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Informe final de la adscripción en la cátedra de “Análisis y crítica II”

Profesor titular: Dr. Alberto Giordano


Adscripta: Prof. Chiodín, Azul

De la afirmación al gesto: La figura del autor en los ensayos de Juan José Saer

Introducción

En este trabajo, buscaremos, desde el marco de un análisis de los ensayos de


Juan José Saer, trazar un recorrido por algunos de los ejes teóricos principales
propuestos en los programas de la materia de Análisis y Crítica II durante los dos años
de cursado de la adscripción (2016-2017), a saber: la forma ensayística y su relación
con el conocimiento y con la literatura, el ensayo de escritores como escritura del yo, las
tensiones, en estos textos, entre la construcción de una imagen de escritor y la aparición
de lo íntimo, y el retorno de la figura del autor como paradoja y como problema.

Para leer los ensayos de Saer, nos centramos en dos dimensiones que
operativamente distinguimos en los ensayos de escritores. En primer lugar, aquella que
condensamos en el interrogante “¿cómo lee un escritor?” y, en segundo lugar, la que se
expresa en una pregunta casi complementaria: “¿cómo es leído –y cómo quiere serlo–?”

Como punto de partida, proponemos la problematización de la recepción crítica


de la ensayística de Saer: a pesar de que, por un lado, sus ensayos explicitan, tal como
lo advierte Gramuglio, la moral de la forma de su escritura (2010) y de que, por otro, la
literatura de Saer pareciera estar obsesivamente pensándose, interrogándose y
poniéndose en duda a sí misma –razones por las cuales podríamos suponer una
continuidad entre ambos discursos– la lectura de la crítica los separa tajantemente. Esta
separación es en parte, conjeturamos, un efecto en la recepción del modo de
posicionarse de los ensayos frente a la literatura, que resulta heterogéneo al que se
desprende de su propia escritura literaria.

La pregunta por cómo lee un escritor supone no solo una indagación por su
biblioteca personal, o por la invención de una tradición o de una filiación (que podemos
adivinar en ciertas preferencias o fijaciones), sino también por cómo el escritor se
interpela a sí mismo en la tarea de escribir una lectura –sin olvidar cuán engañosa puede
resultar esta fórmula si se desatienden los desplazamientos que supone el juego de ida y
vuelta entre la lectura y la escritura–.

Por otra parte, la segunda pregunta está íntimamente relacionada con la primera;
cómo quiere ser leído un escritor y cómo es leído son, en parte, efectos de los modos en
los que su lectura proyecta, desde los valores que se desprenden de ella, una imagen de
quien lee. Nuestra intención, en este sentido, es problematizar la figura de Saer
ensayista a partir de los dispositivos y estrategias en el marco del movimiento teórico
que supone un retorno del autor.

En este trabajo, abordaremos la ensayística de Saer a partir de un problema que


la atraviesa; el de lugar del autor. Hay, evidentemente, una continuidad entre las
preocupaciones teóricas, éticas y estéticas de Saer, y los ejes teóricos a partir de los que
abordamos sus ensayos. De esta manera, no solo buscamos interrogarnos por las
estrategias de autofiguración que se despliegan en estos ensayos sino también
establecer un análisis sobre qué es lo que Saer expresa en relación a este tema, para
medir cómo diverge o no lo que se afirma de sus efectos. En este sentido, consideramos
que la metáfora del autor como gesto que expone Agamben puede funcionar para
visibilizar ciertas brechas que se abren en la voluntad afirmativa, en apariencia
omnipresente, que guía estos ensayos; desde ellas, sostendremos, es posible conjeturar
una suspensión del sentido desde la que se podrían establecer ciertas comunicaciones
entre el ensayo y la obra.

I. La incomodidad crítica

Es conocida la incomodidad crítica que provoca, en una obra ya consagrada


como lo es la de Saer, la persistencia de ciertas regiones que parecieran no estar a la
altura del proyecto1. En este caso, una de esas zonas oscuras, son los ensayos que
resisten una articulación con el resto de su escritura que, como muchas veces se
advertido, conforma una totalidad coherente. “Se leen los ensayos de Saer desde la
incomodidad, una escritura poética y narrativa tan rigurosa y un programa estético tan
ambicioso como el suyo no parecen haberle traspasado las exigencias formales y
conceptuales que exhiben sus novelas, sus cuentos y su poesía” (Catelli, 2011:217), la

1
Esta incomodidad es experimentada o advertida por María Teresa Gramuglio en “Una mirada
obstinada del mundo” (2010), Nora Catelli en “Desplazamientos necesarios: El concepto de ficción”
(2011) y Alberto Giordano en “ Saer como problema: La narración objeto y trabajos”(2011)
palabra “incomodidad” funciona, de hecho, entre la crítica que se ha ocupado de los
ensayos de Saer como una especie de contraseña para entrar en diálogo acerca de su
anomalía. Manifestar incomodidad implica, en cualquier caso, explicitar la dificultad
por definir una posición: se comienza a hablar de los ensayos de Saer expresando una
decepción que es quizá el síntoma de un desajuste entre estos textos y la obra, y, ante
esta impresión, se acomete la tarea, a su vez ensayística, de interrogarla.

