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ALLEN, N. J.: “Categories and classifications. Maussian Reflections on the Social”.

Berghahn Books, Oxford, 2000 (165 páginas).

En una sugestiva serie de ensayos, N. J. Allen se empeña nuevamente en profundizar las


intuiciones de Marcel Mauss. El primer trabajo se titula “The category of the person: a
reading of Mauss’s last essay”. Como es sabido, la idea de Mauss de trazar una genealogía
de la noción de “persona” fue parte del infinito proyecto del Année Sociologique:
inventariar las categorías del entendimiento humano. Si la lista aristotélica de categorías no
podía ser aceptada como un patrón universal, era preciso estudiar en cada sociedad las ideas
de “sustancia”, “causalidad”, “fuerza” o “totalidad” desde un punto de vista no ya
trascendental, sino sociológico. Mauss bocetó, así, una escueta pero luminosa historia
social de la noción del “yo”, exégesis que establece qué es el “individuo” para cada
sociedad, según sea definido por su respectivo sistema cosmovisional y valorativo.
En los grupos tribales, la “persona” se halla contenida en la noción de personaje.
Allen sistematiza esta idea señalando que el “complejo del personaje” define un miembro
de una sociedad que –al menos– se halla subdividida “horizontalmente” en dos subgrupos
de alianza y, a la vez, “verticalmente” en varias generaciones. Estos clivajes, obviamente,
se entrecruzan entre ellos; ya veremos luego el uso que nuestro autor hace de esta idea. Por
ahora, importa destacar que, como en el Baloma de Malinowski, cada uno de los subgrupos
–que bien puede ser de naturaleza totémica, clánica o incluso etaria– posee un stock fijo y
limitado de “almas” y nombres personales. Quien lleva uno de estos nombres es
conceptualizado como la “reencarnación” del ancestro. A pesar de las reservas que suele
suscitar este término, el autor cree que aquí puede hablarse efectivamente de un sistema de
este tipo, manifiesto en la herencia y transmisión del nombre entre las generaciones
alternas. La filiación aparece, pues, como un ciclo de renacimientos y muertes de
“individuos” que son siempre los mismos. El nombre, a la vez, se asocia con narrativas que
fundamentan la existencia del subgrupo dentro de la sociedad; esta etiología, por otra parte,
se pone en escena en las ceremonias de iniciación, en las que cada uno de los subgrupos
recluta sus miembros. Tal como con la “persona” de Radcliffe–Brown, quien lleva los
nombres adquiere por ello derechos y obligaciones; por ejemplo, debe representar en
circunstancias rituales al ancestro que se “encarna” en él mediante máscaras, pinturas
corporales, tatuajes, etc. Allen asigna una gran importancia a los mecanismos mediante los
cuales la encarnación, la posesión y el éxtasis adquieren eficacia. Desde Durkheim no
pueden ignorarse los efectos fisiológicos que producen las intoxicaciones, el ritmo, la
cadencia y el movimiento que suponen los ritos. Es preciso señalar, sin embargo, que a
veces ciertos miembros del grupo como los viejos, los niños, los neófitos o las mujeres no
“encarnan” a los ancestros; o, en otras palabras, que dentro del subgrupo existen, además de
los personajes, “gradaciones” de la persona, matices de humanidad.
“Primitive classification: the argument and its validity” es uno de los puntos más
altos del volumen. Inútil es repetir una vez más el argumento de Durkheim y Mauss, una de
las auténticas columnas vertebrales de la disciplina; lo que hace Allen, más bien, es discutir
la interpretación que de éste hiciera Rodney Needham, su editor y traductor al inglés. En
efecto, Needham, Steven Lukes y una serie bastante impresionante de críticos fueron
lapidarios al respecto: la explicación es lógicamente falaz, fácticamente errónea y apenas si
demuestra que la clasificación es un problema a tener en cuenta.
