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Material de trabajo (Comunicación y Argumentación)

Guía de lectura Comunicación y Argumentación N° 03


TEMA N° 1: (Estructura del texto argumentativo)
Sección : ………………………..………………... Apellidos : ………………………..………………
Docente : Oscar Lagones Espinoza Nombres : ………………………………………..
Tipo de Práctica: Individual (X) Equipo (X) Fecha : .…../……/2018 Duración: 60 minutos

Instrucciones: De acuerdo con lo abordado en la parte teórica desarrolla los siguientes ejercicios. En un primer
momento, trabaja individualmente; después, integra un equipo de trabajo y comparte tus aprendizajes.

Propósito: analizar la estructura de un texto argumentativo

TEXTO 01 ESTRUCTURA
TEXTO 01
Caperucita rosa
Sandro Bossio
Hurgando entre relatos infantiles, nos encontramos con una gran revelación,
con algo que intuíamos, pero que, dado a lo escaso del material, no podíamos
certificar: los cuentos destinados hoy a los niños no estuvieron inicialmente
dirigidos a ellos.

El poeta francés Charles Perrault, por ejemplo, escribió el cuento “Caperucita


Roja” en 1678 (incluido dentro de la célebre antología Cuentos de mamá Oca,
pleno de la violencia de la época, claramente destinado a un público crecido
capaz de entender la parábola social que encerraba, disfrazándolo sin
embargo de cuento infantil.
Si leemos el párrafo en el que el Lobo llega a casa de la abuela haciéndose
pasar por la dulce niña de la caperuza, encontramos en el texto original que
“el Lobo tiró de la aldabilla y se abrió la puerta. Se arrojó sobre la buena mujer
y la devoró en un santiamén, pues hacía más de tres días que no había
comido”. Más adelante, adentrados en la secuencia más emblemática del
cuento, el autor describe una escena poco recomendable para niños, pues el
Lobo, disfrazado de abuelita, le dice a Caperucita: “Deja la torta y el tarrito de
mantequilla encima del arca y ven a acostarte conmigo”. Continúa la escena:
“Caperucita roja se desnudó y se fue a meterse en la cama, donde quedó muy
sorprendida al ver cómo era su abuela en camisón. Le dijo: ´¡Abuela, qué
brazos más grandes tiene!´. ´Son para abrazarte mejor, hija mía´. ´¡Abuela, qué
ojos más grandes tiene!´. ´Son para verte mejor, niña mía´. ´¡Abuela, qué
dientes más grandes tiene!´. ´¡Son para comerte mejor!´. Y diciendo estas
palabras, el malvado del Lobo se arrojó sobre Caperucita roja y se la comió”.
Como podemos ver, este relato colmado de crueldad, refunde también
ingredientes perversos: travestismo (el Lobo se iste con un camisón de mujer y
finge ser de otro sexo para engatusar a la niña) y pedofilia (la pequeña se
desnuda y se acuesta con el Lobo). Además de una clarísima alusión fálica: el
tamaño de los elementos faciales del Lobo descritos inocentemente por la
buena Caperucita.
El relato original, además, no incluye en su reparto a los leñadores, que, en
versiones más modernas, son los salvadores tanto de la abuelita como de la
inocente sieteañera. Es más, aquí el relato tiene como clímax el banquete que
el Lobo se da con la anciana, episodio que en versiones contemporáneas ha
desaparecido, pues hoy se prefiere esconder a la vieja en un baúl, o mandarla
al bosque al bosque a través de la ventana.

Podemos continuar con “Hansel y Gretel”, cuento en el que la bruja es una


aborrecible caníbal, poseedora de una casa adornada con chocolates y
caramelos por fuera y “con húmeros y tibias humanas por dentro” y que
engorda a los niños para “comérselos”. O con “Blanca Nieves”, cuyos enanos
son deformes y contrahechos, pero no por ello malvados, y cuya “enemiga”
no sería su madrastra, sino su propia madre. O con “Pulgarcito”, quien se
encuentra con un ogro carnicero que se deleita “masticando niños para su
entretenimiento”.
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Por más que los siglos hayan pasado, y por más que estos relatos se hayan
amoldado a nuestras exigencias, los elementos brutales han quedado latentes.
Creemos, por ello, que no son los mejores relatos para iniciar a los niños en la
lectura.

TEXTO 02 ESTRUCTURA
LOS INMIGRANTES

Mario Vargas Llosa. Copyright de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL
PAÍS, 1996.

