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EL IRRACIONALISMO

Volumen II
DE NIETZSCHE A LOS PENSADORES DEL
ABSURDO

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proyecto editorial

FILOSOFÍA
[thémata]

directores
Manuel Maceiras Fafián
Juan Manuel Navarro Cordón
Ramón Rodríguez García

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EL IRRACIONALISMO
Volumen II
DE NIETZSCHE A LOS PENSADORES DEL
ABSURDO
Manuel Suances Marcos y Alicia Villar Ezcurra

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Primera reimpresión: septiembre 2004

Diseño de cubierta
esther morcillo • fernando cabrera

© Manuel Suances Marcos


Alicia Villar Ezcurra

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso 34
28015 Madrid
Tel 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN: 978-84-995828-4-9

Reservados todos los derechos. Está prohibido, hajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las
leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

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Índice

Prólogo

1 El irracionalismo vitalista de F. Nietzsche


1.1. Introducción
1.2. Paradigma inspirador del pensamiento de Nietzsche: la tragedia griega
1.2.1. El instinto de lucha como manifestación de la voluntad de poder
en los griegos, 1.2.2. La síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco,
1.2.3. La tragedia como la más vigorosa afirmación de la vida,
1.2.4. El arte como sentido último del mundo, 1.2.5. Primacía de la
tragedia sobre el pensamiento filosófico presocrático,
1.3. Crítica del racionalismo en la historia de la filosofía occidental: desde Sócrates
hasta Schopenhauer
1.4. Crítica del concepto racionalista de la filosofía
1.4.1. La filosofía nace de los instintos, 1.4.2. Perfil del verdadero
filósofo, 1.4.3. La filosofia con relación a la ciencia,
1.5. Objeciones irracionalistas a la metafísica occidental
1.6. La gnoseología: el conocimiento como manifestación de la voluntad de poder
1.6.1. Origen instintivo del conocimiento, 1.6.2. Crítica de la
"verdad", 1.6.3. Valor instrumental del conocimiento,
1.7. Crítica de la moral judeo-cristiana
1.7.1. Historia de la moral occidental, 1.7.2. Génesis de la moral,
1.7.3. La inmoralidad en relación con la naturaleza, 1.7.4. Crítica
del ideal ascético,
1.8. Una nueva y entusiasta configuración de la existencia
1.8.1. La voluntad de poder o afirmación del mundo y de la vida,
1.8.2. La transmutación de los valores, 1.8.3. El superhombre,

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1.8.4. El eterno retorno,
1.9. Influencia de Nietzsche

2 El irracionalismo existencial de S. Kierkegaard


2.1. Introducción
2.2. Función subsidiaria del pensamiento en la metafísica
2.2.1. Primacía de la existencia sobre el pensamiento, 2.2.2. Unión
de ser y pensar en el sujeto existente, 2.2.3. Características del
"pathos" existencial, 2.2.4. Valor metafisico del individuo,
2.3. Configuración irracionalista de la gnoseología
2.3.1. Prioridad de la subjetividad sobre la objetividad,
2.3.2. Dialéctica e interioridad, 2.3.3. La verdad como pasión,
2.4. Estructura suprarracional de la antropología
2.4.1. La discordia entre cuerpo y espíritu, 2.4.2. El irracionalismo
de la angustia y la culpa, 2.4.3. La libertad que trasciende la razón,
2.5. El papel subordinado de la razón en los estadios de la existencia
2.5.1. El estadio estético, 2.5.2. El estadio ético, 2.5.3. El estadio
religioso,
2.6. Superioridad de la existencia cristiana frente a la razón
2.6.1. La paradoja de la fe cristiana, 2.6.2. Aspecto existencial del
cristianismo, 2.6.3. Independencia y superioridad de la fe respecto a la
razón,
2.7. Influencia de Kierkegaard

3 Los pensadores del absurdo


3.1. Kafka: testigo del absurdo y la irracionalidad de la existencia
3.1.1. Kafka: la escritura como pasión de existir, 3.1.2. La
dislocación de la existencia. La inadapatación y la cosificación,
3.1.3. La falta de sentido de la llamada normalidad, 3.1.4. La
insignificancia de todo acontecer humano, 3.1.5. La ausencia de
soluciones, 3.1.6. Un mundo de sombras,
3.2. Camus: del absurdo como punto de partida a la rebelión como respuesta
3.2.1. La preocupación por lo absurdo en Sartre y Camus, 3.2.2. La
lógica del absurdo: el suicidio, 3.2.3. La vida mecánica y el despertar,
3.2.4. El sentimiento de absurdo, 3.2.5. La irracionalidad del
mundo, 3.2.6. La irracionalidad humana, 3.2.7. La noción de lo
absurdo, 3.2.8. Lo absurdo y la dicha posible, 3.2.9. La rebelión y el
dolor del mundo, 3.2.10. El lirismo dionisíaco y la voluntad de vivir,
3.2.11. La aceptación del revés y el derecho de las cosas,

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3.3. Aportaciones de los pensadores del absurdo

4 Consideraciones finales
4.1. Los ataques a los irracionalismos
4.1.1. G. Lukács y el "asalto a la razón", 4.1.2. Las críticas de K.
Popper,
4.2. Las contribuciones de los autores irracionalistas

Bibliografía

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Prólogo

Este segundo volumen de la obra general sobre el irracionalismo lleva a plenitud el


problema y la trayectoria seguidos por el primero. Lo que en éste fueron las primeras
tomas de postura y ensayos, más o menos vacilantes, en un contexto que, si no
despreciaba, al menos ignoraba el irracionalismo, ahora se convierte en una impetuosa
corriente de pensamiento, con estructura propia, filósofos de primera línea, y, por
consiguiente, capaz de plantear una alternativa al, hasta entonces, todopoderoso
pensamiento racional.
El primer volumen delimitaba, en primer lugar, la noción de lo irracional y los rasgos
comunes a los filósofos irracionalistas; después, abordaba la reflexión histórica del
irracionalismo partiendo de la concepción trágica de los griegos; siguiendo en esta línea,
abocaba a la irrupción de lo irracional en la Modernidad, analizando las aportaciones del
Renacimiento, el Barroco, la Ilustración y el romanticismo. Por último, se detenía en el
estudio del pensamiento irracionalista de Schopenhauer como contrapartida a esa
divinización de la razón que es el idealismo alemán. A partir de Schopenhauer el
irracionalismo va a ir adquiriendo consistencia y extensión.
Y es aquí donde toma su punto de arranque este segundo volumen. Schopenhauer
dejó el camino expedito a Nietzsche, cuyo pensamiento es el objeto del primer capítulo.
Éste comparte con Schopenhauer que el fondo último de lo real no es la idea ni la razón
sino la voluntad. Pero Nietzsche, en vez de negar ésta mediante la luz de la inteligencia
postula una afirmación dionisíaca y sin fisuras de la voluntad de vivir.
En una línea furiosamente antihegeliana, pero a distancia también de Nietzsche,
Kierkegaard, objeto del segundo capítulo, establece igualmente la existencia humana
como suprema realidad a la que ha de subordinarse el pensamiento. Coincide, pues, con
Nietzsche en la valoración máxima del hombre, pero con una diferencia: mientras éste
coloca al superhombre como referente último e inalcanzable de la autonomía humana,
Kierkegaard religa el individuo humano al Tú divino como realidad última y
fundamentadora. En este entramado del pensamiento kierkegaardiano, el lugar de la
razón es muy modesto. La existencia humana se presenta allí como una realidad honda,
rica, oscura y misteriosa que se hace refractaria al pensamiento; el acceso a ella no es la
razón, sino la subjetividad, la pasión y la interioridad. Un último elemento suprarracional
descuella por encima de todos estos: la fe. Ésta no tiene por qué someterse a la razón,
sino todo lo contrario, pues la fe vincula al hombre con el absoluto y se establece por
derecho propio más allá de los postulados racionales.
Pero cuando los pensadores posteriores a Kierkegaard cortan el cordón umbilical

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que une al hombre con Dios, es decir, la fe, entonces aquél se queda solo y el espacio
ocupado hasta ese momento por la divinidad queda convertido en un infinito desierto. Es
así como el absurdo y el vacío quedan servidos en bandeja. Kierkegaard abre pues el
camino a los pensadores irracionalistas del absurdo que son el objeto del capítulo tercero,
y cuyos representantes fundamentales son Kafka y Camus. Estos pensadores se
encuadran en el marco del irracionalismo metafísico y hacen una llamada al
reconocimiento lúcido, doloroso y amargo del sin sentido de la realidad.
Por último, el capítulo cuarto aborda una crítica global a las filosofías irracionalistas,
realizada sobre todo por Lukács y Popper. Éstos temieron que la importancia dada por
los pensadores irracionalistas a lo pasional e instintivo derivase en una claudicación de la
racionalidad. Ambos creyeron que las posturas irracionalistas eran el medio más seguro
para cerrar las puertas a la solución de los conflictos. Popper las vio como un
impedimento al diálogo razonable y Lukács como medio de destrucción de los cimientos
de los valores y de las transformaciones sociales. Se trata de un balance objetivo tanto de
las aportaciones de los filósofos irracionalistas como de las críticas a sus excesos. No
cabe ignorar ninguna de las dos.
No ha sido fácil el camino seguido en toda esta obra. En primer lugar, está la
dificultad de la materia. Los conceptos manejados por los pensadores irracionalistas son
difíciles de delimitar, escurridizos, refractarios a la objetividad conceptual; su naturaleza
se rebela contra ésta y, por tanto, no es posible hacer sistematizaciones rigurosas del
pensamiento de estos autores. En segundo lugar, está el gran número de filósofos que
pueden, de una u otra manera, ser considerados irracionalistas. Por eso, se ha tratado de
escoger una serie de autores representativos e investigar la corriente subterránea que los
une en un mismo hálito aunque con perspectivas y aportaciones tan diferentes. En
definitiva, se han preferido el estudio en profundidad de los autores más representativos
antes que un recorrido superficial por todos los posibles irracionalistas.

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1
El irracionalismo vitalista de F. Nietzsche

1.1. Introducción

La máxima proyección filosófica del pensamiento de Schopenhauer fue Nietzsche.


De joven, a los 21 años, leyó a Schopenhauer y quedó prendado de sus ideas. Descubrió
en él su propia alma identificándose plenamente: los dos eran muy psicólogos, músicos,
estilistas, aristócratas, ateos, amantes de los clásicos, antisocialistas y racistas, amaban a
los animales, odiaban a las mujeres y despreciaban Alemania… En la Tercera
consideración intempestiva que le dedica al maestro afirma que, si el mundo que le tocó
vivir le pagó con su desprecio, fue por la impotencia de admitir un grado tal de probidad
intelectual. Schopenhauer y Nietzsche empatizaron en lo esencial, a saber: primacía de la
voluntad sobre el intelecto aunque con actitudes opuestas: pesimista el primero y
optimista el segundo; para ambos lo esencial es la energía, la fuerza que lo constituye
todo; la razón es un mero epígono de esta fuerza; y, por último, el papel directivo de las
elites en orden a la perfección humana (Magee, 1991: 296). Partiendo de este
pensamiento, Nietzsche, en su primera filosofía, va a apoyarse sobre la idea de que la
conciencia de los hombres no es suficiente para determinar su vida y que es necesario
rechazar el racionalismo porque no es la conciencia la que condiciona la vida, sino
viceversa, ésta la que condiciona a aquélla. En esa situación, Nietzsche buscará el camino
de salida por el arte, tomando prestada de Schopenhauer la teoría del genio. En su última
etapa, aboca a un optimismo de la voluntad que bien puede tomarse como el reverso del
pesimismo schopenhaueriano. El irracionalismo de Nietzsche toma pues otra dirección
oponiendo a la negación la afirmación sin condiciones de la voluntad de poder. Con esto
quiere combatir el ascetismo y nihilismo característicos de la vida decadente y construye
el concepto de voluntad de poder sobre la noción de querer vivir. Nietzsche define su
idea de la voluntad de poder tanto frente al concepto de vida dado por Spencer, como
frente a la mera perseverancia en el ser de Spinoza y la voluntad de Schopenhauer. Para
él, lo que el hombre quiere, lo que quiere cada parte de un organismo vivo es un exceso
de fuerza. El fondo de los seres es voluntad de poder, la cual ha sido obstaculizada por
los individuos libres y mediocres y su moralidad (Sans, 1990: 109). Esta voluntad debe
ser rescatada en su fuerza prístina y así dar lugar a un cambio de valores y una nueva
mentalidad.
Tal es el propósito de Nietzsche en medio del horizonte del siglo XIX. Desde la
herencia de Schopenhauer y Wagner, él agudiza la mirada en torno a ese siglo que le toca

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vivir, para situarse ante él y dar luz a su problemática. Comparandólo con los anteriores,
ve que el siglo XVII tiene una sensibilidad aristocrática: es severo con el corazón y está
desprovisto de sentimentalismo. Basta con recordar a Descartes. Parece un siglo sin
alma, todo hecho de razón, despectivo con lo que es animal; tiene un espíritu
generalizador, soberano y antiafirmativo (Suances Marcos, 1993: 128).
En cambio, el siglo XVIII se caracteriza, según Nietzsche (La voluntad de poder, IV:
51) por su sensibilidad femenina:

El siglo XVIII está dominado por la mujer, es entusiasta, espiritual y


superficial pero con el espíritu al servicio de las aspiraciones del corazón; es
libertino en el goce de lo que hay de más intelectual, minando todas las
autoridades; lleno de embriaguez y de serenidad, lúcido, humano y sociable, es
falso ante sí mismo, muy canallesco en el fondo.

Sin querer, la imaginación evoca la figura de Rousseau y su exaltación del


sentimiento. Es un siglo enfangado en la idealidad, que vive de espaldas a los hechos y a
la historia. El mismo Kant es un ejemplo de este aislamiento. Se encuentra fuera del
movimiento histórico; no tiene idea de las realidades de su tiempo (v. g.: de la
Revolución); es un fantaseador de la idea del deber.
El siglo XIX cambia su mirada respecto a las cosas viéndolas de manera histórica y
dinámica, en su devenir real, partiendo de los hechos. La aparición de la biología y la
historia dan una visión procesual a la filosofía y a la ciencia. Impera la organización
evolutiva de la realidad, en la cual se busca el principio conductor de esa totalidad en
devenir; para Hegel fue la razón divinizada. No lejos de esta actitud estuvo Goethe, cuyo
fatalismo está cerca de Spinoza; Marx postuló la materia, dinámicamente entendida como
principio último. El siglo XIX es el siglo de la evolución en todos los elementos de la
realidad. Pero, al filo de los descubrimientos biológicos, la vida se impuso como concepto
nuevo y totalizador en la filosofía. Y no como algo abstracto o ideal, sino como algo
concreto, palmario. Por eso Nietzsche empatizará con el positivismo como actitud
realista que parte de los hechos, aunque se distancie de él por su espíritu calculador y
matemático. El vitalismo da un principio unificador a los seres, evitando la disgregación
de los datos positivos (Jiménez Moreno, 1972: 27 y ss.).
Las diferencias vienen por el modo de entender la vida como principio que se
justifica por sí mismo y las consecuencias que ello supone. Schopenhauer entendió la
vida como voluntad irracional que, en el mejor de los casos, debe ser suprimida por sí
misma. El verdadero motor de la vida humana no es la razón, sino la voluntad con sus
impulsos; de ella deriva la moral, la filosofía y la cultura. Schopenhauer, con su visión
pesimista, establecía un programa de emancipación de la voluntad por medio de la
compasión y la ascesis: el intelecto era un instrumento para llevar adelante ese programa.
Nietzsche da idéntico valor instrumental a la razón primando la afirmación de la vida con
sus instintos. La razón, bajo una luz apolínea, aportará mesura y equilibrio al elemento
fundamental que es lo dionisíaco, la voluntad de vivir. De este modo, Nietzsche ve su

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misión en el siglo XIX como una vuelta no idílica, sino mesurada, a la naturaleza; una
naturaleza que pone su acento en la salud del cuerpo y se olvida del alma, ese espectro
nacido de racionalizaciones de estados corporales; una naturaleza que se regocija con los
sentidos y se complace con sus instintos. De ella surge una moral llena de libertad e
inocencia que no sólo no se avergüenza de las pasiones sino que se fundamenta en ellas.
Nietzsche se emancipa de ese poder de la razón que fue el espectro del siglo XVIII y,
acabando con la intolerancia de la religión, aboga por una afirmación incondicionada de la
vida, inspirada en el equilibrio apolíneo-dionisíaco de los trágicos griegos.

1.2. Paradigma inspirador del pensamiento de Nietzsche: la tragedia


griega

La etapa más profunda de la formación de Nietzsche fue su estancia en la escuela de


Pforta que duró desde octubre de 1858 al otoño de 1864. La Escuela Provincial Real de
Pforta ocupaba una posición especial entre las escuelas superiores de Alemania; pasaba
por ser el mejor centro de formación humanística (Janz, 1987: 59). Por sus aulas
desfilaron, en el último siglo, las mentes más preclaras de Alemania. El espíritu de Pforta
era una impronta de solidez, no buscada arbitrariamente, sino nacida de una necesidad
interna del espíritu viril de la disciplina orientado a los estudios clásicos. Pforta significó
un profundo conocimiento de la Antigüedad clásica que iba a determinar la dirección del
pensamiento de Nietzsche y la estructura de su espíritu. Después hizo filología griega
guiado por su secreto amor a los griegos. Orientado por F. Ritschl, accedió a la cátedra de
Griego de Basilea. Fruto de sus estudios y de su admiración por Wagner fue la
publicación de una de sus primeras obras, El origen de la tragedia. Ésta es una
interpretación del espíritu griego desde el punto de vista estético, con el arte de Wagner
de fondo. Nietzsche esperó que el resurgir de la música, de la mano de aquél, hiciera
brotar en Alemania un momento cultural semejante al griego trágico-dionisíaco. Pero las
esperanzas fallaron y Nietzsche hubo de vivir ese ideal en su propia soledad ya que no
había espacio espiritual en su tiempo para realizarlo. ¿Qué significa el ideal griego de
vida?
Nietzsche se acercó a los griegos desde el cultivo de sí mismo y desde su afán de
conocer el presente. Ambas cosas fueron el instrumento de interpretación del mundo
moderno que le tocó vivir. Se alejó del ideal filológico de su tiempo por su aparato
excesivamente crítico; éste dejaba intacta la vida antigua y reconstruía los textos, pero sin
penetrar en su savia. Nietzsche postulaba no una imitación pasiva de los griegos, sino una
identificación activa; iba a ellos como fuente de creatividad perenne para todas las
épocas. Los griegos fueron capaces de dar un sello de eternidad a las cosas y eso fue lo
que a él le inspiró para hacer una interpretación de su propio tiempo.

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1.2.1. El instinto de lucha como manifestación de la voluntad de poder en los
griegos

Los griegos construyeron un ideal eterno que ha sido fuente de inspiración filosófica
y artística. Para Nietzsche la época de esplendor de la cultura griega es la trágica. ¿Cómo
llegaron a esa edad de oro? En un principio, en la etapa prehomérica, los griegos eran un
conjunto de tribus que vivían en permanente lucha, reinando entre ellos la guerra, la
discordia y el engaño; estaban acostumbrados a luchar y la crueldad era el punto álgido
de su vivir. Éste es el subsuelo sobre el que va a construirse el genio helénico. Sobre él
vendrán luego los elementos estructuradores: lo apolíneo que tratará de mermar ese
instinto de lucha y lo dionisíaco que le dará un sesgo vitalista. Pero el fondo del alma
griega es un mundo despiadado de crueldad. Éste es uno de los rasgos de la Antigüedad.
El hombre griego sentía necesidad de dejar correr toda la pasión de su ira. La crueldad y
la discordia eran las diosas de la tierra. La envidia era una rivalidad honrosa que movía a
superarse; no era, como es hoy, ese resentimiento que lleva al rencor y a la destrucción:

El griego es "envidioso"y consideraba esta cualidad, no como una falta, sino


como el efecto de una divinidad "bienhechora". ¡Qué abismo ético entre ellos y
nosotros! Por ser envidioso, siente posarse sobre él, con ocasión de cualquier
demasía de honores, riquezas, esplendor y felicidad, el ojo receloso de los
dioses, y teme su envidia (Nietzsche, La lucha de Homero. Prólogopara un
libro que no se ha escrito. Obras póstumas, V: 134).

Cuanto más grande era un griego más ambicioso e instinto de rivalidad sentía. Todos
ellos llevaban encendida la tea de la discordia: los jóvenes, los hombres maduros, los
educadores, los artistas… competían entre sí; no soportaban la fama o la gloria que no
hubiese sido ganada en liza abierta.
La lucha era también la razón de ser de la polis griega; operaba no como una válvula
de escape, sino como un estimulante para su crecimiento. Los Estados griegos sin
envidia, sin rivalidad, sin ambición, degeneraban; se hacían crueles e impíos, volvían a
aquel estado prehomérico de barbarie y destrucción; es la sana lucha competitiva la que
sostenía a individuos y ciudades.
La profunda psicología de Nietzsche le impidió engañarse respecto a esa común
opinión de ver en los griegos bellas almas domesticadas, llenas de equilibrio. Él captó con
claridad que la fibra más profunda del carácter griego fue su voluntad de poder, la pasión
indomable de la lucha que heredó de la etapa bárbara primitiva:

He visto su más fuerte instinto, la voluntad de poderío; les vi temblar ante


la indomable violencia de este instinto; vi desarrollarse todas sus instituciones de
providencias de protección, para asegurarse los unos contra los otros de los
efectos de la materia explosiva que llevaban dentro de ellos mismos. La enorme

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tensión se descargaba entonces en enemistades externas, terrible y carente de
todo freno: las ciudades se despedazaban entre sí, para que los ciudadanos de
cada una de ellas encontrasen la paz consigo mismos. Había necesidad de ser
fuerte: el peligro era inmediato; en todas partes se espiaba. La maravillosa
agilidad del cuerpo, el audaz realismo e inmoralismo propio de los helenos, fue
una necesidad, no una "naturaleza" (Nietzsche, El ocaso de los ídolos, IV: 453).

Nietzsche previene de juzgar a los griegos por sus filósofos. Éstos son ya decadentes
porque siguieron el movimiento contrario al gusto antiguo y noble de la lucha. Igualmente
el cristianismo siguió esa senda reprimiendo las pasiones. Los griegos, en vez de
calumniar éstas, vieron en ellas algo divino donde se revelaba la potencia humana.
Incluso las malas inclinaciones eran aceptadas y usaban de ellas de forma inofensiva.
Ésta es la raíz de su liberalismo moral y religioso. Se rigieron no por leyes reveladas por
castas sacerdotales, sino que toleraron todo lo que de malo y animal hay en la naturaleza
para realizar con ello algo armonioso. En esta identificación con sus pasiones y en la
alegría de su desarrollo está la raíz de la identidad griega que desecha el sometimiento a
poderes sobrenaturales. Danzaron encadenados –dice Nietzsche– y miraron las
dificultades de frente, con talante vivo y jovial. Por eso deslumbran a los modernos.
La raíz de esta independencia del pueblo griego está, según Nietzsche, en que no
tuvo necesidad de huir hacia mundos y dioses trascendentes. Cuando el hombre depende
de otros poderes, se desprecia a sí mismo porque el motivo de su estimación está fuera.
El pueblo griego fue libre y vivió para sí mismo. Pero el ejercicio de esta libertad
conllevaba el trabajo de otros. Los esclavos representaban la necesidad de trabajar como
expresión de la lucha por la vida. Y se libraron de esa necesidad cargándosela a los
esclavos. Trabajo y esclavitud eran algo penoso, pero fueron conscientes de su necesidad
para poder llevar ellos una vida libre:

Pero cuando la inspiración artística se manifestaba en el griego, tenía que


crear y doblegarse a la necesidad del trabajo. Y así como un padre admira y se
recrea en la belleza y en la gracia de sus hijos pero cuando piensa en el acto de
la generación, experimenta un sentimiento de vergüenza, igual le sucedía al
griego. La gozosa contemplación de lo bello, no le engañó nunca sobre su
destino, que consideraba como el de cualquiera otra criatura de la Naturaleza,
como una violenta necesidad, como una lucha por la existencia (Nietzsche, El
Estado griego. Prólogo a un libro que no se ha escrito. Obras póstumas, V:
115).

Nietzsche ha sido capaz de llegar a ver el precio del equilibrio, la ingenuidad y la


sencillez griega. Éstas fueron ganadas con sudor y sangre. Su claridad y trasparencia
fueron el resultado de un largo esfuerzo por salir de la pesadez y el mal gusto. Homero
fue el modelador de esos materiales con los cuales se hizo una obra bella y grandiosa.

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Liberó a los griegos tanto de la oscuridad tribal como del carácter inactivo y apagado de
los orientales:

La simplicidad, la flexibilidad, la claridad, son "adquiridas con esfuerzo" por


el genio del pueblo; no las posee de un modo originario; el peligro de un retorno
a lo asiático se cierne siempre sobre los griegos, y sería en vano creer que de
tiempo en tiempo llegaba sobre ellos como un sombrío desbordamiento de
impulsiones místicas, de salvajadas y oscuridades elementales (Nietzsche,
Humano, demasiado humano, I: 522).

Era pues esta ingenuidad la flor de la cultura apolínea que surgía del fondo del
abismo, así como la victoria sobre el mal era conseguida por su ideal de belleza.

1.2.2. La síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco

Homero es la expresión de la cultura apolínea. Con ella los griegos mesuraron el


fondo obsceno de la época prehomérica. ¿Qué es la cultura apolínea y cuál es su
significado? Debajo de esa cultura late el cielo olímpico luminoso con sus dioses,
precedidos por Apolo. En ese mundo brillan por su ausencia la piedad, la santidad, la
moralidad o el ascetismo. Allí la vida se muestra exhuberante y gozosa divinizándolo
todo, lo bueno y lo malo. Los griegos crearon este mundo de luz y belleza acuciados por
la angustia y el horror de la existencia. Las posturas tiránicas de la naturaleza, el dolor
inherente a la existencia, el destino terrible que pesa sobre los hombres, la brutalidad…;
todo eso fue aceptado y embellecido con la ayuda del ensueño olímpico; los griegos
necesitaron la imagen de sus dioses, en los que resplandecía una existencia pura y
radiante; la vida humana, bajo la influencia de la luz olímpica, fue sentida como digna de
ser vivida:

Para poder vivir fue preciso que los griegos, impulsados por la más
imperiosa necesidad, creasen estos dioses; y podemos representarnos tal
evolución por el espectáculo de la primitiva teogonía tiránica del espanto,
transformándose bajo el impulso de este instinto de belleza apolínea y llegando a
ser, por transiciones insensibles, la teogonía de los goces olímpicos, como las
rosas que nacen de un zarzal espinoso. ¿Cómo hubiera podido de otro modo
este pueblo tan delicado, tan impetuoso, de tanta capacidad para el "dolor";
cómo hubiera podido, digo, soportar la existencia si no hubiera contemplado en
sus dioses la imagen más pura y radiante? (Nietzsche, El origen de la tragedia,
V: 46).

En los dioses olímpicos vió pues el pueblo griego su imagen más pura y, gracias a

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ella, dijo un "sí" gozoso a la existencia combatiendo el mal y el dolor.
La naturaleza de lo apolíneo se esclarece por su analogía con el ensueño. El que
sueña, se sumerge en un mundo fantástico de ilusiones que le hace olvidar las
preocupaciones de la vigilia. Así, la existencia se reduce a dos mitades tan real una como
otra; la de los sueños, aunque parezca que está compuesta de ilusiones, es la que
embellece y objetiva el dolor de la vigilia. La significación metafísica de esta analogía es
que lo real, el uno primordial, está agobiado por la eterna contradicción; por eso tiene
necesidad del encanto de la belleza del ensueño y la apariencia.
El mundo de la belleza apolínea es el mundo de la apariencia y el ensueño que oculta
el eterno dolor del mundo. Esa belleza queda plasmada en los individuos. Por eso Apolo
es la imagen divinizada del principio de individuación: del caos informe saca bellas
imágenes, del uno primordial obtiene representaciones, es decir, individuos. Pero la
individuación significa poner límites, establecer la medida. Apolo exige también mesura y
conocimiento de sí mismo. Los vicios contrarios al espíritu apolíneo son el descuido y la
exageración, huellas de la edad bárbara:

Pero no debe faltar a la imagen de Apolo esa línea delicada que la visión
percibida en el sueño no podría franquear sin que su efecto se convirtiese en
patológico y la apariencia nos diese la ilusión de una grosera realidad. Me refiero
a esa ponderación, a esa naturalidad en las emociones más violentas, a esa
serena sabiduría del dios de la forma. Conforme a su origen, su mirada debe ser
"radiante como el sol" (Nietzsche, El origen de la tragedia, V: 42).

Apolo, pues, domina el devenir como un pescador tranquilo y lleno de confianza


que, en su frágil embarcación, sabe moverse en un mar que azota y abate.
Pero el espíritu apolíneo no se sostiene por sí solo. En un primer momento, se
manifiesta mesurando la barbarie de la edad del hierro. Pero alcanzado ese fin, necesita
el elemento caótico sobre el que configurarse. Esa nueva realidad aparece al ser invadida
Grecia por un espíritu extranjero, semejante al prehomérico: el dionisíaco. Desde ahora,
Apolo y Dionisos van a ser inseparablemente los modelos griegos de referencia. Si el
espíritu apolíneo es análogo al ensueño, el dionisíaco lo es a la embriaguez. Dionisos era
una divinidad originaria de Tracia: dios del vino, de las vendimias; primero fue adorado
en forma de árbol, luego en forma de hombre barbudo y vigoroso. Durante las fiestas en
su honor, sus adoradores se reunían de noche, oían música y se entregaban a orgías,
llevados por una embriaguez divina. Este elemento de entusiasmo es destacado por
Nietzsche como lo característico de lo dionisíaco.
Esta exaltación arrastra al individuo a sumergirse en el espíritu de la colectividad
olvidándose de sí mismo. El hombre, atormentado por los dolores de la existencia y la
limitación de la individualidad, rompe los moldes de ésta y se sumerge en la unidad
indiferenciada de la naturaleza. En ella no hay distinción entre los seres vivos y éstos se
sienten hermanados en un mismo ser. En este sentimiento colectivo caen las barreras de
la separación, del odio y, sumergidos en la armonía universal, los hombres se sienten

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reconciliados entre sí y fundidos en la unidad primordial:

Bajo el encanto de la magia dionisíaca, no solamente se renueva la alianza


del hombre con el hombre: la naturaleza enajenada, enemiga o sometida, celebra
también su reconciliación con su hijo pródigo, el hombre.
Ahora, por el evangelio de la armonía universal, cada uno se siente no
solamente reunido, reconciliado, fundido, sino Uno, como si se hubiera
desgarrado el velo de Maia y sus pedazos revoloteasen ante la misteriosa
"Unidad primordial". Cantando y bailando, el hombre se siente miembro de una
comunidad superior […] (Nietzsche, El origen de la tragedia, V: 42-43).

Lo dionisíaco, pues, es el impulso hacia la unidad, más allá de lo individual, lo


cotidiano y lo social. Es la gran comunidad panteísta del ser y del sufrir que santifica las
fuerzas de la existencia como eterna voluntad de creación y destrucción. Dionisos es la
unión de la fuerza y de la libertad; es el delirio que el hombre siente viéndose como
naturaleza divinizada. Es la más alta afirmación de la vida que jamás haya conocido el
mundo. Este fenómeno dionisíaco sólo es explicable como un exceso de fuerza y es la
mejor expresión del instinto básico de los griegos: su voluntad de vivir. Esta voluntad
significa una afirmación de la vida con su eterno retorno, con su cíclica creación y
destrucción; es un "sí" a la vida trascendiendo las fronteras del devenir y de la muerte;
una vida que prolifera gracias a la generación y a la sexualidad y que bendice el
sufrimiento como garantía de una vida más fuerte. Para Nietzsche no se puede entender
a los griegos sin este elemento orgiástico del arte dionisíaco. Por eso no los entendió el
cristianismo y tampoco Goethe (Suances Marcos, 1993: 89).
Lo específicamente griego es la síntesis de lo apolíneo y dionisíaco. La evolución del
alma griega es el resultado de las relaciones entre ambos; unas veces anduvieron juntos,
otras enfrentados; pero no pudieron prescindir el uno del otro. El antagonismo de estas
dos fuerzas fue el enigma del alma griega y el momento de su máxima unión fue la
tragedia. El elemento apolíneo maduró en el subsuelo dionisíaco; a su vez éste tuvo
necesidad de aquél, es decir, el griego dionisíaco tuvo necesidad de lo apolíneo para
emancipar su voluntad respecto de lo terrible, lo desmesurado, lo enorme…, haciendo de
ello una voluntad de mesura y simplicidad:

En el fondo del griego está lo desmesurado, el desierto, lo asiático: la


bravura del griego consiste en la lucha contra su asiatismo; la belleza no le fue
dada en dote, como no le fue dada la lógica ni la naturaleza de la costumbre;
todo esto lo conquistó, lo quiso, lo trabajó: es su "victoria" (Nietzsche, La
voluntad de poder, IV: 386).

Con la aspiración apolínea, el griego alcanza el mundo imaginado, el de la bella


apariencia, ante el cual se siente silencioso, sin deseos, acorde consigo mismo. En lo

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dionisíaco percibe el eterno devenir como furiosa voluptuosidad de crear y destruir.
Nietzsche destaca en la cultura griega el elemento dionisíaco, no el apolíneo, como lo
hizo la estética tradicional en Alemania.

1.2.3. La tragedia como la más vigorosa afirmación de la vida

La tragedia es la conciliación más perfecta de Apolo y Dionisos. Nietzsche capta la


esencia de la tragedia griega y delimita su concepto desmarcándose tanto de Aristóteles
como de Schopenhauer en este punto. Para él, la psicología de lo dionisíaco como
exhuberancia de la vida, atizada por el dolor, da la clave para entender el sentimiento
trágico. La tragedia antigua está lejos del pesimismo de Schopenhauer; más bien es su
negación:

El afirmar la vida hasta en sus problemas más extraños y más duros, la


voluntad de vida que, en sacrificio a sus tipos más altos, se alegra de su propia
inagotabilidad, esto lo llamo yo dionisíaco, esto lo adivino como el puente hacia
la psicología del poeta trágico (Nietzsche, El ocaso de los ídolos, IV: 455).

Esto es el extremo opuesto a la filosofía pesimista; la afirmación del devenir y de la


aniquilación, la aprobación de la lucha y de la guerra, tal es el más alto grado de
afirmación de la vida. La tragedia se da en Grecia cuando ésta acepta el dolor no sólo sin
desdecir por ello la vida, sino afirmándola por eso mismo. La tragedia no es algo que
provoque el terror y la compasión; en ese caso debilitaría, desorganizaría; sería un
proceso de disolución, de decadencia, algo peligroso para la vida. No; la emoción trágica
consiste en la embriaguez del vivir a pesar de la lucha que éste lleva consigo. La emoción
trágica es más bien un tónico que lanza a la vida tomando el dolor y las dificultades como
estímulo.
El origen del espíritu trágico viene de la alegría, de la salud exhuberante, del exceso
de vitalidad. Este delirio dionisíaco fue para los griegos el más grande beneficio.
Precisamente la decadencia consistió en que se hicieron más optimistas, delicados,
apasionados por la lógica, la racionalidad y la dialéctica. La consolación metafísica que
deja la tragedia es que la vida, en el fondo de las cosas y a despecho de la variabilidad de
los fenómenos, permanece poderosa y llena de alegría. Pues bien, este consuelo se
manifiesta de forma evidente bajo la figura del coro de sátiros. En presencia de éstos los
griegos se sentían anonadados e identificados con la naturaleza. El sátiro aparecía como
expresión de una aspiración a un estado primitivo, a una naturaleza no contaminada por
el conocimiento. Era el tipo genuino de hombre, expresión de emociones naturales
fuertes y elevadas, sobre todo en el ámbito sexual. El sátiro era algo sublime y divino,
manifestación grandiosa de la naturaleza que borraba la civilización. En su presencia, el
hombre civilizado sería una caricatura engañosa, como lo es para Nietzsche el Emilio de

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Rousseau (Suances Marcos, 1993: 95). En el coro de sátiros aparecen esas entidades
naturales que permanecen más allá de las civilizaciones y avatares de la historia:

A los acentos de este coro se conforta el alma profunda del heleno, tan
incomparablemente apta para sentir el dolor más ligero o más cruel; el griego
había contemplado, con mirada penetrante, los espantosos cataclismos de lo que
se llama la historia universal y había reconocido la crueldad de la Naturaleza; y
se encontraba entonces expuesto al peligro de aspirar al aniquilamiento búdico
de la Voluntad. El arte le salva, y por el arte la vida le reconquista (Nietzsche, El
origen de la tragedia, V: 58).

En ese momento álgido de la tragedia, el griego estuvo a punto de tirar por el camino
budista de la aniquilación de la voluntad. Era un momento demasiado tenso. Y fue el arte
el que salvó a Grecia de ese nihilismo. El arte trágico trajo el bálsamo curativo que
consistió en cambiar lo que hay de horrible y absurdo en la naturaleza con bellas
imágenes. Eso es lo que hace el coro de sátiros: una síntesis entre el tenebroso mundo de
la cosa en sí y el bello de las apariencias. Ese coro expresa simbólicamente la relación
fundamental de fenómeno y noumeno; es la imagen refleja del hombre dionisíaco.
Los héroes trágicos como Edipo y Prometeo son personificaciones de Dionisos.
Sófocles y Esquilo saben entretejer armoniosamente en sus héroes lo apolíneo y lo
dionisíaco. Las apariencias luminosas que manifiesta el héroe con su serenidad y belleza
–máscara apolínea– ocultan los impulsos terribles de la naturaleza. A este precio se
consigue la llamada "serenidad" helénica. Edipo, la figura más trágica de la escena griega,
es un hombre noble y generoso; pero, a pesar de su bondad y sabiduría, está destinado al
error. Con su incesto y parricidio, personifica la sabiduría dionisíaca como abominación
contra la naturaleza; pero, gracias a ese sufrimiento, tiene un poder mágico bienhechor.
El Prometeo de Esquilo es un hombre que, igualándose a Titán, conquista su propia
civilización y roba a los dioses el fuego, obligándolos a aliarse con él. Pero este
atrevimiento, que es beneficioso para los hombres, ha de pagarlo con el sufrimiento:

El artista griego sentía, al contemplar estas divinidades, un oscuro


sentimiento de dependencia recíproca, y éste es el sentimiento que simboliza el
Prometeo de Esquilo. El artista titánico encontró en sí la arrogante convicción
de que era capaz de crear hombres, o por lo menos de poder aniquilar a los
dioses olímpicos, y esto por su superior sabiduría, que tuvo luego que expiar por
un sufrimiento eterno (Nietzsche, El origen de la tragedia, V: 65).

La tragedia griega muere con Eurípides. Esa muerte consistió en rechazar el


elemento dionisíaco original y sustituirlo por otro moralista y dialéctico. Tal fue la obra de
Eurípides que empatizó con el demonio socrático. Fue el espíritu socrático el que echó a
perder la tragedia griega. Eurípides es un poeta contemplativo, inmóvil, utiliza ideas frías

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y paradójicas en vez de contemplaciones apolíneas y entusiasmos dionisíacos. Su espíritu
crítico y su naturalismo son signos de pobreza e inferioridad poéticas. El principio que le
guía es "todo debe ser consciente para ser humano". Este es el comienzo de la
decadencia: la racionalización, la dialéctica y la concepción teórica del mundo se impone
a la concepción trágica, fabricando mundos celestes fuera de lo real.

1.2.4. El arte como sentido último del mundo

Según Nietzsche, la tragedia griega ocupó en la Antigüedad un lugar privilegiado


desde donde el mundo adquirió pleno sentido. Los trágicos griegos se distanciaron por
igual tanto de los asiáticos que concebían el mundo como apariencia engañosa como de
los romanos que hicieron de él un Imperio sometido a la fuerza de la voluntad. Los
trágicos ni negaron el mundo ni lo afirmaron como un cúmulo irracional de potencias;
sino que vieron en él un juego artístico en el que se animaron a participar. Esta es la tesis
central de El origen de la tragedia, donde Nietzsche afirma por todas partes que el
sentido último que los griegos dieron al mundo fue el arte. El mundo no tiene
justificación religiosa ni moral, sino estética. Lo que existe no es más que idea o intuición
de un artista, de un dios desprovisto de escrúpulos morales; para él, la creación y la
destrucción, el bien y el mal son sólo manifestaciones de su poder. Y, al crear esas
manifestaciones, se desembaraza de las contradicciones de sí mismo. El mundo, con
todo su devenir y sus imágenes cambiantes, es la objetivación liberadora de ese dios
artista:

Tenemos, ciertamente, el derecho de pensar que, para el verdadero


Creador, somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra más alta prez
es nuestra significación de obras de arte –únicamente como "fenómeno" estético
puede "justificarse" eternamente la existencia y el mundo–, y en realidad
tenemos casi tan escasa conciencia de esta función que nos está confiada, como
los guerreros pintados en un cuadro, de la batalla que allí se representa
(Nietzsche, El origen de la tragedia, V: 53).

Nosotros no nos identificamos con ese genio creador que se divierte eternamente
con el juego equilibrado de las potencias del mundo. Más bien nos quedamos engolfados
en el dolor de la lucha sin llegar a la perspectiva artística del conjunto. Eso lo hacen sólo
los genios en el acto de su producción artística y en cuanto se identifican con ese artista
primordial del mundo.
¿Puede el mundo resultar una obra de arte con todo el dolor, mentira y destrucción
que encubre? No hay más mundo que el que tenemos delante y este es todo lo cruel y
contradictorio que se quiera, pero real. Para vivir en él, se necesita fuerza y capacidad de
sobreponerse. El hecho de que la mentira sea imprescindible para vivir, forma parte del

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enigma de la existencia. Y Nietzsche destaca las principales formas de mentira: la
metafísica, la religión, la moral, la ciencia… Con ellas el hombre ha sobrellevado la
existencia; y así, aunque engañado, ha participado de la exhuberancia y poder de la vida.
Se ha alegrado como el artista y ha gozado de la mentira como de una nueva facultad. El
arte es el gran seductor y estimulante del vivir:

El arte y nada más que el arte. ¡El es el que hace posible la vida, gran
seductor de la vida, el gran estimulante de la vida!
El arte es la única fuerza superior contraria a toda voluntad de negar la
vida, es la fuerza anticristiana, la antibudística, la antinihilista por excelencia.
El arte como redención del hombre de conocimiento, de aquel que ve el
carácter terrible y enigmático de la existencia, del que quiere verlo, del que
investiga trágicamente.
El arte es la redención del hombre de acción, de aquel que no sólo ve el
carácter terrible y enigmático de la existencia, sino que lo vive y lo quiere vivir;
del hombre trágico y guerrero, del héroe (Nietzsche, La voluntad de poder, IV:
330).

El arte, pues, está más allá del optimismo y del pesimismo, de lo verdadero y de lo
falso. Por tanto, tiene más valor que la verdad. Es la actividad metafísica de la vida y
verdadera misión de ésta.
Pero el arte no es un estupefaciente para olvidarse de los males. Un hombre no
puede afrontar su insuficiencia si no está santificado por el arte. Éste es el aliciente para
soportar los dolores de la existencia. Pero el arte no es el guía para una acción inmediata.
En esto el artista, como todo hombre, tiene que valerse por sí mismo. El arte aparece al
evaluar las cosas, entonces las colorea de ilusión y ensueño:

Las luchas figuradas por el arte aparecen como simplificación de las luchas
reales de la vida; los problemas evocados por el arte son la simplificación del
problema, infinitamente más complicado, de la acción y de la voluntad
humanas. Pero precisamente en esto es en lo que reside la grandeza y la
necesidad absoluta del arte, en que hace nacer la apariencia de un mundo
simplificado, el espejismo de una solución más rápida del problema de la vida
(Nietzsche, Consideraciones intempestivas, I: 209).

Nadie de los que sufren en la vida puede prescindir de esta bella apariencia del arte,
como no se puede tampoco prescindir del sueño para poder vivir en la vigilia. Cuanto
más difícil se hace la vida, más se aspira a la apariencia de esta simplificación; y eso
aunque dure sólo unos instantes.

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1.2.5. Primacía de la tragedia sobre el pensamiento filosófico presocrático

Para acabar de componer el cuadro de la vida griega en la época trágica, Nietzsche


relaciona la filosofía presocrática con el espíritu trágico. La filosofía que va de Tales de
Mileto a Demócrito es, para él, la filosofía verdadera, la más pura, por estar cerca de la
fuente de ese espíritu. En todos esos filósofos hay una humanidad intacta, y viven lo que
piensan sin hacer divisiones entre pensamiento y acción. Desde luego, para Nietzsche, los
poetas trágicos son tipos mucho más completos que los filósofos. Y ello porque el
esplendor de la vida griega que brilla en los trágicos se nutre del mito en que confluían
Apolo y Dionisos dando a aquélla un carácter heroico a la vez que artístico. Ahora bien,
los filósofos se privaron de ese mito y es como si se hubieran retirado del sol para
refugiarse en la penumbra del pensamiento. Ellos buscaron un sol más puro que el mito y
creyeron encontrarlo en el conocimiento, en la verdad. En aquel momento, el
conocimiento acababa de nacer, era robusto y no conocíalas dificultades. Sufrió un
espejismo y se engañó creyendo que con un solo salto podría llegar al núcleo de las cosas
y así resolver el enigma del mundo:

Estos filósofos tenían una robusta fe en sí mismos y en su "verdad", con la


cual sobrepujaban a todos sus vecinos y antecesores; cada uno de ellos era un
"tirano" batallador y violento. Quizá la felicidad que proporciona la fe en la
posesión de la verdad no haya sido más grande en la historia, pero tampoco
hemos vuelto a ver la dureza, el orgullo, el carácter tiránico y malhechor de
aquella fe. Eran tiranos, es decir, lo que todo griego quería ser y lo era si
"podía" (Nietzsche, Humano, demasiado humano, I: 366).

Sus afirmaciones filosóficas iban acordes con este carácter tiránico; eran como
bloques marmóreos. Mas tarde Sócrates y Platón dirán que son pueriles, porque
describen el origen del mundo como si hubieran asistido a él. Pero esta niñez es vista por
Nietzsche como una juventud robusta y segura de sí misma.
También los filósofos presocráticos participan de la vida griega tejida en la lucha y la
competencia. Eran batalladores en la búsqueda de la verdad. Eso, y no una especulación
inmovilista, les daba una fe tal en la posesión de la verdad como no la ha habido en la
historia del pensamiento. Cuando por vez primera los filósofos defendieron su verdad en
las calles, sus almas estaban henchidas de altivez y celo. La lucha movía sus espíritus. Su
historia fue corta y violenta, se interrumpió bruscamente. Fue una generación fugaz, una
eclosión pródiga y excesiva. Sus dotes eran tan grandes y múltiples que no pudieron ir
despacio, sino que fue un esplendor intenso y repentino. Como el de una estrella que
estalla en un infinito haz de luz para desaparecer enseguida. Era una máquina maravillosa
en la que bastó arrojar una piedra para que saltara en pedazos. Esa piedra fue Sócrates:

Entre los griegos se avanza rápidamente, pero se retrocede rápidamente

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también; la marcha de toda la máquina es tan intensa, que una sola piedra
lanzada entre sus ruedas la hace saltar. Una de estas piedras, por ejemplo, fue
Sócrates; en una sola noche, la evolución de la ciencia filosófica, hasta entonces
tan maravillosamente regular, pero también demasiado apresurada, fue
perturbada (Nietzsche, Humano, demasiado humano, I: 366).

Los primeros griegos fueron para Nietzsche tipos de escultura que no volvieron a
darse. Formaron el tipo superior de vida filosófica: el gran pensador o poseedor de la
verdad. Dieron a su filosofía un carácter violento y aventurero como lo tenía el resto de
la vida y la política griegas. A estos filósofos les une el juicio último sobre el valor de la
existencia: vieron la vida en su plena perfección; su pensamiento no estuvo contaminado
–como lo está el pensamiento moderno– por la duda y la división entre el deseo de
libertad y el instinto de verdad. Con expresiones diferentes coincidieron en la afirmación
del mundo y una alegría de vivir vigorosa y exhuberante.
Aquella pléyade de pensadores que va desde Tales a Demócrito fueron todos ellos
caracteres de una pieza; su pensamiento estuvo vinculado intrínsecamente a su carácter;
no era algo postizo cultivado especulativamente al margen de la propia realidad y de la
del pueblo. Formaron, como dice Schopenhauer, una república de genios, no de sabios.
Cada uno de ellos tenía un rasgo y personalidad específicos. Pero el preferido de
Nietzsche es Heráclito. En él se justifica el devenir, ese eterno flujo y reflujo de las
cosas. Sólo es real ese perpetuo devenir de las cosas:

El devenir único y eterno, la radical inconsistencia de todo lo real, como


enseñaba Heráclito, es una idea terrible y perturbadora y emparentada
inmediatamente en sus efectos con la sensación que experimentaría un hombre
durante un temblor de tierra: la desconfianza en la firmeza del suelo (Nietzsche,
La filosofía en la época trágica de los griegos, V: 209).

La intuición de Heráclito consiste en que todo lo que está en el espacio y el tiempo


tiene un ser relativo y esta visión heracliteana refleja especialmente la mentalidad
dionisíaca. Parménides, sin embargo, se aproxima más a la visión apolínea: negando el
mundo sensible, quiere acceder a un espacio lleno de coherencia y de luz. Es un
pensador frío y penetrante. Lo verdadero es sólo el ser sin mezcla de no ser. Sólo existe
la eterna unidad. Parménides se empeñó en la realidad de lo abstracto; pero el
pensamiento no puede ser criterio de realidad y, con esta posición, su filosofía es el
preludio de la futura ontología. Estos son algunos ejemplos de aquella filosofía que iba a
la par de la tragedia. Su pensamiento es pesimista y, a la vez, artísticamente optimista. La
realidad es contradictoria y engañosa pero la visión del filósofo es capaz de ver en ella la
unidad perfecta.