Los arunta y los kariera, modelos clásicos de parentesco, dividían sus tribus en dos
clases o “mitades” que a su vez se subdividían en clanes y/o secciones. Las personas
pertenecían a uno de estos clanes y, por ende, a una mitad. Pues bien, la tesis de Durkheim
y Mauss es que el ordenamiento simbólico del universo “reproduce” o “refleja” este tipo de
organización. La clasificación de las cosas está moldeada en la clasificación de los
hombres; o, en otras palabras, el tiempo, el espacio y la naturaleza toda deben ser “leídos”
en clave social. Allen, aquí, sugiere que las relaciones entre las cosas “naturales” y su
patrón social son paradigmáticas, en el sentido de que se trata de un vínculo in absentia, en
el cual ciertos objetos son asociados “en la mente” con sus correspondientes particiones
sociológicas. No obstante, el tema no es tan sencillo, ya que el nexo entre un animal
totémico y un clan puede ser conceptualizado en términos jurídicos, cognoscitivos, de
parentesco, amistad o incluso propiedad. Dejaremos de lado, por razones de espacio, el
caso de los zuñi, en el cual el cosmos se creaba mediante un patrón mediador de clanes
espacialmente orientados; también el controvertido caso de la China arcaica, donde el nexo
entre organización social y clasificación simbólica parecía haberse diluido; pero, en todo
caso, lo que importa destacar es que Durkheim y Mauss aseguran que la función
clasificatoria no es inherente o innata en el hombre, sino que es una institución social, cuyo
desarrollo histórico debe rastrearse con rigor e inevitable paciencia. Las construcciones
taxonómicas de los “primitivos” y las científicas son ambas, pues, filosofías estructuradas
de la naturaleza; la diferencia, más que en términos de operatividad o de estructura, es que
en las taxas primitivas la sociedad provee no sólo el modelo y la inspiración para la
clasificación, sino también los cuadros, las líneas y los criterios mismos de identidad,
asimilación o discriminación. Además, las categorías cosmológicas no están basadas
puramente en motivaciones intelectuales, sino más bien en actitudes emotivas –que,
ciertamente, fueron bosquejadas de modo muy ambiguo por Durkheim y Mauss.
Allen reconoce que el ensayo tal vez no sea perfecto. Probablemente contenga
interpretaciones equívocas, citas y traducciones erróneas, especulaciones tendenciosas,
juicios apresurados y, tal vez, no pocas contradicciones. No obstante, cree que algunas
críticas que se le han endilgado son injustificadas. Por ejemplo, Needham “refuta” la idea
de una “conexión causal” entre relaciones sociales e ideas cosmológicas. En primer lugar,
Durkheim y Mauss no hablaron de una ley sincrónica y constante, sino de un nexo variable
que difería en intensidad en los casos australianos, americanos y asiáticos. Tampoco se trata
de una relación unidireccional y mecánica; en efecto, el ensayo proponía cierto tratamiento
dialéctico de la cuestión, ya que subraya que la clasificación bien puede reaccionar e influir,
a su vez, sobre la organización social. Si el crítico argumenta que esta “relación causal” no
existe en algunas sociedades, Allen responde con tino que lo interesante, lo que debe ser
explicado es cómo algunas sociedades clasifican naturaleza y humanidad mediante un
patrón común: todo el mundo sabe que otras no.
Needham, amparado en la rica tradición de Evans-Pritchard y Godfrey Lienhardt,
critica también a Durkheim y Mauss la idea de una presunta confusión o falta de
diferenciación en el pensamiento primitivo. Hoy día, alega, a nadie se le ocurriría afirmar
que un dinka “confunde” un hombre y un león. Pero, más allá del fatigado –y poco
valiente– ejercicio de refutación de Frazer y Lévy-Bruhl, el problema no ha desaparecido ni
ha sido resuelto; carecemos todavía de un lenguaje analítico satisfactorio para discutir ese
tipo de asociaciones fluidas entre esferas apararentemente discretas y distintas. Needham
también criticó, en las conclusiones de Durkheim y Mauss, el recurso ad hoc al sentimiento
y la emoción. Nuevamente, Allen retruca que lo más probable es que los australianos no
concibieran sus vínculos en términos abstractos, sino en términos de parentesco más o
menos cercano; un sistema de relaciones, en suma, basado en lazos emocionales tanto como
en vinculaciones genealógicas. Se sabe las conceptuaciones simbólicas suelen tener
connotaciones emotivas y valorativas, positivas o negativas: la idea de “norte” no refiere
sólo a una dirección abstracta, a un punto cardinal, sino que en ella se advierte un valor por
así decirlo “intrínseco”, teñido de asociaciones afectivas que le prestan un sentido peculiar.
