente de identidad pues, de lo contrario, no habría sido necesario un


descubrimiento científico para conocerlo, lo habríamos sabido desde siempre. Kripke, sin embargo, no
está de acuerdo con esta afirmación. Él sigue pensando que los enunciados de identidad son necesarios, si
es que son verdaderos. ¿Cómo fundamentar esto?.

La postura de Kripke tiene a su base las dos siguientes distinciones:

(1) Distinción entre designador rígido y designador no rígido. Un designador rígido es aquel que designa
al mismo objeto en todos los mundos posibles: 25 = 52. Un designador no rígido, por el contrario, es aquel
que no designa al mismo objeto en todos los mundos posibles: “Franklin fue el inventor de los lentes
bifocales”. Al hablar de designador rígido, Kripke no quiere implicar que el objeto referido tenga que
existir en todo mundo posible, esto es, que tenga que existir necesariamente, lo único que quiere decir, es
que

… en cualquier mundo posible donde el objeto en cuestión exista, en cualquier situación en la que el
objeto existiera, usamos el designador en cuestión para designar a ese objeto. En una situación en la que el
objeto no exista, entonces debemos decir que el designador no tiene referente y que el objeto en cuestión
así designado no existe (p. 110)

La idea es que nombres propios y descripciones definidas se comportan de modo diferentes en contextos
modales. Los nombres propios son designadores rígidos: designan el mismo individuo en todo mundo
posible en el que ese individuo existe. Las descripciones definidas son designadores no rígidos: cambian
de referencia de mundo posible a mundo posible. Kripke sostiene que las teorías de Frege y Russell
confunde las nociones de fijar la referencia y de un nombre y dar el significadodel mismo. Aunque
podemos fijar inicialmente la referencia de un nombre por medio de una descripción definida (‘Cicerón es
el autor del De fato‘), al hacerlo utilizamos una propiedad accidental del nombre (pues Cicerón podría no
haber escrito De fato) y por ello la descripción no da el significado del nombre. Esa descripción es un
designador no rígido porque hay mundos posibles en los que Cicerón no escribió De fato. Una vez que
hemos fijado la referencia de un nombre mediante una descripción definida, seguimos usando el nombre
como designador rígido de su portador. Todos los nombres son designadores rígidos y, aunque la mayoría
de las descripciones son designadores no rígidos, algunas, las que especifican propiedades esencial de los
objetos, también son rígidas.

(2) Distinción entre a priori y necesario. Una verdad a priori es aquella que puede conocerse como
verdadera independientemente de la experiencia. Un enunciado necesario es aquel que es verdadero y no
puede ser de otra manera. Puede darse el caso de que todo lo necesario, seacognoscible a priori, pero ello
no hace de estas dos nociones algo idéntico, pues la noción de ser necesario hace referencia a la ontología,
mientras que la noción de cognoscibilidad a priori se refiere a la epistemología.

A continuación, pregunta Kripke: ¿todo lo que es necesario es cognoscible a priori o conocido a priori?.
Su respuesta es la siguiente: «… no es trivial que sólo porque un enunciado sea necesario pueda ser
conocido a priori. Se requieren considerables aclaraciones antes de decidir qué puede conocerse de esta
manera. Y así, esto muestra que aun si todo lo necesario es a priori en algún sentido, esto no debe tomarse
como una cuestión trivial de definición» (p. 116). Un ejemplo que apoya la postura de Kripke es la
conjetura de Goldbach (todo número par es la suma de dos números primos). ¿Es esta conjetura verdadera
o falsa? Si es verdadera es necesaria; ahora bien, si éste es el caso, ¿por qué no lo sabemos si todo lo
necesario es conocido a priori?.

Otro argumento a favor de la tesis de Kripke es la teoría esencialista. Según esta teoría, si esta mesa está
hecha de madera, corresponde a su esencia el estar hecha de madera, de modo que una mesa de hierro no
podría ser nunca esta mesa. Ahora bien, esta teoría sólo puede ser verdadera si distinguimos, por un lado,

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entre verdad a priori y verdad a posteriori y, por otro, entre verdad necesaria y verdad contingente, pues
aunque sea necesario el que esta mesa no esté hecha de hierro, esto no es algo que conozcamos a priori
pues, ¿cómo podría yo saber, antes de haber visto nunca esta mesa, que estaba hecha de madera y no de
hierro?. Ahora bien, dado que esta mesa no está hecha de hierro (y esto es conocimiento a posteriori),
necesariamente no está hecha de hierro:

… si P es el enunciado de que el atril no está hecho de hielo, uno conoce por un análisis filosóficoa priori
algún condicional de la forma “si P, entonces necesariamente P”. Si la mesa no está hecha de hielo,
necesariamente no está hecha de hielo. Por otro lado, entonces, conocemos mediante una investigación
empírica que P, el antecedente del condicional, es verdadero, que esta mesa no está hecha de hielo.
Podemos concluir por modus ponens:

P®P

—————-

La conclusión, ‘p’, es que es necesario que la mesa no esté hecha de hielo y esta conclusión es conocida a
posteriori, ya que una de las premisas en las que se basa es a posteriori. De esta manera, la noción de
propiedades esenciales puede mantenerse siempre y cuando se distingan las nociones de verdad a priori y
verdad necesaria, y yo la mantengo (p. 118)

La argumentación de Kripke continúa del siguiente modo: si en un enunciado de identidad se utilizan


designadores rígidos, es claro que los enunciados de identidad son necesarios. Por otro lado, en los
enunciados de identidad donde no hay designadores rígidos, lo que ocurre es lo siguiente: el designador no
es rígido en el sentido de que podría haber sido, o podríamos haber elegido otro, es decir, que en otro
mundo posible podría haber sido otro el designador que hiciese referencia a una determinada cualidad;
ahora bien, una vez que el designador no rígido ha sido elegido, se convierte en un designador rígido

… lo que puede ser el caso es que nosotros fijemos la referencia del término ‘Cicerón’ mediante el uso de
una frase descriptiva tal como ‘el autor de estas obras’. Pero una vez que tenemos fijada esta referencia,
entonces usamos el nombre ‘Cicerón’ rígidamente para designar al hombre que de hecho hemos
identificado mediante su calidad de autor de estas obras. No lo usamos para designar a quienquiera que
hubiese escrito estas obras en lugar de Cicerón, si es que alguien más las escribió (pp. 121-122)

Por otro lado, los que defienden que existen enunciados de identidad que no son necesarios, confunden la
necesidad de que algo tenga una determinada propiedad, con la contingencia de que la propiedad o
propiedades de esa cosa produzcan unos determinados efectos. Por ejemplo, una cosa es que el calor sea el
movimiento de las moléculas (esto es necesario), y otra cosa distinta es que el calor produzca en nosotros
el efecto que produce (esto es contingente). Los que afirman que hay enunciados de identidad
contingentes, confunden la composición del calor con los efectos que produce en nosotros y, por ello,
afirman que el enunciado “El calor es el movimiento de las moléculas” es un enunciado contingente,
cuando lo que realmente ocurre es que es verdadero.

4. La teoría ideacional

La formulación clásica de la teoría ideacional arranca del filósofo inglés John Locke, quien, en su Ensayo
sobre el entendimiento humano, sección 1, capítulo 2, libro III, dice:

Resulta, pues, que el uso de las palabras consiste en que sean las señales sensibles de las ideas; y las ideas
que se significan con las palabras son su propia e inmediata significación.

Éste es el tipo de teoría que, implícitamente, conciben quienes piensan que el lenguaje es un “medio o

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instrumento para la comunicación del pensamiento”, o una “representación física exterior de un estado
interno”, o la propia de quienes defienden la oración como una “cadena de palabras que expresan un
comportamiento completo”. En el pasaje inmediatamente anterior al que se acaba de citar Locke dice:

Aun cuando el hombre tenga una gran variedad de pensamientos, y tales, que de ellos otros hombres, así
como él mismo, pueden recibir provecho y gusto, sin embargo, esos pensamientos están alojados dentro de
su pecho, invisibles y escondidos de la mirada de los otros hombres, y, por otra parte, no pueden
manifestarse por sí solos. Y como el consuelo y el beneficio de la sociedad no podía obtenerse sin
comunicación de ideas, fue necesario que el hombre encontrara unos signos externos sensibles, por los
cuales esas ideas invisibles de que están hechos sus pensamientos pudieran darse a conocer a otros
hombres… Es así como podemos llegar a concebir de qué manera las palabras, por naturaleza tan bien
adaptadas a aquel fin, vinieron a ser empleadas por los hombres para que sirvieran de signos de sus ideas;
no, sin embargo, porque hubiera alguna natural conexión entre sonidos particulares aislados y ciertas
ideas, pues en ese caso no habría sino un solo lenguaje entre los hombres, sino por una voluntaria
imposición, por la cual un nombre dado se convierte arbitrariamente en señal de una idea determinada
(Locke, J., Ensayo sobre el entendimiento humano, México, F.C.E., 1982, II, ii, 1)

Según esta teoría, lo que hace que una expresión lingüística adquiera significado es el hecho de que se la
use regularmente en la comunicación como “marca” de una cierta idea; pero las ideas con las que
construimos pensamientos tienen una existencia y una función independientes del lenguaje. Sólo porque
sentimos la necesidad de transmitir a los demás nuestros pensamientos tenemos que hacer uso de
indicaciones observables por todos de las ideas puramente privadas que se deslizan a través de nuestras
mentes. Una expresión lingüística adquiere su significado a través de ser usada como tal indicación.

A cada expresión lingüística, a cada sentido distinguible de una expresión lingüística, debe corresponder
una idea, de modo tal que cuando se use una expresión lingüística con este sentido, se use como una
indicación de la presencia de esa idea. Siempre que se use una expresión lingüística con un sentido dado 1)
la idea debe estar presente en la mente del hablante, 2) el hablante debe producir esa expresión para
conseguir que el oyente se dé cuenta de que esa idea está en ese momento en su cabeza, y 3) en tanto en
cuanto la comunicación tuviera éxito, la expresión debería suscitar la misma idea en la mente del oyente

4.1 J. Locke

Sociedad y lenguaje están, en su génesis, estrechamente vinculados. La naturaleza social del hombre se
promociona y desarrolla mediante la palabra y su ejercicio, mediante el lenguaje. La significatividad de
éste es de carácter convencional. Es decir, no se da conexión natural alguna entre sonidos particulares
-palabras- e ideas, ya que entonces existiría únicamente una única lengua, un idioma en el mundo. Al
contrario, es por una voluntaria imposición por la que un nombre dado se convierte arbitrariamente en
señal de una idea determinada.

El lenguaje cumple dos funciones fundamentales: la de contribuir al desarrollo del conocimiento y la de


actuar, como el medio por excelencia que posee el hombre, para comunicar a sus semejantes sus propias
experiencias, internas o externas.

La primera función es posible en la medida en que las palabras favorecen la formación y organización de
las ideas de extensión universal. Si así no fuera, la mente se disgregaría en la múltiple confusión de las
existencias particulares y del vocabulario correspondiente, que habría de abarcar infinito número de
términos. Para remediar semejante inconveniente, el lenguaje perfeccionó el uso de las palabras,
ampliando el ámbito de su significatividad. De ser signo de ideas particulares, las palabras pasaron a ser
también signo de ideas generales, propiciando de este modo su formación, nexo y comparación. Por otra
parte, existen en el lenguaje vocablos que los hombres usan, no para significar idea alguna, sino para
significar la carencia o ausencia de las mismas. Igualmente, se dan palabras que designan acciones y
nociones muy lejanas de lo sensible que, aunque tienen origen en los sentidos, son de índole muy abstrusa,
por ser resultado de la abstracción sobre otras abstracciones.

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En su segunda función fundamental, el habla da a conocer a quien escucha las ideas de su interlocutor.
Esto es posible sólo si el hablante y oyente designan iguales o parecidas percepciones sensibles o sus
abstracciones derivadas con idénticas palabras, aceptadas de antemano por libre convención. A esta
situación se llega porque, al principio, los hombres han debido referirse a experiencias aproximadamente
comunes, al menos en la adquisición de sus ideas simples, a las que han atribuido palabras que las
significasen -que fueran su signo- y, con el uso continuado de las mismas, se ha garantizado cierta
estabilidad lingüística.

El signo se constituye en tal por su “estar en lugar de otra cosa”. Por medio de su referencia, el signo
acaba por contener en sí, esa otra cosa a la que remite y que configura su significado. Aquello en lugar de
lo cual se utilizan nuestras palabras son nuestras ideas o percepciones, simples o complejas, particulares o
generales. Resulta, pues, que el uso de las palabras consisten en que sean señales (signos) sensibles de las
ideas; “y las ideas que se significan con las palabras, son su propia e inmediata significación” (Ensayo…,
II, ii, 1).

Las palabras significan las ideas de quien las usa, y por medio de aquéllas se pretende expresar éstas. Se
da, por tanto, en la significación una referencia de los términos respecto a las ideas o percepciones de cada
individuo concreto y particular que los emplea.

Aunque las palabras, según las usan los hombres, solamente significan propia e inmediatamente las ideas
que están en la mente de quien habla, sin embargo hacen en su pensamiento una secreta referencia a otras
dos cosas. En primer lugar, remiten a las ideas de los otros hombres con quienes sostienen comunicación y
que se suponen son iguales o parecidas a las del que habla. Si no sucediera de este modo, no habría
comunicación ni entendimiento alguno entre los hablantes. Las palabras, en segundo lugar, remiten
también a la realidad de las cosas. Por ello, el lenguaje tiene que ver con la realidad de las cosas. De aquí
la relación que debe establecerse entre palabras, sustancias y modos.