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1.3 Crítica del racionalismo en la historia de la filosofía occidental: desde
Sócrates hasta Schopenhauer

Con la visión estético-heroica de la tragedia griega de fondo, Nietzsche aborda la


crítica e interpretación del pensamiento occidental. Después de esa deconstrucción,
elabora su propia alternativa o proyecto filosófico. Para él, la verdadera filosofía ha sido
la presocrática. Todo lo que ha venido más tarde ha sido decadencia sin paliativos.
Después de aquellos tipos únicos, ha venido una corrupción que no ha parado hasta hoy.
El primer decadente fue Sócrates. Era un hombre cansado de vivir; su "daimon" le
suministraba constantemente alucinaciones, con lo cual daba la apariencia de un ser
extraño. Todo en él era exagerado y equívoco:

La decadencia que había en Sócrates está revelada no sólo por la disolución


y anarquía confesada de los instintos; está revelada también por la superfetación
del lógico y aquella malignidad de raquítico que le distinguía. No olvidemos
tampoco aquellas alucinaciones del oído, que fueron interpretadas en un sentido
religioso como el "demonio de Sócrates". Todo en él era exagerado, bufo,
caricatura; todo era al mismo tiempo oculto, repleto de equívocos, subterráneo
(Nietzsche, El ocaso de los ídolos, IV: 404).

Con Sócrates, el gusto griego de lo trágico se corrompe a favor de la dialéctica; y, a


la dialéctica, se acude por desconfianza, cuando no se dispone de ningún otro medio. La
dialéctica excita la duda porque, ante ella, todo parece tener el mismo valor enzarzándose
en un juego interminable que termina en nada. Por otro lado, junto a la dialéctica,
Sócrates exhibe su ironía. Nietzsche entiende la ironía socrática como una expresión de
rencor plebeyo, como una forma de venganza. Era una manera de aniquilar el instinto de
conocer de los oyentes; todo terminaba en tablas, en nada. A Nietzsche le escama tanta
ironía. Cuando Sócrates, a la hora de morir, manda a Alcibíades que sacrifique en su
nombre un gallo a Esculapio, en el fondo, lo que hace es devolver su vida a los dioses
como un regalo inútil. Es decir, Sócrates menosprecia la vida y entiende la existencia
como una enfermedad; lo que hizo fue poner a mal tiempo buena cara. Su pesimismo
estaba latente bajo su ironía y sus preguntas. Pero lo ocultó bajo el ejercicio de la razón;
y así desarrolló unilateralmente la inteligencia como una tiranía contra los instintos.
Sócrates combatió la sabiduría instintiva para potenciar la dialéctica de la razón:

Mientras que en todos los hombres el instinto, en lo que se refiere a la


génesis de la productividad, es precisamente la fuerza poderosa, positiva,
creadora, y la razón consciente una función crítica, desalentadora, en Sócrates
el instinto se revela como crítico y la razón es creadora: ¡verdadera
monstruosidad por "defectum"! (Nietzsche, El origen de la tragedia, V: 77).

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Dando primacía al conocimiento y al juicio, Sócrates arruinó el espíritu trágico,
desviando la fuerza de éste hacia la dialéctica y el saber; el impulso de los instintos es
dirigido hacia la moral y la ciencia. Sócrates domestica al hombre e, identificando razón y
virtud, disuelve los instintos griegos. La moral socrática fomenta los sentimientos contra
la vida y esto es señal de decrepitud. Cuando el saber se independiza de la vida, se hace
sistemático y engendra una cultura muerta. Aquí están ya los síntomas de la decadencia
de la cultura moderna: moralismo, exaltación del hombre teórico e identificación de
conocimiento y virtud.
Sócrates configuró en sí mismo por vez primera el hombre teórico creyendo que el
pensamiento es capaz de penetrar y reformar la existencia:

Comprobamos también una "ilusión" profundamente significativa,


encarnada por primera vez en la persona de Sócrates: esta inquebrantable
convicción de que el pensamiento, por el hilo de Ariadna de la causalidad, pueda
penetrar hasta los más recónditos abismos del ser, y tiene el poder, no sólo de
conocer, sino también de "reformar" la existencia (Nietzsche, El origen de la
tragedia, V: 82).

Para Nietzsche fue el amor a la ciencia lo que salvó a Sócrates del pesimismo y del
vértigo de la aniquilación. Así fraguó el modelo de optimismo teórico frente al pesimismo
real creyendo que el conocimiento es la vocación más noble de la humanidad. Contra
esto chocaba el espíritu trágico que Sócrates veía como irracional: causas sin efectos y
efectos sin causas formando un conjunto confuso donde no había inteligencia y verdad.
Pero el espíritu científico socrático fue desplazando y destruyendo el mito que
alimentaba la tragedia primando definitivamente una concepción teórica del mundo.
Pero la obra maestra de Sócrates fue seducir a Platón y ganarlo para su causa. Su
auténtica alma era poética, pero, por obra de Sócrates, terminó dialéctica; aun así, los
diálogos platónicos fueron el refugio salvador del naufragio de la poesía antigua, al
rescoldo de esa vena poética de Platón. Pero la dialéctica platónica construyó,
prescindiendo de los sentidos, un mundo superior. Inventó el espíritu puro y el bien en sí,
refrenando dogmáticamente la superstición popular y dando así cabida a las manías
religiosas:

La filosofía dogmática revistió una máscara de esta clase, cuando se


manifestó en la doctrina de los "Veda" en Asia o en el platonismo en Europa. No
seamos ingratos con ella, aunque haya que confesar que el error más nefando,
el error más penoso y más peligroso que se cometió jamás fue un error de los
dogmáticos, me refiero a la invención del espíritu puro y del bien en sí hecho
por Platón (Nietzsche, Más allá del bien y del mal, III: 459).

Esta aspiración a lo invisible fue revestida de erotismo y, de esta forma, el instinto de

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conocimiento fue cubierto de un tinte afrodisíaco:

Platón describió el instinto de conocimiento como instinto afrodisíaco


idealizado siempre tras la belleza. La suprema belleza es la que se revela al
pensador. Esto es un hecho psicológico; él debió sentir un goce sensual en la
contemplación de sus universales, que le recordaban el placer afrodisíaco
(Nietzsche, Tratados filosóficos contemporáneos de "Aurora", II: 210).

Pero lo que no es griego en Platón es su menosprecio por la vida; con su código de


ideas propició el apartamiento de la realidad y separó los instintos de sus lazos con la
polis.
La decadencia sigue adelante con el sistematismo y la lógica aristotélica. Cuando el
saber se hace lógico, se sistematiza, se dogmatiza y, así, el pensamiento muere. Eso fue
lo que hizo Aristóteles. La vida ha perdido su savia y necesita renovación. Hace falta un
nuevo impulso dionisíaco que despierte las energías ocultas; que limpie del virus
antinatural del conocimiento científico y de la conciencia moral.
Después de Aristóteles, hay una eclosión de escuelas que se pueden simplificar en
una bifurcación: la corriente mística de Plotino que ahonda todavía más el abismo entre
mundo sensible e inteligible, dando consistencia a éste sobre aquél. Y la naturalista que
niega los escapes místicos e invita a vivir el presente. El estoicismo quiere vivir de forma
natural; pero, vivir conforme a la naturaleza, es imposible:

¿Vosotros queréis vivir "con arreglo a la Naturaleza"? ¡Oh nobles estoicos,


qué engaño el vuestro! Imaginad una organización tal como la Naturaleza,
pródiga sin medida, indiferente sin medida, sin intenciones y sin miramientos,
sin piedad y sin justicia, a un mismo tiempo fecunda, árida e incierta, imaginad
la indiferencia misma erigida en poder: ¿cómo podríais vivir conforme a esta
indiferencia? Vivir ¿no es precisamente la aspiración a ser diferente de la
Naturaleza? (Nietzsche, Más allá del bien y del mal, III: 464-465).

Lo que el estoicismo quiere más bien es imponerse a la naturaleza; penetrar en ella


con su moral, con su ideal; hacer de ella una imagen propia.
Epicuro en cambio creyó que la conciencia podía descansar dejando a un lado los
problemas últimos: Dios, la inmortalidad…, el alma… Cuando el hombre piensa en esos
problemas, no hace más que meterse en laberintos. Es mejor "un jardincito, higos, queso
y, además, dos o tres amigos: esa fue la opulencia de Epicuro" (Humano, demasiado
humano, I: 615).
Pero aquí es donde el cristianismo toma su aliento y, apoyándose en la decadencia
griega, pero especialmente en el idealismo platónico, elabora una cosmovisión en la que
se denigra de nuevo el mundo sensible y se consuma la consistencia y exaltación del
mundo invisible.

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El Renacimiento fue un atisbo genial de vuelta a la Antigüedad. Supuso un olvido del
absorbente mundo celeste y apareció la fe del hombre en sí mismo capaz de hacer y
embellecer un mundo nuevo. Fue esta la ocasión que Occidente tuvo de eliminar su
enfermedad de deseos trascendentes y llevar, a semejanza de los griegos, una vida
autónoma llena de belleza y frescura. Pero la Reforma truncó este movimiento y, con el
desquite de valorar la acción y la vida temporal, volvió la cara a un Dios más distante y
enemigo del hombre de lo que había sido el Dios cristiano-medieval. Reforzó la
autonomía del mundo secular pero como olvido de ese Dios exigente.
En Occidente hubo un último intento de hacer surgir el elemento trágico dionisíaco
de los griegos para configurar un mundo nuevo. Fue el romanticismo alemán que tantas
esperanzas generó; pero, una vez más, el ansia de absoluto traicionó el movimiento. Los
largos siglos de cristianismo habían alimentado una fe en el Dios absoluto que ahora
dejaba su trascendencia y se introducía en el mundo de forma inmanente; se convertía
así en una fuerza omnicomprensiva ante la que el hombre quedaba desposeído de su ser
individual y manejado como instrumento para una tarea que le trascendía. El viejo ideal
humanista griego fue traicionado esta vez por entidades que ocultaban reminiscencias
cristianas. Esas entidades van desde el imperativo categórico kantiano, pasando por el
"yo" de Fichte y el "Espíritu absoluto" de Hegel hasta llegar a la "Voluntad" de
Schopenhauer.
Especialmente revelantes han sido estos dos últimos: Hegel y Schopenhauer, aunque
con visiones contrapuestas. Hegel llevó al súmmum la racionalización de la realidad y su
historificación. El absoluto trascendente fue proyectado en la historia universal como
motor inmanente que anima ésta desde dentro. El sistema hegeliano ha transmutado el
instinto filosófico por la racionalización de la historia: todas las épocas, hechos,
civilizaciones e individuos tienen sentido en tanto son peldaños de ese proceso universal.
Esto es una especie de divinización de todo lo ocurrido, pero sustrayendo su esencia y
sentido para dárselos al conjunto. Y esto es sumamente peligroso:

Si ha habido momentos peligrosos en la civilización alemana de este siglo,


creo que el más peligroso ha sido el provocado por una influencia que subsiste
aún, la de esta filosofía, la filosofía hegeliana. La creencia de que se es un ser
rezagado en su época es verdaderamente paralizadora y muy a propósito para
provocar el mal humor; pero cuando semejante creencia, por una inversión
audaz, se dedica a divinizar este ser rezagado, como si verdaderamente fuese el
sentido y el fin de todo lo que ha pasado antes que él, como si su miseria sabia
equivaliese a una realización de la historia universal, entonces esta creencia nos
parecería terrible y devastadora (Nietzsche, Consideraciones Intempestivas, I:
87).

La filosofía hegeliana ha inventado esta forma de paralización que consiste en una


consideración histórica de las cosas; ésta lleva consigo el empeño por racionalizar todo,
incluso lo absurdo. Y así lo irracional de tantos hechos humanos, tales como conquistas

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crueles, destrucciones, etc., no son sólo algo racional, sino necesario para la madurez del
espíritu. Se justifica cada época en aras de un proceso universal que se autodenomina
"concepto que se realiza a sí mismo", "dialéctica del espíritu de los pueblos" y "juicio de
la humanidad":

Por mofa, se ha llamado a esta interpretación de la historia la marcha de


Dios sobre la tierra, el cual Dios, por lo demás, es una mera creación de la
historia. Este dios de los historiadores no ha llegado a una clara comprensión de
sí mismo sino en los límites que le trazan los cerebros hegelianos; ya se ha
elevado por todos los grados de su ser posible, desde el punto de vista
dialéctico, hasta esta autorrevelación; de suerte que, para Hegel, el punto
culminante y el punto final del proceso universal coincidirían con su propia
existencia berlinesa (Nietzsche, Consideraciones Intempestivas, I: 87).

Hegel debiera haber detenido el proceso histórico en el momento en que le tocaba


vivir. Pero no, determinó los acontecimientos futuros en orden al proceso universal. Ese
es el poder de la historia que lleva a la idolatría de los hechos. Cada uno de éstos oculta
en sí una necesidad racional; todo acontecimiento es la victoria de la lógica o de la idea.
Por tanto, sólo queda acatar la necesidad de los hechos. Tal es la religión del poder
histórico que Nietzsche califica de lógica sin razón y contingente.
Por contra, para Schopenhauer, todo lo que sucede carece de sentido porque
depende también de otra divinidad, pero ciega e irracional: la todopoderosa voluntad de
vivir. De modo que también aquí se aparece un disfrazado ideal teológico y metafísico al
amparo de esa voluntad omnipotente. Ésta es el fundamento y raíz de todo fenómeno,
anterior a toda inteligencia. La luz que emana de ésta es el único camino para suprimir de
forma débil y provisional el poder de la voluntad. ¿Y cuál es la esencia de ésta? La
voluntad en el vacío, ¿no es una palabra carente de sentido? Precisamente porque la
voluntad en sí es ciega e irracional es por lo que su negación metafísica constituye el
sentido de la vida. Esa negación queda restringida a la inteligencia humana. El hombre de
Schopenhauer toma en sí el sufrimiento voluntario y, con él, suprime su propia voluntad
personal; de esta forma prepara esa transformación o aniquilamiento de su ser cuyo logro
es el objetivo de la existencia. Eso le parece a Nietzsche una explosión de malignidad:

Pero hay una manera de negar y destruir, que es precisamente la voz de ese
poderoso deseo de santificación y de liberación, cuyo primer imitador filosófico,
Schopenhauer, se presentó entre nosotros los hombres profanadores y
verdaderamente frívolos. Toda existencia que puede ser negada merece también
serlo: ser veraz equivale a creer en una existencia que no podría ser
absolutamente negada y que es verdadera y está exenta de toda mentira
(Nietzsche, Consideraciones Intempestivas, I: 122).

30
Para Schopenhauer, la felicidad es imposible. El fin de la vida es mortificar a la
voluntad que se extinguirá en el nirvana. Este es el nihilismo que Nietzsche ataca en
Schopenhauer, pues es una radical negación del impulso mismo del vivir. Contra
Schopenhauer, Nietzsche propone la anulación de aquellos valores que desde Sócrates y
el cristianismo han servido para negar los instintos. Schopenhauer ha ido también en esta
línea y es ahí donde Nietzsche reclama su nihilismo destructivo: es preciso erradicar
aquellos valores que han arruinado la vida.

1.4. Crítica del concepto racionalista de la filosofía

1.4.1. La filosofía nace de los instintos

Contra lo que a primera vista pudiera parecer, la filosofía no es una visión abstracta
del mundo. Nietzsche se plantea desde el principio si no es un síntoma de decadencia
dirigir la atención a las ideas generales; eso supone una disgregación de la voluntad, que
es la tierra natal de la que se nutre el pensamiento. En las épocas bárbaras, el individuo
se aplica siempre, confiando en la plenitud de su fuerza, a obrar conforme a sus juicios, a
poner sus ideas en acción. Pero si el vigor del hombre se relaja, si se siente fatigado o
melancólico, y por tanto sin deseos y apetitos, entonces se hace reflexivo, pensador. Esto
quiere decir que la mayor parte del pensamiento consciente, y por tanto del filosófico,
tiene su origen en las actividades instintivas:

Así como el acto del nacimiento no entra en cuenta en el conjunto del


proceso de la herencia, así también el hecho de la "conciencia" no está en
oposición, de una manera decisiva, con los fenómenos instintivos: la mayor
parte del pensamiento consciente en un filósofo está secretamente regida por sus
instintos, y se ve forzado a seguir una vía trazada. Detrás de la misma lógica y
de la autonomía aparente de sus movimientos hay evaluaciones de valores, o,
para expresarme más claramente, exigencias físicas que deben servir al
mantenimiento de un género de vida determinada (Nietzsche, Más allá del bien
y del mal, III: 462).

Querer suprimir esta sensualidad que da lugar al pensamiento le parece a Nietzsche


una hipocresía o una enfermedad. Y en ese sentido cree que los artistas están más cerca
de la realidad que los filósofos porque aquéllos no perdieron los rieles sobre los que
camina la vida y amaron los sentidos. Sin embargo los filósofos fueron calumniadores de
lo sensible para llegar a mundos abstractos de verdades. Pero esto, dice Nietzsche, es
una historia lamentable: ver que el hombre busca un principio sobre el que apoyarse para
despreciarse a sí mismo, inventar otro mundo para calumniar éste y salir de él. De hecho,

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el filósofo extiende la mano hacia la nada y de esta nada saca un "dios", una "verdad", un
"ser". Ha combatido la realidad de la apariencia y el dolor para arribar al conocimiento
abstracto y a la virtud general.
En esta misma línea, otro síntoma de separación de la filosofía respecto a la vida es
la distinción entre teoría y práctica, valorando sólo la primera y menospreciando la
segunda:

Distinción funesta, como si existiese un instinto particular del conocimiento,


que, sin consideración a las cuestiones de utilidad y de peligro, se precipitase
ciegamente hacia la verdad; y luego, aparte de este instinto, todo el mundo de
los intereses prácticos […] (Nietzsche, La voluntad de poder, IV: 166).

Nietzsche trata de mostrar qué clase de instintos han actuado detrás de los
conocimientos teóricos puros; todos ellos, bajo el imperio de los instintos, se han lanzado
a lo que se llama "verdad", que es una forma de apropiación de algo. Por eso los
sistemas filosóficos han luchado unos contra otros so pretexto de alcanzar lo verdadero;
pero esa lucha era la de determinadas formas de vitalidad, de poder, de supremacía de la
raza, etc.
El instinto de conocimiento debe ser reducido a un instinto de apropiación y
dominio; conforme a éste, se han desarrollado los sentidos, la moral, la cultura.
Más aún, todo conocimiento y, en el fondo, toda filosofía son expresión del autor y
de su edad de vida. Del autor porque una gran filosofía es la confesión de su autor, una
especie de libro de memorias involuntarias o insensibles. Según Nietzsche, de ahí salen
las intenciones morales, las afirmaciones metafísicas y los conocimientos teóricos; pero
estas cosas son sólo instrumento de expresión de los verdaderos intereses que son los
asuntos familiares, las posturas políticas, los temas económicos. Pero también la filosofía
es expresión del momento en que se vive; no se hace filosofía de igual manera en la
juventud que en la vejez:

La edad de la vida en que un filósofo ha encontrado su doctrina se


reconoce en su obra. No puede impedirlo por más que él se figure que planea
por encima del tiempo y de la hora. Así es como la filosofía de Schopenhauer
subsiste como la imagen de la "juventud" ardiente y melancólica; no es una
concepción para hombres más viejos; así es como la filosofía de Platón
recuerda los treinta y cinco años, poco más o menos, época en que una
corriente fría y otra cálida se encuentran generalmente con impetuosidad,
levantando polvo y algunas pequeñas nubes, y en tiempo favorable produce,
cuando el sol lanza sus rayos, un arco iris encantador (Nietzsche, Humano,
demasiado humano, I: 535).

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1.4.2. Perfil del verdadero filósofo

De esta circunstancia particular del filósofo debe arrancar la reflexión sobre el origen
y perfil de la filosofía. Quizá la tarea del filósofo debiera consistir en conciliar lo que
aprende de niño con lo que aprende de la experiencia como hombre adulto. Para
Nietzsche la filosofía es tarea de jóvenes, ya que éstos ocupan un lugar intermedio entre
el niño y el adulto y tienen necesidades medias. Ser filósofo es, por tanto, algo difícil de
lograr, pues éste tiene que compaginar el experimentar y el saber, la necesidad y la
libertad; es preciso haber nacido predestinado para vivir en un mundo superior y ser
disciplinado por él y, así, ver lo que la mayoría no ve:

Es preciso conocer no sólo la marcha atrevida, ligera, delicada y rápida de


sus propios pensamientos, pero ante todo la disposición para las grandes
responsabilidades, la altura y la profundidad de la mirada imperiosa, el
sentimiento de ver algo distinto de la multitud, de los deberes y de las virtudes
de la multitud, la protección y la defensa de lo que es mal comprendido y
calumniado, ya sea Dios o el diablo (Nietzsche, Más allá del bien y del mal,
III:535).

Un filósofo para Nietzsche es un hombre que experimenta, ve, oye, sospecha,


espera y sueña constantemente con cosas extraordinarias, que se siente impresionado con
sus propios pensamientos; como si éstos vinieran de fuera o de dentro propiciando una
tempestad en la que él tiene que poner orden. Y todo ello en un ámbito de libertad;
libertad de estrecheces ideológicas y políticas, libertad de necesidades económicas, de
relación con el Estado. No ha de estar sometido a imperativos categóricos porque el
sentimiento de estar subyugado a algo es lo que seca y destruye. Lo que vivifica es la
libertad personal de hacer con alegría lo que se quiere. Son los espíritus libres los que son
capaces de ver por encima de los intereses y adivinar el futuro. Precisamente por estar
sobre la estrechez de la mirada de los demás es por lo que el filósofo ve más claro.
Pero ¿cuál es la misión del filósofo ornado con estas cualidades? La filosofía no es
un conocimiento noble y último de las cosas, que traiga calma y consolación a la vida
presente:

En cambio, para mí, la cuestión esencial de toda filosofía me parece ser


averiguar hasta qué punto las cosas tienen una forma y un carácter inmutable,
para poder luego, cuando esta cuestión haya sido resuelta, perseguir con ardor a
toda prueba el "mejoramiento de lo que en este mundo es concebido como
susceptible de cambio". Esto es lo que enseñan también los verdaderos filósofos
con sus propios actos, trabajando por mejorar las variables ideas de los hombres
y guardando para ellos solos la sabiduría adquirida (Nietzsche, Consideraciones
Intempestivas, I: 205).

33
En definitiva, es resolver el enigma del mundo. Tal es el deseo secreto de los
filósofos. Y se trata de hacer eso de la manera más sencilla. La ambición sin límites y el
goce de ser el "descifrador del mundo" llena los sueños del pensador. Nada le parece
valer la pena en este mundo más que encontrar el medio de llevar a cabo ese fin. Así la
filosofía es la lucha suprema por la supremacía del espíritu.
Pero esta tarea no es fácil. El filósofo se encuentra con toda clase de dificultades
para llevarla adelante. Fundamentalmente los prejuicios de la sociedad en que vive:

Cada vez me parece más cierto que el filósofo, en su cualidad de hombre


necesario de mañana y de pasado mañana, siempre se ha encontrado y se ha
debido encontrar en contradicción con su época; su enemigo fue
constantemente el ideal de hoy día. Hasta el presente, todos esos promotores
extraordinarios del hombre que se llaman filósofos y que ellos mismos se han
considerado rara vez como amigos de la sabiduría, sino más bien como locos
insoportables y enigmas peligrosos, tuvieron por tarea (tarea difícil, involuntaria,
inevitable), y reconocieron la grandeza de su tarea, ser la mala conciencia de su
época (Nietzsche, Más allá del bien y del mal, III: 533).

El filósofo tiene que aplicar el bisturí a las "virtudes de la época" para que surja una
nueva vida. Bajo esas virtudes late la hipocresía, la comodidad, la mentira… Y, según
Nietzsche, el filósofo debe ser implacable con todo esto. El filósofo es nihilista porque
tiene que reducir a la nada los falsos ideales de su tiempo; éstos son los que han
dificultado la marcha de la filosofía. En eso consiste la objetividad del filósofo: en ser
indiferente ante los valores morales y culturales con los que se encuentra. Más aún, en
principio tiene que desconfiar de ellos; por eso a la filosofía hay que denominarla "arte de
desconfiar" más bien que "amor a la verdad". Pero esto produce dolor y aversión.
Cuanto más crezca por encima de los hombres y de las cosas, el pensador estará
satisfecho de sí mismo, pero será rechazado por los demás. Por su crítica, el filósofo es
tenido por un perverso en la sociedad ya que es visto como un crítico de costumbres,
disolvente de valores, contrario a la moralidad. La sociedad rechaza la vida que carezca
de esa "verdad" que ella se ha fabricado para sí misma. Por eso, el hombre emancipado
de esos lazos sociales debe volar libremente y sin temor por encima de costumbres, leyes
y apreciaciones tradicionales de las cosas. Y esto es lo que él comunica a sus semejantes,
aunque éstos le rechacen sin piedad.

1.4.3. La filosofía con relación a la ciencia

La filosofía, según Nietzsche, esclarece más su naturaleza cuando se la compara con


la ciencia. El espíritu de ésta es poderoso en la parte, no en el todo. La ciencia busca la
utilidad y, como consecuencia, trata las cosas de modo impersonal. La filosofía, en

34
cambio, vuela sobre esa utilidad inmediata para ir a otra más alta desde donde da a la
vida y a la acción el sentido más profundo posible. Ese sentido es sobre todo la liberación
de toda tiranía física y psicológica, incluida la del conocimiento lógico. Así pues, los
logros de los científicos se plasman en cosas útiles. Pero los filósofos son naturalezas
más raras, difícilmente coronados por el éxito y que muy pocas veces llegan a la perfecta
madurez. Por lo regular, son hombres desagradables, presuntuosos, tercos, que no
pueden vivir más que en su propia atmósfera, en su propio terreno. Nietzsche insiste en
el valor del filósofo sobre el científico. Aquél debiera haber pasado por todas las escalas
del espíritu para recorrer el círculo de los valores humanos y, desde ahí, poder mirar
todas las lejanías y horizontes. A los científicos les corresponde hacer visible todo lo que
ha pasado para abreviarlo y hacerlo manejable. Es esta una tarea prodigiosa al servicio de
la cual la voluntad puede encontrar satisfacciones. Pero la misión de los filósofos es
mandar e imponer la ley:

Los filósofos dicen: "esto debe ser así". Determinan, ante todo, la dirección
y el porqué del hombre y disponen para esto del trabajo preparatorio de todos
los obreros filosóficos, de todos los sojuzgadores del pasado; cogen el porvenir
con mano creadora y todo lo que ha sido les sirve de medio, de instrumento, de
martillo. Su "investigación del conocimiento" es "creación", su creación es
legislación, su voluntad de verdad es… "voluntad de poder" (Nietzsche, Más
allá del bien y del mal, III: 533).

La ciencia es, pues, seca, árida, enojosa. La filosofía es su embellecimiento. Porque


ella ofrece el espejismo de la ilusión, la fuerza mágica, el encantamiento, la solución de
los enigmas y el impulso vital. El mundo, tal y como la ciencia nos lo presenta, se ha
hecho frío y hostil a nuestros sentimientos.
Para Nietzsche, el sentido de la ciencia no es establecer la verdad, sino eliminar la
confusión; de ese modo pone orden en la acumulación de fuerzas y medios de poder
para utilizarlos en beneficio de la vida humana. Esa confusión es eliminada mediante
hipótesis y postulados que todo lo explican; así va eliminado la repugnancia del intelecto
por el caos. La ciencia tiene el atractivo de dar coherencia, de ordenar lo disperso. De
esta manera resulta una especie de reflexión práctica sobre nuestras condiciones de
existencia. La ciencia ha establecido claramente la sucesión de las cosas en su curso para
dominar la naturaleza e imitarla, para sus fines. Por eso esclarece las oscuridades y, al
hacerlo, crea placer. Goethe sabía lo que caracteriza al hombre de ciencia: es el culto a
un ideal en que todas las facultades se unifican como los ríos en el mar.

1.5. Objeciones irracionalistas a la metafísica occidental

Pero, por mucho tiempo, la filosofía, en vez de emplear el bisturí para deshacer los

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errores y falsas virtudes que el hombre continuamente se fabrica, ella misma se ha
construido muchas ilusiones para huir de esa referencia oscura y cambiante en que el
hombre tiene que hacer su vida. De modo que ella ha caído también bajo sospecha
cuando ha construido mundos metafísicos para huir de lo real. Siempre le ha escocido al
hombre la inseguridad de la vida, la falta de certeza, la provisionalidad de su
conocimiento. Ante eso, la metafísica ha optado por construir un mundo ilusorio, seguro,
cierto y estable. Tal es la psicología del metafísico como también la del hombre religioso
y moral. La propensión a querer tener una certeza absoluta de las cosas primeras y
últimas es una tendencia metafísica cubierta de supervivencia religiosa, como si el
hombre no tuviera derecho a estar continuamente preguntándose sobre esas cosas:

Nosotros no tenemos "necesidad" de estas certidumbres alrededor del


supremo horizonte para vivir una vida humana plena y sólida, como la hormiga
no la necesita para ser una buena hormiga. Antes bien, nos es preciso poner en
claro de dónde proviene realmente la importancia que hemos atribuido a cada
cosa durante mucho tiempo, y para esto tenemos necesidad de la "historia" de
los sentimientos morales y religiosos. Pues solamente bajo la influencia de estos
sentimientos se han hecho tan graves y tan temibles estos problemas
culminantes del conocimiento (Nietzsche, Humano, demasiado humano, I:
566).

Desde la más remota Antigüedad se han hecho afirmaciones completamente


gratuitas en estas materias invitando a aceptarlas como creencias más que a debatirlas.
Nietzsche invita a tomar con indiferencia estas cuestiones; cualquier cosa del mundo
corriente es, para él, más importante que el fin del hombre, el destino después de la
muerte, Dios, etc. Es necesario que nos reconciliemos con los objetos inmediatos y que
apartemos con menosprecio nuestra mirada de esos fantasmas metafísicos.
Para Nietzsche, la causa de la construcción de la metafísica es la negación del
mundo del devenir con toda la plurivalencia, colorido y contradicción que éste lleva
consigo. En primer lugar, se ha creído que la causa de nuestros mayores sufrimientos era
nuestro afán de poder, voluptuosidad, impulsos… Todo eso ha sido tratado con saña y,
en su lugar, se ha creado un Dios opuesto al mal, una realidad negadora de deseos y
pasiones. En segundo lugar, se ha negado lo irracional, lo arbitrario, lo contingente, como
si fuera la causa de múltiples daños físicos; y, en lugar de esto, se puso el "ser en sí"
concebido como racionalidad absoluta. En tercer lugar, se ha temido el cambio, lo
perecedero, lo contradictorio, sustituyéndolo por la sustancia inmutable y consistente.
Pero, contra el valor de lo eternamente igual a sí mismo, hay que resaltar el valor de lo
pasajero y lo fugaz. En definitiva, el mundo metafísico es un cúmulo de negaciones
correspondientes a las cualidades del mundo sensible:

Este mundo es aparente: por consiguiente, hay un mundo-verdad; este

36
mundo es condicionado: por consiguiente, hay un mundo sin contradicciones;
este mundo está en su devenir: por consiguiente, hay un mundo que es; todas
éstas no son más que conclusiones falsas (resultado de una confianza ciega en la
razón: si A existe, es preciso igualmente que exista su contrario B). El
sufrimiento es lo que inspira estas conclusiones; en el fondo, todo esto no es
más que el deseo de un mundo semejante; igualmente el odio de un mundo que
hace sufrir se expresa por el hecho de que se imagine otro, un mundo más
precioso; el rencor de los metafísicos respecto de la realidad se hace aquí
creador (Nietzsche, La voluntad de poder, IV: 221).

Nietzsche se pregunta cómo puede nacer una cosa de su contraria; por ejemplo, la
verdad del error, el acto desinteresado del acto egoísta, la contemplación pura de la
concupiscencia. Tal origen parece imposible. Esas cosas de tan alto valor parece que no
pueden salir de este mundo pasajero, engañador, ilusorio. Por el contrario, en el seno del
ser, en lo inmutable, en la divinidad, en la "cosa en sí", es donde debe encontrarse su
razón de ser. Esa manera de apreciar constituye el prejuicio típico en el cual se reconoce
a los metafísicos de todos los tiempos.
Este prejuicio se fundamenta en una evasión del mundo real del devenir. En vez de
afrontar el pluralismo y la oscuridad de éste, se construye uno coherente, en el que se
satisfaga nuestro anhelo de quietud y felicidad; un mundo de verdad en que ni
engañemos ni seamos engañados. Pero la idea de ese mundo ha sido siempre empleada
contra éste, como arma crítica contra él. Y esto para Nietzsche indica que los hombres
que piensan así están a disgusto aquí, no saben valorar lo que tienen, lo que son, lo que
los rodea. Son seres enfermos, disconformes consigo mismos, no merecen estar aquí. Un
individuo sano tiene que ver como enemigo aquello que se le presenta extraño y
desconocido. Estos hombres están enfermos porque, en ellos, pesa más el cansancio que
el instinto de vida; y es ese cansancio el que ha creado el mundo ideal. Un hombre o un
pueblo que está orgulloso de sí mismo, que está en los comienzos de su vida ascendente,
no desea algo diferente que niegue esa vitalidad actual.
En esta tarea de desvalorización del devenir, la metafísica ha tenido un aliado: el
lenguaje. A Nietzsche le causa un gran impacto darse cuenta de que el conocer el nombre
de las cosas suele ser más importante que saber lo que éstas son. La reputación, el
nombre, el aspecto, la importancia de una cosa, se han arrojado sobre ella como una
vestidura hasta identificarla por esos rasgos subjetivos. Así convertimos las cosas en
nuestro propio cuerpo. Y la apariencia primitiva termina por convertirse en la esencia de
las cosas. Con eso, el lenguaje lleva al más grosero fetichismo; pues ve agentes y
acciones en todas partes; cree que la voluntad subjetiva es la causa de las cosas:

El lenguaje cree en el "yo", en el yo como un ser, en el yo como sustancia,


y proyecta, sobre todas las cosas, la creencia en el yo sustancia; crea con esto la
noción de "cosa" […]. El ser es pensado e introducido en las cosas como causa,
es "supuesto"; de la concepción del yo se sigue precisamente como deducción el

37
concepto del "ser". Al principio aparece aquel grande y profundo error de creer
que la voluntad es una cosa que obra, que la voluntad es una "facultad" […].
Hoy sabemos que es simplemente una palabra (Nietzsche, El ocaso de los
ídolos, IV: 409).

Luego se han manejado esas palabras como categorías ciertas de la razón que de
ninguna manera pueden venir del empirismo; al contrario, es todo empirismo el que está
en contradicción con ellas. ¿De dónde venían entonces esas categorías? De un mundo
superior en el que hemos habitado anteriormente. Nietzsche arrecia la crítica diciendo
que debemos haber sido divinos porque tenemos razón. Esa fue la revolución platónica,
adoptada luego por el cristianismo. El platonismo cree que cuanto más sutilizada,
adelgazada y volatilizada esté una cosa, más valor tiene; más aún, cuanta más "idea"
tiene una cosa, más ser tiene también. Invertía el concepto de realidad haciendo de lo
sensible el error y de la idea, la realidad. En definitiva, el poder de la metafísica
occidental prefirió la apariencia al ser, la mentira y la invención a la verdad.
Otra forma de presentar esta división entre el mundo del devenir y el mundo real es
la distinción entre fenómeno y noumeno. Kant no tenía por qué hacer esta distinción. Él
mismo se había cercenado el derecho a hacerlo al rechazar como ilícito el razonamiento
que postulaba una causa para el fenómeno. Y esto por su misma concepción del principio
de causalidad como únicamente aplicable a las relaciones entre fenómeno y cosa en sí.
Los conceptos de causa y efecto, considerados psicológicamente, proceden siempre de
una manera de pensar que ve en todas partes voluntades que obran unas sobre otras.
Pero la cosa en sí, si se diera, sería un incondicionado, no podría ser conocida. Algo
absoluto no puede ser conocido; de lo contrario, no sería absoluto:

Conocer es siempre "poner algo bajo cierta condición"; tal conocedor


quisiera que aquello que quiere conocer no se relacionase con él ni con nadie, en
lo cual, primeramente, se da una contradicción, como es la de querer conocer y,
al mismo tiempo, no querer entrar en relación con la cosa conocida (¿cómo
sería posible, en este caso, el conocimiento?), y, en segundo lugar, la de que
algo con quien nadie está en relación no existe y, por lo tanto, tampoco puede
ser conocido (Nietzsche, La voluntad de poder, IV: 214).

Por tanto, conocer quiere decir ponerse en relación con algo, sentirse condicionado
por algo y al mismo tiempo condicionar este algo por parte del que conoce; es pues una
conciencia de condiciones, no un discernimiento de cosas, ni de "cosas en sí". Por
consiguiente, la cosa en sí es tan absurda como un "sentido o significación en sí". No hay
ningún hecho en sí porque, para que pueda darse un hecho, éste debe siempre
interpretarse de algún modo. La esencia, pues, de las cosas es perspectiva: lo que esto es
para mí o para nosotros. En resumen, no existe la cosa en sí, sino que la cosa se reduce a
sus relaciones con otras.

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Siguiendo en esta línea, la metafísica ha primado el mundo interior sobre el exterior,
como si aquél escapara por su prioridad al fenomenismo de éste. Pero nuestro mundo
interior es también fenoménico:

Mantengo también la fenomenalidad del mundo interior: todo lo que no


deviene sensible en la conciencia ha debido ser previamente dispuesto,
simplificado, esquematizado, interpretado. El verdadero procedimiento de la
"percepción interior", el encadenamiento de las causas entre los pensamientos,
los sentimientos, los deseos, entre el sujeto y el objeto, está enteramente oculto
a nuestros ojos, y quizá es sólo, en nosotros, asunto de imaginación (Nietzsche,
La voluntad de poder, IV: 189).

En ese mundo interior, la causalidad se nos escapa: admitir entre las ideas un lazo
inmediato y causal, como lo hace la lógica, es la consecuencia de una observación
grosera y torpe. Entre dos pensamientos hay toda una serie de pasiones que entran en
juego y se nos escapan, pues sus movimientos son demasiado rápidos. Lo que llamamos
"pensar" no existe; es una ficción arbitraria separada del proceso general por un solo
elemento, eliminando los demás; es un arreglo artificioso para entenderse. Igualmente el
"espíritu" como tal no existe. Es una concepción derivada de la falsa observación de sí
mismo. Se concibe el pensamiento saliendo de un sustrato imaginario en el que cada acto
de pensamiento tiene su origen. Pero tanto el acto de pensar como el que lo ejecuta son
simulados. No hay que buscar el fenomenalismo en sitios falsos: nada es más ilusorio que
el mundo interior. Creemos que nuestros pensamientos están ligados causalmente tal
como lo diría la lógica. Pero, en nuestra conciencia, toda sucesión es absolutamente
atomística; es una serie de acciones y reacciones provocadas por el sentido del dolor y
del placer.
Llegando a estas conclusiones, Nietzsche propugna una lucha contra la metafísica
como modo de recuperar el mundo real, el del devenir, para volcar en él todas las
fuerzas. Es ya hora de que la metafísica pase a la historia. Los metafísicos han negado el
devenir, el sentido histórico; han creído dignificar las cosas al verlas "sub specie
aeternitatis" y con eso las han momificado. Lo que han manejado han sido momias de
conceptos; nada real ha salido de sus manos; han matado, disecado. Para ellos, el
cambio, la generación, el crecimiento, la vejez, la muerte son objeciones y hasta
refutaciones:

Lo que "es", no deviene; lo que deviene, no es […]. Ahora bien; todos ellos
creen, y creen con desesperación, en el Ser. Mas, como no se pueden apoderar
de él, buscan las razones de por qué huye de ellos. "Aquí debe haber una
ilusión, un engaño en el hecho de que no encontremos el ser; ¿dónde está el
engañador?" ¡Ya lo tenemos –gritan con alborozo–; es la sensualidad! Los
sentidos, que por cierto son muy inmorales, nos engañan sobre el mundo real.

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Moraleja: desembarazarse del engaño de los sentidos, del devenir, de la historia,
de la mentira; la historia no es otra cosa que la creencia en los sentidos, la
creencia en la mentira (Nietzsche, El ocaso de los ídolos, IV: 407).

Frente a esta descalificación, Nietzsche resalta el ejemplo de Heráclito. Cuando el


resto de los filósofos rechazaban el testimonio de los sentidos porque éstos hacen ver la
multiplicidad y el cambio, él refutaba sus argumentos. La mentira, extendida por la
metafísica, es la mentira de la unidad, de la objetividad, de la sustancia, de la duración.
La razón es la causa por la cual nosotros falsificamos el testimonio de los sentidos. Éstos,
en cuanto nos muestran el devenir, el cambio, no mienten. Heráclito tendrá eternamente
razón al sostener que el ser es una ficción vacía. El mundo aparente es el único; el
llamado mundo real es sólo una adición a la mentira.
No hay una realidad tal como el hombre la imagina o desea: una existencia firme,
independiente y conocida por nosotros. El hombre es creador de formas, ideas, ritmos…;
en nada está más ejercitado y parece que nada le gusta más que la invención de ideas y
figuras. Sin la transformación del mundo en valores y figuras, no habría para nosotros
nada cognoscible. En cualquier percepción, el hecho esencial es una acción, o más
exactamente, una violencia ejercida sobre las cosas. Sólo los espíritus superficiales se
quedan en las impresiones pasivas, sin inventar cualidades nuevas. Así nace nuestro
mundo, ese mundo creado por nosotros, pero que no corresponde a una supuesta
"realidad" o "cosa en sí"; más bien él mismo es nuestra única realidad y el conocimiento
se revela por tanto como un medio para nuestra alimentación. Esa "realidad" es sólo
fantasía. Es la forma como el metafísico y el poeta adornan la existencia y se sitúan
frente a ella. Las formas, los valores de ese mundo imaginado, son empíricos y
condicionados, aunque los que crean en ellos no quieran reconocer ese carácter. La
metafísica ha querido explicar el mundo por el espíritu, el alma, la voluntad, la cosa en sí,
Dios, la realidad. Pero todo eso son ficciones inútiles nacidas de una voluntad de poder
plasmada no sobre la impetuosidad de la vida y del devenir, sino sobre fantasmas que
fabrican los que no soportan ese impetuoso oleaje del mundo sensible.

1.6. La gnoseología: el conocimiento como manifestación de la voluntad de


poder

Si la metafísica es, para Nietzsche, el refugio de los que huyen de la inconsistencia e


inseguridad del mundo, la teoría del conocimiento esclarece los mecanismos de esa fuga.
El conocimiento es el arma distintiva del hombre con la que éste puede fabricar toda
clase de productos. También el conocimiento ha querido tomar vuelo y desprenderse de
su origen biológico, de su servicio a la vida y a la voluntad de poder.

40
1.6.1. Origen instintivo del conocimiento

El conocimiento, en todas sus dimensiones, pero especialmente el abstracto o


intelectual, es un producto tardío en nuestra evolución. El sustrato de donde nace son los
instintos, es el organismo. Para Nietzsche, la conciencia es el último producto del sistema
orgánico y, por tanto, lo menos acabado y lo más débil de este sistema. Los innumerables
errores que pueden hacer perecer al hombre tienen su origen en la conciencia:

Si el lazo conservador de los instintos no fuera infinitamente más poderoso,


si no sirviese de regulador del conjunto, la humanidad perecería por sus juicios
absurdos, por sus divagaciones con los ojos abiertos, por sus juicios
superficiales y su credulidad; en una palabra: por su conciencia; o, más bien, sin
ésta, ya no existiría desde hace tiempo (Nietzsche, El gay saber, III: 56).

Por tanto, la conciencia es más bien un peligro para el organismo, como también el
orgullo que se pone en ella. Nietzsche ve un grave error de la filosofía y la cultura
occidental creer que la conciencia es el núcleo del ser humano, lo que éste tiene de
duradero, de eterno; ¡como si fuera una cualidad estable! Se niega su crecimiento, sus
intermitencias. Se la considera "unidad del organismo". Esta sobre-estimación es ridícula
y hace falta una nivelación del saber haciéndolo instintivo.
El más alto grado de conocimiento, la inteligencia, es resultado de varios instintos
contrapuestos como el deseo de burlarse, quejarse o maldecir. Antes de que sea posible
ese conocimiento, es preciso que cada uno de estos instintos adelante su opinión sobre el
objeto o acontecimiento. Entonces comienza la lucha de estos juicios incompletos y el
resultado es un término medio entre ellos, una pacificación; así se conservan esos
instintos por muy contrarios que sean entre sí. Nosotros, al mirar el resultado, creemos
que el entender es algo opuesto a los instintos, mientras que en realidad no es más que
una cierta nivelación entre éstos:

Durante largo tiempo se ha considerado el pensamiento consciente como el


pensamiento por excelencia; sólo ahora comenzamos a entrever la verdad, es
decir, que la mayor parte de nuestra actividad intelectual se realiza de una
manera inconsciente y sin que nos demos cuenta; pero yo creo que esos
instintos que luchan entre sí sabrán muy bien hacerse perceptibles y hacerse
daño "recíprocamente" (Nietzsche, El gay saber, III: 153).

Nietzsche pone a este respecto el ejemplo del origen de la lógica. ¿Cómo se ha


formado ésta? Por el silogismo, cuyo poder al principio fue inmenso. El hombre primitivo
deducía de otro modo que nosotros, no llegaba a descubrir la semejanza de cosas o
establecía lentamente categorías; tenía delante todo el caos del devenir con su falta de
estabilidad. El conocimiento intelectual es una negación de ciertos caracteres reales para

41
poder tener ventajas y dominar esa inestabilidad. Nuestros instintos tienden a afirmar, a
engañar, a fantasear, a apostar; el conocimiento en cambio tiende más a lo contrario de
eso, o sea a negar, purgar, suspender… Y, si predomina esto, difícilmente el ser vivo
puede conservarse:

La serie de ideas y de deducciones lógicas, en nuestro cerebro actual,


corresponde a un proceso, a una lucha de instintos en sí muy ilógicos e injustos;
nosotros no percibimos generalmente más que el resultado de la lucha; tan
oculto y rápido funciona todavía este antiguo mecanismo dentro de nosotros
(Nietzsche, El gay saber, III: 103-104).

Para Nietzsche, pues, las más altas funciones del espíritu son una nivelación
sublimada de impulsos instintivos. En definitiva, la llamada vida espiritual es expresión de
un organismo vivo. Por consiguiente lo importante es el cuerpo de donde emana el
conocimiento y el espíritu. Si admiramos el intelecto, mucho mas maravilloso es el
cuerpo. Nunca se ponderará suficientemente cómo ha sido posible el cuerpo humano, esa
asociación de órganos complicados; éstos se subordinan unos a otros y sin embargo, en
cierto sentido, obran por voluntad propia; viven una vida unificada y se conservan
durante largo tiempo; y ello, evidentemente, no por la conciencia. Ésta no es más que un
instrumento de este prodigio. La magnífica cohesión de múltiples funciones, la
subordinación y distribución de actividades superiores e inferiores, la obediencia electiva
y prudencial entre ellas, todo este fenómeno llamado cuerpo es tan superior, medido con
medidas intelectuales, a nuestra conciencia, a nuestro espíritu, al pensamiento consciente,
como el álgebra lo es al número 1. El mecanismo cerebral y nervioso con su pensar,
sentir y querer es el cuerpo mismo. Nietzsche piensa que esta enorme síntesis de vida e
intelecto que se llama hombre sólo puede existir cuando se ha formado aquella fina
mediación de funciones. Estos organismos vivos, pequeñísimos, que constituyen nuestro
cuerpo, no son almas atómicas, sino algo que crece, lucha, se desarrolla y muere, de
modo que su número crece constantemente y nuestra vida, como cualquier otra vida, es
un continuo morir. Por tanto, en un hombre hay tantas conciencias como organismos
constituyen su cuerpo. Lo que distingue al intelecto es que ante esa multiplicidad de
conciencias, recoge sólo una; a ésta, una vez simplificada y falseada, la da poderes
dictatoriales sobre el resto. La verdadera inteligencia no es imposición de una de estas
funciones, sino la coordinación de todas ellas según el bien del conjunto:

Estudiando el cuerpo aprendemos, como ya he dicho, que nuestra obra sólo


es posible por la obra de conjunto de muchas inteligencias de valor muy
desigual; es decir, por un constante obedecer y mandar variadísimo, hablando
en el lenguaje de la moral; por el incesante ejercicio.de muchas virtudes
(Nietzsche, Filosofía general, II: 523).

42
Por tanto, la unidad de nuestro ser no reside en el yo consciente, ni en el sentir,
querer y pensar, sino en otra parte; en la habilidad que el organismo tiene para conservar,
asimilar y seleccionar lo que le conviene; el yo consciente es sólo un instrumento de esta
acción. Sentir, querer y pensar son, en general, nuevos fenómenos terminales cuyas
causas no se nos manifiestan. Puede que haya una serie consecutiva de epifenómenos
siguiéndose unos a otros causalmente; pero eso no lo vemos. Nietzsche niega que un
fenómeno espiritual o anímico sea causa directa de otro fenómeno espiritual, aunque lo
parezca. El mundo verdadero de las causas está oculto para nosotros. El intelecto y los
sentidos son ante todo aparatos de simplificación. Pero nuestro mundo de las causas, el
que nosotros hemos falsificado, empequeñecido, logificado, es el mundo en que nosotros
podemos vivir. El hombre conoce en cuanto puede satisfacer sus necesidades. El estudio
del cuerpo nos da un concepto de indecible complicación. Si nuestro intelecto no tuviese
algunas formas fijas, no nos serviría para la vida. Pero esto no demuestra nada en favor
de la verdad de estas formas. La creencia en el cuerpo, pues, es para Nietzsche, la base
conforme a la cual debe estimarse el valor del pensar. El cuerpo se manifiesta cada vez
menos como apariencia. Quienes han tenido motivos para pensar que el cuerpo es
apariencia son los que han negado la vida. Y, a la larga, sólo se ha conservado el
pensamiento compatible con la vida. Y así ha habido groseros errores que han perdurado
y que se han hecho en nosotros imposibles de desarraigar porque no eran un obstáculo
para la vida.

1.6.2. Crítica de la "verdad"

El problema de los errores que lleva consigo el conocimiento plantea el problema de


la verdad de éste. Para Nietzsche, propiamente hablando, no existe la verdad entendida
como un conocimiento eterno e inmutable. Esa es una elaboración engañosa del hombre.
Éste busca la verdad como un mundo sin contradiciones, sin engaños, sin cambios, un
mundo donde no haya dolor. ¿De dónde nace ese mundo? Del desprecio a lo real, a lo
que cambia, a lo que se transforma:

Visiblemente, la voluntad de lo verdadero no es aquí más que el deseo de


un mundo en donde todo fuera duradero. Los sentidos engañan, la razón corrige
los errores; por consiguiente (así se concluye), la razón es el camino hacia lo
que es duradero; las ideas en las que hubiera menos sensualismo deberían ser
las que estuvieran más cerca del mundo-verdad. De los sentidos es de donde
viene la mayor parte de nuestra desgracia: son engañadores, sobornadores,
destructores (Nietzsche, La voluntad de poder, IV: 226).

