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EL RELATO MÁS ANTIGUO DEL DILUVIO

Jean Bottéro

En: Bottéro, Jean, et Al., Introducción al antiguo Oriente; de Sumer a la Biblia, Barcelona, Grijalbo-Mondadori,
1996, págs. 209-221

Desde hace ciento cincuenta años, en los países que formaban el marco geográfico, político y cultural de los
antiguos israelitas, autores de la Biblia, se han sacado a la luz no sólo ciudades, palacios y templos, sino
también las reliquias de grandes civilizaciones y una enorme cantidad de documentos escritos y descifrables.
La parte del león corresponde a los habitantes del actual Irak: sumerios, babilonios y asirios, que en torno al
3000 antes de nuestra era -17 siglos antes de Moisés- inventaron la escritura más antigua que se conoce:
medio millón de esas tablillas de arcilla sobre las que grababan con un cálamo sus pesados e insólitos
cuneiformes. En estos gigantescos archivos hay cientos de obras históricas, literarias, «científicas», religiosas,
descifradas y estudiadas por el reducido y casi secreto gremio de los asiriólogos.
Para quienes gustan de hacerse preguntas, la cuestión es saber si, ante una documentación nueva tan
prodigiosa, que estos historiadores extraen sin cesar de estos galimatías, se puede leer la Biblia «como
antes», cuando se consideraba el libro más antiguo del mundo, el único que arrojaba luz sobre las primeras
edades del hombre.
Para «demostrar el movimiento andando» y contestar a esta pregunta, no con un aforismo sino con una
demostración y como un ejercicio de método, he elegido el conocido tema, tan discutido y quizá tan
enigmático todavía, del diluvio.

