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Certeza de la ceguera
Contempladas por primera vez, las imágenes fotográficas de Bavcar parecen ajenas a la
ceguera de la que emergen. No hay signos en la imagen que revelen el allanamiento de la mirada.
Acaso, la invención fotográfica señala sobre la imagen rastros de un trabajo fotográfico que más
que de una captura, o un sacudimiento de la mirada, emergen sólo de una gesticulación
silenciosa, de un trabajo corporal que sin embargo, ha dejado rastros tenues en las imágenes. La
mirada se enfrenta a esos rasgos inadvertidamente. Son señales apenas presentidas, al margen
de cualquier categoría, en los bordes del sentido, neutras. Sería quizá posible adivinar en las
figuras las huellas del cuerpo y el lenguaje que las han modelado. Reconocer la sombra de las
palabras que inventan la escena, del relato tácito que las modela como una iluminación de la
memoria. Entregarse a la imagen para recobrar de ella las palabras inaudibles que van señalando
la posición de los cuerpos, orientando la incidencia de la luz, prescribiendo su alejamiento a la
mirada.
O bien, advertir en el juego de contrastes, en la geometría de las luces en la fotografía los gestos
que dan forma al acto fotográfico, concebir el cuerpo del fotógrafo volcado en el trabajo de
esculpir con la palabra o el cuerpo los espacios, los objetos, las atmósferas, transformar la
orientación de otros cuerpos. Las imágenes de Bavcar aparecen entonces como una resistencia a
la fotografía, a sus tiempos, a la precariedad de su espera, a su precipitación. Una resistencia cuyo
indicio se advierte apenas en la atmósfera de contrastes, en los tonos densos que insinúan los
límites de la luminosidad, en los pliegues de las fisonomías, y la disposición de los cuerpos. Esas
imágenes parecen surgir a contra-corriente de los ritmos maquinales e instantáneos del ojo
fotográfico, rechazando la lógica del acecho. En Bavcar el acto fotográfico surge más bien de la
lenta sedimentación de los espectros escénicos, pero también de una entrega de la fotografía a la
pendiente obsesionante de los sueños, a las invenciones de la memoria. La imagen fotográfica
emerge así de un incierto atavismo de las formas. Se va bosquejando, a través de la serie
fotográfica, una pasión por las intensidades lumínicas que parecen devolvernos a los perfiles
tangibles de los cuerpos. Ese apego a la intensidad de la luz parece hacer más intransigente el
agobio de las zonas de sombra que se cierra sobre las siluetas y las fisonomías apenas
arrastrados a la visibilidad. La conjugación de contrastes se vislumbra como una apuesta a la
primacía del deslumbramiento. Bavcar parece explorar esa alianza entre el deslumbramiento y la
extinción de la mirada. Sus imágenes exhiben en la diseminación de los acentos de luz, los trazos
de una constelación de eclipses, la herida tácita de la luz en los objetos. La incidencia de los
resplandores parece multiplicar las sombras esparcidas por la imagen. Sombras blancas inscritas
sobre el fondo de la oscuridad, sombras de deslum-bramiento sobre las otras sombras que cierran
el paso a la mirada.
La luz en los contornos de los objetos y los cuerpos se dispone como un paisaje de pliegues de la
mirada, como cicatrices que señalan la fascinación equívoca de lo luminoso. Estas sombras de
luz, esa claridad limítrofe alienta la disolvencia de las formas. Los perfiles y la alternancia de las
sombras pronunciadas en la fotografía de Bavcar parecen acentuar la búsqueda de una
concordancia paradójica entre la claridad, llevada al paroxismo, al deslumbramiento, y las zonas
que evocan la extinción de la visibilidad. La fotografía insinúa un trayecto de la mirada siempre en
la inminencia de su límite. Marcar lo visible con una intensidad luminosa que lo aproxima a la
ceguera: enceguecer de luz, para así, con ese contraste extremo, arrancar a la fotografía de la
evidencia de la presencia visible de los objetos: desprenderla de la percepción para entregar las
imágenes a la inminencia del recuerdo o de la fantasía. Construir una geología inaccesible de la
luz para arrancarnos de los objetos, para desarraigarnos de la opresión de las identidades que
pueblan la visión, para suscitar la mirada de la memoria o del deseo.
