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Terroríficas leyendas de la Colonia

Nadie sabe el origen exacto de estas narraciones de terror que se multiplican en nuestro
país. Hay diversas versiones sobre un mismo tema, las cuales dependen de muchos
factores tales como la región, el lugar, el narrador y hasta el público al que se dirigen.
Las leyendas que presentamos corresponden al periodo conocido como la Colonia o
Virreinato, el cual se contabilizaba tras la llegada y conquista de los españoles a la
Antigua Tenochtitlan, es decir, va desde el siglo XVI hasta el siglo XIX. En ellas
encontrará una mezcla de tradiciones indígenas con creencias españolas.

El árbol del vampiro


Cuando la Nueva España todavía representaba gran atractivo para los aventureros
europeos se dice que un caballero inglés llegó para establecerse en Guadalajara en un
poblado conocido como Belén. Lo curioso es que este hombre se mantenía aislado, no
hablaba con nadie, vivía solo, no tenía sirvientes pese a que era uno de los hombres más
ricos de la zona.
En el lugar todo empezó a cambiar a su llegada, a los pocos día aparecieron animales
muertos, vacas, perros, borregos, gatos, la gente lo atribuyó a una jauría de lobos.
Aunque los hombres se turnaban para vigilar a los animales no hallaban al culpable. Este
ambiente se mantuvo durante cinco días, tras lo cual empeoró, empezaron a aparecer
niños muertos y sin sangre.
La noche se tornaba en una pesadilla, la gente tenía pánico, los niños no querían salir a la
calle y menos dormir, cuando empezaba a atardecer las mujeres rezaban y no se
separaban de sus hijos.
El terror duró varias semanas, seguían pareciendo niños muertos por la mañana. Los
hombres, cansados de la situación, se dispusieron al combate final, armados de machetes
y palos y alumbrados por antorchas recorrieron el lugar para encontrar al culpable.
En su recorrido pasaron por una casa a las orillas del pueblo y escucharon un grito,
acudieron a dar auxilio, cuando abrieron la puerta encontraron al caballero vestido de
negro mordiendo a un campesino que ya estaba muerto.
Los lugareños lograron vencer su miedo y rodearon al vampiro, al que le clavaron una
estaca en el pecho. Posteriormente enteraron el cuerpo y para evitar que escapara le
colocaron varias lápidas de cemento.
Se dice que con el tiempo las lápidas se quebraron y brotó un árbol, el cual se cree que
nació de la estaca clavada en el cuerpo del caballero. De acuerdo con la leyenda cada
vez que alguien cortaba un trozo del árbol, éste sangraba, algunos juraban que por la
noches en el tronco del árbol se podía ver a las víctimas asesinadas por el vampiro.
Según la tradición el árbol debe mantenerse con vida, ya que si se tala o se seca existe el
peligro de que el vampiro regrese a cobrar venganza.

