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15/3/2019 FEMINISMO FILOSÓFICO Y TEORÍA DE

labrys, études féministes/ estudos feministas


juillet/décembre 2011 -janvier /juin 2012  - julho /dezembro 2011 -janeiro /junho 2012

FEMINISMO FILOSÓFICO Y TEORÍA DE GÉNERO EN


AMÉRICA LATINA
María Luisa Femenías - Ofelia Schutte
Resumen
Este artículo despliega –en grandes pinceladas- un panorama del
Feminismo Filosófico y de la Teoría y Filosofía de género latinoamericanos
contemporáneos, desarrollada a partir de 1980; y especialmente a partir de
1990, cuando este punto de mira se volvió un campo académico
particularmente activo y reconocido en toda América Latina. Tras una breve
introducción para situar su surgimiento y consolidación en el contexto
histórico, examinamos cuestiones metodológicas tanto respecto de las
perspectivas feministas del activismo, el uso de “género” como categoría de
análisis, su entrecruzamiento con las nociones de etnorraza y
multiculturalismo y, por último, los usos y apropiaciones de la teoría del
discurso de Michel Foucault  y la decontrucción de Judith Butler.

Palabras clave: feminismo filosófico – metodología – activismo –


contextualización - género

Algunas consideraciones preliminares


Este artículo despliega –en grandes pinceladas- un panorama del
Feminismo Filosófico y de la Teoría y Filosofía de género latinoamericanos
contemporáneos.[1] Por “contemporáneos” remitimos al Feminismo
Filosófico y a la Teoría y Filosofía de Género a partir de 1980; y
especialmente a partir de 1990, cuando este punto de mira se volvió un
campo académico particularmente activo y reconocido en América Latina.

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Tras una breve introducción para situar su surgimiento y consolidación en el


contexto histórico, examinamos cuestiones metodológicas tanto respecto
de las perspectivas feministas del activismo, el uso de “género” como
categoría de análisis, su entrecruzamiento con las nociones de etnorraza y
multiculturalismo y, por último, los usos y apropiaciones de la teoría del
discurso de Michel Foucault  y la decontrucción de Judith Butler (Schutte-
Femenías, 2010: 397-411; Femenías, 2010: 42-74).

Para nosotras es de vital importancia prestar atención a esas


cuestiones metodológicas, dado que vamos a recorrer el campo desde su
surgimiento y a entenderlo en relación a las condiciones históricas y
culturales que lo impulsaron y lo siguen impulsando en  América Latina,
hasta ahora. Las cuestiones metodológicas, que discutimos más abajo, están
especialmente conectadas con el examen de los vínculos entre el feminismo
teórico, en sentido amplio, y sus prácticas. Nuestro análisis -incompleto y
aún en desarrollo- relaciona los logros de la filosofía con conciencia
feminista en el profundo proceso de democratización que se está llevando a
cabo América Latina, del que el feminismo es una parte impulsora no
menor.   

Demarcando contextos
Plantear las líneas generales del feminismo en América Latina y
perfilar, además, el impacto que la categoría de género ha sobreimpreso a su
amplio mapa no es tarea sencilla. En principio, todo aquello que tan bien
señaló hace ya varios años Chandra Talpade Mohanty refiriéndose al
constructo “Mujer del Tercer Mundo”, cabe para las mujeres de América
Latina y sus feminismos, cuyas realidades socio-históricas y jurídicas son tan
diversas como el clima, la geografía y las economías que las cobijan. En su
señero artículo, Mohanty se proponía denunciar la falsa neutralidad de los
discursos eurocéntricos, incluidos los del feminismo, y examinar
críticamente la valoración de “la diferencia” (cuál, cómo, etc.) de los
discursos de la postmodernidad. Propósito aún vigente para pensar un
feminismo transnacional como proyecto común latinoamericano,
construido a través de fronteras culturales, sociales y políticas, bajo un
idioma que nos aúna.[2] Es decir, un feminismo situado y localizado que no
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desconozca los centros hegemónicos de desarrollo y producción de


conocimiento, pero que no se ate a ellos. Sabemos, sin embargo, que se
produce una suerte de apropiación de “La Mujer del Tercer Mundo” como
prueba última de la universalidad del patriarcado y del tradicional
sometimiento femenino. De ese modo, se configura un espacio
cualitativamente diferente que preserva y refuerza la dicotomía Uno/Otro,
donde buscar y reconocer la alteridad se resuelve muchas veces en términos
de auto-afirmación cultural, también etnocéntrica.

De ahí la necesidad de que las mujeres contribuyamos con análisis


específicos a fin de desentrañar cómo las narrativas hegemónicas de “Los
Varones del Tercer Mundo” y ciertos feminismos del “Primero” refuerzan lo
que, a veces, se ha denominado “doble subalternidad”. Enmarcamos esta
revisión entre las representaciones complejas de las mujeres de América(s)
Latina(s), por un lado, y el impacto que el feminismo y la categoría de
género tuvieron en nuestras vidas, la cultura, las teorías y las relaciones entre
nosotras, con los otros y con los Estados. En lo que sigue, trazaremos
algunos bosquejos –incompletos y tensos, sin pretensiones de
exhaustividad- para describir en parte las ideas que se han ido hilvanando a la
saga del conjunto de planes, proyectos y necesidades de las mujeres. Con
esto queremos sugerir que vinculamos el feminismo y el desarrollo de la
teoría de género en América Latina a los pulsos de sus guerras, sus
economías, sus migraciones, sus expoliaciones y sus enfrentamientos
recurrentes con la dictadura, el autoritarismo y las crisis. Sin tener presente
esos aspectos contextuales, poco puede decirse y lo que pudiera decirse
resultaría extemporáneo o inconsistente. Por esas razones, el recorrido
tendrá, más bien, el carácter de un mapa conceptual crítico, para favorecer
un debate más amplio. Dejaremos de lado los debates acerca de la “no
originalidad” del feminismo en América Latina, que hemos respondido en
otros artículos, retomando una vez más las tesis de la investigadora brasilera
Claudia de Lima Costa (Femenías, 2002: 189-213)

Nuestra autora sostiene que en contextos de formación post-


colonial, como los nuestros, los saberes se reconfiguran en todos los
sentidos. Es decir, sus fronteras disciplinares se alteran, su itinerario político-

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cultural, económico y libidinal se traslada y se transforma hasta convertirse


en “algo” diferente, diverso, enriquecido, siempre modificado creativamente
respecto de sus potenciales fuentes. En las Américas, los conceptos
fundamentales viajan de modo tal que sus temas-eje y sus mecanismos
socio-lingüísticos de control se modifican tanto más rápidamente cuanto
más abstracta es la teoría en juego. Gracias a que el castellano es la lengua
mayoritaria (y funciona a la manera de una lingua franca), se transitan
muchos territorios conceptuales que superan rápidamente las fronteras y
constituyen lugares de enunciación “nuevos” en los que se rediseñan las
teorías en base, mayormente, a ejes norte-sur y centro-periferia. Una vez
localizados y situados los conceptos –rotos los contextos semánticos y
simbólicos del output- se resignifican y se asimilan generando nuevos
campos semánticos, que transforman, desafían e interpelan las teorías
“recibidas”.

En el feminismo, la articulación entre Derechos de enunciación


universal, formal y política en Pactos Internacionales y cumplimiento social
efectivo se juega explícitamente en las tensiones de poder y en las
posibilidades de hacer oír la propia voz. Esa ha sido la primera estrategia de
las mujeres y demarca un espacio de autonomía feminista que instala el
espacio de apropiación de la palabra, del derecho, de la memoria…. Se
promovió así una distancia crítica, que conllevó a la discusión estratégica, la
reconformación de conceptos y la consolidación temático-conceptual y
lingüística. En suma, se produjo un corrimiento del lugar del “objeto” al de
“sujeto”, invirtiendo los polos de la lógica del dominio (o al menos,
desafiándolos). Estas estrategias, a veces espontáneas, a veces diseñadas,
modificaron el campo de fuerzas, multiplicaron los puntos de fuga y las
zonas de sutura político-conceptual, alterando las redes de circulación de la
información y, por consiguiente, del poder. Las traducciones culturales -
como bien advierte de Lima Costa-, no presuponen contextos simétricos de
traducción, sino que favorecen los procesos de reinscripción significativa.
Así, recorriendo el camino inverso, los nuevos mapas conceptuales
“reenvían” a los centros hegemónicos conceptos contrastados y
enriquecidos, “otras teorías” (otros feminismos) que, en ese proceso
continuo – more moebiusiano- se resignifican nuevamente. De ahí, la
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arbitrariedad de la “apropiación” de un “origen” como punto único de


partida y emisión de significados.

Ahora bien, es preciso que tengamos en cuenta que ni la teoría


feminista ni la de género funcionan como un campo aislado de
conocimientos. En mayor o menor grado, interactúan en un diálogo
dinámico o tenso con el activismo feminista, por un lado, y con las
corrientes teórico-filosóficas, por otro. Asimismo, se hace cargo de un
conjunto de aportes interdisciplinares. Más allá de esas referencias, y por
fuera de ellas, en el caso particular de América Latina debemos agregar la
influencia intra-filosófica trasnacional o internacional. En primer lugar, de
los feminismos (teóricos y activos) de Estados Unidos y, según las zonas y
las épocas, de los feminismos de Europa Occidental y sus fundamentos
filosóficos. Esas propuestas, se filtran en la academia feminista a través de
una variedad de circuitos transfronterizos, por utilizar un concepto
desarrollado por Saskia Sassen, en relación a los modos de la globalización.
Tales circuitos incluyen experiencias académicas y personales de las
feministas latinoamericanas que estudiaron o recibieron grado académico en
Europa Occidental o Estados Unidos, regresando luego a sus países de
origen. Incluso, en tiempos más cercanos, desde los centros de desarrollo
académico más importantes de América Latina.