La felicidad se hace incompatible con el cambio; por tanto es precisa una


identificación con el ser, con el mundo de lo verdadero. Nietzsche arremete contra esta

43
postura, que es la que ha definido la teoría del conocimiento en Occidente. El hombre
que razona así es una especie improductiva y doliente, fatigada de la vida. Son los
cansados los que tienen necesidad de creer en lo verdadero, en lo inmutable. La voluntad
de verdad es la impotencia de crear. He aquí una prueba de la pobreza de voluntad y
falta de fuerza en los filósofos; pues la fuerza crea y organiza lo que hay de más cercano,
lo real, lo vivo; en cambio, los que se dedican al conocer sólo quieren fijar lo que "es" y
eso no es nada.
La voluntad de lo verdadero nos ha llevado a tener que enfrentarnos al origen de ese
deseo: ¿qué parte de nosotros mismos tiende a la verdad? ¿Cuál es el valor de esa
voluntad?:

Admitiendo que deseemos la verdad, pues, ¿por qué no habíamos de


"preferir" la no-verdad, o la incertidumbre, y aun la ignorancia? El problema del
valor de lo verdadero se ha presentado a nosotros, ¿o hemos sido nosotros los
que nos hemos presentado a este problema? ¿Quién de nosotros es aquí Edipo?
¿Quién la Esfinge? A lo que parece, es una verdadera conjuración de problemas
y de cuestiones (Nietzsche, Más allá del bien y del mal, 111:461).

Para Nietzsche creer que la verdad es mejor que las apariencias que se nos muestran
inmediatamente no es más que un prejuicio. Hay que confesar que la vida no podría
existir si no tuviera por base ilusiones de perspectiva. Si los filósofos quieren suprimir el
mundo de las apariencias, suponiendo que pudieran, hay una cosa de la que no quedaría
nada: la "verdad". Pues nada hay que nos fuerze a creer que existe una contradicción
esencial entre "lo verdadero" y "lo falso". Basta con admitir grados en la apariencia,
sombras más o menos oscuras, tonos diversos en la ficción. Es enfermizo ese afán de los
filósofos por la voluntad de verdad. Éstos han vituperado los sentidos. Pero en eso se
han encontrado con los artistas; de ahí su profundo antagonismo: Platón contra Homero.
Y es que los filósofos no han comprendido la inutilidad de la verdad para la vida y la
subordinación de ésta a una perspectiva de ilusión. La verdad es una exageración
peligrosa que desdeña el valor de vivir.
Más aún, Nietzsche llega a afirmar que la mentira es una condición de vida: "¡Ah!
Ahora tenemos que abrazar la verdad, y el error se convierte primero en mentira, y la
mentira pasa a ser para nosotros condición para la vida" (Tratados filosóficos
contemporáneos de "Aurora", II: 293). Para Nietzsche, la falsedad de un juicio no es una
objeción contra éste, aunque en nuestro lenguaje pueda esto parecer extraño. Se trata de
saber en qué medida este juicio acelera y conserva la vida, es decir, mantiene y desarrolla
la especie. Y, en principio, se inclina por pensar que los juicios más falsos son los más
indispensables; renunciar a ellos sería renunciar a vivir. Por eso la mentira es una
condición vital que se sitúa más allá de lo verdadero y de lo falso, más allá del bien y del
mal.
¿Cuál es entonces el valor de la verdad para Nietzsche? El mundo verdadero es algo
construido por nosotros, desde nuestra facultades y para nuestros intereses. Bien mirado,

44
el intelecto humano es algo sombrío, efímero, dentro de la naturaleza. Hubo eternidades
durante las cuales no existió; cuando desaparezca, nada se habrá perdido, pues nuestro
intelecto no tiene misión ulterior fuera de la vida humana; sin embargo, el hombre, que es
quien lo posee, ha querido hacer de él el eje del mundo. Por eso el filósofo, que es quien
lo ha cultivado, se siente orgulloso. Porque piensa que las miradas del universo están
dirigidas a sus pensamientos. Ese orgullo del intelecto se engaña sobre el valor de la
existencia porque da al conocimiento un valor supremo. Pero aquí hay un engaño:

El intelecto, como medio para la conservación del individuo, desarrolla su


fuerza principal en la representación, pues ésta es el medio por el cual se
conservan los individuos más débiles, menos robustos, a los cuales se les han
negado los cuernos o las garras para defenderse en la lucha por la existencia. En
el hombre, este arte representativo ha llegado a su cima. En él la ilusión, la
adulación, la mentira, el engaño, la reserva, la farsa, el vivir de un brillo
prestado, el disfraz, la convención tácita, el juego escénico ante sí mismo y ante
los demás, en una palabra, el mariposeo alrededor de todas las llamas de la
vanidad, son de tal modo la regla y la ley que casi no hay nada más
incomprensible en el hombre que un amor puro y desinteresado a la verdad
(Nietzsche, Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, V: 242-243).

El hombre se engaña continuamente con ilusiones y ensueños; su conocimiento


intelectual resbala sobre la superficie de las cosas sin llegar al fondo. Si se dejara llevar de
sus instintos, entraría en guerra contra todos; entonces designa unas normas, válidas
universalmente, a las que todos han de atenerse para no despedazarse entre sí. Por ahí es
por donde comienza a abrirse paso la verdad. Con ello, se falsean los auténticos
sentimientos y así se produce un lenguaje y valores engañosos. Y a eso se le llama
verdad. Pero lo que el hombre busca sin dudar es lo que contribuye a conservar su vida.
Frente al conocimiento se muestra indiferente si éste no tiene consecuencias vitales; pero
será enemigo de las verdades que puedan perjudicarle o comprometer su seguridad. Y
para esto, echa mano de metáforas y antropomorfismos. En suma, las verdades son un
conjunto de relaciones humanas que, adornadas de retórica, parecen obligatorias después
del largo uso fijado por un pueblo. Son ilusiones que pierden poco a poco su fuerza y
utilidad:

Nosotros seguimos sin saber de dónde procede el instinto de verdad, pues


hasta ahora no conocemos más que la convención que la sociedad ha pactado
para poder subsistir: ser verdad no es otra cosa que utilizar las metáforas en uso,
es decir, para expresarnos moralmente: obligados a mentir, en virtud de un
pacto, seguir mintiendo como borregos, en un lenguaje válido para todos. Pero
el hombre olvida esto; por consiguiente, miente de un modo inconsciente y
según el uso de cientos de años, y "por esta inconsciencia", es decir, por este

45
olvido, llega al sentimiento de la verdad (Nietzsche, Sobre la verdad y la
mentira en sentido extramoral, V: 245).

En esta misma línea, Nietzsche añade un nuevo matiz a este relativismo de la


verdad. Ese engaño compartido está al servicio de la conservación y aumento de la vida.
La verdad es siempre una determinada perspectiva de la expansión vital. Dicho de otra
manera, para Nietzsche sólo hay interpretaciones cambiantes sobre los hechos; y aquéllas
varían en la medida en que lo hacen éstos. Las interpretaciones son un modo de
habérselas con la complejidad de lo real para poder afrontarlo vitalmente. El mundo no
tiene, pues, un sentido permanente, sino que es un conjunto de perspectivas que va tan
lejos como nuestra comprensión. Según esto, la verdad aparece como algo que
corresponde a las condiciones necesarias para la vida individual o colectiva. A la larga, la
suma de opiniones de mayor utilidad será la que la humanidad incorpore y la que tenga
posibilidades de mayor duración. Por consiguiente, la historia de la verdad es la historia
de una construcción orgánica de errores que se convierte en cuerpo y alma y que acaba
por dominar sentimientos e instintos. La aspiración a conservar la vida suplantará cada
vez mas tiránicamente al sentimiento de verdad. En sí, pues, no hay ningún "sentido de
la verdad", sino que lo que corresponde a eso es una extensión de la vida, un aumento de
poder, riqueza, honor y egoísmo.

1.6.3. Valor instrumental del conocimiento

Después de esto, para Nietzsche está claro que el conocimiento no tiene valor en sí
mismo, sino sólo en un sentido meramente instrumental; el conocimiento trabaja como
instrumento al servicio de la voluntad de poder. Nietzsche entiende que la concepción del
conocimiento debe ser tomada severa y estrechamente desde un punto de vista
antropocéntrico y biológico. Para que la especie humana pueda conservarse y crecer, es
preciso que su concepción de la realidad abrace cosas bastante constantes; así podrá
edificar sobre esta concepción el esquema de su conducta. La utilidad de la conservación
y no la necesidad lógica es el motivo que anima la evolución de los órganos de
conocimiento. Es decir, la medida de la necesidad de conocer depende del crecimiento de
la voluntad de poder en la especie humana:

En último término, nosotros no hacemos con el conocimiento otra cosa que


lo que la araña hace con su tela: merced a este arte suyo quiere vivir y satisfacer
su hambre, y esto es también lo que nosotros queremos, cuando al conocer
atrapamos soles y átomos, los fijamos y los ordenamos: no hacemos con esto
más que satisfacer nuestras necesidades por medio de un rodeo. La ciencia tiene
sensibilidad muy fina para las voces de la necesidad, y a menudo un oído
profético. Para ver las cosas de modo que podamos satisfacer con ellas nuestra

46
necesidad tenemos que llevar nuestra óptica humana hasta sus últimas
consecuencias (Nietzsche, Tratados filosóficos del tiempo de "El gay saber",
II: 290).

El hombre está encerrado en esta óptica, pues se desarrolla a base de la debilidad de


sus órganos. Nuestro conocimiento no es algo hecho, limitado en sí, sino que es un
colegir, un tejer; es la consecuencia más grandiosa de puros errores de óptica, necesarios
para poder vivir. Somos nosotros los que introducimos nuestras leyes en el mundo. Sin
embargo, las apariencias muestran lo contrario, a saber, que somos hechura y
consecuencia de ese mundo; que las leyes de éste vierten sus efectos sobre nosotros.
Cuando crece nuestro conocimiento creemos que crece el mundo. En realidad nuestro
poder lógico fija las perspectivas de las cosas merced a las cuales nosotros nos
conservamos vivos.
Son los modernos los que, según Nietzsche, han independizado el conocimiento
respecto a sus condicionamientos reales. En cambio, los antiguos, sin llegar a descubrir el
carácter biológico de aquél, lo tomaron como medio para llegar a un fin. Si en Grecia el
saber fue un instrumento para alcanzar la virtud, en la edad media cristiana fue una
ayuda para entender la fe revelada. Y no por eso perdieron dignidad tanto el saber como
la ciencia. Ambos fueron vistos más bien como una condición, como un "ethos" que unas
veces se quedó en el amor-placer, o sea, la curiosidad del conocimiento; otras se
convirtió en el amor-vanidad del hábito de la ciencia y alguna vez en aficción para llenar
el aburrimiento. Pero no ha sido el cristianismo quien menos haya valorado el
conocimiento. Lo puso por encima del arte al considerarlo como el más bello ornamento
y orgullo de nuestra vida; como una noble ocupación en la dicha y en la desdicha. Sin el
conocimiento, cualquier empresa humana carece de apoyo y se convierte en algo incierto
y vacilante. Pero, por encima de él, colocó la verdad revelada. La ciencia fue algo de
segundo rango, no lo último. Tal fue el juicio de fondo del alma cristiano-medieval
respecto al conocimiento y la ciencia.
Es en la Modernidad donde el conocimiento no sólo ha querido independizarse, sino
establecerse como condición y origen de lo real. La hinchazón que la razón sufre desde
Descartes y Spinoza hasta Hegel es apoteósica a la vez que es el mayor timo a la vida
real. Ese desarrollo, para Nietzsche, es algo descabellado. Las especulaciones de Spinoza
y Hegel sobre la razón son pura fantasía:

Es singular que aquello de que el hombre está más orgulloso, su autonomía


racional, es una propiedad de los más bajos organismos, y más perfecta, más
segura. Pero el obrar según fines, es solamente la parte más insignificante de
esta autorregulación: si la humanidad se hubiera regido realmente por su razón,
es decir, por lo que sabe y cree, pronto hubiera sucumbido (Nietzsche, Tratados
filosóficos del tiempo de "El gay saber", II: 346-347).

47
La razón es el órgano auxiliar lentamente desarrollado. Durante un enorme espacio
de tiempo, ha tenido por fortuna poca fuerza para determinar al hombre. Ha trabajado al
servicio de los instintos orgánicos y se ha emancipado lentamente equiparándose a ellos;
de este modo, la razón ha luchado con los instintos como un instinto nuevo y, luego,
mucho más tarde, ha adquirido el predomino. El último absurdo que ha cometido es
criticarse a sí misma. El instrumento no puede criticar su propia eficacia. El intelecto no
puede determinar sus límites, ni su éxito ni su fracaso. Un órgano de conocimiento que
quiere conocerse a sí mismo es tan absurdo como un estómago que se digiere a sí
mismo. Y otro tanto ocurre con ese eslogan moderno del conocimiento de sí mismo:

Nosotros, psicólogos del porvenir, somos muy poco inclinados a la


autoobservación; consideramos casi como un síntoma de degeneración que un
instrumento se "quiera conocer a sí mismo": somos instrumentos del
conocimiento y quisiéramos tener toda la ingenuidad y la precisión de un
instrumento; por consiguiente, no tenemos necesidad de analizarnos, de
"conocernos" (Nietzsche, La voluntad de poder, IV: 168).

El instinto de conservación ni investiga ni tiene curiosidad acerca de sí mismo. El


egoísmo de la voluntad lo impone. Para Nietzsche, que en esto está en las antípodas de
Pascal, nosotros desconfiamos de todo aquel que se entrega a la contemplación de su
ombligo. Porque, para nosotros, la autoobservación es una especie de forma
degeneratoria del genio psicológico. Es lo mismo que el ojo del pintor: es degenerado si
detrás de él está la voluntad de ver por ver.

1.7. Crítica de la moral judeo-cristiana

1.7.1. Historia de la moral occidental

Siguiendo la crítica implacable al conjunto de la filosofía occidental, Nietzsche pone


especial énfasis en la moral. Ésta es la que más ha condicionado y perturbado la
conducta humana. La decadencia de la moral ha corrido pareja con la de la filosofía. Es
de nuevo en Sócrates donde hay que situar el origen de esa corrupción. Igual que el
conocimiento se separó de los instintos, ahora le ocurre otro tanto a la moral. Los viejos
griegos no desvincularon al hombre respecto de la naturaleza; de ésta sacaban la fuerza y
el sentido de su acción. Vino Sócrates y no sólo separó al hombre respecto al mundo y la
"polis", sino que lo hizo introspectivo: le mostró ese camino antinatural que es el
conocimiento de sí mismo. Al separar al hombre de la vida, despreció ésta y la conducta
moral fue regulada por la racionalización y la negación de las fuentes del vivir. La moral
socrática consistió en hacer de la razón virtud y las escuelas socráticas, especialmente los

48
cínicos, se despeñaron por la pendiente de la insignificancia de la vida. Entonces se hizo
alarde de la renuncia y del valor del sufrimiento. Platón, seguidor de Sócrates, buscó la
felicidad en la quietud e indiferencia. Y así racionalizó la moral convirtiéndola en algo
seco, separado de los instintos. En la misma línea, Aristóteles vió la plenitud en una
contemplación pura, ajena al sentimiento, que sintió el frío vértigo de la universalidad. El
ideal del epicureismo fue negativo; sólo anhelaba el cese del dolor. Fue el ideal de un
enfermo doliente. Igualmente el estoicismo se propuso una racionalización que fuese
capaz de desarraigar las pasiones. Todos estos filósofos basaron la moralidad en la
calumnia de los instintos y así, del heroísmode los trágicos, se ha llegado a una felicidad
inmóvil y de reposo:

Todo esto nos da una idea de lo que pasó con la moralidad griega y de lo
que pasará con cualquier otra moral; cómo comenzó por ser una coacción,
mostrando primeramente dureza, haciéndose luego cada vez más dulce; cómo
se formó, por último, el placer que proporcionan ciertas acciones, ciertas
convenciones y ciertas reformas, y saliendo de allí también una inclinación al
ejercicio exclusivo de la posesión única de éstas; cómo surgieron los
competidores a granel, cómo sobrevino la saciedad, cómo se buscaron nuevos
asuntos de lucha y de ambición, cómo se despertó la vida a los antiguos, cómo
se fatigaron los espectadores porque, desde aquel momento, todo el círculo
parecía haber sido recorrido; y entonces sobrevino un reposo, una pausa en la
respiración; los ríos se perdieron en la arena. Era el fin, o por lo menos, "un" fin
(Nietzsche, Humano, demasiado humano, I: 594).

Todo esto, según Nietzsche, le vino servido en bandeja al cristianismo para llevar a
término su descalificación de las pasiones. La revolución cristiana en moral es la
inversión de los valores que consistió en hacer pecaminosos los instintos; éstos, de suyo,
son fuerzas neutras que el hombre puede orientar de una u otra manera. Pero el
cristianismo los descalificó desde el principio, envenenando así las fuentes mismas de la
vida. La moral cristiana intentó hacer desaparecer el egoísmo, la envidia… y así propuso
tipos como los ascetas y sacerdotes, que llevasen a cabo este ideal. Pero lo que consiguió
fue socavar la fuerza nerviosa y crear tipos enfermos a disgusto en el mundo,
descontentos de vivir. Esta perversión condujo al debilitamiento. En palabras de
Nietzsche, el cristianismo quiso domesticar la bestia y lo que consiguió fue hacerla
enfermar:

Llamar perfeccionamiento de un animal a su domesticación es a nuestros


ojos casi una burla. El que sabe lo que sucede en las "menageries" duda de que
con esto el animal sea "mejorado". El animal es debilitado, es hecho menos
dañino, se convierte en un animal enfermizo en virtud de la emoción depresiva
del miedo, en virtud del dolor, de las heridas, del hambre (Nietzsche, El ocaso

49
de los ídolos, IV: 421).

El Decálogo es la norma que ha llevado adelante esta domesticación; pero su esencia


es algo mentiroso, un golpe introducido contra aquellos que aceptan la naturaleza humana
tal como es. El cristianismo ha embotado los sentidos hasta la náusea. Nietzsche llega a
tildar de satánico el ideal de moral cristiana, pues cercenó de raíz la libertad humana y la
recia alegría de la vida que alimentan las pasiones.
De esta moral nace directamente la moderna moral europea: el optimismo
rousseauniano, el positivismo, el utilitarismo, el librepensamiento, el socialismo. Todos
estos movimientos están traspasados por un ideal de compasión, piedad y filantropía que
son para Nietzsche situaciones inequívocas de decadencia. Al ir desapareciendo el
cristianismo del horizonte cultural europeo, la moral por él inspirada quedó sin su hálito
inspirador abocando así a un vacío nihilista, carente de valores fuertes. Rousseau
también vió que la civilización europea es deplorable y creyó que eso traía como
consecuencia la degradación moral. Nietzsche, en cambio, lo vió al revés: es la degradada
moralidad la causa de la decadencia de la civilización moderna. Nuestra concepción del
bien y del mal es débil; ha acabado por quebrantar los cuerpos y las almas; de esta
manera, ha hecho imposible la aparición de hombres independientes y sin prejuicios que
son los pilares de una civilización fuerte. Lo peor de todo es que esta moderna moralidad
se ve a sí misma con innegable superioridad. Los hombres actuales, delicados,
susceptibles, considerados, creen que esta humanidad conseguida con simpatía y piedad
es un progreso positivo; por eso se creen superiores a los renacentistas. Pero el hombre
de hoy está lejos del temple del Renacimiento. Lo que hoy se llama progreso moral es la
manifestación de una constitución tardía y vulnerable de la cual nace la moral decadente.
La disminución de nuestros instintos hostiles representa un síntoma de descenso general
de la vitalidad. Nuestra existencia está hoy más condicionada que hace siglos. Por eso es
más difícil soportarla y de ahí la ayuda recíproca para cargar con ella; de ese fardo
compartido nacen la simpatía y la compasión que son los dos pilares de la decadente
moral moderna. Para Nietzsche, nuestra suavización de costumbres es consecuencia de
un viejo decaer. En otro tiempo los hombres tuvieron una vida más pródiga, fuerte y
exhuberante; su dureza era signo de abundancia; a su lado, nuestra vida es miserable y
agarrada al bienestar.
La simpatía ha impregnado los movimientos de la moral occidental: desde Rousseau
a los moralistas ingleses y desde el positivismo hasta la filantropía del socialismo. La
esencia de lo moral es la empatía. He aquí la moral del día. Y esto viene de que el
hombre que realiza acciones sociales desinteresadas, en favor del bien común, es
considerado como un hombre "moral". Este es quizá el efecto más general, la
transformación más profunda que ha hecho el cristianismo. El mandato cristiano de hacer
las cosas por amor a Dios ha dado lugar al ideal filantrópico de hacerlas por simpatía
hacia los hombres; en otras palabras, el "ethos" cristiano se ha hecho laico. Cuanto más
se apartaba la sociedad moderna de los dogmas cristianos, más acentuaba su moral en
dirección al amor de la humanidad. Incluso intentó superar en este sentido el ideal

50
cristiano como quiso Comte: no sólo amar a los demás como a uno mismo, sino más que
a uno mismo. Esta es la última muestra de la inversión de valores que conlleva el odio a
sí mismo; lo cual es el colmo de la perversión, pues el primer y más natural amor del
hombre es a sí mismo. Este es el secreto aguijón de los librepensadores franceses desde
Voltaire a Augusto Comte. Y el de Schopenhauer en Alemania. Y el de Stuart Mill en
Inglaterra. Y el del socialismo en toda Europa. Aquí ha habido una auténtica explosión de
celebridad de la doctrina de las afecciones simpáticas y de la utilidad como principio de
acción. Pero todos estos movimientos fueron sólo ecos más sutiles o groseros de los
principios de la Revolución francesa. El núcleo de este pensamiento que informa la moral
consiste en un sacrificio del individuo en pro de la sociedad para que ésta a su vez
satisfaga las necesidades de aquél. El hombre moderno prefiere renunciar a su propia
individualidad y sacrificarse en aras de la colectividad para que ésta le proporcione una
vida segura. Una vez más aparece este ideal negativo, cobarde, traidor a la propia
persona. Todo esto se recubre con la consideración de ser un miembro útil de la sociedad
o el instrumento de un todo. Después hay tanteos para ver dónde hay que colocar ese
"todo", si en un orden establecido o en uno nuevo, si en la nación o en una sociedad de
naciones. En esto hay mucha vacilación; en lo que no la hay es en la exigencia de que el
"yo" sea disuelto hasta que aparezca un nuevo círculo de derechos y deberes:

Se quiere, nada menos –confesémoslo o no–, que una transformación


fundamental, un debilitamiento, una supresión del "individuo"; no nos cansamos
de enumerar y acusar todo lo que hay de malo y de hostil, de prodigio, de
dispendioso, de lujoso en la existencia individual practicada hasta el día; se
espera dirigir la sociedad a un destino mejor, con menos peligro y más unidad,
cuando no hay más que un "gran cuerpo" y los miembros de este gran cuerpo.
Se considera como "bueno" todo lo que, de una manera o de otra, corresponde
a este instinto de agrupación y a sus subinstintos; ésta es la "corriente
fundamental" en la moral de nuestra época; la simpatía y los sentimientos
sociales se confunden aquí (Nietzsche, Aurora, II: 73).

Con la simpatía corre pareja la compasión, cuyo líder indiscutible es Schopenhauer.


La compasión en él es la última lectura que, según Nietzsche, se ha hecho en Occidente
del ideal cristiano de igualdad ante Dios y de amor al prójimo. Schopenhauer hizo de la
compasión la fuente de la auténtica acción moral creyendo con ello haber alcanzado una
novedad genial. Pero Nietzsche ve esta actitud como el extremo de la decadencia:

¿Qué es lo que distingue, en fin de cuentas, a los hombres sin piedad de los
hombres compasivos? Ante todo, para no dar aquí más que un bosquejo a
grandes rasgos, no tienen la imaginación irritable del temor, la sutil facultad de
presentir el peligro; así su vanidad está herida menos súbitamente si sucede algo
que ellos hubieran podido evitar (la preocupación de su fiereza les ordena no

51
mezclarse inútilmente en los asuntos ajenos; hasta quieren, puesto que obran
así, que cada uno se ayude a sí mismo y juegue con sus propias cartas)
(Nietzsche, Aurora, II: 75).

Para Nietzsche, el hombre no compasivo está más acostumbrado a soportar los


dolores y no le parece injusto que otros sufran; porque él también sufre. Además siente
pena y desdén por esa sensibilidad del hombre compasivo; él oculta sus lágrimas ante los
demás y trata de sobreponerse. La compasión es pues una debilidad y no hace más que
aumentar el sufrimiento en el mundo. Pero de este sentimiento se ha nutrido la moral
europea plasmándolo en múltiples formas. Debajo de todas ellas está la voz fatigada del
desprecio de sí mismo. El hombre moderno está excesivamente descontento de sí mismo
pero su vanidad le permite sólo compadecerse.

1.7.2. Génesis de la moral

El problema de la moral le parece a Nietzsche tan trascendental que, después de ver


con mirada profética la decadencia europea durante siglos, trata de esclarecer los
mecanismos por los que el hombre ha establecido los criterios de bondad y malicia moral.
En su obra Genealogía de la moral lleva a término este trabajo que ha estado latiendo en
el resto de su obra anterior. Es un problema básico que ha ido tomando diversos matices
conforme iba evolucionado su pensamiento. Nietzsche hace genealogía de la moral, no
arqueología. Y ello porque sabe que las viejas raíces morales están vivas; basta escarbar
un poco en los motivos ocultos de nuestras acciones para que brote toda una tradición
ligada a ellos. Sobre nuestras acciones morales pesan de modo inconsciente los
determinantes que vivieron otros y nos han ido transmitiendo. Es preciso deshacer ese
hilo conductor que va desde nosotros hasta los orígenes. Es esta una de las líneas de su
pensamiento. En Humano, demasiado humano, obra de juventud, se enfrentó al valor
moral dado a la compasión por su admirado maestro Schopenhauer. Nietzsche cree que
la compasión es un valor decadente que lleva al nihilismo; es preciso desembarazarse de
ella para dar un "sí" a la vida como valor prioritario. Aquellos que, además de
Schopenhauer, como los ascetas y los místicos han valorado la compasión, han
propugnado una moral negadora de la vida; con lo cual, han invertido el orden natural.
En Aurora aborda la tradición moral europea no con ánimo meramente destructivo, sino
con el de ver lo que puede salvarse entre tanto mecanismo malsano. Rechaza con
especial énfasis los imperativos divinos o absolutos que han oscurecido la moral personal.
Y de esta crítica no se libran ni Rousseau ni Kant. En El gay saber Nietzsche tiene una
actitud más afirmativa que crítica haciendo ver la moral como un disfraz de la conciencia
biológica; hay que despojarse de todos esos hábitos e ir afirmativamente más allá de los
valores tenidos hasta ahora por buenos y malos. En la Genealogía de la moral sigue
ahondando en la línea deconstructiva tratando de ver cómo son el reflejo de la miseria o

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plenitud en que vive el hombre que los inventa.
En este sentido, Nietzsche establece tres grandes períodos en la historia de la
humanidad haciendo ver el paralelismo entre sus condiciones fisiológicas de vida y su
moralidad. Para él, la etimología de la palabra "bueno" en las diversas lenguas viene a
coincidir con la idea de nobleza y distinción en sentido social. Y de ahí derivaría luego lo
bueno. En cambio, lo malo sería lo opuesto, es decir, lo vulgar, plebeyo, ruin. Nietzsche
hace especial hincapié en el primero de esos períodos, al que denomina premoral y que
coincide con el tiempo prehistórico. El valor de éste reside no sólo en el tiempo que es
infinitamente más extenso que el resto de la existencia histórica, sino que es cuando más
en contacto ha estado el hombre con la naturaleza y, por consiguiente, más pura se ha
mostrado su esencia. En esta época, el valor de la acción moral estaba en sus
consecuencias, no en sí misma. El éxito o el fracaso de su acto era lo que llevaba a
pensar bien o mal de éste. Bueno era lo que se imponía, lo que tenía éxito y fuerza. La
ley imperante era la de talión; ojo por ojo y diente por diente, es decir, devolver bien por
bien y mal por mal. El que es impotente y no puede hacer esto, pasa por malo. Bueno y
mano equivalen pues a noble y villano, a amo y esclavo. Bueno es lo que hace aumentar
la fuerza y el gozo de vivir; malo lo que disminuye esa fuerza induciendo a la pasividad,
la dulzura y la melancolía.
La idea que late debajo de esta concepción es que la moralidad está relacionada con
las condiciones fisiológicas de la vida. Nuestras apreciaciones morales son síntomas de
nuestro estado fisiológico. La vida es voluntad de poder y lo que la favorece es lo bueno.
Por tanto es esa voluntad de poder la que subyace a las normas morales. Por eso al
hablar de moralidad habría que tener en cuenta la historia:

En efecto, sería preciso, ante todo, que todas las tablas de valor, todos los
imperativos de que hablan la historia y los estudios etimológicos fuesen
aclarados y explicados por su lado fisiológico antes de tratar de interpretarlos
psicológicamente; entonces se trataría, además, de someterlos a un examen por
parte de la ciencia médica. La cuestión: ¿qué vale tal o cual tabla de valores, tal
o cual "moral"? exige ser planteada bajo las perspectivas más diferentes; sobre
todo, toda delicadeza y todo discernimiento es poco para el estudio del "fin" de
estos valores (Nietzsche, Genealogía de la moral, III:616).

En cambio el período moral valora la acción no por sus consecuencias, sino por su
intención. Esta es la moral cristiana y moderna. Es decir, la decadente. Aquí, según
Nietzsche, se opera una inversión de los valores morales originarios, naturales. Se fue a
la conciencia a dirimir el valor de las acciones y desde allí se criminalizaron las pasiones.
Esto fue un envenenamiento de las fuentes de la vida porque se declaró la guerra a la
voluntad de poder. El tercer período es una vuelta al primero y Nietzsche se ve a sí
mismo como su portavoz. Es el período extramoral en el que el hombre, habiendo visto
la depravación a que ha llevado el período moral, con su transmutación de los valores
originarios, proclama la vuelta a éstos. Ahora, como al principio, el valor de un acto no

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va a estar en lo intencional, sino en lo inconsciente. La conciencia es sólo la epidermis, la
superficie del espíritu. Es aquí donde Nietzsche hace una llamada al "inmoralismo"; pero
hay que entender éste no como una invitación al desenfreno o a seguir ciegamente los
instintos, sino como una vuelta a la afirmación de la vida que ha sido destruida por el
envenenamiento de la moral de intenciones:

Nosotros creemos todavía que la moral, tal como se ha entendido hoy, en el


sentido moral de intención, ha sido un prejuicio, una cosa precipitada y
provisional quizá, de la misma naturaleza que la astrología y la alquimia, y en
todo caso algo que debe ser superado. Superar la moral; en un cierto sentido,
superarse a sí misma la moral: ésa sería la larga y misteriosa tarea, reservada a
las conciencias más delicadas y más leales, pero también a las más perversas
que hay hoy día, como a vivas piedras de toque del alma (Nietzsche, Más allá
del bien y del mal, III: 480-481).

Para llegar a esa fuente originaria del obrar moral, Nietzsche hace un análisis
genealógico de éste, expurgándole así de adherencias extrañas. En ese sentido él es
consciente de que gran parte del obrar moral obedece a un determinismo de la tradición,
a un peso histórico. Y no por ello lo desecha a priori, pero trata de valorarlo en su justa
medida. Ser moral, en la opinión común, es obedecer una tradición arraigada. Cuanto
más remota es esa tradición, más respetable se hace. Pero Nietzsche señala que el origen
de esa tradición tiene que ver con la conservación de la raza o comunidad a que se
pertenece. La moral es un medio de preservar al grupo: las tendencias disgregadoras no
son sólo castigadas físicamente, sino descalificadas moralmente. Atentar contra la
comunidad es algo que grava la conciencia de manera absoluta tal y como se expresa en
la moral cristiana o en el imperativo categórico. A la vista de lo cual, Nietzsche deduce
que las leyes morales de un pueblo son la expresión no de una moral abstracta, sino de lo
que éste cree que es dañino para su supervivencia. La utilidad pública es pues el origen
de las acciones morales. Y el bien al que apunta la comunidad es el bienestar duradero,
no el momentáneo; de ahí el carácter eterno de las leyes morales. Más tarde, un aspecto
utilitario es revestido de honor y así el individuo se siente ennoblecido cuando en realidad
se somete a los fines de la comunidad sacrificando los personales.
Esta es la causa de por qué la moralidad se opone a lo nuevo, al cambio de leyes. En
el fondo, late un sentimiento social de conservación y, por ello, todo acto de innovación
moral es tenido como un crimen contra la comunidad. De hecho, así han sido
considerados aquellos que criticaron las normas morales vigentes para instaurar otras:
Sócrates en Atenas, los cristianos en el Imperio romano. La antigüedad de las costumbres
es vivida como santidad y los que se han atrevido contra ellas han sido tratados como
ateos y criminales:

Las costumbres representan las experiencias de los hombres anteriores

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sobre lo que ellos consideraron útil o nocivo; pero el sentimiento de las
costumbres (de la moralidad) no se refiere a sus experiencias, sino a la
antigüedad, a la santidad, a la indiscutibilidad de las costumbres. He aquí por
qué ese sentimiento se opone a que se hagan experiencias nuevas y a que se
corrijan las costumbres, lo que quiere decir que la moralidad se opone a la
formación de las costumbres nuevas y mejores: embrutece (Nietzsche, Aurora,
II: 24).

Aquí es donde Nietzsche sitúa la investigación moral. No trata de destruir las


costumbres, sino de alumbrar sus orígenes y despojarlos de ese halo de veneración que
no corresponde a una realidad sublime, sino a intereses de conservación. Es pues una
crítica que distingue los conceptos morales respecto de los sentimientos que los
originaron. Éstos son poderosos y están motivados por apreciaciones vitales. En cambio
aquéllos son espectros racionales que ocultan el verdadero interés vital que es una
manifestación de voluntad de poder mediante el sentimiento moral.

1.7.3. La inmoralidad en relación con la naturaleza

Aquí es donde Nietzsche muestra el contraste entre la conducta humana, movida por
espectros que la alejan de lo real y la vida misma en su lozanía. Y lo que él quiere es
insertar aquélla en ésta. Para ello pone en marcha una deconstrucción de todo el montaje
que ha mutilado la acción humana separándola de la corriente vital de la naturaleza. Ésta
se muestra ajena a todo ese ajetreo moral en el que el hombre se debate gran parte de su
vida. Una mirada sin prejuicios al mundo y a la vida hace ver a éstos discurrir ajenos a
las preocupaciones de la voluntad y del intelecto humano. El devenir es inocente,
irresponsable; de ahí su frescura y lozanía. En la naturaleza no hay acciones morales. La
existencia no muestra valores ni fines morales en ninguna parte. La historia de las
intenciones humanas no tiene nada que ver con los hechos reales. De ahí la invitación de
Nietzsche a ir más allá del bien y del mal, para aprehender con autonomía el orden real
de los hechos. Esas intenciones morales se traicionan a sí mismas porque la evolución
moral demuestra que muchas veces los llamados bienes morales se han conseguido con
medios inmorales: inquisiciones, guerras ideológicas, religiosas, etc., y, a la inversa, cosas
que se han tenido como inmorales han contribuido al progreso moral, como la
Revolución francesa. La moralidad es pues un sistema de interpretación con el que el
hombre intenta hacerse soportable la vida. Pero ese sistema cambia como lo hace ésta y
es algo "contra naturam" permanecer encerrado en él. Todo en la naturaleza deviene y es
inocente. No existen pecados y virtudes en sentido metafísico. Hay que ver las cosas sin
moralidad, tal como son. De esta forma el mundo se descargará del peso de la mala
conciencia; así, los librepensadores y libertinos serán tenidos por inventivos y creadores.
El hombre completo es el que es libre frente al bien y el mal, frente a lo verdadero y lo

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falso.
La moral se ha empeñado en difamar las buenas cualidades: instintos, fuerzas
naturales y potencias con que se entreteje la vida. Estas cualidades son inocentes y nada
de malo hay en ellas. El instinto es ininteligible y su valor está en su fuerza generosa y
desbordante. Si ha de ponérsele freno no es por su cualidad, sino porque, dejado a su
espontaneidad, llegaría al derroche, y, por tanto, a la autodestrucción. Es ahí donde
debieran intervenir la moral y la cultura para hacer del instinto un motor de pensamiento,
ciencia y arte; y, así, evitar que el hombre caiga en la animalidad. Tal es el sentido de la
moral y de la cultura. Por tanto, no se trata aquí de una exaltación de las pasiones como
algo voluptuoso, sino como limpia animalidad no contaminada de veneno moralista.
Nietzsche insiste en el egoísmo como fuente de fuerza y amor. El hombre que es frágil
en su yo, lo es también en lo demás; es un ser débil, decadente. Según eso, Nietzsche
propone una jerarquía de bienes según el egoísmo:

Una vez establecida para siempre la jerarquía de los bienes, según que un
egoísmo bajo, superior o muy elevado desea uno u otro, aquélla decide del
carácter de moralidad o inmoralidad. Preferir un bien inferior (por ejemplo, el
goce de los sentidos) a un goce más elevado (por ejemplo, la salud) pasa por
inmoral, como preferir el bienestar a la libertad. Pero la jerarquía de los bienes
no ha sido en todo tiempo estable e idéntica; cuando un hombre prefiere la
venganza a la justicia es moral según la escala de apreciación de una civilización
anterior, inmoral según la del tiempo presente. "Inmoral" significa, pues, que un
individuo no siente aún bastante los motivos intelectuales superiores y delicados
que la civilización nueva del momento ha introducido; designa un individuo
atrasado, pero siempre según una diferencia relativa. La jerarquía de los bienes
no está edificada y modificada según puntos de vista morales; por el contrario,
sólo después de fijada aquélla se sabe si una acción es moral o inmoral
(Nietzsche, Humano, demasiado humano, I: 281).

El egoísmo es por consiguiente puesto por la naturaleza para su propia expansión y


salvaguardia. Nietzsche desenmascara pues la moral occidental cristiana haciendo ver
cómo el egoísmo puede llevar a acciones nobles; y, a la inversa, cómo la virtud tenida
por negadora del egoísmo es a veces inmoral. Las llamadas acciones heroicas no son
altruistas, se deben a que el hombre se divide en dos partes y una se sacrifica a la otra.
Bajo muchas acciones extraordinarias puede haber vanidad como, debajo de las vulgares,
late el miedo y la costumbre. Nietzsche tiene conciencia de haber desenmascarado la
virtud: ésta, en el fondo, es avidez, deseo de dominio y, bajo su nombre, se han ocultado
hipócritamente esos instintos naturales.
Nietzsche, pues, no destruye la moral, sino que la admite en tanto en cuanto ayuda
al desarrollo de una vida plena y armónica; pero la denigra en cuanto ella ha intentado
sofocar las pasiones y los instintos. Ejemplo de lo primero es la moral de los trágicos
griegos que potenció la vida y sus fuentes; ejemplo paradigmático de lo segundo ha sido

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la moral cristiana. El problema es que en Occidente, y fuera de él, ha primado la moral
negadora de la vida; por eso Nietzsche la critica en conjunto como algo antinatural. Esa
moral ha proscrito las pasiones, las ha convertido en algo pecaminoso; con lo cual ha
creado hombres divididos internamente, despectivos consigo mismos, melancólicos.
Creer que sentir una pasión es algo perverso es destruir la fuerza nerviosa del organismo.
Los predicadores de esta moral han insistido, según Nietzsche, en el desarraigo de las
pasiones porque sabían de la felicidad de los seres apasionados. Y así, han desecado la
vida haciendo al hombre infeliz. La moral ascética ha puesto a éste en guerra contra sí
mismo, invitándolo a dejar de ser lo que es para llegar a ser otra cosa; ha negado el ser
para afirmar el "deber ser":

Consideremos, por último también, qué ingenuidad constituye el decir: "El


hombre debería ser de este o aquel modo". La realidad nos muestra una riqueza
de tipos fascinadora, la exuberancia de un monstruoso juego y cambio de
formas; y cualquier aprendiz de moralista se atreve a decir: "¡No! El hombre
debería ser de otro modo…". Hasta saber "cómo" debería ser el hombre, ese
pobre diablo; se pinta a sí mismo en la pared y luego dice: "Ecce homo" […]
(Nietzsche, El ocaso de los ídolos, IV: 413).

Fustigar al hombre con el deber ser es para Nietzsche un absurdo. Eso es querer
violentar la naturaleza, pues el hombre es un fragmento de ella y es como es. Todo en el
universo está unido y determinado y la moral no puede salirse de ahí. El punto de vista
moral implica, pues, una condenación de la marcha general de las cosas porque aboga
por lo deseable y no por lo real. La moral con su "deber ser" pide que todo sea de otra
manera, supone una crítica al todo. Pero afirmar lo que es, tal como es, es más serio que
el deber ser. Porque éste es una arrogancia contra la marcha del universo. La moral
quiere que el plan del mundo se conforme a sus deseos. Pero, frente a esto, Nietzsche
afirma que el hombre no es responsable de lo que siente; sobre nosotros pesa la
necesidad en forma de instinto, pasiones, hábitos… La teoría del libre arbitrio, tan
acariciada por la moral cristiana, rompe con la concepción de que el hombre es algo
homogéneo, determinado; supone que cada acción particular es una acción aislada, algo
atomizado en el ámbito del querer y del saber. Pero el hombre es una red que se integra
en esa malla universal donde todo es azar y necesidad. Si las acciones naturales están
determinadas, también lo están las humanas. El hombre no es responsable de ese
carácter suyo configurado a través de miles de años.

1.7.4. Crítica del ideal ascético

La moralidad llevada a cabo en Occidente durante veinte siglos está en contradicción


con la elevación y vigorización del hombre; y así la perfección moral ha terminado por

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ser embaucamiento, engaño; porque quiere cambiar al hombre en su naturaleza y esto es
imposible. Éste es y seguirá siendo como es. Cambiar su esencia es destruirle. Le ha
puesto como meta la destrucción de sus impulsos y así se ha llamado verdad al
ocultamiento, la humildad, la enfermedad, el sufrimiento, la deyección. El hombre bueno
se reduce a una forma de agotamiento, de domesticación, cuando la bondad natural es
inseparable de la autoafírmación, el egoísmo, la cólera. No admitir los instintos ha llevado
a hacer de la bondad una simulación constante, lo cual engendra una permanente mentira
que termina convirtiéndose en una segunda naturaleza:

La bondad ha sido desarrollada mejor por una simulación persistente que


trata de ser bondad; siempre que existe un gran poder, nos damos cuenta de la
necesidad particular de esta especie de simulación; ella inspira la seguridad y la
confianza y centuplica la suma real de poder físico. La mentira es, si no la
madre, por lo menos la nodriza de la bondad (Nietzsche, Aurora, II: 117).

Por eso Nietzsche desconfía de aquellos que, como los sacerdotes y filósofos,
predican la bondad, el desinterés, la mansedumbre, el altruismo. Todo eso es hipócrita y
sospechoso. La moral altruista que obra por motivos desinteresados es una fórmula de
decadencia. Elegir instintivamente lo que perjudica es síntoma de enfermedad mental.
Nietzsche esclarece de una vez por todas el fallo radical de la moral cristiana de
Occidente: querer dar un valor intrísenco a la ascesis, al sufrimiento. La vida conlleva
dolor y renuncia. Éstos son necesarios, pero siempre como un medio para conseguir un
nivel superior de vida psicológica o espiritual. Pero decir que esos medios son valiosos en
sí, haciendo de ellos la meta de la vida humana, es una inversión intolerable; esto hace
abyecta la existencia postulando otra fuera de aquí, en el más allá; es la destrucción pura
y dura de la vida humana. Pero ¿por qué ha hecho esto la moral? Para Nietzsche el ideal
ascético ha sido un arma contra el sin sentido de la vida, un intento de escapar del vacío.
La ascesis tiene un sentido de medio para el fortalecimiento físico y psíquico. Nietzsche
recomienda castidad a artistas y pensadores para concentrar sus fuerzas en orden a una
mayor creatividad. Pero afirmar la ascesis como valor en sí mismo es secar la fuente de
la vida. Y esto es lo que ha hecho la moral cristiana en grado extremo al hacer de la cruz
el valor fundamental:

El triunfo precisamente en la última agonía: el ideal ascético ha combatido


siempre bajo este signo extremo; en este enigma de seducción, en esta tabla de
seducción y de sufrimiento ha reconocido siempre su luz más pura, su salud, su
victoria definitiva. "Crux, nux, lux": para él, las tres cosas no son más que una
(Nietzsche, Genealogía de la moral, III: 653).

Para Nietzsche el sentido de este ideal ascético es que el hombre, rodeado de


sufrimiento, no sabía cómo orientarlo; entonces lo que hizo fue poner el sentido en el

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sufrimiento mismo; hacer de éste un fin. Así adquirió la vida un significado odiando la
materia, lo animal, lo instintivo y llegando progresivamente a la nada. El precio de esta
orientación fueron la calumnia contra la realidad sensible y la conciencia turbada. Ésta
entró esquizofrénicamente en lucha consigo misma dividiendo sus fuerzas entre el acá y
el allá, entre lo malo y lo bueno. Tal es el origen de la mala conciencia que ha envilecido
los instintos de modo que, con sólo sentir éstos, se llena el alma de remordimientos. Así
enfermó el hombre.
Pero el ideal ascético no se quedó parado aquí, es decir, no se contentó con denigrar
los impulsos, sino que calumnió a los que seguían creyendo en sí mismos y en la fuerza
de sus pasiones. Se ha vengado con su resentimiento haciéndose algo superior. Es la
venganza del débil contra el fuerte, del plebeyo contra el noble. Los débiles se han
vengado de los poderosos mediante la moral, infamando la conducta de los fuertes. Y,
como los débiles son mayoría, han podido. Esta mayoría decadente no es capaz de
preguntarse por el yugo moral que pesa sobre ella ni menos aún de deshacerse de él. Está
sometida al yugo del imperativo divino o al categórico. Pero es incapaz de
desembarazarse de él. Los esclavos necesitan someterse a una autoridad absoluta; ésta es
la voz del instinto de rebaño que quiere eliminar el valor del individuo y someterlo a la
conciencia del deber. El instinto gregario odia la independencia; en el sometimiento y la
igualdad, encuentra su refugio. Hace falta hacer frente a ese inveterado sentimiento para
ver el valor del "inmoralista" que planta cara a esa degeneración:

Pero durante el período más largo de la humanidad no hubo cosa más


terrible que sentirse aislado. Estar solo, sentir de una manera aislada, ni
obedecer ni dominar, significar un individuo, no era entonces un placer, sino un
castigo; se sentía uno condenado a ser "un individuo". La libertad de pensar era
considerada como un mal. Mientras que nosotros sentimos la ley y la
ordenación como una coacción y un perjuicio, entonces se consideraba el
egoísmo como algo penoso. Ser uno mismo, evaluarse a sí mismo según sus
propias medidas y su propio peso, pasaba entonces por un inconveniente
(Nietzsche, El gay saber, III: 105).

La moral ascética ha sido una invención del rebaño para su subsistencia. Y


Nietzsche perfila un cuadro exhaustivo de las virtudes de esta moral de esclavos:
sociabilidad, benevolencia, consideración, aplicación, moderación, modestia, indulgencia
y piedad. Virtudes todas ellas útiles a la plebe. La tendencia del rebaño se dirige hacia la
tranquilidad y la conservación. No hay nada creador en ella. El rebaño considera hostil lo
que se sale de la medianía. Por eso odia a los tipos sobresalientes, aguerridos,
independientes y bien dotados. Tal es la moral que ha dominado en Europa durante
tantos siglos.

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1.8. Una nueva y entusiasta configuración de la existencia

Después de esta larga deconstrucción del pensamiento filosófico occidental,


Nietzsche no se queda en la mera crítica. Diseña un nuevo orden de cosas, pero sin
descender a detalles; lo suyo no es hacer un programa concreto, sino insuflar un espíritu
de cuyo hálito emerjan actitudes nuevas que miren al hombre y la vida de forma
creadora. El núcleo de su mensaje no es sólo un contramovimiento para desarticular el
nihilismo que ha impregnado la cultura occidental. Es también, y fundamentalmente, un
impulso afirmativo del valor de la vida que él llama voluntad de poder.

1.8.1. La voluntad de poder o afirmación del mundo y de la vida

La voluntad de poder es un canto de júbilo a las fuerzas que renacen; es la


embriaguez de la curación de un conocimiento y una ciencia incompatibles con el valor
de la vida. Esta alegría proviene de un gay saber que nos libera del lastre de la pesadez y
nos lleva a cantar la vida y la libertad. Es un sentimiento de plenitud donde todo se
caldea en este ambiente de libertad. Así nace la voluntad de poder, que es un estado del
alma en plenitud cuya fuerza se condensa y luego se descarga como una nube. Nietzsche
proyecta este sentimiento suyo en esa ciudad mediterránea en la que vive esta
experiencia: Génova: ciudad abierta, alegre, bulliciosa, expresión de la voluntad de vida.
El punto central de esta alegría es la infinita afirmación de las cosas sin pensarlas, sin
racionalizarlas, envueltas como están en la casualidad. Bendecir las cosas como son,
decir sí a la existencia, afirmarla dionisíacamente tal como es, sin detracción ni elección,
esa es la voluntad de poder o afirmación de la vida. Nietzsche pone este momento álgido
en una especie de mediodía que vive Zaratustra, comparable al séptimo día de la
creación en que vio Dios que todo estaba bien hecho:

¡Oh felicidad! ¡Oh felicidad! Canta, alma mía. Sobre la hierba yaces. Pero
he aquí la hora secreta y solemne en que ningún pastor toca su cornamusa.
¡Ten cuidado! El calor del mediodía se posa sobre las praderas. ¡No cantes!
¡Guarda silencio! El mundo está realizado.
¡No cantes, pájaro de los valles, oh alma mía! ¡No murmures siquiera!
¡Mira, calla! El viejo mediodía duerme, mueve los labios… ¿No bebe en este
momento una gota de felicidad? ¿Una gota de felicidad añeja, de felicidad
dorada, de vino dorado? Su dicha risueña se desliza furtivamente hacia él. Así
es como ríen los dioses. ¡Silencio! (Nietzsche, Así habló Zaratustra, III: 402).

