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Experiencias de la herida.

Políticas del saber y poéticas del cuerpo

Hace 20 años que soy docente, específicamente “maestra”, así es como se nos
conoce a quienes trabajamos en el nivel primario. Depende del espacio y el tiempo
en que se movilice ese significante identitario, adquiere diferentes sentidos,
incluso antagónicos: reproductoras del sistema, empleadas técnicas del saber
socialmente significativo, trabajadoras precarizadas, piqueteras y luchadoras,
putas que osan ocupar el espacio público para la protesta gremial, criaturas de
vagancia exasperante que se dedican a tomar mate, y un etc. importante que da
cuenta de cómo operan las categorías identitarias según los contextos y coyunturas
históricas.
Hace un poco más de 20 años que me enamoré por primera vez de una chica, y fue
justamente en el instituto de formación docente en el que estudiaba en Plottier,
una ciudad a 18 km de Neuquén. Una atracción apasionada y recíproca que
provocaba que ir al instituto tuviera un plus de magia que matizaba la abulia de las
clases. Y que posibilitó en mucho la finalización de mis estudios después de 1

desertar de manera sistemática de varias carreras universitarias. Fascinada con la


experiencia inédita de mi cuerpo, esa seducción y excitación mutua atravesaba las
clases de cada materia: fundamentos de la educación, filosofía, didáctica de la
matemática, observación y práctica, introducción a la psicología, entre otras.
Hacíamos grupo juntas para estudiar, activamos el centro de estudiantes del
instituto junto a otrxs compañerxs y disputábamos cada clase con los profesores
más rancios y autoritarios. Muchísimos años más tarde, una profesora de aquel
entonces, a quien comenté de esa relación lésbica que ni siquiera imaginaba, me
reveló que entre los profesores nos habían apodado a las dos como “McLaren y
Giroux”, dos referentes de la pedagogía crítica que solían escribir juntos.
Sin embargo, esa experiencia del frenesí del cuerpo, del erotismo desatado, de los
sentidos estallados que encontraba, paradójicamente, en los baños del instituto, ya
que son parte importante de la arquitectura normativa del género, el escenario de
su máxima expresión cuando nos encerrábamos a besarnos y también a coger, no
hallaba relación alguna con los contenidos que se dictaban en las materias, incluso
en las cátedras con posturas más críticas, como la de Residencia, la que era
reconocida por su particular forma de hacer frente a la acreditación: todxs lxs
residentes estábamos aprobadxs de antemano con una nota unificada como un
modo de disolver la preocupación por la aprobación y así, despejada esa ansiedad,
enfocarnos al tratamiento crítico del contenido. Por el contrario, el idioma tácito
que aprendí en las aulas y pasillos de la formación docente fue el silencio, el
secreto y el ocultamiento, una especie de didáctica forzada y naturalizada de la
mudez, y la privatización de mi sexualidad; en suma, una lubricada y activa
pedagogía heterosexual.
La construcción de experiencias políticas y personales como lesbiana fueron por
otros carriles, muy diferentes a los de la formación docente y la escuela. Esta
disociación se mantuvo por varios años, aunque conocí a innumerables maestras y
profesoras lesbianas y maricas en las escuelas donde trabajé, entrenadxs en la
violencia naturalizada del “callar”.
Casi finalizando la década del ’90, con el neoliberalismo menemista habiendo
arrasado el país, comencé a activar en el feminismo. Conocí colectivas, leí fanzines,
libros, participé de actividades e intervenciones públicas. En Neuquén formamos
junto a otras compañeras, fugitivas del desierto, lesbianas feministas, un grupo de 2
intervención artístico-política que buscaba alterar los imaginarios culturales
heteronormativos de la ciudad, y que fue un potente dispositivo de subjetivación
política, al hacer de cada vivencia personal un objeto de reflexión política y teórica.
Fue entonces que empecé a tejer relaciones entre los modos del activismo político,
mi práctica pedagógica en la escuela y mi vida personal.
A su vez, la vida como docente en el sur estuvo marcada por la participación en las
acciones sindicales de protesta, signadas por la represión policial. En 1997, en mi
segundo año de trabajo, fue la primera vez que un sindicato docente cortaba una
ruta, en este caso el puente que unía Neuquén y Cipolletti ante el feroz ajuste del
gobernador Sapag y en oposición a la implementación de la Ley Federal de
Educación. Durante el acampe que sostenía el piquete, yo flirteaba con algunas
amantes que se unían a la protesta. Entre las tortas neuquinas, las movilizaciones
docentes son reconocidas como un espacio de levante y seducción. Una noche
llegó el desalojo de la gendarmería y al día siguiente, en Cutral Có, el asesinato por
parte de la policía provincial de la empleada doméstica Teresa Rodríguez. Diez