Se suma la disponibilidad de libros originales y traducciones,


revistas, congresos y otros contactos transnacionales a partir de la
conformación de redes de correos electrónicos en internet u otros medios.
Son frecuentes los contactos profesionales que se generan en diferentes
congresos internacionales; los seminarios y los coloquios que ofrecen
diversas universidades con importante circulación de teóricas feministas
locales, angloparlantes y  europeas occidentales, en especial, españolas -con
la ventaja lingüística que ello conlleva- y lusitanas. Es decir, hay una
sobreabundancia de fuentes que influyen en la producción local, marcada
por la tradición de cada país o región en particular. En suma, se pueden
detectar tres líneas significativas: las influencias filosóficas y extra filosóficas
estadounidenses, las continentales y los desarrollos autóctonos regionales o
nacionales. Asimismo, a pesar de las influencias transnacionales

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mencionadas, se puede identificar en América Latina una fuerte tradición


feminista y de movimientos de mujeres, cuyos debates y agendas impulsan
la escena feminista desde hace años.

Ahora bien, del mismo modo que su contraparte estadounidense y


continental, el feminismo latinoamericano suele reconocer una
periodización también en términos de “primera ola” y “segunda ola”. Sin
embargo, los logros históricos y políticos latinoamericanos no deberían
moldearse según cronologías y criterios establecidos fuera de la región. En
principio, porque esta fuerte tendencia tiende a distorsionar y aún devaluar
los logros de las mujeres latinoamericanas, pretendiendo ordenar sus
actividades siempre subsidiariamente a las influencias extra-regionales,
entorpeciendo la comprensión de la complejidad de las prácticas locales. No
obstante, dado el peso hegemónico de la clasificación por “olas” del
feminismo, nos resulta inevitable atenernos, como referencia, a la
periodización lineal y anglo-eurocéntrica. En suma, porque resulta útil para
enmarcar los acontecimientos en “olas” -en un sentido calificado- a fin de
ordenar los énfasis y los momentos culminantes de las movilizaciones. En
vistas a la pluralidad de países y de regiones, se suele considerar prematuro
aún hablar de “tercera ola” en América Latina; no obstante la sugeriremos en
nuestros análisis como una opción cuyas generalizaciones -como se sabe-
estarán sujetas a excepcionalidad e impugnación.

Históricamente, vamos a considerar que la primera tuvo lugar en


las ultimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, hasta la
aproximadamente la década de 1930-1940. Ese período coincide
políticamente con la movilización de las mujeres a favor de políticas liberales
y socialistas, aunque con fuerte impacto del anarquismo según las distintas
etapas de las movilizaciones y de los países. El derecho de las mujeres a una
educación que alcanzará niveles superiores –reivindicación ya proclamada en
el siglo XVII por Juana Inés de la Cruz- fue tema ineludible entre de las
primeras activistas feministas, junto con el derecho a votar y al divorcio.
Fundamentalmente, debe tenerse en cuenta que, desde la constitución en
Estados Modernos de las excolonias españolas, en América Latina las trabas
de acceso a la educación superior no fueron tanto de índole formal cuanto

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vinculadas a las creencias de qué “debía hacer” una “señorita de buena


familia”, dado que, en general, rara vez los Estatutos Universitarios
prohibieron  expresamente la entrada de las mujeres a ese ámbito.

Junto con el reclamo de derecho al sufragio, la mayor parte de la


agenda feminista de esas décadas estuvo marcada por los derechos civiles y
económicos, tales como el derecho al divorcio y el reconocimiento legal de
la patria potestad compartida, por un lado, y el de administración de la
herencia, adquisición de propiedades, y derechos laborales, por otro. Tema
de fuertes polémicas fue la doble moral sexual obligando -al menos a las
mujeres de clase media- a un código de virginidad prematrimonial,
heterosexualidad compulsiva y monogamia matrimonial. Tales demandas de
libertad sexual dividieron a las mujeres entre las que se identificaban con una
moral conservadora y aquellas que abrazaron perspectivas más igualitarias en
el ámbito político-social, o vinculadas al “amor libre”. Por ejemplo, en el
Congreso Feminista Internacional de 1910, que tuvo lugar en Buenos Aires -
el primero llevado a cabo en América Latina- se ve con claridad la división
entre “femeninas” y “feministas” (VVAA, 2010: 269ss.). Las primeras,
mantuvieron nociones esencializadas de mujer, a la que entendieron como
el “alma de la nación” en el sentido de la “madre cívica” republicana de la
que habla Celia Amorós. Desde ese punto de mira, se llamaba a incorporar a
las mujeres a la esfera pública como una manera de “elevar” la conciencia de
la nación. Es innecesario aclarar que se trató de una perspectiva  paternalista
y sexista que consideraba a las mujeres más puras y virtuosas que “al varón”
y, en tal sentido, purificadoras o cuidadoras de la virtud de la Nación. En
contraste con esa estrategia ideológicamente conservadora, feministas
libertarias trataron de impulsar una agenda más democrática e igualitaria, sin
demasiado consenso.

Aproximadamente a mediados del siglo XX, tras la obtención del


voto y de algunos derechos civiles, se produjo -no sólo en América Latina-
un período de escaso activismo. La Segunda Ola surge en la década de los
sesenta, en parte como un efecto colateral de los cambios sociales
progresistas de este período, que incluyeron la agenda igualitaria de la
Revolución Cubana de 1959. No obstante, los movimientos autónomos de

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mujeres feministas en varias partes de América Latina adquirieron visibilidad


en el transcurso de la década de los setenta, período en el que tiene también
comienzo una fuerte y extendida represión política anticomunista. A partir
de principios de los setenta, los gobiernos constitucionales de Bolivia y
Uruguay primero y Chile después fueron derrocados instalándose gobiernos
militares en el poder. Poco después, en Argentina cayó el gobierno de María
Estela Martínez de Perón en 1976. Tanto los dictadores militares del Cono
Sur como los de Centroamérica dejaron –como se sabe- miles de muertos y
desaparecidos, llevando a muchos de esos países de la represión a las guerras
civiles.

Esto significa que la segunda Ola del Feminismo y su activismo


estuvieron, en buena parte, mezcladas por luchas más extensas que incluían
la recuperación de la democracia y los derechos de ciudadanía para todos,
varones y mujeres. Con pocas excepciones –como México, por ejemplo- en
las universidades, la filosofía y el pensamiento crítico estaban formalmente
suspendidos, desarrollándoselos en centros o agrupaciones no-oficiales.
Paradójicamente, las Naciones Unidas organizaron “El Año Internacional de
la Mujer” en 1975, seguido por “La Década de la Mujer” entre 1975 y 1985,
ubicando los intereses de las mujeres a la cabeza de una agenda internacional
interesada en fomentar la paz global y el desarrollo. Aunque las  mujeres
latinoamericanas no pudieron unirse formalmente a ese proyecto global,
muchas trataron de responder de manera radical y autónoma a los desafíos
de la época, como sucedió con algunos grupos feministas radicales. En
México se realizó la conferencia de Naciones Unidas en 1975, invocándose
“la causa de las mujeres” en relación con las organizaciones populares, y
propuestas de largo alcance a fin de democratizar las sociedades y los
gobiernos latinoamericanos. En Chile, el famoso eslogan “democracia en el
país y en la casa” impulsó tanto a las defensoras feministas como a las
prodemocráticas contra el régimen de Augusto Pinochet. En Argentina, la
famosa protesta de las Madres de Plaza de Mayo en favor de los Derechos
Humanos y para localizar a sus hijos desaparecidos deslegitimó la violencia
de Estado y la fachada pro-familia de las dictaduras. Dejando de lado esas
situaciones políticas, dolorosas y traumáticas, se ve con claridad cómo –
feministas o no- las mujeres elaboraron gradualmente una importante
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concepción de Derechos de la Mujer en términos de Derechos Humanos,


como legado a toda la sociedad. Ya en la década de los ochenta, se
sucedieron las transiciones parciales o totales hacia la democracia. Para ese
entonces, ya se había construido una red de mujeres en general y de
activistas feministas en particular que se reunían en Congresos y Encuentros
sostenidos regularmente en toda la región. Por ejemplo, los Encuentros de
Mujeres de América Latina y el Caribe, que comenzaron en 1981, se
mantienen hasta nuestros días. (Álvarez et.al, 2002 a).
También en la década de los ochenta comenzaron a implementarse
los Programas y Centros de Estudios de la Mujer vinculados a muchas
universidades latinoamericanas, incluyéndose el Feminismo Filosófico en
varias curricula. Un caso paradigmático es el de la filósofa feminista
mexicana Graciela Hierro (1928-2003), quien introdujo las discusiones
académicas del Feminismo Filosófico en México a partir de la década de los
setenta, alentando las condiciones necesarias para enseñar teoría feminista
en varias universidades de América Latina. Con todo, en general, sólo
existieron Centros especializados a partir de finales de los ochenta y de modo
extendido a partir de la década de los noventa. Esa situación es aún limitada
debido a la combinación de algunos problemas políticos, ya mencionados,
las limitaciones económicas habituales y la orientación generalmente
androcéntrica de la teoría y de la investigación universitaria en general. A
pesar de ello, las mujeres hicieron importantes avances en la sociedad civil y
en la política, tanto a nivel regional cuanto mundial. Desde la década de los
ochenta presionaron sobre las universidades a fin de impulsar Estudios
académicos sobre la  mujer, los estudios de género, los estudios feministas, y
más recientemente los estudios queer,  todas ellas, tendencias que han
logrado importante reconocimiento, que han renovado saludablemente a la
Academia. 