Es verdad que las palabras, en virtud de un uso prolongado y familiar, llegan a provocar en los hombres
ciertas ideas de manera pronta y constante. Este fenómeno inclina fácilmente a pensar que entre palabra e
idea existe un nexo natural. Nada más erróneo, ya que la significación de la palabra es perfectamente
arbitraria. Esto se pone de manifiesto en el hecho de que las palabras, con mucha frecuencia, dejan de
suscitar en otros las mismas ideas de las que suponemos son signos. Además, todo hombre posee una tan
inviolable libertad de hacer que las palabras signifiquen las ideas que mejor le parezcan, que nadie tiene el
poder de lograr que otros tengan en su mente las mismas ideas que él tiene cuando usan las mismas
palabras que él usa. Es cierto, sin embargo, que el uso común, por un consenso tácito, apropia ciertos
sonidos a ciertas ideas en todos los lenguajes.

En la comunicación lingüística, en cuanto es vehículo de conocimiento, aparecen dos niveles: el de la


denominación de las ideas y el de la formación de los juicios.

A la hora de expresar una idea -primer nivel- nos encontramos con que las simples son indefinibles, cosa
que no sucede con las complejas. Las ideas simples únicamente se adquieren por aquellas impresiones que
los objetos mismos hacen sobre la mente. Ahora bien, como las palabras son sonidos, no pueden producir
en nosotros ninguna otra idea simple que no sea, precisamente, la contenida en esos sonidos. Lo contrario
acontece con las ideas complejas. En éstas importa, sobre todo, conseguir una buena definición. Para ello
se precisa enumerar los elementos simples -indefinibles en sí- que están ligados inmediatamente a la
experiencia. Con ello se configura la esencia del nombre general o común de las cosas, su esencia
nominal. Ésta, por tanto, queda constituida en su contenido significativo a partir de la experiencia
procedente del sentido interno o externo, sometida al proceso de abstracción. Así, la esencia nominal debe
distinguirse de la esencia real de los singulares y de la objetividad de los mismos.

El segundo nivel, en el que se desarrolla la comunicación lingüística, se construye con el material de las
ideas, según conexión o desacuerdo entre las mismas, y genera el ámbito de los juicios o proposiciones,
que cobra plenitud en el raciocinio. El acuerdo o desacuerdo de las ideas se realiza, según Locke, en
conformidad a cuatro tipos de relación: identidad, diversidad, coexistencia o conexión necesaria y
existencia real.

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4.2 Frege. Sobre sentido y referencia

La teoría de Frege tiene a su base dos principios: principio del contexto y el principio de
composicionalidad. Según el principio del contexto, «No se debe inquirir por el significado de expresiones
separadas, sino que debe investigarse su significado en el contexto de oraciones». Sin embargo, el
significado de las oraciones es derivado o secundario con respecto al de las palabras; el significado de las
oraciones está sistemáticamente determinado, en virtud de reglas composicionales, a partir del significado
de sus partes; éste es el principio de composicionalidad. Lo que propone el principio fregeano del contexto
es que las palabras no significan aisladamente, sino que su significado es una contribución específica al
significado de las oraciones en las que pueden aparecer. A pesar de lo que pudiera parecer, no existe
conflicto entre ambos principios. El principio de composicionalidad requiere que el significado de las
“palabras”, a diferencia del significado de las oraciones, sea asistemático, es decir, establecido caso a caso
por enumeración. El segundo requiere que el significado de las unidades léxicas, a diferencia del
significado de las oraciones, sea contextual, que las reglas del significado para las palabras hagan
necesariamente referencia al modo en que, dada una categoría semántica general a la que pertenecen,
contribuyan junto con palabras de otras categorías al significado de las oraciones. El principio del contexto
requiere, en definitiva, que las reglas que determinan el significado de las oraciones a parir del significado
de las palabras no tomen en consideración del mismo modo el significado de todas las palabras.

Aunque el significado de una oración venga sistemáticamente determinado por el significado de las
palabras que la componen, una oración no es una mera lista de palabras. Si una oración no es una mera
lista es porque las palabras pertenecen a distintas categorías semánticas, distinguidas por sus diferentes
funciones semánticas; por consiguiente, una especificación teórica del significado de las palabras debe
indicar cuál es su específico tipo de contribución al significado de las oraciones de las que pueden formar
parte. El significado de cada oración particular viene determinado sistemáticamente por el significado de
las palabras (o, mejor dicho, por el de las unidades semánticas que la componen: esto es el núcleo del
principio de composicionalidad. Especificar el significado de cada unidad semántica requiere indicar el
modo general en que las palabras de su misma categoría semántica contribuyen al significado de las
oraciones: éste es el núcleo delprincipio del contexto. El principio fregeano es así una tesis que contradice
la concepción agustiniana del lenguaje. El correlato de la concepción agustiniana es la idea de que los
significados de las palabras se explican mediante actos de ostensión; el principio fregeano del contexto
pone de manifiesto una deficiencia de esta idea, insistiendo en que las palabras no significan todas del
mismo modo. Es en parte ésta la razón por la cual no puede bastar un acto de ostensión para entenderlas.

Dado que un usuario competente del lenguaje es capaz de producir coherentemente oraciones nuevas, así
como de entender oraciones nuevas, debemos suponer que la propiedad que tienen las oraciones de tener
un cierto significado es sistemática: no se comprenden las oraciones como un todo, sino que de algún
modo su significado se obtiene del significado de sus partes. Esto es lo que dice el principio de
composicionalidad, y en este sentido el significado de las oraciones depende del significado de las
palabras. Por otro lado, una explicación del significado de una palabra debe consistir en una explicación
de cómo esa palabra contribuye a determinar el significado de las oraciones en las que aparece; porque,
dado que las oraciones no son meras sartas de palabras, es claro que las palabras deben contribuir de
modos distintos al significado de las oraciones. Esto es lo que el principio del contexto nos pide tomar en
cuenta. Ambos principios se complementan así coherentemente. De acuerdo con el principio del contexto,
una teoría del lenguaje debe especificar el significado de cada palabra, no como si la palabra fuese un
signo dotado por sí solo de significado, sino indicando al hacerlo de qué modo específico contribuyen las
palabras pertenecientes a una misma categoría al significado de las oraciones. Por otra parte, en la medida
en que la especificación del significado de las unidades léxicas se atenga al principio del contexto, el
significado de cada oración estará completamente determinado por las reglas que especifican el
significado de las unidades semánticas que la componen; y esto es lo que establece el principio de
composicionalidad.

Por consiguiente, la construcción de una teoría de las reglas composicionales que permiten determinar el
significado de las oraciones a partir del significado de las palabras requiere clasificar las palabras en
diferentes categorías o grupos. Estas categorías serán categorías semánticas, por cuanto se trata de

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categorías necesarias para determinar el significado de las oraciones a partir del significado de las
palabras. Una de estas categorías es la de los términos singulares. Son términos singulares para Frege las
descripciones definidas, los nombres propios en sentido estricto, y expresiones deícticas (cuya
contribución semántica depende del contexto en que se profieren) como ‘yo’, ‘tú’, ‘allí’, etc. La función
semántica de los términos en esta categoría es introducir un individuo particular acerca del cual trata el
discurso. Otras categoría es la de los predicados o términos generales, como ‘es mayor que’, ‘es rojo’, etc.
Otras sería la de las conectivas como ‘y’, ‘o’, etc. El principio del contexto nos llama la atención sobre el
hecho de que las expresiones en cada una de estas categorías contribuyen al significado de las oraciones de
modos específicos, distintos del modo en que lo hacen las expresiones de otras categorías y relativos los
modos propios de los unos a los otros.

En “Sobre sentido y referencia” Frege mantiene la tesis de que una teoría semántica debe necesariamente
asociar dos propiedades semánticas distintas con cada expresión: la expresión de unsentido y la referencia
a un referente. La argumentación fregeana a favor de esta tesis tiene la forma de una paradoja: se enuncian
tres proposiciones, aparentemente inconsistentes entre sí, cada una de ellas altamente plausible. Se ofrece
entonces la distinción entre sentido y referencia, que posibilita una sutil interpretación de las proposiciones
eliminadora de su aparente inconsistencia; y se concluye la necesidad de establecer la distinción como el
único modo razonable de solucionar la paradoja.

La primera proposición de la tesis de Frege es una tesis sobre el significado de los términos singulares.
Para reflexionar sobre el significado de un término singular debemos preguntarnos cuál es su contribución
a los enunciados en los que el término puede aparecer. Siguiendo a Frege, el significado de una expresión
es su contribución semántica al significado de los enunciados en que pueda aparecer. Los enunciados son
evaluables como verdaderos o falsos. Que sean verdaderos o falsos depende de los hechos relativos a un
cierto objeto extralingüístico (y extramental) al que nos dirige el término. Ese objeto está claramente
involucrado en la configuración de las condiciones de verdad de los enunciados. La entidad en cuestión es
una entidad objetiva, un constituyente deacaecimientos. El objetivo del argumento es mostrar que no hay
nada como “el” significado, sino que lo que llamamos así se descompone en dos aspectos. Frege denomina
a este aspecto del significado la referencia del término. Ésta es la definición inicial de referencia:

la referencia de un término singular es esa entidad objetiva por relación a la cual se evalúa la verdad o
falsedad de los enunciado en que el término aparece y que contribuye a configurar sus condiciones de
verdad.

La primera premisa del argumento de Frege sostiene que términos singulares como ‘el lucero del alba’
tiene como referencia una entidad objetiva (el planeta Venus, en este caso); por tanto (bajo el supuesto
semántico monista que el argumento de Frege pretende refutar), tienen una entidad objetiva como
significado.

La segunda premisa del argumento de Frege afirma que un enunciado resultante de sustituir en otro un
término singular por otro diferente, pero con la misma referencia, puede tener diferente valor cognoscitivo
que el primero para un usuario competente del lenguaje en el que ambos enunciados están formulados.
Consideremos los enunciados

(1) el lucero del alba es visible al amanecer

(2) el lucero vespertino es visible al amanecer

(1) y (2) sólo difieren en el hecho de que contienen expresiones distintas que, sin embargo, refieren a lo
mismo; (2) es el resultado de sustituir en (1) un término (‘el lucero del alba’) por otro (‘el lucero
vespertino’) con la misma referencia. Sin embargo, (1) y (2) pueden tener diferente valor cognoscitivo
para un hablante dado. Uno de los enunciados puede no ser informativo para esa persona, mientras que el
otro sí lo es. De modo más general, la segunda premisa de la tesis de Frege asevera que un usuario
competente del lenguaje en que están expresados estos enunciados puede aceptar como verdadero uno y
rechazar (o suspender el juicio acerca de) el otro, que sólo difiere del primero en contener un término
singular diferente pero con la misma referencia.

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Frege ilustra la segunda premisa de su argumento mediante enunciados de identidad; mientras que (3) no
es informativo para un hablante competente en el uso de las expresiones que lo componen, (4) sí puede
serlo:

(3) el lucero del alba = el lucero del alba

(4) el lucero vespertino = el lucero del alba

El elemento fundamental de la segunda premisa del argumento de Frege es que, si bien a un individuo que
aceptase (1) y (3), pero rechazase (2) y (4) le faltaría información astronómica, a un individuo así no
tendría por qué faltarle información lingüística.

La tercera premisa del argumento de Frege es que las diferencias en valor cognoscitivo entre los
enunciados que acabamos de ilustrar sólo pueden ser explicadas atribuyendo a las expresiones en que los
enunciados difieren diferencias en sus significados. Bajo el supuesto monista la inclusión de esta
proposición produce, junto a las dos anteriores, una contradicción. Reflexionando sobre la naturaleza del
significado de un término singular, hemos identificado un aspecto del mismo con su referencia, y, tras
ofrecer una caracterización abstracta del concepto de referencia, hemos encontrado buenas razones para
identificar las referencias, y por tanto los significados, de ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’. La
segunda y la tercera premisa, conjuntamente, conllevan sin embargo que los significados de esas
expresiones (y, por tanto, las referencias, si los significados son las referencias) son diferentes. Sin
embargo, la tercera premisa parece enteramente plausible. La premisa excluye posibles explicaciones de
los fenómenos presentados en la segunda, distintas de la explicación consistente en que las palabras en que
difieren los enunciados en cuestión tengan diferentes significados.

El problema que Frege intenta poner de relieve, el que realmente motiva su distinción teórica entre sentido
y referencia, consiste en esto: por un lado, un hablante competente del castellano puede suponer diferentes
los referentes de las expresiones en que (1) y (2) difieren, coherentemente con su competencia lingüística.
Mientras que, por otro, existen razones intuitivas preteóricas para pensar que los referentes son los
significados, y que, por consiguiente, la competencia lingüística consiste en conocer el vínculo lingüístico
de las expresiones con los mismos.

En los casos contemplados en la segunda premisa, las diferencias tienen que ver con diferencias en los
significados, no meramente con diferencias entre las expresiones; y se trata de diferencias en los
significados en el sentido preciso en que conocer el significado es conocer el referente (aquello por
relación a lo cual se evalúa la verdad o falsedad de los enunciados, su contribución a las condiciones de
verdad), y no meramente de diferencias en las connotaciones asociadas a los términos (excluyendo así una
explicación del segundo tipo).

¿Qué conclusión hemos de extraer del argumento de Frege? No que la primera proposición sea falsa, pues,
según Frege, las intuiciones que la justifican son totalmente correctas. Igualmente ciertas son las
proposiciones 2 y 3. Podemos formular la proposición 3 así: las diferencias en valor cognoscitivo de
expresiones con el mismo referente sólo pueden ser explicadas atribuyendo a las expresiones en que los
enunciados difieren diferencias en los significados relativas a sus referentes. Desde el punto de vista de
Frege, la dificultad está aquí: pues la distinción entre sentido yreferencia revela una ambigüedad en la idea
que aquí se expresa. Para que las tres proposiciones sean contradictorias es preciso interpretarla así: las
diferentes actitudes sólo pueden ser explicadas atribuyendo a las expresiones relaciones de referencia con
diferentes entidades. Las diferencias en valor cognoscitivo indican que los hablantes, pese a ser usuarios
competentes, y pese a que los enunciados sólo difieren en contener expresiones que significarían lo mismo
si el enunciado fuese el referente, entienden diferentes cosas -pues es coherente con su competencia
lingüística la suposición de que la verdad de los enunciados (1) y (2) depende de que se den o no
diferentessituaciones objetivas. Hemos supuesto que esto implica que las referencias mismas deben ser
distintas, lo que produce una inconsistencia patente con la primera proposición (y nos forzaría a
rechazarla, sosteniendo que los referentes de ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ son diferentes.