ASSURBANIPAL
Aislado, inesperado, lleno de detalles precisos y vivos, incluido en un libro en el que se creía que estaban los
archivos históricos más viejos del mundo, el relato bíblico del diluvio (Génesis VI-VIII), como muchos otros del
mismo fondo, se ha visto durante mucho tiempo como la narración de una aventura completamente histórica.
Todavía hoy más de uno la ve así, a juzgar por el revuelo que se organizó hace algunos años en torno a una
expedición «científica» que fue a buscar en la cima de una montaña armenia los supuestos restos de la
famosa arca en la que se habían refugiado Noé y su zoológico.
Sin embargo, este relato ni es de primera mano, ni se puede atribuir a ningún «testigo ocular». Era de
suponer, y hoy lo sabemos. Hace más de un siglo que los asiriólogos empezaron a proporcionarnos la prueba
de ello. En efecto, el 2 de diciembre de 1872 G. Smith, uno de los primeros que se dedicaron a descifrar y
hacer el inventario de los miles de tablillas cuneiformes de la biblioteca de Assurbanipal encontradas en Nínive
[El rey asirio Assurbanipal (668-627) había reunido en su palacio de Nínive, cuidadosamente copiada en unas 5.000
«tablillas» (hoy diríamos «volúmenes»), la mayor parte de la extensa producción literaria del país, todo lo que entonces
se consideraba digno de ser conservado y releído. Es la biblioteca que descubrieron A. H. Layard y H. Rassam en 1852,
y luego en 1872, fragmentada en unos 25.000 pedazos. Transportada al Museo Británico de Londres, todavía es objeto
de fructíferos desciframientos. Para los asiriólogos es una de nuestras fuentes más ricas y fundamentales de nuestros
conocimientos sobre el pensamiento en este antiguo país], anunció que había descubierto una narración
demasiado parecida a la de la Biblia para que las coincidencias entre ambas se pudieran atribuir al azar. Este
relato, en unos 200 versos, el más completo que nos ha llegado de Mesopotamia hasta el momento, formaba
el «Canto XI» de la famosa Epopeya de Gilgamesh, el cual, en su búsqueda de la inmortalidad, llegó hasta el
fin del mundo para preguntar al héroe del diluvio, quien le contó cómo se había producido este cataclismo.
Desde luego, la edición de la Epopeya de Gilgamesh encontrada en la biblioteca de Assurbanipal y fechada,
como este rey, en torno al 650 antes de nuestra era, no podía, en sí misma, ser anterior a lo que según los
historiadores sería el estrato narrativo más antiguo de la Biblia, llamado «el documento yahvista» (siglo VIII),
aunque no Podemos imaginamos a los escritores y pensadores de la altanera, brillante y formidable Babilonia
mendigando sus temas a los israelitas...
Un siglo de descubrimientos en los inagotables tesoros de las tablillas cuneiformes nos ha permitido ver las
cosas con más claridad. Ahora sabemos que si bien la Epopeya de Gilgamesh tiene tras de sí una historia
literaria muy larga, que se remonta hasta mucho antes de los tiempos bíblicos, por lo menos hasta el año
2000, al principio el relato del diluvio no formaba parte de ella, pues se incluyó más tarde, tomándolo de otra
obra literaria en la que ocupaba su lugar orgánico: el Poema del Muy Sabio (Atrahasis).
Durante mucho tiempo sólo se habían conocido unos fragmentos sueltos del Poema del Muy Sabio, pero
desde hace varios años, gracias a una serie de hallazgos afortunados, disponemos de las dos terceras partes,
unos 800 versos, más de lo que hace falta para entender su sentido y su alcance. Nuestros manuscritos más
antiguos datan aproximadamente de 1700 antes de nuestra era, y el poema se debió de componer poco
antes, en Babilonia. No sólo contiene «el relato más antiguo del diluvio», que nos permite hacernos una idea
mejor de este fenómeno tal como lo «vieron» y pensaron los que lo incluyeron en sus escritos, sino que es una
composición admirable, tanto por su estilo como por su pensamiento, una de esas obras literarias arcaicas
que, por su tenor, su amplitud de miras y su inspiración, merecen ser conocidas.
Empieza en la época en que el hombre aún no existía. Sólo los dioses ocupaban el universo, repartidos,
según la división fundamental de la economía de la época y el lugar, entre productores y consumidores: para
mantener a la «aristocracia» de los anunnaki, una «clase» inferior, los igigi, trabajaba la tierra: «¡Su tarea era
considerable, / pesada su pena y sin fin su tormento!», ya que además, según parece, no eran lo bastante
numerosos. Agotados, acaban iniciando lo que hoy llamaríamos el primer movimiento de huelga, «Arrojando al
fuego sus aperos, / quemando sus azadas, / incendiando sus cuévanos» e incluso poniéndose en camino, en
plena noche, para « cercar el palacio» de su empleador y soberano, Enlil, con la intención de destronarle.
Entre los anunnaki cunde la preocupación: ¿cómo van a subsistir si ya nadie quiere producir los alimentos? Se
reúne una asamblea plenaria y Enlil trata de reducir a los rebeldes. Pero éstos declaran que están decididos a
resistir hasta el final. Su trabajo es demasiado duro, y están dispuestos a todo con tal de no reanudarlo.
Derrotado, Enlil piensa en abdicar, un desorden aún más temible, que podría sumir en la anarquía y la
descomposición a la sociedad divina.
Entonces interviene Ea, uno de los dioses principales, que no representa, como Enlil, la autoridad y la fuerza,
sino, en calidad de consejero y «visir» de Enlil, la lucidez, la inteligencia, la astucia, la capacidad de
adaptación e invención y el dominio de las técnicas. Para sustituir a los recalcitrantes igigi, Ea propone crear
un sucedáneo, calculado «para soportar el trabajo impuesto por Enlil / y asumir la carga de los dioses»: será el
hombre.
No es una idea improvisada. Ea tiene un plan ingenioso y detallado, y lo expone. El hombre se hará de barro
-material que se encuentra en todo el país-, de esa tierra a la que tendrá que volver cuando muera. Pero para
conservar algo de aquellos a quienes tendrá que sustituir y servir, su arcilla se humedecerá con sangre de un
dios de rango inferior, inmolado para la ocasión. La asamblea aprueba un proyecto tan ventajoso y sabio, y
confía su ejecución, bajo la dirección de Ea, a «la comadrona de los dioses: Mamnni-La Experta». Ésta
confecciona el prototipo, y luego, con la ayuda de catorce diosas-madres, prepara otros tantos ejemplares,
siete machos y siete hembras, los primeros «padres» de la humanidad.