El advenimiento de la ceguera
La ceguera le acaece a las imágenes de Bavcar como una catástrofe ajena. Es en todo casoalgo
que sobreviene a la contemplación, como un terror primordial capaz de impregnarla, como una
ansiedad que asedia la memoria para anunciar la inminencia del duelo. Con el advenimiento de la
ceguera la imagen se presenta ya en su rostro inequívoco: el testimonio de la desaparición, de la
pérdida, de la fragilidad de la mirada, de su extrañeza habitual, de su condena al exilio sin tregua
de los objetos. Es el sobresalto de la ceguera, implantada en la imagen como un desarraigo, lo
que hace visible la metamorfosis del sentido de la mirada, esa metamorfosis que habita
intrínsecamente el acto fotográfico. Es una condición cifrada que se revela siempre antes o
después de mirar la fotografía, cuando se empuja a la vista a desbordar el sentido de la
percepción. Ocurre como un sentido adyacente, suplementario. Se erige como un trasfondo que
repentinamente agobiara la propia imagen, para acogerla como una estridencia en los sentidos,
para hacer visible otros tiempos de la fotografía, otra forma de significar.
Así, cuando la certeza de la ceguera sucede a la fotografía, inscribe entre la imagen y la mirada
un tiempo de vacilación, un movimiento en que la evidencia de la mirada se disipa. La visión se
vuelve contra sí misma, rechaza sus objetos. Se vuelve también sobre sí misma, se entrega a un
enrarecimiento súbito de lo mirado. Se quebranta la memoria y la certeza de lo visto. La mirada se
repliega. Se precipita en un aturdimiento que se vuelve contra lo mirado. Lo marca con la violencia
de una imaginación que desdibuja en la medida que niega también la presencia misma de lo
mirado.
No obstante, la fotografía de Bavcar impone una torsión y una extrañeza al "eso ha sido" de la
fotografía: los cuerpos que se exhiben no son testimonios de una presencia plena. "Eso" que se
despliega como imagen no es sólo lo que se ofrece a la mirada. Lo que muestran las imágenes
fotográficas de Bavcar no es solamente un grupo ocasional de presencias en el filo del derrumbe,
sino la persistencia de algo ausente, una escena dramática donde lo que está en juego es algo
irreductible a lo mirado. Los objetos, los cuerpos, los espacios se convierten a su vez en el
espectro de lo otro, eso que aparece en la imagen fotográfica, como la sola resonancia de un
vacío. Así, el "eso" no señala un objeto singular, ni siquiera una escena o un acontecimiento, sino
una trama intrincada de memorias, de tiempos que se traslapan, de sombras de episodios que
desaparecen después de resurgir desde el olvido. Lo que exhibe la fotografía de Bavcar es el
"eso", un objeto neutro, sin identidad, sin perfil, que escapa a la mirada. La imagen no es otra
cosa entonces que una escenificación de lo neutro. El tejido y los relieves de la escena no son
sino los cuerpos inertes en que el impulso del deseo se multiplica. Son espectros del deseo,
formas del fantasma distorsionadas en el juego de una escena que se despliega, se transforma,
se intensifica y se disipa en la inmovilidad de la imagen.
El "eso ha sido" señala entonces una dualidad del tiempo del objeto fotográfico: en la inminencia
de la muerte del objeto se inscribe la fuerza escénica, la aparición obstinada de lo otro, ese rastro
mudo de la intimidad. La distancia entre la imagen que se contempla y eso que señala la
presencia fotográfica es la que separa el tiempo de la muerte y la perseverancia del juego
fantasmal del deseo. El gesto que señala, el eso, que apunta al objeto y lo inaccesible de la
intimidad de quien mira, lo arraiga al nudo intransigente de todos los deseos. El acto fotográfico
parece emanar así de cuerpos neutros, arrancado del sentido habitual de la percepción por la
quietud escénica labrada en la imagen fotográfica. La primacía del fantasma suspende la fuerza
designativa de la imagen fotográfica.
No obstante, esa fuerza indicativa de la fotografía parece estar inscrita íntimamente en el diálogo
de las miradas. El acto fotográfico parece arrastrado por un impulso singular del deseo: arrancar
el sentido del propio rostro, la invocación del mundo, sólo al reconocerse en la mirada del otro.
Sartre había aludido ya a la violencia de este deseo. El juego de las identidades, sugería, se
arraiga en el enigma de la mirada: en la imposibilidad de ver en los ojos del otro algo más que la
presencia intangible de la mirada. Cuando fijamos nuestra mirada en los ojos que nos miran, lo
que reconocemos no es la forma o los rasgos de las pupilas, sino la intensidad y el sentido del
mirar. Es esa fuerza vacía de la mirada del otro la que nos otorga la posibilidad de identidad, es de
este don inadvertido y vacío de donde construimos nuestro sentido y el de nuestro entorno. Es en
la intensidad pura de esa mirada que nos interroga en su intangibilidad, su dureza y su fragilidad,
su sustancialidad y su evanescencia donde encontramos la clave de nuestra propia identidad. Es
quizá en el entrecruzamiento de lo intangible del mirar donde se gesta el don de la identidad.