Sin embargo, el principio general que permite construir los ejemplos que ilustran la segunda proposición

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apunta a una interpretación distinta de la tercera, una de acuerdo con la cual no hay inconsistencia entre las
tres -y con ello a una solución del problema. Los referentes de los términos singulares son entidades
objetivas, que sólo pueden ser conocidas mediante el conocimiento de modos de presentación que las
identifican distintivamente; modos de presentación diferentes pueden, sin embargo, identificar una misma
entidad. La conclusión que Frege extrae de su argumento se apoya en esto: según Frege, un hablante
competente sólo puede conocer la referencia O de un término singular T conociendo un modo de
presentación V que (i) está también semánticamente asociado con T, y (ii) identifica unívocamente a O.
Las diferencias en valor cognoscitivo ejemplificadas por (1)-(2) se explican porque los distintos términos
singulares están asociados lingüísticamente con diferentes modos de presentación que los vinculan con la
misma referencia. Podemos aceptar ahora la distinción entre la referencia y el referente; la referencia es el
vínculo semántico entre la expresión y el referente. Pero, para obtener una explicación correcta de las
diferencias en valor cognoscitivo, hemos de añadir que ese vínculo pasa a través de una relación
semántica previa entre la expresión y su sentido. La referencia es el vínculo semántico entre la expresión y
el referente mediado por la relación semántica de la expresión con un sentido.

Dado que los sentidos son indispensables para “llegar” a las referencias o para determinarlas, esta
explicación es compatible con las consideraciones que sustentaban la tercera proposición. Frege sostiene
que ningún usuario competente del lenguaje puede conocer “directamente” la referencia de ‘el lucero del
alba’, la contribución de estas expresiones a las condiciones de verdad de los enunciados que las incluyen;
se conoce la referencia de estas expresiones a través del conocimiento de ciertos sentidos que “nos
dirigen” a ellas, individualizándolas. Por consiguiente, la “diferencia en las referencias” que establece la
tercera proposición puede consistir, no en una diferencia en las entidades significadas, sino más bien en
una diferencia en la manera en que se accede a ellas.

No hay, pues, inconsistencia entre las proposiciones. El argumento de Frege nos fuerza a adoptar una
actitud pluralista, atribuyendo a los términos singulares dos tipos de propiedades semánticas: un sentido y
una referencia. Hacerlo así revela como meramente aparente la inconsistencia; pero sólo porque el sentido
y la referencia de una expresión no son independientes. Las referencias de los términos singulares están
determinadas por sus sentidos, en la medida en que los sentidos son modos de presentación o conjuntos de
características que individualizan al referente, y sin la asociación con los cuales las palabras no tendrían
referencia.

Según Frege, existe una relación entre signo, sentido y referencia. Esta relación es la siguiente: cada signo
tiene un sentido, cada sentido tiene una referencia; ahora bien, una referencia no solamente tiene un signo,
sino que puede tener varios. En nuestro ejemplo, la referencia Venus tendría como signos ‘El lucero de la
mañana’ y ‘El lucero de la tarde’.

Por otro lado, no todo sentido tiene por qué tener una referencia. “Las palabras ‘el cuerpo celeste más
alejado de la Tierra’ tienen un sentido; pero que tengan también una referencia es muy dudoso”.

La referencia de una palabra es aquello de que se quiere hablar cuando se la usa normalmente. Sin
embargo, hay que distinguir entre referencia directa y referencia indirecta. Del mismo modo, hay que
distinguir entre sentido directo y sentido indirecto. La referencia directa de una palabra sería el objeto del
que se quiere hablar, mientras que la referencia indirecta haría referencia al sentido de una palabra

Si se quiere hablar del sentido de la expresión “A”, basta con usar sencillamente la locución “el sentido de
la expresión ‘A”. En el estilo indirecto se habla del sentido, por ejemplo, del discurso de otro. Se ve
claramente que, incluso en este modo de hablar, las palabras no tienen su referencia usual, sino que se
refieren a lo que habitualmente es su sentido… La referencia indirecta de una palabra es, pues, su sentido
usual

La referencia y sentido de un signo se distingue también de la representación asociada a tal signo. Si la


referencia de un signo es un objeto sensiblemente perceptible, la representación que yo tengo de tal objeto
es una imagen interna formada a partir de recuerdos e impresiones sensibles que he tenido. Tenemos, así,
la primera diferencia entre referencia y representación: mientras que la referencia es algo objetivo (el
planeta Venus es un objeto que está ahí para cualquiera que quiera mirarlo), la representación es algo

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subjetivo (está en función de nuestras experiencias y expectativas personales). Cuando hablamos de una
representación, siempre hemos de añadir que es la representación de alguien en un momento determinado.

Tenemos, así una nueva relación entre términos. Por un lado está la referencia, que es el objeto al que
estamos designando; por otro lado, tenemos la representación de ese objeto, que, como se acaba de decir,
es subjetiva. Entre ambas tenemos el sentido, el cual no es subjetivo como la representación, pero que
tampoco es el objeto mismo al que estamos aludiendo

Quizá sea adecuada la siguiente analogía, para ilustrar estas relaciones. Alguien observa la Luna a través
de un telescopio. Comparo la Luna con la referencia; es el objeto de observación, que es proporcionado
por la imagen real que queda dibujada sobre el cristal del objetivo del interior del telescopio, y por la
imagen en la retina del observador. La primera imagen la comparo con el sentido; la segunda, con la
representación o intuición. La imagen formada dentro del telescopio es, en verdad, sólo parcial; depende
del lugar de observación; pero con todo es objetiva, en la medida en que puede servir a varios
observadores… Pero, de las imágenes retinianas, cada uno tendría la suya propia. Apenas podría lograrse
una congruencia geométrica, debido a la diferente constitución de los ojos (Frege, op. cit.)

Frege pasa a continuación a distinguir entre palabras, expresiones y oraciones completas. Con respecto a
las palabras, Frege afirma que existe una conexión incierta entre las representaciones y las palabras; pero,
a pesar de ello, la referencia de una palabra sigue siendo algo objetivo, a saber, aquello a lo que designa.
No ocurre lo mismo con el sentido; esto es lo que hace posibles, por ejemplo, los matices con que la
poesía y la elocuencia tratan de revestir el sentido. Estos matices y énfasis no son objetivos, sino que, por
el contrario, tienden a influir de un determinado modo en el oyente, o en el lector.

¿Qué ocurre con las oraciones, es decir, con los enunciados asertivos completos?, ¿cuál es su sentido y su
referencia?. Una oración contiene un pensamiento; ¿es tal pensamiento su sentido o su referencia?. Según
Frege, el pensamiento no es la referencia de un enunciado, sino su sentido.

¿Qué pasa con la referencia?, ¿por qué queremos que un enunciado, además de sentido, tenga referencia?.
La respuesta de Frege es la siguiente:

Porque, y en la medida en que, nos interesa su valor veritativo… Es la búsqueda de la verdad lo que nos
incita a avanzar del sentido a la referencia. Hemos visto que a un enunciado hay que buscarle una
referencia siempre que interesa la referencia de las partes componentes; y esto es siempre el caso, y sólo
entonces, cuando nos preguntamos por los valores veritativos (Frege, op. cit.)

De aquí parecería seguirse que la referencia de un enunciado asertivo sería su valor veritativo, es decir, la
verdad o la falsedad. Ahora bien, si es cierto que la referencia de un enunciado es su valor veritativo, el
valor veritativo de un enunciado deberá permanecer incambiado cuando una parte del enunciado se
sustituye por otra que tenga la misma referencia. Según Frege, éste es el caso. De aquí se sigue todos los
enunciados verdaderos tienen la misma referencia, verbigracia, la verdad; y que todos los enunciados
falsos tienen la misma referencia, a saber, lo falso. El conocimiento que nos proporciona un enunciado
proviene de unir al pensamiento expresado en el enunciado su referencia, es decir, su valor veritativo.

¿Ocurre lo mismo con los enunciados subordinados?. Los enunciados subordinados aparecen como parte
de una estructura enunciativa que es asimismo un enunciado, a saber, el enunciado principal. Ahora bien,
¿vale también para los enunciados subordinados el que su referencia sea un valor veritativo?. Según Frege,
la referencia de un enunciado subordinado no es su valor veritativo, sino que es análoga a la de un nombre,
un calificativo o un adverbio; es decir, es análoga a la de una parte del enunciado. En los enunciados
introducidos por “que” la referencia del enunciado subordinado es un pensamiento, y por sentido el
sentido de las palabras “el pensamiento de que…”, el cual es una parte del pensamiento expresado en la
oración completa. El que la referencia de un enunciado subordinado es un pensamiento se refleja en el
hecho de que para la verdad de toda la oración es indiferente que ese pensamiento sea verdadero o falso.

Tampoco es un valor veritativo la referencia de enunciados subordinados introducidos con “que” después
de expresiones como “mandar”, “pedir”, “prohibir”, … En estos casos, la referencia no es un valor

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veritativo, sino una orden, un ruego, …

El enunciado subordinado, por lo general, no tiene por sentido ningún pensamiento, sino únicamente una
parte de alguno y, en consecuencia, no tiene por referencia ningún valor veritativo. La razón consiste, o
bien en que, en la subordinada, las palabras tienen su referencia indirecta, de modo que la referencia, y no
el sentido de la subordinada, es un pensamiento, o bien en que la subordinada es incompleta debido a que
hay en ella un componente que sólo alude indeterminadamente, de modo que únicamente junto con la
principal puede expresarse un pensamiento, y entonces, sin perjuicio de la verdad del todo, puede ser
sustituida por otro enunciado del mismo valor veritativo, siempre y cuando no existan impedimentos
gramaticales (Frege, o.c)

Las razones por las que no siempre se puede sustituir una subordinada por otra del mismo valor veritativo,
sin perjuicio de la verdad de la estructura enunciativa entera son:

1. Que la subordinada no se refiere a ningún valor veritativo, al expresar sólo una parte de un pensamiento.
Esto ocurre en la referencia indirecta de las palabras, o cuando una parte del enunciado alude sólo
indeterminadamente, en vez de ser un nombre propio

2. Que la subordinada se refiere a un valor veritativo, pero no se limita a esto, al comprender su sentido,
además de un pensamiento, una parte de otro pensamiento.

5. Teorías conceptualistas

El significado de ‘X’ no es ni un objeto denotado por ‘X’ ni un proceso mental de ninguna especie, ni una
estructura de conducta, sino una “entidad” que no es ni física ni psíquica. Esta entidad es justamente el
“significado”. Así, puede haber significados de cualesquiera expresiones con tal que éstas tengan sentido y
no sean una mera sucesión de signos. Dentro del universo de significados caven toda suerte de “entidades”
de la índole citada; se puede hablar del significado de ‘animal’, de ‘y’, de ‘cuadrado redondeo’, etc.

Esta teoría ha sido propuesta por todos los que han combatido el psicologismo. La objeción más corriente
a la misma es que parece necesario admitir un universo “platónico” de significados irreductibles a objetos
o a procesos mentales (o, en general, cognoscitivos). Algunos autores han declarado que no hay más
remedio que aceptar tal universo, cuando menos para algunas “entidades”, tales como las clases, pues de
otra suerte una expresión que designara una clase de objetos (existentes o no) no se referiría a nada. La
clase como tal no existe, pero “subsiste”. Por otro lado, ello obligaría a sostener que si bien ciertas clases,
como la de los cuadrados redondos, no tienen miembros, subsiste un número infinito de tales cuadrados.

6. La teoría del significado como usos del lenguaje. Teorías conductistas y funcionales

El significado de ‘X’ no es nada de lo dicho en ninguna de las anteriores teorías, porque no hay, en
puridad, significado de ‘X’; hay sólo uso, o usos, de ‘X’. Ello concierne tanto a nombres propios como a
proposiciones, expresiones sincategoremáticas, etc. En efecto, para ninguna de tales expresiones
lingüísticas hay un universo aparte que sean los significados; sólo ocurre que tales expresiones lingüísticas
son usadas en varios contextos.

Esta teoría tiene la ventaja de que suprime de un plumazo las cuestiones relativas a la referencia, a la
naturaleza de los procesos mentales y a las entidades “platónicas” llamadas “significados”. Tiene, por otro
lado, el inconveniente de que puede acabar por disolver todos los significados en usos lexicográficos, y
éstos en situaciones lingüísticas concretas y determinadas. Los defensores de la mencionada teoría no
ignoran ese inconveniente y sugieren, para evitarlo, la elaboración de una “lógica del funcionamiento de
las expresiones”. El problema es si semejante “lógica” requiere algo más que una clasificación de usos, es
decir, si requiere algún esquema conceptual no derivado de los usos, pero mediante el cual se agrupen
éstos.