LAS TRES PLAGAS


Mammi-La Experta realiza su tarea a la perfección, y todo prospera tanto que «las poblaciones se multiplican
extraordinariamente» y «su rumor se vuelve parecido al mugido de los bueyes», lo cual molesta a los dioses,
que llevan una vida apacible y despreocupada, y les «quita el sueño». Para acabar con el escándalo, Enlil, tan
impetuoso y partidario de soluciones extremas como siempre, decide diezmar a los hombres con la Epidemia.
Pero Ea, consciente del riesgo que supone una reducción demasiado fuerte del número de hombres, que sería
catastrófica para los dioses, avisa a Atrahasis, el Muy Sabio -sobrenombre de un importante personaje
terrenal-, que goza de su confianza y tiene una gran autoridad sobre la población humana. Ea le indica cómo
podrán evitar la plaga: bastará con que desvíen todas las ofrendas alimentarias a Namtar, dios de la Epidemia
mortífera, y los dioses, reducidos al hambre, se verán obligados a interrumpir la plaga. Así sucede, en efecto.
Pero los hombres, otra vez seguros, reanudan sus agitadas y tumultuosas ocupaciones, e impacientan de
nuevo a Enlil, que esta vez les envía la Sequía. Nuevo quite de Ea, quien aconseja a Atrahasis que reserve
para Adad, señor de las precipitaciones atmosféricas, la vitualla de los dioses. Las lagunas del texto nos
hacen suponer que Enlil no cede fácilmente, pero al final se restablece el orden y la humanidad vuelve a
florecer.
De los restos de la tablilla se desprende por lo menos que el rey de los dioses, firmemente decidido a eliminar
a los hombres, que no cesan en su alboroto, recurre a una catástrofe aún peor: el Diluvio. Como se ha vuelto
desconfiado, toma todas las precauciones posibles para que su funesto plan no sea conocido por los humanos
y ninguno de ellos se libre de la muerte. Pero Ea, haciendo un alarde de ingenio, se las arregla para anunciar
disimuladamente a Atrahasis el desastre inminente y la estratagema que ha preparado para salvarle (esta vez,
sólo a él y a los suyos). Atrahasis tiene que «construir un barco de puente doble, sólidamente aparejado,
debidamente calafateado, y robusto», y Ea «dibuja el plano en el suelo». Atrahasis lo avituallará y, en cuanto
su dios le dé la señal, embarcará «[sus] reservas, [sus] muebles, [sus] riquezas, [a su] esposa, [a sus]
parientes, [a sus] maestros de obras [para salvar los secretos técnicos adquiridos], así como animales
domésticos y salvajes», después de lo cual sólo tendrá que «entrar en el barco y cerrar la escotilla». La conti-
nuación es fragmentaria en lo que nos ha llegado del Poema, pero se puede suplir fácilmente con el relato de
la Epopeya de Gilgamesh, varios siglos posterior pero inspirada en el primero.
Atrahasis, que ha encontrado la forma de explicar su extraño comportamiento a los que le rodean sin
alarmarlos, ejecuta las órdenes, «embarca la carga y a su familia» y «ofrece un gran banquete». Pero durante
el mismo no puede disimular su ansiedad: «No hace más que entrar y salir, / sin sentarse ni quedarse quieto, /
con el corazón roto, enfermo de impaciencia», esperando la fatídica señal».
Por fin ésta llega: «¡El tiempo cambió de aspecto / y la Tormenta tronó en medio de la nube!». Hay que zarpar:
«Cuando se escucharon los fragores del trueno / le llevaron betún, para que taponara su escotilla. / Y, cuando
la hubo cerrado, / mientras la tormenta seguía retumbando en la nube, / se desataron los vientos. / ¡Y cortó las
amarras, para soltar la nave!» .
El diluvio, una enorme inundación causada por las lluvias torrenciales, se prolongó durante «seis días y siete
noches: la tempestad causaba estragos. / Anzu [el Ave Rapaz divina gigantesca] laceraba el cielo con sus
garras: / ¡Era, desde luego, el diluvio / cuya brutalidad se abatía sobre las poblaciones como la guerra! / ¡No
se veía nada / y nada se podía identificar en la matanza! / El diluvio mugía como un buey; / ¡el viento silbaba,
como el águila cuando chilla! / Las tinieblas eran impenetrables: ¡ya no había sol!».
Cuando el cataclismo hubo «aplastado la tierra, al llegar el séptimo día, / el belicoso huracán del diluvio se
