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SABOR A MANDARINA

“La confusión tiende a aumentar mientras el orden disminuye” -asegura la segunda ley de la
termodinámica. Llegados a este punto de provisionalidad, en el que todo está abocado al
fracaso, cualquier proyecto es iluso y viable al mismo tiempo.

Aspirar a la precisión es una quimera; la ciencia carece de certidumbres, no hay instrumento


de medida que de la talla, que sirva realmente. Afirmo -con Res Marut- que los hechos no se
pueden demostrar y que si pudiera hacerse ya no serían hechos sino construcciones. Cada cosa
acaba por encontrar su sitio, sólo hay que darle tiempo.

W. Ross Ashby imaginaba la posibilidad de máquinas inútiles, concebidas sin un propósito, que
acabarían por encontrar su finalidad sometiéndolas a un aleatorio proceso de prueba-error, de
continuos reajustes y descartes. Del tipo: optimizar un croissant hasta que sirva para clavar un
clavo, adaptar unas bridas como anillos de bodas o agenciarse un arma mortal con los mínimos
recursos de un preso.

Me refiero también a esos micro-acontecimientos que surgen entre el ser humano y sus
objetos que Cao Guimaraes llama “gambiarras” y que resultan de la capacidad de hallar una
solución improvisada, alterando los usos de las cosas. Apañárselas con casi nada. El glamour de
lo precario, lo tosco, lo mal acabado que llega a rozar tantas veces la perfección (y si no que se
lo digan a los amantes de la “cinta de carrocero”). El ingenio se encuentra a sus anchas ante la
ausencia de recursos. Algunos han perfeccionado esa vocación bricoladora, como cierto
YouTuber japonés (Attoteki Fushinsha) capaz de fabricar el cuchillo más afilado del mundo con
cualquier cosa: leche, un poco de arroz, una patata, una botella de plástico… y convertir en
viral cada uno de sus vídeos.

También es posible componer una figura con las instrucciones de montaje de otra, construir
una hamaca con las piezas de una mesa, escribir un suceso a partir de las palabras que
componen la descripción literal de otro suceso diferente. Cada situación se nos aparece como
el resultado de una implacable combinatoria. Intentemos hacer sin pensar, componer en vez
de crear, desmontar y volver a montar, aunque nos sobren piezas -mejor aún si nos sobran-
girar y girar, sobre nuestro propio eje, dando vueltas a los temas hasta pasarse de rosca.

Situados en el centro de una rueda o en el centro de una rotonda, todo parece estar en
continuo movimiento; lo cambiante es la única forma de estabilidad. Se trata entonces de
encontrar la oportunidad y el coraje para subirse en marcha a esta noria. Lo contingente hace
avanzar la ciencia física del mismo modo que la irracionalidad impulsa los desvelos de la razón.
Recibimos y reaccionamos restableciendo nuestro frágil equilibrio para adaptarnos a las
contingencias del mundo que nosotros mismos hemos creado.

Estar informados se ha convertido en algo imprescindible para disponer de una identidad


mínimamente eficaz en un tiempo que exige de cada uno ser un experto de sí mismo. Pero lo
previsible, aunque se nos presente en su contundente solidez, es mucho más pobre en
información que aquello con lo que no contábamos.

Están las máquinas que cuentan y las máquinas que miden.

Situaciones que nos disparan: las expresiones arrojadas al océano de la comunicación que
simplemente parasitan los medios hasta encontrar un receptor a su medida. Eso que llamamos
“ruido”, “interferencia”, “glitch”. Lo subliminal, lo accidental saturando de esoterismo las
rutinas informativas. Atisbos de una sobrenaturalidad sumergida.
“Todo es lenguaje” afirmaba Schelling invitando a una contemplación intensiva y sin prejuicios.
El oro en los desechos; lo mirado y no visto, lo oído y no escuchado, la sonoridad
ensombrecida por el sentido.

Una silla sin patas a la que sigo llamando “silla”, un jardín sin flores al que llamo “mi jardín”…
¿Hasta dónde puede estirarse el acto de nombrar? ¿En qué momento de la descomposición de
una forma, mi concepción de un objeto deja de acompañar a su materialidad?

Fabio, esto que te digo es verdad: me acaban de regalar una bolsa de caramelos en forma de
gajos de mandarina, que parece ideada por ti; desde el verde pistacho casi fluorescente de la
cintita que cierra el envuelto, al crepitante celofán de un inenarrable verdeamarillolimón.

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