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Fundación Universitaria Claretiana (CAT Medellín)

Teología Moral
Retroalimentación Portafolio Número 1: Historia de la Teología moral
Profesor: Juan Sebastián Ocampo Murillo
"Cuanto más organizada es una criatura, tanto más se compone su estructura de los reinos
inferiores. El hombre es un compendio del mundo; cal, tierra, sales, ácidos, aceite y agua,
fuerzas de la vegetación, de los estímulos y de las sensaciones se combinan orgánicamente
en él. Esto es todo lo que sustenta la inmortalidad del alma e incluso la perduración de todas
las fuerzas eficientes y vivas de la creación universal." Johann Gottfried Herder (Filósofo
alemán)
La teología moral estudia las relaciones sociales y humanas del hombre de carne y hueso,
pero hay que recordar que toda la estructura relacional del sujeto que lo liga a sus semejantes
se da en el horizonte de Dios, en la búsqueda incansable por lo divino. Una de las preguntas
fundamentales sobre la cual se elevan los cimientos de la moral es: ¿qué es el hombre? En
todas las latitudes de la historia se han erigido varias respuestas que intentan develar la
naturaleza del hombre, que no podemos reducir a juicios vacíos y abstractos como “es bueno
por naturaleza”, “es malo desde sus cimientos”. Es más idóneo afirmar que el hombre es la
unidad de cuerpo y alma: es la concatenación del ser sensitivo, de su historia natural y
genética, de las producciones de la cultura y la tradición, de su ser económico y político, de
la racionalidad y la búsqueda por lo infinito. En coordenadas modernas precisamos aducir
que el ser humano es bio-psico-social con tendencia a lo trascendental y sublime.
Es pues, que la historia de la Teología Moral permite iluminar la cuestión de cómo el hombre
ha entendido su propia realidad; no es tan sencillo como reducir toda la experiencia moral
del ser humano a un objeto por fuera de la conciencia, pues, hacer énfasis en el estudio de la
historia de esta disciplina trae consigo un entendimiento propio, de lo que me constituye a
mí mismo en relación con los otros y con Dios. Cuando soy capaz de volcar la reflexión sobre
el trasegar histórico, estoy realizando un ejercicio de autoconciencia, estoy en presencia de
la totalidad, de lo que me rebasa y excede, pero que se ha hecho vivencia y experiencia
humana alrededor de todo el devenir temporal, de las épocas y de los pueblos. Platón, por
ejemplo, consideraba que el alma del hombre siempre había estado en presencia de lo divino,
nunca había dejado su contacto íntimo con las divinidades y tenía la posibilidad de expresar
esa inmanencia con lo supraterreno y lo supraempírico en el mundo perecedero y hostirl que
nos rodea:
Todo lo que es alma tiene a su cargo lo inanimado, y recorre el cielo entero, tomando unas
veces una forma y otras otra. Si es perfecta y alada, surca las alturas, y gobierna todo el
Cosmos. Pero la que ha perdido sus e alas va a la deriva, hasta que se agarra a algo sólido.
donde se asienta y se hace con cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo en virtud de
la fuerza de aquélla. Este compuesto, cristalización de alma y cuerpo, se llama ser vivo. y
recibe el sobrenombre de mortal. El nombre de inmortal no puede razonarse con palabra
alguna; pero no habiéndolo visto ni intuido satisfactoriamente, nos figuramos a la divinidad,
como un viviente inmortal, Que tiene alma, que tiene cuerpo, unidos ambos. de forma
natural. por toda la eternidad. Pero. en fin, Que sea como plazca a la divinidad, y que sean
estas nuestras palabras (Fedro, 246c).