paró, / después de asestar sus golpes [a diestro y siniestro], como una mujer con los dolores; / la masa de
agua se calmó; la borrasca cesó: ¡el diluvio había terminado!» .
Entonces, cuenta el héroe, «¡Abrí la escotilla, y el aire fresco me dio en la cara! / Luego busqué con la mirada
la orilla, en el horizonte de la extensión de agua: / a varios cables, emergía una lengua de tierra. / La nave
atracó allí: ¡era el monte Niçir, donde hizo por fin escala!».
Según las fuentes indígenas, el monte Niçir se encontraba en el actual Kurdistán, al noreste del país, unos 80
kilómetros al este de Kerkuk. Probablemente era el actual Pir Omar Gudrun (cerca de 3.000 metros). Domina
todo este sector del país, y es posible que se eligiera por esta razón, o quizá porque su nombre, en lengua
acadia, evocaba la «protección», pero también el «misterio». Los autores de la historia bíblica del diluvio, que
veían las cosas desde más lejos, hablaron vagamente de los «montes de Ararat» (Génesis VIII, 4), es decir,
de Armenia, al norte de Mesopotamia, que son los más altos de esta parte del mundo. No fue hasta más tarde,
por una especie de deducción lógica, cuando se eligió el más elevado de la cordillera, el Agridagh o Massis
(más de 5.000 m), el primero que quedaría al descubierto por la retirada de las aguas, para convertirlo en el
lugar donde embarrancó el arca.
Por prudencia, Atrahasis espera una semana más antes de utilizar una estratagema de los primeros
navegantes de altura. «Cogí una paloma y la solté; / la paloma se fue, pero volvió: / ¡al no ver nada para
posarse, dio la vuelta! / Luego cogí una golondrina y la solté; / la golondrina se fue, pero volvió: / ¡al no ver
nada para posarse, dio la vuelta! / Por último, cogí y solté un cuervo: / el cuervo se fue, pero al encontrar la
retirada de las aguas, / picoteó, graznó, y no volvió.» Es la señal de que puede abandonar su refugio. Hace
que los pasajeros salgan del barco y los « dispersa a los cuatro vientos». Reanudando la función principal de
la humanidad (de la que él y su familia son los únicos representantes), prepara un banquete para los dioses,
que después de un ayuno tan largo se apiñan a su alrededor «como moscas».
Entonces, mientras la Gran Diosa, la que había participado en la creación de los hombres, reclama en vano
que se desautorice a Enlil, responsable del desastre, éste, viendo que su plan de aniquilación de la humanidad
ha sido burlado, se pone hecho una furia. Pero Ea le hace ver que nunca debía haber recurrido a un medio tan
brutal y extremo, y «sin reflexionar, haber provocado el diluvio». Porque al fin y al cabo, si los hombres
hubieran desaparecido, ¿acaso no habrían caído ellos en la situación sin salida que, precisamente, había sido
la causa de que los crearan: un mundo sin productores? Y para mostrar lo que se tenía que haber hecho, el
sabio Ea propone que en la nueva generación, procedente de Atrahasis, se introduzca una especie de
«malthusianismo natural» que limite los nacimientos y la supervivencia de los recién nacidos, y así modere la
proliferación y el tumulto. Por eso desde entonces algunas mujeres son estériles, otras son víctimas de la
implacable Diabla-Apagadora, que les arranca los niños del vientre, y otras toman un estado religioso que les
prohíbe la maternidad. Aquí, con la última rotura, que nos impide conocer el desenlace, termina la tercera y
última tablilla del Poema.
Pese a la concisión del resumen que acabamos de hacer, vemos que no es tanto una verdadera historia
antigua de la humanidad (es decir, un relato bastante fiel de los acontecimientos sucedidos en sus orígenes y
de sus primeras vicisitudes), como una explicación de su naturaleza, su lugar y su función en el universo. Más
que una crónica es, en realidad, una exposición teológica que, a pesar de su estilo vivo y descriptivo, no
pretende aportar datos, sino inculcar definiciones, puntos de vista, todo un sistema de ideas acerca del
universo y el hombre. Es lo que se llama un relato mitológico.