años después, en el 2007, también en abril, en otro intenso conflicto gremial, la
policía provincial reprimió brutalmente en Arroyito un corte de ruta que nunca
llegó a concretarse y fusiló por la espalda al maestro Carlos Fuentealba mientras se
retiraba del lugar. Durante el acampe en la casa de gobierno, activamos con
fugitivas del desierto, sumándonos a la exigencia de renuncia de quien fue el
responsable político del asesinato: Jorge Sobisch, aliado ese año con el PRO de
Mauricio Macri para las elecciones presidenciales, promoviendo un proyecto
político que encuentra en la actualidad su atroz y acelerada efectivización:
criminalización de la protesta social, desfinanciamiento de la educación y salud
públicas, estatización del beneficio a los capitales privados y extranjeros, la
privatización y militarización del espacio público, y la impunidad a los genocidas
de la última dictadura militar, en un clima de conservadurismo moral. Al día de
hoy, sólo fue juzgado y encarcelado el policía que disparó, al tiempo que fueron
absueltos todos los responsables políticos de la represión y del operativo policial.
Así, la consigna feminista “lo personal es político” cobró tal fuerza que revolucionó
mi práctica docente. Y fueron apareciendo las conceptualizaciones forjadas por la
lucha feminista y la disidencia sexual para dar cuenta de los sistemas de opresión:
heteronormatividad, patriarcado, binarismo de género, género como tecnología 3
política, performatividad del género, sexualidad como dispositivo de control, el
deseo como construcción cultural, políticas de identidad, micropolíticas de la
resistencia, lesbohomotransfobia, interseccionalidad, racismo erótico, entre
muchos otros, que mostraban cómo los procesos de sexualización, generización,
racialización y nacionalización, entre otros, no pueden ser pensados de manera
independiente. La escritura fue el arma política y poética que me permitió
construir experiencia política y pedagógica, un dispositivo de pensamiento para
tramar relaciones, preguntas, conexiones, interpelaciones, acerca de cómo la
heteronormatividad en tanto régimen político -y no como práctica sexual-, es decir,
como una institución que regula los cuerpos y uso de los placeres, organizaba los
saberes y prácticas escolares. Porque la heteronormatividad es fundamentalmente
un régimen de escritura de los cuerpos, que naturaliza las categorías de varón y
mujer, y que se sostiene sobre la presunción heterosexual.
Al tiempo que me visibilizaba como lesbiana en las escuelas donde trabajaba, con
disímiles experiencias de recepción que abrían diálogos inéditos con estudiantes y
maestras, engendraban dudas, estimulaban pánicos y activaban sanciones o
rechazos, iba repensando la historicidad de las relaciones entre homosexualidad y
educación. Recordemos que la homosexualidad así como la heterosexualidad son
creaciones médico-jurídicas del siglo XIX. La palabra homosexualidad fue creada
en 1869, y años más tarde fue incluida como una desviación sexual en el libro
Psychopathia Sexualis (1886), del psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing. En
el mismo año se funda la Escuela Normal de Paraná, la primera escuela normal de
Argentina creada por Sarmiento, que comienza a funcionar en 1871, coincidente
con el auge de la construcción y despliegue de la homosexualidad como patología.
Este diagnóstico se volvió un modo privilegiado de organizar el saber represivo del
estado y la regulación pedagógica de los cuerpos.
Varios pedagogos argentinos de principios del siglo XX, que a su vez eran médicos
o abogados, van a expresar su preocupación por la educación y el contagio de la
homosexualidad, por la virilidad menguada de los inmigrantes, la autonomía
sexual de las mujeres y la práctica del tribadismo y el onanismo recíproco entre
ellas. José Ingenieros 1 proponía en 1903: “la extinción agradable de los incurables
y los degenerados” 2; Bialett Massé 3 advertía sobre la peligrosidad de las obreras
que rechazaban el modelo católico patriarcal de esposa obediente y madre 4
prolífica y las representó como la amenaza de una infección homosexual; al tiempo
que Víctor Mercante 4, pedagogo especialista en educación de las mujeres y
criminología infantil, expresaba su preocupación por las mujeres que no se
casaban, inventó una epidemia de uranismo que se estaba propagando dentro del
sistema educacional argentino entre mujeres jóvenes y adolescentes de escuelas
estatales y privadas, proponiendo la educación nacionalista como profilaxis contra
el mal de lesbianas profesionales 5. Pedagogos que nos hacían leer en el instituto de
formación docente, pero cuyo pánico sexual se obliteraba y silenciaba, incluso se
naturalizaba. Así también sucedía con la homofobia de José Martí, el gran pensador
de la independencia latinoamericana. Con inquietudes más contemporáneas,

