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Teoría literaria: una primavera interrumpida en los años setenta

Leonardo Funes
Universidad de Buenos Aires
IIBICRIT (SECRIT) - CONICET

En un trabajo reciente, preparado para un libro de próxima aparición, Miguel Vitaglia-


no hace una reseña de la emergencia y consolidación de los estudios de Teoría Literaria en la
universidad argentina a partir del regreso de la democracia o, como cada vez más se insiste
en denominarlo, con más precisión, en el período de la posdictadura.
Recién a mediados de la década del 80, una vez terminada la dictadura, la teoría literaria
logró tener nombre de asignatura en las universidades del país. En la Facultad de Filosofía
y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA) fue lo que ocurrió con la cátedra “Teoría
y análisis literario” de Enrique Pezzoni y Jorge Panesi, a partir de 1984, y con el seminario
“Algunos problemas de Teoría Literaria” de Josefina Ludmer, en 1985, que al año siguiente
se convirtió en la materia “Teoría Literaria II”.
Voy a referirme a un antecedente lejano de la materia que tuvo lugar en el año 1974.
Mediante la Resolución N° 304 del 15 de marzo de 1974, firmada por el Delegado Interven-
tor Justino M. O’Farrell y por el secretario de Asuntos Académicos Ricardo D. Sidicaro, y por
iniciativa del Director del Departamento, el poeta Paco Urondo, se estableció el cambio de
nombre de algunas materias. Así, Teoría Literaria I (anual) reemplazaba a Introducción a la
Literatura. Se encomendaba al prof. Octavio Prenz, en su carácter de profesor adjunto ordi-
nario del Departamento de Lenguas y Literaturas Modernas, que se hiciera cargo del dictado
de Teoría Literaria I. En la misma resolución se nombraba como adjunta de la misma materia
a la prof. Hortensia Lemos.
Del nutrido equipo que conformaba la cátedra puedo recordar al prof. Néstor Tirri,
también adjunto, y a Martha Vasallo, ayudante y colaboradora directa del prof. Prenz, hoy
periodista en Le monde diplomatique.
Desde ya, soy incapaz de un comentario objetivo o realmente informado de esta expe-
riencia académica. Solo me atrevo a dar testimonio de mi propia percepción y participación
como alumno en esa experiencia y su significación en lo que hace al derrotero de mi propia
reflexión y posicionamiento ante lo que entendemos como Teoría Literaria. Cito la enun-
ciación de contenidos del programa de la materia para comenzar un comentario de lo que
implicaba esta propuesta:

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Programa

I. CONCEPTO DE CULTURA. DEFINICIÓN DEL OBJETO LITERARIO


II. CONSIDERACIÓN DE MODELOS DE ANÁLISIS LITERARIO
1. El formalismo ruso
2. El estructuralismo
3. El grupo Tel Quel
4. La crítica psicoanalítica y la crítica arquetípica
5. La crítica sociológica, política, histórica:
- La relación literatura y sociedad
- La crítica marxista
- Sociología de la literatura (autor y público)
III. LA LITERATURA NACIONAL Y POPULAR
IV. VALORACIÓN DE LOS MODELOS DE ANÁLISIS QUE RESULTEN ÚTILES PARA
EL ESTUDIO LITERARIO EN EL TERCER MUNDO

Antes de entrar en las cuestiones específicamente teóricas, es necesario tener en cuenta