Quizás este tipo de enfoque plantee más preguntas de las que efectivamente responde, tal
vez esté sugerido de forma ambivalente y tentativa, pero no por ello puede descartarse.
Finalmente, la última crítica de Needham está dedicada al concepto implícito de
“mente”. A pesar de tratarse de un estudio sobre representaciones colectivas, señala que
Durkheim y Mauss finalmente examinan una habilidad innata del ser humano, una
capacidad del individuo. Como señala Allen, no hay duda de que podrían haber sido más
claros con respecto a su concepto de “mente” (dicho sea de paso, como podrían serlo todos
los cientistas sociales), pero la orientación general de su trabajo es suficientemente clara: de
acuerdo con las reglas durkheimianas, se procura estudiar el pensamiento colectivo y la
prehistoria de la clasificación como instituciones sociales. No interesan las capacidades
psicológicas per se, sino cómo son utilizadas en cada sociedad.
El siguiente artículo, “The division of labour and the notion of primitive society: a
Maussian approach”, intenta esclarecer en qué consiste la naturaleza del lazo social. Desde
la “solidaridad” durkheimiana a la “cohesión” de Mauss, crece paulatinamente la idea de
que cada sociedad, aun la más “primitiva”, es compleja, diferenciada y dividida. Si
Durkheim imaginaba en los orígenes de la humanidad un clan o una “horda” amorfa y
homogénea, Mauss añadió a su análisis la dimensión –fundamental– del parentesco. Una
sociedad endogámica, por ejemplo, se compone de subunidades exogámicas que deben
intercambiar cónyuges; es decir, su “solidaridad” depende más de la morfología concreta
que del recurso a una nebulosa “conciencia colectiva”. Mauss, en sus notas sobre las
“sociedades polisegmentarias”, propuso distintos criterios de diferenciación social:
filiación, localidad, edad, sexo y generación. Allen, aprovechando estas sugerencias,
imagina “el más simple modelo concebible” de sociedad mediante las ideas de maussianas
de solidaridad, identidad de las generaciones alternas y reciprocidad. Imagina entonces dos
mitades unilineales, que en la alianza intercambian cónyuges “horizontalmente”, cruzadas a
su vez por generaciones que intercambian “verticalmente” niños. Es decir que, en primer
lugar, dos generaciones alternas intercambian prole entre ellas (si Ego es de la generación
1, debe casarse con una mujer de la misma y su descendencia pertenecerá a 2; a la vez, su
hijo se casará con una muchacha de 2 y dará sus propios hijos a la generación 1, y así). La
segunda disección de la sociedad es entre las clásicas “mitades” o bien grupos exogámicos
de descendencia: si Ego pertenece al grupo A, debe buscar mujer en B. Allen traza, así, su
“modelo tetrádico”, que superpone dos dicotomías (filiación y generación), en el cual está
prohibido el matrimonio endogámico en el interior de las mitades tanto como entre las
generaciones pares e impares. La idea añeja de la “solidaridad mecánica”, en suma, asume
un nuevo sentido: solidaridad = parentesco.