Esta canción de Zaratustra es un canto a la vida tal y como aparece, fuerte y


caprichosa. Con ese júbilo hay que avanzar sobre la noche, la ley, el dolor. El que ama la

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vida supera todo eso; así la voluntad de vivir se muestra como algo último, con valor en
sí mismo; es una fuerza indestructible que permanece incólume en medio de todos los
avatares del devenir. Es la roca inconmovible en el oleaje.
Pero Nietzsche previene enseguida contra romanticismos fáciles. Como Jano, la vida
ofrece dos caras, una exultante y otra tenebrosa. La vida es lucha y esfuerzo. No hay
victoria sin un laborioso esfuerzo. La afirmación máxima de la vida la proyecta Nietzsche
en Zaratustra, el cual llegó a la plenitud vital después de la soledad y el olvido. Zaratustra
está tan solo que nadie le entiende ni puede participar de sus manjares. Nietzsche vive
también en sí mismo lo que es ley de la naturaleza: que toda grandeza se paga y que
cuanto más valiosa es una vida, más dolorosa es. El sufrimiento forma parte de las cosas
y, para llegar a plenitud, hace falta encararlo y desearlo:

En el dolor hay tanta sabiduría como en el placer; ambos son, en grado


eminente, fuerzas conservadoras de la especie. Si no fuese así, por lo que se
refiere al dolor, ha mucho tiempo que la especie habría desaparecido; que el
dolor haga daño no es un argumento contra él: por el contrario, es su esencia.
Yo veo en el dolor la voz de mando de un capitán de navío: "¡Arriad las velas!"
(Nietzsche, El gay saber, III: 148).

El dolor es un fármaco contra el hastío, el cansancio, el vacío. Vivir es luchar contra


lo que envejece en nosotros; aunque, a su debido momento, haya que aceptar el
envejecimiento y la decadencia. Toda vida tiene un ciclo, superado el cual, debe
desaparecer. Y el hombre no hace excepción a esta regla. Cuando sus fuerzas sucumben,
él debe cooperar a su desaparición. Querer vivir eternamente es síntoma de decadencia.
Pero esto supone un espíritu fuerte y duro, capaz de crear, destruir y dominar. Y el
primer y más importante dominio es el que se ejerce sobre sí mismo. Nosotros, con
nuestras pasiones, debemos actuar como el jardinero con las plantas; es preciso cuidarlas,
cultivarlas, enderezarlas. El sentido de este cultivo de las pasiones es ponerlas al servicio
de la vida. Se trata de que el hombre haga de ellas algo bello y, mediante eso, llevar una
vida lúcida y alegre. El dominio de sí mismo lleva directamente al sentimiento del propio
valor. El sentido último de la vida está en nosotros; cuando llevamos una vida intensa, las
pasiones trabajan unidas para la consecución de un bello ideal; es entonces cuando
proyectamos sobre las cosas esa plenitud, esa sensación de bienestar. Y así imprimimos
sobre el mundo una impronta personal que nos vincula vitalmente a él. Y eso no es
egoísmo. Esto requiere un temperamento fuerte, una escuela de trabajo y sacrificio. El
clima que exige la realización vital del ser humano es denso y fuerte; es un clima de
desierto. El hombre que realiza su destino necesita fortaleza para destruir aquello que se
resiste a ser dominado. Y el que hace esto es el que es capaz de crear algo nuevo. Una
vida robusta exige estar continuamente podando experiencias, rectificando… Y sólo así
va esculpiéndose una existencia digna. Para Nietzsche, el que es incapaz de construir
algo, es capaz de destruir el mundo entero. Hagamos lo que hagamos, siempre haremos
daño. Por consiguiente, es preciso aceptar esa regla que supone dominar la vida y, a la

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vez, cabalgar sobre ella. Ser bueno y malo al mismo tiempo, crear y destruir, hacer el
bien y el mal: eso es lo que postula el sentimiento de poder:

Haciendo bien y haciendo mal, ejercemos nuestro poder sobre los demás, y
no pretendemos otra cosa. Haciendo daño a aquellos a quienes nos vemos
forzados a hacer sentir nuestro poder, pues el dolor es para este fin un medio
más sensible que el placer: el dolor se informa siempre de las causas, mientras
que el placer se basta a sí mismo y no mira atrás. Haciendo el bien y queriendo
el bien de aquellos que dependen de nosotros de una manera o de otra (es decir,
que están habituados a pensar en nosotros como en su causa), queremos
aumentar su poder porque de esta manera aumentamos el nuestro (Nietzsche,
El gay saber, III: 57).

Para Nietzsche el alma plena no sólo soporta las pruebas sino que sale de ellas
fortificada. El hombre más creador es el más malo, es decir, el más duro. Y es que el mal
y el error forman una parte esencial de la vida a la que no puede renunciarse. Es aquí
donde Nietzsche inserta el sentido de la guerra que no es, como se ha dicho mal
interpretando su pensamiento, una exaltación de la destrucción, de la fuerza bruta, sino el
impulso que lleva a hacer frente a la decadencia y el envilecimiento. La guerra es, en ese
sentido, un resorte que trae nuevas energías a individuos y pueblos.
Llegados a este punto, Nietzsche aclara que la vida es esencialmente voluntad de
poder, de afirmación, cuyo espectro va desde las pasiones más rudas hasta el sentimiento
estético. Todo es voluntad de poder. Si miramos tanto al mundo como a nuestro interior,
veremos que en todas partes laten fuerzas de expansión cuyo resorte se nos escapa. Las
plantas y los animales crecen, se reproducen y luchan; allí donde están, ejercen una
esfera de dominio. La voluntad de poder se muestra aquí en forma de pasiones. Pero
también ésta se manifiesta en nuestros procesos psicológicos; éstos son resoluciones de
fuerza que se imponen en un determinado momento. Una decisión es una orden
repentina de fuerza y de poder; poco tiene que hacer aquí la indiferente deliberación
racional. El hombre se guía por un sentimiento de poder. Y hasta el intelecto mismo es
un aliado de aquél. Nuestras relaciones amorosas o altruistas son una comunicación de la
propia fuerza a los demás; hacemos partícipes a éstos de lo que interesa a nuestros
instintos. El amor es un deseo de expansión y posesión:

Pero el amor de los dos sexos es el que se revela más claramente como un
deseo de apropiación: el que ama quiere poseer, él solo, a la persona a quien
ama; quiere tener un poder absoluto, tanto sobre su alma como sobre su cuerpo;
quiere ser amado únicamente y habitar en la otra alma y dominar en ella como
en lo más sublime y admirable (Nietzsche, El gay saber, III: 58).

La voluntad de poder es el rasgo invencible de la naturaleza humana, más que el

62
placer. La voluntad no busca el placer, sino el dominio; incluso renunciará al placer y
aceptará el dolor hasta límites insospechados con tal de conseguir su propósito.
En el otro lado del espectro, la voluntad se manifiesta en el sentimiento estético. En
ciertos estados de ánimo, transfiguramos las cosas, las embellecemos, les damos plenitud.
Uno de esos estados es el sentimiento de belleza que conlleva el máximo vigor corporal.
Un hombre frío y cansado no puede percibir la belleza. Es más, cuando está en plenitud
de sus facultades vitales, es cuando más percibe aquélla. La experiencia estética expande
el sentimiento de poder. Éste se manifiesta en una exhuberancia del mundo de las
imágenes, en una elevación del sentimiento vital:

El arte nos recuerda estados de vigor animal; por un lado, es una


superabundancia y exceso de corporalidad floreciente en el mundo de las
imágenes y de los deseos; por otro lado, es una excitación de las funciones
animales, por obra de imágenes y deseos de la vida más intensa: una elevación
del sentimiento vital, un estimulante de este sentimiento (Nietzsche, La voluntad
de poder, IV: 309).

Ver el mundo perfecto como lo ve el artista es propio de un sistema cerebral cargado


de fuerza. Así el arte se muestra para Nietzsche como perfeccionamiento, afirmación y
bendición de la existencia.

1.8.2. La transmutación de los valores

Después de criticar la filosofía racionalista occidental y su vieja moral de esclavos;


después de poner en evidencia la voluntad de poder como valor último que ha sido
sofocado por aquéllas, Nietzsche trata de orientar la conducta humana. No lo hace con
consignas concretas que caerían en el defecto que ha criticado, sino perfilando un espíritu
nuevo con que el hombre se enfrente creativamente a la vida. Él insiste en que la causa
de la decadencia ha sido la denigración del cuerpo, de las pasiones, de lo sensible. Pero
pone cuidado en advertir que el nuevo "inmoralismo" que él proclama no sea confundido
con una relajación de costumbres, con dar rienda suelta a los instintos. Nosotros –dirá él–
somos hombres de deberes, pero de deberes distintos a esos que han pesado tanto
tiempo sobre la conciencia de los hombres. Nuestro deber es forjarnos a nosotros
mismos e imprimir nuestro sello en el mundo. Y, para eso, hace falta ser confiado en sí
mismo, fuerte, natural. Este deber es más moral que aspirar a la obediencia, al sacrificio.
La nueva moral es una vuelta a la naturaleza.
Los conceptos de bueno y malo no son valores eternos, independientes del devenir
vital. Son algo inventado por los hombres en su relación con el mundo. Cada pueblo
tiene su tabla de valores de bien y de mal que son la expresión de su voluntad de poder.
Y en esto hay tanta variedad como las especies que la vida ofrece. Aquí reside el valor

63
creador del hombre. De por sí, nada es bueno o malo, verdadero o falso, bello o feo.
Todo depende del estado del alma que proyectamos fuera, en las cosas mismas. Éstas
tienen sentido en tanto en cuanto se lo damos nosotros. Nuestros instintos nos invitan a
apoderarnos de ellas y, al hacerlo, les damos un sentido. Pero la forma de apropiarnos de
las cosas es múltiple; de ahí la diversidad de valores. Es más lo que ponemos nosotros en
las cosas que lo que hay en ellas. Cada uno da un sentido diferente a los hechos y en eso
está nuestra creatividad e invención:

Recordemos un hecho cualquiera. Admitamos que un día, al atravesar la


plaza pública, notamos que un individuo nos hace burla. Según que este o el
otro instinto haya alcanzado en nosotros su punto culminante, este hecho tendrá
para nosotros tal o cual significación, y según la clase de hombre que seamos,
será un hecho distinto. Uno lo recibirá como una gota de lluvia; otro lo sacudirá
lejos de sí como un insecto; el uno verá en él un motivo de querella; el otro
examinará su ropa por ver si lleva algo ridículo; otro pensará, como
consecuencia, en el ridículo en sí; por último, alguno habrá tal vez que se
alegrará de haber contribuido a añadir un rayo de sol a la alegría del mundo; y
en cada uno de estos casos encontrará su satisfacción un instinto diferente, ya
sea el despecho, la combatividad, la meditación o la benevolencia (Nietzsche,
Aurora, II: 68).

Vivir por tanto, es inventar, crear, o sea, construir un sentido en nuestro trato con los
hechos. El nuevo honor es ser creadores, es decir, ir más allá de las cosas por el sentido
que les damos. Y para hacer esto, no se necesitan grandes hazañas o cualidades, sino
posar toda la fuerza en las pequeñas cosas que nos toca vivir. Cualquier hecho, por
insignificante que sea, tiene resonancia para el conjunto y para el porvenir. Por eso, si
quiere, cualquier hombre puede hacer un proyecto grandioso; depende del sentido que dé
a cada acontecimiento que le ocurre. De modo que, para Nietzsche, el rasgo más
importante de esa nueva moral es que, lo que hagamos, fomente la vida y el sentimiento
de poder. Hemos de valorar lo espontáneo, lo nuevo, lo fuerte, lo abundante. Obrar por
fuerza y plenitud, no por reacción como los decadentes, los resentidos.
El segundo rasgo que destaca Nietzsche en la nueva moral es la libertad de espíritu.
El espíritu libre coexiste con toda clase de instintos, bajos y altos; hace un equilibrio entre
ellos. Además de eso, sabe liberarse de inquietudes religiosas y metafísicas, sintiendo
cósmicamente y elevándose por encima de los particulares intereses del yo. Es ésta una
de sus notas más sobresalientes pues, emancipándose de los sentimientos e inclinaciones
personales, se habitúa a la realidad de las cosas no tratando de poseer éstas sino
dejándose poseer por ellas. De esta manera desprecia el elogio y las seducciones y se
sitúa en medio de la fuerza que le inspira la vida y lo real. E incluso llega a agradecer la
desdicha porque ésta es un camino más rápido que le lleva a la meta. Esto supone la
soledad y el desprendimiento. De aquí que Nietzsche hable de "los sin patria" como los
hombres que siguen esta moral nueva. Para ser libre hay que desprenderse de todo: Dios,

64
patria, piedad, ciencia, virtud. Los "sin patria" no tienen un ideal ni un refugio para el
descanso; no están a la defensiva, están siempre buscando; no conservan nada, no
descansan. Están abiertos a todo para hacer claridad en todo. Son como pozos abiertos
donde todo el mundo puede beber:

Nosotros que somos ricos y pródigos en espíritu, colocados como pozos


abiertos a los bordes del camino, no queriendo prohibir a nadie beber en
nosotros, no sabemos, desgraciadamente, guardarnos cuando quisiéramos
hacerlo, no tenemos medio para impedir que se nos "perturbe", que se nos
oscurezca, que la época en que vivimos lance en nuestro seno su
"contemporaneidad", que los pájaros sucios de esta época arrojen allí sus
inmundicias, los pilletes sus colillas y los viajeros fatigados, que en nosotros
descansan, sus pequeñas y grandes miserias (Nietzsche, El gay saber, III: 192).

Y ¿a qué se dedican los hombres libres? Al conocimiento y la sabiduría. Se


contentan con medios económicos modestos; prescinden de la alabanza porque saben
que ésta impide crecer. El camino de la sabiduría exige ascesis, pero regala libertad y
creatividad. La ciencia y la verdad sólo se dan en hombres alegres, desinteresados, no en
los que anhelan su propio medro. La búsqueda de la verdad va más allá de toda
consideración personal; es lo más alto y, por eso, atrae tanto. El conocimiento es ávido y
la inclinación a la verdad no cesa. Y es que el hombre contemplativo "ve más" que los
demás; por eso es a la vez más feliz y más desgraciado que los otros. Él posee la fuerza
creadora que le falta al hombre de acción. Esta posición de privilegio no lleva al
dogmatismo. El hombre sabio es consciente de que el valor del mundo está en nuestras
interpretaciones; éstas son perspectivas numerosas y diversas sobre las cosas. La
elevación del hombre es precisamente superar las interpretaciones más unilaterales y
fanáticas. Hay que desconfiar de cualquier creencia inamovible, de todo "sí" absoluto. La
libertad es una tendencia curada de idealismo que pone lo mejor de sí en los infinitos
ángulos de las cosas.
La virtud que corona el nuevo "inmoralismo" es la nobleza. Ésta es para Nietzsche
un sentimiento de poder que hace estar por encima de las cosas, utilizándolas con
generosidad lejos de la ventaja o la conveniencia. Este sentimiento hace del alma noble
un ser magnánimo, irracional y dadivoso. El hombre noble se respeta a sí mismo, se
aparta de lo vulgar, mira las cosas como son, sin provecho. Por eso esta actitud le
extraña tanto al plebeyo que todo lo ve bajo el prisma de la utilidad. El alma noble es
pródiga, creativa; llega hasta el derroche. Pero a la vez es fuerte y sabe soportar no sólo
la pobreza o la enfermedad, sino también la mezquindad del hombre vulgar y, sobre
todo, la demagogia del pueblo que se ampara en la mayoría para sus vicios y virtudes.
Para Nietzsche este tipo de hombres sólo puede darse en la aristocracia; una
aristocracia de raza y tradición que ha ido preparando durante mucho tiempo la aparición
de sus mejores tipos. La clase noble se ha hecho gracias a una larga lucha que ha ido
paulatinamente configurando una nueva y segunda naturaleza. Y esto es cosa de pocos.

65
La clase aristocrática es la parte más alta de una pirámide que se sustenta sobre una
amplia base de hombres vulgares.

1.8.3. El superhombre

La moral propuesta por Nietzsche supone un nuevo sentido de la existencia.


Desechada de una vez por todas la trascendencia, cae por su base el fundamento de ésta:
lo divino. Muerto Dios, el hombre toma las riendas de su propio crecimiento y del
sentido del mundo. El camino trazado es una senda que conduce hacia el superhombre,
pero sin llegar a una meta fija. El superhombre es un paradigma que atrae continuamente
al hombre sin permitirle detenerse en un punto. El ser humano ha de estar siempre
perfeccionándose a sí mismo sin llegar a un fin. Nietzsche reduce a tres los estadios por
los que el hombre ha de pasar camino del superhombre, es decir, de su perfección: son el
camello, el león y el niño. El camello significa la preparación del espíritu en un ámbito de
superación del sufrimiento, de fortaleza, de clima desértico. El león prepara la libertad
respecto al yugo de la moral y del deber; es la rebelión contra las viejas tablas de la ley. Y
el niño es la inocencia, el olvido, la nueva vida de creación, desligada de los
determinantes del pasado. Esa inocencia no es algo blando o pueril,sino el espíritu firme
que inaugura una vida nueva y libre. Es característico de esta fortaleza admitir
valoraciones opuestas, pero también tener instinto para lo esencial. Este hombre nuevo es
indiferente a la felicidad, descontento de sí mismo, duro, no precavido, insensible a la
estima. Exige una férrea disciplina para sí mismo y para los demás:

A los hombres por quienes yo me intereso les deseo sufrimientos,


abandono, enfermedad, malos tratos, desprecio; yo deseo que no les sea
desconocido el profundo desprecio de sí mismo, el martirio de la desconfianza
de sí mismo, la miseria del vencido; no tengo compasión de ellos, porque deseo
para ellos la única cosa que hoy puede revelar si un hombre tiene o no valor:
¡que aguante con firmeza! (Nietzsche, La voluntad de poder, IV: 348).

Hay pues que dominar la benevolencia y la compasión. Lo que importa no es hacer


más grata la existencia, sino enseñar a luchar para ser fuerte. Sin ser duros con nosotros
mismos, no podremos llegar a nuestro destino.
Los espíritus fuertes están llamados a formar una especie de donde emerja el
hombre superior. Este es el verdadero fin de la evolución humana. No el bienestar y la
felicidad progresiva de todos. El hombre como especie no progresa, sólo unos pocos son
los que han alcanzado el tipo de humanidad superior. Y a esto deben sacrificarse los
demás por muy numerosos que sean. Nietzsche pensaba contra Darwin que los que
prevalecen no son los fuertes, sino los débiles que son el rebaño, la mayoría. Entre ellos
se protegen como una red irrompible. En cambio los fuertes son sublimes pero están

66
solos y son frágiles, vulnerables. Por eso perecen primero. Pero en eso está también su
grandeza.
¿En qué consiste la superioridad de este hombre fuerte y, a la vez, frágil? En que es
capaz de dar unidad a la multiplicidad caótica, viendo armonía donde el resto ve
desorden. Su privilegio es ver que el mundo como es, algo divino, sagrado. Sólo los
descontentos quieren cambiarlo, por su miopía. Pero esta unidad acarrea numerosos
sufrimientos. Cuanto más grande es un espíritu, más se abate a causa de su
conocimiento, más tiende a la duda y al escepticismo:

La libertad de toda clase de convicciones forma parte de la fuerza, la


facultad de mirar libremente… La gran pasión, la base y la potencia del propio
ser, aún más iluminada y más despótica que él mismo, toma todo su intelecto a
su servicio; nos limpia de escrúpulos; nos da el valor hasta de usar medios
impíos; en ciertas circunstancias nos "concede" convicciones. La convicción
puede ser medio: muchas cosas se consiguen sólo por medio de una convicción.
La gran pasión tiene necesidad de convicciones, hace uso de ellas, pero no se
somete a ellas, se sabe soberana (Nietzsche, El Anticristo, IV: 495-496).

Para Nietzsche, la necesidad de creencias es un rasgo de los débiles. La fe es una


despersonalización y renuncia de sí mismo. El hombre de fe suele ser fanático; por eso
hay que tener a raya las convicciones.
Este es el camino que Nietzsche vio con claridad y gozo. Muerto Dios, el hombre
resucita y crece sin menguar en la libertad y posesión de sí mismo. Es la visión que tuvo
en Sils-María, allá en las cumbres de los Alpes, al mediodía, a principios del mes de
agosto: el hombre se había desprendido del verdugo de la religión y de la moral y
comenzaba a liberar sus mejores fuerzas:

Escuchad y os diré lo que es el superhombre.


El superhombre es el sentido de la tierra. Que vuestra voluntad diga: ¡sea el
superhombre el sentido de la tierra!
¡Yo os conjuro, hermanos míos, a que permanezcáis fieles al sentido de la
tierra y no prestéis fe a los que os hablan de esperanzas ultraterrenas! Son
destiladores de veneno, conscientes o inconscientes.
Son despreciadores de la tierra, moribundos y envenenados, para quienes la
tierra es fatigosa: ¡por eso quieren dejarla!
En otro tiempo, los crímenes contra Dios eran los más grandes crímenes;
pero Dios ha muerto, y con él han desaparecido estos delitos. Ahora el crimen
más terrible es el crimen contra la tierra y poner por encima del sentido de la
tierra las entrañas de lo incognoscible (Nietzsche, Así habló Zaratustra, III:
245).

67
Este sentido afirmador de la existencia es el principal instrumento para llegar al
superhombre. Pero esa afirmación conlleva soledad, lucha, nobleza y dominio de sí. Y
esto sólo lo realizan unos pocos en los que se cumple el fin de la existencia. El individuo
humano no es el fin del universo; es como una hormiga que se pierde en el bosque;
muere y no pasa nada. La vida de un individuo tiene valor en cuanto prepara de algún
modo la venida de un tipo superior. La evolución marcha de tal manera que unos pocos
de gran valor marcan el camino. No hay progreso en la humanidad, sino circunstancias
que favorecen la aparición de tipos superiores. Un individuo superior puede justificar la
existencia de milenios. En él se concentra el pasado y se anuncia el porvenir; recoge lo
fragmentario que está disperso en los individuos y lo unifica. Nietzsche cita los tipos
históricos que más se han acercado al ideal del superhombre: el griego primitivo, el
renacentista y algunos hombres como Goethe, Napoleón y Beethoven.

1.8.4. El eterno retorno

Por último, el ámbito cósmico en que se desenvuelve el hombre es el eterno retorno.


El mundo es un formidable e imponente torrente irracional de fuerzas sin principio ni fin,
danzando eternamente sobre sí mismo. No hay nada más allá, eso es todo; pero hay que
abrazar con un sí amoroso este inmenso océano de energía en que nos desenvolvemos.
Es un prodigio de fuerza que no se consume, no aumenta ni disminuye; no gana ni pierde
y está encerrado en su propio límite, pues no es infinitamente extenso. Es un mar de
fuerzas que se agitan eternamente, en perpetuo flujo, pasando de lo frío a lo caliente, de
lo simple a lo complejo, de lo abundante a lo carente, creándose y destruyéndose
eternamente:

Este mundo mío dionisíaco que se crea eternamente a sí mismo, que se


destruye eternamente a sí mismo; este misterioso mundo de la doble
voluptuosidad; este mi "más allá del bien y del mal", sin fin, a menos que no se
encuentre un fin en la felicidad del círculo; sin voluntad, a menos que un anillo
no pruebe buena voluntad de sí mismo, ¿queréis un nombre para este mundo?
¿Una solución para todos sus enigmas? ¿Y una luz para vosotros, oh
desconocidos, oh fuertes, oh impávidos, oh "hombres de medianoche"? ¡Este
nombre es la "voluntad de dominio" y nada más! (Nietzsche, La voluntad de
poder, IV: 393).

Nietzsche tiene una concepción dinámica, no mecánica del universo. Parte del
concepto de fuerza como voluntad de poder que lo comprende todo: acontecimientos,
leyes, fenómenos inorgánicos, orgánicos, humanos. Todo ello son manifestaciones de
una potencia que pone en relación de poder muchas fuerzas. No existe una causa o ley a
la que se atengan éstas. Esa mecanización es una proyección psicológica por nuestra

68
parte. Lo que hay es una lucha entre elementos de poder desigual. Aquí no existe
obediencia, ley o causa, sino que el grado de resistencia es el grado de superioridad, de
voluntad de poder. El hombre ha proyectado la causalidad de sus hechos internos en el
mundo externo. Creemos que una cosa es el reflejo del yo como causa; pero hay que
desechar esta explicación psicológica que lo que hace es reducir una cosa desconocida a
otra conocida. Los esquemas causales son fruto del miedo a lo desconocido; así
introducimos intenciones por todas partes. La aparente finalidad del mundo es
consecuencia de la voluntad de poder que se desarrolla en todo. El cosmos es un caos al
que no deben aplicarse conceptos antropomórficos ni divinos:

Pero ¿cómo nos atrevemos a censurar o alabar el universo? Guardémonos


de reprocharle su dureza y su sinrazón, o bien lo contrario. No es ni perfecto, ni
bello, ni noble, ni quiere ser nada de esto, ni tiende en modo alguno a imitar al
hombre. ¡No participa de ninguno de nuestros juicios estéticos y morales! No
hay más que necesidades; no hay nadie que mande ni nadie que obedezca,
nadie que enfrene (Nietzsche, El gay saber, III: 101).

¿Hacia dónde camina el cosmos? Hacia ningún fin. Es un conjunto de fuerzas en


eterno combate. Su trayectoria es un círculo que se repetirá cada cierto tiempo. Vive
eternamente de sí mismo. Esta es la melancolía que produce el pensamiento del eterno
retorno; la repetición de los mismos fenómenos. La cantidad de fuerza que obra en el
universo es finita, el tiempo infinito; luego llegará un momento en que los estados de las
cosas se repetirán. Y así eternamente. Lo que no podemos decir es que las cosas que se
repiten sean exactamente iguales; pero esencialmente serán lo mismo: un gato de hoy es
el mismo que el de hace un millón de años, aunque individualmente tengan algunas
diferencias. Así pues, esta vida, tal como la vivimos actualmente, la hemos vivido y la
viviremos un número infinito de veces. Nada nuevo habrá en ella. Esto, a la vez que nos
transforma, nos anonada.
A este mundo, sin principio ni fin, en eterno devenir, es al que Nietzsche invita a
decir un "sí" firme y gozoso. Para ello hace falta poseer una fuerza cuasi divina. Hay que
amar mucho la vida para desearla eternamente como es. Porque esto lleva
simultáneamente un sentimiento de aplastamiento y plenitud. Esta suprema afirmación
del mundo sustituye a la fe religiosa como el ser del eterno retorno sustituye al creador
divino. No vale quejarse; hay que poner en cada cosa tal fuerza como para desearla
eternamente. Es la fe en el orden eterno del mundo. El sentido de nuestra vida es poner
un sello de eternidad en las cosas. Tal es la religión de las almas libres: bendecir el mundo
tal como es en su eternidad e inocencia:

Mi fórmula para la grandeza en el hombre es amor "fati"; no querer tener


nada de diverso de lo que se tiene, nada antes, nada después, nada por toda la
eternidad. No sólo se debe soportar lo necesario y no esconderlo –todo

69
idealismo es mentira frente a lo necesario–, sino "amarlo" […] (Nietzsche, Ecce
homo, IV: 678).

1.9. Influencia de Nietzsche

Nietzsche no tuvo discípulos inmediatos ni fundó escuela propia porque su


pensamiento fue algo personal. Pero precisamente, por esa carencia de escuela, es por lo
que influye de manera decisiva. Es un inspirador, no un maestro. Recoge de
Schopenhauer la idea de la voluntad, ratificándola en su carácter irracional, pero
afirmándola entusiásticamente como valor último que da sentido a la existencia y al
mundo. Si Schopenhauer culmina su pensamiento haciendo un amplio programa de
negación de la voluntad, Nietzsche termina en una apoteósica y gozosa afirmación de la
vida bajo su manifestación de voluntad de poder. Esa afirmación incondicionada, regida
por la regla apolínea, iba a dar al traste con la hegemonía de la razón como principio
último de dirección en la filosofía occidental. El pensamiento de Nietzsche se caracteriza
por ser una filosofía de la vida. En ese sentido se presenta como precursor de las
filosofías vitalistas de nuestro tiempo, influyendo en Dilthey, Freud, Bergson, Ortega y
Gasset… El nihilismo de Nietzsche es un proceso para llegar al origen vital perdido;
superado el nihilismo, brota la vida misma por encima de la negación de la moral
cristiana. Pues eso mismo es el psicoanálisis freudiano: un remontar la enfermedad para
llegar al sujeto, libre de traumas. En ese sentido, la transmutación nietzscheana y el
psicoanálisis freudiano abordan el mismo problema humano: superar la enfermedad que
es la pérdida y desconocimiento de la fuente de la vida. Nietzsche denomina a esa
enfermedad "nihilismo" y Freud "neurosis"; pero el diagnóstico y el tratamiento son
equivalentes (Assoun, 1984: 256). Se trata de un vitalismo naturalista cuyo símbolo es
Dionisos, que exalta la vida no sólo como fondo de la realidad cósmica, sino como
exhuberancia de fuerzas e instintos.
Esta exaltación lleva consigo un antiintelectualismo o irracionalismo que se
caracteriza por contrarrestar la razón con sus conceptos y principios inmutables, con su
lógica deductiva. Este irracionalismo ha sido tan fecundo que ha dado lugar a las tres
interpretaciones que recogen esa vasta influencia de Nietzsche.
En primer lugar, la interpretación estética. Para esta interpretación, capitaneada por
S. George, lo primordial en el pensamiento de Nietzsche es el ideal del héroe trágico
griego tal como se refleja en El origen de la tragedia. En la tragedia griega, los héroes se
afirman a sí mismos y afirman la vida dionisíaca en la crueldad de la tragedia. Lo
artístico se le representó entonces a Nietzsche como una justificación del mundo. Este
helenismo estético-heroico de la tragedia es lo que debía purificar el espíritu alemán para
renovarlo. Por eso Nietzsche trabó amistad con Wagner. Según K. Joël, el recurso a
Dionisos y a la superación dionisíaca del nihilismo revelaría la tendencia propiamente
romántica de Nietzsche. Su interés por la Grecia arcaica sería el aspecto más importante

70
de esta tendencia por cuanto revelaría una preferencia por elementos asiáticos extraños a
la racionalidad occidental (Vattimo, 1987: 157). En esta línea, Nietzsche empatizaba con
Hölderlin, Novalis, Schlegel y Tieck, aunque luchara al mismo tiempo contra un
romanticismo falso y decadente. Puede decirse que Nietzsche viene a reconfigurar, en un
sentido radical y en consonancia con su específica visión del mundo griego, la exigencia
romántica de realizar en sí la Antigüedad; tal exigencia fue señalada por Schlegel como
cumbre y finalidad de la filología clásica hasta hacer de ella una filosofía (Sánchez Meca,
1989: 63).
La segunda interpretación es la política. En ella, Dionisos, no es ya un dios del arte,
sino un dios de la guerra. En frase de A. Baeumler: "Dionisos es la fórmula más antigua
de la voluntad de poder". Baeumler considera esta voluntad de poder como el
pensamiento central de la metafísica de Nietzsche. Voluntad de poder no significa querer
el poder, sino que es la fórmula que expresa el devenir mismo. La voluntad que desea y
lucha continuamente no tiene meta porque ella misma es el suceder, el devenir. Esto ha
dado lugar a un ideal que proclama la lucha por la existencia, la actuación bárbara y
brutal. La bestia rubia que duerme en el fondo de las grandes razas tiene de vez en
cuando necesidad de desperezarse y así se explaya en atropellos, guerras y asesinatos.
Baeumber dio a esta voluntad de poder una interpretación sesgadamente política que
difícilmente puede conciliarse con el pensamiento en conjunto de Nietzsche. Éste tiene
especial olfato para detectar la fuerza bruta social y política y ponerle el debido
correctivo. El elemento apolíneo era la brida para encauzar esa fuerza. Por eso enjuició
negativamente la actitud de Lutero, que se apoyó en el poder político para llevar adelante
su proyecto religioso. Y otro tanto puede decirse del racionalismo y del antisemitismo.
Nietzsche se opuso y condenó abiertamente tanto del despotismo como el totalitarismo,
que fueron los modos rectores del movimiento nacionalsocialista en Alemania (Jiménez
Moreno, 1972: 151). El nacionalsocialismo trató de apoyarse en Nietzsche forzando
determinados aspectos de su pensamiento; éste nunca hubiera aceptado ni el
planteamiento ni los resultados del hitlerismo (Lefebvre, 1975: 189 y ss.). Prueba de la
arbitrariedad de esta interpretación es la que hace Lukács; ésta es importante no tanto
por el valor específico para la comprensión de Nietzsche, como por el efecto negativo
que ha producido sobre todo en el marxismo. Se ha advertido muchas veces que, en
realidad, coincide esta interpretación con la nazi, con la única diferencia de que el signo
positivo se convierte en negativo. Nietzsche sería el pensador del irracionalismo burgués
del período imperialista. La falsedad del sistema social burgués encuentra en la obra de
Nietzsche su expresión más nítida y a la vez más lejana de la razón. La escuela de
Francfort no aceptó esta interpretación de Lukács y más bien sintió su deuda con
Nietzsche a propósito de la dialéctica de la ilustración, reconociendo haber heredado de él
la visión heracliteana del devenir en el que la historicidad y el nihilismo se encuentran
estrechamente vinculados (Vattimo, 1987: 173).
La tercera interpretación ha sido la existencialista. K. Jaspers comprende a Nietzsche
trascendiendo los resultados de su pensamiento e intentando ir a la médula de su
filosofar; éste supera los límites establecidos por los valores y verdades existentes. Para

71
Jaspers, lo central en Nietzsche es que la voluntad de verdad es, a la larga, voluntad de
muerte; por tanto la pasión de verdad lo es de muerte. Frente a esa voluntad de muerte,
Nietzsche proclama la voluntad de vida y poder, plasmados en el superhombre, la
trasmutación de los valores y el eterno retorno. Para Heidegger, Nietzsche es un
metafísico junto a Platón y Aristóteles. Y ello porque destruyó el mundo suprasensible
platónico y cristiano del ser. Nietzsche vió el lado débil de todo este universo espiritual de
Occidente. Pero, al tratar de rehacer su mundo nuevo, cayó en el pensamiento metafísico
combatido. La voluntad de poder es el carácter fundamental del ser en su totalidad
organizada que se ama a sí misma y se perpetúa en el eterno retorno. También esa
voluntad es el criterio de verdad tanto en el conocimiento como en el arte, o sea, en la
transfiguración de la vida. Arte y verdad son las formas como la voluntad de poder toma
posesión de sí misma. El influjo de Nietzsche en el existencialismo va por la línea de la
descalificación de la razón. Si la obra de Hegel fue el triunfo de ésta, la obra de
Nietzsche, como también la de Kierkegaard, es la protesta del hombre y de la vida contra
las pretensiones de la razón. Contra ésta, el individuo esgrime la libertad y el rechazo del
sistema; y esto sin intentar demostrarlo racionalmente porque sería caer otra vez en la
trampa; de ahí el carácter poético, alegórico y artístico de la obra de Nietzsche, como lo
será también la de Sartre. A este respecto se pregunta K. Löwith si Nietzsche es un gran
pensador o un poeta. Y responde que, al lado de Aristóteles o Hegel, parece un filósofo
diletante; junto a Sófocles o Hölderlin se muestra como un poeta valioso, pero con el
ropaje postizo de las vivencias intelectuales. Lo fuerte de Nietzsche es ser un verdadero
amante de la sabiduría que va tras lo permanente, deseoso, por ello, de superar tanto su
tiempo como la temporalidad en general. Aparte de la aproximación existencialista de
Lowith hacia Nietzsche, es preciso constatar la lectura en esta clave que hicieron W.
Struve, L. Giesz, W. Relm y J. Lavrin.
Es imposible en este momento hacer un recorrido exhaustivo de las influencias de
Nietzsche. Es como una corriente caudalosa que alimenta multitud de ríos. En ese
sentido se le ha comparado a Marx y a Freud. Los tres son maestros de la sospecha y
cada uno, desde su perspectiva, ha hecho una crítica a las "verdades eternas" que
parecían sostener la cultura occidental. Debajo del orden, de la moral y de la religión,
amparados por la razón, laten engaños que estos pensadores han puesto de manifiesto.
Su importancia en la historia de la filosofía contemporánea ha sido analizada en
profundidad por Jaspers (1972: 308 y ss.). Por lo que a Nietzsche respecta, su influencia
se hizo sentir en el ámbito artístico, como acaba de señalarse. Fue un opositor al
idealismo siguiendo en esa línea tanto a Schopenhauer y Wagner como a Kierkegaard. Su
pronunciamiento contra la razón y en favor de la vida hicieron de él una especie de
Rousseau alemán volteriano con rasgos místico-religiosos. Esa actitud influyó en los
moralistas franceses y en escritores rusos como Tolstoi y Dostoievsky. Estimuló a los
grandes escritores del siglo XX: de Kafka a Musil, de Rilke a Thomas Mann, de
Sfrindberg a Gide. También los teólogos dejaron sentir la crítica implacable de Nietzsche
al cristianismo: O. Flake, W. Weymann-Weyhe, E. Benz, K. H. Volkmann-Schluck, W.
Nigg, P. Tillich, B. Welte, G. G. Grau, E. Biser, H. Wein, F. Ulrich, P. Valadier, H.

72
Blumemberg. Todos ellos, con diversas perspectivas, se han hecho eco de la renovación
que las ideas de Nietzsche han tenido en orden a una interpretación más genuina, y
conforme a las fuentes, del cristianismo.
La influencia de Nietzsche puede seguirse también en las corrientes del positivismo y
materialismo evolucionista modernos. De una manera especial se ha anticipado a los
movimientos del neopositivismo y estructuralismo actuales influyendo en ellos. Su
doctrina nominalista que reduce el pensamiento y los conceptos a nuevos signos
plasmados en el lenguaje, su afirmación de que la gramática es la metafísica popular,
encuentran su desarrollo en la filosofía analítica. Después de la Segunda Guerra Mundial,
el interés por Nietzsche abundó en toda Europa, especialmente en Francia, Italia y
Estados Unidos. Una larga serie de especialistas en estos países ha estudiado tan
profusamente su pensamiento que es difícil no encontrar realizada cualquier perspectiva
sobre él.

73
2
El irracionalismo existencial de S.
Kierkegaard

2.1. Introducción

Los irracionalismos de Schopenhauer y Nietzsche se decantaron frente al idealismo


racionalista de Hegel. Igualmente lo hizo el de Kierkegaard, pero desde otra perspectiva.
La omnímoda voluntad de Schopenhauer fue la antítesis de esa razón endiosada de
Hegel que era el punto de referencia de donde todo partía y adonde todo volvía.
Schopenhauer hizo de la voluntad el ser supremo en cuyo seno aparece tenue y
tardíamente una luz que es capaz de negar, en el ámbito humano, esa soberanía de la
voluntad. En ésta se unifican todos los seres de forma que la individualidad aparece
como una forma engañosa. La salvación consiste en compartir ese ser último que somos
todos, negando la voluntad individual. La razón, pues, tiene sólo un sentido auxiliar en
orden a clarificar el camino de negación de la voluntad. Nietzsche, impactado por el
irracionalismo de la voluntad schopenhaueriana, siguió a ésta en un principio, pero
cambió radicalmente su sentido. Es preciso afirmar esa voluntad universal y en eso nos
va el destino y la felicidad, por mucho dolor que eso cueste. No hay otra alternativa. La
voluntad de poder es el hecho metafísico universal y, en su afirmación más vigorosa, se
decantan los hombres mejores, aquellos que aman apasionadamente la vida hasta
empujarla a formas superiores. Tal es el camino del superhombre. A diferencia de
Schopenhauer, el valor del individuo en Nietzsche va tomando cuerpo al filo de esa
afirmación de la voluntad; a mayor afirmación de ésta, mayor individualidad. Es
justamente el procedimiento contrario a Schopenhauer, para quien a mayor negación de
la voluntad, mayor negación del principio de individuación. Pero el irracionalismo de
ambos va por la misma línea: la voluntad ha arrinconado la razón. Cuando ésta ha
querido emanciparse de aquélla, ha causado un enorme trastorno cambiando los valores
y convirtiendo al hombre en un ser hierático y desecado. Tanto Schopenhauer como
Nietzsche son una réplica al idealismo de Hegel, que se empeñó en forzar la marcha del
mundo y de la vida por un elemento extrínseco a éstos: la razón. Para Nietzsche, el
predominio de ésta sobre la tragedia, en Grecia, trajo el comienzo de la decadencia. Ésta
empieza con Sócrates, sigue con Platón y el pensamiento cristiano hasta llegar a su
culminación en Hegel. Nietzsche echa mano del elemento dionisíaco para sacar del
marasmo la vida y el pensamiento occidental usando la razón apolínea como un nuevo

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correctivo para encauzar esa fuerza maravillosa de la vida.
Kierkegaard se enfrenta igualmente a la apoteosis del racionalismo idealista de Hegel,
pero no en cuanto éste haya negado la vida, sino en cuanto ha pasado por alto el valor
supremo de la existencia humana. El pensamiento, guiado de la mano de Hegel, ha
padecido de espejismo intentando fundar y ordenar la realidad. En esa operación quedó
fuera la existencia individual que por naturaleza es refractaria a la unificación del
pensamiento. La filosofía de Kierkegaard es un reclamo de los derechos del individuo,
del ser existente, frente a esa arrolladora razón que unifica en sí todos los seres en orden
a un sistema universal. Todo hombre es una realidad irreductible. Entre Schopenhauer y
Kierkegaard, Nietzsche es el término medio. Schopenhauer quería la unificación de los
individuos en un ser universal al que se accedía por la compasión. Nietzsche se negó a
esa unificación, postulando una vida universal jerarquizada cuyos más altos
representantes eran los hombres que individualmente destacaban en la afirmación de la
vida. Kierkegaard prescinde de ese ser universal llamado voluntad de poder o vida
universal; teniendo delante el atropello hegeliano de la idea absoluta que se constituye a sí
misma eliminado la individualidad de los seres en una forzada unificación, reclama el
derecho inalienable de la existencia humana a constituirse en un ser único e insustituible.
Y aquí está el sesgo específico de su irracionalismo. Mientras el de Schopenhauer y
Nietzsche acentúa la primacía de la voluntad y la vida frente a la razón, el de
Kierkegaard reclama la superioridad de la existencia sobre el pensamiento, sobre la razón.
La realidad individual es suprarracional; de nuevo la razón adquiere aquí un papel
auxiliar, esta vez no al servicio de la vida sino de la existencia humana.
A partir de aquí pueden apreciarse los matices y perspectivas de este irracionalismo
de Kierkegaard. Va tocando cada uno de los aspectos o caracteres de la existencia
humana, mostrando la incompetencia de la razón para aclarar su naturaleza. De modo
que si el irracionalismo de Schopenhauer y Nietzsche tiene un carácter vitalista, el de
Kierkegaard muestra más bien un sesgo individual, humanista, existencial; y también
trágico porque precisamente esa excepción ontológica que supone el ser humano, lo hace
irreductible al conocimiento, a la analogía con otros seres. Y de ahí se abre el camino a lo
trágico, a la soledad existencial. La razón tiene que deponer aquí sus armas y rendirse.
Ha de aceptar que hay otras instancias superiores a ella en orden a la comprensión de lo
real. Se acabó su soberanía sobre los dominios del ser y del conocer.
Kierkegaard se sumerge en este irracionalismo existencial, explorándolo desde
diversas perspectivas. En primer lugar, se enfrenta a la razón especulativa hegeliana que
quiere comprender la realidad sólo desde el pensamiento. Kierkegaard niega que la
realidad pueda ser completamente aprehendida por la razón, que sea identificada en
última instancia con el desarrollo de la idea. La razón tiene derecho en el campo de la
ciencia empírica y en el de la lógica, no en el de la realidad existencial; ha padecido de
espejismo creyendo que nada se le resiste, como si todo tuviese que encontrar en ella
claridad y justificación. Pero la existencia es tan espesa y tan terca que se hace refractaria
al pensamiento. Y para llegar a ella es preciso diseñar la otra vía. Esto es lo que el
endiosamiento de la razón no permite. Kierkegaard rechazó la posibilidad de comprender

75
el orden existencial por medio de juicios especulativos; de esta forma mostró ese otro
camino que se adecua a la existencia y que adolece de un espectro tan amplio que va de
la duda a la fe, de la desesperación a la confianza, de la decisión al compromiso. Todos
ellos forman el "pathos" existencial, que es una alternativa muy superior a la vía del
conocimiento.
Esta superación de la razón tiene, como se va a ver enseguida, aplicaciones en el
orden metafísico, gnoseológico, antropológico y ético. Y hasta va a jugar un papel
decisivo en el ámbito religioso cuando el hombre diseñe su camino de acercamiento a
Dios. Kierkegaard elimina en este sentido el papel preponderante que la razón se ha
querido dar a sí misma en orden a clarificar y facilitar ese acceso. La teología natural o
teodicea recibe de él un varapalo definitivo. Querer demostrar la existencia de Dios por
pruebas racionales es un absurdo. Toda prueba sobre una cosa supone la existencia de
esa cosa y parte del hecho de que existe. El argumento ontológico, defendido por
Spinoza, los racionalistas y el idealismo, es un sofisma. Porque la existencia que sigue a
la esencia es puro concepto, una forma a priori o modo de ser ideal; éste cae de lleno en
el orden de las esencias y no determina ninguna existencia real y concreta, incluida la
divina. La existencia de Dios sólo se manifiesta en el salto de la fe y en el absurdo de la
razón. Pero, además, una vez dado el salto y llegado a Dios, la razón sigue incapacitada
para decir algo acerca de la esencia divina. Dios es el gran desconocido, el esencialmente
otro, el trascendente. De nuevo quiebran aquí la analogía y el principio de causalidad;
éstos no pueden acortar distancias y ofrecer algún inadecuado conocimiento de la esencia
divina. Entre Dios y el hombre se abre una quiebra metafísica y psicológica insalvable,
una diferencia cualitativa absoluta. De nuevo tiene que aparecer la fe y llevar la iniciativa
para salvar ese abismo. La razón no puede ni siquiera pensar esa heterogeneidad
insondable; más bien debe estar a expensas de la fe y prestar su ayuda en cosas y
momentos circunstanciales. ¿Cómo va a comprender la inteligencia lo absolutamente
diferente? La fe se presenta así como la paradoja que trastoca la razón. Pero esto no es
puro irracionalismo. Lo que Kier-kegaard señala son los límites de la razón. Hay
realidades que sobrepasan el ámbito racional y la razón ha de admitir que hay un orden
de verdad que la sobrepasa. De ahí que el irracionalismo de Kierkegaard no sea
excluyente. Así lo han interpretado J. Collins, T. Haecker, W. Ruttenbeck, M. Thust, C.
Fabro, V. Melchiore…
La posición irracionalista de Kierkegaard viene determinada por tres factores que
son en definitiva las fuentes de su pensamiento existencial. En primer lugar, su propia
personalidad, que fue el trasfondo filosófico de su pensamiento. La mayoría de los
filósofos ha proyectado éste hacia la realidad exterior tratando de comprenderla y
llegando así un conocimiento sistemático de la misma. Pero ha habido algunos que han
hecho filosofía de la propia vida personal y han orientado su reflexión hacia dentro. Allí
se han encontrado con una experiencia imposible de plasmar en conceptos generales. El
saber se ceñía a experimentar la propia personalidad. Y por mucho que trataran de
hacerse comprender, quedaba un reducto fundamental reacio al conocimiento objetivo.
Este es el caso de Kierkegaard como lo fue el de san Agustín o el de Nietzsche. Así llegó

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a Kierkegaard al concepto de individuo, que, entrando de lleno en la metafísica, dejaba
un resto inexpugnable de irracionalidad. Al defender este concepto básico, chocó con el
racionalismo hegeliano que lo negaba de raíz. Este enfrentamiento con Hegel es la
segunda fuente del pensamiento de Kierkegaard. Dada la importancia del hegelianismo en
Dinamarca y en toda Europa, Sören tuvo que hacer un esfuerzo gigantesco para rescatar
la realidad individual diluida en el sistema abstracto hegeliano. En esta tarea, encontró un
poderoso aliado que fue la tercera fuente de su pensamiento: la concepción cristiana del
hombre. El cristianismo luterano de Kierkegaard le llevó a enfrentarse directamente con
Dios sin mediaciones sacramentales e institucionales. De ese encuentro inmediato, el
concepto de individuo salió fortalecido. Porque el yo se crece en la comunicación directa
con el Tú absoluto. De esta nueva fuente de identidad personal emerge un elemento más
de irracionalidad: la fe.

2.2. Función subsidiaria del pensamiento en la metafísica

2.2.1. Primacía de la existencia sobre el pensamiento

El pensamiento metafísico de Kierkegaard, en un principio, nace como de rebote


frente al posicionamiento de Hegel. La tentación de fondo del idealismo es identificar ser
y pensar, orden lógico y orden real. Para Hegel, todo lo racional es real y lo real es
racional. Esta identificación hace salir perdiendo a cada uno de los dos miembros. Pierde
lo real pues la lógica no admite la contingencia y el devenir que son esenciales a la
realidad. Pierde la lógica, pues cuando ésta admite en su seno lo real, introduce algo
extraño que el pensamiento no puede asimilar: lo inmediato, lo contingente, lo cambiante.
Al hacer esto, Hegel induce a confusión pues introduce el movimiento en la lógica, lo
cual es imposible. El movimiento está formado por acontecimientos sucesivos y en lógica
no hay acontecimientos, sino pensamientos o esencias que son siempre pero que no
existen, que no acaecen. Esos pensamientos se relacionan racionalmente unos con otros,
pero no se mueven, no acaecen sucesivamente:

Pero, a pesar de todo lo que digan, en la Lógica no debe acaecer ningún


movimiento; porque la Lógica y todo lo lógico solamente es, y precisamente
esta impotencia de lo lógico es la que marca el tránsito de la Lógica al devenir,
que es donde surgen la existencia y la realidad… Todo movimiento –si se nos
permite emplear momentáneamente esta expresiónes un movimiento inmanente,
lo que en el sentido más profundo significa que no es ningún movimiento. Para
convencerse de ello no se necesita más que considerar que el concepto mismo
de movimiento es una trascendencia que no puede encontrar cabida en la lógica
(Kierkegaard, 1986, El concepto de la angustia, VII: 114-115).