Se puede, entonces, hablar de una Tercera Ola del feminismo


latinoamericano vinculada al impacto y aceleración del proyecto de
globalización del capitalismo neoliberal. Sus efectos, comenzaron a sentirse a
partir de finales de los ochenta y responden, en parte, a las circunstancias del
período político previo. Más aún, dada la necesidad prioritaria de alcanzar

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transiciones democráticas y de consolidar o estabilizar gobiernos


constitucionales, a mediados de los noventa y más aún en la primera década
del siglo XXI, nos encontramos frente a una revisión crítica del concepto de
democracia. Se presta renovada atención a “las diferencias”, no solo en
términos de filiación de clase o de religión sino también de etnorraza, edad y
orientación sexual.

La teoría social latinoamericana y el pensamiento feminista acusan


recibo de una fuerte influencia teórica de la postmodernidad y de las lecturas
de la “izquierda” post caída del materialismo soviético. Por cierto, esto no se
produce en el sentido de una importación directa de filósofos europeos o
norteamericanos, sino más bien en el sentido de una fuerte transformación
en el uso y la apropiación de elementos teóricos, ya fueran estos de raíz
foucaultiana o a partir de la teoría queer desarrollada por Judith Butler, y
más actualmente, por la española Beatriz Preciado. De igual modo, aunque
quizá de modo más indirecto, el feminismo latinoamericano incorporó
aspectos teóricos tanto “postcoloniales” como (de)coloniales, vinculados al
pensamiento de la subalternidad. En ese sentido, hay apropiaciones
feministas de la teoría inspirada por el pensador postcolonial Edward Said, y
antes aún, por Franz Fanon. De modo que los conceptos de “raza” o “etnia”
(con el reciente  neologismo “etnorraza”) alcanzan últimamente mayor
relevancia, sobre todo en relación a las poblaciones “negras” y de “pueblos
originarios”, de la mano de las políticas de la identidad y del
reconocimiento.

Esas direcciones recientes pueden identificarse como La Tercera Ola


o, como mínimo, constituyen nuevas orientaciones en vías de desarrollo. Es
decir, estamos asistiendo no sólo al quiebre del modelo del universalismo
ilustrado sino, sobre todo, a la apropiación en primera persona de temas,
enfoques y asuntos que excede el paradigma normativo previo, tal como se
lo pensaba desde la década de los sesenta. Por eso, la Segunda y Tercera Olas
del feminismo, en términos de orientación teórica, coexisten
sincrónicamente; tanto es así que este Tercer momento, en un proceso de
cambio de dirección, por lo general, queda incluido en la Segunda Ola, que
algunas teóricas simplemente caracterizan con el término de

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“neofeminismo”. Con ese término, se refieren al feminismo que se abre a


partir de los sesenta, cuando el problema de la violencia sexual contra las
mujeres y la defensa de los derechos sexuales y reproductivos alcanzaron
mayor visibilidad que en el período sufragista anterior (Bartra, 2006:1).

Más recientemente, el surgimiento conceptual de direcciones y


marcos novedosos, como la teoría feminista postmoderna, la queer y la
postcolonial, se entiende a partir del desigual desarrollo de la teoría y de la
filosofía feminista a lo largo del continente; incluso, en un mismo país.
Volveremos sobre este tema en la sección siguiente dedicado a la
metodología feminista. Sea como fuere, la tensión entre las diversas
perspectivas resulta de las confrontaciones teóricas, las diferentes líneas de
desarrollo identitario y los inevitables malentendidos. Aún así, es posible
diseñar algunas grandes líneas dentro de la gran red de perspectivas
feministas desarrolladas en las últimas tres décadas. Como acontecimientos
significativos, recordemos que en la década del ochenta se llevó a cabo el
Primer Congreso Internacional de Filosofía Feminista, en la Ciudad de
México en 1988, y que el evento se repitió al año siguiente en Buenos Aires.
(Schutte, 1994, 1993, p. 212).

Previamente, gracias a la incansable Graciela Hierro, se organizó el


Primer Panel sobre Feminismo Filosófico en un Congreso Nacional de
Filosofía (México, 1979). Asimismo, entre las décadas de 1980 y de 1990,
Hierro desarrolló su ética feminista del placer (Hierro, 2007). A finales de la
década de los ochenta se formó la Asociación Argentina de Mujeres en
Filosofía, grupo que produjo la revista Hiparquia (1988-99), la única revista
de filosofía feminista publicada en América Latina y cuyo ciclo permitió
consolidar la teoría y la filosofía feminista, la menos, en el Cono Sur. Sus
miembros fundadoras fueron (alfabéticamente) Ana María Bach, María
Luisa Femenías, Alicia Gianella, Clara Kushnir, Diana Maffía, Margarita
Roulet, María Spadaro y María Isabel Santa Cruz, a quienes debemos la
extendida discusión teórica llevada a cabo con feministas mexicanas, entre
otras, María Pía Lara, María Herrera, Margarita Valdez y Mariflor Aguilar, .

En Argentina, la red se extendió a otras pensadoras como Patricia


Morey, epistemóloga, María Julia Palacios y Violeta Carrique, expertas en
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ética y Derechos Humanos de las mujeres y de las niñas. Por su parte,


desarrollan una fuerte actividad Gloria Comesaña-Santalices, de Venezuela,
experta en existencialismo francés y Simone de Beauvoir, Laura Gioscia de
Uruguay, experta en teoría política y derechos humanos de la mujer, Olga
Grau y Gabriela Castellanos cuyos trabajos sobre análisis del lenguaje
(patriarcal) son bien conocidos. Un desarrollo especial tiene la teología
feminista, donde cabe mencionar a las fenomenólogas Virginia Azcuy y
Marta Alanís. En general, las filosofas feministas no se formulan la pregunta
por la naturaleza de la filosofía feminista en América Latina sino, más bien,
en relación a la conexión entre teoría y practica en la región.

Todo ello, en tanto debate situado históricamente y enmarcado en


el contexto de América Latina, permite identificar ciertas características
claves para una metodología feminista propia. En ese sentido, estamos
preparadas para conceptualizar algunos parámetros destacados, que son
distintivos de la filosofía feminista contemporánea de la región.  

Metodologías Feministas: cuestiones clave


Nuestro objetivo es realizar una suerte de cartografía general del
pensamiento y la teoría feminista en América Latina, nacida de sus propias
prácticas y debates, como reflejo teórico de los significados y desafíos del
feminismo actual, en sus propias sociedades y contextos. No esperamos que
nuestro mapa conceptual coincida necesariamente con las áreas tradicionales
de investigación filosófica tal como si se tratara de una disciplina ortodoxa.
Por tanto, el marco temático que identificamos y desarrollamos se basa en
discusiones situadas de temas clave de la metodología feminista.
Subrayamos, entonces, algunas notas fundamentales: 1) la dicotomía entre
feminismo académico y activismo feminista, con las diversas maneras de
articular ambos planos; 2) el uso y abuso de “género” como categoría de
análisis; 3) la incorporación de la variable etnorraza en los estudios
feministas; y, por último, 4) el uso y la apropiación de las teorías
foucaultianas del discurso y de la deconstrucción butleriana.

La dicotomía activista/académica y sus mediaciones

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No menos que en Estados Unidos, la filosofía feminista de


América Latina enfrenta la tensión entre activismo feminista y feminismo
académico. Las demandas del feminismo académico y la profesionalización
de la filosofía pueden ubicar a las feministas académicas a cierta distancia de
la lucha de las mujeres por el cambio social y político. Sin embargo, las
filosofas feministas median, hasta cierto punto, en la tensión entre la
academia y el activismo. Un modo de hacerlo es considerando que la
investigación feminista tiene por objeto de conocimiento el del activismo
feminista. Otro, es entendiendo que la teoría feminista mantiene una
relación dinámica entre teoría y praxis, donde la formulación de la teoría es
el resultado de la reflexión critica de las mujeres sobre sus respectivas
experiencias de vida. Por último, una tercera forma surge específicamente en
interacción con y entre la lucha de las mujeres por el cambio. Estos enfoques
ni son los únicos ni tampoco son excluyentes entre sí. Lo que queremos
sostener aquí es que hay estilos preponderantes de hacer teoría en virtud de
los compromisos de las investigaciones feministas y su campo de
especialización; dentro de esos campos, ciertos temas llamaron primero la
atención ya fuera por su especial interés o por su urgencia. El primero es
considerar la teoría feminista como una especialidad cuyo objeto de análisis
es el activismo. En un sentido más amplio, trata del movimiento de mujeres
en particular y del rol de las mujeres en la sociedad, en general.  