6.1 Bloomfield

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Para Bloomfield la lengua, en la experiencia y dato sensible, aparece siempre bajo la estructura de un acto
individual de habla del que hace un análisis en términos conductistas. ¿En qué se distingue básicamente un
comportamiento lingüístico del que no lo es? El proceso no lingüístico se podría simbolizar mediante la
siguiente fórmula:

E®R

El comportamiento lingüístico es algo más complejo, su simbolización es la siguiente:

E1 ® r1, … e2 ® r2…, en ® R1

Donde E y R son “acontecimientos prácticos”, estímulos y reacciones extralingüísticas, mientras que e y r


son estímulos y reacciones lingüísticas. Supongamos que la sensación de sed le entra a una persona en la
calle. ¿Qué hace entonces? Penetra en una cafetería, se acerca a un camarero y emite un conjunto de ondas
articuladas y sonoras, simbolizadas por la minúscula r1. Tenemos, así, que al estímulo de la sed (E), la
persona responde con un acto lingüístico: una proferencia. Pero esta proferencia actúa, a su vez, como
estímulo e2 para el camarero. Tal acción se simboliza por r2 que, a la postre, resulta ser estímulo para la
persona que finaliza el proceso con la correspondiente conducta extralingüística de beber la cerveza. Se
observa que el acto lingüístico se encuentra instalado entre dos que no lo son. Y las diferencias entre
ambos saltan a la vista. En E ® R se trata sólo de una persona que siente un estímulo y lo sacia con una
reacción adecuada. En cambio, en la segunda fórmula, se observa que el estímulo (E) empuja a nuestra
persona a emitir palabras (r1) que ponen como nuevo estímulo (e2) en movimiento al camarero. Éste
realiza, para satisfacer dicho estímulo, un conjunto de actos. Este esquema tan simple podría irse
complicando cada vez más, introduciendo una tercera o cuarta persona en el diálogo. Con ello, se patentiza
que lo peculiar del comportamiento lingüístico consta de tres elementos: el que habla, el que escucha y la
comunicación que tiene lugar entre ellos, quedando el acto lingüístico encuadrado dentro de lo social.

Dentro de esta visión behaviorista el significado de una forma lingüística puede definirse solamente por la
situación en la que el hablante la emite y la respuesta de conducta que provoca en el oyente.

6.2 Ch. Morris

El pensamiento de Morris podría considerarse como el desarrollo, dentro de un contexto biológico-


conductista, de la proposición hipotética: “si C, entonces R”. C sustituiría al conjunto de condiciones que
disponen a una persona a responder ante ellas con un determinado comportamiento, simbolizado por R. Se
trata, pues, de una estructura más elaborada de E ® R, que intenta superar mediante el concepto
“disposición para responder” las dificultades en que se ve inmersa la versión conductista sencilla del
significado.

El punto de partida de Morris es la búsqueda de los elementos comunes existentes entre el signo no
lingüístico y el signo lingüístico. Veámoslo con un ejemplo. Una persona se dirige a una cierta ciudad
conduciendo su automóvil por un determinado camino; en el trayecto es detenida por otra persona que le
comunica que siguiendo la dirección que lleva se encontrará en un preciso momento con un corrimiento de
tierras. Después de escuchar el mensaje, el conductor del coche en un punto concreto dobla por un camino
lateral y toma otra ruta hacia su destino. El mensaje -sonidos articulados- que una persona emitió y que la
otra escuchó fueron para ambos “signos sustitutivos” del estímulo real, el corrimiento de tierras. Y
obtuvieron, por parte del conductor del vehículo, un comportamiento similar al que adoptaría ante el
estímulo de dicho corrimiento de tierras. La persona se comporta de una manera que satisface una
necesidad de llegar a una ciudad. Para alcanzar sus objetivos, el hombre dispone de distintos medios. Y,
aunque las reacciones ante el estímulo real no sean exactamente iguales a las que suscite el “signo
sustitutivo”, todas se dirigen a conseguir el fin propuesto.

A la luz de este análisis, Morris formula de manera preliminar una definición de signo:

Si algo (A) rige la conducta de un organismo hacia un objetivo de forma similar (pero no necesariamente

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idéntica) a como otra cosa (B) regiría esa misma conducta respecto de aquel objetivo en una situación que
fuera observada, en tal caso (A) es un signo (Morris, o. c., ver bibliografía, p. 14)

Las palabras del mensaje, según esto, son signos porque rigen la conducta del hombre en la obtención de
un fin de antemano fijado -llegar a la ciudad que desea- de modo análogo a como lo haría el estímulo del
corrimiento de tierras. Toda conducta, en consecuencia, controlada por los “signos” configura la llamada
conducta semiótica.

Para que esta explicación pase de “preliminar” a “definitiva”, Morris elucida cuatro conceptos implícitos
en ella: el de estímulo preparatorio, el de disposición para la respuesta, el de serie de respuestas y, por
último, el de familias de conducta. En primer lugar, cualquier estímulo que ejerza influjo sobre la
respuesta a otro estímulo es calificado de preparatorio. El “estímulo preparatorio”dispone a un organismo
para responder de cierto modo. Es decir, un organismo, condicionado por determinadas circunstancias
adicionales, produce una determinada reacción. Todo estímulo preparatorio, pues, provoca una disposición
para responder en un sentido preciso a alguna otra cosa. De aquí derivan los conceptos de “serie de
respuestas” y “familia de conductas”. “Serie de respuestas” es cualquier serie de respuestas consecutivas,
la primera de las cuales tiene origen en un objeto-estímulo y la última acaba consiguiendo el fin que
motivó la serie de respuestas. A cualquier conjunto de serie de respuestas corresponderá una “familia de
conducta”.

Con esto Morris se encuentra ya en condiciones de formular una explicación definitiva de signo:

Si algo, A, es un estímulo preparatorio que, en ausencia de objetos-estímulo que inician una serie de
respuestas de cierta familia de conductas, origina en algún organismo una disposición para responden
dentro de ciertas condiciones, por medio de una serie de respuestas de esta familia de conductas, en tal
caso, A es un signo (o. c., p. 17)

Así, se puede interpretar un signo como la disposición que éste suscita en el oyente; sureferencia o
denotatum como el objeto al que tiende la acción a la que está dispuesto el oyente, y susignificado como
las condiciones de las cuales se puede decir que todo lo que las cumple es una referencia del signo.

6.3 El segundo Wittgenstein: los juegos del lenguaje

La tesis que Wittgenstein defiende en las Investigaciones lógicas es que el lenguaje no es un espejo de la
realidad. Simplemente es un instrumento para el desarrollo de la vida del hombre. Pensamiento y lenguaje
son, ante todo, conducta humana y, en consecuencia, pertenecen al campo de la praxis.

El punto de partida de la obra es una cita agustiniana de las Confesiones, I, 8, en la que se describe la
denominación de los objetos mediante palabras-nombre. Íntimamente unida a la denominación se
encuentra también en este pasaje la suposición de que el significado de una palabra se obtiene sólo por
“ostensión”.

La interpretación de este texto agustiniano llevada a cabo por Wittgenstein le conduce a representar un
lenguaje primitivo en el que se verifique la comunicación humana, teniendo como elementos constitutivos
la denominación y la ostensión. Supongamos, así, que se está construyendo una casa. Desde el andamio, el
albañil grita al peón: “ladrillos”. ¿Qué sucede entonces? Sucede que el peón, ante la palabra escuchada,
realiza un conjunto de acciones: llena con ciertos objetos su carretilla, los acarrea hasta debajo del
andamio y, luego, se los iza a su jefe. Tal sistema comunicativo, cuyos instrumentos son palabras del tipo
“ladrillos”, “arena”, “cemento”, “cal”, puede ser considerado, por quien lo observa, como completo y
cerrado en sí mismo y será útil solamente para la comunicación en el contexto de la actividad descrita.
Para otros contextos, habrá que proceder con distintos y diversos términos, pero de forma análoga. Por
este motivo, el aprendizaje de una lengua consistirá, más que en una enseñanza teórica, en un
adiestramiento práctico de lo que debe hacerse al escuchar determinada expresión lingüística. Así, la
configuración de cada contexto se verifica de modo muy similar a lo que acontece en un juego.

Un juego consiste, fundamentalmente, en sus reglas. Un juego puede o no jugarse según los deseos de

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cada uno. Pero quien acepta jugarlo, deberá someterse en todo momento a las normas que lo rigen y, en
consecuencia, se verá obligado a realizar, en conformidad con dichas normal, múltiples acciones. Según
estas ideas, el lenguaje es concebido por Wittgenstein como una actividad natural que se ejercita en forma
de juegos. Con la expresión de “juego lingüístico” Wittgenstein quiere poner en evidencia que el hecho de
hablar un lenguaje es parte de una actividad o forma de vida.

De modo similar a como acontece en los juegos, cuyo número no puede fijarse ni permanecer constante a
través del tiempo, los usos del lenguaje no se establecen de una vez para siempre, sino que van
apareciendo nuevas formas de los mismos mientras que otras desaparecen o caen en “desuso”.

En la naturaleza integral del lenguaje cabe distinguir el lenguaje ordinario o vulgar de estructura
complicada y el lenguaje científico, de trazos más regulares, más sencillos y simétricos. El uso ordinario
del lenguaje se rige por reglas mucho más diversas de las que rigen el discurso científico. Y, en definitiva,
el uso del lenguaje debe abarcar todos estos “usos diferentes” de la comunicación lingüística humana. Esto
nos lleva a la concepción del uso como teoría del significado.

En una amplia clase de casos -aunque no en todos- en los que empleamos el término significado puede
éste definirse así: el significado de una palabra es el uso que de ella se hace en el lenguaje […] la oración
ha de ser vista como un instrumento, y su sentido como su empleo(Investigaciones filosóficas, párrafo
421)

Esta tesis central del último pensamiento de Wittgenstein rechaza la noción de significado como
correspondencia entre nombres y objeto y entre estructuras proposicionales y estructuras de la realidad. Y,
en consecuencia, desmantela la doctrina del atomismo lógico del Tractatus e invalida su propósito de
construir un lenguaje ideal perfecto.

Fuera del uso un signo en sí está muerto. El signo vive únicamente en el uso… El uso es como su
respiración (o. c., párrafo 432)

En lugar del dogmático “el significado de un enunciado es su método de verificación”, procedente del
neopositivismo lógico, ahora se proclama: “no preguntéis nunca por el significado; preguntad por el uso”.

Lo que yo doy es una morfología del uso en una expresión. Muestro que tiene tipos de usos en los que ni
por asomo habíais pensado. En filosofía uno se siente forzado a mirar un concepto de modo determinado.
Lo que hago es sugerir, o incluso inventar otros modos de mirarlo. Sugiero posibilidades en las que no
habíais pensado previamente. Creíais que había una posibilidad o a lo sumo únicamente dos. Pero os hice
pensar en otras. Es más, os hice ver que era absurdo confiar que el concepto se conformara a posibilidades
tan estrechas. De este modo vuestro calambre mental desaparece y quedáis libres para inspeccionar el
campo de uso de la expresión y para describir los diferentes tipos de uso de ella (Norman Malcolm,
“Recuerdo de Wittgenstein”, en Las filosofías de L. Wittgenstein, p. 59)

Con esta postura, desmantelado el atomismo lógico e invalidado el ideal del “lenguaje perfecto”, se
descarta igualmente cualquier teoría denotacionista o referencial del significado. El “uso” tiene prioridad
sobre el nombrar, denotar o definir. Y, por consiguiente, no tiene objeto defender esencialismo o
univocismo lingüístico alguno.

En un juego son imprescindibles las reglas, en conformidad con las cuales se hace uso de las piezas. De
forma similar, en los innumerables juegos que constituyen el lenguaje, el uso de las palabras -piezas del
juego- viene también regido por reglas. Una misma palabra, una misma oración, en contextos diferentes,
puede cobrar significados diversos según sean las reglas que norman su “uso correcto” en tales
circunstancias. Las reglas, por ello, ayudan a aprender a jugar un juego determinado, y su aprendizaje se
realiza mediante la repetición de ejemplos. La obediencia a una regla es una práctica o costumbre que se
adquiere, no algo que se derive de un único hombre o que se dé de una vez para siempre. Las reglas, por
tanto, marcan, por un lado, la uniformidad y, por otro, la diversidad de conductas, de “uso”, en razón de
cada juego lingüístico diferente.

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Existen tres clases de usos lingüísticos. El uso cotidiano es un uso normal de las palabras,, cuya
normalidad viene dada por el contexto o “juego” dentro del que se utilizan. Así, en un contexto cotidiano
no se acostumbra a designar al agua mediante su fórmula H2O. Y, sin embargo, esto resulta normal en un
lenguaje “científico”. Tendríamos, entonces, que el lenguaje cotidiano se nos revelaría como una suerte de
paradigma o modelo al cual se habría de acudir siempre para explicar los demás tipos de lenguaje. Y,
según el cual, serían solventados todos los problemas filosóficos.

Otra posible acepción del término uso, en segundo lugar, se determina en razón de su validez. Esta resulta
posible sólo si se fijan los criterios o reglas en virtud de las cuales las palabras y oraciones valen para ser
utilizadas en un “juego lingüístico” y no valen para ser utilizadas en otro. Por este motivo, en tercer lugar,
este uso válido se halla íntimamente unido al regulado o normado. El lenguaje, en este caso, goza de
significado por someterse a ciertas normas o reglas.

Igual que hizo en el Tractatus, Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas se fija, como tarea,
cuestionar las preguntas que afectan al hombre y que parecen insolubles, descubrir los límites del sentido y
señalar con precisión lo que puede y no puede decirse. Pero mientras en el Tractatussolventaba los
problemas últimos merced a un criterio referencial de significado bien definido, en sus Investigaciones, al
concebir el lenguaje como “juego”, no hablará ya de “el límite”, sino de los “límites” del lenguaje. Ya que,
ahora, no se dan criterios semánticos absolutos, ni carencias de significado, sino únicamente “usos” de las
palabras en cada juego lingüístico. Cada juego lingüístico posee sus propios límites, traza su propia
frontera.