UNA FILOSOFÍA EN IMÁGENES


A pesar de su viva inteligencia, de su curiosidad universal, de los enormes progresos intelectuales y
materiales que realizaron durante esos tres milenios (por lo menos) durante los cuales se desarrolló su
civilización y su influencia, los antiguos mesopotámicos no accedieron nunca al pensamiento abstracto. Como
muchos otros pueblos antiguos, o incluso modernos, y a diferencia de lo que hacemos nosotros, nunca
disociaron su ideología de su imaginación. Al igual que en sus tratados de matemáticas sólo proponían y
resolvían problemas concretos, sin jamás extraer y formular los principios de solución, no presentaban sus
ideas generales en su universalidad, sino vinculadas a algún dato singular.
El mito, expresión favorita de ese pensamiento especulativo, era precisamente lo que les permitía materializar
sus concepciones y pasarlas a imágenes, escenas, encadenamientos de aventuras; creadas por su
imaginación, pero para contestar a algún interrogante, para aclarar algún problema, para enseñar alguna
teoría (como los autores de fábulas construyen sus historias para inculcar una moraleja).
Toda la literatura sumeria y babilonia está llena de esta «filosofía en imágenes» que es la mitología, y el
Poema de Atrahasis es un buen ejemplo, de ella, notable por la amplitud del asunto abarcado y por la
inteligencia y el peso de las cuestiones que expone. El problema que aborda, desde la perspectiva de sus
autores, es el de la condición humana. ¿Cuál es el sentido de nuestra vida? ¿Por qué nos vemos obligados a
realizar un trabajo que no se acaba nunca y siempre es agotador? ¿Por qué hay esta separación entre la
multitud, que está condenada a realizarlo, y un grupo selecto que lleva una vida tranquila, garantizada
precisamente por las penalidades de los demás? ¿Por qué, conscientes de la inmortalidad, tenemos que
morir? ¿Y por qué esta muerte se acelera de vez en cuando con plagas inesperadas, más o menos
monstruosas? Y muchos más enigmas, como esas limitaciones, inexplicables, a la función esencial de las
mujeres, la de traer hijos al mundo y criarlos.
Había que formular todas estas aporías, y resolverlas en el mismo marco en el que se planteaban: en un
sistema teocéntrico. Para estas personas el mundo no se explicaba por sí solo. Su razón de ser estaba en una
sociedad sobrenatural, la de los dioses, cuya existencia era indudable. Para hacerse una idea de estos
personajes que nadie -con razón- había visto nunca, se proyectaba en un plano superior lo que se tenía
alrededor: toda la organización material, económica, social y política de este mundo. Los dioses estaban
concebidos como hombres, y con todas las necesidades de los hombres; pero eran hombres superlativo,
dispensados de las servidumbres fundamentales que nos abruman, como la enfermedad o la muerte, y
dotados de poderes muy superiores a los nuestros. En tal caso, ¿qué mejor modelo para sus personas que la
propia flor de la humanidad, la aristocracia de la «clase dirigente»?