Unos amigos me invitaron a pasar un fin de semana en una finca de La Mancha


y allí me presentaron a una pareja de peruanos que les cuidaba y limpiaba la
casa. Eran muy jóvenes, de Lambayeque, y me contaron la peripecia que les
permitió llegar a España. En el consulado español de Lima les negaron la visa,
pero una agencia especializada en casos como el suyo les consiguió una visa
para Italia (no sabían si auténtica o falsificada), que les costó 1.000 dólares.
Otra agencia se encargó de ellos en Génova; los hizo cruzar la Costa Azul a
escondidas y pasar los Pirineos a pie, por senderos de cabras, con un frío terrible
y por la tarifa relativamente cómoda de 2.000 dólares. Llevaban unos meses en
las tierras del Quijote y se iban acostumbrando a su nuevo país. Un año y medio
después volví a verlos, en el mismo lugar. Estaban mucho mejor ambientados,
y no sólo por el tiempo transcurrido; también, porque 11 miembros de su familia
lambayecana habían seguido sus pasos y se encontraban ya también
instalados en España. Todos tenían trabajo, como empleados domésticos.

Esta historia me recordó otra, casi idéntica, que le escuché hace algunos años
a una peruana de Nueva York, ilegal, que limpiaba la cafetería del Museo de
Arte Moderno. Ella había vivido una verdadera odisea, viajando en ómnibus
desde Lima hasta México y cruzando el río Grande con las espaldas mojadas,
y celebraba cómo habían mejorado los tiempos, pues su madre, en vez de
todo ese calvario para meterse por la puerta falsa en Estados Unidos, había
entrado hacía poco por la puerta grande. Es decir, tomando el avión en Lima
y desembarcando en el Kennedy Airport, con unos papeles eficientemente
falsificados desde Perú.

Esas gentes, y los millones que, como ellas, desde todos los rincones del mundo
donde hay hambre, desempleo, opresión y violencia cruzan clandestinamente
las fronteras de los países prósperos, pacíficos y con oportunidades, violan la
ley, sin duda, pero ejercitan un derecho natural y moral que ninguna norma
jurídica o reglamento debería tratar de sofocar: el derecho a la vida, a la
supervivencia, a escapar a la condición infernal a que los Gobiernos bárbaros
enquistados en medio planeta condenan a sus pueblos. Si las consideraciones
éticas tuvieran el menor efecto persuasivo, esas mujeres y hombres heroicos
que cruzan el estrecho de Gibraltar o los cayos de la Florida o las barreras
electrificadas de Tijuana o los muelles de Marsella en busca de trabajo, libertad
y futuro, deberían ser recibidos con los brazos abiertos. Pero, como los
argumentos que apelan a la solidaridad humana no conmueven a nadie, tal
vez resulte más eficaz este otro, práctico. Mejor aceptar la inmigración, aunque
sea a regañadientes, porque bienvenida o malvenida, como muestran los dos
ejemplos con que comencé este artículo, a ella no hay manera de pararla.

Si no me lo creen, pregúntenselo al país más poderoso de la Tierra. Que Estados


Unidos les cuente cuánto lleva gastado tratando de cerrarles las puertas de la
dorada California y el ardiente Tejas a los mexicanos, guatemaltecos,
salvadoreños, hondureños, etcétera, y las costas color esmeralda de la Florida
a los cubanos y haitianos y colombianos y peruanos y cómo éstos entran a
raudales, cada día más, burlando alegremente todas las patrullas terrestres,
marítimas, aéreas, pasando por debajo o por encima de las computarizadas
alambradas construidas a precio de oro y, además, y sobre todo, ante las
narices de los superentrenados oficiales de inmigración, gracias a una
infraestructura industrial creada para burlar todos esos cernideros inútiles
levantados por ese miedo pánico al inmigrante, convertido en los últimos años
en el mundo occidental en el chivo expiatorio de todas las calamidades.
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Las políticas antiinmigrantes están condenadas a fracasar porque nunca


atajarán a éstos, pero, en cambio, tienen el efecto perverso de socavar las
instituciones democráticas del país que las aplica y de dar una apariencia de
legitimidad a la xenofobia y al racismo y de abrirle las puertas de la ciudad al
autoritarismo. Un partido fascista como Le Front National, de Le Pen, en Francia,
erigido exclusivamente a base de la demonización del inmigrante, que era
hace unos años una excrecencia insignificante de la democracia, es hoy una
fuerza política respetable que controla casi un quinto del electorado. Y en
España hemos visto, no hace mucho, el espectáculo bochornoso de unos
pobres africanos ilegales a los que la policía narcotizó para poder expulsar sin
que hicieran mucho lío. Se comienza así y se puede terminar con las famosas
cacerías de forasteros perniciosos que jalonan la historia universal de la infamia,
como los exterminios de armenios en Turquía, de haitianos en la República
Dominicana o de judíos en Alemania.

Los inmigrantes no pueden ser atajados con medidas policiales por una razón
muy simple: porque en los países a los que ellos acuden hay incentivos más
poderosos que los obstáculos que tratan de disuadirlos de venir. En otras
palabras, porque hay allí trabajo para ellos. Si no lo hubiera, no irían, porque los
inmigrantes son gentes desvalidas, pero no estúpidas, y no escapan del
hambre, a costa de infinitas penalidades, para ir a morirse de inanición al
extranjero. Vienen, como mis compatriotas de Lambayeque avecindados en
La Mancha, porque hay allí empleos que ningún español (léase
norteamericano, francés, inglés, etcétera) acepta ya hacer por la paga y las
condiciones que ellos sí aceptan, exactamente como ocurría con los cientos
de miles de españoles que en los años sesenta invadieron Alemania, Francia,
Suiza, los Países Bajos, aportando una energía y unos brazos que fueron
valiosísimos para el formidable despegue industrial de esos países en aquellos
años (y de la propia España, por el flujo de divisas que ello le significó).