1
Médico, psiquiatra, criminólogo y docente (1877-1925)
2
“La simulación en la lucha por la vida”, pág. 249, en Obras completas, Ediciones Rosso, 1933
3
Médico, abogado, empresario (1846-1907)
4
1870-1934
5
“Fetiquismo y uranismo femenino en los internados educativos” de 1905. Citado en Jorge Salessi,
Médicos maleantes y maricas. Higiene, criminología y homosexualidad en la construcción de la nación
argentina (Buenos Aires: 1871-1914). Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 1995.
podríamos interrogarnos qué hubiera sucedido si Paulo Freire habría sido marica,
qué sería de su pedagogía del oprimido.
En el año 2008, junto a una profesora lesbiana y activista, montamos una pequeña
y fugaz iniciativa virtual: un grupo electrónico que se llamó Educadorxs lgtttbi,
para trabajadorxs de la educación, de cualquier nivel, que fueran lesbianas, gays,
travestis, trans, intersex, con el fin de estimular las narrativas en primera persona
como modo de articular una pedagogía “encarnada”, de vincular los estudios queer,
feministas con el campo educativo, compartir tanto las experiencias de visibilidad
como de discriminación, estimular prácticas anti-autoritarias, anti-represivas y
anti-normativas en educación, pensar en condiciones de trabajo menos hostiles
para quienes nos identificamos con una identidad sexual o de género no
hegemónica, y reflexionar sobre la práctica como modo de autoformación. Una
iniciativa que convocó debates que apenas iban tomando forma en ese momento
histórico y que se disipó un año después.
Al tiempo que mi expresión de género masculina se iba radicalizando, sumada a mi
visibilidad lésbica, aumentaron los episodios de violencia en la escuela. Una marca
indeleble que se vincula a los modos de aparición de los cuerpos, a esa agitación 5
embelesada que nos produce la presencia de un cuerpo que nos seduce porque
enriquece nuestros dominios imaginarios, fue conocer a Heather Sykes, una
profesora proveniente de Canadá que dictaba un curso sobre teoría queer y
educación en la Universidad del Comahue. Con su pelo corto y rapado y una
campera negra de cuero, se presentó como una lesbiana butch (una lesbiana
masculina), como jugadora de rugby y como profesora universitaria, una
combinación que amplió los horizontes de mi práctica educativa y operó en mí
como una suerte de acto de desvergüenza y reparación frente al hostil y
sistemático silenciamiento en la academia. Al día de hoy, casi no registro otras
intervenciones similares.
Después vendría mi mudanza a buenos aires y la experimentación con otros
formatos educativos, centrados más en la implicación de lxs participantes del
proceso educativo, que en la explicación. No obstante, un dato singular:
actualmente vivo en un departamento pegado a una escuela primaria, por lo que
siguen resonando las voces de niños, niñas, de las maestras y, principalmente, los
gritos del profesor de educación física. Cuando salgo al balcón, las niñas y niños me
interrogan si soy un varón o una mujer, una interpelación que recibo a diario en el
espacio público y que recorre variadas asignaciones de género: capo, macho, jefe,
señora, señorita, chico, chica, joven, que acontecen en el lapso de un pestañeo, de un
minuto a otro, de un local a otro, o de una vereda a otra.
Este es un relato apretado y no inocente que da cuenta de experiencias de la
herida, porque somos heridas por un saber, un lenguaje, un modo de conocer, una
manera de organizar los cuerpos y deseos que suprime y privatiza las expresiones
no heteronormativas. La heteronormatividad es una forma de conocimiento y
también un modo de organizar la ignorancia. Desconocer las vidas lgtttbi no es
falta de información, es un modo normativo aprendido de interpretar los cuerpos y
establecer la distinción entre aquellos que son legítimos y vivibles, y los que son
destinados al oprobio, lo reprensible y lo invivible. Todo conocimiento y toda
ignorancia suponen una forma de violencia, una de las más difíciles de reconocer,
la que hace del otro una vida despreciable o inexistente. La heteronormatividad es
una política del saber que provoca y administra heridas, gestiona los modos de
decir y la visibilidad pública de los cuerpos. Pero desde una reapropiación