UNOS DIOSES «ARISTÓCRATAS»


En un sistema como este, la especie humana en conjunto, frente al mundo divino, no podía desempeñar otra
función que la de los súbditos para con los gobernantes: la de trabajadores a su disposición y abastecedores
de todos los bienes indispensables para llevar una vida opulenta y sin más preocupación que mandar. Dado
que los hombres debían su existencia a los dioses, de quienes no podían ser antepasados -eso por
descontado- ni tampoco contemporáneos independientes, era obligado pensar que el mundo divino antes
debió de bastarse a sí mismo, necesariamente dividido, como el terrenal, en una categoría de productores y
otra de consumidores, y que debió de verse obligado a poner fin a esta situación a causa de alguna crisis
interna, semejante a las que estallan en nuestra sociedad entre los empleados y los empleadores cuando los
primeros están hartos de explotación. El hombre, pues, era un servidor de los dioses «de nacimiento». Y los
dioses, al fabricarlo, procuraron que tuviera algo de ellos, de su duración, de su inteligencia, de su poder (pero
todo ello limitado: inferior, débil, transitorio). Esta es la idea que se tenía de la naturaleza y de las condiciones
humanas.
Con esta solución no tendría que haber surgido el menor problema entre los dioses y los hombres, siempre
que estos últimos -como sucedía por regla general- cumplieran exactamente con sus deberes hacia sus amos.
Entonces, ¿cómo se explican, no ya la muerte, la enfermedad, las desgracias de cada individuo, que están
implantadas en nuestra naturaleza y nuestro destino, sino los enormes sobresaltos de las grandes catástrofes
inesperadas y aparentemente sin motivo que se abaten de vez en cuando sobre los hombres y los eliminan en
masa? ¿Cuál era la razón de unas calamidades «cósmicas» como las epidemias, las hambrunas, las
embestidas devastadoras y repentinas de la naturaleza? Los dioses, sin los cuales no podía suceder nada
importante, tenían que ser la causa. Pero ¿por qué? Ante este problema, los autores del Poema no lograron
encontrar otra explicación que el capricho de los dioses soberanos. Ciertamente, hallaron un móvil -¿un
pretexto?- en el mundo de los hombres: éstos, al prosperar y multiplicarse y con el propio trajín de su actividad
servil, podían llegar a molestar a sus gobernantes, como turbaría el descanso de un soberano irritable un
personal demasiado numeroso y bullicioso. Pero en un universo tan teocéntrico y tan ajeno a toda idea de
«oposición» y rebelión contra el poder, ¿no era lo más sabio aceptar la dependencia, conformarse con el
propio estado, aceptar su destino, la resignación, el fatalismo? Al mostrar, desde los primeros tiempos de la
humanidad -desde esa «época mítica» anterior a la historia, en la que toma forma el «mundo histórico»-, a los
dioses periódicamente obsesionados por el deseo diezmar o incluso aniquilar a los hombres, enviándoles
calamidades colectivas, los autores del Poema no sólo daban a su público una explicación suficiente de estos
azotes cíclicos, sino que destacaban su carácter en cierto modo tradicional -desde la «noche de los tiempos»-
y, por lo tanto, inevitable, ante el que había que resignarse.
Pero esta lección de prudencia también tenía su contrapeso de esperanza. En medio de estas desgracias, los
hombres habían tenido un defensor y un salvador: el dios Ea, su «inventor», enemigo de la violencia inútil. el
mismo que (según otro ciclo de mitos) difundió entre los hombres todos los conocimientos útiles. Precisamente
con uno de ellos enseñó a los hombres a protegerse de las grandes desgracias universales. Ahora, en el
«tiempo histórico», podían aplicar sus enseñanzas y luchar contra las catástrofes para salvarse. Esta es la
«filosofía» que el Poema del Muy Sabio -buen nombre- quería inculcar a través de sus fábulas y mitos.