De todas formas, es posible, ante esta incomodidad, identificar dos posturas que,
a primera vista, parecen contrapuestas. Por un lado, la que sostiene radicalmente que no
pueden leerse los ensayos de Saer en relación a su obra, por otro, la que los comprende
como aquellos textos previos a la escritura (aun si han sido publicados en un momento
muy maduro de la obra de Saer) en el sentido en el que contienen -como una especie de
borrador o como una suerte de reverso de la obra- el germen de su poética.

Por una parte, está, entonces, la postura de Sarlo que afirma “la obra de Saer no
puede leerse desde sus ensayos” (2000: 2). En el marco del debate sobre literatura y
mercado que se publicó en la revista Punto de Vista en el año 2000, Sarlo está pensando
en los ensayos y entrevistas de los escritores como modos de enmarcar sus obras y de
situarlas en el campo cultural (y en el mundo editorial), y concluye que, mientras que
otros escritores como Piglia arman con sus intervenciones críticas una maquinaria de
lectura para abordar su escritura literaria, los ensayos de Saer constituyen un marco
endeble que no logra introducir al lector en su obra. Sin embargo, ante esta idea es
posible objetar que la crítica ha leído una y otra vez a la obra de Saer desde sus propios
ensayos, el carácter certero y autoevidente con el que se enuncian ciertos juicios y
valores sobre la escritura y sobre la literatura tientan a comprender estos textos como la
proyección y explicitación del programa estético de su obra.

La otra perspectiva, la que propone la lectura de Gramuglio en “Una imagen


obstinada del mundo” (2010) y se continua en el artículo de Catelli “Desplazamientos
necesarios: El concepto de ficción” (2011), sostiene, en cambio, que los ensayos de Saer
importan por lo que pueden revelar de la obra. No se trata, sin embargo, del atajo
crítico al que antes referimos de buscar la revelación en el contenido de sus
afirmaciones programáticas sino del ejercicio de ponerlos en relación con la obra sin
permitir que operen como metadiscurso de ella.
Para leer los ensayos de Saer, Gramuglio recurre a una máxima ensayística que
está presente desde Montaigne: la materia del ensayo es, a fin de cuentas, el ensayista.
Al escribir sobre cuestiones literarias, Saer da cuenta de sí mismo. De una manera que
no siempre es completamente voluntaria, el escritor “revela sus obsesiones, afirma sus
valores, inscribe los principios de una poética” (731: 2010). Gramuglio conjetura una
imagen que es, en realidad, el negativo oscuro del ensayista. Los ensayos revelan, como
el reverso torpe de un bordado, la trama oculta de la obra: las pulsiones del escritor, sus
fantasías y los mecanismos secretos de su proyecto de escritura.

Los ensayos de Saer también importan a Catelli por lo que pueden señalar de la
obra. Desde una perspectiva que le agrega espesor temporal a la lectura de Gramuglio,
Catelli atiende a la cronología y a la biografía intelectual de Saer, y recuerda la brecha
temporal que hay entre la escritura de estos textos y su publicación: mientras que han
sido escritos (y en gran parte publicados como artículos) desde 1965 a lo largo de casi
treinta años, recién se los reúne por primera vez en El concepto de ficción hacia 1997.
Este dato es, para su análisis, fundamental. La publicación de los ensayos puede
situarse, de acuerdo con Catelli, en un momento específico de la escritura de Saer,
aquel en el que comienza a emerger la idea de la obra como un conjunto, y aparecen
textos que a la luz de una poética definida podríamos considerar como “legibles” –La
ocasión (1988), La pesquisa (1994) y Las nubes (1997) –. Con su edición, El concepto
de ficción recogería, entonces, las cristalizaciones de una poética que finalmente la obra,
a su pesar, ha dejado caer por el propio peso de su desarrollo. Sin embargo, al mismo
tiempo, estos textos parecieran preexistir a la escritura de la obra como aquellas notas
que toma el escritor para “aclararse las ideas”: en ellas, aún no ha operado la
metamorfosis que ocurre en su escritura ficcional y “no preexisten más que como
material serio y bibliográfico a la plasmación de la obra” (228).