La ciencia social investiga cómo el análisis de los movimientos


sociales contribuyó a la teoría feminista latinoamericana. Por ejemplo, la
cientista social argentina Elizabeth Jelin escribió ampliamente sobre el rol de
los nuevos movimientos en la transición democrática de la década de 1980,
así como también sobre los Derechos Humanos de las mujeres. Una
importante característica de los movimientos sociales es su origen popular, y
surgen más allá de las estructuras tradicionales de los partidos políticos. La
investigación académica de las mujeres en las ciencias sociales ha tenido
como objetivo estudiar esos movimientos y, más específicamente, la
participación de las mujeres en esos movimientos sociales y otros diferentes.
Así, han iluminando nuestra comprensión de las nuevas formas de
agenciamiento ciudadano y sus contribuciones en el proceso democrático
de América Latina, sobre todo gracias a su capacidad de organizarse en favor
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de problemas puntuales como la necesidad de agua potable, de viviendas


adecuadas, la salud reproductiva, los derechos de los pueblos indígenas y los
Derechos Humanos en general. En suma, estos temas generales vinculados a
la sociedad y a la comunidad han favorecido el crecimiento de las
investigaciones que analizan el movimiento feminista y su impacto social.
De igual modo, la cientista política, cubana de nacimiento, Sonia Álvarez ha
desarrollado numerosos análisis propios y en colaboración con otros
investigadores, sobre el movimiento feminista en América Latina. (Álvarez
et. al. 2002 a; Álvarez 1990, 2002 b). 
Una segunda manera de relacionar la Academia con el activismo es
enfocándose en la dinámica de las relaciones entre teoría feminista y práctica
política. La filósofa feminista mexicana Griselda Gutiérrez, por ejemplo,
defiende, dentro de la teoría feminista, un enfoque plural para el análisis e
interpretación de los movimientos sociales. Subraya también que gracias a la
pluralidad de corrientes del movimiento feminista, se puede decir que, 
históricamente, se da inicio al uso del concepto de “género” como categoría
de análisis de la teoría feminista (Gutiérrez, 2002: 9). Su enfoque no
reduccionista, ni de la teoría y ni de las prácticas feministas, le permite
dialogar dentro de cada categoría (teórica y práctica) así como también
constatar, debatir y actualizar las diversas dinámicas que se generan. Ese
enfoque plural contrasta con otros, más reduccionistas, respecto de qué
significa ser “feminista”, o incluso, qué significa ser una “mujer”, donde el
efecto es reducir el número de justificaciones admisibles o legítimas para la
metodología feminista. 

Un tercer modo de relacionar la teoría y la práctica es partir de la


politización de la subjetividad humana. El uso de la narrativa personal se
combina con un análisis del entendimiento crítico del feminismo y del
movimiento feminista, en términos de la experiencia vivida por cada quién.
Ahora bien, algunas diferencias en este enfoque se basan en adaptaciones
locales de la máxima del feminismo radical transnacional “lo personal es
político”; otras se correlacionan, más ampliamente, con la historia reciente
del movimiento en América Latina cuyas reflexiones surgen de la
experiencia personal. Un buen ejemplo de un  análisis filosófico feminista es

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el trabajo de la filosofa panameña Urania A. Ungo. La filósofa se basa en que


el objetivo del feminismo latinoamericano no es, precisamente, cambiar las
instituciones, sino, “cambiar la vida misma” (Ungo, 2002: 97). Las mujeres
llegaron a esa posición en el Primer Encuentro Feminista  Latinoamericano
y del Caribe que se llevó a cabo en 1981. Ungo perfila la historia del
movimiento feminista de las últimas dos décadas del siglo XX, a la vez que
los desafíos que enfrentaron y aún enfrentan las mujeres, en términos de ese
objetivo radical, existencial y transformativo, que es a la vez personal y
político (Ungo, 2000).

Usos y abusos de “género” como categoría de análisis


Otro debate metodológico se centra en la legitimidad del uso de
la  categoría “género” como fundacional del análisis feminista. Rápidamente
se simplifica el debate al considerárselo en términos de feministas pro-
género y sus oponentes. Pero, hay razones conceptuales y circunstanciales
por las que se critica la  así llamada “perspectiva de género”, al punto de que
a veces incluso se la repudia. Indicamos primero los factores circunstanciales,
para pasar luego a los conceptuales.

Desde temprano, el feminismo de América Latina se basó en el


concepto de “patriarcado”,  concebido como blanco predominante de los
 análisis y de las exigencias de cambios sociopolíticos. Si bien también se usó
en el discurso feminista el concepto de “androcentrismo”,  la crítica
fundacional al “patriarcado” (entendiendo vagamente como las condiciones
socioeconómicas e ideológicas que legitiman el poder de los varones y de las
instituciones masculinas hegemónicas sobre las mujeres) sirvió como la
argamasa que unió a muchas feministas. Cuando se consideró al
“patriarcado” causa unitaria de opresión de las mujeres, la categoría “mujer”
(o el plural “mujeres”) funcionó para designar el sujeto(s) a liberar.

Por un lado, el eje patriarcado-mujer sirvió para identificar la


subordinación y la exclusión o marginalidad que sufrían las mujeres en la
sociedad. Por otro, sirvió para movilizar las subjetividades femeninas hacia su
propia emancipación, la transformación del patriarcado y del mundo
masculino dominante. Sumada a la explicación unitaria de la opresión, en

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función de la categoría de “patriarcado”, un segundo punto de análisis fue el


“capitalismo”, adoptado junto con o separadamente de la noción de
“patriarcado”. En ese segundo caso, el feminismo reclamó justicia
económica sumada a (o al mismo tiempo que) el fin del dominio
masculino. Para muchas mujeres que radicalizaron sus posiciones durante
ese periodo, o bien “el patriarcado” o bien “el patriarcado capitalista” se
volvieron el objeto de protesta militante y de lucha por la transformación
política. No obstante, algunas consideraron que, dada la evolución de la
teoría feminista, eso era políticamente inaceptable, pues encubría un marco
conceptual anacrónico.

Entonces, la innovación terminológica se centró en “género”,


como una categoría fundacional de análisis, y remplazó a “mujer” con su
correspondiente exclusión / subordinación a “el patriarcado”. La adopción
de la categoría de “género” produjo contribuciones interesantes, que
vinieron a sumarse directa e indirectamente a la toma de conciencia de la
discriminación. Desde la identificación de generolectos hasta los procesos de
desnaturalización de los roles de sexo-género y de sus características
también consideradas naturales, se rompió el binarismo imperante, abriendo
un fértil campo de investigación y de militancia, que por lo general convocó
a la generación más joven (Castellanos, 2006: 30-31). En efecto, el
paradigma del binarismo excluyente y exclusivo naturalizado ya había
mostrado sus límites en muchos trabajos antropológicos vinculados a las
organizaciones sociales, familiares y religiosas de muchos de los pueblos
originarios y de los grupos afro-descendientes. Esos perfiles entrecruzados
referidos a la sexualidad, su ejercicio y sus prácticas, rebasaron la incidencia
del cristianismo como ideología hegemónica y unificadora, la que no logró
borrar universos simbólicos alternativos de sexualidades tri o cuatripartitas.

Tanto es así que la tan mentada analogía “el sexo es a la naturaleza


como el género a la cultura” –concebida como disciplinadora binaria de las
funciones de la sexualidad y de sus mitos- estalla en los contextos de mayor
incidencia poblacional de pueblos originarios o de poblaciones de raíz afro-
americanas, otrora esclavas (Carvalho y Tamanini, 2006). Queda al
descubierto que la “naturaleza sexual” es un constructo cultural más que

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admite múltiples variaciones. En general, “género”, como categoría de


análisis, dio cuenta de las tensiones del dimorfismo sexual, pero mucho más
subrayó las vinculaciones entre etnia y cultura, como factores identitarios
sexualizadores, iluminando las “lecturas” normativas y “edificantes” que se
sobreimprimían a las prácticas.

Hacia mediados de la década de los ochenta, un conjunto de


estudios críticos feministas apuntó a los modos de aplicación de la categoría
“género”, consolidando su espacio teórico y contribuyendo a acuñar –
gracias a la lingüística, la filosofía y la creatividad popular- una red
conceptual novedosa. En la línea de “resignificar es politizar”, destacamos el
trabajo de las ya mencionadas Graciela Hierro y Celia Amorós, a las que
sumamos a la panameña Urania Ungo, la peruana Virginia Vargas, la
cubano-colombiana Gabriela Castellanos Llanos, la cubano-norteamericana
Ofelia Schutte, entre muchas otras. Dotaron a nuestra lengua de un
conjunto de términos precisos vinculados a zonas abiertas por la categoría
de género, produciendo una profunda renovación de la agenda feminista,
que comenzó a desplegarse en, al menos, tres direcciones. La primera, fue
visibilizar a las mujeres en los distintos órdenes de la vida y del
conocimiento; el segundo, proseguir la apertura de espacios de
reconocimiento legal y consolidación de Derechos; por último, de
denunciar y teorizar las zonas socio-culturales sexistas o con ceguera de
género, donde las mujeres -y quienes ocupan una posición-mujer- quedan
inscriptas como sujetos subalternos, periféricos, inferiores o marginales.
Dada la imposibilidad de nombrar todos los trabajos que apuntan a este
objetivo, podemos provisoriamente tipificarlos en i) estudios que rescatan
figuras femeninas de la literatura, la historia, plástica, la cultura, en general,
ignoradas o minusvaloradas por el canon patriarcal; ii) las revisiones
constitucionales de las que La Ley orgánica para una vida libre de violencia
de Venezuela es sólo un bueno ejemplo; iii) el trabajo de las psicólogas,
psicoanalistas para dar cuenta de los espacios de invisibilidad de las mujeres y
de los diversos modos de subjetivación en la inferioridad y la incapacidad
(Fernández, 1993; Meller, 1996)

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Esta nueva manera de hablar y de teorizar sobre los asuntos de las


mujeres se volvió dominante y en América Latina comenzó a identificarse
bajo el nombre de “perspectiva de género” o “enfoque de género”. Esta
categoría se expandió de tal modo que se la comenzó a utilizar en política
para referirse simplemente a los temas de las mujeres, ya fuera con intención
feminista o no. En muchos casos, el enfoque de género se utilizó como una
alternativa al análisis feminista o como una manera de moderar las críticas
más radicales y militantes contra el patriarcado.