ciertos factores del contexto histórico y del contexto académico inmediato que enmarcan
esta experiencia y ayudan a comprender su significación:
El contexto histórico no era precisamente la primavera camporista, sino más bien el
otoño del patriarca, es decir, los últimos meses del General (abril-junio de 1974); ese período
vertiginoso que va desde las vísperas de la interpelación “qué pasa General, que está lleno de
gorilas el gobierno popular” y la réplica/apóstrofe de “imberbes” hasta los últimos ecos del
“llevo en mis oídos la más maravillosa música”.
La historia nos pasó por encima y el curso se interrumpió luego de los exámenes par-
ciales de fin de cuatrimestre, cuando la intervención de Ottalagano, del gobierno de Isabel
Perón, cerró la universidad y la Triple A se encargó de enviar al exilio (exterior o interior) al
grueso del cuerpo de profesores que había llegado en 1973 para renovar la carrera, luego del
corte que había significado la intervención anterior en 1966.
Solo se llegaron a dictar los contenidos hasta el punto II.2 y la profesora Lemos había ade-
lantado las clases sobre crítica psicoanalítica, aunque no se había trabajado en las comisiones.
En lo que hace al contexto académico, el relanzamiento de la carrera en el bienio 1973-
1974 no involucraba solo los contenidos sino también las metodologías pedagógicas y las
modalidades de cursada.
Así, por ejemplo, en un curso que comenzó con más de 700 inscriptos, se armó el siguien-
te funcionamiento. Había tres tipos de clases: 1) unas pocas clases generales teóricas, a cargo
del titular; 2) clases teórico-prácticas en comisiones, a cargo del jefe de trabajos prácticos y
de los ayudantes; 3) clases teórico-prácticas en comisiones ampliadas, a cargo de los adjuntos.
En el programa se daba el siguiente detalle sobre la modalidad de trabajo:
Para lograr la efectiva vinculación entre las dos instancias de trabajo se constituirán en
cada comisión grupos menores de trabajo de 5 alumnos como término medio. Cada uno de
estos grupos será representado en cada clase de comisión ampliada por un delegado, cuya
asistencia será obligatoria. El grupo designará delegados rotativamente, de modo que todos
puedan y deban asistir a las clases de esta segunda instancia.

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Los delegados deberán informar a sus grupos sobre la totalidad de la clase, sirviendo de
apoyo la guía elaborada por el profesor adjunto a cargo de la clase de comisiones ampliadas.
Este mecanismo tiende a lograr una efectiva participación de parte del alumno en todo el
circuito de elaboración y transmisión del conocimiento. La cátedra tratará de poner el acen-
to sobre el proceso mismo del trabajo.
Al finalizar cada cuatrimestre, se efectuará una asamblea de cátedra para evaluar los
resultados del trabajo general.
Al final de cada cuatrimestre se llevará a cabo un coloquio con cada uno de los grupos
sobre la base de pautas fijadas previamente. Hasta tanto sea modificada la resolución que
obliga al examen final, el carácter que revestirá este no podrá contradecir la índole del tra-
bajo realizado en clase. Los grupos cuyos resultados en el coloquio no resulten satisfactorios
tendrán derecho a un recuperatorio, como asimismo a las clases de apoyo y a la orientación
necesaria con vistas a ese recuperatorio.
En la práctica, el sistema resultó manifiestamente caótico, pero el entusiasmo con que
nos plegamos a acompañar la propuesta hizo que, al menos para mí, la cosa funcionara mara-
villosamente. Ser delegado de grupo fue una de las cosas más divertidas de esa experiencia.
Un último dato contextual importante lo da el hecho de que estábamos en la Universi-
dad Nacional y Popular. Era el tiempo de las llamadas “cátedras nacionales”, las discusiones
filosóficas, ideológicas y políticas giraban fundamentalmente (aunque no exclusivamente) en
torno de los espinosos conceptos de “nacionalismo de izquierda”, “socialismo nacional”, “ter-
cermundismo anti-imperialista”. Hernández Arregui y Franz Fanon eran los autores más leí-
dos y citados, las ideas de “nación” y “ser nacional” generaban las discusiones más intensas.
En cuanto al contexto disciplinar más inmediato, hay que señalar que la mayoría de los
que cursamos la materia ya veníamos frecuentando bibliografía teórica desde, al menos, tres
cursos: las clases de Octavio Prenz y Néstor Tirri en el curso de Introducción a la Literatura
de 1973, el curso de Literatura Iberoamericana I de Noé Jitrik y Josefina Ludmer del 2º cua-
trimestre de 1973 y el seminario de verano sobre “Algunos problemas teóricos y metodológi-
cos del trabajo crítico” dictado por Noé Jitrik y sus colaboradores durante los meses de enero
y febrero de 1974.
Con este marco en mente, vayamos al comentario sobre la dimensión teórica. En el
desarrollo de la Sección I (Cultura - Objeto literario) del programa, el planteo fue no una
presentación acabada de los conceptos, sino el trazado de una serie de líneas divergentes y
contradictorias, el choque de concepciones inmanentistas y contextualistas, con la finalidad
de que, a lo largo del curso, fuera surgiendo una definición conceptual.
Me parece que un elemento muy importante a considerar –sobre todo a la hora de evaluar
desde los inicios del siglo XXI lo que significó esta experiencia– es que en 1974 podía plan-
tearse una contienda genuina con las concepciones tradicionales de la literatura. Y lo remarco
con toda intención, en contraste con las concepciones pos de la actualidad, que continúan
arengando a batallar contra posturas académicas tradicionales ya muertas hace rato.
Hace cuatro décadas, en cambio, había una contienda genuina contra una teoría de la
literatura que estaba constituida por la Estilística (en esa época era ya una materia, sinónimo
de Teoría Literaria, en el plan de estudios de los Profesorados de Letras), la Filología tradi-
cional (abroquelada en un enfoque historicista-positivista, con fuerte énfasis en la erudición
bibliográfica y la Quellenforschung), el Comentario de textos (suerte de práctica crítica que se

