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El niño de la boina roja metió los paquetes en una bolsa; luego llenó otra y otra hasta
completar cinco bolsas grandes de polietileno, con la inicial impresa en rojo de la cadena de
supermercados a la que pertenecían. El niño usaba además un delantal, sobre el cual aparecía,
en una credencial de identificación, su rostro como asomado por una ventana de acrílico.
Tendría unos diez años.
Algo en él me era familiar; no sabía qué. Recordé entonces cuando yo vagaba por las salas
de los hospitales en busca de alivio. No estaba enferma, pero necesitaba comprobarlo con mis
propios ojos que recogían la des esperanza y el dolor auténticos. Ahí vi por primera vez, en la
sala de cunas, la sección dedicada a los niños paqueteros. Estaban uniformados con sus
gorritos rojos y no lloraban; tenían los ojos abiertos, muy alertas. A la salida, las madres del día
anterior formaban una larga hilera y al llegar su turno recibían cada una a su niño, con su
respectivo uniforme y credencial. No podrían tener a los niños por más de diez años, decía una
voz por el altoparlante. A esa edad, la empresa los recogía y a partir de entonces vivían en los
supermercados. Las madres tomaban al niño en sus brazos y lo llamaban por su número. Ahí
lo había conocido, pensé al darle la propina. Recordé las palabras de su madre al acariciarlo:
«seismilquinientos, mi seismilquinientos». En efecto, en la credencial pude leer:
«seismilquinientos» y en su mirada el odio hacia mí y hacia todos los que teníamos un nombre
verdadero. Abrí la cajuela del coche, seismilquinientos acomodó las bolsas en el interior y antes
de cerrar me preguntó, fingiendo desinterés, cómo me llamaba. «Cuatrocientosveinte -le
contesté y agregué-: Pero no se lo digas a nadie.» Lo vi sonreír un instante. En el hospital
general el número ochocientoscincuentamil estaba naciendo en esos momentos.