La palabra “género” con su significación actual dentro de la


denominada Teoría de Género llegó desde el exterior y pronto adquirió un
rol preponderante en la teoría feminista de América latina. El debate, que en
Estados Unidos giró en torno a si debía usarse la terminología de “Estudios
de la mujer” o de “Estudios de género”, en los Programas y Departamentos
académicos, adoptó en América Latina rasgos particulares vinculados al uso
previo y canónico del término en la lengua castellana. Como se sabe, “sexo”
o “diferencia sexual” distinguen mujeres de varones, mientras que “género”
tienen múltiples significados; el más importante remite a la desinencia de las
palabras y distingue las “femeninas” de las “masculinas”. En efecto, como en
toda lengua romance y por herencia aristotélico-tomista, “género” se
entiende primero en relación a la “especie” o “clase” (como en el caso del
“género humano”) aunque también es sinónimo de “tela” (en el sentido de
“Este género es costoso”). Más comúnmente, como dijimos, remite a las
desinencias de las palabras según su concordancia en el dominio gramatical
(como el género masculino de “El árbol” o el femenino de “La mesa”), y
esto es así en sustantivos, pronombres, artículos o adjetivos. (Santa Cruz,
1994; Schutte, 1998b; Castellanos, 2006)

Este factor es fundamental en la lengua y no meramente


circunstancial o aleatorio. Por eso, algunas teóricas rechazan no sólo el uso
general de “género” como categoría analítica del feminismo sino también el
constructo “enfoque de género”, del que abusan no sólo las feministas
(Gargallo, 2007: 83-5). Ese rechazo de plano dio lugar a un conjunto de
malos entendidos, que incluyen el cuestionamiento radical al concepto así

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como a toda normatividad sexual; punto ambos que en algunas posiciones


críticas parecen mezclarse o perder sostén.

Debemos a Urania Ungo una explicación esclarecedora. En efecto,


la panameña muestra cómo originariamente la categoría de “género” se
ancló en un marco teórico feminista. Sin embargo, hoy en día, ese concepto
-al menos en América Central- regula discusiones muy alejadas de aquél
contexto político y teórico. (Ungo, 2002: 22) Por eso, Ungo distingue
entre la categoría de género, usada en la teoría feminista académica, e
inclusive en los planes sociales, que intentan cambiar la subordinación de las
mujeres, de su uso en frases como “enfoque de género” o “perspectiva de
género” que –a su juicio- pretenden reemplazar la visión feminista de la
sociedad (2002, pp. 23-4). Según Ungo, de ese modo el concepto se separa
del cuerpo de la teoría hasta alcanzar su significado actual. (2002: 24)

En todo caso, los contextos del uso del  concepto son


fundamentales para su comprensión y alcance. Porque, como sostiene
Ungo, en ese desplazamiento de significados el enfoque de género se vuelve
sinónimo de “problemas de mujeres”, fácilmente incorporable a los
parámetros de las corrientes ideológicas masculinas hegemónicas, sean de
derecha, de izquierda o de centro. Además, Ungo considera que se corre el
riesgo de que se borre la memoria histórica del feminismo de los sesenta,
que desde la izquierda desafió dentro mismo de sus filas las prácticas de
dominación masculina, instalando “género” junto a “clase” en los debates
sobre la transformación social y la revolución (2002: 25). Se trata, con
todo, de temas complejos donde cada orientación ofrece ventajas y
limitaciones. Por eso es importante no rechazar unos enfoques sobre otros.
Si las teorías feministas están evolucionando necesitamos estar dispuestas a
resignificar nuestros propios intereses y a usar nuevas categorías y
perspectivas de transformación para facilitar que los cambios de paradigma
tengan lugar.

Las feministas latinoamericanas tomamos del exterior, traducimos,


adaptamos y resignificamos conceptos y teorías, lo que muestra la vitalidad y
la resistencia del movimiento y de la filosofía latinoamericana ante el
proceso de la globalización (de Lima Costa, 2007). Hacemos hincapié,
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entonces, en que el mestizaje cultural y la hibridez son productos de la


filosofía latinoamericana en general (Schutte, 1993) y de la teoría feminista
en particular (Montesino, 2002: 275-7; Femenías 2006: 97-125). Es decir,
en América Latina el conocimiento no responde a una experiencia de vida 
homogénea cultural, intelectual o existencialmente, de manera que no
sostenemos la homogeneidad como un ideal normativo. Nuestra tarea es
mantener un alto nivel de análisis crítico y de reflexión sobre las maneras en
las que diversas categorías y términos -viejos y nuevos- continúan siendo
usados y rindiendo sus frutos. 

Teorizar la  etnorraza: la diversidad cultural inherente a la metodología feminista


A pesar de la importancia de categorías como género o diferencia
sexual en los análisis críticos feministas, estos son insuficientes para captar las
complejidades de las vidas concretas de las mujeres y su vulnerabilidad a la
discriminación y la opresión. Inclusive si incluimos la variante de clase o de
sector económico, en América Latina la teoría feminista requiere la
consideración de la etnorraza, como nueva categoría que tiene por objetivo
articular los obstáculos y los desafíos de la inclusión y la participación en la
interfaz etnia-raza-sexo-género. En efecto, tener un acceso equitativo a la
justicia social, por ejemplo, afecta a los miembros marginados y oprimidos
dentro del espacio delimitado por esas mismas categorías.

Ahora bien, la mayoría de los Estados de América Latina, como se


sabe, se conformaron políticamente sobre la impronta de las guerras
decimonónicas de la independencia, en clave de universalismo igualitarista
ilustrado. Incluso las luchas de reivindicación sufragista / feminista, tanto
liberales como marxistas, tuvieron esa impronta (Vargas, 1993; Barrancos,
2002). A lo largo de la primera mitad del siglo XX, los Estados recibieron
reclamos centrados en la igualdad de derechos cívicos, de ciudadanía,
económicos, etc., que se cristalizaron en Constituciones más o menos
liberales, sostenidas por ciertos grupos de poder o de elite intelectual, cuyos
rasgos varíaron de país en país, en un complejo proceso de construcción de
ciudadanía (Jelín-Hershberg, 1996). Sin embargo, el “sustrato” poblacional
al que “aplicar” ese formato político-legal estaba y está constituido por
“lo/as diferentes” inferiorizados: las grandes poblaciones mestizas, pueblos
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originarios, “negros”, migrantes, afrodescendientes, etc. Por eso, “la


igualdad” no ha superado el nivel de ideal regulativo, con serios problemas
políticos en su implementación, que han desembocado en los grandes
movimientos actuales de resignificación identitaria, incluido el de las
mujeres.

Ante las declaraciones expresas de “universalidad” e “igualdad” de


las Cartas Constitutivas de nuestros países, la primera estrategia de las
mujeres fue precisamente exigir a nivel, primero jurídico y luego socio-
cultural, la igualdad que proclamaban en términos universales pero que de
hecho las excluía. Tanto el movimiento de mujeres en general, como luego
las abogadas y legisladoras, bregaron por la igualdad y la equidad de
Derechos y aún continúan haciéndolo. Resultado de esas luchas fueron las
reformas constitucionales de las últimas décadas y la firma de los Pactos
Internacionales que las avalan.

Pero el problema de la discriminación es difícil de resolver. En


principio, porque el poder se sigue ejerciendo de modo tal que no sólo
refuerza las estructuras de clase sino también las de sexo-género,
imposibilitando a muchos el acceso a la justicia y a la igualdad jurídica como
tal. Así, la gran variedad de culturas, etnias, lenguas, tradiciones,
religiosidades, clases, etc. que se engloban en un mismo país, acceden de
modo diferenciado a la “igualdad” y a la “equidad” formal y material. Esas
cuestiones han promovido intensos debates y grandes movimientos sociales,
con resultados diversos. En el mejor de los casos, los pueblos originarios, los
y las afro-descendientes y los grupos hegemónicos han intentado negociar
posiciones en busca de acuerdos más o menos satisfactorios para las partes.
Sin embargo, factores sociales, culturales, económicos, de dependencia
política estructural, etc., inciden al punto de que el Estado moderno ha
llegado a ser un conjunto de “promesas”, patrimonio de la “conquista y la
colonización blanca”, que los análisis producidos en las últimas décadas han
venido a iluminar.

En ese marco, la apelación a la “diferencia” étnico-cultural y a las


tradiciones identitarias deja a las mujeres atrapadas en una situación
paradojal (Femenías, 2007). Sea como fuere, las primeras reivindicaciones,
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desde el sufragismo en más, y mucho antes de que se introdujera en los


ochenta la categoría de género, giran entorno a los Derechos Igualitarios de
las mujeres. Lejos de prescindir de ellos o desestimarlos, se los reclama con
conciencia de la incompletitud de los logros, avanzando por otros senderos
y con otras herramientas (Tarrés, 1093; Birgin, 2000). En estos contextos,
dada la mayoría de población mestiza en todo nuestro continente (y en
todo continente en general), el así llamado “privilegio blanco”, se extendió
sobre cierta parte menguada de la población mestiza, en especial si se había
asimilado el estilo de vida y a los valores de la clase media o alta.

Pero, la “raza” y “etnia” no son solamente heterodesignaciones,


también son auto-adscripciones. Es importante entender las maneras en que
la teoría feminista se transforma en las prácticas y cuáles son las
contribuciones cognitivas de las mujeres que se identifican como miembros
de grupos etnorraciales excluidos u oprimidos; identificaciones que motivan
sus protestas colectivas por justicia social. Desde diferentes regiones de Brasil
y del Caribe, los países andinos, el Cono Sur y otros, surgen dos líneas de
investigación firmemente predominantes: una en relación al “mulato/a” y la
población “negra”, en general, y otra en relación a los pueblos originarios. La
situación de las mujeres de esos grupos es heterogénea; a las diferencias
intra-grupales de género se suman diferencias en el grado en que las
personas se adaptan o se resisten a la interacción y el contacto con otros
grupos y culturas. No obstante, un hecho subyace a los miembros de esos
grupos étnorraciales: el peso histórico de la opresión que aún persiste en
muchas políticas estatales racistas y colonialistas, dirigidas hacia su propia
población.