Decir esta combinación de palabras carece de sentido es tanto como excluir de la esfera del lenguaje a
dicha combinación y poner límites al dominio del lenguaje. Pueden, sin embargo, trazarse límites por
distintos tipos de razones. Si rodeo un área con una verja, una línea o alguna otra manera, puedo hacerlo
con el propósito de evitar que alguien entre o salga; pero también puede tratarse de un juego, cuyos
jugadores deben saltar por encima del límite; o puede mostrar dónde termina la propiedad de un hombre y
dónde comienza la de otro, y así sucesivamente. Por tanto, trazando una línea divisoria no digo para qué la
trazo (o. c., párrafo 499)

Aunque califique a las proposiciones metafísicas de “carentes de significado”, al trazar una línea divisoria
entre el “juego metafísico” y otros tipos de “juego”, se advierte que no intenta eliminar la metafísica ni
acabar con toda la filosofía. En los “juegos lingüísticos” no se da “significado referencial” -en este aspecto
todos ellos carecen de sentido- sino usos de hecho. En consecuencia, con el “uso” como criterio de
significación se intenta también elucidar en qué consiste el quehacer filosófico y cuáles son sus objetivos.

6.4 Las teorías de los actos de habla

6.4.1 Austin

Austin sostiene que los filósofos han supuesto erróneamente que la única ocupación interesante de una
emisión lingüística es registrar un hecho o describir una situación con verdad o falsedad. Suponer esto es
cometer la falacia descriptiva. Un ejemplo de ella es suponer que ‘Yo sé’ es una frase descriptiva. Uno de
los aspectos notables de la semántica de esta expresión es que se comporta de una manera similar a ‘Yo
prometo’. Podemos decir ‘Espero hacer A, pero puede que no lo haga’, pero sería de algún modo
contradictorio o paradójico decir ‘Prometo hacer A, pero puede que no lo haga’. Paralelamente, aunque
podemos decir ‘Creo que p, pero puede que esté equivocado’, sería paradójico decir ‘Sé que p, pero puede
que esté equivocado’. Este paralelo entre ‘prometo’ y ‘sé’ condujo a Austin a tratar ‘Yo sé’ como una
expresión realizativa, una cuya emisión en las circunstancias apropiadas no consiste en describir la acción
que estamos realizando o el estado mental en que estamos sino realizar esa acción.

Según Austin, las proferencias realizativas, a diferencia de las constatativas, no serían propiamente
evaluables como verdaderas o falsas, ni, por consiguiente, sería su significado especificable en términos de
sus condiciones de verdad, sino con categorías de un tipo completamente distinto, categorías tales como
éxito o fracaso, propiedad o impropiedad, ejecución afortunada o desafortunada, es decir, categorías

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normativas. Mediante tales proferencias no representamos el mundo, de ahí que la cuestión de la verdad o
la falsedad no surja; mediante esas proferencias llevamos a cabo actos; de ahí que las categorías
evaluativas no sean verdadero y falso, sino más bien afortunado y desafortunado.

Si especificar el significado de una proferencia constatativa es especificar sus condiciones de verdad,


especificar el significado de las proferencias realizativas requiere especificar las condiciones en que las
proferencias realizativas se llevan a cabo de un modo afortunado, y las categorías generales que se
necesitan para llevar a cabo esta tarea de un modo general; por tanto, la tesis central de Austin es que
algunas proferencias tienen un significado proposicional, especificable en términos de condiciones de
verdad, mientras que otras tienen un significado puramente pragmático, especificable en términos de
condiciones de feliz ejecución.

El verdadero propósito de Austin es distinguir dos aspectos semánticos distintos presentes entodas las
proferencias lingüísticas (o en las más significativas, al menos), tanto en las realizativas como en las
constatativas. Uno de esos aspectos tendría que ver con la cuestión de la representación, con la cuestión de
las relaciones entre el lenguaje y el mundo; y este aspecto, que da lugar a la evaluación en términos de
verdad y falsedad (o en otros términos equivalentes), está presente no sólo en las aseveraciones, sino
también en todas las otras proferencias. Del mismo modo que las proferencias constatativas, también las
proferencias realizativas apuntan a estados posibles del mundo.

Según Austin, hay un tipo de emisiones que parecen enunciados, que no son carentes de sentido y que, sin
embargo, no son verdaderas o falsas como, por ejemplo, ‘Sí quiero (dicho en el transcurso de una
ceremonia nupcial)’. A las oraciones de esta clase, y a las emisiones llevadas a cabo por medio de ellas,
Austin las denominó realizativos y las contrastó con enunciados, descripciones, informes o, en general,
constatativos. Las emisiones realizativas tienen, al parecer, dos rasgos característicos:

1. No describen o constatan nada y, por tanto, no son verdaderas o falsas


2. Al proferirlas no describimos la realización de un acto, lo hacemos.

Entender estas emisiones como registros, verdaderos o falsos, de un acto mental interno es cometer forma
de la falacia descriptiva.

Aunque los realizativos no sean ni verdaderos ni falsos, sufren ciertas incapacidades propias a las que
Austin denomina infortunios. Su tipología de las condiciones que deben cumplir los realizativos para no
ser desafortunados es la siguiente:

(A1) Debe haber un procedimiento convencional aceptado que tenga un cierto efecto convencional

(A2) Las personas y circunstancias deben ser apropiadas para la invocación del procedimiento

(B1) El procedimiento debe ser ejecutado correctamente y

(B2) completamente.

(G1) Frecuentemente, los participantes deben tener los pensamientos, sentimientos o intenciones
requeridos, como se especifica en el procedimiento, y

(G2) si se especifica una conducta consiguiente, deben conducirse así.

Hay una importante distinción entre las condiciones A y B, por un lado, y las condiciones G por el otro. Si
se incumple alguna de las condiciones A-B, el acto intentado es nulo y sin efecto, no se realiza. Austin
habla en estos casos de fallos o desaciertos (Por ejemplo, cuando en el acto de bautizo de un barco, un
borracho le quita la botella a la persona encargada de bautizarlo y dice “Bautizo este barco con el nombre
de Sadam Hussein’ y, a continuación, rompe la botella). Pero si se incumple algunas de las condiciones G,
el acto se logra, aunque se trate de un acto pretendido pero hueco. Austin denomina a esto último abusos
de procedimiento (por ejemplo, cuando digo ‘Prometo hacer A’, pero no tengo intención de cumplir mi
promesa).

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¿Qué criterios podemos utilizar para clasificar una emisión como realizativa? No es posible un criterio
gramatical claro para distinguir emisiones realizativas. Lo que cabe esperar como máximo es que toda
emisión realizativa sea reducible a una emisión realizativa explícita y luego, con la ayuda de un
diccionario, podamos hacer una lista de los tipos de verbos realizativos.

Según Austin, la anterior distinción de los actos en realizativos y constatativos tiene un problema, que en
realidad son tres; a saber:

(a) Los constatativos pueden estar aquejados también de infortunios. Así, cuando alguien dice ‘Todos los
hijos de Juan son calvos’, pero Juan no tiene hijos. Aquí tenemos, según Austin, un caso de presuposición:
cuando el enunciado presupuesto es falso, el enunciado presuponiente no es ni verdadero ni falso sino nulo
por falta de referencia, hay una presuposición de existencia cuyo incumplimiento convierte el acto en nulo
y sin efecto. Nos encontramos con un fallo.

(b) Los realizativos son también evaluables en la dimensión de la verdad y la falsedad. Así, cuando
alguien dice ‘La rata está bajo la lata, pero yo no lo creo’. Moore advirtió que el que yo diga ‘La rata está
bajo la lata’ implica (en un sentido ordinario de la palabra) que yo lo creo. De ahí el carácter paradójico de
cualquier aserción de la forma ‘p, pero yo no creo que p’. Pero no se trata de una contradicción semántica:
‘p’ y ‘No creo que p’ pueden ser a la vez verdaderas. El problema es pragmático: al aseverar que p
implico que creo que p; al añadir, ‘pero no creo que p’ lo que asevero ahora entra en conflicto con lo que
acabo de implicar. En el caso de la simple afirmación ‘La rata está bajo la lata’, hecha cuando yo no lo
creo, tenemos un caso de insinceridad: el enunciado ha sido hecho sin el concurso de las creencias
apropiadas. Nos encontramos aquí con un caso de abuso del procedimiento; pero el acto no es nulo, se
realiza. Así pues, cuando tenemos en cuenta “el acto de habla total en la situación de habla total”, hay un
paralelo entre enunciados y realizativos. Los enunciados también pueden ser desafortunados. Pero, en
segundo lugar, sucede que muchos realizativos son evaluables en la dimensión de la verdad y la falsedad.

(c) Enunciar algo es, después de todo, realizar un acto de habla. Lo es justamente igual que dar una orden
o hacer una advertencia. ‘Enuncio que’ o ‘afirmo que’ son frases realizativas en la forma normal del
realizativo explícito. Al igual que al decir ‘Prometo devolverte el libro’ hago una promesa, al decir
‘Afirmo que hoy es lunes’ hago un enunciado.

La conclusión de todo esto es que la distinción original realizativo/constatativo se derrumba. Austin


reconsidera entonces los sentidos en que decir algo es hacer algo y distingue tres tipos de actos que son
realizados simultáneamente:

(A) Acto locucionario: la emisión de una oración con cierto significado. Estos actos, a su vez, se pueden
subdividir en tres:

(A.a) acto fonético: el acto de emitir ciertos sonidos; se trata del aspecto del acto de habla que estudian la
fonética y la fonología, haciendo abstracción de todos los demás;

(A.b) acto fáctico: el acto de emitir ciertas palabras en cierta construcción; es el aspecto que estudia la
sintaxis -incluyendo en ella a la morfología- haciendo abstracción de otros aspectos.

(A.c) acto rético: el acto de emitir esas palabras con un cierto significado, que Austin identifica con un
cierto sentido y una cierta referencia; es el aspecto que había venido estudiando la semántica.

(B) Acto ilocucionario: la realización de un enunciado, orden, promesa, etc., al emitir una expresión con
una fuerza convencional que asociamos con ella o que le confiere una expresión realizativa explícita;

(C) Acto perlocucionario: la producción de ciertos efectos sobre los sentimientos, pensamientos o acciones
de la audiencia, tales como convencer, sorprender, asustar, etc., por medio de la emisión de la expresión,
siendo especiales tales efectos según las circunstancias de la emisión.

A la base de esta tipología hay dos distinciones: (a) la distinción entre significado locucionario yfuerza

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ilocucionaria y (b) la distinción entre ilocución y perlocución.

Un problema que se plantea es que, una vez que caracterizamos el acto perlocucionario como el de
producir ciertos efectos o consecuencias por el hecho de decir algo, advertimos que también los actos
ilocucionarios tienen efectos o consecuencias acoplados. Estos son de tres tipos:

1. Asegurar la captación. Por ejemplo, se debe lograr un efecto en la audiencia para que el acto de avisar
sea llevado a cabo. Si la audiencia no oye lo que digo o no entiende el significado y la fuerza de la
locución, no podemos decir que yo haya avisado.

2. “Tener efecto” en el sentido de producir eficazmente cambios sancionados institucionalmente. Por


ejemplo la afirmación ‘Bautizo este barco Juan Sebastián Elcano(dicho inmediatamente antes de proceder
a romper la botella de champán contra su caso) puede tener el efecto de bautizar un barco; en adelante,
ciertos actos subsiguientes, como referirse a él como el Presidente José María Aznar, están fuera de lugar.

3. Invitar a respuestas o secuelas por convención. Por ejemplo, preguntar ¿’Sí o no?’ o hacer una oferta
invitan a una respuesta por parte del interlocutor.

Austin ofrece entonces un test para la distinción entre el acto ilocucionario y el perlocucionario:

del primero puede… decirse que es convencional, en el sentido de que al menos podría hacérselo explícito
mediante la fórmula realizativa; pero el último no podría serlo. Así podemos decir ‘Arguyo que’ o ‘Te
advierto que’ pero no podemos decir ‘Te convenzo de que’ o ‘Te alarmo que’ (Cómo hacer cosas con
palabras, Buenos Aires, Paidós, 1971, p. 103)

La realización con éxito de un acto ilocucionario siempre produce efectos en el oyente. Uno de ellos es
entender la misión. Pero, además de este efecto ilocucionario de comprender, hay habitualmente otros
efectos sobre los sentimientos, actitudes y conducta subsiguientes del interlocutor. Estos son los efectos
perlocucionarios, que pueden lograrse intencionalmente (yo puedo tratar de convencerte) o no
intencionalmente (consigo asustarte sin saberlo). Los actos perlocucionarios, a diferencia de los
ilocucionarios, no son esencialmente lingüísticos, en el sentido de que es posible lograr efectos
perlocucionarios sin realizar actos de habla. En cambio, los actos ilocucionarios son convencionales
porque tienen que ver con la comprensión. Y es por eso por lo que los verbos perlocucionarios no tienen,
mientras que los verbos ilocucionarios sí tienen, usos realizativos.

6.4.2 Searle

Searle parte del supuesto de que la unidad mínima de comunicación es el acto de habla del tipo que Austin
denominó acto ilocucionario. Un acto ilocucionario se realiza a través de un acto emisivo, el acto de emitir
ciertas expresiones. Pero el acto emisivo no tienen por qué coincidir con el acto ilocucionario. Por
ejemplo, mediante dos emisiones diferentes como ‘Llueve’ y ‘It’s rainging‘ se puede realizar el mismo
acto ilocucionario.

La forma general de un acto ilocucionario es ‘F(p)’, donde ‘F’ representa la fuerza ilocucionaria y ‘p’ el
contenido proposicional. Dado que el mismo contenido proposicional puede ocurrir con fuerzas distintas y
que la misma fuerza puede afectar a contenidos proposicionales diferentes, Searle se ve conducido a
introducir otro tipo subsidiario de acto de habla, el acto proposicional, el acto de expresar un contenido
proposicional.

Finalmente, la realización con éxito y sin defecto de un acto ilocucionario produce efectos en el oyente.
Searle distingue entre el efecto ilocucionario de entender de entender la emisión y losefectos
perlocucionarios. Esto motiva la introducción de otro acto de habla subsidiario, el acto perlocucionario.