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La expresión más clara de la lógica es aquel dicho de los eleáticos "nada nace, todo
es" que aplicaron equivocadamente a la existencia. El problema del movimiento es cómo
el mundo llegó a la existencia y por qué antes no existió.
Kierkegaard rechaza pues la identidad hegeliana de pensamiento y ser. No es lo
mismo el pensamiento de una flor que la existencia de esa flor. En el orden de las ideas
es donde tiene validez la identidad de pensamiento y ser. El bien, la belleza, la justicia…
son cosas tan abstractas que son indiferentes respecto a la existencia; como ésta lo es
respecto al pensamiento. Por eso Hegel tiene que eliminar de su sistema las cosas
particulares existentes, los individuos concretos. Propiamente, no tienen realidad; son
meras manifestaciones fenoménicas de la idea, que es lo verdaderamente real. Esta idea
sí que se identifica con el pensamiento. Pero la existencia de una cosa es bien distinta de
la existencia ideal o pensamiento de esa misma cosa. ¿Acaso existe el bien porque yo lo
piense? De ninguna manera. Pues lo mismo puede decirse de la existencia: ¿existo yo
porque pienso mi existencia? En absoluto. Más bien sucede lo contrario: justamente
porque existo y tengo capacidad cognoscitiva es por lo que puedo pensar mi existencia.
Por tanto la existencia disocia la identidad ideal de pensamiento y ser. Es preciso que yo
exista para que pueda pensar. La existencia concierne siempre a lo particular; lo
abstracto, lo ideal, no existe; lo cual no quiere decir que no tenga realidad; la tiene: es una
realidad posible, esencial, pero no existencial. Pensamiento y ser son idénticos cuando se
refieren a cosas abstractas cuya existencia afecta sólo al ámbito del pensamiento
(Suances Marcos, 1998: 142). En este punto, Grecia estuvo en las antípodas del
idealismo moderno. Para los griegos, la dificultad consistía precisamente en ganar lo
abstracto y abandonar la existencia de lo particular. Para el idealismo, por contra, la
dificultad está en alcanzar la existencia, lo particular:

La tesis filosófica de la identidad de pensamiento y ser es exactamente lo


contrario de lo que parece; significa que el pensamiento ha abandonado
completamente la existencia y que ha emigrado a un recién descubierto sexto
continente donde se basta completamente a sí mismo en la identidad absoluta de
pensamiento y ser. En la abstracción, la existencia acaba por convertirse, en el
seno de la irrealidad metafísica, en el mal y, en sentido humorístico, en una cosa
extremadamente molesta con la que sería ridículo entretenerse (Kierkegaard,
1986, Post-scriptum definitivo y no científico a las "Migajas filosóficas", XI:
30).

El intento de unir pensamiento y ser es lo que ha dado lugar al sistema especulativo.


Éste trata de objetivar la totalidad de la realidad plasmándola en un sistema coherente de
pensamiento. Aquí, pensamiento y realidad quedan perfectamente acoplados el uno al
otro en una indisoluble unidad. Pero el precio de ésta es la exclusión de lo particular, de
lo existente, con su carga de intermitencia e imprevisibilidad. Un ser existente es
impredecible en su actuar; su existencia se compone de pasos inconexos y su fin es
incognoscible. La trayectoria de un ser existente es algo en devenir cuyos pasos son

78
imposibles de prever. La existencia lleva siempre consigo un reducto incognoscible. Y
esto es algo que un sistema no puede soportar porque en él todo tiene que ocupar un
específico lugar acorde con su naturaleza. Lo desconocido sería un desafío a ese ideal de
coherencia y unión. Por eso, la condición para el sistema es renunciar a lo existente, es
decir, a lo que cambia, a lo impredecible, a lo inacabado.
La idea propia del sistema es unir pensamiento y ser. Pero la existencia es
justamente aquello que separa a éstos. Lo cual no quiere decir que la existencia sea
rebelde al pensamiento, sino que ella ha disociado y disocia al sujeto respecto del objeto,
al pensamiento respecto del ser. El pensamiento puro se identifica con su objeto; y en
esta identificación está su verdad; no hay fisuras entre ambos porque vienen a ser lo
mismo. Por tanto es una verdad tautológica. Pero este pensamiento objetivo no tiene
relación con lo existente, con lo concreto. Es pura tautología. Esto quiere decir que el
sistema es un todo coherente igual que el de las ciencias abstractas (v. g.: la matemática).
La lógica de Hegel es la expresión de esta unidad semejante a la ciencia exacta. Y para él
fue la lógica la más alta expresión de su pensamiento. Pero un sistema lógico no puede
contener las particularidades y la imprevisibilidad de los seres existentes. Cuando Hegel
introduce el movimiento en su lógica, crea una enorme confusión porque el movimiento
es algo ajeno a la estructura del pensamiento puro y en cambio algo propio de la esfera
del devenir. El movimiento, en la lógica, es pura relación de pensamientos, no sucesión
de hechos. La lógica es indiferente a la existencia y en eso se asemeja a la matemática.
Hegel cree que la superioridad de la lógica y de la ciencia exacta consiste en que su
objetividad deja de lado lo existencial, lo particular. Así la existencia se hace refractaria al
sistema (Suances Marcos, 1998: 143-144). No puede haber, pues, un sistema de
existencia:

Quien dice sistema dice mundo cerrado, pero la existencia es justamente lo


contrario, un mundo abierto. Abstractamente, sistema y existencia no pueden
pensarse juntos porque, para pensar la existencia, el pensamiento sistemático
debe pensarla como suprimida, es decir, distinta a como es dada de hecho. La
existencia separa las cosas y las mantiene distintas, el sistema las coordina en un
todo cerrado (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no científico a las
"Migajas filosóficas", X: 112).

Este es el error de Hegel, querer introducir el devenir, los existentes, en un sistema.


Si éste quiere ser tal, tiene que ser algo acabado, cosa que por naturaleza no lo están el
devenir ni la existencia; luego no puede haber un sistema que contenga éstos. Al intentar
hacerlo, Hegel ha hecho tanto de la existencia como del devenir algo abstracto, inmóvil,
ideal. La existencia no puede ser conceptualizada y por tanto introducida en el sistema,
salvo que también ella sea reducida a concepto, que es lo que hace el ontologismo.
La confusión en toda la doctrina de el ser en lógica proviene de que no siempre se
tiene en cuenta que en este ámbito, en la lógica, se opera siempre con el "concepto" de
existencia, no con las cosas existentes. Pero este concepto de existencia es una idealidad

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y la dificultad estriba justamente en saber si la existencia entra en el concepto. Si entra,
entonces Spinoza tiene razón cuando dice: "essentia involvit existentiam", la esencia
conlleva la existencia, o sea, la existencia conceptual, ideal. Por todas partes, en el plano
de la idealidad, el principio es que la esencia es la existencia, si es lícito emplear así el
concepto de existencia. En esta misma línea puede interpretarse la fórmula de Leibniz "Si
Dios es posible, es necesario". Esta fórmula es exacta en cuanto que nada se añade al
concepto de Dios, tenga éste existencia o no la tenga. Da lo mismo, pues la existencia a
que hace alusión es la existencia del concepto, la existencia ideal. Pero, a su vez, Kant
también tiene razón cuando dice que "la existencia no añade ninguna nueva
determinación de contenido al concepto"; evidentemente Kant está pensando en la
existencia como cosa que no entra en el concepto, es decir, piensa en la existencia
empírica. La existencia, pues, no entra en el concepto:

Pero la existencia corresponde a la realidad particular; el individuo, como ya


lo constata Aristóteles, queda fuera o, al menos, no entra en el concepto. Para
un individuo, animal, vegetal o humano, la existencia (ser o no ser) es algo muy
decisivo; el hombre individual no tiene sin embargo, que yo sepa, una existencia
conceptual (Kierkegaard, 1961, III: 300).

2.2.2. Unión de ser y pensar en el sujeto existente

Y es justamente en el hombre, sujeto individual, donde se esclarece y profundiza


más esta ilegítima identificación de ser y pensar. Porque precisamente él es a la vez
sujeto pensante y existente. Pero es lo primero porque previamente es lo segundo. En el
dominio de los seres particulares existentes, el hombre es a la vez un ser pensante y
existente. No está del todo ni en el dominio de las ideas ni en el de las cosas imperfectas
que no piensan. ¿Se identifican en él ser y pensar? De ninguna manera. Un hombre
particular existente no es una idea, no es un pensamiento. Su existencia es cosa bien
distinta a la existencia ideal del pensamiento. Existir, en el sentido de ser este hombre
particular, es una imperfección con respecto a la eterna idea platónica de "Hombre"; pero
es una perfección con respecto a cualquier cosa existente particular no pensante, como
una roca. Su existencia es una especie de estado intermedio entra la idea eterna y la nada.
Por tanto no hay identidad en él entre su existencia y su idea o pensamiento. ¿Acaso
existo yo porque pienso mi existencia? En absoluto. Es justo lo contrario: porque existo
de forma que mi existencia contiene la cualidad de pensar, es por lo que puedo pensar mi
propia existencia. Es preciso que yo exista para que pueda pensar. Existir como hombre
particular, tal como yo soy, no es una existencia tan imperfecta como la de una roca,
pero tampoco es la realidad ideal del "Hombre puro y eterno" que no existe. La existencia
humana conlleva la idea, sin ser sin embargo la existencia propia de la idea. El hombre
como existente ocupa un lugar intermedio: participa de la idea, pero no es la idea.

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En el sujeto existente se realiza, pues, la unión de pensamiento y realidad. La
existencia liga el hecho de pensar y el hecho de existir, haciendo del existente un sujeto
pensante. Existen pues las dos esferas, la de la abstracción y la de la realidad, la del
pensamiento y la del ser. La esfera del pensamiento puro en la que se encerró el sistema
hegeliano tiene un talón de Aquiles: explicar cómo ese pensamiento puro se refiere a un
existente, cómo entra en contacto con él. Para eso no tiene respuesta ni solución; lo que
hace es diluir esa existencia incorporándola al mundo del pensamiento como un objeto
más; con lo cual ha eliminado la característica más importante de su ser. Pensar la
existencia abstractamente es suprimirla; porque ésta es inconcebible de manera lógica o
abstracta. El existente es un ser que comienza en el tiempo sin saber cómo ni por qué;
aparece sin causas que lo justifiquen. En su devenir es imprevisible. No se sabe qué
camino va a tomar y actúa de modo recurrente, contradictorio e intermitente. Y su fin
también es incognoscible. No sabe cuándo va a desaparecer y si ha cumplido o no con su
destino. Todo esto hace que su ser real y concreto se muestre refractario al pensamiento
para el que todo es armonía y previsión. El ser existente es por tanto oscuro, se rebela
contra la claridad del pensamiento. El pensamiento abstracto es incapaz de dar cuenta de
lo concreto, del devenir particular de un ser existente con sus avatares e improvisaciones.
A la claridad de la abstracción, la existencia de lo concreto contrapone su rebelde
oscuridad.
Pero el racionalismo y los idealistas han primado el pensamiento abstracto haciendo
coro con los científicos que desprecian orgullosamente la existencia como algo que no
merece atención. Pero esos pensadores abstractos, por mucho que lo sean, no dejan de
ser seres existentes teniendo que vivir por fuerza divididos al dar más importancia al
pensamiento que a la vida misma; este desacuerdo entre pensamiento y vida denigra su
condición humana:

Cuando se mira a un pensador abstracto que no quiere claramente


reconocer y confesar la relación de su pensamiento abstracto con su propia
existencia, vemos en él un espíritu notable pero no deja de producir una
impresión cómica; pues está a punto de dejar de ser hombre. Mientras que un
hombre real, síntesis de lo finito y lo infinito, encuentra justamente su realidad
en salvaguardar esta síntesis estando infinitamente interesado en existir, dicho
pensador abstracto tiene una doble naturaleza: es un ser imaginario que vive en
el puro ser de la abstracción y es a veces una triste figura de profesor cuyo yo
abstracto se desprende igual que su bastón (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum
definitivo y no científico a las "Migajas filosóficas", XI: 2).

Cuando la existencia se contradice con el pensamiento estamos en presencia de un


profesor. El pensamiento puro desconectado de la existencia es sólo una quimera y
curiosidad psicológica.
El interés supremo para el existente es existir. El sujeto pensante es existente y sólo
los pensadores sistemáticos hacen caso omiso de su condición humana para llegar a ser

81
especuladores puros. El sujeto existente piensa de modo intermitente y discontinuo; su
pensamiento no es un todo coherente sino una serie de trazos discontinuos. Pero más
vale ser un intermitente espíritu pensante que un yo puro y absoluto. Éste es un puro
artificio mental. Contrasta esta separación entre pensador y existente que hace el
idealismo con la recia concepción griega del filósofo. Éste era un hombre atado a la vida
y a sus ocupaciones. Su saber lo plasmaba en proyectos útiles. Allí el pensador era el que
existencialmente tenía una vida más rica y apasionada. Para ser un buen pensador o
maestro había que serlo existencialmente. El mejor ejemplo de esto fue Sócrates. Ya en
Platón comienza la quiebra del pensamiento existencial. Sólo Sócrates fue capaz de
mantenerse en el filo de lo existencial, de lo presente, poniendo en acto su pensamiento
sin echar mano de sistemas ni dogmatismos. Platón en cambio comenzó a retirarse del
ajetreo vital para ir incubando una ilusión que dio lugar a una doctrina. Poco a poco
perdió de vista lo existencial cristalizando sus ideas en un sistema. Esto, elevado a la
enésima potencia, es lo que ha hecho el idealismo al potenciar sobremanera el
pensamiento puro; éste ha sido puesto como fin supremo de la vida terminando por
asfixiar el hálito irracional e imprevisible de ésta.

2.2.3. Características del "pathos" existencial

Todo esto le lleva a Kierkegaard a poner de relieve el pathos existencial del sujeto
frente a la primacía del pensamiento. La ley de la existencia es que primero es la vida,
después el conocimiento. El pensamiento moderno ha invertido esa ley de forma que no
sólo prima al conocimiento sobre la vida, sino que hace de aquél el medio para crear ésta.
Es decir, ha invertido el orden haciendo del pensamiento lo primario y de la vida, es
decir, de la pasión, el entusiasmo, el dolor, el pathos…, lo secundario. Dicho de otra
manera, el pensamiento especulativo no ama, ni cree, ni sufre, ni padece; sólo le importa
el lugar que la fe, el amor, el dolor, el gozo, etc… ocupan en el sistema. Pero esto es algo
ilusorio y paradójico. Es como aquel que le interesa más la crítica del arte que el
sentimiento de éste. Lo verdadero es el sentimiento de lo bello, la creación artística. Por
añadidura vendrá luego la teoría del arte. Y lo mismo en las demás cosas. Pero la
garantía para construir una teoría, un conocimiento sistemático, es inmovilizar el objeto,
hacerlo inerte para poderlo enmarcar en un cuadro sistemático. En cambio los objetos
reales son vivos, están en devenir, no se dejan encuadrar; quien verdaderamente llega a
ellos no es el pensamiento objetivo, es el sentimiento vital que empatiza con ellos. Por
eso los seres vivos se resisten al conocimiento. La teoría y el conocimiento sistemático
son como una gramática muy bien hecha sobre una lengua viva; ésta, al cabo de cierto
tiempo, desborda los límites gramaticales. Es la gramática la que ha de estar al servicio de
la lengua y no ésta al de aquélla. Igualmente el pensamiento debe estar al servicio de la
vida.
El pensador especulativo hace una dicotomía entre su existencia personal y su

82
pensamiento. Éste no roza aquélla. En cambio el pensador existencial desarrolla su
pensamiento describiéndose a sí mismo; en su interioridad, se encuentra con las
categorías existenciales. Pero al hacer esto, no desarrolla un pensamiento solipsista, sino
que actúa como paradigma para el resto de los hombres; pues las coordenadas
existenciales son idénticas para todos éstos. Aquí el pensamiento emana de la realidad
existencial del pensador:

Oratio, tentatio, meditado faciunt theologum (la oración, la tentación, la


meditación hacen al teólogo); un pensador subjetivo tiene por lo tanto,
necesidad de imaginación, de sentimiento, de dialéctica, en su interioridad
existencial apasionada. Pero la pasión es el alfa y el omega, pues es imposible
pensar de manera existencial la existencia sin apasionarse; la existencia es, en
efecto, una inmensa contradicción de la que el pensador subjetivo no tiene que
hacer abstracción para salir de ella a su gusto, sino que tiene por tarea
permanecer en ella (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no científico
a las "Migajas filosóficas", XI: 50).

Es imposible existir sin pasión cuando se es consciente de la existencia. Lo que le


ocurre a la mayoría de los hombres es que viven dormidos, insensibles a los problemas
de la existencia. El pensador existencial es consciente de sí mismo y de sus
contradicciones y eso hace su tarea apasionada. Hay una diferencia entre el pensador
existencial y los demás: el científico, el historiador, el poeta…; y es que la existencia, en
éstos, no forma parte de su pensamiento; aquélla no interesa; lo que importa es el
contenido, la doctrina, el mensaje que se trae entre manos. En cambio para el pensador
existencial, la existencia es algo intrínseco a su pensamiento. Su tarea es comprenderse a
sí mismo en la existencia. Es muy fácil pensar la contradicción desde fuera; el pensador
existencial la piensa desde dentro, inmerso en ella. Su problema es plasmar en el
pensamiento las vivencias contradictorias existenciales. Este es su reto. Mientras el
pensamiento abstracto tiene por tarea explicar abstractamente lo concreto, el pensador
subjetivo tiene la tarea inversa de comprender lo abstracto de manera concreta.
¿Cuáles son los factores que dan pasión a la existencia? En primer lugar, que esté
ordenada, o que no lo esté, a un fin absoluto. Porque la tensión de orientar las vivencias
de la vida a ese fin eterno llega al máximo. Relativizar y subordinar los acontecimientos
de la temporalidad a un valor definitivo es introducir en la existencia una tensión
formidable. Más aún, en esa tensión, nunca se está seguro; nos asaltan continuamente la
duda y la idea del error. ¿Cuándo podremos estar satisfechos de haber abordado ese
objeto al que parece que nunca llegamos del todo? A semejanza de Sócrates, hay que
estar siempre buscando, preguntando, sin poder instalarse de modo definitivo en una
determinada posición. Nadie ni nada puede certificarnos de estar en el camino recto.
Tocante al destino eterno, nuestra interioridad sólo puede darnos ciertos signos de
tranquilidad; pero es preciso trabajar y saber interpretarlos en cada momento. El existente
tiene en esto que habérselas consigo mismo sin poder asirse a un criterio externo. Por

83
otro lado, tampoco se puede manifestar esta tensión al exterior. Un hombre convencido
de este fin absoluto hará su trabajo, y desempeñará su papel en la familia, en la sociedad
etc., como cualquier otro. No habrá signo exterior que lo distinga. Lo que este hombre
hace es no dar valor absoluto a ninguna cosa finita: ni a la riqueza, ni a la salud, ni a los
seres queridos. Y esto le da una tensión inacabable que en nada se trasluce hacia fuera.
La manera de saber si el norte de la existencia es el fin absoluto es que ningún bien finito
se resista. Y esto no vale hacerlo de vez en cuando. Se trata de permanecer entre los
fines relativos refiriéndolos al absoluto. Vivir en el mundo sin ser de él. Y aquí no hay
conciliación posible: el "telos" absoluto y la existencia temporal no pueden vivir
armónicamente en la temporalidad. ¿Hay alguna recompensa de esta actitud durante la
vida mortal?:

Pero preguntémonos, ¿cuál es la ganancia máxima del hombre que se


refiere al telos absoluto? Desde el punto de vista de lo finito, no hay nada que
ganar, sino más bien que perder. En la temporalidad, la espera de una felicidad
eterna es la suprema recompensa, porque una felicidad eterna es el "telos"
absoluto y el signo de que uno se refiere a lo absoluto es que no sólo no tiene
recompensa que esperar, sino que tiene todavía que soportar el sufrimiento. Si
el individuo no se contenta con este lote, eso significa que regresa a la sabiduría
del mundo, a la espera judaica de las promesas para esta vida, al quiliasmo…
(Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no científico…, XI: 97).

La falta de adecuación entre el "telos" absoluto y la temporalidad hace que la


existencia tenga una dimensión patética y otra cómica. La patética es la que Kierkegaard
acaba de exponer: tener que trabajar sin descanso refiriéndolo todo al fin absoluto, a
sabiendas de que nunca se va a llegar a la meta. La cómica es un desahogo de este
continuo esfuerzo. Nadie tiene más humor que el que lleva una vida seria. Porque sabe
de la relatividad de las cosas en contraste con lo que él experimenta por dentro. Para
Kierkegaard, la figura de Sócrates es elocuente en este sentido. Por un lado, vivía de
forma absoluta su entrega al "daimon" divino; a eso sacrificó todo. Por otro, el reflejo de
esta actitud hacia el exterior resultaba cómica. No parecía tomarse en serio a su familia, a
sus discípulos, a la "polis"… Bromeaba e ironizaba con todo. Su vida parecía una broma
y en cambio era lo más serio. Internamente el "daimon" ocupaba el lugar absoluto; todo
lo demás era relativo. En la base o fundamento de esta simultánea actitud patética y
humorística late la desproporción, la contradicción entre lo absoluto y lo relativo, lo
temporal y lo eterno.
Una segunda característica del "pathos" existencial es la paulatina transformación de
la vida. No vale sólo contemplar la seriedad de la existencia. Es preciso un compromiso,
una transformación. Y esa transformación empieza por uno mismo. El "pathos" estético
y el científico se expresan en palabras o en concepciones abstractas; más bien se ha de
abandonar la realidad individual para acceder a esos niveles de conocimiento; en ellos, el
autor es algo secundario; lo principal es la bella composición o la concepción objetiva. En

84
cambio el "pathos" existencial se refiere fundamentalmente a la existencia del individuo
en orden a una transformación de ésta conforme al "telos" absoluto. Esta transformación
se plasma sobre todo en el terreno ético. Donde interviene la ética, la atención se centra
sobre el individuo y su conducta. Ésta no importa en la metafísica o en la ciencia; en
cambio en la ética es lo primero. Si el filosofar no es algo fantástico, debe expresar la
concepción ética que el sujeto se hace de la vida. El hombre no existe como ser
metafísico, sino como sujeto ético. Y para la ética, el esfuerzo constante es la conciencia
de ser existente; y el continuo aprendizaje expresa la realización nunca acabada en tanto
el sujeto es existente. Poner esto de relieve es la función del pensador existencial:

A todo hombre, por esencia, debemos considerarle dotado de aquello que


pertenece propiamente a la condición humana. La tarea del pensador subjetivo
consiste en hacer de sí mismo un instrumento que exprese con claridad y
precisión lo propio del hombre en la existencia. Se engaña si, a este respecto, se
consuela examinando las diferencias individuales porque una inteligencia
superior y otros privilegios similares no son más que bagatelas. La razón por la
que nuestra época se ha refugiado en "la generación" y ha abandonado a los
individuos está justamente en una desesperación estética que no ha alcanzado el
estadio ético (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no científico…,
XI: 56).

Querer ser un existente particular es el triunfo de la ética sobre las fantasmagorías


del sistema que quiere diluir a los individuos en la historia universal. Cuando cada uno se
enfrenta con su propio ser y destino se encuentra a la fuerza con la ética. En cambio
cuando se deja arrastrar por la "generación", la época histórica, etc., entonces la
responsabilidad moral se diluye. Eso es lo que hace Hegel.
Una tercera característica del "pathos" existencial es la reduplicación. Es esta una
idea típicamente kierkegaardiana. Reduplicar es ser aquello que se dice, es poner en
práctica lo que se piensa. Una cosa es ser perspicaz en el conocimiento y otra reflejar
dialécticamente en la existencia lo que se piensa. La dialéctica del pensamiento es como
un juego sin apostar, un mero espejismo; en cambio la dialéctica de la reduplicación es
como un juego con todas las apuestas, un compromiso en la acción de la vida:

La dialéctica en los libros no es más que dialéctica de pensamiento, pero la


reduplicación de ese pensamiento es la acción en la vida. Pero todo pensador
que no reduplique la dialéctica de su pensamiento no hará más que producir un
espejismo. Su pensamiento no alcanza la acción decisiva de la acción. Por
mucho que busque corregir en una nueva obra los errores, esto no servirá de
nada porque él permanece encerrado en el engaño que existe al comunicarse.
Sólo el pensador ético puede, por la acción, asegurarse contra la ilusión
inherente a todo mensaje (Kierkegaard, 1961, II: 110).

85
Para Kierkegaard, el pensamiento moderno no ha sido modelo de reduplicación, es
decir, de compromiso existencial. En la nueva objetividad de su doctrina reside la causa
de la supresión del carácter ético-existencial. Como dijo Pascal, pocos hablan de la
humildad humildemente y del pirronismo dudando.
Por fin, la característica última del "pathos" existencial es el sufrimiento. Si la
estructura del aquél es referirse al fin absoluto de manera absoluta y a los fines relativos
de manera relativa, ello supone un dolor sin límites. Tener que renunciar a las cosas
finitas como el éxito, el poder, el dinero…, no poniendo en ellos el corazón, eso lleva
consigo una dialéctica de renuncia e interiorización. Desarraigar la existencia de los fines
relativos y orientarla al fin absoluto es una muerte continua.

2.2.4. Valor metafísico del individuo

Pero, para Kierkegaard, la existencia no es un concepto abstracto formado por un


conjunto de características que lo hacen diferente de otro. La existencia se hace real en
los seres individuales, especialmente y de modo privilegiado, en cada uno de los
hombres. La individualidad es por tanto la categoría metafísica por excelencia que
designa a cada hombre como ser único e irrepetible. Es este el concepto más importante
de la metafísica kierkegaardiana. La individualidad se ha desarrollado en el pensamiento
occidental a partir de los griegos, especialmente de Sócrates. Kierkegaard mismo
reconoce que, en su juventud, llevado de la influencia hegeliana, no supo ver que la
visión numérica que Sócrates tenía de cada individuo era precisamente signo de
perfección. Y eso es además para él una prueba de la ética socrática. La grandeza de
Sócrates, incluso en el momento de ser condenado a muerte, fue ver individuos y no
multitudes. Tuvo el mérito de llegar a una comprensión del individuo en el ámbito de una
cultura que primaba los lazos referidos a la "polis". Pero el concepto de individuo llegó a
su apogeo con el cristianismo. Para éste, cada hombre es una imagen insustituible de
Dios, algo único e irrepetible, un sujeto personal que establece comunicación directa con
el Tú absoluto. En esa relación con Dios, el hombre modela su identidad: es alguien ante
otro; recibe su fundamento a la vez que capta sus propios límites. Según Kierkegaard,
esa religación a Dios hace del hombre un individuo singular, inalienable, responsable, a la
vez que sujeto capaz de comunicación con otros que son metafísicamente iguales a él. El
valor del individuo es casi absoluto, porque su ser ha quedado configurado por la relación
con el absoluto divino. Pues bien, el siglo XIX fue una época que intentó sacrificar este
valor del individuo en aras de sistemas y entidades totalizadoras que dieron una
explicación de la realidad en conjunto. En ésta, los individuos operan como células
interdependientes para configurar ese organismo colectivo que es el que tiene verdadera
consistencia ontológica; el individuo sacrifica así su independencia óntica en aras de la
totalidad. Esto fue llevado a cabo desde varios planos: la economía, la política, la
sociedad, la historia, la ciencia, la filosofía; de ahí los movimientos de ese siglo: el

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positivismo, el cientifismo, el socialismo, el marxismo…, todos los cuales estuvieron de
acuerdo en postular la preeminencia de un ser general sobre el individuo. Para ellos, el
partido, la sociedad, la especie, la humanidad, tomaron el carácter de verdadero ser,
asumiendo el papel de lo divino. El ideólogo de fondo de esta mentalidad fue Hegel, cuya
filosofía no admite como legítimo un estado o forma de superioridad del individuo
respecto a lo general.
Contra esta mentalidad colectivista es contra la que se rebela Kierkegaard haciendo
de su pensamiento y de su vida una réplica contra ella:

Toda persona seria que tenga vista para las condiciones de nuestro tiempo,
se dará cuenta fácilmente de lo importante que es hacer un esfuerzo profundo y
rigurosamente consistente, que no se asusta de las extremas consecuencias de la
verdad, para oponer la inmoral confusión que, filosófica y socialmente, tiende a
desmoralizar "el individuo" mediante la "humanidad" como una fantástica idea
de la sociedad; una confusión que propone un desprecio absoluto por aquello
que es la primera condición de la religiosidad, ser un individuo singular. Sólo es
posible oponerse a esta confusión haciendo de los hombres individuos
singulares, ¡después de todo, cada hombre es un individuo singular! Toda
persona seria que sepa lo que es la edificación estará de acuerdo
incondicionalmente conmigo en que es imposible edificar o ser edificado en
masa, aún más imposible que estar enamorado en cuatro o en masa. La
edificación, incluso mucho más expresamente que el amor, se relaciona con el
individuo. El individuo –no en el sentido del individuo especialmente distinguido
o con dotes especiales, sino el individuo en el sentido en que todo hombre,
absolutamente todo hombre, puede y debería ser– debería estar orgulloso de
serlo, pero realmente debe descubrir también su felicidad por ser… un individuo
(Kierkegaard, Punto de vista explicativo de mi obra de escritor, 1986, XVI:
92-93).

Kierkegaard renuncia a perspectivas históricas, filosóficas o políticas para


comprender la esencia de la individualidad. Para él, ésta tiene dos vertientes de signo
metafísico, una actual y otra en potencia. Según la primera, cada hombre es una persona
singular por su relación con Dios. Estar religado a Dios le da identidad, consistencia y
límites; le hace ser un yo diferente de los demás y, precisamente por eso, un sujeto de
comunicación que no se diluye en ningún tipo de comunidad o grupo. La conciencia que
el hombre tiene de Dios le individualiza. Cada hombre se hace único e insustituible en su
relación con Dios. La comunicación con el Tú absoluto hace a cada uno ser quien es,
tener un nombre propio, poseer una intimidad inviolable. Este es el verdadero y más
profundo núcleo de la individualidad para Kierkegaard. Gracias a esa relación, puede el
propio individuo desdoblarse reflexivamente y tomarse a sí mismo como otro al que ha
de amar y respetar. Este es el conocimiento y amor propio verdadero que es fuente y
paradigma de la relación con otros, de la genuina comunicación. Es decir, la relación del

87
individuo con el Tú absoluto es el fundamento de su relación consigo mismo y con los
demás. El individuo llega pues a la unidad de su yo después del rodeo de su relación con
Dios. Aquí está, para Kierkegaard, la semejanza, al mismo tiempo que la diferencia,
entre el interiorismo socrático y el cristiano. La infinita interiorización del yo enseñada
por Sócrates se topa en el cristianismo con el fondo divino que sustenta y nutre en su
raíz a ese yo. ¿Quiere decir esto que los límites del yo se difuminan confundiéndose con
la realidad divina y llegando así al panteísmo? Nada más lejos del pensamiento de
Kierkegaard. La relación del yo con el Tú divino no es una absorción de aquél por éste;
no es una disolución panteísta, sino que, siendo ambos infinitamente diferentes en cuanto
al modo de ser y siendo Dios el fundamento de nuestra conciencia individual, ésta se
hace más intensa en la medida que toma conocimiento de su emplazamiento ante la
realidad divina. La relación con Dios no sólo no anula la conciencia del yo, sino que la
hace más intensa. Ese emplazamiento ante lo divino será lo que, según Kierkegaard, haga
tomar conciencia al individuo de su lejanía respecto a la bondad y pureza divina y le haga
temblar. El individuo, a solas delante de Dios, reconocerá su carácter único, pero a la vez
será consciente de lo que le debe a Dios y de su distancia respecto a Él. Así pues, nada
más lejos del pensamiento kierkegaardiano que cualquier asomo de tentación panteísta.
Precisamente lo que hace el panteísmo es diluir los límites tanto de la persona humana
como de la divina haciendo de ambos un único ser, cosa que rechaza Kierkegaard de
modo instintivo.
Pero esta realidad metafísica de la religación a Dios no es algo estático, sino
dinámico. Es una realidad no completa en sí misma que tiene que ser desarrollada:

La individualidad tiene un fin, un fin absoluto y su actividad tiende pues a


realizar ese objetivo, a gustarse a sí misma en y durante esta realización; es
decir, que su actividad consiste en llegar a ser para sí lo que ella es en sí
(Kierkegaard, 1986, El concepto de ironía con constante referencia a Sócrates,
II: 254).

La individualidad está puesta al principio por la religación a Dios, pero no como algo
actual configurado de una vez por todas, sino como una potencia que ha de desarrollarse.
El individuo, mediante la progresiva interiorización de sí mismo, ha de ir paulatinamente
realizando aquello que ontológicamente está puesto desde el principio. Esta unión de lo
metafísico y lo psicológico está dada en la misma conciencia del yo como punto de
partida de la personalidad. Es decir, el individuo va poco a poco tomando conciencia de
sí mismo; ésta aumenta en densidad en tanto en cuanto toma conocimiento de su validez
eterna justamente por su religación a lo divino. El hombre sabe que es eterno no por sí
mismo, sino por el fundamento que lo mantiene. Eso no debe conllevar un menosprecio
hacia la cosas temporales y las modestas circunstancias en que se desarrolla la vida; ni
tampoco emigrar de la propia finitud a mundos imaginarios; sino que el hombre ha de
habérselas con las cosas ordinarias de la existencia sabiendo que es en ese terreno donde
ha de desarrollar el tesoro de su individualidad. No importa la dimensión de valor social

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de las cosas humanas, sino la carga existencial con que se abordan. La unión de estos dos
rasgos, es decir, la religación a lo divino y el desenvolvimiento de la vida en lo finito es lo
que da a la existencia individual su formidable tensión. Por una parte, el individuo vive
una inmensa alegría, una gran felicidad, al constatar que posee en sí una infinita lucidez
por ser transparente a sí mismo en su religación a Dios. Por otra, palidecen las
circunstancias de la vida que parecen un recipiente inadecuado a esa experiencia:

En el momento en que el individuo se posee en su validez eterna, ésta lo


abruma con toda su plenitud. Lo temporal desaparece para él. En el primer
momento, esto lo llena de indescriptible felicidad y le da una confianza absoluta.
Luego, si se pone a mirarlo fijamente, de manera parcial, lo temporal hace valer
sus derechos. Éstos son rechazados; lo que lo temporal puede ofrecer, lo que,
de cuando en cuando aparece aquí, es para él muy insignificante comparado con
lo que posee eternamente. Todo se detiene para él, como si hubiese llegado a la
eternidad antes de tiempo. Cae en la contemplación, se mira a sí mismo
fijamente, pero esa fijeza de la mirada no puede llenar el tiempo. Entonces
descubre que el tiempo, lo temporal, es su pérdida; pide una forma perfecta de
existencia y aquí, de nuevo, aparece la fatiga, la apatía, que se semeja a la
lasitud que acompaña al goce. Esta apatía puede oprimir con tal fuerza a un
hombre que le haga parecer que el suicidio es la única solución. Ninguna fuerza
puede sacarlo de sí mismo, excepto el tiempo, que tampoco puede, en verdad,
sacarlo de sí mismo; pero el tiempo lo detiene, lo retiene y retarda ese abrazo
del espíritu con el cual se posee a sí mismo (Kierkegaard, 1986, La Alternativa,
IV: 208).

Lo importante para Kierkegaard es vivir sin interrupción la vida cotidiana en esta


dialéctica de lo eterno y lo temporal. La mayoría de los hombres prefieren vivir
adormecidos respecto a esta tensión. Más bien se atienen a hábitos y mecanismos que
envejecen tanto el psiquismo como el cuerpo. Y usan cotidianamente categorías
confortables para reservar las de lo infinito a algunas ocasiones, es decir, nunca. Vivir
todos los días la dialéctica de lo infinito en lo finito es un esfuerzo supremo.
Es aquí donde Kierkegaard delimita, en el orden práctico, la individualidad estética y
la ético-religiosa. La primera es la que vive volcada a lo temporal, olvidando su
vinculación eterna a lo divino; ella trabaja sus cualidades como la inteligencia, el prestigio
social, la ganancia económica y desarrolla su individualidad en competencia con sus
semejantes. Es más o menos persona en cuanto brillan sus cualidades y se palpan sus
resultados. En cambio la individualidad ética mira dentro de sí misma para hallar el
criterio de su actividad. Cada hombre es lo que es sin el barniz de sus cualidades u obras.
Es un individuo singular, único y exclusivo cuyo valor infinito no le viene de los
resultados de su trabajo, sino de su ser único con relación a lo divino. Para desarrollar
esa individualidad no tiene que envidiar ni competir con los valores ajenos, sino
profundizar en los propios. La individualidad inalienable de cada hombre es conciencia,

89
espíritu, interioridad, subjetividad, reflexión, libertad, relación consigo mismo, unidad
intransferible, capacidad de amar y comunicarse.
Otro ámbito de pensamiento en el que Kierkegaard define la individualidad es la
relación de ésta con el género humano. Si el individuo es lo cualitativo, el género o
especie es lo cuantitativo. Ningún individuo puede ser indiferente a la historia de la raza
humana porque en ella ha aparecido y en ella vive. Pero lo mismo a la inversa: la especie
humana no puede desentenderse del individuo porque cada uno de éstos es una forma
diferente de ser hombre. La individualidad es pues algo cualitativo y eje de todo. La
comprensión de nosotros mismos es siempre cualitativa, mientras la de los demás es
cuantitativa. A Kierkegaard le produce un sentimiento terrorífico ver cómo la naturaleza
prodiga seres vivos individuales a los que elimina sin piedad por la enfermedad, la
destrucción y la muerte. Esto no vale aplicarlo a los hombres aunque parezca que
también ocurre con ellos otro tanto. Cada uno de ellos es un ser único e irrepetible con
una historia personal que no se adecua a ninguna otra. Al hombre lo constituye, pues, lo
individual, no lo genérico.
La especie humana no es algo superior a su realización en individuos personales.
Kierkegaard defiende que el individuo mismo es superior al género, a la inversa de lo que
ocurre con los animales. Mientras que la dominante en el caso de un ejemplar animal es
la especie, en el hombre es el individuo. El animal individual vale en tanto en cuanto
realiza con vigor el género; en sí mismo considerado, no tiene especial relevancia; la tiene
en tanto es un buen ejemplar de su especie. En el hombre ocurre lo contrario: tendrá
mayor valor cuanto más resalte su individualidad. Por eso dice Kierkegaard que cada
individuo humano es, en el fondo, una especie diferente. Y esto proviene –según él– de
esa religación del hombre con Dios. Dios es espíritu y no se relaciona con la "especie",
sino con cada uno de los individuos, con cada hombre en particular. Un ejemplar
humano contiene el género y, además, la individuación. La especie es la categoría animal
y el individuo la humana. Esto tiene una lectura psicológica: en la medida que el hombre
crece se va diferenciando de los demás, llegando a ser eso que es ontológicamente y que
ahora se manifiesta al exterior: personalidad única.
En esta misma línea, Kierkegaard afirma que lo concerniente al individuo es la ética
y lo concerniente a la especie o género humano es la historia. Para ésta, el individuo no
cuenta, para la ética tiene la máxima importancia:

Sin duda para la historia del mundo, el sujeto individual es casi


despreciable, mientras que para la ética, tiene una importancia infinita. Tomad
cualquier pasión humana y ponedla en el individuo en relación con la ética; para
ésta, la importancia de ese hecho es grande; para la historia es quizá nula;
porque, para la ética, la importancia la histórica viene a ser un "quizá", una
posibilidad. Mientras que esta relación de la pasión con la ética ocupa al máximo
al existente (y esto es lo que el burlón llama una nada, una bagatela y lo que la
especulación desprecia gracias a la inmanencia en que ella se sitúa), el poder que
gobierna la historia del mundo crea quizá para este individuo un cuadro donde

90
ejercer su reflexión y dar así a su vida una importancia de vastas repercusiones
(Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no científico…, X: 139).

A la historia no le importa el drama existencial de un hombre. Eso no tiene


relevancia, no repercute en las multitudes ni proporciona ventajas. Y con esto
Kierkegaard no desprecia el papel y sentido de la historia. Hay quienes desprecian ésta y
quienes la divinizan. Los primeros la reducen a un conjunto de vanidades que
desaparecen con el tiempo. Los segundos, que son los pensadores especulativos, la
divinizan; para ello, despojan a los personajes históricos relevantes de su alma individual
y los dotan de determinaciones metafísicas. Con estos tipos confeccionan luego un
conjunto artificialmente ordenado por la razón sin otro criterio que la coherencia
inmanente inventada por aquélla. Pero los dos se equivocan. Los primeros son injustos
con los hombres. La historia no es un conjunto de vanidades, es el escenario donde se
desarrollan dramáticamente todas las pasiones humanas. Los segundos son injustos con
Dios. La historia no es un conjunto coherente de hechos ordenados por la razón; es la
marcha misteriosa de la vida del género humano dirigida secretamente por la Providencia.
La historia concierne pues a la especie humana, a la totalidad. La ética se refiere al
individuo como algo personal; por consiguiente, ésta no puede formar parte de la historia
porque quedaría diluida como tal. Esto fue lo que hizo el siglo XIX con su afán
totalizador: se quedó unilateralmente con la perspectiva historia, genérica y abandonó al
individuo y, con él, el interés por la condición humana. Ignora pues el carácter absoluto
del individuo y por tanto no sólo elimina la ética como ámbito propio de aquél, sino que
la relativiza mediante una visión global de la historia. Si el hombre individual no es algo
valioso en sí mismo, entonces queda abierta la puerta al relativismo, empirismo y
escepticismo respecto a él. Pero si la persona es lo absoluto, ése es el punto de
Arquímedes para levantar primero el mundo ético y, desde él, el histórico; lo demás
vendrá dado por añadidura (Suances Marcos, 1998: 178 y ss.).

2.3. Configuración irracionalista de la gnoseología

2.3.1. Prioridad de la subjetividad sobre la objetividad

La tarea por la que el hombre realiza en plenitud su potencial individualidad es lo


que Kierkegaard llama subjetividad. El desarrollo de ésta consiste precisamente en
actualizar existencialmente lo que uno es y piensa. Lo cual supone tener que afrontar las
cosas personalmente. Por eso una acción individual y subjetiva no puede amoldarse al
pensamiento colectivo; enfrentarse a las cosas con criterio propio lleva a un aislamiento
imposible de soslayar. Kierkegaard pone a este respecto el ejemplo de la subjetividad
socrática. Ésta establece la primacía del sujeto individual desde dos puntos de vista: uno

91
externo, en cuanto pide para él independencia respecto a su vinculación a la "polis", es
decir, independencia social y política. Y otro interno en cuanto reclama para el sujeto una
prioridad respecto a las verdades objetivas. Sócrates deshacía como un azucarillo las
verdades objetivas a las que el individuo acudía como algo más verdadero y consistente
que su propia subjetividad. Por eso emplazaba a cada hombre a buscar por sí mismo la
verdad, a buscarla en su interioridad, invitando a abandonar las doctrinas inventadas por
otros. Esas verdades eran más bien un estorbo para la propia búsqueda. Por eso la
ignorancia es la forma que toma en Sócrates la subjetividad. La ignorancia no es para él
un mal, sino una medicina que salva del enquistamiento y la seguridad; es la tensión del
sujeto que busca la verdad sabiendo que no la encontrará del todo. Y no la encontrará
porque la verdad es eterna y el sujeto existente es temporal y no puede haber adecuación
entre ambos. La estructura existencial del sujeto no admite lo eterno, sino sólo retazos de
ello. Por tanto quien crea haberla encontrado está más bien ante un espejismo
especulativo.
Para Kierkegaard, también el cristianismo ha potenciado la subjetividad. Si Sócrates
invitó a los hombres a conocerse sin límite a sí mismos, el cristianismo hizo otro tanto,
pero en presencia de Dios. Y esto sin menoscabo para la autonomía del sujeto. Todo lo
contrario. El hombre, delante de Dios, no sólo no cercena su subjetividad, sino que la
lleva a la máxima tensión, casi a la exasperación. Más aún, esa presencia divina es
garantía de que el sujeto no se extravíe en el ahondamiento de su propia subjetividad; le
hace ser más sí mismo y esto supone una tensión inacabable. El cristianismo exacerbó la
subjetividad del individuo al llamar a cada uno personalmente y emplazarlo ante el
soberano Bien:

Este desarrollo o esta trasformación de la subjetividad, esta infinita


concentración en sí misma que ella opera ante la idea del soberano bien infinito,
ante la idea de una felicidad eterna, no es más que la primera posibilidad de
desarrollo de la subjetividad. El cristianismo eleva así su protesta contra toda
objetividad; entiende que el sujeto tenga un cuidado infinito de sí mismo. Para
él la verdad reside sólo en la subjetividad si es que aquélla está en alguna parte;
porque, objetivamente, la verdad no tiene ni sombra de realidad. La verdad no
se encuentra más que en un solo sujeto y el cielo tiene más alegría por este solo
individuo que por la historia universal y el sistema, los cuales, como poderes
objetivos, no tienen ninguna medida común con el hecho cristiano (Kierkegaard,
1986, Post-scriptum definitivo y no científico…,X: 122).

Pero, según Kierkegaard, esta subjetividad no tiene por qué dar señales o muestras
al exterior; al contrario, cuanto más interior y propia es una acción menos relieve exterior
tiene. Para medir la profundidad existencial de la acción no valen las palabras, ni el
énfasis de la voz o el gesto; lo que allí cuenta es el sujeto mismo ante su motivo e
intención. El desarrollo de la subjetividad supone por ello un reto ante el que la mayoría
huye en el febrilismo de la acción o en el refugio de lo que piensa la mayoría. Llegar a

92
ser lo que se es mediante el compromiso y la decisión, es decir, potenciar la subjetividad
es pues una tarea ardua y difícil:

Se cree generalmente que no es difícil ser subjetivo y todo hombre


evidentemente lo es en cuanto es un sujeto; y por tanto perdería su tiempo en
llegar a ser aquello que ya es por naturaleza; de todas las tareas de la vida, sería
ésta la más necesaria de conformarse a ella. Evidentemente, pero por esta razón
precisamente es muy difícil, incluso la más ardua de todas, por el hecho
justamente de que todo hombre está por naturaleza fuertemente inclinado a
llegar a ser otra cosa de lo que es. Así, en apariencia, es la más insignificante de
todas las tareas; es precisamente esta aparente insignificancia la que hace su
cumplimiento extremadamente difícil (Kierkegaard, 1986, Postscriptum
definitivo y no científico…, X: 122).

Normalmente el sujeto está inclinado hacia las cosas; no tiene que esforzarse para ir
a ellas; la tarea consiste precisamente en invertir esa inclinación y hacer que el sujeto
vuelva sobre sí mismo. En esa vuelta, el sujeto da un sentido personal a las cosas
mediante el conocimiento y la decisión. Así el sujeto madura y llega a ser plenamente él
mismo no directamente, sino mediante el rodeo de las cosas. La subjetividad finita no es
transparente a sí misma ni puede promocionarse creativamente desde ella. Por eso ha de
proyectarse sobre las cosas y así ver y decidir sobre sí misma. Desarrollar la subjetividad
es pues la tarea suprema. Y esto durante toda la vida. No vale trabajar en ella durante un
tiempo y luego descansar. Eso sería como querer detener el coche agarrándose al asiento
de delante. Este trabajo no cesa nunca. Kierkegaard hace especial hincapié en que si cada
uno viese en ese devenir subjetivo su máxima aspiración, descubriría problemas tan
importantes para él como lo son los problemas objetivos para el científico.
El proceso de subjetivación lleva consigo una reflexión y pensamiento propios. El
pensamiento objetivo es indiferente respecto al sujeto pensante y su existencia. En
cambio el pensador objetivo, como existente, está infinitamente interesado en su propio
pensamiento; y su reflexión es la propia de la interioridad, que hace de ésta la propiedad
de ese sujeto y no de otro. Mientras el pensamiento objetivo pone el énfasis en el
resultado que todos copian y se apropian, el pensamiento subjetivo lo pone en el devenir,
menospreciando los resultados. Objetivamente se acentúa lo que se dice, el qué;
subjetivamente, la manera como se dice, el cómo. En la reflexión de la subjetividad,
aparece la doble reflexión del pensador objetivo: como pensante piensa lo general; como
existente vive en este pensamiento y lo asimila a su yo profundo, aislándose más y más
subjetivamente.
El pensamiento objetivo hace del sujeto y de la subjetividad de éste algo contingente
que se diluye en la indiferencia. A él le interesa sólo la verdad objetiva, el pensamiento
abstracto, el saber científico y natural. Establece así la objetividad mientras que la
subjetividad, el hecho de que el sujeto sea o no sea, queda desalojado. El pensamiento
objetivo cree tener una seguridad de la que carece la subjetividad. Según él, subjetividad

93
y objetividad no pueden pensarse juntas. Pues la primera es algo intermitente e
imprevisible que no puede ajustarse a reglas fijas. La segunda cree escapar a este peligro
y acusa a la subjetividad de posibilidad de confusión. Por ejemplo, no poder discernir la
subjetividad de un hombre sano de la de un loco. Para Kierkegaard no puede confundirse
la verdad subjetiva y la locura en el sentido de que ambas sean algo subjetivo, personal.
Un loco puede decir tantas verdades objetivas como un hombre cuerdo. Pero la verdad
subjetiva y la locura no pueden confundirse porque ésta carece de la interioridad de
aquélla que se caracteriza por su infinitud, por su falta de límites, por la imposibilidad de
ser aprehendida de manera fija (Suances Marcos, 1998: 194). Precisamente la idea fija
en que se encuentra la locura es una cosa objetiva que ella quiere abrazar con pasión; de
ahí su contradicción. Lo que decide la demencia no es lo subjetivo, sino una pequeña
parte de lo finito que ha sido fijado, lo cual no puede ser nunca lo infinito. En cambio lo
propio de la subjetividad verdadera es la apertura sin límites ni objetos fijos:

La reflexión subjetiva se torna hacia el interior, hacia la subjetividad, para


ser en esta interiorización la reflexión de la verdad; y de la misma manera que
antes, cuando se ponía la objetividad por delante, desaparecía la subjetividad,
ahora se ve a la subjetividad permanecer hasta el fin, mientras que la objetividad
ha desaparecido. Así no se olvida ni por un momento que el sujeto es un
existente, que existir es un devenir y que, por consiguiente, la identidad de
pensamiento y ser es una quimera, fruto de la abstracción y, en el fondo, un
simple deseo de creación; no es que la verdad no sea esta identidad, sino que al
ser el sujeto cognoscente un existente, la verdad sólo puede ser para él esta
identidad mientras exista (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no
científico…, X: 183).

