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En la ciudad de los niños – Martha Cerda

El niño de la boina roja metió los paquetes en una bolsa; luego llenó otra y otra hasta
completar cinco bolsas grandes de polietileno, con la inicial impresa en rojo de la cadena de
supermercados a la que pertenecían. El niño usaba además un delantal, sobre el cual aparecía,
en una credencial de identificación, su rostro como asomado por una ventana de acrílico.
Tendría unos diez años.
Algo en él me era familiar; no sabía qué. Recordé entonces cuando yo vagaba por las salas
de los hospitales en busca de alivio. No estaba enferma, pero necesitaba comprobarlo con mis
propios ojos que recogían la des esperanza y el dolor auténticos. Ahí vi por primera vez, en la
sala de cunas, la sección dedicada a los niños paqueteros. Estaban uniformados con sus
gorritos rojos y no lloraban; tenían los ojos abiertos, muy alertas. A la salida, las madres del día
anterior formaban una larga hilera y al llegar su turno recibían cada una a su niño, con su
respectivo uniforme y credencial. No podrían tener a los niños por más de diez años, decía una
voz por el altoparlante. A esa edad, la empresa los recogía y a partir de entonces vivían en los
supermercados. Las madres tomaban al niño en sus brazos y lo llamaban por su número. Ahí
lo había conocido, pensé al darle la propina. Recordé las palabras de su madre al acariciarlo:
«seismilquinientos, mi seismilquinientos». En efecto, en la credencial pude leer:
«seismilquinientos» y en su mirada el odio hacia mí y hacia todos los que teníamos un nombre
verdadero. Abrí la cajuela del coche, seismilquinientos acomodó las bolsas en el interior y antes
de cerrar me preguntó, fingiendo desinterés, cómo me llamaba. «Cuatrocientosveinte -le
contesté y agregué-: Pero no se lo digas a nadie.» Lo vi sonreír un instante. En el hospital
general el número ochocientoscincuentamil estaba naciendo en esos momentos.

Narciso 2050 – Angélica Santa Olaya


Se deseaba demasiado. Ya no era posible esperar más tiempo. Su cuerpo temblaba
anhelando la imagen que podía únicamente acariciar sobre el cristal.
Malditos científicos. Se suponía que aquella libertad para mutar testículos por ovarios y
tetillas por senos debía ejercerse por placer. El mecanismo de transmutación genérica servía
para amplificar las posibilidades del goce, no para inducir el sufrimiento.
Se miró nuevamente a los ojos. Sólo tenía que oprimir el lóbulo de la oreja; punto exacto en
que se ubicaba el interruptor. Apretó los labios. Su sueño era imposible. Nunca podría
poseerse, pero había que despedirse. Accionó el botón. Una corriente eléctrica sacudió su
cuerpo. Las últimas partículas hormonales se reinstalaron en las células. El cabello, largo y
sedoso, le cubrió la espalda. Admiró la perfección de sus caderas y acarició con la mirada la piel
libre de vellos. Se dijo que se amaba. El puño se estrelló contra los labios que sonreían con
amargura. Observó sus mejillas fracturadas.
Tomó un trozo de cristal que intentaba desprenderse de la imagen y lo hundió en el vientre
con decisión. La falta de uno de los fragmentos propició la caída de los otros. Uno a uno
cayeron al piso como haces de luz sobre la enrojecida superficie. Cerró los ojos y pensó en
otr@s que, como él, caerían en la trampa. El inventor de aquella maravilla biotecnológica tuvo
que haber vislumbrado, también, la destrucción de los espejos.

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