Teóricas feministas como las antropólogas bolivianas Silvia Rivera


Cusicanqui y Rosana Barragán (1977) han trabajado sobre el problema. En
una de sus primeras publicaciones conjuntas, introdujeron los estudios de
subalternidad y poscoloniales en Sur América. Según Rivera Cusicanqui y
Barragán, esos debates -nacidos en la India- ofrecen herramientas útiles para
examinar la situación específica de las mujeres en América Latina y dan
sustento teórico a la gran variedad de movimientos indígenas, cuya
demanda fundamental se centra en el reconocimiento de sus identidades

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étnico-culturales (Femenías, 2007). Los textos sobre estas cuestiones se


producen por lo general en centros hegemónicos, por lo que es sumamente
importante que este tipo de discusiones resguarden el eje sur-sur. De ese
modo, mantienen su propio punto de vista, su propia “situacionalidad”;
porque, como las teóricas postcoloniales mostraron, uno de los hechos más
importantes de la educación colonial fue conformar subjetividades acorde a
las normas y los valores de la empresa colonial (Rivera Cusicanqui-Barragán,
1997:13). La crítica postcolonial significa, entonces, impugnar el
pensamiento occidental a partir de las propias experiencias históricas,
marcadas por el colonialismo y su legado.

En un trabajo anterior, enfocado en la vida de las mujeres


indígenas y mestizas de Bolivia, Rivera Cusicanqui y su equipo de
investigadoras, hicieron hincapié en la importancia de llegar a un
entendimiento sobre la diversidad, que permitiera convergencias entre, por
un lado, los conceptos de libertad, igualdad y desarrollo, fundados en
proyectos de modernización y, por otro, de identidad cultural, en personas
cuyos sistemas de creencias son profundamente ajenos a esos proyectos
(Rivera Cusicanqui, 1996:13-14). Sujetas a un profundo debate actual, esas
observaciones metodológicas desembocan en una noción -matizada y
contextualizada- de “negociación” y de reconocimiento de la identidad y de
la diferencia, dentro del concepto más amplio de pluralismo democrático
poscolonial, crítico y dialógico, con el objetivo de “acelerar  la construcción
de una sociedad completamente justa” (1996:13).

Rivera Cusicanqui denunció también las condiciones del


“colonialismo interno” en que vive la población indígena de Bolivia, y por
extensión de otras partes de la región andina, dando un fuerte apoyo, junto
con otras feministas, al movimiento reformista de Evo Morales. Porque, a
pesar de que la independencia política tiene doscientos años, el colonialismo
subsiste debido a la estratificación étnorracial naturalizada de la sociedad. Ese
colonialismo interno, político y socio-económico ha llevado a las
poblaciones originarias a internalizar una forma de inferioridad social, como
rasgo psicológico de la opresión socioeconómica y política, razón por la que
el uso independiente de variables de género y de etnia es insuficiente para

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entender la situación de esos pueblos y de las mujeres mestizas. Se requiere


una comprensión más completa y acabada de la realidad de las mujeres
indígenas y de las “cholas” (Rivera Cusicanqui, 1996:14-15) a fin de revertir
las exclusiones y un debate amplio sobre el concepto de “Derechos” tanto
individuales como colectivos (Reyes, 2010).

Es decir, los métodos de investigación deben ser innovadores a fin


de entender la heterogeneidad de condiciones que producen la desigualdad
que enfrentan indígenas y mestizas: sean migrantes o residentes en sus
comunidades de origen, sean tradicionales o no, hayan sufrido
moderadamente o no el impacto global de los proyectos de modernización.

En suma, análisis como los de Rivera Cusicanqui muestran cómo


debido al colonialismo y la imposición de las estructuras socioeconómicas
modernas, las mujeres indígenas se vieron doblemente desplazadas de sus
roles en la sociedad. En su resistencia, tendieron a priorizar luchas en favor
de sus identidades étnicas y clasistas (no necesariamente de género). Sus
luchas exponen los modos en que la cultura hegemónica (blanca o
identificada como blanca) genera formas de racialización y etnización de las
culturas indígenas, entendidas como subalternas. Los movimientos
populares incluyen organizaciones dirigidas por mujeres, cuya prioridad más
urgente ha sido la demanda de reconocimiento etnorracial, como un paso
necesario para la distribución justa de los recursos. Paralelamente, la teoría
feminista en el norte global, y los programas de ayuda para mujeres en el sur
(gestionados por las elites tanto del norte como del sur), deben renunciar a
sus plataformas presuntamente universales a fin de favorecer la entrada de las
mujeres de sectores subalternos, cuyas voces y perspectivas propias son
fundamentales para generar un sentido inclusivo tanto del feminismo como
de la democracia (Schutte, 1998a).

Por su parte, las afrodescendientes constituyen el otro sector que


más visibilidad y reconocimiento demanda en el movimiento de mujeres. En
América Latina y el Caribe, analizar la “raza” como una construcción social
es muy útil. En efecto, la noción de “raza” surge en la historia del
colonialismo en términos de la subordinación de indígenas y
afrodescendientes. Esta subordinación es tanto económica, por imposición
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de la esclavitud y la explotación de la población originaria, como cultural,


por imposición de un orden socio-simbólico atado a la autoridad
fundacional y a la reproducción del privilegio de los blancos. La intersección
de normas de dominio racial, clase y género muestra cómo el “género” es
racializado y la “raza” generizada, ilustrando también la fuerza del impacto
económico de clase, que tiene como uno de sus efectos “blanquear” a los
afrodesdendientes más exitosos, a menos que ellos rechacen tales
identificaciones (de la Cadena, 1998).

Quienes denunciamos el racismo y criticamos el concepto de raza


–ambos utilizados desde concepciones racistas- generalmente vemos tales
identificaciones como una manera ilegítima (es decir, racista) de clasificar a
las personas bajo el presupuesto –según ese uso- de tipos superiores e
inferiores. Por el contrario, muchas feministas apelan de manera
constructiva a la noción de identidad afrodescendiente, tanto a partir de la
categoría de “etnia” como de la de “raza”. Ese enfoque metodológico
denuncia y rechaza el racismo al mismo tiempo que reconoce el valor de la
herencia cultural de las afrodescendientes y la importancia de empoderarlas
para alcanzar justicia social.

Más aun, en sus análisis de las etnorrazas, las investigaciones


necesitan ser flexibles, atendiendo a las diferencias para articular objetivos
políticos con contextos locales y  circunstancias históricas. Por ejemplo, la
feminista dominicana Ochy Curiel señala que aunque el concepto de
“negritud” ha sido un punto de inicio para acciones políticas, su
deslizamiento hacia concepciones esencialistas genera “un sujeto
homogeneizado” clausurado: la “mujer negra” (Curiel, 2007: 90). El punto
de vista feminista de las afro descendientes no obstante se dirige a combatir
el racismo, tanto como el heterosexismo normativo y la explotación de
clase, sin pasar por alto otras maneras de opresión, experimentadas por
afrodescendientes lesbianas (Curiel, 2007:189-90; Espinoza-Miñoso, 2007;
Lopes Louro, 2004). Segato y Azevedo Lisboa, entre otras, presentan
también enfoques feministas no-heteronormativos sobre las prácticas
culturales de afrodescendientes en Brasil, estudiando las creencias religiosas
de muchos grupos afrodescendientes y la influencia más reciente ejercida por

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sectas cristianas, en un curioso proceso de sincretismo religioso. Ante esta


situación, ciertas líneas del cristianismo protestante -de reciente expansión
en toda América Latina- ejercen una fuerte presión a fin de “reordenar”
tanto la familia cuanto la “vida recta” de las personas (mujeres y varones) en
general sobre la base de creencias “occidentales” fuertemente
culpabilizadoras y naturalizadas.
Sin embargo, se puede oponer el concepto de “buen vivir” de los
pueblos originarios (Tzul Tzul, 2011) contra el de “recto vivir” de las sectas
en expansión. Curiosamente, podemos conjeturar que el sincretismo se
produce gracias a puntos de contactos vinculados a lo que Tzual Tzul
denominó el ethos fundamental en la conformación del sistema capitalista,
centrado en aspectos morales, que refuerzan los dispositivos que posibilitan
lo que Foucault denominó el “gobierno de las almas” (Tzul Tzul, 2011). Se
trata, a su criterio, de un “poder pastoral” caracterizado por el refuerzo de la
autonomía individualista que se somete a la Ley, el cuidado de sí y la
autovaloración, el cuidado de la naturaleza, la protección de la vida del
espíritu y una actitud cotidiana mesurada. Sea como fuere, enfoques como
los de Curiel, Tzul Tzul, o Azevedo Lisboa muestran que,
metodológicamente, la atención a lo concreto -como opuesto a los
universales abstractos- y la influencia de la deconstrucción y el feminismo
posmoderno han flexibilizado y alterado las múltiples construcciones racistas
y sexistas.

La deconstrucción de las figuras literarias de “la india”, “la negra” o


“la mulata” -que se encuentran en el orden simbólico hegemónico de los
imaginarios de las personas “cultas” latinoamericanas y caribeñas- han
abierto un espacio para la narración en primera persona y la construcción
identitaria autoadscriptiva (Ramos-Rosado, 2003).

En un trabajo reciente, María Luisa Femenías (2007) argumenta


que, en América Latina, el feminismo necesita asumir la multietnorracialidad
de las posiciones teóricas. Esto significa que el feminismo “blanco” no debe
etnizar las perspectivas de las mujeres afrodescendientes o indígenas, como si
ellas (las teóricas blancas) no estuvieran hablando también desde una
posición étnica minoritaria, aunque hegemónica. El argumento de Femenías
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a favor del diálogo inclusivo y transcultural se distancia de las teóricas


feministas que se han centrado en cuestiones de sexo-género o de clase sin
prestarle suficiente atención al tema etnorracial. Es preciso reconocer que las
formas de subordinación etnorracial y de género se reproducen afectando las
relaciones de los grupos de mujeres entre sí tanto como respecto de la
población en general. Si el objetivo del feminismo es subvertir las estructuras
que, en ambos casos, producen y reproducen la subordinación de las
mujeres, es necesario un enfoque inclusivo de la diversidad étnica, abierto a
las voces de las menos privilegiadas y crítico respecto de los privilegios
étnicos y de clase tanto en la teoría feminista como en el activismo en
general.