¿EL DILUVIO O LOS DILUVIOS?


El relato del Diluvio tiene el mismo valor, el mismo sentido que los de la Epidemia y la Sequía que lo
precedieron. Como sabemos por nuestra documentación histórica, estas calamidades se abatían de vez en
cuando sobre el país, todavía mal defendido sanitariamente y con una planificación económica rudimentaria.
Mediante un procedimiento corriente en la literatura, sobre todo en el folclore y la poesía, los recuerdos
personales se mezclaron con muchas experiencias, transmitidas por la tradición o vividas, de enfermedades
que se propagaban como incendios y causaban una gran mortandad, o de malas cosechas que extenuaban a
la gente, para concentrar todos esos horrores en la Epidemia y el Hambre -lo mismo que los cuentistas hablan
del León o el Ogro-, y proyectarlas en ese tiempo mítico de «antaño». El Diluvio, que viene a continuación, se
imaginó y construyó de la misma manera: en este país, centrado en el Tigris y el Éufrates, que reaccionan
enseguida a los excesos de precipitaciones, eran frecuentes las inundaciones más o menos mortíferas, más o
menos espectaculares (conocemos muchos ejemplos). Los arqueólogos han encontrado sus huellas, a veces
impresionantes, sobre todo en Ur, Kish y Fara-Shuruppak, en varios estratos de los milenios IV y III. A partir de
cierto número de catástrofes que habían asolado tal ciudad o comarca, se compuso el Cataclismo que
sumergió a todo el país, y en torno a este hecho se formó una gran leyenda la cual desembocó en la
«historia» que se cuenta en Atrahasis y más tarde apareció simplificada por los autores del canto XI de
Gilgamesh.
Es posible que en el lujo de detalles, y sobre todo en la importancia atribuida a este diluvio por la tradición
babilónica (para la cual, como hemos visto en el Poema y reaparece con frecuencia en otros documentos, es
el último acto de los tiempos míticos y el umbral de la era histórica), perdure el recuerdo más o menos vago de
uno de estos cataclismos, de especial gravedad, aunque hay que ser muy ingenuo para imaginarlo tal como
se describe. Pero el recurso a un desastre así no es inevitable: el papel de bisagra en el tiempo que tiene el
diluvio podría deberse, no ya a su carácter histórico, sino al lugar que ocupaba en la mitología tradicional
reflejada en nuestro Poema. Era la última y la más peligrosa de las calamidades enviadas por los dioses a los
hombres, para adaptarlos y reducirlos a la escala que tienen desde el comienzo de la historia.
Volvamos al relato de la Biblia, con el que empezamos, pues ahora nos resultará más fácil entenderlo como es
debido. Cualquiera que lo haya leído y haya reflexionado un poco tendrá que reconocer, de entrada, que
semejante inundación no parece demasiado propia de un país de colinas y arroyos como Palestina, sin ningún
río digno de este nombre, sin ningún valle ancho donde puedan acumularse las aguas. Lo más razonable, a
priori, es pensar que el relato es un préstamo del mesopotámico. Pero aunque no cabe duda de que hay
claras coincidencias con el diluvio babilónico, también hay demasiados detalles distintos entre ambos como
para considerar que el relato del Génesis es una simple transcripción al hebreo del texto acadio de Atrahasis o
de Gilgamesh.