La mano de la reja
Se cuenta que don Juan Núñez de Castro y su hija Leonor se establecieron en la antigua
Valladolid. Su casa esta sobre la Calzada de Guadalupe, con ellos venía Margarita de
Estrada, la segunda esposa de don Juan, que de acuerdo con la tradición era una mujer
ambiciosa y despilfarradora. La leyenda destaca la hermosura de Leonor, rubia, delgada y
de ojos azules, aunque hace énfasis en que, como una Cenicienta, no salía de la casa, y
se la pasaba haciendo las labores del hogar, ni quiera la dejaban asomarse por el balcón.
En Semana Santa, un apuesto caballero español, don Manrique de la Serna, con un alto
puesto en el virreinato y que vino de visita a la ciudad vio a Leonor y se enamoró a
primera vista. A través de una carta acordaron un cita en la reja del sótano donde la
madrastra encerraba a Leonor para que nadie la viera. ¿Cómo podría verse a solas con
su prometida? Él ideó un método para espantar a los curiosos, pintó en el rostro de su
criado una calavera e hizo que se paseara por la calzada como si se tratara de una
aparición. Esta argucia no funcionó con doña Margarita que los descubrió y, sin decir
nada, cerró la puerta del sótano. Los novios sin sospechar, acordaron los planes de la
boda, don Manrique regresaría a México y regresaría para pedir la mano de su
enamorada. Sólo que doña Leonor ya no podría salir de ese sótano.
Como el padre de la chica había salido unos días a visitar su hacienda, nadie notó la
situación de encierro de la muchacha, quien para no morir de hambre, sacaba la mano
por una ventana del sótano que daba a la calle pidiendo un pedazo de pan a los
caminantes, quienes se apiadaban pero sólo le dejaba alguna moneda.
Cuando don Manrique regresó con una carta del mismísimo virrey a pedir la mano de
Leonor, sólo encontró al padre quien al no encontrar a la esposa ni a la hija empezó a
llamar a los criados para que le informaran. Notificado fueron al lugar donde permanecía
cautiva doña Leonor pero ya era demasiado tarde, la encontraron muerta.
Por este hecho tan lamentable todos fueron encarcelados. El prometido vistió con un traje
de novia a doña Leonor que fue sepultada en el templo de San Diego.
Con el tiempo, dice la leyenda, por las tardes en la casa donde se ve la reja del sótano,
algunos paseantes vieron cómo asomaba una mano muy delgada y escucharon una voz
que pedía un trozo de pan.

La Mulata de Córdoba
Se sabía que era una mujer hermosa, no se le conocía padre ni madre, y tenía un rasgo
distintivo, era mulata. Su belleza fue la causa de su perdición, dice la leyenda, pues las
demás mujeres empezaron a fustigarla e hicieron correr la versión de que se ayudaba de
magia negra y encantamientos. Algunas aseguraron que de las ventanas de su choza,
donde vivía sola, se veían luces inmensas y música extraña. Fue así como los miembros
del Santo Oficio empezaron a vigilarla pero no encontraron nada. La mujer cumplía sus
deberes cristianos.
Sin embargo, el destino le jugó una mala pasada, un hombre maduro, Martín de Ocaña,
se prendó con singular pasión de la muchacha que empezó a enamorarla y a llevarle
regalos si ella accedía a ser suya. La muchacha no dio su brazo a torcer y procuraba no
darle alguna esperanza a este hombre.
Don Martín de Ocaña, Alcalde de Córdoba, hombre entrado en años que ardía de pasión
por la Mulata. Le confesó su amor, llegó a prometer regalos y premios si accedía a
entregarle su cuerpo. La Mulata no estuvo dispuesta ni siquiera a sonreírle, mucho menos
a brindarle un gesto de esperanza. Estos desprecios encendieron la insana pasión del
hombre, que además era alcalde y acusó a la mujer de haberle dado un brebaje para
enamorarlo.
Fue así como una noche, después de la denuncia, la mujer fue aprehendida en nombre
de la Inquisición. Se le trasladó a un calabozo donde permaneció mientras se libraba su
rápido juicio. Ya con los antecedentes se le encontró culpable de realizar pacto con el
diablo, por esta razón se le sentenció a ser quemada en leña verde en presencia de la
gente para hacer un escarmiento de estas nocivas prácticas.
Dentro del calabozo, la Mulata pidió al carcelero un carbón y se entretuvo dibujando una
embarcación en la pared. Sus trazos eran tan reales que en la madrugada cuando el
carcelero vio terminada la obra le dijo que era una obra verdadera obra de arte, al
escucharlo la mujer le preguntó si había algo que le faltara al barco, el guardia respondió:
“andar”. Tras lo cual la Mulata se subió al barco y le dijo adiós antes de desaparecer. El
guardia murió de la impresión.