Cuerpos y apropiaciones de la teoría del discurso y de la deconstrucción


El análisis del discurso de Foucault en términos de conocimiento-
poder influyó fuertemente en diversas áreas contribuyendo a abrir otras
tantas, antes marginales. En ese sentido, las culturas  afrodescendientes, o
quienes se ocupan de sexualidades no-normativas y queer, deben mucho a la
teoría foucaultiana del discurso. Tanto es así, que el proyecto
latinoamericano de inclusión no se basa en el concepto de “asimilación” u
“homologación”. Por el contrario, parte de criticar una episteme, como
marco conceptual no discutido y presupuesto en un período histórico dado,
que avala las prácticas racistas y sexistas -u otras formas de discriminación- a
la vez que sostiene la universalidad de la ciudadanía. A pesar de que la crítica
al racismo y otras formas de dominación puede realizarse desde diversos
marcos conceptuales, la adopción de la metodología foucaultiana iluminó
los límites de las perspectivas basadas en valores y normas universales, que
habilitaban -aún indeseadamente- prácticas de exclusión. Otro tanto sucede
con la obra, más reciente, de Judith Butler. Por ejemplo, tanto la chilena
Olga Grau (2004) como la brasilera Guacira Lopes Louro (2004) anclaron
sus proyectos en el uso de enfoques metodológicos desestabilizadores
incluyendo la teoría queer (Lopes Louro, 2004: 57).
Estas estudiosas proponen un enfoque crítico no sólo a las prácticas
de exclusión de las mujeres sino también a las múltiples maneras en las que
los mecanismos de inclusión /exclusión afectan otros muchos aspectos de
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sus vidas y sus relaciones sociales. El uso de enfoques desestabilizadores no


pretende resolver conflictos o tensiones; su objetivo es poner en juego una
dinámica constante que resulte de la resistencia individual (y colectiva) a las
instituciones cuya fuerza normalizadora afecta, continuamente, la
construcción de identidades sociales normativas y que, como en el caso de
las identidades psico-sociales y de género, signa como “a-normales”, en el
sentido foucaultiano del concepto, a muchas otras. Una consecuencia
importante de este enfoque es la atención que se pone en las prácticas
discursivas en la medida en que se vuelven tanto el lugar de las prácticas de
exclusión como de las normas.

Muchas feministas, desde diversos enfoques metodológicos,


tienden a interesarse en cómo se representan los cuerpos –en especial los de
las mujeres- y cómo se los verbaliza, por ejemplo, en la medicina, en la
cultura popular y en otros contextos. Sin embargo, el análisis metodológico
-centrado en las prácticas discursivas como tales- brinda un enfoque
altamente crítico y matizado sobre los modos en que esas mismas prácticas
discursivas excluyen a las mujeres, diseñando un modo altamente crítico y
matizado de entender la violencia y la discriminación. Cuando se analizan las
prácticas discursivas en términos de normalización y/o desestabilización de
las relaciones hegemónicas de poder –como sucede en los enfoques de
Foucault y Butler- las maneras en que las identidades de sexo-género se
codifican, distribuyen y regulan masivamente pueden criticarse, evaluarse y
demistificarse de modo relativamente sencillo aunque efectivo.

Olga Grau, por ejemplo, mostró cómo en Chile durante la década


de 1990, el término “familia” funcionó como signo de estabilidad,
normalización y reproducción de valores a través de las generaciones. Esta
función se cumplía independientemente del texto en el cual el término
“familia” apareciera; ya fuera en un discurso estatal -en la época de transición
posterior a la dictadura- o de la iglesia católica chilena o de un organismo
internacional como las Naciones Unidas. Grau llamó a esta confluencia e
intensificación de los efectos discursivos “el fenómeno de la hiper-
representación” por el cual la familia (como signo) viene a representar de
manera hiperbólica los valores de la estabilidad, la continuidad y la

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unificación en un mundo que, marcado por procesos históricos de


globalización y neoliberalismo, se genera el quiebre significativo, la
fragmentación y el cambio de los modos tradicionales (Grau, 2004: 128-9).

Cuando se observan los efectos psicológicos, sociales y legales


desde el lugar de quienes sufren, en términos de exclusión, las consecuencias
de esa confluencia de discursos quedamos alertadas de los patrones de
discriminación y de violencia que experimentan quienes no son parte del
modelo heteronormativo de sexo-género, y de las prácticas discursivas sobre
las que tal violencia descansa y se replica. Es decir, Grau subraya los efectos
acumulativos de tales prácticas, presuntamente independientes (iglesia,
estado moderno, organismos internacionales), que se conectan o
intersectan, presionando a través de la fuerza de las representaciones
normalizantes, sobre las prácticas inadecuadas.

Otro aspecto interesante de la influencia de las políticas de la


identidad, con fuerte impacto urbano sobre el cuerpo propio y sus marcas de
sexo-género, recae en los criterios normativos que cada sociedad impone.
Como vimos, la temprana apropiación del discurso foucaultiano sobre la
sexualidad y los dispositivos del biopoder, sumados a la lectura de Gender
Trouble, contribuyeron a deconstruir no sólo la identidad de sexo-género,
sino también otros aspectos vinculados a la normatividad. Numerosos
trabajos iluminan el tema, desafiando tanto estéticas “femeninas” al uso –
vinculadas a los poderes estatuidos-, como denunciando la heterosexualidad
normativa, y abriendo paso al desarrollo de sistemas legitimadores
alternativos.    

Tempranamente traducido al castellano -y extensamente leído aún


antes en su idioma original- la difusión de Gender Trouble (1989)
constituyó un hito sólo comparable al de los Estudios sobre la
Subalternidad, de los que hablamos más arriba. Se desplegó, de modo
original una extensa implementación de los estudios queer, transexuales y
transgéneros (Lopes Louro, 2001; Maffía, 2003; Cabral, 2004). Al mismo
tiempo, la obra de Butler -como antes la de Luce Irigaray- tuvo un alto
impacto en el campo psicoanalítico, renovándolo, sobre todo en los países
que como Argentina y Uruguay, cuentan en ese campo con prácticas y
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teorizaciones altamente desarrolladas. El impulso “Butler” puso en tela de


juicio el sexo binario y los estudiosqueer iniciaron, en primer lugar, una
fuerte desestabilización -promovida por los grupos G.L.T.T (Gay, Lesbian
Transexual & Travesti)- de los significados normativos más relevantes.
Contribuyeron también a denunciar otros conceptos vinculados a
la sexualidad normativa, que la lengua castellana tiende a esencializar. Así, el
tema del deseo irrumpe en el marco queer y el psicoanalítico, abriendo
espacios de debate, de resignificación de prácticas y teorías, siempre con el
interés de romper los marcos tradicionales de comprensión normativa
(Casale-Chiacchio, 2009). Esto permitió explorar un amplio abanico de
cuestiones que van desde la identificación psicológica hasta los problemas de
la ciudadanía legal, pasando por la asistencia médica y la discriminación. La
deconstrucción de los cuerpos avanzó también sobre los ideales normativos
de belleza. Paradógicamente, en un continente acuciado por el hambre y la
desnutrición, la influencia de los modelos estéticos estadounidense y
noreuropeo –a los que, en su mayor parte, responden las propagandas
televisivas-, difícilmente alcanzable por la gran mayoría de las mujeres de
América Latina, generó un conjunto importante de artículos en relación al
creciente fenómeno urbano de la anorexia y la bulimia adolescente, y su
rechazo voluntario a la comida en pos de un ideal de belleza imposible de
alcanzar, con su consecuencia más segura: la depresión y la muerte (Spadaro;
Roulet, en Santa Cruz, 1994).

Desde distintos puntos de mira, las académicas generaron


acercamientos críticos que no solo exploraron las prácticas de las mujeres,
sino –y fundamentalmente- los múltiples mecanismos de
inclusión/exclusión que limitan la vida cotidiana en la sociedad y repiten
estereotipos naturalizados de sexo-género. Explorar las prácticas discursivas
resultó fundamental para poner en evidencia las tensiones normativas que
genera el discurso, y abrir el camino para su resignificación. Algo afín
sucedió con figuras tan significativas para la cultura cristiana como la familia
y la madre (o la maternidad). Los trabajos de Olga Grau e Irma Arriagada en
torno a la funcionalidad de la familia patriarcal para modelos totalitarios
como el de Augusto Pinochet y su desestabilización de la noción de familia,

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a fin de incluir modelos monoparentales o gay-lésbicos, el análisis de los


relatos literarios normativos y críticos de las figuras del huacho
(Montesinos, 1996), de la madre (Tubert, 1994, Domínguez, 2007), el
desvelamiento de prácticas habituales de infanticidio (Pedro, 2003) entre
otros, contribuyen a despejar zonas de estereotipia simbólica fuertemente
ancladas en la hiper-representación normativa de los sexo-géneros, en
términos de padre-madre, como figuras de la decencia, el decoro…, en
suma, la moralidad pública y privada.

