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OCTAVIO PAZ
Ignoro cuáles podrían ser las demandas negociables de los insurrectos. Supongo que,
si el viejo demonio de la desmesura no los ciega, sus demandas serán más realistas
que las que figuran en sus manifiestos y en las declaraciones que han hecho a la
prensa varios comandantes, mayores y capitanes. De paso: para ser oficiales de un
ejército, esos militares son más bien locuaces y no se recatan en exponer puntos de
vista contradictorios. A pesar de esta diferencia de opiniones, en los documentos
que han publicado proclaman que luchan por la libertad y la democracia. Me parece
que aquí podría encontrarse el comienzo de un entendimiento. Hay un punto en el
que coincidimos la gran mayoría de los mexicanos: la aspiración democrática. Ahora
bien, al tratar este tema y otros parecidos, el comisionado deberá tener en cuenta
un principio de orden general: el movimiento representa únicamente a grupos
(¿mayoritarios?) de cuatro municipios de Chiapas. En consecuencia, no es ni puede
ser el vocero de una nación de 90 millones de habitantes. La política nacional es un
tema que compete a todos los mexicanos y que debemos discutir entre todos. Se
trata de un principio básico, de un derecho irrenunciable que debemos defender a
toda costa.
En general, las negociaciones de esta índole son largas y con frecuencia duran años.
Ejemplos recientes: El Salvador, Guatemala, y en otros continentes, Israel y los
palestinos, Gran Bretaña y los católicos irlandeses, el Gobierno español y la ETA. Pero
nosotros tendremos elecciones el próximo mes de agosto. La revuelta comenzó
precisamente en el momento en que se iniciaba la campana electoral. Esta
circunstancia es lo que vuelve angustiosa la situación actual. Nuestra democracia
está en pañales y la afean muchos vicios. Unos son imputables a la larga y antinatural
hegemonía del PRI; otros son de orden histórico. La democracia, no me cansaré de
repetirlo, es ante todo una cultura: algo que se aprende y se practica hasta
convertirse en hábito y segunda naturaleza. Algo que todavía no acaban de aprender
ni el Gobierno, ni los partidos de oposición, ni la mayoría de nuestros conciudadanos.
En nuestro país nadie se resigna a perder. No obstante, a pesar de todos sus
defectos, a veces cojeando y otras a trompicones, a gritos y a porrazos, la democracia
mexicana comienza a cobrar realidad. La revuelta de Chiapas ha introducido en
nuestra vida política el espectro de la ingobernabilidad. Un espectro que podría
convocar a otro espectro no menos ominoso: el de la fuerza. En esto reside el peligro
de la situación.
Tenemos que proponernos, como meta común, realizar unas elecciones de tal modo
limpias que resulten inobjetables para todos. Los otros programas políticos y sociales
deberán pasar a segundo plano. Nuestro país es muy viejo y muy joven, es uno y es
múltiple. Hoy tiene que reunirse consigo mismo, sin sacrificar a sus tradiciones ni a
su diversidad, para dar el salto y penetrar al fin en el mundo moderno. No es el
paraíso: es la historia, el lugar de prueba de los hombres y las naciones.