La Llorona (versión colonial)


Ya en el México Colonial se mantuvo la leyenda de La Llorona con ligeras variaciones,
una de ellas dice que una bellísima mujer indígena se enamoró perdidamente de un
peninsular con el que tuvo tres hijos. Pese a que las relaciones eran esporádicas, la mujer
mantenía la esperanza de que él la desposara. Pasó el tiempo, pero el amante no daba
muestras de formalizar la relación, meses después se enteró que el caballero se había
casado con una española. Ella se sintió traicionada y llena de celos y presa de una gran
furia ahogó a sus hijos en el río. Cuando recobró la cordura y se dio cuenta de su indigna
acción se suicidó. Otras versiones dicen que se trataba de una mujer que murió antes de
casarse, otros que fue infiel, sea como fuere, la versión es que se lamentaba por la suerte
de sus hijos.
Como su alma no tuvo descanso, vaga por las noches y en las calles solitarias cercabas
al lago o en ríos se le suele ver con un vestido de novia, buscando a sus hijos y llorando
por su paradero. Su grito eriza la piel de todo aquel que escucha su clamor: “Ay, mis
hijos”. Otras versiones dicen que suele aparecerse a los hombres en medio de la noche,
lo curioso es que cuando se le mira bien sus pies no tocan el suelo, sus tétricas facciones
y su trágico lamento penetra hasta los huesos.

El libro del cáliz


Un hombre maduro, entrado en año, procedente de Europa llegó a establecerse en
Veracruz, lo que llamo la atención es que llegó con varios baúles muy pesados. Su casa
era modesta, lo que llamaba la atención de los vecinos es que por las noches se
escuchaban ruidos extraños, golpes, ruidos de sierra, que estaban clavando, se
empezaron a tejer historias pero a los pocos días todo se aclaró, el hombre abrió una
librería de viejo donde vendía, compraba e intercambiaba libros. Llamaba la atención lo
antiguo de los volúmenes y lo perfecto de las ilustraciones.
Cuando algún cliente le preguntaba sobre cuestiones personales o por el origen de los
libros, el propietario se mostraba reservado y un poco hosco. Joaquín un joven español
empezó a hacerse cliente frecuente del lugar pues buscaba un libro religioso. Conocía ya
todos los volúmenes del lugar e interrogaba al propietario que se mantenía en su parca
actitud. Hasta que descubrió, en el fondo de un librero, un volumen que no había visto
nunca, un poco polvoriento con las portadas maltratadas y con la ilustración de un cáliz, la
cual se le hizo muy rara y llamó poderosamente su atención. Cuando preguntó el precio,
casi se va de espaldas porque era estratosférico.
Joaquín tomó el valor de llevarse el libro y regresarlo al día siguiente. Pudo hacerlo de
manera muy sencilla, casi sin dificultad porque el viejo no se dio cuenta. El único detalle
es que el camino de regreso a su casa se le tornó muy pesado y se cansó muchísimo.
En su casa miró varias veces la ilustración del cáliz que estaba muy reluciente y por
momentos se tornaba luminoso, discrepaba con el resto de las páginas que se volvían
amarillentas y carcomidas. Estaba tan abstraído que hasta se olvidó de comer, cuando se
dio cuenta se sentía muy raro. Fue al baño, se miró al espejo y quedó horrorizado,
parecía haber envejecido por lo menos 30 años. Él ni siquiera tenía 20.
Tomó la determinación de regresar el libro a donde lo había tomado. Al legar a la librería,
no sin cierta dificultad por los achaques de la edad que ahora tenía, encontró al dueño del
local con una apariencia lozana, como si hubiera rejuvenecido 60 años, los mismos que él
parecía haber acumulado.
Joaquín intentó en vano cuestionar al dueño del local pues conforme el tiempo pasaba el
dueño se volvía más joven y él más viejo. Cuando algún visitante entraba en la tienda,
confundía a Joaquín con el propietario pero si intentaba protestar, el librero les pedía que
comprendieran a su padre porque demencia senil lo tenía trastornado.
Cuando los clientes se fueron del local, el librero corrió a Joaquín de su negocio y le pidió
no volver más, incluso le recomendó no volver a tomar nada sin permiso. Luego tomó el
libro del cáliz y lo dejó en un sitio escondido entre los libreros, sabía que mientras
existieran curiosos como Joaquín su juventud estaba garantizada.
De acuerdo con la leyenda, Joaquín murió pocos días después, no regresó a su hogar
porque lo creían loco y su apariencia senil no coincidía con el muchacho que conocía la
familia. Sus padres dieron aviso a las autoridades y se organizó la búsqueda que
naturalmente fue infructuosa.
En cuanto al hombre de la librería, siguió con su negocio. Se dice que su pacto con el
diablo consistía en que éste le devolvería la juventud a cambio de almas jóvenes y
curiosas.