De esta manera, Catelli sostiene que entre obra y ensayo hay un desplazamiento
necesario: el que ocurre entre la explicitación de una premisa y su puesta en acto. El
desplazamiento es también un efecto de la propia lectura de Catelli, se trata de un
movimiento por el que, ante el desajuste de los ensayos, se les define una posición: más
acá de la escritura literaria de Saer, como aquellas notas previas en las que aún no ha
operado la metamorfosis a la obra artística, y más allá de ella, como un intento por
“hacer más evidentes las intenciones del conjunto y consolidar la coherencia” (228).
Es posible comprender, entonces, como antes insinuábamos, por qué ambas
lecturas son contradictorias solo en apariencia. La condición para que Catelli y
Gramuglio puedan leer la obra de Saer a partir sus ensayos es evitar su engañoso
estatuto metadiscursivo (lo que implica realizar el movimiento contrario: son los
ensayos los que terminan siendo leídos desde la obra). La crítica no ha dejado de
advertir que para Saer narrar supone necesariamente el desprendimiento de cualquier
cristalización de sentido incluso de aquel que se decanta del mismo acto de narrar. La
idea la narración como una búsqueda errante de Giordano (2013), de una poética de la
incertidumbre de Sarlo (2007) y la imagen de cadencia a partir de la que Premat piensa
su escritura (2009) remiten a al movimiento incesante de una obra cuya unidad –dada
por la persistencia estética y temática– termina por consolidarse paradójicamente a
partir del rigor con el que se asume la ausencia de a prioris narrativos. Quizá sea,
entonces, por un exceso de legibilidad que los ensayos se vuelven ilegibles dentro de la
obra. Intentaremos, en este sentido, indagar la divergencia entre los modos en los que
Saer se posiciona en sus ensayos y en su narrativa respecto a la literatura, como escritor,
desde luego, pero también –recordemos que Saer en el prólogo de La narración objeto
define la crítica como una forma superior de lectura (2012: 13) – como lector.

Antes de comenzar, realizaremos un desvío; cuando pensamos en la


articulación que supone el acto de lectura en los ensayos de escritores (¿cómo lee el
escritor? ¿Cómo quiere ser leído?), Borges resulta un ejemplo paradigmático. Nos
centraremos en el ensayo “La muralla y los libros”, no sólo para comprender cómo se
individualiza aquí una figura de lector a partir de la composición de una escena de
lectura, sino porque además en este texto se problematiza, al igual que en los ensayos
de Saer, la incertidumbre del hecho estético

II. Ante la inminencia de una revelación que no se produce

En este ensayo, Borges baraja varias posibilidades ante el efecto estético que le
provoca haber leído que el mismo emperador chino que construyó la muralla, mandó a
quemar todos los libros del imperio. Una interferencia, sin embargo, desvía la búsqueda:
en lugar de pensar las causas de esta insólita emoción, Borges imagina las posibles
relaciones entre ambas acciones monumentales: las sopesa, las mide y las indaga, pero
no se decide por ninguna. Sobre los ensayos de Borges, Giordano comenta “se escriben
desde y hacia la proximidad de lo inexplicable. La invención de las razones que
amplifican la inquietud y el encanto del misterio sustituye en ellos la referencia a algún
código preestablecido” (2005: 16). Más que explicaciones producto de un análisis
minucioso, estas conjeturas son ecos de la potencia del hecho estético que ha
experimentado; que Borges desista de su búsqueda modesta –toda indagación por la
experiencia personal es insustancial para las lógicas generalizantes de los discursos– y
la deje abierta (“esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el
hecho estético” (12)), puede leerse como un acto de fidelidad de la forma de su ensayo
a la tesis que sostiene.

En el ensayo de Borges, el hecho estético es, a fin de cuentas, el efecto que


produce una lectura. Y si, como advertíamos anteriormente, hay una confusión entre las
causas de las acciones monumentales del emperador chino y las causas de la emoción
que su asociación le provoca al lector, esta responde a la puesta en escena de una lectura
que se realiza en intimidad con el texto.

Giordano señala, a propósito también de Borges (y de la forma ensayística en


general), que el ensayo está sujeto a aquel deseo barthesiano de registrar aquello que
ocurre cuando un lector “levanta la cabeza del texto”. Menos atenta al texto y a todo el
armazón cultural que lo legitima (o que lo excluye), que a la influencia de “ideas, de
excitaciones, de asociaciaciones” (75) que aquel desencadena, la lectura de Borges es,
como califica Barthes a aquella que se realiza “levantando la cabeza”, irrespetuosa:
implica una doble irrupción ante el seguimiento de las señas del texto y a las que la
cultura hace de este. Por otro lado, cuando se levanta la cabeza, lo que se pone en
evidencia es la dimensión física de la lectura. A partir de este movimiento casi
imperceptible podríamos pensar, entonces, una forma particular de lectura como la
escucha de las resonancias (Nancy 2007) del texto que convocan al cuerpo del
ensayista2. La escritura de un ensayo no sería entonces una mera interpretación del texto
sino el registro de lo que sucede en sus límites: un fenómeno entre físico y simbólico
que se separa de aquel, se expande y sobrevive en la lectura. En “La muralla y los
libros”, la incertidumbre que produce el hecho estético contagia la búsqueda del ensayo,

2
Esta profunda disposición (la de la escucha) -dispuesta, en efecto, según la profundidad de una caja de
resonancia que no es otra que el cuerpo de lado a lado- es una relación con el sentido y una tensión
hacia él: pero hacia él totalmente antes de la significación, sentido en estado naciente, en un estado de
remisión para el cual no está dado el fin de dicha remisión (el concepto, la idea, la información) y, así
pues, en un estado de reenvío sin fin(…)
en él resuena –gracias al vacío que ha dejado su conclusión ambigua– la suspensión de
una revelación.