Y, sin embargo, ese reclamo de la mirada parece diseminarse más allá de las pupilas e
incorporarse en la dureza del mundo. No es sólo de otros ojos, sino también de los objetos
mismos que fluye la mirada. Klee había alguna vez subrayado esa sensación en el origen de la
aprehensión figurativa: son los objetos mismos los que me miran, escribió. Para Klee, es el
imperativo de responder a esa mirada que el mundo nos impone, lo que parece encontrarse en el
impulso y la urgencia del acto estético, de la pintura. El impulso de la recreación figurativa del
mundo emerge de un mirar que no es el nuestro, que emerge siempre del otro, de las cosas
mismas como un gesto de donación sin retorno, sin retribución. Como una expresión obscura de
generosidad sin sujeto, sin origen. No obstante, esa recreación surge ya de la desaparición de esa
mirada. La invención de la imagen es ya la transformación de esa mirada del mundo en memoria
de esa mirada. La invención de la figura fotográfica no es quizá la exploración de la propia mirada,
sino la tentativa de recuperar la memoria de la mirada de las cosas, los restos del reclamo
obstinado del mundo, la demanda insistente de los cuerpos en su soledad o su arraigo mudo en el
mundo. Es trocar el sacudimiento de la experiencia por la serenidad de una certidumbre a la que
acompaña la urgencia del vínculo, de la donación.
Es bajo el imperativo de este don, de este intercambio desigual de la mirada –impulsada por este
deseo de dar a ver y cuyo valor no es otro que esa experiencia corporal de los límites–, que el
sentido de las imágenes experimenta una metamorfosis. La fuerza indicativa de la fotografía hace
patente que el acto fotográfico no sólo da a ver esa imagen accesible sólo como quimera o
conjetura para el acto fotográfico, para el acto creador mismo, sino también convierte en materia
del don la sombra del deseo de ese dar a ver como un impulso tras la imagen. Así, más que
meras imágenes, lo que da a ver la fotografía de Bavcar son juegos escénicos que desbordan la
esfera cerrada de la materia gráfica y se expanden para incorporar la materia de los cuerpos, los
actos de lenguaje, la mirada que contempla capturada en la tensión limítrofe ante la fuerza de lo
no visto que emerge en las figuras. Las series fotográficas de Bavcar exhiben escenarios, lugares
donde se despliegan los signos residuales de un deseo sin anclaje, capaz de transitar de una
mirada y un cuerpo al otro, de una mirada que, transformada en impulso de creación de formas,
transita hasta los ojos y las palabras de quienes se congregan en ese escenario. Los deseos se
entrelazan y se entregan a una metamorfosis que involucra cuerpos múltiples, se desplaza de un
gesto a una mirada, de un movimiento del cuerpo a un acento o un juego de lenguaje, el trayecto
de ese impulso del deseo carece de destino, un mero desplazamiento sin duración, sin cauces, sin
objeto, desplegando un drama inmaterial, haciendo de la imagen un cuerpo residual, íntimo,
investido de una pura intensidad que irrumpe en la mirada de los cuerpos, para ofrecer la clave de
un sentido. No hay en esa trama de deseos un desenlace privilegiado. El escenario se vuelve el
lugar donde se trasluce la resonancia de ese cúmulo de deseos. La imagen fotográfica se
proyecta entonces como juego escénico: señala el escenario, imagina la constelación de cuerpos
y de objetos, los ofrece ya como imagen, distantes de su propia figura imaginaria, como
sedimentos de una historia íntima y silenciada del deseo implantado en la mirada. Los cuerpos, la
trama lumínica, la materia misma del escenario son sólo espectros, testimonios de esa alianza
entre memoria y deseo. La escenificación a su vez se construye como acto y na-rración.
Compuesta por trazos corporales, la escena son las huellas del gesto, del tacto que talla esas
figuras desde el vacío de la luz, que convoca desde la memoria la presencia en la epidermis del
eco de los cuerpos que ofrece a la mirada de los otros, cuerpos ofrecidos a la mirada de los otros
como resguardo de su propia memoria. El acto fotográfico engendra en el impulso de ese dar a
ver este universo escénico al mismo tiempo confinado a los márgenes del acto fotográfico, pero
arrastrado por la memoria y las imaginaciones del cuerpo y el lenguaje a exceder incesantemente
sus propias fronteras. Es esa memoria de la disrupción de los límites de los sentidos, de los
entrecruzamientos del deseo, lo que se nos otorga en la fotografía como un don imposible.