EL DILUVIO, LA BIBLIA Y MESOPOTAMIA


En realidad, el diluvio forma parte de una abundante cosecha de textos mitológicos, ideológicos y de otro tipo
elaborados por esa Mesopotamia eminente y prodigiosa que sembró de ellos todo el Oriente Próximo desde
épocas muy remotas. Baste pensar en los recientes hallazgos, increíbles, de Ebla, en Siria, correspondientes
al III milenio.[ Sobre los descubrimientos de Ebla y la polémica que han provocado se puede leer en L'Histoire
(23, mayo de 1980, págs. 70-73) el testimonio de Paolo Matthiae, arqueólogo italiano que descubrió las
tablillas de este yacimiento] Como muchos otros temas -la Creación del Mundo, los Orígenes de la Historia
antigua de los hombres, el problema del Mal y de la Justicia divina-, el del diluvio también fue recogido por los
israelitas, que estuvieron expuestos a esa extraordinaria irradiación cultural de Sumer y Babilonia. Incluso lo
adoptaron con su marco: aparentemente -como en Atrahasis-, la «historia» primitiva del hombre, y en realidad
la descripción teológica de su condición en este mundo. Porque los once primeros capítulos del Génesis
pretender inculcarnos, para nuestro gobierno, cómo fueron modelados y remodelados el universo y el hombre,
cómo se prepararon y fueron puestos en «funcionamiento» antes de que con Abraham se inaugurase la
historia propiamente dicha. Pero no conservaron la visión ni la teología originarias. Como todo lo que tomaron
de los antiguos babilonios, lo modificaron profundamente, impregnándolo de su propia ideología religiosa. Su
sistema también era teocéntrico. Pero, como «inventores» del monoteísmo, su mundo divino se centraba en el
Dios único y trascendente, sin el menor rasgo antropomórfico, sin la menor necesidad de «servidores» para
garantizar su vida. Por eso en el diluvio imaginado por ellos no hay una multitud de divinidades, sino un Dios
único, y en vez del capricho y la futilidad de los amos del universo, unas exigencias morales: si Dios envía ese
cataclismo a los hombres es a causa de su «corrupción» (Génesis VI, ss), para propagar una humanidad
nueva, capaz (por lo menos sus mejores representantes, el pueblo descendiente de Abraham) de llevar una
vida conforme a un elevado ideal ético y religioso...
Es este diluvio, el de la Biblia, el que tenemos grabado en la memoria, ya que estamos imbuidos -nos guste o
no- de las escenas y enseñanzas de este viejo libro. Pero el propósito de la historia es tratar de entender
«remontándonos», por «lo que había antes», los hijos por sus padres y los ríos por sus fuentes. Por eso los
asiriólogos, además de realizar unos descubrimientos cada vez más numerosos acerca de nuestros parientes
más antiguos en línea directa, esos incomparables civilizadores sumerios y babilonios, y de su herencia
llegada hasta nosotros, filtrada, alterada, enriquecida y a veces empobrecida por los milenios, también pueden
arrojar luz sobre la Biblia, insertando el contenido en su «continuo histórico», que la ilumina de forma tan
singular. Pacífico y discreto, el oficio de estas personas no es precisamente fácil: pasarse la vida descifrando,
analizando, escudriñando miles de galimatías de arcilla erizada de áridos cuneiformes. Pero cabe preguntarse
si esta ardua inmovilidad no es más fecunda que esos grandes despliegues para traerse unas maderas
carcomidas tomándolas, con una ingenuidad enternecedora, por la reliquia y los restos de un «arca» tan
fabulosa como las botas del ogro.

ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA
Podemos encontrar una discusión detallada y comparativa sobre la cuestión del diluvio en Mesopotamia y en
la Biblia en las páginas 224-269 de la obra de A. Heidel, The Gilgamesh Epic and Old Testament Parallels,
The University of Chicago Press, 2ª ed., 1949; reimpr. en 1963.
También se puede consultar el artículo de J. Bottéro «Le Déluge», en On a marché sur la terre, Museum
national d'histoire naturelle, Éd. IOS, 1991, págs. 61-68.
El texto de los cuatro relatos mesopotámicos del diluvio está traducido y comentado en Lorsque les dieux...,
págs . 526-601, «La grande Genèse babylonienne: la création de l'Homme au Déluge».
Otro asunto que se presenta de un modo parecido al del diluvio -con intervenciones de la mitología
mesopotámica en el pensamiento bíblico-, el de los mitos de la creación del mundo, se comenta con cierto
detalle en «Les origines de l'univers selon la Bible, en Naissance de Dieu, la Bible et l’historien, Gallimard,
París, 1986, págs. 155-201.

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