Más allá de esta existencia no es posible la verdad, cosa que es esencial al


pensamiento objetivo. La síntesis de ser y pensar, de lo finito y lo infinito, que es lo que
quiere hacer el pensamiento objetivo, sobrepasa la simple existencia. El sujeto existente
no puede encontrarse en esa síntesis nada más que por algunos momentos; ya se encarga
su cambiante existencia de romper aquélla. Precisamente lo que ha querido hacer la
especulación moderna es dar consistencia ontológica a ese infinito mundo del
pensamiento. Con ello ha creído sobrepasar al individuo insertándole en un ser eterno,
sin fisuras; pero la existencia de aquél lo retiene, lo somete a los cortes intermitentes del
devenir, uno de cuyos extremos es la muerte; por eso ésta es esencial en el orden
existencial, pero no tiene sentido en el orden ideal u objetivo. A un sujeto existente no le
está permitido estar a la vez en los dos lados, en el del ser y el del devenir, el de lo finito
y el de lo infinito. Eso es privilegio de una imaginación sumida en el arrobamiento
quimérico de la especulación. El pensamiento objetivo construye sobre la seguridad de
aquello que cree eternamente válido sin las fisuras de la existencia.
¿Cabría tener una relación objetiva con la propia subjetividad? ¿Se puede objetivar
el propio yo? De alguna forma todos lo intentan, pero son pocos los que lo consiguen.

94
Tratarse a sí mismo como a un tercero es algo que va contra nuestro modo corriente de
sentir. Con uno mismo se es normalmente poco objetivo y arbitrario. Sócrates es un
ejemplo de esta objetividad que se manifiesta de modo eminente en su juicio; entonces
habla de sí mismo en tercera persona, lo cual provoca el desconcierto entre los oyentes.
Al hacer esto, es como si arrojara fuera de sí su propia objetividad y se quedara sólo con
su subjetividad. Y esto nos da una muestra de lo que es la subjetividad pura, la divina.
Dios es subjetividad infinita:

Él no tiene en su ser nada objetivo, lo cual le limitaría y le haría caer en


relatividades; pero Él tiene una relación objetiva con su propia subjetividad ya
que, en su ser subjetivo, no hay nada imperfecto que suprimir, ni falta nada que
añadir como es el caso de la subjetividad humana para quien es un correctivo
tener que guardar una relación objetiva con su propia subjetividad (Kierkegaard,
1961, V: 232).

Dios es, pues, desdoblamiento infinito, cosa que, bien entendida, no es posible en
ningún ser humano. El hombre no puede sobrepasarse a sí mismo hasta el punto de tener
una relación perfectamente objetiva consigo, ni llegar a ser subjetivo hasta poder realizar
aquello que, en una superioridad subjetiva sobre sí mismo, ha comprendido acerca de su
propio yo; no puede verse a sí mismo con perfecta objetividad; y, si lo pudiera, no podría
proyectar esta visión de sí mismo en una subjetividad absoluta.
Por último, Kierkegaard destaca en la subjetividad un rasgo que la caracteriza frente
a la objetividad. Ésta se comunica directamente, aquélla indirectamente. No se pueden
transmitir experiencias subjetivas y existenciales como son las de tipo psicológico, moral
y religioso como se enseña geografía o matemáticas. Un hombre no puede ni debe
ponerse exactamente en el lugar de otro en cuanto a su situación subjetiva existencial.
Sería tanto como suplantarlo. Ese es el núcleo en que radica su inalienable ser personal y
donde nadie debe penetrar so pena de destruirlo. Nuestros conocimientos objetivos los
trasmitimos directamente; nuestros estados subjetivos no pueden ser trasmitidos directa,
sino indirectamente, por medio de señales que desvelan al mismo tiempo que ocultan
nuestra situación existencial. Siempre quedará un reducto de ésta que no puede
trasmitirse. Y además se trasmitirá a otro sujeto semejante a nosotros en su vivencia; si
no, es imposible. Esta es la base de la verdadera comunicación: un secreto que nunca es
revelado del todo. La comunicación verdadera se da entre sujetos que comparten unos
mismos valores y la vivencia de eso requiere pudor y secreto. Un enamorado, un amigo,
un esposo, no va contando por ahí su intimidad a otros. La forma de esta comunicación
corresponde de manera inagotable a la relación personal del sujeto existente con esa otra
persona. La subjetividad no puede ser aprehendida directamente: quema. En cambio, el
conocimiento objetivo no supone una misma onda de vivencia, basta con la mera
inteligencia. Además en él no existen reductos o cortapisas. Se detendrá en un momento
porque fallen los mecanismos de inteligencia, no porque éstos se resistan
intrínsecamente. Y tampoco hay secretos en él; cuanto más público y contrastado sea,

95
más efectividad tendrá:

La comunicación ordinaria, el pensamiento objetivo no tiene secretos, los


cuales están reservados al pensamiento subjetivo cuyo contenido es
esencialmente secreto, es decir, que no se presta a ninguna transmisión directa.
En esto reside la importancia del secreto (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum
definitivo y no científico…, X: 75).

2.3.2. Dialéctica e interioridad

La subjetividad cultivada engendra la interioridad. En la medida en que un hombre


cultiva su subjetividad, se va apartando de los demás y va haciéndose más singular. Esto,
a la vez que es un crecimiento, es un dolor inmenso. Porque hace que el fondo del alma
sea incomunicable y, en el sentido más fuerte, hace paradójicamente también que el
hombre sea capaz de una comunicación más profunda. La verdadera interioridad es un
martirio porque lleva a no poderse identificar con nada y a tener a todos en contra, a no
poder transparentarse al exterior. Un hombre de profunda interioridad no tiene por qué
dar muestras externas especiales:

La interioridad verdadera es tener todo contra sí, sin ningún medio de


expresar sus sentimientos y atenerse sin embargo a su palabra; la interioridad es
falsa en la medida en que se exterioriza en el rostro y en los juegos de
fisonomía, en los discursos y en las certezas. Esto no quiere decir que todas las
formas de expresión sean falsas en sí mismas; su falsedad proviene de una
interioridad simplemente pasajera (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo
y no científico…, X: 218).

Es esencial a la interioridad permanecer oculta. La interioridad es inconmensurable a


la exterioridad y ni el hombre más abierto es capaz de decir todo lo que ocurre en él ni
justificar las manifestaciones tan contradictorias que se desarrollan en su interior.
Rasgo característico de la interioridad es que no se puede compartir. Una persona
puede comprender a otra participando de sus sentimientos y tratando de ponerse en su
situación. Pero esto último es imposible hacerlo del todo. Nadie puede ponerse
exactamente en lugar de otro; si lo hiciera, le suplantaría como persona. La interioridad
nos aparta más bien a unos de otros; no es la vivencia común que puedan tener los
esposos, los novios, los amigos, los padres y los hijos, los enamorados…, sino la vivencia
inalienable en la que cada uno existe por sí en lo verdadero. Tampoco esa interioridad
puede ser compartida entre maestro y discípulo. Cuando aquél transmite su enseñanza, el
discípulo ha de apropiársela personalmente como algo que tiene que ver consigo y no con
el maestro. Entre ambos, pues, no puede haber una relación o vivencia directa, sino

96
indirecta, oblicua. La misma verdad, compartida por ambos, tendrá que ser interiorizada
y vivida de modo diverso por cada uno de los dos. Eso es tener interioridad: vivir una
verdad esencial de manera personal y no poderla comunicar directamente. Esa vivencia
irradiará en otros que están abiertos a la verdad; será el camino para llegar a ésta; pero
cada uno llegará a ella de modo personal. El maestro es aquí un mero indicador que no
debe suplantar al discípulo. Cuando maestro y discípulo tratan de tener la misma vivencia
eliminan la interioridad. Ésta no es devoción del discípulo por el maestro. En la
enseñanza lo que se comunica directamente es el "pathos", el estado de ánimo; en
cambio la interioridad es la labor de asimilación personal que el discípulo ha de hacer por
sí mismo. Sócrates vio claramente esto:

Sócrates, maestro en ética, vio que no hay relación directa entre maestro y
discípulo porque la interioridad es la verdad y la interioridad es justamente para
ambos la vía que los separa a uno del otro. Sin duda, por haber visto esto, es
por lo que él estaba tan contento de su físico ventajoso…; si el viejo maestro
estaba tan contento de su físico es porque veía en éste un medio adecuado para
apartar de sí al discípulo, para impedirle que permaneciera atado a él por el
vínculo de la admiración, por el deseo de ser como él; un medio para hacerle
comprender, por el contraste de su ironía, que el discípulo tiene que ver
esencialmente consigo mismo y que la interioridad de la verdad no es aquella de
la camaradería en la que dos íntimos se pasean del brazo, sino la separación en
la que cada uno existe por sí en lo verdadero (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum
definitivo y no científico…, X: 228-229).

Pero, para Kierkegaard, ni siquiera la relación del hombre con Dios es directa. De
nuevo la interioridad lo impide por parte de ambos. Ni el hombre es capaz de hacerse
totalmente transparente ante Dios, ni Éste puede mostrarse directamente al hombre. Y
ello, a pesar de que la fuente de la interioridad emane de Dios; emana de Él, sí, pero de
manera indirecta. La relación con Dios es propiamente la que hace que un hombre sea
hombre. Pero tampoco esta relación es directa. Dios se sustrae a ella; Él está en la
creación, en las relaciones humanas, pero no de manera directa; para que el hombre lo
vea y lo encuentre tiene que retornar a sí mismo. Para Kierkegaard, la relación directa
con Dios es paganismo. Para éste, Dios se mostraba directamente en los cuerpos
celestes, en los seres vivos, en las fuerzas de la naturaleza. Pero, para el cristianismo,
Dios no se da directamente, sino indirectamente, en la interioridad. Él no da muestras
visibles para atraer al hombre. Cristo mismo es aparentemente un hombre como los
demás y sólo la interioridad de la fe puede ver en Él algo que ocultan las apariencias
corporales. El Dios invisible está en todas partes, pero sólo la interioridad puede
descubrirle yendo más allá de los fenómenos sensibles. La visión directa de lo divino es
idolatría: Dios no se muestra directamente a un espíritu como tampoco puede hacerlo un
hombre a otro. Respecto a la verdad esencial, una relación directa es inconcebible de
espíritu a espíritu.

97
¿De dónde le viene a la interioridad esta seriedad inconmensurable? Kier-kegaard es
consciente de que, en Sócrates, ésta tiene que ver con su vinculación al "daimon"; en el
cristianismo, esa vinculación es aún más explícita. La seriedad de la interioridad proviene
de tomarnos las cosas de la vida ordinaria tan en serio, que nos juguemos la eternidad en
ellas y eso es lo que acrecienta la interioridad. Y en ese quehacer ordinario no hace falta
mostrar la motivación que subyace en el fuero interno; nos tomarían por locos. Un
hombre puede reír, llorar, trabajar y gastar su tiempo sin hacer alarde de su interioridad.
Ésta es apacible y no necesita cosas extraordinarias o llamativas para ser auténtica. Son
los que no tienen interioridad los que necesitan brillar y llamar la atención sobre sus
actos. Cuanta más interioridad tiene una acción, más contento lleva consigo y menos
necesidad tiene de manifestarse al exterior. Tampoco la interioridad supone cambios
profundos. Es hacer lo mismo, pero cada vez con más intensidad. Son los superficiales
los que necesitan hacer alarde de continuos cambios para mostrar su hueca riqueza. La
ley de la interioridad es ser siempre lo mismo y la sobriedad del espíritu se reconoce en
que, para él, el cambio exterior es distracción, mientras que el cambio en lo mismo es
interioridad.
La interioridad repele la especulación. Lo que importa no es un montón de
conocimientos, sino que el hombre sienta en sí mismo el peso de lo divino, ese espacio
interior donde él se realiza a sí mismo en la seriedad y la libertad. Para Kierkegaard, la
interioridad es la verdad, y la especulación que intenta diluir aquélla es un fárrago. La
inmensidad del saber de hoy ha olvidado lo que es la interioridad y la existencia:

Una cosa es aportar al mundo una nueva doctrina y otra interiorizar una
doctrina dada. En el primer caso, hay que tener discípulos, fundar un partido; si
no, podría suceder que la doctrina, cuando el maestro haya muerto, no haya
penetrado en el mundo. Bien diferente es cuando se trata de interiorizar una
doctrina dada; aquí no hace falta tener discípulos ni fundar partido; eso sería
debilitar la eficacia de la interiorización de la doctrina; aquí se trata de trabajar
aisladamente, vivir aisladamente y ser sacrificado aisladamente (Kierkegaard,
1961, IV: 425).

Kierkegaard pone a este respecto el ejemplo de la doctrina cristiana que todo el


mundo conoce y casi nadie practica. El propio Lutero –según él– cayó en esta tentación.
Fue un hombre ejemplar, pero trajo la confusión por no soportar la soledad de la
interioridad y echar mano del poder político para expandir sus ideas. Su tarea tenía que
haber sido la interiorización de la doctrina cristiana; él no tenía nada nuevo que
introducir. El cristianismo estaba vigente desde hacía varios siglos. Lo que éste necesitaba
era una nueva interiorización; en lugar de eso, fundó una facción política y volcó hacia la
exteriorización lo que tenía que haber sido una nueva vivencia interior del cristianismo. El
núcleo de la interioridad es estar a solas apropiándose de una verdad, sacrificándolo todo
por ella.
¿Hasta dónde llega la interioridad? ¿Tiene algún límite estructural? ¿Cesa alguna vez

98
o no termina nunca? He aquí el tema de la dialéctica tan acariciado por Kierkegaard. La
dialéctica consiste en una interiorización de la existencia, la cual, por mucho que se
piense, jamás será agotada. Kierkegaard aplica igualmente esta dialéctica a la verdad
cristiana para concluir que ésta tampoco será asimilada del todo aunque haya que estar
intentándolo siempre. Esta es la diferencia entre la dialéctica especulativa y la
kierkegaardiana; la primera consiste en hacer de toda verdad –incluida la cristiana– un
momento de crecimiento de la idea universal. En cambio, la segunda consiste en la
apropiación existencial ilimitada de cualquier verdad, especialmente la cristiana. Cada
hombre ha de poner su máximo interés en la apropiación personal de la existencia y su
misterio. Uno quisiera eliminar, de una vez por todas, cualquier duda respecto a ella.
Pero entonces lo que se busca son certezas, seguridades, garantías; pero la verdad
existencial y la cristiana es refractaria a la seguridad; ambas exigen un trabajo de
apropiación sin límite. Y eso es lo que no tolera la especulación. El hecho de no agotar
esas verdades sitúa al individuo en un "pathos" existencial que crece en la medida del
esfuerzo de apropiación. Es como caminar hacia la tierra prometida sabiendo de
antemano que no se va a poder entrar en ella. Cuando alguien ofrece en el camino un
paraíso definitivo donde instalarse, eso es un engaño o espejismo que va contra la
naturaleza de nuestra existencia. Y eso es lo que han hecho los sistemas tanto en la
filosofía como en la ciencia: ofrecer unas seguridades absolutas de conocimiento en
medio de nuestra condición intermitente y dubitativa. La existencia desmiente la
inmovilidad y seguridad de esos sistemas. Entonces el único consuelo es la dialéctica, es
decir, el esfuerzo del hombre entero por aprehender el sentido de la existencia y su
"telos" absoluto; en ese trabajo, se le darán migajas de esas verdades, pero seguirá
teniendo hambre y por consiguiente ha de buscar sin fin. Eso es lo que enseña la
dialéctica existencial: profundización, búsqueda continua del "telos" absoluto sabiendo
que no podrá llegar a la verdad definitiva. Son la ciencia y la especulación las que han
intentado dar sistemas de verdades definitivas saltándose tanto nuestra individualidad
como la esencia intermitente de lo existencial. Su visión de totalidad es el espejismo de
una visión relativa a una mente que ha cortado con el devenir existencial.
En definitiva, la dialéctica de la especulación muestra un gran proceso coherente,
dirigido por la razón, que termina en la madurez del Espíritu absoluto. Es un movimiento
universal inmanente. En cambio, la dialéctica existencial consiste en profundizar sin
descanso en el sentido de la existencia y de la verdad cristiana; ésta no será escudriñada
del todo porque supera la inmanencia y su sentido se sitúa en la trascendencia que rebasa
al existente. El estado dialéctico-existencial es la duda y la continua búsqueda en el
tiempo. Kier-kegaard llama cuantitativa a la dialéctica especulativa y cualitativa a la
existencial:

Toda la cuestión es distinguir absolutamente entre dialéctica cuantitativa y


dialéctica cualitativa. Toda la lógica no es más que dialéctica cuantitativa o
modal, porque en ella todo es y el todo no es más que unidad e identidad. Es en
la existencia donde reina la dialéctica cualitativa (Kierkegaard, 1961, I:392).

99
En la dialéctica especulativa no hay contradicción porque se pasa de un contrario a
otro como elementos necesarios para la configuración del todo. Es pues cuantitativa. En
la dialéctica existencial no hay conciliación entre pensamiento y existencia, entre
búsqueda continua y "telos" absoluto. Es pues cualitativa.

2.3.3. La verdad como pasión

Al filo de esta dialéctica existencial y especulativa se plantea el problema de la


verdad que corresponde a cada una de ellas. Cuando la cuestión de la verdad se presenta
al espíritu existente, aparece la reduplicación: una cosa es lo que ese existente piensa y
otra si lo realiza comprometiéndose. La existencia, pues, disocia los dos factores,
objetivo y subjetivo, y la reflexión muestra dos situaciones, una objetiva y otra subjetiva.
Para la primera, la verdad se convierte en algo objetivo que hace abstracción del sujeto;
para la segunda, la verdad se convierte en apropiación e interioridad que se hace
existencialmente real en la subjetividad:

Cuando se informa objetivamente de la verdad, la reflexión recae


objetivamente sobre la verdad como objeto al cual se refiere el sujeto
cognoscente. No recae sobre la relación, sino sobre el hecho de que el sujeto se
refiere a la verdad, a lo verdadero. Con tal de que la cosa a la que se refiere sea
la verdad, lo verdadero, el sujeto está entonces en la verdad. Cuando se informa
subjetivamente de la verdad, la reflexión recae subjetivamente sobre la relación
del individuo. Con tal de que el "cómo" de esta relación esté fundado en la
verdad, el individuo está entonces también en la verdad, incluso si él se refiere
así a la no-verdad (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no
científico…, X: 185).

Kierkegaard pone a este respecto el ejemplo del conocimiento de Dios.


Objetivamente, la reflexión versa sobre el hecho de la verdad de Dios; subjetivamente,
sobre el hecho de que el individuo se refiere a Dios de tal manera que entabla una
relación personal con Él.
¿De qué lado de estos dos está la verdad? No cabe hacer una mediación y decir que
la verdad está en la síntesis de los dos. Para hacer esa síntesis hay que estar fuera del
devenir y obtener así la compleción de ambos. El sujeto cognoscente es un ser existente
que está en devenir y un ser así no puede estar simultáneamente en dos sitios diferentes,
no puede ser a la vez sujeto-objeto.
La actitud que más se acerca a la síntesis es la pasión; en ella es donde en mayor
medida se identifican sujeto y objeto; aquél, sin dejar de ser quien es, alimenta su
identidad con el objeto y éste, sin aquél, es algo vacío, irreal. Pero la pasión sólo se da
por momentos y es el más alto grado de subjetividad. El sujeto existente no puede

100
comprender la verdad eterna porque él está en devenir y el objeto ha de mostrársele
también en devenir. Querer prescindir de éste es abocar a la abstracción. En el dominio
de ésta todo es y nada deviene; es un mundo fantástico tan coherente como alejado de lo
real.
La definición clásica de verdad puede tener dos enfoques, uno empírico y otro ideal;
según el primero, la verdad es adecuación del entendimiento a la cosa y, según el
segundo, es la adecuación de la cosa al entendimiento. Pero, en ambos casos, el sujeto
cognoscente es tomado como algo indeterminado que no tiene que ver con lo que es el
hombre concreto, particular y existente; y así, éste se convierte en un ser fantástico
manejado en especulaciones abstractas. No aparece por tanto la verdad del existente:

En las dos definiciones dadas, si por ser se entiende el ser empírico, la


verdad se transforma entonces en un desiderátum y todo se desarrolla en el
devenir, porque el objeto empírico no está acabado y el espíritu existente que
conoce está también en devenir (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y
no científico…, X: 176).

Por consiguiente, la verdad es una aproximación cuyo origen no puede plantearse de


manera absoluta ya que no se conoce ni su principio ni su fin; por tanto es necesaria una
decisión para comenzar por un punto determinado y seguir examinando sabiendo que no
se va a encontrar el fin. Es algo esencialmente en devenir, cuyos extremos, principio y
fin, son desconocidos para el sujeto cognoscente existencial. No hay pues ni objeto
absoluto ni yo absoluto que se adecue a aquél. Sólo se da una realidad y un sujeto en
devenir que ha de hacer esfuerzos para captar por trazos esa realidad. No hay por tanto
verdades absolutas para el sujeto existencial. La verdad, pues, se convierte en una
búsqueda infinita sin resultados definitivos. De ahí la justa posición de Lessing cuando
dijo que si Dios le diera a elegir entre la verdad y la búsqueda de la verdad, elegiría la
segunda porque es lo propio de la condición humana existencial. La verdad absoluta,
fuera del devenir, es patrimonio de la divinidad. La falta de un fin en este proceso da al
sujeto una pasión infinita que afecta tanto al objeto que no podrá ser del todo apropiado,
como al sujeto que tampoco acertará en su labor de interiorización. Estos dos caracteres
son los definitorios de la verdad existencial. El máximo de interioridad es la pasión de
infinito, la cual es la verdad misma. La pasión de infinito y no su contenido, es lo
verdadero (Suances Marcos, 1998: 204-205).
La grandeza de la interioridad es esa incertidumbre objetiva con pasión de infinito.
Esto es lo que obliga a seguir, a no detenerse. La búsqueda de la verdad implica la
contradicción entre la pasión infinita de la interioridad y la incertidumbre objetiva. La
paradoja que conlleva la verdad subjetiva es la incertidumbre objetiva que expresa la
pasión de la interioridad. La verdad eterna, en sí misma, no es paradoja; lo es por su
contacto con un sujeto existente. En resumen, esta es la tesis de Kierkegaard (1986,
Post-scriptum definitivo y no científico…, X: 259 y XI: 43) que expresa varias veces en
su obra: "La subjetividad es la verdad; la subjetividad es la realidad", "La subjetividad, la

101
interioridad, es la verdad: tal es mi tesis". La paradoja que consiste en la unión de la
pasión de infinito y la incertidumbre objetiva se va haciendo cada vez más profunda.
Como ocurre igualmente con el amor. Ello es así porque la pasión tiene por delante todo
el tiempo sin posibilidad de cambio hasta la muerte. Durante la existencia del sujeto
cognoscente, la pasión no tiene fin. El pensador especulativo tiene en cambio otra
actitud, pues piensa que hay un punto de llegada que cree conquistar por medio de la
razón elevando el resultado de ese conocimiento al rango de verdad pura.
Esta verdad subjetiva y existencial supone, por su compromiso, una transformación
interior del sujeto. La relación de éste con la verdad no es aséptica, sino interpelante. Si
la verdad es espíritu, entonces es interiorización y no mera relación inmediata con un
conjunto de proposiciones. La inmediatez, desprovista de reflexión, está siempre
inclinada hacia lo exterior, lo objetivo. En cambio, el sentido de la interiorización es un
movimiento hacia dentro y su verdad consiste en la transformación del sujeto. La verdad,
por tanto, no es algo objetivo, desarrollado en un conjunto de proposiciones, sino una
llamada al sujeto para su edificación. Tiene pues un sentido personal por el que se dirige
a cada uno en particular aunque valga para todos. La verdad, como mensaje dirigido a las
multitudes, carece de sentido; más bien compromete a cada uno y por eso se suele huir
de ella aunque se diga con insistencia que se desea conocerla. Y es que la verdad
realizada existencialmente suele ser más bien pérdida que ganancia en lo mundano.
Vemos lo que es verdad, pero seguimos lo que no lo es por no arriesgarnos
existencialmente a ello. Para Kierkegaard, el compromiso con la verdad lleva consigo el
sufrimiento y éste es justamente el criterio de reconocimiento de ella. La existencia está
organizada de tal modo que es imposible tener una relación con la verdad sin sufrir.

2.4. Estructura suprarracional de la antropología

2.4.1. La discordia entre cuerpo y espíritu

Si en la dualidad "pensamiento y existencia" la irracionalidad se introduce a causa de


la intermitencia del ser existente, en la dualidad antropológica de cuerpo y espíritu, se
introduce a causa de cada uno de éstos y de la unión de ambos. Dos vértices polarizan el
ser humano: el cuerpo y el espíritu. El problema es conjuntar ambos haciendo de ellos
una síntesis. ¿Qué es el cuerpo? Un conjunto de impulsos y mecanismos que configuran
un animal vivo. Pero a éste añade el hombre el alma, ese principio ontológico con
estructura incompleta propia que ha de unirse al cuerpo para formar al hombre. La
antropología de Kierkegaard es esencialmente dualista y, en él, la síntesis humana nunca
llega a la armonía. Distingue entre alma y espíritu en el sentido de que aquélla es el
principio ontológico cuyo desarrollo en unión al cuerpo denomina espíritu.
¿Son afines cuerpo y alma? ¿Pueden realmente llegar a formar una síntesis? Según

102
Kierkegaard, Grecia vivió la armonía de ambos al menos en la plenitud de su cultura. Los
griegos vivieron la sensualidad de forma alegre e inocente:

En las individualidades más bellas del helenismo estaba bien dominada la


sensualidad, o mejor dicho, no estaba dominada. Por la sencilla razón de que
tampoco ella era un enemigo que hubiera que someter por la fuerza, ni siquiera
un rebelde peligroso que hubiese que mantener a raya. Al revés, en aquellas
individualidades hermosas la sensualidad estaba liberada y así les proporcionaba
sin cesar vida y alegría. La sensualidad, pues, no era propiamente un principio.
Lo anímico como constitutivo de aquellas individualidades no se podía pensar
sino unido a lo sensitivo (Kierkegaard, 1986, La Alternativa, III: 61).

El erotismo y el amor eran vividos por los hombres como algo bello que no estaba
en guerra contra nada; sin exigencias o culpabilidades de otro supuesto orden superior.
Para Kierkegaard fue Sócrates el que introdujo la discordia en este punto. Con él empezó
la lucha entre sensualidad y espíritu, entre cuerpo y alma, entre mundo sensible e
inteligible. Y combatió la sensualidad y el erotismo neutralizándolos irónicamente. Luego
Platón elevó a categorías metafísicas estas intuiciones de su maestro; así promovió el
desprecio al mundo sensible postulando un reino inmortal de realidades y formas. Esta
concepción fue aprovechada por el cristianismo llevando esa división a extremos; pues,
desde un primer momento, enfrentó al espíritu con la sensualidad. Al principio, todavía
no contaminado de platonismo y más acorde con la psicología del Viejo Testamento,
consideró el erotismo como algo indiferente, no pecaminoso, aunque cerca de serlo.
Poco a poco el límite fue diluyéndose identificando sensualidad y pecaminosidad. Y así
comenzó a invitar al abandono del erotismo para dar lugar al espíritu. Aquí está para
Kierkegaard lo esencial. El cristianismo introduce la división y la lucha en el interior
mismo del hombre de forma que, para seguir la llamada cristiana, hay que renunciar a la
carne. Pero de esta enemistad entre carne y espíritu salió algo sorprendente. Al separar
ambos como dos reinos irreconciliables, a la vez que fortificó el segundo, el espíritu, que
era su intención, reforzó también, aunque involuntariamente, el primero. Así adquirió
desde entonces la sensualidad un vértigo que no había tenido en la concepción griega.
Justamente por tacharlo de pecaminoso, el cristianismo hizo de lo sensual algo
independiente, autónomo y seductor. Cierto, el espíritu adquirió en el cristianismo una
fuerza y dimensión que no tuvo en el helenismo; pero eso mismo ocurrió con la
sensualidad; al quebrantar la armonía de ambos, cada uno adquirió consistencia propia.
Así, el cristianismo introdujo una sensualidad fascinante justo por negarla. Al poner el
espíritu como algo independiente, introdujo indirectamente aquello que la excluye: la
sensualidad:

Parece demasiado atrevimiento afirmar que el cristianismo ha introducido la


sensualidad en el mundo. Pero, como se suele decir, atreverse es ya media

103
victoria. Este refrán también se puede aplicar aquí. Además, no es difícil
entender aquella afirmación si se tiene en cuenta que al poner una cosa se está
poniendo indirectamente la que se excluye. Ahora bien, supuesto que es sobre
todo la sensualidad la que ha de ser negada, ella no aparecerá con su verdadero
perfil y suficientemente puesta si no es mediante el acto que la excluye, esto es,
en virtud de la antítesis positiva. En una palabra, que la sensualidad como
principio, fuerza y sistema aparece por primera vez dentro del marco del
cristianismo (Kierkegaard, 1986, La Alternativa, III: 60).

La sensualidad existió en el mundo desde siempre, pero no tuvo sentido de antítesis


frente a nada; en cambio el cristianismo la determinó espiritualmente al separarla del
espíritu, haciendo de ella algo pecaminoso; pero, al hacer esto, la dotó de fuerza y
autonomía propias.
La Edad Media hizo suya esta discordia cristiana entre carne y espíritu. La figura de
Don Juan es un ejemplo de esta autonomía de la sensualidad. Don Juan sería
inimaginable entre los griegos porque su pasión hubiese sido algo perfectamente natural.
Don Juan está inmerso en el erotismo, pero, a la vez, está lleno de angustia. ¿Por qué?
Porque ha renunciado a un mundo que le trae culpabilidad. No vive en la sensualidad de
manera inocente, sino con el remordimiento de haber vuelto la espalda al espíritu. Don
Juan es carnal en el abismo del espíritu. Por eso está atormentado:

El espíritu –definido única y exclusivamente en cuanto espíritu– desde el


momento en que renuncia al mundo, experimenta que éste no sólo ha dejado de
ser su propia casa, sino que ni siquiera puede ser el teatro donde represente su
peculiar papel. Entonces, decididamente, emprende el vuelo hacia más altas
regiones y abandona la mundanidad, dejando el campo libre a la potencia contra
la que siempre ha estado en lucha y a la que ahora cede el sitio. En ese mismo
momento, cuando el espíritu se desvincula de la tierra, empieza la sensualidad a
manifestarse con todo su vigor (Kier-kegaard, 1986, La Alternativa, III: 86).

En Don Juan, la sensualidad campa por sus respetos, viviendo en la separación del
espíritu y desplegando toda su potencialidad.
Para Kierkegaard, el punto álgido donde se vive la discordia entre cuerpo y espíritu
es la sexualidad. El sexo es el culmen de la sensualidad y, por tanto, de la lejanía del
espíritu. En principio, la sexualidad no es tampoco pecaminosa; pero, en la medida que el
hombre se desarrolla, encuentra en ella un obstáculo y así se ve abocado a una
disyuntiva: o satisfacción del instinto o desarrollo espiritual. Éste se nutre con la renuncia
a aquél. El cristianismo ahondó esa lucha como condición para la vida cristiana.
Pero el problema de la desarmonía entre cuerpo y espíritu no se plantea sólo por la
naturaleza de aquél con sus impulsos, sino por la estructura de éste. El espíritu es
infundido al hombre ontológicamente no como plena actualidad, sino como posibilidad

104
que tiene que ser desarrollada. El espíritu humano no es algo estático o inmóvil, sino algo
que ha de crecer enfrentándose a las cosas y poniendo así a prueba su virtualidad. Por
tanto es algo incompleto que ha de luchar para perfeccionarse. Por eso mismo no es
autónomo; ha de buscar fuera de sí aquello con lo que alimentarse y crecer. El señorío
espiritual del hombre ha de ser conquistado palmo a palmo sabiendo también que no
llegará a plenitud. Justamente porque no se encuentra en su lugar en unión con el cuerpo
es por lo que la primera dimensión del espíritu es la renuncia. No se entiende el
desarrollo espiritual accediendo a cada una de las solicitudes de lo sensible. El hombre
que sigue dócilmente los impulsos corporales renuncia a crecer como espíritu:

Porque si yo soy –y lo soy realmente– carne y sangre, un ser de sentidos,


una criatura animal, entones, "el espíritu" es lo supremo terrible para mí, terrible
como la muerte, y nada lo es más que amar al espíritu. Es así como también lo
entiende el cristianismo, el cual enseña que amar a Dios es morir, morir al
mundo; este es el peor tormento de todos…; dichoso aquel que no se
escandaliza (Kierkegaard, 1961, V: 356).

Este morir comienza apagando el infinito deseo de vivir que el hombre comparte con
el animal. No puede vivir de forma ciega e instintiva agarrado a la vida corpórea, sino
que ha de ensanchar la perspectiva sobre los límites inmanentes de la propia existencia.
Cuanto más crece espiritualmente más pierde en el orden material.
Esta muerte de lo corpóreo se refleja en dos procesos esenciales del espíritu: el
conocimiento y el amor. Por lo que se refiere al primero la conciencia es lo que
constituye la personalidad haciendo que cada hombre se refiera a sí mismo y se distinga
de los demás. Pero la conciencia tampoco es estática sino dinámica y su crecimiento
plantea dudas y oscuridad. No hay progreso de conciencia sin reflexión, sin
contradicciones, sin dudas. La conciencia de un hombre adulto no es inmediata sino
refleja y, por tanto, llena de contradicción:

Antes de proseguir, Johannes Climacus quiso saber si aquello que él aquí


llamaba conciencia no llevaba de ordinario el nombre de reflexión. Estableció
pues la distinción siguiente: la reflexión es la posibilidad de la relación, la
conciencia es la relación cuya forma primera es la contradicción. Él recalcó
también, como consecuencia de esta constatación, que las determinaciones de la
reflexión se presentan siempre bajo la forma de dicotomía. Así es como las
determinaciones siguientes: idealidad y realidad, alma y cuerpo, conocer y
querer… ponen de relieve la reflexión; ellas la bordean de forma que la relación
se hace posible gracias a ellas (Kierkegaard, 1986, Johannes Climacus o De
omnibus dubitandum est, II: 359).

Es la reflexión la que trae la posibilidad de la relación presentando a la conciencia

105
estas determinaciones dicotómicas. La conciencia, ante éstas, engendra la duda. La
reflexión se encarga sólo de mostrar las contradicciones, la conciencia tiene que hacer la
síntesis y de ahí nace la duda. Por eso, ésta es superior al mero razonamiento. A
Kierkegaard, los escépticos griegos le parecieron mejores pensadores que los modernos
especulativos. Porque, para él, la duda es la introducción a la forma más alta de
conocimiento porque admite, como presuposición, todos los otros datos. La duda nace
del interés; en cambio el conocimiento sistemático es desinteresado y unilateral; por eso
aquélla es mucho más rica e induce a una forma más alta de vida. Más aún, el espíritu
dudoso es más fuerte, porque, sintiendo la contradicción, es capaz de triunfar de todo. Y
eso no basta para que reconozca que no puede vencerse a sí mismo por sus solas
fuerzas. Y que para llegar a plenitud tenga que salir de sí con aflicción dejando en un
lugar inferior el propio conocimiento.
También en el amor, proceso esencial, aparece la dialéctica entre cuerpo y espíritu.
El amor natural o inmediato es una necesidad a la vez que un signo de perfección y
riqueza. Se muestra como una fuerza irresistible que vincula a los seres que se aman; por
ella, éstos están dispuestos a dar y compartir lo mejor de sí mismos. En esta donación
hay un sentido de fidelidad y compromiso. Todo esto es lo más bello y sublime de la
vida. Los poetas de todos los tiempos han ensalzado las maravillas del amor. Pero, según
Kierkegaard, el espíritu al encontrarse con este amor inmediato, no lo acepta sin más,
sino que ha de trabajarlo e infundir en él una nueva huella. No lo suprime, lo sublima. Se
basa en él para llevarlo por otros derroteros que la naturaleza no previó. El amor natural
es pasión y predilección; el amor espiritual es abnegación; lo cual no quiere decir que no
tenga pasión, sino que la orienta en otro sentido ya que el amor natural consiste en amar
apasionadamente a uno y el amor espiritual está abierto a todos. El espíritu lo que
rechaza es el egoísmo que se aferra a la predilección de una única persona, sea ésta quien
sea: la mujer amada, el amigo…:

De la misma manera tan egoísta que el amor propio se aferra a ese único
"yo"mismo –con lo que se constituye cabalmente en amor propio– así de
egoístamente se aferra la predilección apasionada del amor a ese único amado, y
la predilección apasionada de la amistad a ese único amigo. Por esta razón al
amado y al amigo se los llama de un modo considerable y significativo: "el otro
yo", "el segundo yo" –pues el prójimo es "el otro tú", o más exactamente "el
tercer hombre" de la proporción… La prueba es bien fácil: mete al prójimo, a
quien se debe amar, entre el amante y el amado; mete al prójimo, a quien se
debe amar, entre el amigo y el amigo, y verás la llama inmediatamente
convertida en celos. Con todo, el prójimo no es otra cosa que el denominador
común de la abnegación, que se interpone entre el yo y yo del egoísmo, pero
también entre el yo y el otro yo del amor y de la amistad (Kierkegaard, 1986,
Las obras del amor, XIV: 50).

Lo que hace el amor espiritual es interponerse entre los dos amantes tratando de que

106
el amor de uno de ellos no revierta sobre sí mismo. El amor espiritual no es pues de
predilección, sino que está abierto a todos; es amor al prójimo y prójimo puede ser
cualquiera.
También es cierto que el amor natural pide eternidad, que los amantes quieren
pertenecerse eternamente y esto va en la naturaleza misma del amor. Pero este amor
humano está sometido, como todas las cosas, al cambio y muchas veces sucumbe. El
amor espiritual toma la base eterna del amor natural y lo somete a la decisión; con ésta se
compromete de tal manera que se exige permanecer fiel en la intermitencia del devenir.
Hay un último escollo irracional que tiene que abordar el espíritu en su unión con el
cuerpo: es el problema de la muerte. Parece ésta contraria al espíritu y sin embargo es
algo natural en el ciclo de los seres vivos; éstos, incluido el hombre, describen una órbita
cuyo punto final es la muerte. Ésta es una parte de su destino que el espíritu rechaza
pero que ha de encarar y darle sentido. La dualidad aquí es extrema. Nada más ajeno al
espíritu que la muerte, pero éste ha de vérselas con ella en el hombre. Y lo primero que
aparece es que la muerte nos afecta como individuos. No vale aquí escudarse en que
también les ocurre a los demás. Esto nada resuelve. Cuando somos testigos de la muerte
de otros tenemos un vago sentimiento de lo que va a ocurrimos también a nosotros; pero
la realidad más seria es afrontar la propia muerte. La labor del espíritu en este sentido es
interiorizar lo que significa la muerte; es apropiarse el sufrimiento que lleva consigo y
tomar postura ante ella y ante el resto de vida que queda. El pensamiento de la muerte
puede ejercer tal influjo sobre la vida que o puede paralizar ésta o puede darle un
estímulo extraordinario. El espíritu aquí tiene la palabra para decidir si quiere apurar el
último sorbo de la vida o dar un vuelco al sentido de la existencia. Y aquí, al abordar este
problema, no vale el acopio de conocimiento y cultura con que un hombre dotado pueda
enfrentarse a la muerte. Ante ésta no valen conocimientos ni defensas, todos somos
iguales y ella misma nos iguala a todos.

Ciertamente, la muerte nos hace a todos iguales; pero si esta igualdad


consiste en la nada, en el anonadamiento, ella permanece indefinible. No puede
extenderse uno sobre esta igualdad más que invocando la diversidad de la vida,
diversidad que se niega por la igualdad de la muerte. Aquí, en la tumba, el niño
y aquel que ha transformado al mundo son igualmente inactivos; aquí, el rico es
tan pobre como el último de los pordioseros (Kier-kegaard, 1986, Discursos
edificantes, VIII: 74).

Por último, el espíritu aborda el problema de si la muerte es un paso transitorio a


otro estado o es algo definitivo. La realidad se le ha presentado tan opaca que, como
hace constar Kierkegaard, las soluciones han ido desde la negación de cualquier tipo de
supervivencia, pasando por la transmigración y la reencarnación, hasta llegar a la
inmortalidad cósmica o la estrictamente personal. Para Kierkegaard, la visión pagana de
la muerte era más suave e ingenua; la inmortalidad era concebida como un recuerdo que
perdura en los descendientes y conocidos. Hacen aquí excepción tanto Sócrates como

107
Platón, que postulan una inmortalidad propia acorde con la preexistencia del alma. En
cambio Kierkegaard destaca la concepción cristiana que, dando un origen temporal al
alma, hace de ella, en su individualidad, algo inmortal a lo que algún día se incorporará el
cuerpo. Tal es el reto del espíritu. Los griegos recurrían a la preexistencia para probar la
inmortalidad del alma, el cristianismo recurre al futuro.

2.4.2. El irracionalismo de la angustia y la culpa

Dentro del marco de la problemática que supone la unión del alma y el cuerpo,
Kierkegaard destaca el tema de la angustia y la culpa como específico de esa dualidad. Y
aquí la razón se siente especialmente impotente. Ya se dijo más arriba que, en la
concepción de Kierkegaard, el espíritu está presente como algo inmediato en la síntesis
de alma y cuerpo, pero que ha de ser desarrollada. Al principio, el espíritu está como
soñando, inconsciente de sí mismo, de sus posibilidades. Por eso tanto los niños como
los pueblos jóvenes tienen espíritu, pero no lo han desarrollado. Viven como durmiendo
en una especie de inocencia inconsciente. El espíritu se muestra como algo ambivalente.
No puede vivir una vida meramente vegetativa o animal, pues es espíritu; pero tampoco
lleva una vida plenamente autónoma y consciente de sí porque está vinculado al cuerpo.
Eso le hace estar fuera de sí, fuera del ámbito de su propia naturaleza. En esta
ambivalencia, en esta relación ambigua, consiste la angustia. Por una parte el espíritu
tiene que haberse con el cuerpo; para eso está en el hombre y esa es su misión. Por otra,
dada su naturaleza, se encuentra en el cuerpo humano como en un elemento extraño; se
siente violento. En esta relación ambivalente consiste la angustia. Ésta irá adquiriendo
grados y matices según vaya despertando el espíritu; pero el núcleo de la angustia estará
siempre en esa ambivalencia insalvable de un espíritu inmerso en ese medio extraño que
es el cuerpo.
La primera forma de angustia, según Kierkegaard, es la de la nada. Es la de la
infancia y la de los pueblos jóvenes. En ellos se da una inocencia típica, la del que no ha
vivido, no se ha mancillado, no conoce la lucha. Esta inocencia es más bien ignorancia.
El hombre desconoce la diferencia entre el bien y el mal y no ha soportado el fragor de la
lucha, pues no hay nada a lo que enfrentarse:

En este estado hay paz y reposo; pero también hay otra cosa, por más que
ésta no sea guerra ni combate, pues sin duda que no hay nada contra lo que
luchar. ¿Qué es entonces lo que hay? Precisamente eso: ¡nada! Y ¿qué efectos
tiene la nada? La nada engendra la angustia. Este es el profundo misterio de la
inocencia, que ella sea al mismo tiempo la angustia. El espíritu, soñando,
proyecta su propia realidad, pero esta realidad es nada, y esta nada está viendo
constantemente en torno suyo a la inocencia (Kierkegaard, 1986, El concepto
de angustia, VII: 144).

108
La inocencia no es aquí por tanto una perfección inmediata, sino una ignorancia que
viene determinada por el espíritu que todavía no ha despertado y que gira en torno a la
nada. La nada de la angustia es aquí un complejo de presentimientos que se reflejan en el
individuo, pero que no tienen un significado específico porque el individuo todavía no se
ha desarrollado.
Esta angustia toma un nuevo cariz cuando en esa nada de inocencia aparece la
libertad con sus posibilidades. El espíritu comienza entonces a salir de su sueño y se
muestra ante él una libertad con infinitud de posibilidades. Ahora la angustia se muestra
no como la nada, sino como un conjunto ilimitado de posibilidades. El espíritu se
estremece ante sí mismo, ante su propia posibilidad. La angustia es aquí el vértigo de la
libertad. Hay como una tentación o forcejeo entre la impotencia de la angustia y la
potencia de la libertad. A ésta le entra vértigo al tener que elegir entre querer y no querer.
Según Kierkegaard, en el relato bíblico, la prohibición divina de no comer del árbol de la
ciencia del bien y del mal le angustia a Adán en cuanto despierta en él la posibilidad de la
libertad:

Lo que antes pasaba por delante de la inocencia como nada de la angustia,


se le ha metido ahora dentro de él mismo y ahí, en su interior, vuelve a ser una
nada, esto es, la angustiosa posibilidad de poder. Por lo pronto, Adán no tiene ni
idea de qué es lo que puede; en otro caso se supondría ciertamente –cosa que
sucede con harta frecuencia– lo que viene después, a saber, la distinción entre el
bien y el mal (Kierkegaard, 1986, El concepto de la angustia, VII: 146).

Esta posibilidad engendra en Adán y en todo hombre una magia terrible; por una
parte, desea probar ese poder; por otra teme sus consecuencias. Es algo que se desea y a
la vez se teme. Kierkegaard define en este sentido la angustia: "es una antipatía simpática
y una simpatía antipática".
Siguiendo la línea de explicitación del desenvolvimiento del espíritu, Kier-kegaard
muestra un nuevo estado de angustia; hasta ahora han aparecido la angustia de la nada o
de la inocencia y la angustia de la libertad o de las posibilidades. Cuando el hombre elige,
da un paso más en esta dinámica y aquí aparece otra clase de angustia. Cuando en medio
de la posibilidad y la libertad, el hombre toma una decisión, aparece la angustia objetiva o
angustia del mal. Cuando el hombre cae en la culpa y elige el mal, lo hace en medio de la
angustia. ¿Cómo pasa de la inocencia a la culpa? Mediante un salto cualitativo, imposible
de explicar racionalmente, es decir, como si el primero de esos fenómenos, la inocencia,
fuera la causa y el segundo, la culpa, fuera el efecto. El hombre inocente se hace
culpable dando un salto, un paso cualitativo hacia otra cosa que el individuo no se
explica:

Porque no fue él mismo sino que fue la angustia, es decir, un poder


extraño, el que hizo presa en él; no fue él mismo, fue un poder que él no

109
amaba, un poder que le llenaba de angustia… y, no obstante, él es
indudablemente culpable, pues sucumbió a la angustia al mismo tiempo que la
temía. En el mundo no hay nada más ambiguo que esto (Kierkagaard, 1986, El
concepto de la angustia, VII: 145).

El medio en que se da el salto de la inocencia a la culpa es la angustia, pero ésta no


es la caída, sino sólo la condición. La angustia es el supuesto existencial donde se
establece en todo hombre esa relación primitiva con la falta; la angustia es un medio
ambiguo, dialéctico y neutral desde donde -como condición– surge libremente, por un
salto, el pecado de todo hombre. Por tanto no son el egoísmo y la concupiscencia los
supuestos del pecado, sino la angustia por esa ambigüedad típicamente suya de la que
carecen aquéllos.
La angustia no se transforma en culpa por muy profunda que sea. No hay simple
transición de la primera a la segunda, como si aquélla fuese creciendo hasta
transformarse en ésta. Tiene que haber un salto cualitativo. La culpa brota en medio del
vértigo de la angustia. En ese vértigo, la libertad cae desmayada. La psicología no puede
explicar más. En ese momento todo ha cambiado y, cuando la libertad se incorpora de
nuevo, ve que es culpable. Entre esos dos momentos hay que situar el salto que ninguna
ciencia puede explicar. La culpabilidad del que se hace culpable en medio de la angustia
es ambigua en grado extremo. La angustia es una impotencia femenina en la que se
desvanece la libertad. La caída acontece siempre en medio de una gran sensación de
impotencia. La angustia es pues el último estado psicológico del cual irrumpe la culpa
mediante el salto cualitativo. El primer pecado vino al mundo por este salto y así sigue
viniendo constantemente. Una vez dado el salto, una vez cometida la falta, la angustia no
queda abolida; parece que debiera ser así, puesto que, una vez realizada la posibilidad,
debiera desaparecer la angustia en que aquélla estaba envuelta. Pero no es así. Probada
una posibilidad, realizada una falta, aparecen en lontananza otras posibilidades, muchas
de ellas originadas precisamente por esa falta. Por tanto, la angustia se pone nuevamente
en relación tanto con la realidad introducida como con otras que acechan en el porvenir
(Suances Marcos, 1998: 247-248).
Kierkegaard distingue claramente entre esta angustia objetiva o angustia ante el mal
en cuyo seno se comete la falta y ésta misma. Son cualitativamente distintas. De la
primera a la segunda hay un salto cualitativo, racionalmente inexplicable. Todo hombre
pierde su inocencia por medio de la culpa, de la falta. Esto es un hecho. Y ningún
hombre hace excepción a ello. De forma que la culpa es expresión de nuestro modo de
ser, es una manifestación más de nuestro "pathos" existencial. Cuando el hombre se
enfrenta a la existencia, no lo hace de manera abstracta, teórica, sino concreta, teniendo
que hacerse cargo de esa nebulosa de propensión al mal que encuentra tanto fuera como
dentro de sí mismo. Al preguntarse por el sentido de esta realidad, va reculando hacia
atrás para comprender su inserción en el mundo. Y en ese movimiento retrospectivo se
encuentra con que hay algo previo, una falta o pecado original que ha dado lugar a un
mal punto de arranque. De esa falta todos somos culpables y la hemos ido engrosando

110
individual y colectivamente a lo largo del tiempo. Esa falta ha sido decisiva y ha
condicionado la existencia humana. Así el hombre descubre que su existencia viene
mezclada con el mal desde sus orígenes y ese pensamiento le hace caer en la angustia.
Sin embargo, para Kierkegaard, ese buscar en los orígenes, ese retroceso que trata de
aclarar la oscuridad de nuestros orígenes es un progreso. Porque, igual que un examen
profundo es una vuelta a los principios, este retorno a las fuentes de la existencia es una
pofundización de ésta; y allí nos encontramos indefectiblemente con la culpabilidad. Esta
conciencia de culpa es patrimonio de toda la humanidad. Las religiones y los sistemas de
pensamiento lo han admitido dando diferentes versiones de ese hecho universal. La
conciencia de culpa pertenece pues a la estructura misma de la subjetividad. El
cristianismo le ha dado una nueva dimensión convirtiéndola en pecado, haciendo de ella
una ruptura con Dios. Pero todo hombre, dentro o fuera del cristianismo, ha de encarar
esa realidad.
En Kierkegaard, la concepción de la culpa lleva un rasgo esencial: es algo interior.
No puede ser achacada a causas externas. Está en la raíz misma de la existencia; su
apropiación es incesante, es decir, no vale acordarse de ella de vez en cuando, sino que
hay que asimilarla, como algo inagotable, durante toda la vida:

El recuerdo eternamente presente de la culpa expresa el "pathos" existencial


del que es la expresión suprema, más alta que la penitencia más exaltada que
quiere reparar la falta. Esta conservación de la culpa no puede hacerse mediante
algo externo que la relegaría al mundo finito; por eso pertenece a la interioridad
oculta (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no científico…, XI: 222-
223).