El oído habla también de lo distante pero sólo a partir de la extenuación de la sonoridad, de esa
huella, frágil. Pero quizá en el oído se encuentra ya un germen del vértigo de la fotografía de
Bavcar: la distancia de lo invisible y las figuras que se anuncian en su propia sonoridad, la fuerza
evocativa y la violencia identificadora del lenguaje. La fotografía construye esa operación
imposible: mirar una ausencia arrancada a la sonoridad del lenguaje y la disciplina del tacto, para
hacerla resonar en la escena y la fisonomía de las imágenes. No hay confusión en el espectro de
los sentidos: no surge el escándalo de la trama sinestésica. No se mira con la escucha ni con el
tacto. La fotografía de Bavcar priva de sentido esa retórica de la piedad. Pero, al mismo tiempo,
esa intimidad revela la intransigente inhumanidad, la crudeza de su lenguaje. Esa inhumanidad
reside en su alianza íntima con el silencio de la memoria corporal, en su capacidad para recuperar
de la mera memoria de la piel, de los rasgos paulatinos de los cuerpos, las historias vivas hechas
de un silencio palpable, sofocado, retirado a los márgenes de un trayecto inútil de la mirada. La
imagen despierta el mito de la memoria táctil de los cuerpos. Es una confesión de la fuerza
silenciosa de los ritmos y la invención de las fisonomías. La vocación de las imágenes de Bavcar
es alimentar con la evocación de los roces la residencia fértil en el silencio de la palabra y el
crepúsculo de las figuras.
La fotografía deja de ser una consonancia de figuras, para ser unaserie de vestigios que
multiplican y propagan las incitaciones a un repliegue de la mirada a los espectros de la memoria.
El don del acto fotográfico en Bavcar es ofrecer la metamorfosis de los límites de la mirada. La
fotografía de Bavcar inventa los relieves del mundo a través de una metáfora: la luz despojada de
su visibilidad. Ahí donde los ojos sólo pueden ofrecernos como respuesta a lo contemplado, una
complicidad al replegarse al silencio y la intensidad de sus propios fantasmas. La luz como el
signo de la sola intensidad que surge de la virulencia afectiva arrastrada por los deseos. La
intimidad de la fotografía de Bavcar no reside en la revelación de sí mismo, sino de estos tiempos
de la espera y la larga marcha hacia la construcción de los cuerpos y su diálogo. Es una confesión
de la fuerza silen-ciosa de los ritmos y la invención de las fisonomías. Es el don de lo irreconocible
del deseo del otro en el vacío del propio deseo lo que impulsa ese dar a ver de las imágenes de
Bavcar. La materia misma del don se transforma en una figura opaca y transitoria: mera indicación
de una imagen interior, ausente, fantasmal.
La asimetría singular de esa donación se revela no sólo como el rasgo que define la fotografía de
Bavcar sino, al mismo tiempo, como constitutiva del acto fotográfico. La fotografía es así el don de
lo no visto. Con la imagen fotografiada se da a ver lo que escapa por principio a la propia
visibilidad, lo que permaneció en los contornos de la mirada del fotógrafo, velado a su
aprehensión. Es la irrupción fulgurante de lo que atraviesa y perturba la figura, los objetos
plenamente identificables. Es un acontecimiento que acompaña imperceptiblemente la fuerza de
lo presente, para emerger súbitamente del fondo y someter la mirada del otro, de quien mira la
imagen fotográfica. El ojo mecánico y la sensibilidad inerte de la cámara acoge lo que ha
escapado a la conciencia para hacer de la trama de la imagen una vocación autónoma de lo
mirado. Los límites de la mirada del fotógrafo encuentran su resonancia en la conjugación de
invisibilidad y olvido que experimenta quien contempla la fotografía. Walter Benjamin había ya
puesto de relieve esta fuerza constructiva de la imagen fotográfica que surge del olvido y la
invisibilidad en la fotografía, pero que surge de la propia historia, de la propia existencia de lo
fotografiado para propagar esa historia, para inseminar con ella los rostros, las geografías, los
objetos. En la fotografía emerge la súbita memoria material, evanescente, que desaparece con el
eclipse mismo del objeto fotografiado. La fuerza imperativa de lo inadvertido es lo que Benjamin
llamó el inconsciente visual. Ese impulso inconsciente que atraviesa la imagen y que hace visible
un rasgo, un objeto, un destello de la mirada, una textura en los volúmenes, ese acecho de la
mirada del fotógrafo que pesa desde el origen de la figura fotografiada.