Sin embargo, aquí se hace necesario enunciar una advertencia sobre la que más
tarde volveremos: escribir la lectura es una utopía del ensayo, las lógicas de la escritura
traicionan, desplazan, tergiversan una lectura que nunca llegará a ser texto. El lector que
escribe –el lector que se escribe– es también una escenificación en la escritura: “el
discurso del ensayo muestra, como espectáculo y como objeto de conocimiento, la
subjetividad que lo enuncia”. El ensayista nos propone entonces un problema: es al
mismo tiempo aquella presencia afectada y conmovida por la lectura, y una
construcción o, mejor, una reconstrucción.

III. La supersticiosa épica del lector

Es sabido que en Borges, la dilución de los supuestos límites que separan a la


ficción del resto de los discursos –que opera como uno de los núcleos más potentes de
su poética– se produce a partir del desplazamiento del acto creativo de la escritura hacia
la lectura. Toda distinción demasiado tajante entre el ensayista y el escritor de ficciones
resulta, entonces, irrisoria. En la lectura de la crítica, la figura de Saer, en cambio, en un
movimiento complementario a la separación entre la obra ficcional y los ensayos, se
duplica. Giordano distingue al narrador del ensayista que define como un conversador:
“mientras que el narrador necesita desprenderse de los saberes que lo rodean para poder
actuar, el conversador cuenta con ellos, instrumenta algunos, cuestiona otros. De un
lado, la incertidumbre programática y la apuesta al sentido inminente; del otro, la
anticipación y el ejercicio de una retórica personal” (2011:245). A este otro Saer, Catelli
lo individualiza a partir de imágenes que describen una relación particular con el mundo
académico: un estudiante perpetuo, un universitario sin pasión académica (2011:218).
El punto en común entre todas estas figuras es la posición de saber en la que se
autorizan para demostrar la evidente validez de ciertos juicios e ideas. En la intersección
entre el estudiante perpetuo y el conversador, se encuentra el autodidacta, que tanto
Catelli como Giordano utilizan para dar cuenta de las particularidades del Saer
ensayista; es la falta –la marginalidad respecto a la academia– lo que alimenta ese
exceso de autofirmación frente a otros contra los que se revela enarbolando juicios
como banderas de guerra.3

Recordamos nuevamente el prólogo de La narraciòn objeto: “La crítica es una


forma superior de la lectura, más alerta y más activa, y que, en sus grandes momentos,
es capaz de dar páginas magistrales de literatura”(12). La posición del ensayista es
también como en Borges, la de un lector (e incluso aquí queda abierta una tentativa de
dilución entre la escritura crítica y la literaria). Sin embargo, podríamos conjeturar una
primera diferencia a partir de los adjetivos con los que caracteriza a esta lectura: esta
debe ser más alerta y más activa, es decir, más atenta o más despierta –lo que ya está
marcando una diferencia esencial con el sonmolencia que en “Narrathon” le exige al
narrador (149)–. Podríamos preguntarnos: ¿a qué debe estar atenta esta lectura? Sin
embargo, la palabra alerta sugiere, además, una precaución: la lectura no debe “dejarse
engañar”, entonces, cabe indagar también: ¿frente a qué debería estar atenta?

Para Catelli Saer es “un lector esforzado,que no busca el fulgor sino la opacidad,
(…) blinda esta opacidad y deja que los ensayos operen como un muro de contención
frente al asedio de sus propias exigenicias”(258), pero a la labor personal de aclarar “las
premisas de su arte” (228), se le superpone un esfuerzo aún más heroico. De acuerdo
con el prólogo de La narración objeto, la publicación de estos ensayos obedece a un
propósito que adquiere dimensiones casi épicas:

En el momento en que estaba proyectando disculparme por haberlos escrito, tuve


la intuición de que esa modestia era peor que un acto de cobardía: era un gesto
puramente retórico. Porque a decir verdad, en mi fuero interno pienso lo
contrario: renunciar a la crítica es dejarles el campo libre a los vándalos que, al
final del segundo milenio de nuestra era, pretender reducir el arte a su valor
comercial(12)

Tal como lo advierte Gramuglio (2010: 732), Saer en sus ensayos asume una
posición que puede ser leída a partir del imaginario del escritor altomodernista: este se
define por oposición a un otro que, de acuerdo con Huyssen (2002), es indistintamente

3
Giordano advierte, sin embargo, que la figura del autodidacta podría pulsar otros aspectos más
luminosos en el ensayista: “Cuando escribe para hacer memoria y comunicar recuerdos de las lecturas
que lo emocionaron, sin que el valor de ese efecto quede al servicio de la discusión, el autodidacta
muestra los costados más activos e interesantes de su temperamento, los que tienen que ver con la
curiosidad y la atención al despuntar de lo ambiguo.”(2011:250)
la industria cultural y la cultura de masas. En el fragmento que antes citamos, Saer
apresura a confesar –como poniendo en evidencia una condición vergozosa– que
muchos de los textos que ahora publica han sido escritos por encargo. Esto, sin
embargo, se justifica en virtud de una necesidad: la contradicción que le supone la
publicación del libro es un mal menor. Saer da batalla en una guerra que ya se sabe
perdida; su lectura es una labor heroica e incluso, podríamos aventurar, viril. De hecho,
en el imaginario modernista, esta distinción entre alta cultura y cultura baja se refuerza,
a la vez, en una metáfora de género. Lo femenino condensa una serie de significados –
que se relacionan con las figuraciones occidentales de la mujer– frente a los que aquel
se define; “la mujer aparece (…) como lectora de una lectura inferior –subjetiva,
emocional y pasiva– en tanto el hombre emerge como escritor de una literatura genuina
y auténtica, objetiva, irónica y con pleno control de sus medios estéticos” (98).4