La bruja de la leche
Se dice que era una mujer muy bella que llegó a la Nueva España para radicar aquí.
Destacaba por su gran sonrisa y su trato cautivante, no había nadie que no sucumbiera a
sus encantos. Los pobladores y los niños siempre hablaban bien de ella y de la forma en
que los trataba.
Lo curioso era que cuando se acercaba a algún niño, éste empezaba a gritar
desesperadamente y no dejaban de hacerlo sino hasta que la dama se alejaba. A los
pobladores les causaba extrañeza este hecho pues los niños mayores de tres años
jugaban divertidos con la mujer.
Lo que nadie sabía es que la mujer tenía un pacto con el diablo que le había dado
algunos poderes, entre ellos, el de transformarse en una bola de fuego, pero también
deshacerse de sus enemigos a través de prácticas de brujería, entre otros. El trato
consistía en que se alimentaba de la sangre de los recién nacidos, de donde obtenía parte
de su poder y lozanía.
Tiempo después de la llegada de la mujer empezaron a desaparecer los bebés durante la
noche, curiosamente nadie más. Los temerosos pobladores empezaron a investigar y
acudieron a una casa donde lloraba un niño, apenas a tiempo para ver como se alejaba
una bola de fuego. Otros aseguraban que la bola de fuego tenía el rostro de la mujer pero
que no tenía pies.
Los habitantes rodearon la casa de la mujer y no le permitieron salir en tanto se hacían las
investigaciones de la Inquisición, la mujer se debilitaba dentro de su casa, pero pidió
ayuda diabólica y después de ciertos hechizos de las paredes brotaba leche para
alimentarla mientras que las vacas de la región dejaban de producirla.
El temor crecía entre los vecinos que sospechaban que cuando la bruja retomara sus
fuerzas iba a escaparse. Finalmente los inquisidores determinaron su culpabilidad y se le
condenó a ser quemada en la hoguera. Desde entonces los habitantes suelen colgar
tijeras en las puertas de las casas o en las ventanas para aumentar a la bruja de la leche.
La calle del indio triste
¡Sí! La gente lo decía. ¡Siempre allí! ¡Siempre! ¡Siempre sentado sobre la
tierra y recargado en la pared de aquella casona! De noche o de día su
figura encorvada parecía incansable. ¡Qué triste! Muchos comentaban:
¡Cuánta pesadumbre! ¡Cuán grande soledad se adivinaba en la melancolía
de sus ojos! Y ninguno lo entendía quizás.

Desde que Tenochtitlan había caído en poder de los invasores y sobre sus
ruinas, con sus propias ruinas, se había levantado la nueva arquitectura
de México, Capital del Virreinato de la Nueva España, siempre se le había
visto allí, envejeciendo junto con el recuerdo que su mirada juvenil le
había tatuado en la mente:

Tlatelolco, agosto, 1521. Y que ahora, piel ya rugosa por los años, quizás
sesenta, ochenta tal vez, conservaba como un fresco mural recién
pintado.