Cada fuerza ilocucionaria puede ser dividida, según Searle, en un número preciso decomponentes que
podemos reducir a seis. Esos componentes constituyen condiciones de éxito y de satisfacción de todos los
actos de habla con esa fuerza. Los componentes son:

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1. Objetivo ilocucionario. Cada tipo de acto de habla tiene un objetivo o propósito constitutivodel tipo de
acto que es. Searle ha sostenido que hay sólo cinco objetivos ilocucionarios básicos. Son:

i. El objetivo asertivo, que consiste en presentar una proposición como representación de un cierto estado
de cosas real en el mundo de la emisión;

ii. El objetivo compromisario, que consiste en comprometer al hablante a un curso de acción futuro
representado por el contenido proposicional;

iii. El objetivo directivo, que consiste en tratar de hacer que el oyente lleve a cabo un curso de acción
futuro representado por el contenido proposicional;

iv. El objetivo declarativo, que consiste en producir el estado de cosas representado por el contenido
proposicional en virtud de la realización con éxito del acto de habla por parte del hablante;

v. El objetivo expresivo, que consiste en expresar sentimientos y actitudes psicológicas sobre el estado de
cosas representado por el contenido proposicional.

El objetivo ilocucionario no puede ser el único componente de la fuerza porque diferentes fuerzas
ilocucionarias puede tener el mismo objetivo ilocucionario. Pero es el principal componente porque
determina la dirección de ajuste entre el contenido proposicional de las emisiones con esa fuerza y el
mundo. Hay cuatro posibles direcciones de ajuste a las que corresponden los cinco objetivos
ilocucionarios:

· Las emisiones con objetivo asertivo tienen la dirección de ajuste de-palabras-a-mundo. Al lograr éxito
en el ajuste, el contenido proposicional ajusta con un estado de cosas que se da independientemente en el
mundo. Así, tanto un enunciado, como una predicción, un testimonio o una conjetura comparten esta
dirección de ajuste.

· Los compromisorios y los directivos tienen la dirección de ajuste de-mundo-a-palabras. Al lograr éxito
en el ajuste, el mundo se transforma para ajustarse a su contenido proposicional. La diferencia está en que
los compromisorios tienen como propósito que la acción futura del hablante transforme el mundo
adecuándolo al contenido proposicional de la emisión, mientras que los directivos tienen como propósito
que sea la acción futura del oyente la que efectúe ese ajuste. Así, tanto promesas como órdenes y
peticiones comparten esta dirección de ajuste.

· En las declaraciones o declarativos hay una doble dirección de ajuste. Al lograr éxito en el ajuste, el
mundo se transforma para ajustarse al contenido proposicional, el cual representa el mundo como siendo
alterado de ese modo. Tanto los actos de nombrar, como los de suscribir y nominar comparten esta doble
dirección de ajuste.

· Las emisiones con el objetivo ilocucionario expresivo tienen dirección de ajuste nula o vacía. No se
plantea la cuestión de lograr éxito en el ajuste entre el contenido proposicional y el mundo. Se presupone
que su contenido proposicional es verdadero. Así, los actos de felicitar, agradecer y condolerse.

2. Modo de logro. Algunos actos ilocucionarios requieren un modo especial o conjunto especial de
condiciones para la consecución de su objetivo ilocucionario en la realización del acto de habla. Por
ejemplo, aunque órdenes y peticiones tienen ambas un objetivo ilocucionario directivo, difieren en su
modo de logro: para dar un orden el hablante debe invocar su posición de autoridad sobre el oyente, cosa
que no es necesaria en un petición.

3. Condiciones del contenido proposicional. Algunas fuerzas ilocucionarias imponen condiciones a sus
contenidos proposicionales admisibles. Por ejemplo, en una promesa el contenido debe representar un
curso de acción futuro del hablante.

4. Condiciones preparatorias. Cuando un hablante intenta realizar un acto ilocucionario,presupone que se


satisfacen ciertas condiciones. Por ejemplo, quien hace una promesa da por sentado que lo prometido es

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algo de interés para el oyente y que el oyente quiere que lo haga.

5. Condiciones de sinceridad. Al realizar un acto ilocucionario con un cierto contenido proposicional, el


hablante expresa un cierto estado psicológico con el mismo contenido. Es posible expresar estados
psicológicos que no se tienen; esto es, es posible realizar actos de habla insinceros. Tales actos son
“defectuosos”, pero no necesariamente no logrados.

6. Grado de fuerza. Los estados psicológicos que entran en las condiciones de sinceridad de los actos de
habla son expresados con diferentes grados de fuerza dependiendo de la fuerza ilocucionaria. El grado de
fuerza de una aserción es menor que el de una conjetura.

Searle afirma que hay sólo cinco fuerzas ilocucionarias primitivas o máximamente simples. Cada una de
ellas tiene uno de los cinco objetivos ilocucionarios, carece de modo de logro de ese objetivo
ilocucionario, su grado de fuerza es neutral y tiene las condiciones de contenido proposicional,
preparatorias y de sinceridad que son determinadas por su objetivo ilocucionario. Hay además fuerzas
ilocucionarias derivadas de esas cinco primitivas mediante la adición de nuevos componentes especiales o
el aumento o la disminución del grado de fuerza. Las fuerzas ilocucionarias primitivas son:

I. La fuerza ilocucionaria primitiva asertiva es la aserción. Su condición preparatoria es que el hablante


tenga razones o evidencias para la verdad del contenido proposicional, su condición de sinceridad es que
el hablante crea el contenido proposicional y su condición de contenido proposicional es neutral. Entre
ellas: enunciar, afirmar, argüir, …

II. La fuerza ilocucionaria primitiva compromisoria es el compromiso con una acción futura, expresada
por el verbo realizativo ‘comprometerse’. Tiene la condición de que el contenido proposicional sea
referente a una acción futura del hablante, la condición preparatoria de que el hablante sea capaz de llevar
a cabo esta acción y la condición de sinceridad de que tenga la intención de hacerlo. Ejs.: prometer,
amenazar, aceptar, …

III. La fuerza ilocucionaria primitiva directiva es la de los directivos y es expresada por las oraciones
imperativas. Tiene la condición de que el contenido proposicional represente una acción futura del oyente,
la condición preparatoria de que el oyente sea capaz de llevar a cabo esa acción y la condición de
sinceridad de que el hablante desea que el oyente la lleve a cabo. Ejs.: ordenar, solicitar, invitar, …

IV. La fuerza ilocucionaria primitiva declarativa es la de las directrices, expresada pro el verbo ‘declarar’.
Tiene la condición de que el contenido proposicional represente una acción actual del hablante, la
condición preparatoria de que el hablante sea capaz de llevara cabo esa acción con su emisión y la
condición de sinceridad de que el hablante crea, pretenda y deseellevar a cabo esa acción. Ejs.: aprobar,
excomulgar, nombrar, …

V. La fuerza ilocucionaria primitiva expresiva es la de las expresiones y es realizada por las oraciones
exclamativas. La fuerza expresiva siempre es expresada junto con algún estado psicológico particular:
todas las fuerzas ilocucionarias expresivas son complejas o derivadas. La noción de fuerza ilocucionaria
primitiva expresiva es sólo un constructo lógico o un caso límite. Ejs.: agradecer, felicitar, deplorar, …

6.5 Quine

En Palabra y Objeto Quine propuso un argumento cuya conclusión sobre la posibilidad de delimitar
nuestras atribuciones de significado es escéptica. Quine intenta mostrar lo siguiente: mientras que un
pequeño subconjunto de nuestras atribuciones de significado está relativamente bien definido (la
especificación de los significados de las expresiones que tienen que ver con lo directamente observable, y
la de las expresiones lógicas), la gran mayoría no lo están; los significados de las expresiones en cuestión
están indeterminados hasta un grado mucho mayor de lo que estaríamos dispuestos a admitir a simple
vista.

Quine combate la concepción agustiniana del lenguaje, a la que denomina “mito del museo”, según la cual

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los significados podrían imaginarse dispuestos en un museo, exhibidos con las palabras que los expresan
por etiquetas. Esta concepción es vista por Quine como una falsedad que nos es fácil, y hasta quizás
psicológicamente reconfortante, dar en creer.

Quine critica también la concepción mentalista del lenguaje defendida por el primer Locke y Wittgenstein.
La concepción mentalista del significado no sólo alimenta la creencia en la existencia de una distinción
cualitativa entre verdades analíticas y verdades sintéticas; alimenta también la creencia en una “división de
tareas” entre el filósofo y el científico. Una cosa es el examen de su verdad o falsedad; otra el examen del
contenido de nuestros enunciados. La segunda, la tarea analítica, es la del filósofo; la primera, la tarea
empírica, la del científico. En un sentido trivial, la segunda es más importante que la primera: sin saber
qué dicen nuestros enunciados, mal podemos empezar a averiguar su verdad. Pero hay un sentido más
importante en el que la concepción mentalista del significado sitúa la tarea del filósofo en un lugar
privilegiado. Este sentido es epistemológico, y se pone claramente de manifiesto en el dogma
fundacionista del empirismo tradicional. Indicando cuál es el contenido de un enunciado, el filósofo lo
reduce a una afirmación explícita sobre la experiencia sensible, y con ello pone de manifiesto cuál es el
fundamento empírico para su verdad.

Quine se refiere a esta segunda creencia alimentada por la concepción mentalista de los significados como
la creencia en una “filosofía primera”: un saber independiente de la experiencia y previo a la experiencia;
un saber que puede descubrirse y enunciarse tranquilamente sentados en un sillón, sin hacer ningún tipo de
indagación empírica, en especial sin formular ninguna afirmación de hecho. La lógica, tal y como se
concibe en el Tractatus, es una tal “filosofía primera”. Por lo demás, esta segunda creencia está
estrechamente emparentada con la primera (la creencia en una distinción cualitativa entre analítico y
sintético), pues una “filosofía primera”, esa enunciación de un saber “sublime”, no empírico y condición
de posibilidad de lo empírico, sería precisamente la enunciación de las verdades analíticas.

Quine propone abandonar las dos creencias alimentadas por la concepción mentalista (el dogma
reductivista, y el dogma de la distinción analítico/sintético). A defender esta propuesta está dedicado “Dos
dogmas del empirismo”. A continuación propone: aceptemos, siquiera sea como hipótesis, la tesis de la no
existencia de una distinción cualitativa entre enunciados analíticos y sintéticos, lo que explicaría el fracaso
de los intentos definitorios de los partidarios de la distinción, y examinemos sus consecuencias; al
examinarlas encontraremos razones para creer nuestra hipótesis.

Según Quine, el rechazo de la distinción analítico/sintético pone al filósofo en el mismo tren que el
científico; no hay “filosofía primera” y la máxima que se ve obligado a adoptar el filósofo es
elconservadurismo epistémico. No podemos poner en cuestión en un mismo momento la totalidad de
nuestras creencias; en cada momento podemos revisar algunas, pero sólo con respecto a la mayoría de las
otras; ahora bien, para Quine, es tan legítimo para el filósofo como para el científico traernos novedades;
la filosofía bien puede ser correctiva. En el curso del tiempo la totalidad de nuestras creencias en un
momento dado puede cambiar, incluidas aquellas que constituyen “verdades analíticas”, aquellas que
configuraban los significados de las palabras. De hecho, no existe diferencia cualitativa alguna entre un
cambio de significados y un cambio de creencias.

6.5.1 Las condiciones empíricas de la traducción radical

La idea de Quine en Palabra y objeto es estudiar los significados estudiando los criterios para una
traducción aceptable: el significado de una expresión será aquello en virtud de lo cual una expresión de
otra lengua es una buena traducción de la primera a esa otra lengua.

Estudiar esta cuestión preguntándose por la traducción entre lenguas para las que ya existen manuales de
traducción no va a llevarnos muy lejos; por otro lado, la familiaridad con esas otras lenguas puede hacer
que los prejuicios mentalistas distorsionen nuestras conclusiones. Por ello, Quine propone un experimento
mental: imaginar que nos encontramos en una situación de traducción radical. Se trata de construir un
manual de traducción para una lengua para la que no se posee ninguno.

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Quine parte de supuestos conductistas. El significado de una expresión será aquello en virtud de lo cual, en
una situación de traducción radical, una expresión de otra lengua sería una buena traducción de la primera
a esa otra lengua. Este supuesto excluye no sólo el recurso a las entidades del tipo de las ideas de Locke,
sino también el recurso a cualquier información que no sea colegible del comportamiento del nativo en
circunstancias observables.

Incluso aquellos que no han adoptado el conductismo como filosofía está obligados a guiarse por el
método conductista en ciertas prácticas científicas; y la teoría lingüística es una práctica tal. Un científico
del lenguaje es, por el hecho de serlo, un conductista ex officio. Cualquiera que eventualmente resulte ser
la mejor teoría de los mecanismos internos del lenguaje, debe conformarse al carácter conductual del
aprendizaje lingüístico, a la dependencia de la conducta lingüística respecto de la observación de la
conducta lingüística. Un lenguaje se adquiere mediante la emulación social y mediante la información
obtenida de la reacción social a la propia conducta, y estos controles ignoran cualquier idiosincrasia en las
imágenes o en las asociaciones del individuo que no tengan manifestación en su conducta. Las mentes son
indiferentes para el lenguaje en la medida en que son conductualmente inescrutables (“Philosophical
Progress in Language Theory”,Metaphilosophy, 1, 1970, 1-19, p. 5).