Esta es la primera ley de la inmigración, que ha quedado borrada por la


demonología imperante: el inmigrante no quita trabajo, lo crea y es siempre un
factor de progreso, nunca de atraso. El historiador J. P. Taylor explicaba que la
revolución industrial que hizo la grandeza de Inglaterra no hubiera sido posible
si el Reino Unido no hubiera sido entonces un país sin fronteras, donde podía
radicarse el que quisiera -con el único requisito de cumplir la ley-, meter o sacar
su dinero, abrir o cerrar empresas y contratar empleados o emplearse. El
prodigioso desarrollo de Estados Unidos en el siglo XIX, de Argentina, de
Canadá, de Venezuela en los años treinta y cuarenta, coinciden con políticas
de puertas abiertas a la inmigración. Y eso lo recordaba Steve Forbes en las
primarias de la candidatura a la presidencia del Partido Republicano,
atreviéndose a proponer en su programa restablecer la apertura pura y simple
de las fronteras que practicó Estados Unidos en los mejores momentos de su
historia. El senador Jack Kemp, que tuvo la valentía de apoyar esta propuesta
de la más pura cepa liberal, es ahora candidato a la vicepresidencia con el
senador Dole, y si es coherente debería defenderla en la campaña por la
conquista de la Casa Blanca.

¿No hay entonces manera alguna de restringir o poner coto a la marea


migratoria que, desde todos los rincones del Tercer Mundo, rompe contra el
mundo desarrollado? A menos de exterminar con bombas atómicas a las
cuatro quintas partes del planeta que viven en la miseria, no hay ninguna. Es
totalmente inútil gastarse la plata de los maltratados contribuyentes diseñando
programas, cada vez más costosos, para impermeabilizar las fronteras, porque
no hay un solo caso exitoso que pruebe la eficacia de esta política represiva.
Y, en cambio, hay cien que prueban que las fronteras se convierten en
coladeras cuando la sociedad que pretenden proteger imanta a los
desheredados de la vecindad. La inmigración se reducirá cuando los países
que la atraen dejen de ser atractivos porque están en crisis o saturados o
cuando los países que la generan ofrezcan trabajo y oportunidades de mejora
a sus ciudadanos. Los gallegos se quedan hoy en Galicia y los murcianos en
Murcia, porque, a diferencia de lo que ocurría hace cuarenta o cincuenta
años, en Galicia y en Murcia pueden vivir decentemente y ofrecer un futuro
mejor a sus hijos que rompiéndose los lomos en la pampa argentina o
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recogiendo uvas en el mediodía francés. Lo mismo les pasa a los irlandeses y


por eso ya no emigran con la ilusión de llegar a ser policías en Manhattan y los
italianos se quedan en Italia porque allí viven mejor que amasando pizzas en
Chicago.
Hay almas piadosas que, para morigerar la inmigración, proponen a los
Gobiernos de los países modernos una generosa política de ayuda económica
al Tercer Mundo. Esto, en principio, parece muy altruista. La verdad es que si la
ayuda se entiende como ayuda a los gobiernos del Tercer Mundo, esta política
sólo sirve para agravar el problema en vez de resolverlo de raíz. Porque la
ayuda que llega a gánsteres como el Mobutu del Zaire o la satrapía militar de
Nigeria o a cualquiera de las otras dictaduras africanas sólo sirve para inflar aún
más las cuentas bancarias privadas que aquellos déspotas tienen en Suiza, es
decir, para acrecentar la corrupción, sin que ella beneficie en lo más mínimo
a las víctimas. Si ayuda hay, ella debe ser cuidadosamente canalizada hacia
el sector privado y sometida a vigilancia en todas sus instancias para que
cumpla con la finalidad prevista, que es crear empleo y desarrollar los recursos,
lejos de la gangrena estatal.

En realidad, la ayuda más efectiva que los países democráticos modernos


pueden prestar a los países pobres es abrirles las fronteras comerciales, recibir
sus productos, estimular los intercambios y una enérgica política de incentivos
y sanciones para lograr su democratización, ya que, al igual que en América
Latina, el despotismo y el autoritarismo políticos son el mayor obstáculo que
enfrenta hoy el continente africano para revertir ese destino de
empobrecimiento sistemático que es el suyo desde la descolonización.

Éste puede parecer un artículo muy pesimista a quienes creen que la


inmigración -sobre todo la negra, mulata, amarilla o cobriza- augura un incierto
porvenir a las democracias occidentales. No lo es para quien, como yo, está
convencido que la inmigración de cualquier color y sabor es una inyección de
vida, energía y cultura y que los países deberían recibirla como una bendición.

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