En la misma línea, “Efervescence and the origins of human society” postula que la
idea durkheimiana de “efervescencia” permite explicar la siempre controvertida cuestión de
los orígenes sociales. La “homogeneidad”, más que propiedad de un “tipo social” como la
horda durkheimiana, constituye un estado de la sociedad humana, como el célebre invierno
esquimal de Mauss y Beuchat. Llegar a lo “verdaderamente elemental” implica vincular
religión, parentesco y orden social. Prosiguiendo con su presentación del “modelo
tetrádico”, Allen encuentra en él una suerte de ventaja “funcional”: en efecto, éste permite
definir dos tipos de “incesto”, el intrageneracional entre hermano y hermana y el
intergeneracional, entre padres e hijos; una simple organización dualista –nos dice– no
lograría “impedir” ambas anomalías. Por otra parte, Allen también critica a Durkheim haber
enfatizado el culto totémico y clánico antes que los ritos tribales de iniciación. Si el
sistema de generaciones alternas y sucesivas opone conceptualmente padres e hijos o,
mejor dicho, iniciados y neófitos, la iniciación sería al intercambio de hijos entre las
generaciones lo que el matrimonio es a la alianza (intercambio de cónyuges entre secciones
o mitades). En otras palabras: Allen cree que Durkheim, en busca de la “simplicidad”,
buscó en la región etnográfica correcta, pero por razones equivocadas.
“Mauss and the categories” es el más conciso y logrado artículo de la serie. Allen
ve en el catálogo de las nociones básicas del pensar humano el auténtico hilo conductor de
la obra de Mauss. Sugiere que aprendió del filósofo neokantiano Renouvier, maestro de
Durkheim, que la “relación” es la categoría principal, fundante, la “noción madre” del
sistema de pensamiento, la categoría de las categorías. La relación es, en suma, aquella
noción sobre la cual operan a posteriori las ideas de sustancia, cantidad, espacio, tiempo o
totalidad. De hecho, Allen cree que Mauss no sólo identificó la importancia de la
“relación”, sino que incluso comenzó a examinarla; y propone leer, en este sentido, las
ideas del egregio “Ensayo sobre los dones”. Recordemos que el don genera un vínculo
entre quien da y quien recibe. En un sistema de prestaciones totales, entre otros bienes y
servicios se “dan” cónyuges; resulta lógico pues que el ensayo de Mauss haya sido la fons
et origo de la “teoría de la alianza matrimonial” de Lévi-Strauss, Leach, Maybury-Lewis y
Needham, la cual podría ser definida –sin errar demasiado– como una serie de variaciones
(más o menos acrobáticas) sobre el tema de la reciprocidad.
Los dos últimos trabajos resultan tal vez menos interesantes, ya que son digresiones
sobre sugerencias, intuiciones y exégesis puntuales de Mauss que carecen de la unidad y
coherencia de los primeros estudios. En “Reflections on Mauss and classification”, por
ejemplo, Allen se arriesga a vincular la sociología del conocimiento de Durkheim, la idea
platónica de “persona”, los procesos históricos de homogeneización y una reformulación de
la “triple función” que Dumézil halló en las ideologías indoeuropeas, conjeturando –años
después de Weber, Durkheim o el mismo Dumont– que este “fondo ideológico” opera aún
en nuestras mentalidades.“Magic, religion and indo-european ideology” es un artículo
mucho más técnico y específico, que propone utilizar herramientas metodológicas legadas
por Durkheim, Hubert y Mauss para analizar los contenidos de la inmemorial –y según
algunos autores, improbable– “religión indoeuropea”. Luego de repasar la mecánica y la
función del sacrificio, la noción de mana, las valoraciones relativas de la realidad social, la
idea de lo “sacro” en Robertson-Smith, la distinción metodológica entre religión stricto y
lato sensu, las fechas críticas, el ritmado del tiempo y la polémica eterna y bizantina sobre
las fronteras entre religión y magia, Allen examina una épica sánscrita y propone ampliar la
teoría de Dumézil de la “triple función” de las ideologías. Recordemos que ésta clasificaba
en primer término a sacerdotes y especialistas religiosos; en segundo, a guerreros o
representantes de la fuerza física; y, en tercer lugar, a los productores y los creadores,
emblemas de la prosperidad y la fertilidad. Pues bien, nuestro autor añade una cuarta
categoría, que comprende la “alteridad”, quien está “fuera” de la vida ordinaria. Esta clase
tiene dos polos, positivo y negativo, valuado y excluido, el outsider que está “por arriba”
del orden social (el rey) o bien “por debajo” de él (el esclavo). Según Allen, esta matriz está
implícita en una multitud de antiquísimos mitos, leyes, rituales y costumbres.