[…] mantengo que el enfoque conductista es obligatorio. En psicología uno puede o no ser conductista,
pero en lingüística no hay elección. Cada uno de nosotros aprende su lengua mediante la observación de la
conducta lingüística de otra gente y mediante el refuerzo o la corrección que los otros hacen de nuestra
balbuciente conducta lingüística cuando la observan. Dependemos estrictamente de la conducta manifiesta
en situaciones observables. En la medida en que nuestro dominio del lenguaje se ajusta a todos los puntos
externos de control, donde nuestra proferencia o nuestra reacción a la proferencia de otro puede ser
evaluada a la luz de alguna situación compartida, en esa medida todo está bien. Nuestra vida mental entre
los puntos de control es irrelevante con respecto a la calificación de nuestro dominio del lenguaje. No hay
nada en el significado lingüístico más allá de lo que puede colegirse de la conducta manifiesta en
circunstancias observables (Pursuit of Truth, Cambridge, Mass., Harvard U.P., 1990, pp. 37-38)

El significado de una expresión será aquello en virtud de lo cual una expresión de otra lengua es una buena
traducción de la primera a esa otra lengua.

Según Quine, las disposiciones lingüísticas básicas conectan estímulos sensible sicofísicamente
caracterizados con respuestas lingüísticas tales como asentimiento y disentimiento. El significado
estimulativo de una oración para una persona dada en un momento dado está constituido, por un lado, por
las disposiciones a asentir a la oración relativamente a la situación estimulativa de los receptores
sensoriales durante fragmentos breves de tiempo (significado estimulativo positivo); por otro, por las
disposiciones a disentir a la oración relativamente también a la situación estimulativa de los receptores
sensoriales también durante fragmentos breves de tiempo (significado estimulativo negativo). La noción
de significado estimulativo se define para oraciones, no para términos. Los significados estimulativos son
disposiciones a asentir o disentir, y sólo se asiente o disiente de oraciones completas. Además, la noción
de significado estimulativo debe relativizarse a una persona en un momento dado. Por otro lado, los
significados estimulativos son hipótesis causales que conectan tipos de situaciones con tipos de
situaciones; y como todas las leyes causales sobre entidades “macroscópicas”, deben entenderse
restringidas por cláusulas de salvaguardiaceteris paribus.

Los significados estimulativos son disposiciones a la conducta observable (asentimientos y


disentimientos) en circunstancias manifiestas; son pares formados por el conjunto de estados de los
receptores sensoriales que producen asentimiento, en primer lugar, y el conjunto de estados que producen
disentimiento, en segundo lugar. A partir de esta noción de significado estimulativo, Quine define los
siguientes términos:

· Oración eterna: tiene a la clase vacía como uno de los miembros de su significado estimulativo (el que
representa el significado estimulativo positivo o el que representa el significado estimulativo negativo).
Ejemplo: “Llueve o no llueve”.

· Oración permanente: aunque estrictamente no es eterna, se comportaría como una eterna relativamente a

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períodos largos de tiempo. Ejemplo: “Es de día”.

· Oración ocasional: no es eterna ni permanente. Ejemplo: “Hay un conejo ante mí”. De entre ellas, Quine
distingue un subconjunto a las que llama “oraciones observacionales”. Éstas son oraciones para las que es
plausible considerar el significado estimulativo como “el significado”. La razón de esta distinción en las
oraciones ocasionales, es que la disposición a asentir o disentir en muchas ocasiones no tiene nada que ver
con el significado. Así, si yo tengo disposición a asentir a “esta es una foto de Wittgenstein” ello se debe,
al menos, a tres razones: 1) el objeto que hay ante mí es una foto de Wittgenstein, 2) yo sé que el objeto
que hay ante mí es una foto de Wittgenstein, y 3) conozco el significado de la expresión “ésta es una foto
de Wittgenstein”. De estas tres razones, al menos la primera y la tercera nada tienen que ver con el
significado.

Quine define las oraciones observacionales como aquellas oraciones ocasionales para las que es plausible,
siquiera en principio, considerar el significado estimulativo como “el significado”. Quine las caracteriza
del siguiente modo: las oraciones observacionales son aquellas para las que:

a. estados similares de los receptores sensoriales producirían las mismas respuestas de un individuo en un
momento dado, y

b. estados similares de los receptores sensoriales producirían las mismas respuestas en la mayoría de los
otros miembros de la comunidad lingüística.

Para Quine, dos individuos pertenecen a la misma comunidad lingüística si llevan a cabo interacciones
lingüísticas tales como comunicarse información, darse órdenes o “hablar por hablar” sin excesivas
dificultades.

Una vez que disponemos de la noción de oración observacional nos podemos en la situación de
traducción radical. Si el nativo cuyo idiolecto queremos traducir está dispuesto a cooperar, nos ayudará a
traducir en primer lugar oraciones observacionales suficientemente breves. Para estas oraciones, el
significado será el significado estimulativo, y el lingüista ha de correlacionar las oraciones nativas con
oraciones de su lenguaje con el mismo significado estimulativo. Ahora bien, para hacer esto deberá
elaborar conjeturas sobre el significado estimulativo de las oraciones nativas, y estas conjeturas no son
epistémicamente nada inmediatas; por ello, es preciso hacer experimentos, es decir, repetir la oración en
diferentes circunstancias para determinar si la respuesta del nativo responde a las expectativas
determinadas por nuestra conjetura.

Ahora bien, las hipótesis científicas están infradeterminadas por los datos empíricos. Diferentes hipótesis
son compatibles con los datos empíricos recogidos; desde una perspectiva realista, cabe pensar que
diferentes hipótesis sobre los últimos reductos no observables del mundo físico son compatibles con la
totalidad de los datos empíricos disponibles, con los hechos recogidos y con los que podrían ser recogidos.
Por tanto, es posible que una hipótesis, por muy bien elaborada que esté, resulte ser falsa. Lo mismo
ocurre con la hipótesis que elabora el lingüista sobre la traducción de oraciones observacionales. Podría
ocurrir que el lingüista haya decidido que la oración observacional del lenguaje nativo “Gavagai” tiene el
mismo significado estimulativo que la oración observacional del castellano “aquí hay un conejo”; que esta
hipótesis esté muy bien corroborada y, sin embargo, que la hipótesis sea incorrecta.

No debe confundirse la tesis de la indeterminación de la traducción radical con la tesis de la


infradeterminación de la traducción radical por los datos disponibles. La traducción de un lenguaje a otro,
como cualquier otra teoría científica, estará infradeterminada por los datos empíricos disponibles; nos
podemos llevar sorpresas, podemos descubrir que un manual que creíamos correcto no lo es. Esto no es
nada novedoso. Lo que Quine llama la “indeterminación de la traducción” es un “defecto” de la traducción
que se da además de la infradeterminación, añadido a esta, y que no es un defecto meramente epistémico,
sino ontológico.

Oraciones observacionales castellanas intuitivamente diferentes en significado no difieren sin embargo en


significado estimulativo. Las oraciones “hay un conejo aquí”, “hay un estadio temporal de conejo aquí”,

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“hay partes no separadas de conejo aquí” y “se participa de la conejeidad aquí” son todas sinónimas en
significado estimulativo para cualquier hablante del español. Los mismos estados de mi retina que
provocarían mi asentimiento a una, provocarían mi asentimiento a las otras; lo mismo para el
disentimiento. De modo que la regla “traduce de modo que se preserve el significado estimulativo de las
oraciones observacionales” no nos permite decidir si “Gavagai” significa “hay un conejo aquí”, o más bien
lo que indica cualquiera de las otras tres oraciones mencionadas. Y el problema ahora no es epistémico.

Pero, ¿qué ocurre con las oraciones no observacionales? El lingüista no procederá traduciendo oración por
oración. Lo que hará será buscar en las oraciones términos, expresiones y construcciones que se repiten de
oración a oración, y formulará hipótesis sobre la traducción de estos términos a término del español. Quine
denomina “hipótesis analíticas” a estas hipótesis parciales, que no correlacionan ya directamente oración
con oración, sino que correlacionan ya indirectamente las oraciones, a través de la correlación de las
partes. Las hipótesis analíticas, necesariamente, parten de conjeturas sobre la sintaxis de las oraciones
nativas.

Cabría esperar que la elección entre diferentes sistemas de hipótesis nos permita discernir cuándo los
nativos hablan de conejos y cuándo hablan de sus partes, pues las oraciones castellanas “hay un conejo
aquí” y “hay una parte (propia) no separada de conejo aquí” no tienen el mismo significado estimulativo.

¿Cómo se comprueban, empíricamente, las hipótesis analíticas? Según Quine hay cuatro modos distintos:

1. Por sus consecuencias: las oraciones observacionales nativas y sus traducciones deben ser
estimulativamente sinónimas.

2. En el caso de las constantes lógicas hay un método más directo: la regla conductual de la negación
consiste en asentir a ella cuando y sólo cuando se disiente de la oración negada. Con respecto a la
conjunción, se asiente a ella cuando y sólo cuando se asiente a las dos oraciones conjuntadas. Con respecto
a la disyunción se asiente a ella, cuando se disiente a la negación de las dos oraciones conjuntas (A Ú B
«¬(¬A Ù ¬B)). Con respecto a la implicación se asiente a ella cuando y sólo cuando se disiente a la
conjunción de la primera y la negación de la segunda (A ® B) « ¬(A Ù ¬B)). Quine denomina “criterios
semánticos” a estas reglas conductuales para la traducción de las constantes lógicas proposicionales.

3. Noción conductista de analiticidad. Una oración es estimulativamente analítica si la mayoría de los


miembros de la comunidad lingüística asiente a ella, cualesquiera que sean las circunstancias
estimulativas. Este criterio va más allá de la noción intuitiva de analiticidad, pues convierte en analíticas
tanto a “Llueve o no llueve” como a “la nieve es blanca”. Es decir, la analiticidad estimulativa no
discrimina las “verdades en virtud del significado” de creencias muy extendidas, y es esto lo que la hace
plausible como criterio de traducción.

4. Noción conductista de sinonimia, o sinonimia intrasubjetiva. Dos oraciones son intrasubjetivamente


sinónimas en la lengua nativa si se traducen por oraciones intrasubjetivamente sinónimas para hablantes
del español.

Estos cuatro criterios ponen, en realidad, de relieve cuatro hechos sobre las disposiciones lingüísticas
constitutivos de ese “aquello en virtud de lo cual” una expresión de otra lengua es una buena traducción de
la primera a esa otra lengua; estos cuatro hechos son: a) el significado estimulativo de las oraciones
observacionales; b) los “criterios semánticos” para las constantes lógicas proposicionales; c) la
analiticidad estimulativa; y d) la sinonimia estimulativa intrasubjetiva. La indeterminación de la
traducción radical (es decir, la indeterminación de la semántica, o de los significados) consiste en que
estos hechos permiten establecer identidades y diferencias de significado entre oraciones con mucha
menor precisión de lo que intuitivamente pensamos, pues estos criterios (los únicos que, según Quine, es
razonable aceptar) sólo proporcionan un criterio holista de identidad de significado.

6.5.2 La indeterminación de la traducción y la inescrutabilidad de la referencia

La tesis de la indeterminación de la traducción radical postula la existencia de manuales de traducción de

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la lengua nativa al español diferentes, pero todos ellos igualmente compatibles con los anteriores criterios
a)-d). Las diferencias entre estos manuales pueden llegar a ser sustanciales, hasta el punto de que estos
manuales pueden ser incompatibles:

Es posible confeccionar manuales de traducción de una lengua a otra de diferentes modos, todos
compatibles con la totalidad de las disposiciones verbales y, sin embargo, todos incompatibles unos con
otros. Estos manuales diferirán en numerosos puntos: como traducción de una sentencia de un lenguaje
darán sentencias del otro que no se encontrarán entre sí en ninguna relación de equivalencia plausible, por
laxa que ésta sea (Quine, Palabra y objeto, p. 40)

La “posible” incompatibilidad de estos manuales puede ser compensada mediante las traducciones
“diferentes” de otros términos. Esto daría lugar a que los manuales que en principio eran incompatibles
vuelvan a hacerse compatibles, aunque las traducciones seguirían siendo diferentes. Nos encontramos aquí
con una tesis debilitada de la indeterminación de la traducción a la que Quine denomina inescrutabilidad
de la referencia o relatividad ontológica. Esta tesis dice que hay manuales de traducción alternativos,
compatibles con todas las disposiciones lingüísticas (no sólo las observadas, sino todas las posibles), que
traducen una misma expresión (término u oración) de la lengua a traducir por otras de la lengua a la que se
hace la traducción que difieren en referencia.

El que la referencia de los términos de la lengua nativa sea inescrutable consiste en que los criterios
naturalistas de aceptabilidad para traducciones no nos permiten determinar su referencia; no nos permiten
determinar si se refiere a un conejo particular, o a un conjunto de estadios de conejos, o a un conjunto de
partes no separadas de conejo, etc. Esto equivale según Quine a que la ontología supuesta por una lengua
es relativa a qué manual de traducción se escoja. Según como traduzcamos a los nativos, podemos
atribuirles nuestra familiar ontología de objetos de tamaño medio que duran unos años en el tiempo, pero
podemos también atribuirles ontologías extrañas, habitadas sólo por fugaces estadios de nuestros más
familiares conejos, etc.

6.6 Davidson: significado, verdad e interpretación

La filosofía davidsoniana del lenguaje no pretende encontrar algo (representaciones mentales o entidades
objetivas ideales) que haga significativa el habla. La pregunta davidsoniana no es “¿qué es el
significado?”, ni “¿qué hace significativa la emisión de ciertos sonidos?”, sino más bien la siguiente: dado
que los seres humanos son animales que hablan, ¿cómo podemos entender lo que dicen? El problema del
significado se convierte en el problema de la interpretación y de la comunicación entre los hablantes.

La investigación davidsoniana, heredera del análisis quiniano de la traducción radical, se denomina


interpretación radical. El intérprete radical pretende construir una teoría del significado de las emisiones
aparentemente lingüísticas de un sujeto cuyo lenguaje le es totalmente desconocido. Situar el punto de
partida del análisis de la interpretación en esta situación extrema es un artificio metodológico destinado a
poner de manifiesto los aspectos implicados en la comunicación normal entre los seres humanos. La
ventaja de este punto de partida consiste en que nos permite evitar que nos pasen inadvertidos
presupuestos importantes de la comunicación.