Los cuerpos de la violencia


Otro aspecto fructífero de la deconstrucción de los cuerpos sobre
el que mucho se ha trabajado es su vinculación con la violencia,
fundamentalmente en un doble aspecto altamente relacionado: la guerra y
la violación de los cuerpos de las mujeres (y de los cuerpos feminizados),
incluida la prostitución forzosa. Esta última forma de dominio sobre los
cuerpos de las mujeres opera como una violencia naturalizada, tanto en la
guerra como en la paz. La violación individual, ritual o tumultuaria y la
prostitución como la “ demanda más vieja de la historia”, con sus raíces
bíblicas y sus templos sagrados, son fenómenos casi imposibles de deslindar,
que se producen, se fomentan y se encubren gracias a la estructura patriarcal
que aún perdura fuertemente en nuestras sociedades y un conjunto de
solidaridades de difícil desmontaje. (Femenías, 2010). Desde múltiples
sectores se ha realizado una enorme cantidad de estudios que ponen en una
amplia perspectiva las formas de violencia que van desde el abuso sexual
infantil a las prácticas prostibularias naturalizadas. En América Latina, fuertes
estructuras y complicidades patriarcales favorecen, promueven y usufructúan
de esos cuerpos, tras los que se moviliza mucho poder y mucho dinero
(Chejter, 1990; Pedro, 1998).

Funcionalmente, esa economía libidinal beneficia a los varones y


explota a las mujeres (o a los cuerpos feminizados), con clara incidencia en
la desaparición y muerte de mujeres, en el marco del “feminicidio”. (Segato,
2006; Lagarde, 2006) Muchas mujeres se han autoconvocado para
denunciar la desaparición forzosa de personas, en especial niñas, niños y
mujeres jóvenes, con fines presuntos de prostitución, vinculados al
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narcotráfico y al poder político. Tomamos como referencia paradigmática


las desapariciones y muertes cruentas de Ciudad Juárez, pero el propósito es 
contribuir a denunciar los cientos de miles de otras desapariciones a lo largo
y ancho de todo el continente. Los relatos de Marcela Lagarde (como
directora de la Comisión que investiga los feminicidios), entre otros, dan
clara cuenta de las solidaridades patriarcales del Estado y sus organismos.
(Lagarde, 2006; Segato en Femenías, 2005; Segato, 2006; Amorós, 2008).
Pero también es evidente la solidaridad que los movimientos de mujeres
(feministas o no) y de las teóricas ponen en juego una vez más. Unas han
venido a colaborar aportando herramientas conceptuales para la
identificación, categorización, descripción, y formulación en términos de
“delitos penales” ese tipo de casos; las otras, han dado visibilidad mundial al
problema con denuncias que ponen en riesgo sus propias vidas. Importa
destacar que hubo que distinguir y legitimar la especificidad de estos
crímenes, contra rótulos asignados en términos de “crímenes pasionales”
y/o “muertes accidentales en riña” en los Códigos penales de la mayoría de
nuestros países. Esas denominaciones diluyen la seriedad y especificidad del
delito y, por supuesto, la responsabilidad de los varones involucrados,
invirtiendo la carga de la prueba al poner en tela de juicio la “moral” de las
víctimas, no la de los perpetradores. En sociedades que exacerban sus
códigos, los cuerpos de las mujeres son aptos para ilustrar control, mensajes
cifrados, marcas de territorialidad, disciplinamiento, ostentación de poder.

Algunas orientaciones en desarrollo


La introducción de perspectivas metodológicas asociadas
especialmente a los temas vinculados a la etnia y los análisis del discurso,
tiene grandes consecuencias para lo que generalmente entendemos como
enfoque “postcolonial” en la filosofía feminista de América Latina o -como
algunos prefieren llamarlo- el pensamiento (de)colonial. Sea como fuere, se
necesitaron cambios epistémicos importantes para que la filosofía feminista
adoptara un enfoque autocrítico respecto de las prácticas discursivas que la
comprometen. Parte de estos enfoques consiste en generar una mirada
desjerarquizada sobre los roles étnorraciales -no solamente sobre la clase y la
diferencia sexual- que pueden jugar un papel importante en los modelos

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cognitivos asumidos y presupuestos. Una marca de nuestro tiempo es no


centrarse sólo en los objetivos políticos de justicia y equidad para las mujeres
(y en general, para los marginados y oprimidos), sino poner especial
atención también en los medios en que las agentes institucionales,
intelectuales, activistas y estudiosas los conceptualizan y representan
discursivamente, esforzándose por generar un cambio.

Las filósofas profesionales han adquirido, en sus respectivas áreas


tradicionales de investigación, un papel relevante cuyo objetivo es aportar
claridad, perspectiva crítica y fuerza teórica a la investigación feminista.
Aunque todavía la filosofía profesional dependa del discurso euro-
anglocéntrico (androcéntrico y hetero-normativo), los desarrollos actuales
tienden a abrirse a otras escuchas. Por tanto, los principios ético-dialógicos y
político-democráticos comprometidos con una filosofía feminista, aportan
ya en su orientación metodológica una fuerza decolonizante que, por un
lado, continúa poniendo en cuestión los puntos ciegos del sexismo y del
androcentrismo y, por otro lado, a la par, abre espacios para las voces
marginales y oprimidas, que nuestros legados coloniales han silenciado o
que, hasta la fecha, no han querido escuchar. Una puerta de exploración
reciente son las consecuencias para las mujeres de América Latina de las
políticas de neoliberales de los noventa y los procesos actuales de la
globalización. Una mirada descentrada y sensible como la feminista
contribuirá, sin duda, a la mejor comprensión de ese complejo proceso.   

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de la cátedra de “Antropología Filosófica” en el Departamento de Filosofía
(Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad
Nacional de La Plata) y Directora del Centro Interdisciplinario de
Investigaciones en Género de la misma Universidad. Miembro del Comité
Mora
Editorial de la revista (Scielo, Argentina). Dirige proyectos de
investigación, seminarios de grado y posgrado. Es autora de varios libros
sobre Filosofía y Teoría de Género, entre ellos: Inferioridad y Exclusión
(1996), tres volúmenes de Perfiles del Feminismo Iberoamericano vol. 1
(2002, traducido al inglés en 2007), vol. I1(2005) y vol. III
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Judith Butler: Una introducción a su lectura (2003); Feminismos de París a
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con E. Aponte Sánchez, Articulaciones sobre la violencia contra las mujeres
(2008), con B. Cagnolati, Simone de Beauvoir: Las encrucijadas del “otro”
sexo (2010) y con Paula Soza Rossi Saberes situados / Teorías trashumantes
(2011).  Ha publicado numerosos artículos en revistas del país y del exterior
e, igualmente, ha impartido numerosas conferencias, seminarios, talleres y
cursos. 

Ofelia Schutte, Doctora en Filosofía por la Yale University (1978) Nació en


Cuba, y actualmente está radicada en Florida (EEUU). Es profesora de
Filosofía en la University of  Florida en Gainesville. Durante cinco años fue
Directora del Departamento de Women's Studies. Sus intereses en
investigación incluyen la filosofía de Nietzsche, la filosofía continental
actual (en especial la filosofía de la cultura) y el pensamiento y la filosofía
postcolonial y Latinoamericana. Actualmente, también trabaja sobre el
proyecto estético-emancipatorio de José Martí. Entre sus publicaciones más
importantes están: Beyond Nihilism: Nietzsche without Masks (1984),
Cultural Identity and Social Liberation in Latin American Thought (1993),
“Cultural Alterity: Cross-Cultural Communication and Feminist Thought in
North-South Dialogue“ Hypatia (1998), “Willing Backwards: Nietzsche on
Time, Pain, Joy, and Memory,” en Nietzsche and Depth Psychology , ed. J.
Golomb et al (1999), “Continental Philosophy and Postcolonial Subjects,”
Philosophy Today , 44 (SPEP Suplemento, 2000), “Negotiating Latina
Identities,” enHispanics/Latinos in the United States , ed. J. J. E. Gracia and
https://www.labrys.net.br/labrys20/AL/maria%20luisa.htm 39/40
15/3/2019 FEMINISMO FILOSÓFICO Y TEORÍA DE

P. De Greif (2000), “Dependency Work, Women, and the Global


Economy,” en The Subject of Care
, (ed.) por Eva. F. Kittay and E. K. Feder
(2002), y el “Symposium on Ofelia Schutte” 19:3 (2004). Escribió Hypatia
“Postcolonial Feminisms: Genealogies and Recent Directions“ para el
Blackwell Guide to Feminist Philosophy , ed. Por Linda M. Alcoff and E. F.
Kittay (2007) y el artículo “Feminist Philosophy” (en colaboración  con
M.L.Femenías) en S. Nuccetelli, O. Schutte y O. Bueno (eds.) A Companion
to Latin American Philosophy, Oxford, UK, Wiley-Blackwell, 2010, pp.
397-411

notas
[1] Una versión anterior de este artículo fue publicada por Ofelia Schutte
(University of Florida) y María Luisa Femenías (UNLP-UBA) con el título
de “Feminist Philosophy” en: S. Nuccetelli, O. Schutte y O. Bueno (eds.) A
Companion to Latin American Philosophy, Oxford, UK, Wiley-Blackwell,
2010, pp. 397-411. M.L.Femenías inscribe esta producción en el marco del
Proyecto H.471, que dirige, radicado en el Centro Interdisciplinario de
Investigaciones en Género (CINIG-IdIHCS) de la Facultad de Humanidades
y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata.
Agradecemos la colaboración de Micaela Anzoátegui, becaria de
capacitación del CINIG-IdIHCS UNLP en la transcripción de este artículo.

[2] Una ampliación de estos conceptos puede encontrarse en: Femenías, M.


L. y P. Soza Rossi “Presentación: para una mirada de género situada al sur” en
Saberes situados / Teorías Trashumantes , La Plata, Facultad de Humanidades
y Ciencias de la Educación, 2011.

labrys, études féministes/ estudos feministas


juillet/décembre 2011 -janvier /juin 2012  - julho /dezembro 2011 -janeiro /junho 2012

https://www.labrys.net.br/labrys20/AL/maria%20luisa.htm 40/40

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