A modo de conclusión, existen en el libro dos series de cuestiones que quisiéramos
resaltar. La primera, que va de suyo, es la interpretación que Allen ofrece de la obra de
Mauss, que en líneas generales creemos meticulosa y digna de crédito. La revisión de los
escritos del sabio francés es profunda y comprehensiva; abarca no sólo su obra más
laureada, sino también las reseñas, el anecdotario biográfico, el epistolario y la
correspondiente bibliografía actualizada. Como hemos dicho en otra parte, nuestra modesta
reserva consiste en que, si bien coincidimos con Allen en ver en Mauss un pensador sui
generis –evitando la influyente lectura de Lévi-Strauss– nos parece que por momentos
subestima la deuda que sus trabajos mantienen con la obra seminal de Durkheim.
La segunda serie de cuestiones se refiere a las ideas propias que Allen aprovecha
para discutir. Por razones de espacio, nos detendremos en una sola de ellas, tal vez la más
atractiva de las expuestas en este volumen. El “modelo tetrádico”, elegante en su austera
sencillez, suscita en el lector ciertas inquietudes. En primer lugar, parece cierto que merece
ser considerado como una herramienta digna de ser puesta a prueba en casos concretos; es
posible, tal vez sea probable que la interpretación que hace Allen de los clásicos datos
australianos sea, además de económica, correcta. También es cierto que nuestro autor trata
su modelo como un “tipo ideal” y que, a pesar de que curiosamente afirme que “existe
etnográficamente”, no supone que las sociedades se ajusten exactamente a él. No obstante,
si bien puede aceptarse –casi a regañadientes– que el modelo trate con indiferencia el hecho
de que un grupo sea bilineal, patrilineal o matrilineal, no podemos dejar de señalar que
cuando, en aras de la simplicidad, elimina la localidad por ser un “lujo” explicativo, un
factor casi superfluo, este ascetismo nos parece apresurado, e incluso problemático.
Además de constatarse reiteradamente en la práctica etnográfica, es justamente una
enseñanza puramente durkheimiana que la localidad, la morfología y otros factores
“materiales” –tal vez menos espectaculares que la claridad y la simetría de los modelos–
son los que influyen decisivamente en la experiencia cotidiana del parentesco y la
organización social. Tampoco resulta demasiado exhaustivo el tratamiento de la
terminología clasificatoria; y, por mucho que pese el prejuicio malinowskiano respecto del
“álgebra de parentesco”, no se trata de un tema menor. Finalmente, creemos justo señalar
que, cuando el modelo postula que las generaciones son “endogámicas” del modo en que
las mitades de alianza son “exogámicas”, pareciera que los términos entrecomillados no se
están refiriendo a un mismo orden de realidad. Un clan, un linaje, una mitad pueden ser
formaciones exogámicas, pero también pueden no serlo. Ahora bien, afirmar en
contraposición con ello que las generaciones son “endogámicas” suena más como una
oposición retórica, formal o discursiva que como un juicio de realidad. De hecho, el sentido
común y la misma biología dictaminarían que casi no hay alternativa: más allá de la
elasticidad etaria de las clasificaciones, si Ego no buscara a su mujer en la generación 0 (la
suya), debería buscarla “oblicuamente” en +1 (generación del padre y sus germanos) o en –
1 (hijos y primos); pero ambas, justamente, son las opciones prohibidas en un sistema de
niveles alternos. Y la alternativa restante, es decir, el matrimonio con la generación +2 o –2,
no resulta demasiado común por razones obvias.
Más allá de estas inquietudes, ni falta hace decir que el libro, considerado en su
totalidad, resulta altamente estimulante y atractivo. Después de la calaña panfletaria con
que acostumbran regalarnos los escribas postmodernos (confesos o no), los cultores
ególatras de la reflexividad y los adeptos de los amorfos estudios culturales, este volumen
de Allen tiene el mérito –inmenso– de regresar la discusión a un terreno del cual nunca
debería haber salido.

Diego Villar

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