«Mamá», sabían decir mis hermanas, « ¿ya es la hora de la novela?» Y si era la


hora, las tres y media de la tarde, las mujeres de la casa se agolpaban en una
habitación, a veces entreteniendo las manos con el mate de zurcir y las medias, o
con un tejido, o incluso un bordado, a sollozar media hora, calladamente, entre el
maremágnum de voces y de música que mandaba la radio. El arte viril por
excelencia, la epopeya, declinaba, desleyéndose, en 1945, hacia esas voces que
resonaban en las grandes habitaciones de nuestros pueblos polvorientos. Y no
era, para ellas, como lo decían en la radio, la radionovela, o como, en otras
partes, el folletín, sino así, secamente, sin paliativos: la novela. (2014: 139)

4
A lo largo de la narrativa de Saer, la mujer aparece como consumidora de los productos de la cultura de
masas. Esto es posible advertirlo desde los cuentos de En la zona: las prostitutas, personajes recurrentes
en estas historias, son voraces lectoras de historietas.
En Cicatrices esta representación aparece particularmente visible: los personajes masculinos pueden
acceder a la alta cultura con una lectura atenta y especializada, en cambio, la madre de Ángel y,
nuevamente, las prostitutas se muestran siempre leyendo historietas, y aunque Sergio Escalante también
las lee, no lo hace de manera inocente: estas constituyen el objeto de análisis en sus delirantes ensayos.
La oposición se extiende hasta los textos más maduros, en Lo Imborrable, esta constituye un motivo
constante. Mientras que Tomatis ve televisión desde su inercia melancólica, y lo poco que llega a percibir
de ella es analizado con distancia y cinismo, los programas de televisión son parte de la vida cotidiana de
su hermana que los consume con ávida despreocupación. Lo mismo sucede con los vecinos de Tomatis:
Berta mira series norteamericanas inocentemente, y cuando su marido psicótico se une a ella, su mujer
piensa que este es un indicio de su cura. Sin embargo, Mauricio hace una lectura paranoica de estos
programas, y encuentra en sus sketchs y frases hechas, mensajes cifrados de conspiraciones secretas que
le están dirigidos. Aunque su lectura es delirante no deja de obedecer, como los ensayos de Sergio en
Cicatrices, a una lógica coherente y razonada.
El público de la radionovela –esa novela que no se lee sino que se oye– son las
mujeres que en las tardes de invierno se apiñan alrededor de la radio, como buscando el
abrigo de algún sentido. Aunque en la escena que él mismo describe se la sugiere con
precisión, Saer parece ignorar esta brecha incierta y azarosa que se abre en el espacio de
la escucha, que aquí también podría entenderse como un repliegue íntimo, en el que se
aguarda con atención a la espera de la aparición de un sentido que, como una confesión,
conmueva. Si en La narración objeto se afirma que la lectura de la crítica debe estar
atenta; se trata de otro tipo de atención diferente a la de las oyentes del radioteatro –y a
la que sugieren, podríamos arriesgarnos, los ensayos de Borges-: menos a lo que pudiera
afectarlo íntimamente, la lectura de Saer atiende, como decíamos más arriba, a lo que se
le presentan como evidencias. El crítico es un visionario, aunque en su caso se trate de
un visionario de la ceguera (“hablar en tanto ciego, a los demás, para que vean no la
realidad sino la ceguera que sufren” (Saer 2012: 146)).
“Narrathon”, que es uno de los ensayos de Saer que podríamos considerar de
carácter programático, replica la oposición que realizaran los escritores modernistas:
frente a la estética fetichizada y sometida a las leyes de oferta y demanda del mercado,
la verdadera novela se define como una entidad autónoma que, desvinculada de las
normas y formatos exteriores, solo obedece a las leyes que en su propio desarrollo
destila, y cuya “naturaleza experimental (…) la hace análoga a la ciencia ya que como
ésta produce y porta saberes” (Huyssen 2002: 98). Si, de acuerdo a esta idea central en
los ensayos de Saer, una estética se define a partir de los modos de aparición del
sentido en la escritura, cabría preguntarse, entonces, qué pasa con ellos mismos, cuando
exponen una lectura o manifiestan una idea.
De acuerdo con la tradición adorniana, no hay nada más extraño a la forma del
ensayo que el mandato de una necesidad que la dirija:

En vez de producir científicamente algo o de crear algo artísticamente, el


esfuerzo del ensayo revela aún el ocio infantil, que se inflama sin escrúpulos con
lo que otros han hecho. El ensayo refleja lo amado y lo odiado en vez de
presentar el espíritu, según el modelo de una ilimitada moral del trabajo
(1998:247)

El ocio constituye aquí la posibilidad salvadora de sustraerse de la necesidad,


para encargarse de lo que resulta ajeno al mandato de las disciplinas: la aparición de lo
azaroso y lo singular de una experiencia. Frente a esta falta de sujeción, la
incertidumbre y el escepticismo configuran la forma del ensayo: el descreimiento del
método como un camino seguro y señalado para llegar al conocimiento, y de la
capacidad redentora que poseen los conceptos de rescatar del lenguaje ideas claras y
distintas.