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legitimaba en principios estéticos universales) y la Crítica impresionista (que en ocasiones
pudo dar frutos interesantes, tales como las notas de algunos escritores –pienso en Azorín–
“al margen de los clásicos”). A lo largo del curso de Teoría Literaria, de todos los problemas
y defectos de estas concepciones tradicionales, se privilegió la que resultaba de la naturaliza-
ción del objeto. Al respecto, cito una de las guías de trabajo del curso:

El objeto literario es una convención social; en la sociedad capitalista la obra literaria es una
retórica legitimada por la clase dominante. Las clases dominantes imponen cierto código
y lo que no responde a ese código es desplazado a las literaturas marginadas: se desplazan
formas y temáticas. Debemos romper esa convención desde nuestro ámbito.
Podemos proponer un objeto de estudio que replantee no el estudio de las obras consagra-
das históricamente, sino un objeto que tome como punto de partida:
- la dialéctica transformación-convención,
- la convención social (concepto extensible a países dominados y clases dominadas).
Esto no quiere decir que las obras consagradas no entren en nuestra consideración, sino
que debe quedar en claro:
- su historicidad y la historicidad de todo lo que las rodea,
- la ausencia de valores eternos o universales.
Detras del recorte del objeto hay una teoría. Y tenemos que acceder al objeto por medio
de una metodología. Esta metodología privilegia un sector determinado de análisis, lo que
hace que se produzca una modificación del objeto.

Para entender la relevancia de planteos que hoy pueden parecen una obviedad, insisto
en remarcar la naturaleza del campo de discusión. Se trataba de una lucha real, concreta y
vigente.
Lo que hoy sin duda resultará sorprendente es que uno de los apoyos fundamentales
para avanzar en esa contienda estaba en el estructuralismo. Eso es lo que se fue consolidando
con el desarrollo de la Segunda sección del programa (“Modelos de análisis literarios”). Es
probable que, de haberse dictado completo, el apoyo teórico fundamental se habría despla-
zado hacia la crítica marxista y la crítica ideológica, pero lo que se alcanzó a hacer, dejó este
otro cuadro: centralidad del estructuralismo checo y centralidad del concepto de modelo.
Contra lo que la vulgata posestructuralista logró imponer en las décadas siguientes, en
aquel momento era claro que la ruptura teórica crucial estaba siendo realizada por el estruc-
turalismo. En él leíamos la demolición sistemática de las concepciones idealistas y metafísicas
de la literatura, el planteo de la composición literaria como trabajo (lo que hacía posible una
concepción materialista desde la forma), la ruptura del canon, mediante la consideración de
los géneros menores como objeto legítimo de los estudios literarios, el planteo de la integra-
ción de discursos en una red. De esto da clara muestra la inclusión en el curso del análisis
del lenguaje cinematográfico.
En cuanto a la noción de modelo, llegamos a su discusión luego del estudio detenido y
arduo de Trubetzkoy y de Lévi-Strauss (capítulos relevantes de Antropología estructural, El pen-
samiento salvaje y del primer volumen de las Mitologías). La posibilidad de establecer analogías
sistemáticas mediante estructuras isomórficas, de avanzar más allá de la intuitiva percepción
de una correlación puntual a la seriación de las relaciones biunívocas; eso abrió la puerta
para pensar en una actividad teórica posible en el campo de las humanidades, con suficiente
rigor conceptual. Por supuesto, no se trataba de “modelo” como sinónimo de “receta”, que