Y, sin embargo, lo no visto ejerce una fuerza permanente en la imagen fotográfica, la revela como
lo inacabado. No hay límite para la exploración de la mirada. Se abandona una fotografía por
debilidad o por fatiga, su totalidad aparentemente accesible se escapa a medida en que la mirada
se interna en el entrelazamiento del detalle. Hay algo en esa mera resonancia de lo no visto que
fascina la mirada. Las inclinaciones del ojo parecen referirse a ese juego de límites como si
encontraran ahí el testimonio de la gravitación del deseo. La imagen repentina abandona su
plenitud, deja de ser un objeto entregado enteramente a la visión. Y, sin embargo, la fuerza de las
imágenes parecen velar ese vacío, protegernos de él, cancelar su crueldad, esa fuerza de
atracción de ese vacío que se ofrece como un fondo que convoca a la mirada, su demora, sus
tiempos, hasta doblegarla. Los contornos de ese vacío, de lo no visto en la fotografía, se asumen
en el silencio de la mirada. La exuberancia de la imagen los encubre. La mirada se detiene sobre
los objetos, sobre las identidades. Se arraiga en el placer de las imágenes. La seducción de las
figuras mitiga la violencia de lo que se ha desdibujado, los contornos de ese vacío que da su
densidad a la imagen fotográfica. No obstante, la fotografía toma su fuerza de esta sombra
marginal, de la violencia tácita del olvido de la mirada. Es solamente por la fuerza del olvido que
los objetos se arraigan en la intimidad de la experiencia, con la fuerza enigmática del deseo. Lo
olvidado se inscribe entonces como presencia plena aunque imperceptible, no como una falta o
una inexistencia sino como una densidad, un cuerpo cuya opacidad reside en una intimidad
vedada. Lo no visto se implanta frente a la mirada para invocar la pasión, sin reclamar ningún
sentido.
Con la autonomía de lo fotográfico, la fotografía de Bavcar impone una inflexión radical a la tiranía
tecnológica que impregna progresivamente los hábitos del fotógrafo. El acto fotográfico no puede
ser ya una búsqueda expresiva. Parece entonces surgir de un mecanismo radicalmente indiferente
al deseo que lo impulsa. En la fotografía de Bavcar los ritmos del encuentro son irreconciliables
con los que rigen la voluntad de imagen del fotógrafo. El dispositivo fotográfico se asemeja a un
universo soberano. Parecería que se ahonda la distancia entre la escenificación del objeto y el
acto fotográfico, entregado a los recursos y los márgenes de la máquina óptica. Así, el acto
fotográfico se arranca de la urgencia de la mirada para desplegarse en una soledad intransferible,
propia, para entregarse a su impaciencia que no es otra que el deseo de recobrar el relieve y los
ritmos de la escenificación y que ignora los tiempos del dispositivo fotográfico.
El don inherente al acto fotográfico aparece entonces como una anomalía. Dar eso irreconocible
para quien da y que es incalificable para quien recibe: un don al margen de todo simbolismo, de
toda convención de sentido y de todo valor, dar algo que ha sido engendrado desde el deseo, y se
sabe, no obstante, ajeno a éste. Dar ese objeto ajeno al lenguaje, a la mirada, al propio tacto.
Hecho sólo un halo sin bordes que emerge de la escena fotográfica como una evidencia. Es algo
más allá de toda voluntad de significación. Materia pura del vínculo a través de la alianza del
deseo de mirada, enteramente inscrita en sus márgenes.
La imagen no es sino la encarnación de una narración tácita que acoge la convergencia inusitada
de múltiples materias: espacio, cuerpos, habla, silencios. La fotografía se convierte menos en un
retablo o en una estampa que en la condensación de una metamorfosis escénica: una disposición
serial de los objetos, de los rostros, de las luminosidades, un desplazamiento sucesivo de las
sombras. La fotografía de Bavcar alimenta la sospecha de que la imagen, más que una propuesta
conceptual, es la faz visible del trayecto, del desplazamiento figurativo, de la pendiente onírica o
fantasmática que circunda los objetos para señalar la emergencia de los contornos del trasfondo
de la oscuridad. Las imágenes de Bavcar hacen visible los rostros transitorios de una escritura
hecha de una multiplicidad de signos, perdida, ilegible. Es también la afirmación tácita de un límite
de la interpretación, de una discreción invencible de la imagen, de una capacidad de la fotografía
para recobrar la fuerza del secreto.
Raymundo Mier, "Certeza de la ceguera", Fractal n° 15, octubre-diciembre, 1999, año 4, volumen IV, pp. 107-126.