Lo duro para Kierkegaard no es hacer algo heroico momentáneo, sino cargar con el
fardo de una conciencia perenne de culpa. ¿De dónde viene ese carácter permanente? De
su relación con la felicidad eterna. Quien tenga esta conciencia sabe que nada puede
removerla salvo la generosidad divina. Pero el hombre, al cargar con ella, se abre a lo
eterno a la vez que llega a su cenit existencial:

La conciencia del culpa es la expresión decisiva del "pathos" existencial por


relación a la felicidad eterna… La expresión decisiva de la conciencia de culpa
es pues esta permanencia esencial de la conciencia o recuerdo eterno de la culpa
porque ella se refiere siempre a una felicidad eterna. No se trata aquí del
procedimiento infantil de querer volver a comenzar partiendo de cero y no
invocar ya más el perdón bajo pretexto de que todos somos así. Basta una sola
falta para que el existente, teniéndola que referir a la felicidad eterna, esté
cogido para siempre (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no
científico…, XI: 218).

111
El recuerdo eterno de la culpa es el fardo más pesado. Y ¿por qué basta una sola
falta? Porque la distancia entre ofensor y ofendido, entre el hombre y Dios, es infinita. Y
el hombre nunca podrá llenar ese abismo que su falta ha abierto entre la divinidad y él.
Esta conciencia de culpa es una de las cosas que más repugnan a la razón. Por eso los
especulativos tratan de sofocarla con toda clase de sofismas y razonamientos. No toleran
ese punto álgido de la existencia que relaciona culpa y eternidad; les parece
absolutamente desproporcionado y tratan de eliminar con razones esa realidad
inconmensurable. Pero, al hacerlo, han perdido el punto más profundo de la existencia.
Después de todo esto queda claro que la culpa abarca nuestra entera existencia
personal y colectiva y que, en este sentido, poco importa haber cometido unas cuantas
faltas más o menos. No se trata aquí de algo cuantitativo, sino cualitativo: la culpa cubre
nuestra vida entera aunque lo olvidemos en la vida diaria. La totalidad de la culpa quita
importancia a las faltas concretas porque "totum est partibus suis prior", el todo es
anterior a sus partes. Esta determinación de totalidad no es algo numérico, sino
cualitativo. Y el remedio que Kierkegaard propone a esa culpabilidad innata es aceptarla
como nuestra estructura existencial y hacer de ella uno de los motivos fundamentales de
relación del hombre con Dios. Cuando aquél se muestra así ante la divinidad, queda
exonerado de tamaña carga.
En este análisis de los diversos procesos de la angustia, Kierkegaard aborda uno
especialmente llamativo. Vista la angustia de la nada, de la libertad y de la
pecaminosidad, añade este último: la angustia ante el bien. Parece contradictorio, pero no
lo es. Una vez que el hombre ha cometido una falta, caben dos posibilidades: primera,
que permanezca en esa situación, pero que se angustie por ella; sería entonces angustia
por el mal. El hombre permanece en la falta pero es consciente del mal de ésta y se
angustia por ella; es decir, está todavía en el bien. Segunda, que el individuo permanezca
en la falta, pero que esté contento con ella; no quiere salir de ese estado. Y entonces lo
que le angustia no es el mal en que vive, sino el bien al que debiera acceder. No le
angustia pues el mal sino el bien con el que tiene una relación forzada. Esto es lo que
Kierkegaard llama lo demoníaco. Lo cual consiste en ser esclavo del mal, pero
permaneciendo en él y rechazando el bien, esto es, la apertura de sí mismo, la libertad.
Es la no-libertad que quiere clausurarse en sí misma:

Lo demoníaco es angustia ante el bien. En el estado de inocencia no estaba


puesta la libertad en cuanto libertad y su posibilidad constituía la angustia en la
personalidad. En el estado de endemoniamiento se ha invertido esa relación. La
libertad ha quedado establecida como no-libertad, pues se ha perdido la libertad.
La posibilidad de la libertad es aquí nuevamente angustia. La diferencia no
puede ser más absoluta, ya que la posibilidad de la libertad se manifiesta aquí en
relación con una esclavitud que es exactamente lo contrario de la inocencia,
pues ésta es una categoría en la dirección de la libertad (Kierkegaard, 1986, El
concepto de la angustia, VII: 220).

112
La libertad es esencialmente expansión y el bien implica una apertura que lleva
consigo la ruptura de la esclavitud del mal. Lo demoníaco en cambio es el espíritu que se
encierra en sí mismo sin querer tomar contacto con otra cosa; es una esclavitud
prisionera de sí misma. Por tanto, el criterio decisivo para saber si un fenómeno es o no
demoníaco lo dará la posición que el individuo mantenga con respecto a la apertura, es
decir, si quiere o no asumir, con su libertad, ese hecho. Lo más característico del hombre
demoníaco es su voluntad de aislamiento.

2.4.3. La libertad que trasciende la razón

La antropología de Kierkegaard pone especial énfasis en el problema de la libertad.


Ésta aparece como rasgo esencial en la dualidad constitutiva del hombre. El espíritu
humano es fundamentalmente conciencia, interioridad, relación consigo mismo y, sobre
todo, libertad. Kierkegaard muestra la libertad inicial como infinita posibilidad. Antes de
ejercitarse, en el punto cero de la existencia, aparece como posibilidad infinita de la que
va a surgir el yo. El espíritu se va a hacer real por medio de sucesivas decisiones. Como
ya se dijo, la libertad de la posibilidad pasa a realidad por medio del salto cualitativo. Una
vez dado ese salto, aparece la diferencia entre bien y mal, no antes. Es absurdo afirmar
que el hombre tenga que hacer necesariamente el mal como si estuviera determinado a
ello. La libertad se supone a sí misma y, por tanto, no puede explicarse por algo previo a
ella. Por consiguiente tanto el determinismo como el libre albedrío niegan la esencia de la
libertad. El primero porque la somete a algo previo y el segundo porque la reduce a algo
abstracto. La diferencia entre el bien y el mal –contra lo que piensan los defensores del
libre albedrío– sólo existe para la libertad y en la libertad, y tal diferencia nunca existe en
abstracto sino en concreto.

Este error proviene de que se convierte la libertad en otra cosa, en un mero


objeto de la mente. Sin embargo, la libertad nunca ha existido como abstracción.
Por eso, cuando sin estar ella misma en ninguna de las dos partes, se pretende
concederle a la libertad un momento para que elija entre el bien y el mal, lo
único que se logra en ese preciso momento es que la libertad no sea libertad,
sino una pura reflexión sin sentido (Kierkegaard, 1986, El concepto de la
angustia, VII: 209).

Cualquier explicación se hace imposible si se empieza afirmando que la libertad entra


en escena como libre albedrío que elige con la misma facilidad lo bueno que lo malo. De
igual manera carece de sentido hablar de libertad si el hombre está determinado a hacer el
mal. Afirmar que el hombre peca necesariamente es lo mismo que querer convertir el
círculo en una línea recta. Otra cosa bien distinta es afirmar que la libertad humana no es
perfecta, que está trabada en sí misma y que, por eso, conlleva la angustia. Pero está

113
trabada en sí misma, no lo está por necesidad o por reflexión. No hubiera habido angustia
si el pecado hubiese venido al mundo por necesidad o por libre albedrío. Lo primero
sería una contradicción y lo segundo un absurdo, pues el libre albedrío no ha existido en
el mundo ni al principio ni después. Eso no es más que un producto de la mente que
quiere explicar a posteriori la decisión de la voluntad. Es una insensatez pretender
explicar lógicamente el salto cualitativo por el que vienen al mundo tanto el mal como el
bien. Ambos son fruto de la decisión de la libertad.
¿Cómo empieza el ser humano a ejercer su libertad? Kierkegaard analiza
pormenorizadamente los mecanismos de la decisión; pero teniendo bien en cuanta dos
cosas que ya ha dejado sentadas. Primera, que la libertad se presenta al hombre como un
campo infinito de posibilidades que se ciernen sobre la nada. Y segunda, que esa libertad
no es completa ni está actualizada. Por ser creada, es una libertad que está trabada en sí
misma –dice él–. Y además esa libertad es una facultad en germen que ha de ser
desarrollada. Aunque parezca contradictorio, el hombre es libre, pero tiene que llegar a
serlo. Nace con esa capacidad pero ha de desarrollarla mediante la decisión. El hombre
existe propiamente por la libertad. El simple hecho de nacer no es existir. Existir,
propiamente, es esa relación espiritual, consciente, interior, activa y libre que uno
mantiene consigo mismo y que se va logrando a golpes de decisión. El hombre aparece
desnudo en el mundo y, a diferencia de los animales, tiene que hacerse a sí mismo.
Existir es hacerse y esa tarea comienza con la elección de sí mismo. Este concepto tiene
en el pensamiento de Kierkegaard mucha importancia y en él, como en el resto de los
grandes problemas, destaca una vertiente religiosa al lado de otra psicológica o
metafísica. La autoelección y la referencia a Dios son los dos polos que configuran la
individualidad humana.
Cuando el yo se elige a sí mismo empieza a configurarse la personalidad que
madurará en la medida en que esa elección tenga hondura. El hecho de poder elegir da a
la naturaleza humana una dignidad única; también es verdad que da soledad porque en la
medida que uno se elige a sí mismo, se va haciendo diferente de los demás. Pero, sin
esta capacidad, el hombre no tendría esa potencia eterna de hacerse y aceptarse a sí
mismo:

Cuando todo se ha vuelto sereno, solemne como una noche estrellada,


cuando el alma está sola en el mundo entero, entonces aparece ante ella, no un
ser superior, sino la potencia eterna misma, el cielo se entreabre, por así decir, y
el yo se elige a sí mismo o, más bien, se recibe a sí mismo. Entonces el alma ha
visto el bien supremo, lo que ningún ojo mortal puede ver y que jamás puede
ser olvidado, entonces la personalidad recibe el espaldarazo que la ennoblece
para la eternidad. No se convierte en algo distinto de lo que ya era, sino que
llega a ser ella misma. Del mismo modo que un heredero no posee antes de la
mayoría de edad los tesoros del mundo entero, aun cuando sea el heredero de
ellos, así la personalidad más rica nada es antes de haberse elegido a sí misma y
la personalidad más pobre que se pueda imaginar lo es todo cuando se ha

114
elegido a sí misma; pues la grandeza no consiste en esto o en aquello, sino que
se encuentra en el hecho de ser uno mismo; y todo hombre puede serlo si lo
quiere (Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV: 161).

La elección es pues decisiva para el contenido de la personalidad; ésta se sumerge


por la elección en lo elegido. Y, si no elige, se empobrece. La elección lleva a la soledad,
no al aislamiento; la primera es una perfección en cuanto es signo del desarrollo del
individuo. El segundo es un obstáculo al crecimiento, pues el hombre sólo puede
desarrollarse en relación con sus semejantes. ¿Lleva la elección de sí mismo al
aislamiento? Según Kierkegaard puede llevar si la autoelección termina en una identidad
abstracta del yo que corta su relación con el mundo. Y esto es, según él, lo que han
hecho los monjes que se han apartado completamente de la vida secular. En Grecia hizo
esto Diógenes el Cínico. Su error consistió en una elección abstracta de sí mismo que lo
llevó a una también perfección abstracta. Para que no sea así, la elección ha de darse en
contacto con los hombres y las cosas. El hombre se encuentra ante muchas
determinaciones que constituyen la vida en el mundo: la riqueza, el poder, el
conocimiento…; pero relativiza todo eso como algo finito y opta por la desnudez de sí
mismo, que es superior a todos esos valores. Esta elección da al yo consistencia y
capacidad; y, a la vez, arroja una nueva luz sobre las cosas, por la cual éstas se
mantendrán en los límites de su finitud. Estarán sometidas al yo y éste progresará en
libertad a la vez que se trate con ellas. Por eso el hombre no corta con las cosas ni con el
mundo, sino que, en contacto con ellos, ejerce su soberanía. Así, este yo y su elección
no son algo abstracto, sino algo real que sabe dar el justo valor a las cosas
subordinándolas al yo:

Al elegirte a ti mismo, en sentido absoluto, descubres fácilmente que ese tú


mismo no es ni una abstracción ni una tautología…; ese uno mismo se ha
producido gracias a una elección; él es la conciencia de ese ser preciso y libre
que es uno mismo y nadie más. Ese uno mismo contiene en sí una rica
concreción, una gran cantidad de determinaciones y cualidades, en una palabra,
es el ser estético completo que ha sido elegido éticamente. Por consiguiente,
cuanto más te concentres en ti mismo, tanto más te darás cuenta de la
importancia de lo que es insignificante, no en el sentido finito, sino infinito,
porque tú eres quien lo ha planteado (Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV:
200).

Después de la elección de sí mismo vienen las determinaciones concretas que


llevarán el reflejo de esa primera elección. En nuestro habernos con las personas y las
cosas reflejamos lo que somos ante nosotros mismos.
¿Qué lugar ocupa la razón en el proceso de la elección? Kierkegaard distingue la
esfera del conocimiento y la de la libertad. Esta última emplaza al individuo ante opciones

115
diferentes entre las que no cabe conciliación. Aquí se impone con todo rigor el principio
de no-contradicción. En cambio, la fílosofía moderna, sobre todo la hegeliana, suprime
este principio eliminando la decisión y tratando de unir y poner al mismo nivel las
distintas opciones. Todo es bueno, no hay por qué optar por una cosa y renunciar a otra;
mejor es quedarse con todo. Es ésta una expresión en el plano especulativo de lo que
puede ocurrir en la vida práctica. La filosofía moderna realiza una síntesis de contrarios
en el orden especulativo que otros realizan en la vida práctica. El filósofo especulativo
hace la mediación: todo está bien, todo tiene sentido y unidad perfecta. En cambio, el
hombre ético tiene que enfrentarse libremente a las cosas y elegir entre ellas. En el fondo,
la filosofía especulativa lo que hace es huir de lo desconocido, domesticando la realidad
mediante sus concepciones racionales. En cambio la libertad se enfrenta a lo desconocido
y lo va desbrozando a golpes de decisión. Y eso es lo arduo. Este contraste entre
razonamiento y libertad no existe para el pensamiento puro; por eso éste hace
mediaciones y síntesis; el contraste existe para la libertad; por eso ésta excluye aquéllas.
La filosofía se relaciona esencialmente con las esferas del pensamiento que son la lógica
y las leyes naturales. En ese ámbito reina la necesidad y por eso la mediación es legítima.
Pero esa mediación es relativa a un campo de la realidad, no a la totalidad de ésta; la
interioridad y la libertad escapan a esa necesidad:

La filosofía nada tiene que hacer con lo que puede llamarse el acto interior;
pero el acto interior es la verdadera vida de la libertad. La filosofía considera el
acto exterior, y, a su vez, no lo ve aislado, sino incorporado al proceso histórico
y modificado por él. Ese proceso es, en el fondo, el objeto de la filosofía y es
considerado por ésta bajo la determinación de la necesidad. Por eso la filosofía
desecha el pensamiento que intentaría significar que todo hubiese podido ser de
otra manera, considera la historia universal de tal modo que ya no existe el
problema de un aut-aut (Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV: 159).

La especulación elimina los actos libres y los reduce a actos naturales determinados
en el conjunto del devenir.
Para Kierkegaard, el motivo último por el que actúa la libertad no es una razón, sino
una pasión, impulso o creencia que trasciende aquélla. No es que el impulso sea
antirracional, sino que es captado por una intuición que desborda la razón. Sócrates no
pensó primero las pruebas de la inmortalidad para luego vivir conforme a ellas. Al
contrario, vivió ésta sin reservas como si fuera la suprema certeza arriesgando su vida en
ello. Y así es más bien su forma de vivir la que es una prueba de la inmortalidad del
alma; después de su vida es cuando se consolidan la razones de esa verdad. De igual
manera el cristianismo advierte que lo específico suyo no son razones, sino una libre
adhesión a la vida y mensaje de una persona. Lo específico cristiano está en la decisión.
Y esta decisión no es posible motivarla especulativamente; hacerlo sería diluirla… Pero,
para Kierkegaard, esto mismo se puede decir de toda decisión importante. Si, cuando
tomamos una resolución, la acompañásemos de comentarios exhaustivos explicando en

116
detalle su proceso, eso sería muy vistoso, pero traicionaría el halo de misterio que
envuelve toda decisión. En ésta, queda siempre oculto un reducto que es el fundamento
de esa decisión. El momento clave de una decisión no consiste en sopesar
cuantitativamente sus razones, sino que es un golpe de audacia en medio de la duda. La
razón nunca va a favorecer el riesgo que conlleva una decisión, más bien tiende a huir de
él. La libertad de elección, pues, exige coraje. No hay relación de proporción entre los
motivos y la decisión. Ésta supone un salto suprarracional sobre aquéllos. Y, cuanto más
importante sea la decisión, más riesgo exigirá. Los hombres, especialmente los filósofos,
hacen verdaderos ingenios para evitar la decisión, pero el acto de energía que ésta
conlleva nos convierte en otros hombres:

El individuo no se da más que a golpes de audacia; él ya no es el mismo y


su golpe audaz no es un acontecimiento más entre otros muchos, un atributo
más aplicado a un solo y mismo individuo, no; su golpe de audacia hace de él
otro hombre. Antes de haber arriesgado no puede comprender esta audacia más
que como una locura…; después de haber arriesgado, no es ya el mismo
(Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no científico…, XI: 116).

El hombre prudente quiere estar seguro de su decisión, exige certeza de antemano


eliminando la inseguridad que hay entre presente y futuro. Pero el riesgo no se da sin
incertidumbre, ambos son correlativos. En ese ámbito existencial, para ganar algo hay
que correr el riesgo de perderlo.

2.5. El papel subordinado de la razón en los estadios de la existencia

El pensamiento de Kierkegaard acerca de la trascendencia de la decisión tiene


aplicación inmediata y específica en el campo moral. Aquí es donde aquélla se pone a
prueba. Precisamente frente a la mediación hegeliana aparece más nítido el valor de la
elección. Hegel elimina la ética de su sistema porque en éste todo es válido, lo bueno y lo
malo, lo justo y lo injusto, lo noble y lo abyecto… Todo contribuye por igual a la
madurez del espíritu. Elimina así la ética que, para Kierkegaard, consiste esencialmente
en elegir entre lo uno y lo otro, entre el bien o el mal, el amor o el odio, la compasión o la
violencia. Es eligiendo como el hombre no sólo madura psicológicamente, sino que se
desarrolla moralmente. Cuando todo tiene justificación no hay lugar a la elección y, por
tanto, a una posición ética; basta dejarse llevar de los impulsos. Kierkegaard se plantea el
problema de la elección entre las diversas opciones de la vida que conllevan cada una de
ellas un conjunto de valores éticos.

2.5.1. El estadio estético

117
Kierkegaard propone tres estadios o concepciones de la vida ante las cuales el
hombre, más tarde o más temprano, tiene que enfrentarse. Cada una de ellas tiene su
propia estructura y autonomía. Entre ellas no hay continuidad y el sujeto ha de tomar
una resolución para instalarse en una de ellas y rechazar las otras. Un estadio es algo más
que un conglomerado de orientaciones sobre la vida:

Una concepción de la vida es más que un conjunto o suma de


proposiciones, retenidas en su impersonalidad abstracta; es más que una
experiencia que surge siempre, como tal, del atomismo; es la transubstanciación
conquistada duramente a prueba de todos los empirismos; es una certeza
interior que permanece orientada hacia todas las preocupaciones de este mundo,
pero fuera del alcance de un empirismo profundo y que, orientada hacia lo
religioso, encuentra aquí el centro de su existencia tanto terrestre como celeste
(Kierkegaard, 1986, Papeles de un hombre que todavía vive, I: 87).

La concepción de la vida es pues un conjunto de valores adquiridos cuya certeza


trata de orientar en medio de las ocupaciones y cuyo principio de operación da unidad a
esa vasta cantidad de hechos que configuran nuestra existencia concreta. Es pues un
centro de gravedad en torno al cual se teje la malla de una vida con coherencia, evitando
lo arbitrario. Cada uno de estos estadios es independiente de los otros y representa un
modo característico del sentir, pensar y vivir. Al ser independientes, no existe continuidad
entre ellos, pero sí una jerarquía de valores que exige tomar una opción. Para pasar de
uno a otro se necesita dar un salto, es decir, tomar la decisión de abandonar uno y optar
por otro. El decidirse por uno nuevo no quiere decir que hay que renunciar totalmente a
los valores del estadio abandonado, sino que éstos deben ser subsumidos en el nuevo y
perder la orientación fundamental que tenían en el antiguo. Por ejemplo, no es necesario
renunciar en el matrimonio al erotismo de la vida natural, sino que éste es asumido y
elevado a una nueva significación en la ética matrimonial.
El primer estadio abordado por Kierkegaard es el estético. Éste consiste en un ideal
cuyo objetivo es vivir lo inmediato, aprovechar el presente y desplegar todo el poder de
que el hombre es capaz. Es pues una concepción inmanente de la vida cuya divisa puede
ser el "carpe diem", "aprovéchate del presente" de Horacio. Esta es la concepción en la
que vive la mayoría de los hombres; éstos se entregan de lleno a las ocupaciones
cotidianas donde el placer, la ganancia y el poder son los móviles de su acción. Este
modo de vida, para Kierkegaard, tiene su correlato en la visión inmanentista de Hegel en
la que todo se justifica; aquí no tiene sentido un imperativo ético que obligue a desviarse
individualmente del camino que todos siguen. Kierkegaard en su primera obra, La
alternativa, se enfrenta por igual, y de forma extensa, a cada uno de los dos.
Lo primero que aparece en el hombre que vive estéticamente es el ansia de placer
referido al momento actual. Su interés consiste en sumergirse en el presente y agotarlo.
La concepción estética se expresa en el goce del momento presente:

118
El que vive estéticamente trata lo más posible de perderse enteramente en
el estado de ánimo, trata de ocultarse en él enteramente, de modo que no quede
en sí mismo nada que no pueda ser replegado en el estado de ánimo, pues tal
resto tiene siempre un efecto turbador: es la continuidad que quiere retenerlo.
Entonces, cuanto más vagamente aparece la personalidad en el estado de ánimo,
más está el individuo en el instante; y ésta es, una vez más, la expresión más
adecuada de la existencia estática: ella está en el instante. De ahí proceden las
enormes oscilaciones a que está expuesto el que vive estéticamente
(Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV: 206-207).

La expresión más adecuada de la existencia estética es, pues, el instante. De ahí


proceden las continuas oscilaciones de ese tipo de vida. El instante es todo y, por tanto,
nada, porque pasa enseguida. El papel asignado al tiempo es decisivo para identificar los
diversos estadios. A medida que se acentúa el valor de aquél, el estadio se hace más serio
y comprometido, es decir, se va hacia lo ético y lo religioso.
¿Qué es lo que se pretende aprovechar en el momento presente? El placer, el deleite,
el gozar de la vida. Se llama estético este estadio no porque vaya en busca de la belleza,
sino de la sensación, tal y como lo expresa su etimología griega "aisthesis" (sensación).
Se trata de obtener todas las posibilidades de las sensaciones, experimentar sus matices y
variaciones; después, esas sensaciones se funden unas en otras formando una especie de
sinfonía que se cierra sobre sí misma. Y esta es la atmósfera que vive el esteta.
Todo hombre, para poder vivir, por modestas que sean sus condiciones, siente la
necesidad de formarse un concepto de la vida, una idea del significado y objeto de ésta.
Y el que vive estéticamente también tiene esa necesidad. La expresión de ese concepto
es: hay que gozar de la vida. Pero el que quiere gozar de ella establece una condición que
se encuentra o bien fuera del individuo, o bien en éste pero independientemente de su
voluntad. Ello quiere decir que este hombre no tiene peso en sí mismo, depende
inmediatamente del exterior; no es capaz de volver sobre la reflexión. Dicho de otro
modo: está volcado a lo inmediato; su espíritu no está determinado como espíritu:

La acción externa transforma ciertamente la existencia (como cuando un


emperador lleva a cabo la conquista del mundo entero y reduce los pueblos a
esclavitud), pero no propiamente la existencia del individuo; y la acción externa
trasforma sin duda la existencia del individuo (como cuando de lugarteniente
llega a ser emperador, o de pordiosero llega a millonario), pero no propiamente
la existencia interior. Toda acción externa da sólo testimonio del "pathos" propio
de la estética y está sometida a la ley que rige la esfera estética: el individuo que
no ha llegado a ser dialéctico cambia el mundo pero permanece él mismo
inmutable; porque el individuo que vive en la esfera de la estética no tiene la
dialéctica en sí mismo, sino fuera de sí; dicho de otra manera: cambia hacia
fuera, pero permanece él mismo hacia dentro (Kierkegaard, 1986, Post-
scriptum definitivo y no científico…, XI: 125).

119
Este estar volcado hacia fuera, hacia la inmediatez, tiene su ventaja, porque huye de
las contradicciones y problemas internos que son algo esencial al hombre reflexivo; este
es el precio que se paga por crecer interiormente. Por eso el individuo estético es incapaz
de percibir el sufrimiento de otros; no puede empatizar con él porque carece de
interioridad; ésta le es tan extraña como un país extranjero.
Acorde con esta psicología del hombre estético, Kierkegaard destaca en él otro rasgo
esencial: su incapacidad para elegir. Le gusta todo, quiere saborearlo todo. No quiere
elegir para no perderse nada. Pero esa huida de la elección debilita su alma. El hombre
madura tomando decisiones que lo comprometen. El esteta, huyendo de la
responsabilidad, se llena de melancolía y frivolidad. Para él, la vida es un desfile de
máscaras y ello es motivo inagotable de diversión; así nadie le conoce porque su
expresión es un engaño. Su ocupación consiste en conservar su escondite y así su
máscara es cada vez más enigmática. Es cierto que hay algo en todo hombre que le
impide ser transparente a sí mismo; pero esto se va despejando paulatinamente por
medio de la reflexión y las decisiones. El esteta no encara esa parte incógnita, sino que
juega a hacerse enigmático. Kierkegaard cree que debajo de esta actitud late una pasión
de aniquilamiento, un juego peligroso de destrucción de sí mismo. Al esteta le gusta dar
vueltas alrededor de la existencia y luego dejar que todo se derrumbe.
El esteta sabe muy bien cuáles son los núcleos de responsabilidad de la vida humana
y no sólo se previene contra ellos, sino que amonesta los demás en el mismo sentido. Por
eso hace fundamentalmente tres recomendaciones. Primera: no aceptar cargos públicos;
si se aceptan, uno se convierte en un engranaje más de esa gran máquina del Estado; se
tendrán títulos y honores, pero uno estará sujeto a esa cadena de la que es imposible salir
y estar libre. Segunda: ¡cuidado con la amistad! Ella es un peligro porque hace perder la
independencia. La amistad es una atadura, una carga. Lo cual no quiere decir que no
haya que tener contacto con los hombres. Hay que tener relaciones con los demás, pero
sólo hasta que nos sintamos atados. Conviene estar vigilante para cortar a tiempo, de
manera que esté siempre en las manos de uno abandonar una relación cuando se haga
pesada. Además, la válvula del olvido debe funcionar para prestar su función catártica. Y
tercera: evitar a todo trance el matrimonio:

Los esposos se prometen entre sí un amor eterno. Esto es demasiado fácil y


no significa gran cosa, ya que si se logra cumplir tales promesas en el tiempo, no
habría mayor dificultad en cumplirlas en la eternidad. De ahí que lo mejor sería
que las partes interesadas, en vez de prometerse un amor para toda la eternidad,
dijesen: hasta Pascuas o hasta la primavera próxima. Esto ya sería hablar con
cierta cordura, pues habrían dicho algo que quizá cumplieran. ¿Qué es lo que
pasa, al fin de cuentas, con el matrimonio? Apenas ha transcurrido un poco de
tiempo cuando una de las partes advierte que aquello no marcha bien; entonces
la otra se lamenta y pone el grito en el cielo, diciendo: ¡Traición, traición! Poco
después, la otra parte se encuentra en la misma situación en que se encontró
antes la primera, y así se llega a establecer una cierta neutralidad, puesto que

120
dos traiciones recíprocas crean una satisfacción y contentamiento mutuos. Claro
que a este resultado se llega un poco más tarde, ya que el divorcio entraña
muchas y muy grandes dificultades (Kierkegaard, 1986, La alternativa, III:
278).

Al filo de esta actitud del hombre estético con respecto al matrimonio, Kierkegaard
elabora un amplio despliegue de las actitudes de aquél ante el amor, la mujer, el sexo y el
erotismo. Esto lo hace sobre todo en "In vino veritas", que es la primera parte de su obra
Etapas en el camino de la vida. Esa primera parte lo dedica al estadio estético y ofrece
muchas semejanzas con el Simposio de Platón; tanto que estuvo a punto de titularlo "El
banquete" o "La hora nocturna". Por allí desfilan una serie de personas que son el joven,
Constantino Constantius, Victor Eremita, el modisto y Juan el seductor. Todos ellos
exponen sus puntos de vista sobre el amor y la mujer coincidiendo en su visión estética.
De la mujer no hay que enamorarse; lo erótico consiste en amar a muchas, pero sin
dejarse atar por ninguna; es decir, gustar del instante embriagador que procuran las
cualidades femeninas, pero sin olvidar que esto es algo efímero. Todos ellos falsean la
esencia de la mujer y cada uno presenta los motivos estéticos por los cuales es preferible
no casarse.
El prototipo más cualificado de la vida estética es Don Juan. Kierkegaard le dedica
mucho tiempo penetrando finamente en su psicología. También analiza junto a él a
Fausto y el Judío errante. Pero el más representativo del estadio estético es Don Juan; en
él aparece en toda su hondura el tema nuclear de este estadio: el erotismo y la
sensualidad. No se sabe bien cuándo nació la idea de Don Juan, pero pertenece
claramente al cristianismo y, más en concreto, a la Edad Media. Don Juan es la
inspiración carnal del espíritu, el cual se concentra en la sensualidad y se enfrenta al resto
de sus otras fuerzas. Este es el caso típico de lo que dijo antes Kierkegaard, a saber, que
el cristianismo, al potenciar el espíritu y tratar de desvincularlo del cuerpo, lo que hizo
fue potenciar éste de modo indirecto. La sensualidad, separada del espíritu, adquirió
fuerza y autonomía propias:

No de otro modo, una vez que el espíritu lo ha abandonado, el mundo


entero se convierte para el espíritu mundano de la sensualidad en una estancia
llena de ecos por todas partes. En la Edad Media se habló mucho de un monte
que no se encuentra en ningún mapa y que se llama Venusberg. Aquí la
sensualidad está como en su propia casa y encuentra sus placeres salvajes, pues
se trata de un reino, de un Estado aparte. En este reino no pueden instalarse ni
el lenguaje, ni la circunspección del pensamiento, ni ninguno de los logros tan
laboriosos de la capacidad reflexiva. Porque en él sólo se escucha la voz
elemental de la pasión, el juego de los deseos y la zarabanda brutal de la
embriaguez. Sí, en él sólo se goza estando envueltos por un tumulto eterno. El
primogénito de este reino es Don Juan (Kier-kegaard, 1986, La alternativa, III:
86).

121
Don Juan es pues el paradigma de lo demoníaco definido como sensualidad. Y su
mejor expresión es la música, pues es una figura etérea que aparece continuamente sin
adquirir una forma determinada. Es un hombre que está cambiando continuamente sin
llegar a la madurez. Con Don Juan, la sensualidad ha quedado establecida como principio
por vez primera en el mundo. A partir de él, el erotismo adquiere una nueva cualidad: la
seducción. La idea del seductor fue desconocida en Grecia y no podía ser de otra
manera. Allí la vida estaba definida por la categoría de lo individual; lo psíquico tenía una
preponderancia sobre lo sensual; el amor, por tanto, era psíquico, no sensual. Don Juan,
en cambio, es seductor de raíz; su amor no es psíquico, sino sensual, y éste, por
definición, es infiel, es pérfido. Don Juan no ama a una mujer, sino a todas, es decir, las
seduce. Y la suma de estas conquistas amorosas, entre las que no existe continuidad, es
lo que configura su vida.
La música es pues expresión de esta fuerza sensual de Don Juan que es siempre
inquietud jovial. Al lado de ésta, palidecen el pensamiento y la reflexión. Es una fuerza
demoníaca seductora. Don Juan no es para ser visto, sino para ser oído. Mozart ha
hecho, según Kierkegaard, la expresión más genial del Don Juan; sólo por esa obra
merece ser un clásico. En ella, la genialidad de Don Juan es absolutamente lírica, de un
lirismo sonoro que no podría representarse en otro arte como la arquitectura o escultura
porque implica muchos momentos. La unión de la idea y forma de la sensualidad, tal
como se realiza en el Don Juan de Mozart, es y será siempre única en su estilo. Es
imposible justificarla lógicamente, pues su línea trasciende los límites del pensamiento.
Kierkegaard hace un largo recuento de los males del hombre estético. Su vida
aparente, llena de movilidad y placer, oculta un espíritu lúgubre y desgraciado. Don Juan,
como los que hacen de la sensualidad el motor de su existencia, van dejando allá por
donde pasan un rastro de infelicidad y amargura. Juegan con los sentimientos de las
mujeres a quienes seducen y éstas quedan heridas por un mal irreparable. Son víctimas
de una pena reflexiva y oculta que las hace desgraciadas para el resto de sus vidas. Es
una pena que se mueve hacia dentro y actúa en lo profundo del alma. Pero tampoco el
alma del seductor queda inmune a este mal que comete con las mujeres. A poco que se
profundice en su psicología, aparece la angustia. La seducción es una huida de aquélla. Y
la fuerza de su sensualidad nace en medio de la angustia. También al esteta le falta fe. Va
a las cosas dando rodeos y saltado de una a otra sin comprometerse con ninguna. Es un
rebelde que se atiene a lo pasajero siendo inconsciente de lo que debe a Dios y al
prójimo. El asesor Wilhem, hombre honesto, le dice al esteta A a quien se dirige en forma
de carta:

A pesar de todo te acuciaría de mi parte, que tendrías que cuidarte mucho


de no llamar egoísta a tal sentimiento, más aquí surge tu insolencia habitual de
rebelde. Desprecias todo lo establecido por las leyes divinas y humanas, y para
liberarte de ellas te agarras a lo anecdótico, por ejemplo, a lo de esta pobre
mujer que te era desconocida. Y por lo que atañe a tu simpatía, en ese caso
quizá era pura simpatía: por tu experimento. Siempre olvidas que tu existencia

122
en este mundo no puede ajustarse solamente al azar, y en el momento en que
haces de éste la cosa capital te olvidas completamente de lo que debes a tus
prójimos más inmediatos (Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV: 13).

El esteta es un ser perezoso que lo único que quiere es experimentar. Podría


comparársele a un payaso para el que todo movimiento es posible, dadas su
articulaciones. Pero esto se puede volver en contra de él porque esas posibilidades son
meras abstracciones que no llegan a realizarse. Él se mantiene en el nivel de la
expectación, no de la acción. Y esto le ocurre tanto con el placer como con el dolor. Es
un personaje fugitivo que parece que siempre está de viaje. Cuando se hastía del placer,
va al dolor y viceversa. No es extraño que esta actitud desemboque en el aburrimiento y
el vacío. Llega un momento en que se hastía de todo. Porque lo que tiene delante es un
alimento que no es capaz de digerir. Por eso, al final, este hombre cae en la soledad y la
desesperación.

2.5.2. El estadio ético

Si la estética hace que un hombre sea inmediatamente lo que es, la ética hace que
ese hombre llegue a ser lo que debe ser. El hombre estético agota su vida en el presente
sin más proyección; por tanto su visión es relativa y limitada. Al no tener referencia, esa
vida se disuelve sin ser explicada. Además, la entraña de su acción se vuelca hacia el
exterior de forma ostentosa. En cambio, el hombre ético no tiene apariencia especial ni
da señales de algo extraordinario. El sentido de su acción y de su vida está en su interior;
hacia fuera puede parecer un sujeto mediocre; es en la conciencia donde se desarrolla la
trama de su vida. Un primer rasgo de la vida ética es la elección. El hombre moral tiene
ante sí todas las posibilidades, atractivos e invitaciones que el mundo le plantea. Es con
estos materiales con los que tiene que haberse para desarrollarse como sujeto moral. Y
para eso, ha de elegir. Toda esa marabunta exterior es un escenario en el que él ha de
desenvolverse, pero en el que tiene necesariamente que elegir. No todo vale igual, y lo
que vale, tampoco tiene el mismo valor. Es preciso discernir y luego comprometerse con
una decisión. El esteta elige gozar de todo cuanto la vida le muestra dejándose arrastrar
por la corriente. Al hombre ético se le plantea la elección: o el mundo con su dispersión o
el yo eligiéndose a sí mismo en contacto con las realidades externas. Este es el sentido de
la primera obra de Kierkegaard, O lo uno o lo otro, la alternativa entre el estadio estético
y el ético. Aquí no valen mediaciones ni síntesis a la manera hegeliana. Es preciso elegir
entre una u otra.
¿Con qué criterio elige el hombre moral entre las diversas posibilidades que se
ofrecen? No con el del placer o el mero provecho, ciertamente. Estos eran los criterios
del esteta. El criterio es el del bien que mira a su propia realización superior:

123
Por el contrario, el que se elige a sí mismo éticamente, se elige
concretamente como tal individuo preciso, y obtiene esta concreción porque la
elección es idéntica al arrepentimiento, que sanciona la elección. El individuo
tendrá entonces conciencia de ser ese individuo preciso, con esas capacidades,
esas disposiciones, esas aspiraciones, esas pasiones, influido por un ambiente
preciso, resultado preciso de un ambiente preciso. Pero, al tomar así conciencia
de sí mismo, acepta todas esas cosas bajo su responsabilidad. No titubea para
saber si tiene que aceptar o no una responsabilidad; pues sabe que hay algo
superior que se perderá si no lo hace (Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV:
225).

En el momento de la elección, el hombre moral está solo, retraído de su ambiente;


pero sabe que entonces es cuando se hace a sí mismo a la vez que se solidariza con el
mundo. Dicho de otra manera: transforma en interiores las cosas del mundo exterior al
hacer de éstas motivo de su decisión ética. Por medio de la elección, el individuo se va
configurando y adquiriendo así su fisonomía moral. Una vez tomada la decisión, el
hombre ético se despreocupa de las consecuencias de ésta. A él ya no le toca especular
con los resultados. Ha puesto cuanto estaba de su parte. Cuando se hace lo que se debe,
no importan las consecuencias, sino la intención. Más aún, éticamente puede ser mejor
obtener un mal resultado, porque entonces aparece con más nitidez la intención del
proceder correcto. En la misma línea, una modestísima circunstancia puede ser motivo
de una sublime actuación ética. La grandeza de ésta se juega en el foro interno, no en el
de las realizaciones espectaculares. Kierkegaard aduce a este respecto el valor de la pobre
limosna que la viuda deposita en el cepillo del templo, frente a la magnificencia de las
limosnas farisaicas.
Cuando el hombre moral renuncia a un valor determinado por otro mejor tal y como
le reclama su conciencia, ¿conculca el valor que no elige? ¿Los valores mundanos
quedan desautorizados por la decisión ética? ¿Lo ético anula lo estético? La ética no
aniquila los valores estéticos, los transforma, los asume y les da una nueva dimensión. El
hombre ético, al tener que operar con y sobre las cosas del mundo, les da un sentido, un
valor y, con ello, establece una jerarquía al mismo tiempo que se configura a sí mismo en
la decisión. En definitiva, somos lo que queremos ser al elegir y valorar cuanto nos
rodea. El retorno ético sobre sí mismo es la medida de la existencia humana. Fuera de
eso, las diferencias no cuentan: que un negociante gane mucho o poco, que una viuda no
consiga más que unos céntimos, eso es algo indiferente. Lo que importa es la intención,
la medida, la regla que usa cada uno de ellos. El que vive estéticamente necesita muchos
placeres, diversiones, dinero, fama…; en cambio, el que lleva una vida ética, le basta
cualquier cosa; porque, por modesta que ésta sea, le da pie a tomas de postura y a
transformarse a sí mismo.
En la actuación ética, Kierkegaard destaca una característica aparentemente
contradictoria: el hombre ético es a la vez el más general y el más particular. Cuando un
individuo actúa éticamente alcanza el tipo más general del hombre, a la vez que lo realiza

124
como sujeto particular. Es decir, obra como un modelo válido para todos los hombres,
pero su acción es algo particular que le define y configura como individuo. En sí misma,
la ética es un conjunto abstracto de leyes y deberes. Sólo cuando un individuo particular
cumple con esos mandatos, la ética se realiza. Este es el secreto dé la conciencia: que la
vida individual encierra en sí misma lo general:

El que considera la vida éticamente ve lo general y el que vive éticamente


expresa lo general en su vida; hace de sí el hombre general, no despojándose de
su concreción, pues entonces ya no sería nada, sino revistiéndose de ella e
impregnándola de lo general. Pues el hombre general no es un fantasma, sino
que todo hombre es el hombre general, lo cual significa que el camino por el
cual se hace hombre general está abierto a todo hombre. El que vive
estéticamente es el hombre accidental; piensa que es el hombre perfecto porque
piensa que es el único hombre. El que vive éticamente, en cambio, obra para ser
el hombre general (Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV: 230).

Vivir éticamente supone pues realizar el hombre general. Pero transformarse en


hombre general sólo es posible si esa posibilidad está ya en cada hombre concreto. Pues
lo general puede coexistir con lo particular y estar en él sin consumirlo. Es como el fuego
que ardía sin consumir la zarza. El hombre general está inmerso en cada uno de los
individuos. Cualquiera, si quiere, puede llegar a ser paradigma humano, no deshaciéndose
de sus particulares circunstancias, sino permaneciendo y perfeccionándose desde ellas.
El motor que impulsa al individuo a actuar éticamente es el sentimiento del deber.
Éste tampoco es algo exterior que empuje a uno desde fuera como fuerza irracional
extraña. El sentimiento del deber emana del interior del hombre. La vida ética no tiene la
misión de cumplir una serie de deberes impuestos desde el exterior como una carga. El
hombre no está en relación externa con el deber: uno no está fuera del otro. Una vida
llena de deberes es algo pesado y aburrido y si la ética no tiene una relación más
profunda con el hombre, entonces habría que dar la razón a la estética, porque sería algo
oneroso e insoportable. Es inconcebible que una vida plenamente humana tenga fuera de
sí el motivo de su actuación; si así fuera, sería algo alienante e insoportable. El deber está
en la naturaleza misma del hombre, aunque tenga que cohabitar con impulsos de otra
clase:

Es bastante curioso que al hablar del deber se piense en algo externo,


aunque la palabra misma indique que se trata de algo interno; pues lo que me
incumbe no como un individuo accidental, sino de acuerdo con mi verdadera
naturaleza, está relacionado conmigo en la forma más íntima posible. El deber
no es una consigna, sino algo que nos incumbe. Si un individuo considera de ese
modo el deber, prueba que se ha orientado en sí mismo. Entonces el deber no
se desmembrará para él en una cantidad de disposiciones particulares, lo cual

125
indica siempre que el individuo no se encuentra sino en relación externa con el
deber. Él se ha revestido con el deber, que es para él la expresión de su
naturaleza más íntima. De ese modo, orientado en sí mismo, ha profundizado lo
ético y no quedará sin aliento cuando se empeñe en cumplir sus deberes. El
individuo verdaderamente ético experimenta por lo tanto tranquilidad y
seguridad porque no tiene al deber fuera de sí mismo, sino en él (Kierkegaard,
1986, La alternativa, IV: 228-229).

El hombre que comprende correctamente la ética está seguro de sí mismo y sabe lo


que tiene que hacer. Por eso la personalidad que ha madurado éticamente siente con toda
energía la intensidad del deber. Lo importante no es sentirse atosigado por multitud de
deberes, sino sentir la profundidad del deber como algo eternamente válido en sí mismo.
Para llegar a este sentimiento, existen dos vías que no se excluyen, sino que se
complementan. Una es psicológica. Son los buenos ejemplos en que hemos visto
realizado el ideal ético. Kier-kegaard refiere que, para él, fue su padre. El recuerdo de
éste y la impresión del deber caminaron siempre unidos en su memoria. Ese ejemplo
paterno no consistía en estar encima, vigilar, corregir etc., sino que era una impresión
seria e infinita que cautivaba a su alrededor. La segunda vía de acceso al sentimiento del
deber es metafísica. Llega un momento en que el hombre siente el carácter incondicional
y absoluto de este sentimiento. Su importancia se manifiesta en la conciencia de su
validez eterna. Además, el sujeto percibe que ese deber le trasciende; no ha sido puesto
por él, sino que más bien el propio individuo está sujeto a él. Y precisamente esa
dependencia del deber es la condición de su libertad moral (Suances Marcos, 1998: 87).
Cuando el hombre actúa contra el sentido de su deber, no queda –según
Kierkegaard–, otro camino que el arrepentimiento. Por eso éste es justamente la
manifestación negativa del carácter absoluto e incondicionado del deber. En la vida
estética, la sabiduría consiste en no arrepentirse de nada. Hegel y el idealismo dan buena
muestra de esto al valorar por igual las cosas relativizándolas a una supuesta madurez del
Espíritu absoluto; éste exime de la responsabilidad individual:

Por lo demás, cuando se trata de la reflexión, en su carácter de


antecedente, y del arrepentimiento en su carácter de consecuencia, importa
soportar la dialéctica. El único que actúa, es el que ha agotado la dialéctica en la
reflexión, y el único que se arrepiente es el que agota la dialéctica en el
arrepentimiento. A ese título podría parecer inexplicable que un pensador tan
prodigioso como Fichte, pueda suponer que el hombre que actúa no tendrá
tiempo de arrepentirse, tanto más cuanto que ese filósofo enérgico y sincero, en
el noble sentido griego, concebía ampliamente que los actos de un ser humano,
sólo tienen lugar interiormente. La explicación consiste, quizá, en que
precisamente por su energía, no notaba (al menos en su primera época), que
esos actos interiores representan esencialmente un sufrimiento, y que, en
consecuencia, la suprema acción interna de un ser humano es el arrepentirse.

126
Pero arrepentirse no es un movimiento positivo hacia el exterior o hacia
cualquier cosa, sino un movimiento negativo hacia el interior; no cualquier cosa
que produzcamos, sino el hecho de dejar, automáticamente, que nos ocurra
cualquier cosa (Kier-kegaard, 1986, Etapas en el camino de la vida, IX: 438).

El arrepentimiento muestra de manera dolorosa y negativa el carácter absoluto del


deber moral. Con él no caben transacciones. Kierkegaard añade que, igual que es buena
señal que el niño pida perdón, también lo es que el alma está dispuesta al
arrepentimiento. Éste es la medicina para la debilidad moral humana.

2.5.3. El estadio religioso

Si Kierkegaard planteó primero una disyuntiva entre estética y ética, ahora va a


hacer otro tanto entre ética y religión, aunque con caracteres diferentes respecto a la
primera. La concepción religiosa no elimina las realidades temporales y menos aún la
moral, sino que las asume y sublima en un ámbito superior. No amar el mundo es
renegar del Dios de la creación y su belleza. La esfera religiosa asume pues la relación del
individuo con lo real, lo mundano, lo finito… con todas las connotaciones que estas
cosas llevan consigo. Por tanto, lo religioso, al conservar lo temporal y sublimarlo, da
unidad a la existencia; más aún, es el sentido mismo de ésta. ¿Qué es ahora lo que exige
la religión frente a la ética? Esta es la segunda alternativa. ¿Puede la religión superar a la
ética? ¿No es ésta el orden supremo en que el deber se impone como algo absoluto e
incondicionado, válido para todos y sin excepción? ¿Puede ahora otra instancia invitar a
dar un salto y pasar a otra esfera? ¿Cómo se puede justificar eso? ¿Queda la ética en el
mismo rango de valor que la religión o es superada por ésta? Kierkegaard tiene, en este
sentido, un pensamiento claro. En principio, la religión no puede anular la ética:

La ética es lo general y, en cuanto tal, es también lo divino. Por eso se tiene


razón al afirmar que todo deber, en el fondo, es un deber para con Dios. Pero si
esto es todo lo que se puede decir en este orden de cosas, habrá que añadir
entonces que el individuo, hablando con propiedad, no tiene ningún deber para
con Dios. Porque el deber en cuanto tal se constituye refiriéndolo a Dios, mas
en el deber mismo yo no entro en relación con Dios. Así sucede, por ejemplo,
con el deber de amar al prójimo. Este, desde luego, es un deber y lo es
precisamente en cuanto está referido a Dios, pero al cumplirlo no entro en
relación con Dios, sino en relación con el prójimo a quien amo. Si desde este
exclusivo punto de vista afirmo que mi deber es amar a Dios, entonces no hago
más que enunciar una pura tautología, puesto que "Dios" aquí es tomado en el
sentido completamente abstracto de lo divino, es decir, de lo general y del deber
(Kierkegaard, 1986, Temor y temblor, V: 159).

127
Por tanto, cuando el hombre obra éticamente hace lo que tiene que hacer, sin que
ello, al menos inmediatamente, tenga nada que ver con Dios. La ética se convierte así en
el límite y contenido de la vida, guardando su autonomía frente a cualquier otra instancia,
incluida la religión. Por tanto, si un hombre se sale de la ética para amar a Dios, desvaría.
Aquí es donde el caso de Abraham adquiere todo su patetismo. Al estar dispuesto a
obedecer a Dios sacrificando a su hijo, se convierte en el hombre más religioso pero, a la
vez, también en el más inmoral. Tuvo una revelación especial de lo que era para él
personalmente la voluntad divina. Es de suponer que le asaltó la duda de seguir la ley
moral, válida para todos, o de seguir ese especial mandato señalado para él. Optó por lo
segundo, y al hacerlo, se convirtió en el hombre más religioso e inmoral. Aquí se dio
efectivamente una alternativa radical: o la ética o la religión. Para Kierkegaard es evidente
que esto no se plantea casi nunca a los hombres. Sólo excepcionalmente a algunos entre
los cuales él cree encontrarse. Pero, para el común de los mortales, la religión no tiene
por qué renegar de la ética. Ésta es lo general que obliga a todos como ley natural que es.
La ética, pues, descansa en sí misma, es esencialmente autónoma; nada exterior le sirve
de "telos" o fin, sino al revés, ella misma es el fin de lo que está fuera (Kierkegaard,
1986, Temor y temblor, V: 146). La tarea del hombre normal es cumplir con la ley moral
válida para todos. Para Kierkegaard mismo, el hombre que en moral quiere ser una
excepción apartándose de lo general, se sale de la ley, alejándose de su destino humano.
Por tanto la religión no puede abolir la ética, sino asumirla plenamente y hasta hacerla
más fuerte. En todo caso, imprime en ella una nueva dimensión. Kierkegaard pone el
ejemplo del matrimonio. Éste es un campo de compromiso y realización ética. El deber y
fidelidad matrimonial, idénticos para todos los hombres, son elevados por la religión al
rango de compromiso religioso. Es lo que con palabras muy concretas expresa
Kierkegaard: la bendición nupcial refiere a Dios la pasión amorosa y la decisión
matrimonial. Y eso no altera la naturaleza del erotismo ni la del compromiso matrimonial
que son incorporados a una concentración superior. Lo religioso no altera pues la esencia
de la pasión amorosa y del matrimonio:

Pero el primer amor no queda modificado por esta acción de gracias, ni ha


habido por medio ninguna reflexión turbadora, ha sido incorporado a una
concentración superior. Y tal acción de gracias, como toda plegaria, está ligada
con un elemento operante, no en el sentido exterior sino en el interno; en el
caso ese elemento es la voluntad práctica de perseverar en este amor. Con ello
no ha sido modificada la esencia del primer amor, ni ha intercedido ninguna
reflexión; su compacta estructura no ha quedado relajada, posee todavía toda su
bendita confianza en sí mismo, solamente que ha sido incorporado a una
concentración superior (Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV: 43).