Es entonces que, para Platón, un ejercicio moral no estaba desvinculado de la búsqueda de la
virtud y de encontrar en el mundo y en los otros la belleza, la verdad y la bondad. Platón
recoge la premisa socrática de que es preferible morir antes que afrontar una vida alejada de
la verdad y sumida en lo no-esencial. Para este pensador existía una interrelación entre la
felicidad del hombre, el conocimiento de las ideas con su trascendencia ligada a la
inmutabilidad de la idea de Bien, que reconocía tenía una primacía dentro de todo su sistema
epistemológico. Es siempre interesante recolectar esta experiencia platónica sobre la moral
porque nos brinda una antesala para el estudio teológico: cuando el hombre se entera de que
existe una armonía en el cosmos, un cierto orden, también intentará traspasar este a las facetas
económicas, sociales y políticas que son todo lo que integran la dimensión de la vida moral,
que, en últimas, no es más que el cuidado de mí mismo y de los demás.
Ahora bien, Aristóteles recogió la enseñanza de su maestro para darle un estatuto “científico”
fuerte al estudio de la ética. La gran pregunta sobre la que cavilaba este pensador era la de
cómo encontrar algo inmutable y permanente en los actos humanos que son contingentes y
proclives de mutación y cambio. Así, pues, el estagirita volcó toda su atención a formular las
condiciones para un estatuto científico de la ética. De acuerdo con él, esta no debe abocar
hacia los resultados, hacia las acciones como algo externo, sino que su principio debe
descansar en motivar y ayudar a las personas a obrar bien y a decidir el bien máximo entre
un conjunto de acciones cuya naturaleza es imprevisible. La ética debe conocer de forma
radical en qué consiste el bien que se esconde detrás de la acción.
Se puede afirmar que una acción es buena si está dirigida a un fin adecuado, y el bien mismo
está en la base de este fin. El bien posee razón de fin en la medida en que mueve el apetito,
es decir, la contingencia, el ser natural del hombre hacia la dirección de lo bueno. La razón
establece en los actos humanos esa incesante búsqueda por lo que es recto. Aristóteles
aseguraba que “el bien es lo que todos apetecen”. En otros términos, y enfatizando en todo
lo que venimos trabajando, detrás del apetito del hombre (su parte sensitiva) se pone la
experiencia racional que propende hacia la verdad universal. A pesar de toda la
vulnerabilidad del ser humano, de lo agreste y tortuoso que puede resultar la vida, y de las
dilaciones que van emergiendo en el camino, siempre se encuentra de forma inmanente la
búsqueda del sumo bien. Sin embargo, acá ya hay una diferencia radical con su maestro
Platón, pues, según este último, un hombre solo podía obrar mal por ignorancia, por
desconocimiento de la verdad, no obstante, como recrimina Aristóteles, hay personas que
están sumamente conscientes de que están obrando mal y aún así no tienen rastro de duda de
ejecutar acciones que vayan en detrimento de la verdad universal; por eso, la ética aristotélica
está más bien dirigida hacia el perfeccionamiento de los actos humanos a través de hábitos
virtuosos.
Según el estagirita, la ética constituye una razón práctica, pues es la victoria de la virtud
(areté) sobre los impulsos naturales, gracias a la costumbre y a la consecución del justo medio
(ataraxia), esta es diferente de las virtudes dianéticas que tienen que ver más con la
perfección de algún arte o de algún conocimiento. La ética, por su parte, tiene presente que
el dinamismo de la vida humana es la acción, es decir, el apetito, el cual ya está circunscrito
a un fin. La ética, pues, es el ejercicio de la búsqueda de “la verdad de acuerdo con el apetito
recto”. La voluntad del hombre, pues, está dirigida hacia una meta racional.
En concordancia con lo anterior, para Aristóteles hay dos caminos que hay que determinar
para profundizar en esta cuestión de la ética:
1. El primero de estos consiste en identificar el bien supremo con la felicidad
(eudaimonía), en esta se reconocía la clave de bóveda para cualquier ordenación de
los actos. La felicidad del hombre consiste en realizar lo más grande, en la
consecución de la excelencia: “la felicidad debería ser la actividad de una vida
perfecta según la virtud perfecta”.