En este sentido, Giordano comenta que si Saer, en el prologo de La Narración


Objeto no se arriesga a llamar a sus textos, ensayos, es porque ha leído a Adorno y
reconoce que su carácter “deliberadamente funcional, a sus intereses como narrador y
como autor”(2011: 249) dista mucho de las tentativas descriptas en “El ensayo como
forma”. El lugar de saber en el que se autoriza –y por el que, como hemos señalado, la
crítica lo define– es tributario al carácter necesario que le atribuye a su trabajo crítico.
El saber y la necesidad lo distancian de la forma ensayística; el imaginario alto
modernista, –que, como hemos visto, opera como una maquinaria opositiva a partir de
la que se extrae como por ecuación el valor de la verdadera literatura– funciona aquí
como un dogma. Los ensayos de Saer tienden a ser demasiado afirmativos a la hora de
definir la incertidumbre como valor, demasiado categóricos cuando proponen la
indeterminación y la ausencia de a prioris.

Saer reclama el reconocimiento cultural de las obras, declara la falsedad de


ciertas estéticas que cree subordinadas a los gustos del mercado y si debate con las
lecturas de los especialistas es solo para revelar una verdad de los textos frente a la que
aquellos han estado ciegos todo el tiempo. Poco lugar queda entonces para explorar lo
que ocurre de manera individual y única en una lectura o para indagar, por ejemplo, qué
es lo que se pulsa el reino del acontecimiento y el sentimiento en la intimidad de la
escucha de aquellas mujeres. En este sentido podemos pensar la posición de Saer
ensayista cercana a lo que Borges describía como el lector supersticioso, aquel que
“subordina la emoción a la ética”(2016: 200). Esta lectura de la crítica más atenta y más
despierta termina volviendose, tal como dirá Borges, una lectura de atenciones
parciales o mejor de atenciones dirigidas. La superstición – como la creencia que, para
Spinoza, aparta a un cuerpo de lo que puede (Deleuze 2003)5– obtura una de las
interrogaciones fundamentales del ensayo: cómo es afectado el ensayista por el objeto
sobre el que ensaya, es decir y para continuar en términos de Spinoza, la pregunta por la

5
Por creencias comprendemos aquí, de acuerdo a la lectura que hace Deleuze de Spinoza, al “conjunto
de acciones que están permitidas en nombre de la esencia” (2003:35)
cosa es en realidad la pregunta por cómo el ensayista se compone con ella, qué le puede.
El ensayo entonces, decribiría el azar de un encuentro:

La divagación emparienta al ensayo con la arquitectura mítica del laberinto:


¿hay en el corazón del laberinto algo precioso y por eso se le rodea de
inextrincables perdederos o es el corazón del laberinto precisoso por hallarse
rodeado de perdederos? (Savater 1991: 94)

Podríamos preguntarnos, además, si es que ese centro realmente preexiste al


laberinto, o si no es que en realidad se trata de mero efecto de las divagaciones, que lo
que hacen es trazar el contorno de ese corazón inaccesible. Volvamos una última vez a
“La Muralla y los libros”, ninguna de las conjeturas da en el blanco, pero son ellas
mismas las que lo dibujan en su errancia. Su forma describe la incognita del hecho
estético que es además, como antes lo comentamos, la imposibilidad de conocer por qué
algo remueve el fondo desconocido de la intimidad del ensayista. Tanto uno como el
otro se vislumbran en su desaparición, brillan por su ausencia. “Puro suplemento, esos
detalles innombrables que se imponen al lector, al cuerpo del lector, que el cuerpo del
lector inventa al experimentar su atracción, emergen desbordando los códigos,
mostrando en ellos una falta: la de una palabra que dé nombre a ese cuerpo, al efecto
que los atrae” (Giordano 2005:245) En cambio, en los ensayos de Saer, la
incertidumbre, la negatividad y la búsqueda se sustancializan como valores. También en
este sentido sus textos sulen ser, como los califica Catelli, opacos: demasiado
consistentes para que en ellos pueda resonar la falta la de revelación que enuncian.

IV. De la afirmación al gesto

En su propia escritura, el ensayista se representa a sí mismo errando por los


perdederos del laberinto. El centro, en cambio, donde reside el fondo desconocido de su
intimidad, se presenta como imposible. Recordando a Barthes en Crítica y Verdad,
Giordano advierte que al escribir una lectura se juega un desplazamiento que retorna a
la obra a su deseo de ser escritura, de esta manera se logra trasmitir cierta verdad
literaria que solo puede aparecer en un estado de contiguidad con el texto. Sin embargo,
hay en esta trasmisión, un resto que se resiste. Escribir una lectura, decíamos
anteriormente, es una utopía del ensayo: la pulsión que mueve a la escritura, no puede
ser ella misma escrita. En la escritura, el lugar del lector –que se ha debido dejar atrás
una vez comenzó a escribir–ya devenido objeto, nunca será por completo accesible. El
ensayista es un lector que se escribe. La ambigüedad de esta afirmación condensa el
problema que queremos situar. Por una parte, se escribe a sí mismo: la escenificación de
una lectura constituye una estrategia de construcción de imagen de escritor (Gramuglio
1992). Pero, al mismo tiempo, se escribe en un sentido impersonal, en esta escritura de
sí: algo de su intimidad se expone sin mostrarse6.