Su llanto angustioso de apenas niño, de adolescente casi, de nada había


servido para evitar la destrucción. Había visto cómo los bárbaros
arrasaban con sus armas brutales y su ambición despiadada los símbolos
del Teotl, la energía creadora. Había contemplado caer muerto a su
padre. Había escuchado los gritos aterrados de sus mamacitas: ¡Piedad!
Mas todo había sido destruido. Luego confusión, oscuridad, lágrimas,
hambre y sin explicárselo bien, aquella agua fría sobre su cabeza y aquel
hombre vestido de café hasta los pies diciéndole algo en extraña lengua y
un soldado popoloca que le obligaba a besar, daga amenazante en mano,
a quien decían era un verdadero dios.

Desde esa época muy poco quedaba ya de la grandiosa ciudad de sus


abuelos; sólo recuerdos, borrosos recuerdos de una antigua felicidad...
(sus papacitos del calpulli, la casa que florece para todos, trabajando
unidos para fomentar la creatividad y la evolución del Teotl. Y las
sementeras llenas de flores, de hortalizas. Y los cantares colectivos de los
laboriosos agricultores. Y su madre y todas sus mamacitas preparando el
sostenimiento de los que trabajan).

Pero ahora todo era tristeza. A los que eran como él, les nombraban
"indios" y los hacían esclavos y la voluntad de vivir se iba. Su pueblo, los
suyos, que en dos siglos habían construido una esplendorosa ciudad para
que reviviera la grandeza astronómica de la legendaria Teotihuacan y
prosiguiera con la labor del Teotl de los antiguos nahuatlacos
desaparecidos hacía más de diez mil años en una catástrofe increíble, se
hallaba humillado, oprimido por quienes fingiéndose en un principio
amigos, teules, lo habían destrozado todo, ¡todo!, sin respetar la
creativad esencial del Teotl. Y las costumbres de los invasores se
extendieron...
Cuauhtzin, dicen que era su nombre, desde ese día se vistió de una
profunda tristeza, tanta que jamás nadie lo vio sonreír. Vagó durante
algún tiempo por diversos barrios de la naciente nueva ciudad, como
perdido, hasta que pareció encontrar lo que buscaba, un lugar...

Ahora, casas a la usanza castellana se levantaban con las mismas piedras


que habían servido a los Teocallis, casas para la meditación creadora, y
de éstos, nada quedaba. Y allí se sentó y permaneció toda su vida, no
obstante los menosprecios y los insultos que se acostumbró a no
entender. ¡Indio taimado! ¡Indio holgazán! ¡Indio ladino! ¡Indio borracho!
¡Indio ignorante! A veces lo quitaban a la fuerza de este sitio, su sitio,
pero luego volvía a su calle para recordar y fomentar su tristeza.

—Don Pedro vive en la calle del Indio triste.

—¿Vieron ya la casa que se construyó Doña


Marina en la calle del Indio triste?
—Comenzaron a ubicar el lugar por el siempre
presente personaje y pronto se convirtió en un
punto de referencia para los habitantes de la
ciudad.

Una mañana, dicen, en el rincón donde nunca


dejaba de verse al hombre triste, encontraron
una estatua igual al indio, en la misma
postura, con semejante gesto y todos dijeron: ¡Se volvió piedra! ¡Se
volvió piedra! De boca en boca circuló el rumor. Y la noticia se arremolinó
en asombros y en incrédulas miradas. Hubo en varios temor y
remordimientos... Nadie supo cómo, pero la imaginación y la fantasía
acrecentaron la leyenda. Y la calle se llamó desde entonces y hasta hace
poco en que le cambiaron el nombre: La calle del Indio triste.

Leyenda tradicional.
Versión de Antonio Domínguez
Hidalgo.
¿Te han contado alguna leyenda de tu tierra? Trata de recordar el modo
en que te la contaron.

Puedes contársela por escrito a algún amigo.

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