2. El segundo camino invita a reconciliar e integrar todos los apetitos. Sin la
contribución de la contingencia del acto humano, se haría totalmente una empresa
imposible la de la búsqueda de la felicidad, ya que el hombre no estaría
adecuadamente dispuesto a realizarla. Entender esto es elucidar que ha una exigencia
de racionalidad en las acciones. La razón es propensa de encontrar una excelencia
humana en el movimiento apetitivo, de modo que se actúa para un fin. El agente puede
dirigir el apetito al fin más alto.
Ahora bien, la ética de Aristóteles no es de carácter individualista, sino que, por el contrario,
debe hallar terreno fértil en donde fraguar todas sus expectativas. La búsqueda de la virtud
es un asunto también comunitario, por ende, es fácil encontrar referencias a la ciudad como
lugar privilegiado para la realización de la felicidad humana en la obra aristotélica, todo ello
encarnado en la formación política: “se admitirá que pertenece a la ciencia más importante,
esto es, la que es arquitectónica en su máximo grado. Y tal es manifiestamente la política”.
La primera forma de resignificación cristiana de este camino ético la podemos localizar en el
Evangelio de San Juan, más precisamente, en la parte de su prólogo, este permitirá conceder
un fundamento trascendente a la lex naturalis estoica como medio para abrir un camino a la
libertad individual, a modo de Alianza con Dios. Esto es una manera armoniosa de insertar
los conceptos éticos en todo el plan y la historia de salvación que introduce al ser humano a
un cauce teleológico y universal. En el prólogo del Evangelio, se enseña la necesidad de
sacralizar la historia humana, de redirigir todo el accionar del hombre hacia la providencia
divina.
Lo absoluto es radicalmente trascedente al hombre, pero, de todas maneras, se desenvuelve
y desarrolla en lo más íntimo de su ser, está presente como dirección de vida y condición de
posibilidad para la libertad. Se pone en la mesa una estrecha relación entre la creación (el ser
natural), la alianza (el puente con Dios) y la redención en Cristo (divinamente hombre), que
se dibuja como el marco real en el que el espíritu absoluto se sumerge en el contenido de la
experiencia moral y encuentra su lugar de protagonismo en la historia. En suma, la primacía
del amor de Dios debe estar sujeta a todo el obrar del cristiano en su vida comunitaria.
Fue después San Agustín quien introdujo la noción de “ley eterna”, para él es sumamente
importante que se entienda que hay una ley que impulsa y empuja al hombre a algo más
grande que sí mismo, a algo que lo excede; ello no corresponde a un orden inmanente o
natural (de acuerdo con el concepto estoico), pues este niega totalmente el agenciamiento y
la libertad humana. De hecho, el hombre no encuentra esta ley eterna en la contemplación de
las cosas, sino en el propio dinamismo que descansa en la intimidad de su ser que marca el
modo cómo el sujeto vive y asume su realidad: “No vayas fuera, vuelve a ti mismo. En el
interior del hombre habita la verdad. Y si encuentras que tu naturaleza es mutable,
trasciéndete a ti mismo”.
Empero, cualquier obra y acción humana está motivada por un amor, y en la verdad de este
amor, en la verdad del alma se ilumina la dirección del hombre. El amor es motivado por
Dios, es un movimiento primigenio que debe ser aceptado por la gracia; gracia es el don de
Dios que supera lo que el hombre pueda realizar por su propio esfuerzo. Libertad, entonces,
no significa hacer lo que se me venga en gana, más bien, es responder a lo que Dios me
ofrece, a la búsqueda de esa gran felicidad motivada por el amor y la caritas. Hay una primera
libertad, que nunca se pierde, que es la de elegir, esta pertenece a todo hombre, pero ella por
sí misma no es suficiente para elegir el bien final, que corresponde a la unidad con Dios, debe
a ver, pues, concurso del amor divino:
“Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es a{un completa, aún no es pura ni
plena, porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en
parte hemos alcanzado la libertad” (San Agustín).

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