El intérprete radical cuenta sólo con la observación de la conducta del sujeto y del entorno en el cual se
desarrolla. El intérprete radical ha de suponer, sin embargo, que es capaz de detectar en el sujeto una
actitud básica, a saber, la de tener por verdadera una emisión. Esta actitud básica corresponde a la noción
de creencia. Esta noción, junto con la noción de verdad, constituyen el bagaje de conceptos semánticos del
intérprete. Aunque se trata de conceptos semánticos, no vician el proceso de la interpretación, ya que no
presuponen que el intérprete conozca ya las creencias del sujeto ni el significado de sus emisiones.

En cuanto a la verdad, Davidson la considera como una noción primitiva, una noción trascendentalmente
clara, no susceptible de ser definida en términos de otras nociones más claras que ella misma. Entendemos
mejor la noción de verdad que cualquier otra noción semántica como la de significado, referencia o
traducción. Es posible, en cambio, construir estas otras nociones sobre la noción de verdad.

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La tarea del intérprete radical consiste en elaborar una teoría de la verdad acerca de las emisiones que
pretende interpretar, es decir, cuyo significado pretende conocer. Esta teoría debe dar como resultado
teoremas que expresen, para cada oración que se interpreta, las condiciones en que esa oración es
verdadera. Formalmente, los teoremas en cuestión son enunciados bicondicionales. Así, por ejemplo, si el
sujeto a interpretar habla inglés y el intérprete radical habla castellano, la oración del primero “snow is
white” estará interpretada mediante una teoría, uno de cuyos teoremas es un bicondicional como el
siguiente:

“Snow is white”, emitida por el sujeto, es verdadera si, y sólo si, la nieve es blanca

Que la nieve sea blanca es la condición de verdad de la oración “snow is white”, y el conocimiento de esta
condición nos permite entender la oración en cuestión. Ahora bien, pensemos que el siguiente
bicondicional es igualmente verdadero:

“Snow is white”, emitida por el sujeto, es verdadera si, y sólo si, la hierba es verde.

Intuitivamente, este bicondicional no constituye una interpretación adecuada de la oración “snow is


white”. Que la hierba sea verde no es una condición de verdad de “la nieve es blanca”. Lo que podría
excluir este tipo de bicondicionales es el hecho de que la interpretación de una oración se produce en el
marco global de la teoría y de las relaciones de coherencia entre sus axiomas y teoremas; es la
acumulación progresiva de estas relaciones lo que va aislando ciertos bicondicionales como
interpretaciones correctas. Y, en segundo lugar, las condiciones de verdad de una oración como “snow is
white”, a saber, que la nieve sea blanca, causan n el agente, a diferencia del hecho de que la hierba sea
verde, una disposición a asentir o tener por verdadera la oración “snow is white”.

El proceso de interpretación constituye un proceso global en el que la asignación de condiciones de verdad


a emisiones y la asignación de estados mentales, como creencias y deseos, al agente, se llevan a cabo
simultáneamente y se condicionan de manera recíproca. Según Davidson, dicha asignación no puede
llevarse a cabo inteligiblemente a menos que el intérprete respete ciertos supuestos acerca del sujeto al que
pretende interpretar. En primer lugar, habrá de aceptar que los contenidos de las creencias más básicas del
sujeto están constituidos por determinados rasgos objetivos del entorno, los cuales causan dichas creencias
en el sujeto. En segundo lugar, habrá de aceptar que, en los casos más básicos, lo que el sujeto considera
verdadero será también verdadero para él mismo. En tercer lugar, habrá de atribuir al sujeto la capacidad
de pensar, por lo general, de modo coherente (de acuerdo con lo que el intérprete mismo considera como
pensamiento coherente). A menos que acepte estos supuestos acerca del sujeto, el intérprete no será capaz
de dar sentido a sus emisiones. Por lo tanto, si a partir de la interpretación radical es posible extraer
conclusiones sobre la comunicación entre los seres humanos, y si en general es cierto que podemos
comunicarnos con nuestros semejantes, habrá de ser cierto que la mayor parte de las creencias de los seres
humanos sobre el mundo son objetivamente verdaderas y que sus estados mentales están regidos, en
general, por normas objetivas de coherencia.

La justificación de estos supuestos reside, para Davidson, en que sin ellos no sería posible la
interpretación. Y si aceptamos que la interpretación es un hecho, es decir, que en muchos casos
entendemos las emisiones lingüísticas de los demás, habremos de aceptar que los supuestos de los que
depende son verdaderos. La argumentación davidsoniana parece tener, pues, estructura trascendental (en el
sentido kantiano): se remonta desde un hecho (la interpretación y la comunicación intersubjetiva) hacia
sus condiciones de posibilidad.

6.7 Grice: significado del hablante e intenciones comunicativas

Según Grice, la comprensión del significado en el marco de una teoría general de la acción racional no
requiere necesariamente que las acciones en que se producen significados estén gobernadas por
convenciones; no prestamos atención a los aspectos esenciales del significado cuando pensamos
exclusivamente en acciones lingüísticas convencionales. El programa de Grice consiste en ofrecer primero
una explicación de la naturaleza de los que él considera casos básicos de acciones en que se producen

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significados: aquellas que no son necesariamente parte de ninguna práctica convencional; y después
extender esta explicación para dar cuenta de las prácticas lingüísticas convencionales. Grice se refiere al
concepto que recoge el caso básico como “significado ocasional del hablante”, dando así la idea de que se
trata de casos en que un hablante utiliza una señal que no necesariamente tiene un uso convencional para
decir algo. Por otra parte, Grice se refiere con “significado de la expresión” al concepto que recoge la
extensión subsiguiente del análisis, dando a entender que en este caso ya son las palabras mismas las que,
gracias a la existencia de convenciones, han adquirido un significado relativamente independiente del uso
concreto a que los hablantes las someten.

Grice comienza con la sugerencia de que un hablante significa no naturalmente algo por medio de una
emisión x si el hablante pretende inducir una creencia en una cierta audiencia y que especificar cuál era la
creencia sería decir lo que significa no naturalmente x. Pero inmediatamente advierte que no basta con que
el hablante tenga esa intención primaria:

Yo podría dejar el pañuelo de B cerca de la escena de un crimen a fin de inducir al detective a creer que B
era el asesino; pero no querríamos decir que el pañuelo (o el que yo lo deje allí) significaba no
naturalmente nada ni que yo haya significado no naturalmente al dejarlo que B era el asesino

Lo que el caso del pañuelo deja fuera es la comunicación entre el emisor (el referente de ese ‘yo’) y la
audiencia (el detective).

Se necesita, por tanto, añadir una condición ulterior: el emisor debe haber pretendido que la audiencia
reconociese la intención primaria que hay tras su emisión, esto es, la intención de inducir en ella una
creencia. Es decir, tenemos que añadir a la intención primaria una intención de segundo orden que tiene
dentro de su alcance la intención primaria.

Ahora bien, esta condición es insuficiente, como muestra el siguiente ejemplo: no podemos decir que
Herodes, al mostrarle a Salomé la cabeza de San Juan Bautista en una bandeja, significase no naturalmente
que el Bautista estaba muerto. Sin embargo, en este caso se cumplen las dos condiciones que hemos
exigido. En efecto, Herodes tenía la intención primaria de producir una respuesta particular en Salomé, a
saber, la creencia en que el Bautista estaba muerto; y tenía también la intención de segundo orden de que
Salomé reconociese su intención primaria. Sin embargo, aunque Herodes le hizo saber deliberada y
abiertamente a Salomé que el Bautista estaba muerto, no se lo dijo. Salomé pudo haberse enterado igual si
se hubiera encontrado casualmente con la cabeza del Bautista sin que Herodes tuviera la intención de
comunicarle nada. Es decir, la intención de Herodes puede ser incidental para la respuesta de Salomé.

Para salvar esta dificultad Grice puntualiza:

A [el emisor] debe pretender inducir con x una creencia en una audienciay, también debe pretender que se
reconozca esa intención de su emisión. Pero esas intenciones no son independientes; A pretende que el
reconocimiento desempeñe su parte en la inducción de la creencia, y si no lo hace así algo habrá ido mal
en el cumplimiento de las intenciones de A […]. Brevemente, quizá, podemos decir ‘A significó no
naturalmente algo conx‘ es más o menos equivalente a ‘A emitió x con la intención de inducir una creencia
por medio del reconocimiento de esa intención’ (Grice, “Meaning”, Philosophical Review, 67 (1957)

El análisis establece un eslabón entre el reconocimiento de la intención del emisor por parte de la
audiencia y la creencia que se pretende inducir en ella. Esto equivale a exigir que el hablante o emisor
tenga una intención de tercer orden: la intención de que la audiencia sea inducida a cumplir la intención
primaria sobre la base de su cumplimiento de la intención de segundo orden.

En la reformulación canónica, el análisis de Grice toma la forma del siguiente bicondicional analítico:

(A1) Un hablante H significa algo al emitir x sii H emite x con la intención de

(i1) que su emisión de x produzca una cierta respuesta r en una audiencia A, y

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(i2) que A reconozca la intención (i1) de H, y

(i3) que el reconocimiento por parte de A de la intención (i1) funcione como al menos parte de la razón de
A para su respuesta r.

Es decir, el hablante S-pretende producir en la audiencia el efecto r (‘S’ de significar). Un rasgo de esta
definición es que se intenta que la consecución de r sea mediada por la consecución de otro efecto en A; a
saber, el reconocimiento de la intención de H de asegurar la respuesta.

¿Qué tipo de respuesta o efecto es el pretendido? En “Meaning” el efecto S-pretendido era que la
audiencia creyera algo, en el caso de las emisiones del tipo indicativo, o que la audiencia hicieraalgo, en
el caso de las emisiones de tipo imperativo. En “Utterer’s Meaning, Sentence Meaning, and Word
Meaning” (Foundations of Language, 4, 1-18 (1968)) Grice introduce dos cambios en el efecto
S-pretendido. En virtud del primer cambio, la respuesta pretendida en las emisiones de tipo indicativo pasa
a ser que la audiencia piense que el hablante cree algo (a menudo con la intención ulterior de que la
audiencia misma lo crea). En virtud del segundo cambio, la respuesta pretendida con las emisiones de tipo
imperativo pasa a ser que la audiencia pretenda hacer algo (con la ulterior intención de que lo haga).

Como consecuencia del segundo cambio el efecto o respuesta S-pretendido es siempre la generación de
alguna actitud proporcional (creencia o intención) en la audiencia. De este modo, se simplifica el
tratamiento de ambos tipos de caso, haciéndolo simétrico. El resultado del primer cambio es introducir una
distinción entre dos tipos de emisiones: emisiones exhibitivas, por las que el hablante S-pretende impartir
la creencia de que él, el hablante, tiene una cierta actitud proporcional, y emisiones protrépticas, por las
que el hablante S-pretende, vía la impartición de la creencia de que él tiene una cierta actitud proporcional,
inducir una actitud proposicional correspondiente en la audiencia.

El objetivo del análisis lingüístico de Grice es el estudio del “significado global”, y esto afecta tanto al
ámbito de la intención del hablante como al ámbito de los términos y los valores de verdad y al ámbito de
las reacciones que, a partir del uno y del otro, se suscitan en el oyente. La sede en la cual se manifiestan y
se despliegan estos niveles del significado coincide con la situación conversacional; en este punto se
produce siempre un exceso comunicativo, un superávit de significado que las expresiones vehiculan, más
allá de sus significados conversacionales, y ese exceso comunicativo no es caracterizable a partir de un
análisis tradicional en términos de funciones veritativas. Por ejemplo, si una madre pregunta a la niñera
“¿cómo se ha comportado el niño?” y la niñera responde “la casa no se ha hundido”, se trata
aparentemente de un intercambio incongruente y absurdo, aunque en realidad la comunicación se ha
producido, el significado pretendido ha sido transmitido por la niñera a la madre: es decir, la madre se
encuentra autorizada para deducir que el niño se ha comportado de una manera insoportable. Es obvio que
este tipo de intercambio, mucho más frecuente de lo que parece, no puede ser explicado con los
instrumentos de la lógica tradicional.

Grice se pregunta: ¿en qué consiste o de dónde proviene el exceso comunicativo que circunda e invade la
situación conversacional? La respuesta consiste en que se trata de la múltiple combinación de convención
y contexto: bastará, por tanto, con examinar sistemáticamente las formas en las cuales ciertas
convenciones actúan en el interior de contextos determinados para dar cuenta del “superávit” de
significado conversacional.

Grice observa que la conversación se basa esencialmente en un principio que puede definirse como
“principio de cooperación” y que expresa el empeño en hacer que la propia contribución enunciativa sea
funcional en la comprensión recíproca y en la comunicación. Ese principio dice: “ofrece tu contribución a
la conversación de la forma esperada, en el estadio requerido, en función del objetivo compartido o de la
dirección del intercambio comunicativo en el cual te ves envuelto”, y se articula a partir de cuatro
máximas: a) no sea reticente, b) no digas mentiras, c) sé pertinente y d) sé perspicuo (es decir, evita la
ambigüedad, evita las expresiones oscuras, procede de manera ordenada, sé breve).

Por principio, se pueden violar una o dos máximas: esto no implica necesariamente la ruptura de la
cooperación, aunque puede crear un tipo de cooperación ulterior y unos efectos comunicativos indirectos.

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La niñera, en el ejemplo anterior, viola un par de máximas conversacionales aunque, incluso en esas
circunstancias o gracias a esto, consigue ser comunicativa, consigue “cooperar” de una forma
particularmente adecuada. Grice calificó esta parte implícita de la conversación como “implicatura
conversacional”, y concibió el análisis como un trabajo de deducción de las implicaturas realizado a partir
del significado convencional de las expresiones en los contextos “normales”, añadiéndoles la
consideración de los distintos contextos y de las distintas posibles violaciones (intencionales o no) de las
reglas conversacionales.

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