En este sentido, es posible interrogar la subjetividad incierta del ensayista desde


de las preocupaciones teóricas que se desarrollan a partir desplazamiento conceptual
que describe el “retorno del autor”. Luego de la declaración estructuralista de la muerte
del autor (o su desustancialización como mera función) hacia fines de los ´60
(principalmente a partir de la publicación del artículo “La muerte del autor” de Barthes
en 1967 y la conferencia “¿Qué es un autor?” de Foucault en 1969) que responde a la
utopía teórica y ética de excluir del análisis literario al autor como origen y único
garante de sentido de los textos, su retorno supone un movimiento que lo resignifica y
lo revisibiliza en tanto problema. Este se concibe entonces como “un lugar de
resistencia al flujo discursivo y al infinito proceso de significación” (Premat 2009) que
no se corresponde, sin embargo, con un sujeto único cuya voluntad se actualiza en cada
obra que escribe. Esto implica la posibilidad de abordar la figura del autor desde una
doble condición: concebirlo como una imagen o un relato mítico cuya significación se
sobreimprime a los textos y, al mismo tiempo, –puesta ya en entredicho su voluntad
omnipresente–situarlo en el mismo centro inaccesible de este relato mítico.

Nos interesa, en este punto, recordar el análisis de los ensayos de Saer que
realiza Gramuglio en “Una imagen obstinada del mundo”. Al comienzo de nuestro
trabajo, comentamos que ante la incomodidad crítica que producen los ensayos de Saer,
se ha intentado despegarlos de obra y duplicar, de esta manera, su figura en el crítico y
en el escritor de ficciones. Sin embargo, en la lectura de Gramuglio es posible advertir
una búsqueda por la puesta en continuidad de los ensayos con la obra ficcional. Para
Gramuglio, los ensayos obedecen a la composición de una imagen de escritor y a la
revelación de un proyecto de escritura: al escribir sobre otros escritores, Saer estaría
oblicuamente, por espejo, dando cuenta del lugar estético y ético desde el que quiere
ser leído. No obstante, nos interesa volver a señalar que Gramuglio comprende que esto

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De acuerdo con Pardo, comprendemos la intimidad como un efecto del lenguaje pera a la vez una
falta dentro de él; aquello que se comunica sin expresarse en todo acto lingüístico, es decir, lo que
resulta indecible pero es al mismo tiempo la causa de lo que se dice (1996)
se produce muchas veces a partir de la desaparición del ensayista como voluntad crítica:
en las imprecisiones conceptuales y en las lecturas erróneas lee señales que dan cuenta
de cómo se construye su obra.

En esta misma dirección, pensamos que la metáfora del autor como gesto de
Agamben (2005) abre una perspectiva para visibilizar la figura de Saer ensayista más
allá de aquella que se propone tras del tono asertivo y casi propedéutico de sus ensayos.
Si el autor vuelve, lo hace, lo advierte Premat (2009), no como la afirmación de una
identidad sino como la pérdida de ella, es decir, bajo una forma paradójica: o bien como
un origen que es, en realidad, una proyección del texto o bien como la como la aparición
de una desaparición: la figura del gesto condensa ambas ideas. En “El autor como
gesto”, Agamben revisa “¿Qué es un autor?” a partir de la famosa cita de Beckett “qué
importa quién habla ha dicho alguien, qué importa quién habla” con la que comienza
Foucault su exposición, con el objetivo de advertir que por el mero hecho de su
enunciación esta frase está poniendo en evidencia la existencia de alguien que –aun
“anónimo y sin rostro” (2005: 82) – ha proferido el enunciado. A partir del juego de
presencia-ausencia que abre su comentario, Agamben realiza una relectura de la tesis de
la conferencia. Para su análisis, Foucault separa al sujeto de la función autor para
ocuparse de esta última como un producto de los dispositivos de regulación de los
discursos. Sin embargo, advierte Agamben, esta distinción es problemática, ya que el
sujeto tal como es pensado en la obra de Foucault también es un efecto de “los procesos
subjetivos de objetivación que lo constituyen y los dispositivos que lo inscriben y lo
capturan en los mecanismos de poder” (83). En este sentido, Agamben intenta ubicar al
autor como aquel resto de vida que se sustrae de los dispositivos –y del dispositivo por
excelencia: el lenguaje–, a partir de la resignificación de la idea foucaultiana de que el
autor se afirma solo a partir de su ausencia. El gesto sería aquí la aparición de la
desaparición del autor, una intermitencia en el sentido que nos permitiría adivinar el
destello de una vida que no ha sido completamente reducida a lenguaje.