subversiva de ciertas operaciones y términos políticos, tenemos la capacidad de 6
herir el lenguaje, de producir otras narrativas, otras ficciones, de dañar la
maquinaria del odio y el aniquilamiento y su economía escrituraria. Un poco mi
trabajo y mi pasión como maestra visiblemente lesbiana que busca articular una
reflexión teórico-política sobre las pedagogías antinormativas, sin asumir el lugar
testimoniante y victimizador adjudicado a la otredad sexual o a la diversidad
sexual, tiene que ver con interferir y desarmar esas políticas del saber que nos
hieren, y visibilizar a la vez que propiciar poéticas del cuerpo menos sujetas a las
ficciones naturalizadas de la matriz colonial del género y la sexualidad,
abriéndonos a la singularidad de los cuerpos travestis, trans, lesbianas chongas,
mujeres heterosexuales penetradoras de varones, drag, tortilleras que no son
mujeres, bisexuales que rechazan ser madres, varones que abortan, cuerpos
intersex, genderqueer, y una multiplicidad de formas de vivir el cuerpo que
desbordan las categorías de varón y mujer, y que habitan las masculinidades y
feminidades sin atarse a la genitalidad, a la conyugalidad ni a la monogamia.
La diversidad sexual como paradigma epistemológico colonial y como retórica
neoliberal borra las huellas de los conflictos políticos, establece los léxicos con los
que pensamos la vida, el cuerpo y la sexualidad, haciendo una codificación
domesticadora de la potencia de la herida, a la vez que vuelve impensables otras
corporalidades, formas sexuales y afectividades.
Lesbiana entonces es para mí, más que una identidad sexual que formatea un
deseo, un modo de construcción de conocimiento y de lectura del mundo, aun
cuando sea un término permeado por cierta condición inapropiada o impropia
para la docencia, en especial si se trabaja con la infancia, tropo heteronormativo
por excelencia, rehén de la prerrogativa de la inocencia, y pensada como la “dulce
espera de la heterosexualidad”. Recuerdo el comentario de una estudiante que tuve
en 7° grado, cuando en su primer año de la secundaria mencionó a sus compañerxs
que había tenido una maestra lesbiana y una chica la inquirió: “¿y la dejaban
trabajar? ¿no la echaron?”, actualizando una ansiedad social y un temor cultural
que aun recorre las aulas. Y pienso en Claudina Marek 6, amazona del Paraná,
fallecida en enero de este año. Una activista lesbiana, que en 1992 comenzó su
relación con Ilse Fuskova con quien compartió activismo y vida durante 20 años.
Claudina era maestra normal nacional, trabajó durante 24 años en jardines de
infantes y escuelas primarias, y fue expulsada de las aulas al visibilizarse como 7
lesbiana, un dato casi inexplorado en su biografía política y en las memorias
activistas.
Este texto habla un poco de mí, de la peculiaridad de una experiencia, apostando
por una escritura que reponga la densidad emocional, el tono vibrante de la
injustica, las texturas del erotismo, las figuraciones del pensamiento, las imágenes
imposibles de nosotrxs mismxs que nos atraviesan, la domesticidad y capilaridad
de la herida; una escritura con la complejidad ficcional de la vida como una forma
de educación sexual integral que se interroga por los cuerpos y deseos que hace
posibles y vivibles, sin buscar amansarla despojándola de la conflictividad, las
contradicciones y las dudas. Una escritura que restituya la autonomía intelectual
de las maestras, interfiera el dispositivo de feminización de la docencia, y quiebre
las matrices de obediencia.
Este texto habla de esas políticas del saber que exterminan o empoderan, de esas
poéticas del cuerpo que son archivos del daño y también memorias de la
insurrección y la desobediencia. Pero fundamentalmente, este texto como una

6
http://potenciatortillera.blogspot.com.ar/2016/01/claudina-marek_30.html
cámara de ecos, habla de muchas otras vidas, cuerpos e identidades, que hacen de
la herida la pulsión deseante de la emancipación.

val flores
Junio 2016

Texto presentado en la charla “A 10 años de la ley de Educación Sexual Integral”,


organizada por la Cátedra Fundamentos de la educación y el Departamento de
Ciencias de la Educación. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Universidad Nacional de La Plata

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