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fue la confusión posterior, sino de la posibilidad de producir modelos descriptivos y explicati-
vos de fenómenos concretos. El agregado importante (que no estaba en Lévi-Strauss, pero sí
en ciertos miembros del círculo de Praga) es la posibilidad de trabajar procesos y no sistemas
estáticos.
Al mismo tiempo, es necesario aclarar que no fue una absorción celebratoria del estruc-
turalismo (algo que sí sucedió con el posestructuralismo en tiempos más recientes). También
se lo discutió a partir de Sartre y de Galvano della Volpe. Los dos puntos críticos a superar
fueron la negación de la historia y el anhelo de la abstracción matemática en la formulación
teórica.
No hubo interés (en el alumnado) en el tratamiento de lo que todavía no se llamaba
(aquí) “posestructuralismo” y apenas se identificaba con el Grupo Tel Quel. La visión que
teníamos entonces del Grupo Tel Quel oscilaba entre considerarlos la línea de vanguardia
y la trinchera de avanzada en la guerra del sentido y, en el otro extremo, verlos como una
patrulla perdida en la selva del significante (“selva” evocaba siempre un paisaje vietnamita y,
muy ocasionalmente, uno tucumano). En suma, unos muchachos que se habían pasado de
rosca: Phillipe Sollers declarando en el prólogo que La Gramatología de Derrida era lo más
importante que había ocurrido desde la llegada del hombre a la luna, Jean-Joseph Goux y el
extraño maridaje derridiano-marxista de su artículo “Marx y la inscripción del trabajo”, una
voluntad de intervención política (ecos del Mayo francés) traducida en un hippismo maoísta.
Todo eso nos resultaba pintoresco y absolutamente ajeno a los estudiantes, aunque captaba la
atención y el interés de muchos profesores, que buscaban tomar distancia del reduccionismo
escolar con que el estructuralismo se estaba integrando en los manuales y vulgarizaciones
que el mercado editorial multiplicaba en esos años.
Es que la propuesta centrada en el estructuralismo tenía evidentes límites, claro está.
Además de la facilidad con que se prestaba a la “reducción escolar”, estaba la enorme dificul-
tad de elaborar una teoría sobre estos parámetros; ir más allá de lo que se había alcanzado a
sistematizar teóricamente. Un texto posterior, pero que se estaba escribiendo precisamente
en ese momento (o mejor, la tesis doctoral que le dio origen se estaba defendiendo pocos
meses antes de este curso de Teoría Literaria, en París) es para mí la mejor ejemplificación
de esta limitación de la propuesta: me refiero al libro de Walter Mignolo, Elementos para una
teoría del texto literario.
Pero volviendo al curso de Teoría Literaria y las discusiones que generó en las clases y
fuera de ellas, creo que es importante tener en cuenta esta diferencia con respecto a las con-
cepciones actuales: el objetivo de máxima era la reflexión y la formulación teórica, de nin-
guna manera la actividad crítica con los textos literarios. Es decir, se planteaba la naturaleza
específicamente meta-discursiva de la labor teórica.
Puestos en ese debate, los estudiantes escuchábamos con muchos reparos la nueva con-
cepción que iba avanzando acerca de la productividad general de la escritura y que ponía en
un plano de igualdad la producción literaria y la producción crítica.
Como bien sabemos, la postura que reivindicaba una especificidad de la teoría no pros-
peró: fruto de la crisis de los modelos, de las condiciones de un trabajo desde la periferia, lo
que se reivindicó como actividad marco ha sido la crítica. Acepto eso como un desplazamien-
to histórico, perfectamente explicable, argumentable, entendible. Pero de ningún modo creo
que esto implique una superación de la anterior agenda abandonada en esa breve primavera

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setentista. Los puntos finales del programa citado al comienzo estaban apuntando precisa-
mente a delimitar esa agenda: no la puesta en práctica de una crítica latinoamericana, sino
la elaboración misma de una teoría literaria latinoamericana.
El sueño de una “Escuela de Buenos Aires” fue uno más de los muchos (y más determi-
nantes para nuestra vida y nuestra historia) que tuvieron una fugaz existencia en aquel lapso
primaveral.

CV
Leonardo Funes es profesor titular de Literatura Española I en la Facultad de Filosofía
y Letras de la UBA, profesor de Literatura Española III (Medieval) en el Instituto
Superior del Profesorado “Dr. Joaquín V. González” e investigador independiente del
CONICET. Fue Presidente de la Asociación Argentina de Hispanistas durante el período
2007-2010. Ha publicado cuatro libros y ochenta artículos sobre historiografía,
épica y narrativa de la Castilla medieval y sobre cuestiones teóricas y
metodológicas de la investigación literaria.

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