En “La perspectiva exterior: Gombrowicz en Argentina” (1990), Saer se ocupa


del problema del lugar del escritor que, en este caso, remite a dos problemáticas
recurrentes (tanto en sus ensayos como en su narrativa): la incidencia de la identidad
nacional del autor en su escritura y la posición que ocupa frente a su propia obra. Este
ensayo intenta, en términos de Sandra Contreras, otra “variación sobre el escritor
argentino y la tradición” (2008:73): Saer extrema la tesis de Borges a un universalismo
en “virtud del cual la nacionalidad se vuelve para el escritor, en última instancia, in-
diferente” (78). En este sentido, queremos señalar cómo este guion que pone en
continuidad dos términos que parecieran contradictorios ilumina una vacilación que
conmueve el sentido del texto y que ya podemos entrever desde el título.

En 1984, Gramuglio anuncia la pregunta por el lugar de Saer, se trata de un


interrogante que es retomado una y otra vez por la crítica ya que condensa y articula dos
niveles: el de la dimensión espacial de la narrativa, es decir, cómo en la representación
de la zona se ponen en juego una serie de problemas formales que convocan a la obra de
Saer y, por otra parte, el de la autofiguración del escritor: mediante qué estrategias,
apropiaciones y resignificaciones de la cultura y de la tradición, la obra fue
concibiéndose en una posición decididamente excéntrica. La zona es el lugar sobre el
que se escribe y desde el que se escribe. Premat, siguiendo el camino de Gramuglio,
comenta que Saer se autofigura a partir de la construcción de un lugar, ser escritor
situarse en un territorio, “a la pregunta cómo ocupar un lugar, Saer parece responder
entonces escribiéndose él mismo en ese lugar –que es un lugar de lectura, un modo de
recepción de sus textos–” (2009: 167). Sin embargo, advierte Premat, a esta búsqueda
de pertenencia se le superpone la concepción, a menudo presente en sus ensayos, de que
se escribe desde la más absoluta intemperie: el escritor es un héroe sin atributos
(2012:257), su única patria es la selva espesa de lo real (259)

“La perspectiva exterior…” comienza siguiente con la afirmación: “Ser polaco.


Ser francés. Ser argentino. Aparte de la elección del idioma, ¿en qué otro sentido se le
puede pedir semejante autodefinición a un escritor?”(2012:17)¿Qué importa quién
habla? pareciera decir aquí Saer, e incluso procede luego a separar al hombre del
escritor de ficciones: “la posibilidad de ser perceptible como tal o cual cosa bien
definida en el reparto de roles de la imaginación sociales es un privilegio del hombre no
del escritor” (17). Esta idea es, desde luego, subsidiaria a la incertidumbre programática
desde la que Saer entiende escritura. A partir la lectura de Gombrowicz, Saer va
elaborando estratégicamente, tal como lo advertía Gramuglio, una imagen de sí.
Pensarse como “nadie, nada” es una manera de construir una imagen de escritor
–aunque esta intente borrarse a sí misma–. Esta contradicción se replica en la exposición
ensayística: para ejemplificar la indiferencia del escritor, Saer elige una figura fuerte
como la Gombrowicz: un escritor polaco que logró posicionarse en la literatura
argentina a fuerza permanecer en los márgenes, a partir de una ética de la inmadurez
que supone el “rechazo a toda esencia anticipada” y la posibilidad de sostener una
estética de la potencia, ¿Qué importa quién habla ha dicho, entonces, alguien que
importa quien habla? Saer llega incluso a afirmar que “la evolución de su literatura es
inseparable de su experiencia argentina (…) [que] penetra y moldea la mayor parte de su
obra” (23).
Un sutil cambio de acento distingue la afirmación de que el escritor es “nada
nadie” de aquella que expresa que la labor de este es “preservar una ausencia” (17) y
señala doblemente el paso de la autofiguración al gesto. Mientras que en la primera, el
autor parece sustancializarse en un vacío, la segunda idea, en cambio, lo comprende
como una constante e irreparable pérdida de sí que ocurre en la misma deriva narrativa,
y se aproxima, de esta manera, a la metáfora de cadencia con la que Premat pensó la
La metáfora gesto no solo aparece explicitada en el contenido de la última frase
que citamos del ensayo de Saer: también podemos imaginar un gesto – afirmarlo
implicaría retornar a una sustancilización del autor– en estos desplazamientos y
vacilaciones que ocurren en la textura misma del ensayo. Un desdoblamiento conmueve
la figura del autor como garante del sentido que Saer, aunque predica contra ella,
reafirma en sus ensayos bajo la forma de una enérgica voluntad crítica. Esta
incertidumbre le da forma a este texto y lo pone en continuidad con su obra.

El lugar en el que se piensa Saer como autor se nos vuelve tan ambiguo y
equívoco como el de la zona; esta es al mismo tiempo un espacio imaginario de pérdida
y de apropiación. Si hay algo anterior y exterior a la narración, la única forma en la que
puede presentificarse es como una pérdida que la escritura acusa con la asiduidad con la
que regresa a sí misma para mostrarse diferente cada vez.

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