Kierkegaard aplica este mismo criterio al resto de las realidades éticas y temporales:
el trabajo, la amistad, los deberes familiares, profesionales, etc. Todos ellos permanecen
en lo que son, pero adquieren una nueva dimensión cuando se los refiere a Dios. No sólo

128
no quedan negados, sino que salen dignificados.
Pero ¿cuál es la naturaleza de lo religioso frente a lo estético y lo ético? Dos son,
para Kierkegaard, las notas definitorias de lo religioso, la interioridad y el sufrimiento.
Respecto a la primera, es preciso decir que el ámbito de cada estadio se identifica
relacionándolo con el criterio de la exterioridad y la interioridad. El resultado estético
reside en lo exterior; así el héroe triunfa, el seductor conquista a las mujeres, el político
arrastra multitudes, etc. En cambio, el resultado ético es menos perceptible al exterior; el
deber cumplido a veces trasciende al exterior y a veces no. Lo religioso interioriza más lo
ético. El espíritu religioso reduce lo exterior a la indiferencia para poder conquistarse a sí
mismo. Y el sentimiento religioso, indiferente hacia lo externo, sólo está garantizado por
el sentimiento íntimo:

Lo religioso es igualmente conmensurable al hombre más grande y al más


miserable; no tiene otra dialéctica que la de la cualidad y desprecia la cantidad
que es donde lo estético tiene su dominio. Indiferente a lo exterior de cuyo
resultado lo estético tiene necesidad, lo religioso desprecia todas las cosas de
este género (Kierkegaard, 1986, Etapas en el camino de la vida, IX: 407-408).

El hombre religioso intenta agradar a Dios cuando obra. Pero ¿qué le agrada a Dios?
No el tener éxito o dejar de tenerlo; tampoco el conocimiento o la ignorancia, tener
dinero o carecer de él. Todo depende de la actitud interior con que maneja esas cosas. El
espíritu religioso se preocupa fundamentalmente de valores internos como la paz, la
tranquilidad del alma, hacer el bien. No le preocupa tanto llegar a buen fin como poner
de su parte para que éste llegue. Sabe que no está en sus manos conseguir las cosas por
encima de todo. Le importa agradar a Dios sin mirar resultados.
Pero esta interioridad del espíritu religioso no se cierra en un solipsismo. El hombre
religioso no está sólo; está siempre en la presencia divina. He aquí un rasgo estructural de
la actitud religiosa: contar siempre con lo divino y referirlo todo a él. La religiosidad es
interioridad y ésta es relación del individuo consigo mismo delante de Dios. El hombre
estético, a fuerza de sumergirse en la sensibilidad, acaba diluyéndose en la vida
impersonal. En cambio, el hombre religioso transforma el mundo, sus quehaceres,
preocupaciones, etc., en un motivo de autoperfeccionamiento diluyéndose todas esas
cosas y permaneciendo él mismo fortificado. A pesar de la intimidad con lo divino, el
hombre religioso no puede tener una relación directa con Dios. Ya lo dijo antes
Kierkegaard y lo seguirá diciendo cuando por una u otra causa aflore este problema que
es una constante en su pensamiento:

El lector hará bien en recordar que una relación directa con Dios es estética
y por tanto no es propiamente una relación con Dios, como tampoco una
relación directa con el absoluto es una relación con éste porque no se produce la
diferenciación de lo absoluto. En la esfera religiosa, lo positivo se reconoce por

129
lo negativo. La suprema euforia de una dichosa inmediatez donde se exulta de
alegría por el pensamiento de Dios y de toda la existencia es muy grata, sin
duda, pero no es edificante y tampoco es esencialmente una relación con Dios
(Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no científico…, XI: 242).

A Dios no se le puede captar como un objeto exterior; eso es estética. Además, la


relación con Él ha de ser guardada internamente y no manifestarla hacia fuera; hacer esto
último es presunción y fariseísmo.
Por otro lado, esta interioridad de la vida religiosa no es un estado momentáneo que
pase enseguida sin dejar huella; es más bien una continua, diaria y silenciosa referencia
de todas las cosas a Dios. Cuando algo es importante es fácil presentarlo a Dios; pero
cuando es nimio o baladí resulta más difícil esa actitud; pero justamente en esto último es
donde se reconoce la verdadera religiosidad. El hombre religioso todo lo refiere a Dios: el
buen o mal día que hace, una pequeña excursión, una conversación, un dolor de
estómago, un mal sueño… Todo eso forman las notas altas y bajas de una sinfonía del
alma en su relación a Dios. En las cosas ordinarias es el "cómo" de la interioridad lo que
les da sentido y no el "qué" de su contenido. Este referir todo a Dios tiene una
consecuencia que Kierkegaard destaca con mucho énfasis; que, al poner todo en las
manos divinas, el hombre religioso se va poco a poco anonadándose y poniendo el centro
de su corazón en la mirada divina. Hay pues una excentración del yo que contrasta con la
actitud ética. En ésta, y valga Sócrates como ejemplo, el problema es que el hombre
llegue más a ser él mismo, que se conozca y crezca en esa dimensión. El hombre
religioso, a medida que vive su interioridad, va llegando a su último fundamento, que es
lo divino; se excentra de sí mismo para centrarse en éste.
El otro rasgo esencial de la religiosidad es el sufrimiento. Desde luego éste se da en
todas las esferas de la existencia y es consustancial a la vida misma; pero en el hombre
religioso adquiere una especial significación. En la estética y la ética, el sufrimiento es
algo contingente; puede darse o no darse. Cumplir con el deber moral puede acarrear
algún tipo de sufrimiento, pero puede que no. En cambio, en el estadio religioso, el
sufrimiento es esencial, pues designa la interioridad. Mientras la existencia estética es
esencialmente goce y la ética es una lucha a la que puede seguir la victoria o la derrota, la
existencia religiosa conlleva esencialmente el sufrimiento. Esto no quiere decir que éste
sea un bien en sí mismo y que, por tanto, deba ser buscado como tal. La actitud religiosa
lo que hace es asumir el sufrimiento interno y externo como estructura esencial del
existente religioso y hacer de ella el motivo principal de la relación con Dios. Nada nos
acerca tanto a Éste como el sufrimiento, el cual, a la vez que nos reconcilia con Dios, nos
reconcilia también con la vida misma. A Dios se llega de cualquier modo; pero, dada
nuestra condición, el camino más rápido para llegar a Él es el dolor; lo cual no quiere
decir que haya que buscar éste expresamente; eso sería una aberración. El sufrimiento es
un medio, no un fin. Y su aceptación religiosa es lo que más nos reconcilia con la
existencia. Kierkegaard resalta en este aspecto cómo la poesía y la estética huyen del
sufrimiento y la enfermedad. Un hospital no es objeto de poesía ni de estética; en cambio

130
sí que lo es de la reflexión religiosa. Y ésta asume esas realidades, con lo cual otorga al
hombre una dimensión más profunda. La poesía no reconcilia tan fácilmente con la vida
como se cree; aquélla no sabe qué hacer con la enfermedad, la miseria, la desgracia…;
para ella sólo la salud, la riqueza… son amables. En cambio la religión toma el dolor y la
enfermedad en toda su hondura y hace de ellos un medio de relación con Dios y de
autoperfección:

Cuando en medio de esa miseria lo que se aprendió de la poesía no nos


reconcilia con la realidad, lo religioso se hace valer y dice: "Todo sufrimiento es
conmensurable con la idea, y no bien existe la relación con la idea, presenta
algún interés; de otro modo es condenable, es culpa del mismo que la sufre".
Que se sufra porque no se llegan a realizar sus grandes proyectos, o por ser
jorobado, eso no cambia absolutamente nada de la cuestión; que se sufra por
haber sido engañado por un amor pérfido o por tener una deformidad tan
desgraciada que el mejor de los hombres no pueda evitar la risa al mirarla, y que
nadie tendría la idea, en tales condiciones, de enamorarse de uno, todo eso no
cambia absolutamente nada de la cuestión.
Así he comprendido yo lo religioso al realizar mis experiencias. ¿Pero cuál
es esa relación con la idea de la que se trata? Naturalmente, una relación divina.
El sufrimiento se encuentra en el individuo mismo, que no es un héroe estético,
y su relación es una relación con Dios (Kierkegaard, 1986, Etapas en el camino
de la vida, IX: 422-423).

Todo dolor es asumible por la actitud religiosa haciendo de él un motivo de relación


con Dios. El poeta puede transfigurar la vida, pero no a sí mismo. En cambio el secreto
del hombre religioso consiste en hacer del sufrimiento la forma más alta de vida personal.
Kierkegaard aborda la entraña del sufrimiento religioso diciendo que la esencia de
éste consiste en que el ser humano es finito; por tanto su ansia de infinito no podrá ser
colmada. En la vida mortal, es imposible tener una relación completa con Dios, con el
"telos" absoluto. El problema del hombre religioso es que, por propia decisión, se vincula
radicalmente con ese absoluto sabiendo que no podrá alcanzarlo de forma completa. Y
así, todo se le queda corto, nada le satisface. El hombre que, por deliberada decisión, ha
hecho de Dios el ancla de su vida, hace que todo lo demás tenga un sentido contingente y
pasajero. No puede hacer las paces con lo temporal. Su ser deja de estar incardinado
aquí en la tierra y, por consiguiente, su alma sufre un irremediable destierro. Al referirse
a Dios de manera absoluta, no puede encontrar en el mundo un medio de expresar su
vida. Esa vinculación desborda toda experiencia finita y se convierte en la muerte de lo
inmediato:

La idea que un hombre tiene de Dios o de su propia felicidad eterna debe


tener por efecto llegar a transformar toda su existencia conforme a esta idea; y

131
esta transformación es la muerte de la inmediatez. Ella opera lentamente; pero,
al fin, este hombre se sentirá absolutamente cautivo de la idea de Dios. Porque
tener la idea absoluta de Dios no es tenerla de paso, sino tenerla a cada
instante… El espíritu religioso se encuentra en el mundo finito como un niño
impotente; quiere guardar absolutamente su idea de Dios, pero este esfuerzo
justamente le anonada (Kierkegaard, 1986, Postscriptum definitivo y no
científico…, XI: 172-173).

Es terrible para este hombre su anonadamiento ante Dios, sabiendo que en esa
relación con lo divino no es posible la reciprocidad. El hombre religioso está suspendido
entre el cielo y el abismo. No puede volcarse en el mundo porque su alma ha picado el
anzuelo del absoluto. No está aquí ni allí. Ese Dios al que ha entregado su vida no puede
ofrecer su rostro, con lo cual se siente nada. La idea de Dios le consume como el fuego.
Por si fuera poco, el hombre religioso, según Kierkegaard, después de haberse
vinculado así a Dios, no está seguro y le asaltan las dudas. En esa entrega no cabe
seguridad. La duda es el acompañante de tan generosa donación. La duda religiosa es
una tribulación espiritual que padece el hombre cuando lleva una intensa relación con
Dios. A pesar de todo, hay un transfondo de alegría en medio de tanto sufrimiento, pues,
a través de éste, se vislumbra la transformación a la que conduce. El hombre religioso
está alegre cuando sufre y corre peligro; y esa es su grandeza. Esta posibilidad no está
reservada para unos pocos, sino que lo está para cualquier ser humano que desee acceder
a ella.

2.6. Superioridad de la existencia cristiana frente a la razón

2.6.1. La paradoja de la fe cristiana

Lo dicho sobre la religiosidad hasta ahora, pueden compartirlo todas las religiones.
La interioridad y el sentido del sufrimiento son estructurales a la actitud religiosa. De
nuevo el cristianismo hace ahora acto de presencia, e igual que en los estadios anteriores
no anulaba los valores de la estética y la ética, sino que los asumía en orden a una
concentración superior, igualmente ahora hace suya esta religiosidad dándole un sentido
diferente. Otra vez se plantea la alternativa sin tener que renunciar a lo positivo del
estadio anterior. El cristianismo, sin anular la religiosidad natural, se desmarca de ella y
apunta a otra diferente. Kierkegaard distingue, pues, dos tipos de religiosidad, que él
denomina A y B. La religiosidad A es la que sigue el plan de la naturaleza tal como se
constata en las religiones y consiste en la dialéctica de la interiorización sin fin. En
cambio, la religiosidad B o religiosidad de la paradoja, que es el cristianismo, no consiste
en la profundización dialéctica, sino en la transformación de la existencia conforme a un

132
hecho histórico externo: la existencia de Cristo:

Esta religiosidad A es la dialéctica de la interiorización; consiste en


relacionarse con una felicidad eterna sin ser condicionada por otra cosa; es la
interiorización de esta relación, sin otra condición que la interiorización, la cual
es dialéctica. Por contra, la religiosidad B, como la llamaremos en adelante o
religiosidad de la paradoja, como la hemos llamado hasta ahora, o religiosidad
por la que la dialéctica viene en segundo lugar, plantea condiciones que no
consisten en profundizaciones dialécticas sucesivas de la interiorización, sino en
una cosa determinada que precisa la felicidad eterna, no como tarea ofrecida al
pensamiento, sino como algo que conduce, por el choque con la paradoja a un
nuevo "pathos" (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no científico…,
XI: 238-239).

La religiosidad A se encuentra perfectamente en el paganismo y Kierkegaard pone


como ejemplo a Sócrates, el cual en su proceso de interiorización se encuentra con el
Absoluto que le funda. En la religiosidad B no hay un trabajo de interiorización sino una
vinculación a algo que está fuera del individuo, a una existencia particular a la que uno ha
decidido libremente adherirse: la persona de Cristo. Por tanto, al cristianismo no se llega
por mediación interior ni saber especulativo porque la trascendencia de Dios no se
encuentra ni en el propio sujeto ni en el objeto.
El cristianismo no reniega de la religiosidad A o natural; la presupone, pero la
trasciende; es como la plataforma para acceder a la paradoja. Es viviendo en profundidad
el sentimiento religioso natural como se llega a percibir el choque que produce la paradoja
de la fe. Por no saber aceptar esta paradoja que hace irreconciliables la fe y la razón es
por lo que Hegel y el sistema idealista han diluido los misterios de la fe en una
prolongación inmanentista del movimiento dialéctico de interiorización; con ello ha
querido insertar la fe cristiana en el proceso natural e inmanente de la religiosidad. Por
eso siempre es difícil ser cristiano, pero lo es más para un intelectual que tiene que
renunciar a la razón en un momento determinado y adherirse a la paradoja de la fe. Así
que tanto el hombre más simple como el más sabio están en igualdad de condiciones ante
la fe. Ambos tienen que desafiar su razón. Cuando la vida entera está en juego con la
paradoja, no vale escamotear ésta; hay que aceptarla tal cual es, so pena de quedarse
fuera de la fe. Además, no vale aceptar de una vez por todas esa paradoja; es preciso
vivirla día tras día conservando la pasión con la que se comprende que no se puede
comprender. Esa imposibilidad de comprender es el fuego inextinguible de esa pasión.
Por esa incomprensión, es por lo que la especulación, en el fondo, cree inferior la
religiosidad B respecto a la A:

La especulación –si no quiere sabotear toda religiosidad introduciéndonos


en masa en la tierra prometida del ser puro– debe lógicamente admitir que la

133
religiosidad A es superior a la religiosidad B, puesto que aquélla es la religiosidad
de la inmanencia; pero entonces ¿por qué se llama cristiana? El cristianismo no
quiere contentarse con ser una evolución en el cuadro de la categoría total de la
naturaleza humana; tal compromiso es demasiado débil para ser ofrecido a Dios;
el cristianismo tampoco se cree que él es la paradoja para el creyente a fin de
darle enseguida poco a poco y bajo cuerda, la inteligencia de su doctrina; porque
el martirio de la fe –que consiste en sacrificar a la razón– no es el martirio de un
instante, sino aquel en que se persevera (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum
definitivo y no científico…, XI: 241).

Kierkegaard esclarece la naturaleza de la religiosidad A y B analizando los tipos


paradigmáticos de una y otra. Se trata del genio y del apóstol, por un lado, y del héroe
trágico y el caballero de la fe por otro. Son dos parejas de representantes de una y otra
religiosidad respectivamente. La especulación ha reducido el ámbito de lo paradójico a lo
estético, es decir, ha confundido la revelación con la razón natural disolviendo aquélla en
ésta y reduciendo la verdad cristiana a un hallazgo más de los que ha encontrado el
hombre. Un ejemplo de esta confusión en el mismo ámbito especulativo es el que se da
entre el genio como producto de la naturaleza, y el apóstol como resultado de la fe.
Como genio, san Pablo es insignificante frente a Platón; igualmente como escritor es una
medianía; como estilista, poco brillante; como autor, bastante oscuro…; al lado de
Homero, Demócrito o Aristóteles es humanamente algo inferior; pero tocante a la fe, es
una autoridad. Genio y apóstol son justamente los representantes de la religiosidad A y B
respectivamente (Suances Marcos, 1998: 128-129). Genio y apóstol pertenecen a esferas
cualitativamente diferentes; sus diferencias podrían reducirse a tres. Primera: el genio es
una cualidad sobresaliente de la especie humana que destaca sobre la mayoría de los
hombres en un valor determinado. Es algo innato e inmanente a la naturaleza. En cambio
el apóstol no nace tal, sino que, de forma gratuita y casual, es llamado por Dios a cumplir
una misión. Segunda: el genio es lo que es por sí mismo, el apóstol es lo que es por la
autoridad recibida de Dios. Al primero, la autoridad le viene de sus cualidades, de la
hondura de su mensaje; al segundo le viene impuesta de fuera; por eso no necesita
cualidades apreciables: la razón de su misión no está dentro, sino fuera de él. Tercera: el
genio tiene una teleología inmamente: se desarrolla por sí mismo y su autoevolución se
proyecta como su actividad. El apóstol tiene una teleología paradójica y trascendente; no
tiene por qué someter a examen su doctrina; es un mensajero enviado para otros.
Kierkegaard pone a este respecto un ejemplo clarificador: un cartero no tiene por qué
conocer el contenido de las cartas que transporta, sino hacerlas llegar a su destinatario.
Kierkegaard ofrece un segundo ejemplo para clarificar la diferencia de la religiosidad
A y B, es el héroe trágico y el caballero de la fe. El primero es un hombre que se
sacrifica a sí mismo o a los suyos en aras del bien general. Aquí por tanto entran en
conflicto deseo y deber. La dicha de la vida consiste en que ambos coincidan; la tarea de
la mayoría de los hombres es permanecer en sus deberes pero convirtiéndolos con todo
entusiasmo en sus deseos. El héroe trágico, en cambio, renuncia a su deseo para cumplir

134
con su deber. Con el caballero de la fe ocurre algo excepcional. En él se identifican
también deseo y deber, pero se le pide que renuncie a los dos. Lo paradójico es que tiene
que salirse de lo general, del deber, para cumplir lo que le pide la fe. Por tanto, es un
camino totalmente solitario. Y esto crea una angustia terrible. El héroe trágico renuncia a
sí mismo para expresar lo general. El caballero de la fe, por el contrario, renuncia a lo
general para convertirse en individuo. Él sabe lo reconfortante que es pertenecer a la
esfera de lo general; allí se es entendido y alabado por todos. Un hombre que da la vida
por otros es venerado por éstos. Pero el caballero de la fe sigue por un camino donde no
tiene compañeros de viaje. Más bien se le toma por un loco:

El caballero de la fe, en este sentido, única y exclusivamente se apoya en sí


mismo y de ahí lo terrible de su situación. La mayoría de los hombres viven
dentro de las obligaciones morales, dejando a cada día su pena y su cuidado,
pero de esa manera tampoco alcanzan nunca esa concentración apasionada y
esa conciencia enérgica. Para conseguir éstas el héroe trágico puede encontrar
en cierto aspecto ayuda de la ética, mas el caballero de la fe se encuentra
siempre solo y a la intemperie. El héroe trágico realiza su empresa y halla
reposo en lo general, pero el caballero de la fe está constantemente con la
existencia en vilo (Kierkegaard, 1986, Temor y temblor, V: 169).

Kierkegaard tiene a Abraham como el ejemplo más fehaciente y dramático del


caballero de la fe. Su figura, al lado de la de Sócrates, atraviesa toda su obra. El
problema de fondo de Abraham es el de la paradoja de la fe que consiste en que el
individuo está situado por encima de lo general. Es decir, existe un deber absoluto para
con Dios, por el cual el individuo se relaciona con Él de modo absoluto también. Todo lo
demás, incluida la ética, queda relegado al plano de lo relativo. Lo cual no significa que la
ética sea abolida, sino que queda subordinada a la fe. Entre Dios y el hombre queda
eliminada cualquier mediación; de modo que la fe y su compromiso pueden tener que ser
testimoniados con actos contrarios a la moral. Tal es el caso de Abraham, admirable,
pero incomprensible. Tuvo que pasar por alto el estadio estético y el ético. Su amor a
Dios se mostró incompatible con otros amores, incluso el de su hijo; y tuvo que optar.
Esta es la paradoja: para demostrar su religación a Dios, tenía que convertirse en un
parricida. Tal es lo que aparecía al exterior: un loco parricida. Kierkegaard destaca con
caracteres dramáticos que, además del sufrimiento de sentirse asesino, Abraham tuvo
que soportar la soledad absoluta de los hombres. Nadie podía comprenderle. Intentar dar
razones hubiera sido peor: justificar lo injustificable. Para Kierkegaard este es el ejemplo
de hasta dónde puede Dios exigir a un hombre en orden a mostrar que la trascendencia
de Dios es absoluta; está más allá del orden moral:

Este fue el contenido de los ciento treinta años de la vida de Abraham.


¿Quién puede soportar una vida semejante? Sus contemporáneos, que todavía

135
le quedaba alguno, podían muy bien preguntarse: "¿Qué ha hecho Abraham?
Después de aguardar años y años, casi una eternidad, consigue un hijo y hete
aquí que ahora se dispone a sacrificarlo. ¿No está acaso loco de atar? ¡Si, al
menos, pudiera darnos una explicación! Pero no, lo único que hace es repetir
que todo ello es una prueba". Y, la verdad, el viejo patriarca no podrá dar
ninguna otra explicación, porque su vida era como un libro bajo secuestro divino
que en ningún momento podía hacerse publici juris (Kierkegaard, 1986, Temor
y temblor, V: 167).

2.6.2. Aspecto existencial del cristianismo

Kierkegaard, a lo largo de su obra, aborda constantemente el tema de la paradoja de


la fe cristiana y lo contrasta con el pensamiento su tiempo, la especulación hegeliana, que
trataba de eliminar aquélla. La paradoja cristiana es un reto para la razón humana y su
autonomía. Lo que la especulación ha intentado anular del cristianismo ha sido la
paradoja y la subjetividad; así ha hecho de la fe cristiana un pequeño sistema objetivo,
como si Cristo hubiese sido un sabio o un profesor de filosofía. En ese caso, el problema
hubiese sido de instrucción. Pero, a medida que se quiere comprender racionalmente el
cristianismo, se disuelve la paradoja que consiste en que Dios se ha hecho hombre y
llama a su seguimiento. La esencia del cristianismo no es estar instruido, sino aceptar el
hecho de la aparición del Dios-hombre que exige tomar postura. Y esto no requiere
sabiduría, sino decisión. La especulación rechaza la paradoja cristiana porque ésta rompe
la continuidad del sistema que cree tener la clave interpretativa de la totalidad del devenir.
Con mucha ironía a este respecto, Kierkegaard (1986, Post-scriptum definitivo y no
científico…, X: 201) afirma que, por lo visto, ha habido que esperar a la especulación
para ver el sentido del cristianismo. El cristianismo concierne, pues, fundamentalmente a
la existencia y la dificultad consiste en llegar a ser cristiano:

Para una doctrina, el máximo es ser comprendida; hacerse adepto de ella es


el procedimiento pérfido de la gente que no comprende nada y quiere aparentar
haber comprendido; para una comunicación existencial, el máximo es tener allí
su existencia; querer entonces comprenderla es el pérfido subterfugio para
hurtarse a la tarea… Llegar a ser cristiano es lo máximo; lo sospechoso es
querer comprender el cristianismo (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo
y no científico…, XI: 70).

El examen de la naturaleza del cristianismo hay que plantearlo en el terreno de la


existencia. Porque, si es admisible que un teólogo dedique su vida al estudio de la
doctrina cristiana, eso no tiene sentido para el cristiano que trata de vivir como tal. Si se
hace del cristianismo un sistema objetivo de verdad, se lo iguala a las concepciones

136
especulativas; y el cristianismo no es eso, sino una adhesión existencial a una persona, el
Dios hecho hombre. Y, para esto, da lo mismo ser sabio que ignorante; los dos tienen que
dar el mismo salto en la fe. El cristianismo no se sitúa pues en el nivel de la inteligencia o
comprensión, sino en el de la libre voluntad de aceptar la paradoja, con lo que eso
implica para la propia existencia. Por eso Kierkegaard, consciente del peso que ejerce la
especulación en la cultura de su tiempo, y justamente para contrarrestarla, denomina al
cristianismo, comunicación existencial. Si éste no es una doctrina, sino un mensaje
existencial, no le es indiferente la persona que lo expone. Un profesor puede explicar
maravillosamente una doctrina sin implicarse en ella. Y esto es lo que no puede ocurrir
con el cristianismo; si éste no se reduplica, es decir, si no se vive existencialmente lo que
se sabe de él, entonces se convierte en una farsa. El cristianismo no instituye docentes,
sino imitadores; por eso la Sagrada Escritura no busca informar sino transformar al
hombre por el seguimiento personal de Cristo. En este punto, la vivencia cristiana se
asemeja a la socrática. En el socratismo, la virtud no se enseña, no es una doctrina, sino
que es un don, un practicar, una transformación existencial. Por eso no puede ser
aprendida como se aprende una lengua o un sistema de conocimientos, sino que ha de
ser buscada en uno mismo de forma personal e intransferible. Pues lo mismo la fe
cristiana.
La especulación rechaza pues el carácter subjetivo del cristianismo. Si el
especulativo es al mismo tiempo creyente, sabe que la especulación no puede tener la
misma importancia que la fe cristiana. Él no puede fundar su felicidad eterna sobre la
especulación; a ésta no le interesa la felicidad personal de nadie, sino sólo las doctrinas de
carácter general. La especulación es objetiva y en ella no entra la verdad del existente. En
cambio la verdad cristiana es subjetiva, es la interioridad de la fe. Conocer
científicamente los términos de una confesión de fe es paganismo, pues el cristianismo es
interioridad. Si la verdad cristiana no se vive como una llamada personal al compromiso,
es algo inútil e incompleto. El cristianismo es esencialmente subjetividad que no se deja
atrapar en la especulación objetiva; es interioridad; por tanto, el que lo investiga tiene que
estar en la subjetividad.
Kierkegaard destaca cómo Sócrates elude hacer ciencia con sus discípulos y lo que
practica con ellos es un diálogo en orden a descubrir la verdad subjetiva de cada uno,
para luego comprometerse existencialmente con ella. Lo que hizo Platón después fue
hacer ciencia y sistema, eludiendo el compromiso personal. Eso mismo es en la opinión
de Kierkegaard lo que se ha hecho con el cristianismo. Al principio, en sus orígenes, se
manifestó como una manera heroica de vivir; tanto que la mayoría tuvo que sufrir
persecuciones por ello. Entonces se vivió en plenitud. Pero luego se operó el cambio de
la vivencia a la doctrina.

Tomad el cristianismo. Vino como vida, como puro heroísmo que arriesga
todo por la fe. El cambio se opera esencialmente a partir del momento en que
empieza a ser planteado como una doctrina. Era pues una teoría; se trataba
acerca de lo que había sido vivido. Pero todavía subsistía alguna fuerza vital y

137
es por lo que, a veces, se daba una lucha a muerte acerca de la doctrina y los
dogmas. Sin embargo la determinación adecuada de la existencia fue cada vez
más la doctrina. Todo llegó a ser objetivo. Eso es la "teoría" del cristianismo.
Vino luego un período en que se creía que la vida se producía por la teoría; fue
el tiempo del sistema, la parodia. Y en nuestros días, el proceso se ha
consumado. El cristianismo deberá recomenzar como vida (Kierkegaard, 1961,
IV: 324).

Kierkegaard cree que, para Sócrates, la filosofía era aún una vida; para Platón, por
el contrario, llegó a ser una doctrina, dando un salto a otro orden de cosas; es decir, la
filosofía llegó a ser ciencia. Y pensamos que Sócrates, el maestro, fue inferior al
discípulo. Otro tanto ocurre con el cristianismo; para los primeros cristianos era todavía
sólo una vida; después progresa y se hace teología, ciencia. Y se piensa que lo primero es
inferior a lo segundo. Lo que quiere Kierkegaard es invertir el valor de ambos procesos:
es superior el compromiso existencial al conocimiento científico.
Pero si la verdad cristiana no busca razones, ¿de dónde le viene su apoyo? De la
autoridad; el cristianismo, mensaje existencial, es introducido en el mundo por revelación
divina. Esto no quiere decir que no tenga un objeto de conocimiento objetivo; aquí,
objetivo es aquello que dice el que tiene autoridad. La objetividad está referida al
mensaje divino, no a la capacidad de verdad humana. Dios se sirve de algunos hombres,
empezando por su propio Hijo, para transmitir con autoridad su mensaje. Esa autoridad
no es propia de esos hombres, sino delegada por Dios.

2.6.3. Independencia y superioridad de la fe respecto a la razón

El carácter paradójico del cristianismo ha sido blanco de la crítica no sólo de la


especulación, sino de un soterrado racionalismo que, a lo largo de la historia, ha intentado
diluir la paradoja de la fe, queriéndola asimilar racionalmente. Es en este ámbito donde se
plantea de lleno el problema de la relación de la fe y la razón. Lo primero que señala
Kierkegaard a este respecto es que la fe no es una categoría que apunte a la intelección,
sino a la relación personal del hombre con Dios. Creer es, por tanto, una actividad que
trasciende las coordenadas de la razón. Los primeros que quisieron intelectualizar la fe, y,
por consiguiente, desvirtuar su naturaleza, fueron los alejandrinos y después, san
Agustín. Ambos, según Kierkegaard, han hecho un mal servicio a la fe vinculándola al
entendimiento. Y lo peor es que sentaron las bases de una doctrina que ha seguido
creciendo de manera casi ininterrumpida a lo largo del pensamiento occidental. Es cierto
que de esto hay un precedente en los griegos. Fueron éstos los que distinguieron entre
"pistis" o creencia y "epistéme" o ciencia. Para Platón y Aristóteles la "pistis" designa
algo inferior a la "epistéme". La "pistis" concierne a lo verosímil y suscita la fe. Por eso
era el arma preferida de los oradores; pero los filósofos y científicos la menospreciaron.

138
Para los griegos, por tanto, la fe es un concepto que pertenece a lo inteligible, pero de
segundo orden, porque se refiere a lo verosímil y no engendra certeza. Pero el Nuevo
Testamento invierte el valor de estos conceptos. El cristianismo eleva la fe a un rango
superior a la inteligencia, dándole además una acepción distinta: la fe es la aceptación de
la paradoja. Es decir, esta aceptación de lo inverosímil lleva consigo la más alta certeza:
la conciencia de eternidad que nos pide sacrificar todo. Esta conciencia en que nos instala
la fe está por encima de todo saber y sentir. Y esa fe firme es la que fue ralentizándose
cuando el cristianismo, por obra del neoplatonismo y de san Agustín, aceptó que la
ciencia o "epistéme" está por encima de la "pistis" o creencia. Desde entonces, ha habido
una nostalgia de la ciencia, como si la fe fuera algo subjetivo y cercano a la ilusión; y
como si, para estar seguros de ella, hubiera que anclarla sobre la ciencia. De ésta nadie
dudaba, de aquélla sí. Y este pensamiento ha estado siempre latente en filosofía. Pero,
para Kierkegaard, es aquí donde se muestra una vez más el carácter paradójico de la fe
cristiana:

No, cristianamente, la fe está en la cima. Y es en esto mismo en lo que se


reconoce lógicamente el carácter paradójico del cristianismo: aquí también él
invierte toda la escala humana de los valores, Porque, humanamente hablando,
como lo pensaba también el paganismo, la "epistéme" es más alta que la "pistis",
pero a Dios le pareció bien hacer del saber humano una locura (I, Cor., 1, 20),
invertir la situación (aquí también la posibilidad del escándalo es el signo) y
hacer de la fe el asunto supremo (Kier-kegaard, 1961, IV: 359).

La fe cristiana, para Kierkegaard, no se sitúa en el ámbito intelectual, sino en el


existencial y es por tanto ajena al conocimiento científico. La fe es másbien crucifixión de
la razón; no lleva certeza intelectual ni se deduce de un sistema de conclusiones claras.
Por tanto, creer no es razonar, sino decidir si se quiere vincular la propia vida a la
persona del Dios-hombre. Y para eso hace falta un acto de adhesión voluntaria, más allá
de todo razonamiento. Tal es el salto en el que insiste Kierkegaard. La fe implica una
decisión que trasciende el saber. Esto es hoy especialmente duro por cuanto el
conocimiento científico es la patente admitida por todos para actuar con credibilidad. El
creyente actual debe luchar contra la opinión arraigada de que sólo lo que se comprende
es admisible; admitir creencias que superen los límites del conocer es tenido por sumisión
ciega o cosa de niños. La vanidad humana no puede consentir eso. Al hombre le gusta
jugar a ser grande y desprecia obedecer. Kierkegaard (1961, III: 115) dirá que el creyente
tiene que ser un hombre de carácter que, en obediencia a Dios renuncia a querer
comprender. "Si comprehendis non est Deus", si lo comprendes no es Dios. Pero
entonces viene el conflicto: pretender creer lo que no se comprende parece oscurantismo,
estupidez, fanatismo…; entonces el creyente tiene que hacer frente al miedo de que los
otros le tachen o bien de ser un esclavo, de someterse a postulados irracionales, o bien de
ser un tipo vanidoso que se cree en posesión de una verdad que otros son incapaces de
alcanzar. En esta lucha ha de formar su carácter. Ese carácter es el que tiene que

139
responder a las dudas de la fe, no la razón. Porque las objeciones contra la fe no vienen
de los argumentos racionales, sino de la actitud existencial; en el ámbito de ésta, la
objeción se llama duda. Las dudas nos afectan en el orden de las cosas temporales y en
el de la fe. Cuando pensamos en el mundo, en nuestra propia vida, nos asalta el temor.
La incertidumbre del devenir es asombrosa: no sabemos qué será de nosotros, de nuestra
soledad, trabajo…; no sabemos qué será del destino de los que nos rodean, de la marcha
de la sociedad… Frente a esto no tenemos certeza intelectual sino existencial. Y, gracias a
ella, seguimos adelante. Pues bien, la certeza de la fe también es de este tipo, es decir, es
existencial. Ahora se comprende la actitud del escepticismo: éste sólo admite la
percepción inmediata y niega toda posibilidad de salir de esa incertidumbre del devenir.
Eso es lo que niega la fe y por eso se contrapone al escepticismo.

El escepticismo griego dudaba no en virtud del conocimiento, sino en virtud


de la voluntad; de ahí viene que la duda no pueda ser suprimida más que por la
libertad, por un acto de voluntad, lo cual era comprendido por todo escéptico
griego; pero él no abandonaba su escepticismo, justo porque quería dudar
(Kierkegaard, 1986, Migajas filosóficas, VII: 77).

El escepticismo está siempre en suspenso y lo que no quiere es tomar una actitud


para no correr el riesgo de equivocarse; dudando siempre, no se equivoca nunca. Y esa
es una actitud de la voluntad, no del entendimiento. Igualmente, la fe no es un acto de
conocimiento, sino de libre voluntad. Pero, frente al escepticismo, aquélla decide eliminar
la incertidumbre que corresponde al devenir. Igual que los escépticos dicen que el error
viene de la voluntad que está demasiado inclinada a concluir antes de tenerlo todo bien
atado, del mismo modo la fe se decide a creer corriendo el riesgo del error. Ella quiere
creer como el escepticismo quiere dudar. Por eso dirá Kierkegaard que "la conclusión de
la fe no es una conclusión, sino una decisión" (Migajas filosóficas, 1986, VII: 79). La fe
es por tanto lo contrario de la duda; ambas no son modos de conocimiento, sino pasiones
opuestas. Cuando la fe se decide por algo, la duda desaparece (Suances Marcos, 1998:
357-358).
Después de estas consideraciones, Kierkegaard plantea con toda claridad el lugar
epistemológico que corresponde a la fe. El ámbito de ésta es un punto fuera del mundo y
del conocimiento. Es una realidad que trasciende el orden del conocimiento y el del
devenir. Es una realidad paradójica cuyos parámetros se salen de la razón. Y ésta debe
respetar aquéllos. El ámbito de la fe es apriorístico respecto al devenir, al conocimiento y
a la acción; respecto al primero:

La fe es exactamente "el punto fuera del mundo" y esta es la razón de por


qué ella también mueve el mundo entero. Aquello que, por la negación,
atraviesa todos los puntos del mundo, es el punto fuera del mundo, cosa fácil de
ver (Kierkegaard, 1961, III: 377).

140
Este es el punto de Arquímedes de la fe. Cuando vemos que en el mundo hay
injusticia y por eso deducimos que existe una justicia fuera de él, entonces actúa el
silogismo de la fe. La negación de la comprensión de lo que ocurre en el mundo, nos
lanza fuera de él. Lo que ha hecho el racionalismo ha sido hacer de la fe un punto más
en el mundo; por eso ha pasado a formar parte de la historia como una fase más en el
desarrollo del pensamiento. Pero si la fe no se adecua al orden racional, no puede ser
insertada en éste, sino que queda fuera. Y no por eso ha de ser desechada. La paradoja
de la fe forma una categoría aparte, inexplicable racionalmente. El error de la ciencia ha
sido desechar a priori lo que se le mostraba a primera vista ininteligible. Eso es un error
básico. La ciencia humana tiene que reconocer desde el principio que hay cosas que no
puede comprender. Y si no quiere reconocer esto, entonces todo es confusión. Si la
ciencia se enfrenta a la paradoja, ésta no tiene por qué partir con desventaja pidiendo
condescendencia a la ciencia como si ésta tuviera la credencial de la verdad y perdonase
la vida a la fe. "La paradoja no es una concesión, sino una categoría, una determinación
ontológica que expresa la relación de un espíritu existente y conocedor con la verdad
eterna" (Kierkegaard, 1961, II: 93). Es una opinión superficial pero muy extendida
aquella que dice que la paradoja no es un concepto y que es esencialmente absurda.
También la vida es paradójica y no por eso es absurda. La paradoja es un concepto de
otra clase y, como tal, debe ser comprendido:

La paradoja es una categoría negativa, pero tan dialéctica como cualquier


categoría positiva. La paradoja es de una textura tal que la razón no puede por
sí misma disolverla en algo sin sentido…; no, es un signo, un enigma, un enigma
de cuya estructura la razón debe decir: yo no puedo resolverla, no es algo para
comprender; pero, de ahí, no se sigue que sea un sin sentido (Kierkegaard,
1961, III: 309).

Si se suprime el dominio de la paradoja, la razón se hace presuntuosa. Ésta debe ser


consciente de cómo la fe profundiza las categorías negativas que le sirve la paradoja. Es
un error fundamental negar que existen conceptos negativos. Los principios más
importantes del pensamiento son negativos. La razón humana tiene sus límites y éstos
son los principios negativos. Hoy día los científicos alardean de un concepto puro de
razón menospreciando lo que no se adecua a ésta. Pero nadie puede encarnar la razón
pura y ésta es una de tantas ficciones, un fantasma donde no caben los conceptos
negativos, pero donde se comprende todo como la bruja que acaba por devorar sus
propias entrañas (Kierkegaard, 1961, III: 309).
La razón humana ha de reconocer que existen infinidad de cosas que la sobrepasan.
No aceptar esto es señal tanto de testarudez como de debilidad. Pascal fue un sabio que
reconoció el conflicto entre razón y fe y que optó por la supremacía de ésta. Y no
promovió una razón sometida a una fe ciega. Él dirá que hay que dar a cada uno lo suyo
y que, por consiguiente, es necesario ser a la vez estas tres cosas tan diferentes:
creyentes, geómetras y escépticos. Cada una de estas cosas corresponde a uno de los

141
diversos campos de conocimiento: la fe, la ciencia y la duda.
Después de toda esta trayectoria, Kierkegaard, de forma decidida e inmisericorde,
arremete contra los intentos de conciliación de fe y razón que han tenido lugar en la
historia de la filosofía. Querer hacer plausibles racionalmente los misterios de la fe es
desvirtuar éstos. Kierkegaard hace suya a este respecto la tesis de Hamann: "así como la
ley abolió la gracia, el comprender abolió el creer". Él dirá que hay que comprender que
no se puede comprender la fe. Es lo mismo que el absoluto, no se pueden dar razones de
él. El salto de la fe es una "metabasis eis allo genos", un cambio a otro orden de cosas,
donde no puede entrar la razón como si estuviera en su propio terreno. El interés de la fe
es buscar una decisión; el de la razón es el de tener una deliberación abierta. Tocante a la
fe, la razón debe adquirir un papel meramente instrumental, de ayuda coyuntural.
Desde una perspectiva más concreta, Kierkegaard critica despiadadamente los
argumentos racionales que la teodicea ha esgrimido para probar la existencia de Dios.
Una existencia o se da o no se da; no es cuestión demostrable. El argumento ontológico
es pura tautología y lo que falla en él es la distinción entre el ser ideal y el ser de hecho.
"Si yo hablo del ser desde el punto de vista ideal, no hablo del ser, sino de la esencia"
(Kierkegaard, 1986, Migajas filosóficas, VII: 40). El que da la pista de la actitud ante
este argumento es san Anselmo, que se dirige fervorosamente a Dios antes de ponerse
intelectualmente a probar su existencia. Es decir, da por hecho lo que va a intentar
demostrar. No parece muy coherente esta actitud, científicamente hablando. Y si esta
suerte corren los argumentos racionales en Kierkegaard, peor aun los históricos. Éstos
son meras aproximaciones que no tocan la esencia de las realidades de la fe. ¿Se puede
llegar a saber algo, a través de la historia, acerca de la divinidad de Cristo? Quizá más
bien es lo contrario. Cristo fue un auténtico escándalo para los hombres de su tiempo y
para otros muchos. La cuestión de si Cristo es Dios se le presenta al hombre no como
una posición de influencia histórica, sino como una decisión de creerlo:

Pero la fe como instancia opone una réplica más extrema contra todo
intento de pretender acercarse a Jesucristo, sabiéndolo con la ayuda de lo
tomado de la historia, que ha conservado las consecuencias de la vida de Cristo.
La protesta de la fe es que todo este intento es una blasfemia… "La historia",
dice la fe, no tiene nada que hacer con Jesucristo; con relación a Él solamente
se posee la historia sagrada (la cual es cualitativamente distinta de la historia en
general), que relata el palmarés de su vida en la situación de la humillación y
que, a la par, Él dijo ser Dios. Él es la paradoja que la historia jamás podrá
condimentar o transmutar en un silogismo corriente (Kierkegaard, 1986,
Ejercitación del Cristianismo, XVII: 29).

Con relación a un hombre cualquiera, sí vale lo que las consecuencias, las obras, su
ejemplo, su pensamiento…, digan acerca de su naturaleza. Pero esto no vale para la
divinidad de Cristo. Ésta queda incólume diga lo que diga la historia. La fe dirá que la
historia no puede entender ni antes, ni después, ni nunca la paradoja del Dios hecho

142
hombre. Por último, Kierkegaard arremete igualmente contra el intento de fortificar la fe
con los argumentos de la hermenéutica escriturística que, en su tiempo y por obra de
Schleiermacher, comenzaba a revolucionar la teología. La decisión de la fe puede ser
ayudada de esas investigaciones, pero éstas nunca podrán ser argumento decisivo en
favor de aquélla.

2.7. Influencia de Kierkegaard

Kierkegaard es un pensador tan original y paradójico que ha sido fuente de


inspiración para las corrientes más importantes de la teología y filosofía de finales del
siglo XIX y siglo XX. Hay que reconocer que ha demolido la dialéctica hegeliana y con
ella la ilusión racionalista que se continúa en el marxismo. Y las combatió mediante el
principio aristotélico y cristiano de la prioridad ontológica del individuo sobre lo universal.
Ha afirmado igualmente de manera enérgica la primacía de la existencia sobre el
pensamiento, la de la fe sobre la razón y la de la interioridad sobre lo externo. Donde
más se ha visto plasmada esta influencia ha sido en la teología dialéctica y en la filosofía
existencialista. Kierkegaard era ante todo un pensador religioso. Aunque para sus
contemporáneos fuese una voz clamando en el desierto, su idea de la religión cristiana ha
ejercido un poderoso influjo en la teología protestante –y a través de ésta– en la católica.
La actitud de Kierkegaard que rechaza la ingerencia de la razón en orden a hacer
comprensibles los misterios de la fe tiene una especial resonancia en la teología dialéctica.
Karl Barth muestra, siguiendo a Kier-kegaard, una hostilidad inmediata a la teología
natural y a su consiguiente ingerencia metafísica en la esfera de la fe. Y, en la misma
línea, desecha la analogía del ser como una trampa para evadir la separación insalvable
entre Dios y el hombre. Ese abismo lo ha abierto el pecado. Y éste ostenta tal gravedad,
dada la dignidad del ofendido, que si éste, es decir, Dios, no viene en auxilio del hombre,
éste camina irremisiblemente a la perdición. La ayuda no puede venir de dentro, sino de
fuera, es decir, desde el misterio de la Encarnación y la Redención. En esta línea ha
seguido la teología dialéctica con representantes tales como E. Bruner, F. Gogarten, E.
Thurneysen, P. Tillich, H. Reuter, H. Diem, W. Ruttenbeck, E. Hirssch, W. Lowrie. Para
estos teólogos, el acceso a la teología debe comenzar por el reconocimiento expreso de la
paradoja de la fe que pone de relieve la trascendencia divina. Aquí la autoridad es la
palabra de Dios, ni siquiera la razón es esclava de la teología. La influencia de
Kierkegaard en la teología católica es posterior y a expensas de la teología dialéctica. Los
principales representantes de esta postura son: P. Wust, F. Ebner, Th. Haecker, E.
Peterson, E. Prywara, C. Schempf, A. Vetter, H. Höffding, G. Brandes, R. Guardini, J.
A. Jungmann, K. Rahner, J. B. Lotz, H. U. von Balthasar, C. Fabro, Th. Kampmann, H.
de Lubac, A. Dempf…
Pero donde la influencia de Kierkegaard es más notoria es en el existencialismo. Más
que una influencia directa podría decirse que es una inspiración. En Kierkegaard late el

143
espíritu que habría de tomar cuerpo en el existencialismo. Heidegger encuentra en
Kierkegaard la concepción general de la existencia, a la que dota de una técnica
conceptual. Heidegger toma de Kierkegaard la necesidad de aminorar el aspecto objetivo
del existir humano. Propiamente, no puede definirse al hombre: la existencia es
subjetividad, libertad, capacidad de elección, sucesión discontinua de actos. Además
rechaza la concepción de la existencia humana vista desde fuera. Hay una diferencia
entre ambos a pesar de su pleno acuerdo en este problema. Y es que mientras
Kierkegaard concibe la existencia humana en una radical soledad, pero referida a Dios,
Heidegger sustituye a ese Dios por el mundo, siendo éste el tope de nuestra subjetividad.
En esta misma línea son asumidas y descristianizadas las categorías existenciales de
Kierkegaard: subjetividad, salto, pasión, discontinuidad, devenir, soledad y tensión
subjetiva. En cuanto al tema de la angustia, Heidegger asume el núcleo de esta realidad
tal como lo describe Kierkegaard: angustia es lo que rompe lo inmediato y hace aflorar el
retorno hacia la interioridad subjetiva; hay una diferencia entre ambos: la angustia en
Kierkegaard es un hecho psicológico y en Heidegger está ligada a un hecho cósmico. Y
este mismo acuerdo y diferencia se ve en el concepto de pecado, que, para Kierkegaard,
es la afirmación de sí mismo que hace al hombre en frente o aparte de Dios; mientras
que, para Heidegger, la culpabilidad del Dasein es anterior a toda relación o acción y
consiste en estar sellado por la nada. Tanto para uno como para otro, la culpabilidad o
pecado consiste en la voluntad de exaltar la finitud. Otro tanto habría que decir del
acuerdo y desacuerdo de ambos respecto a los conceptos de temporalidad, instante y
verdad. Y es que la actitud religiosa de Kierkegaard es la línea que establece la división
entre ambos, que, por lo demás, están de acuerdo en el contenido de las categorías
existenciales (Waelhens, 1952: 338 y ss.).
Esta diferencia entre Kierkegaard y Heidegger por su postura religiosa no se da entre
Kierkegaard y Jaspers. En este sentido Jaspers es el filósofo existencialista más cercano a
Kierkegaard por compartir ambos la trascendencia de Dios y su repercusión en la libertad
humana. Pero lo más característico del pensamiento de Kierkegaard, la subjetividad,
influye en la "cifra" de Jaspers, que es profundamente subjetiva, aunque ésta no tenga
ningún criterio de verdad, si no es la acción interior del ser-sí-mismo. Dufrenne y
Ricoeur consideran influyente en la teoría de la "cifra" de Jaspers la contemplación que
hace Kierkegaard del Cristo doliente como cifra o manifestación de Dios (Dufrenne y
Ricoeur, 1947: 247). En este sentido, la teoría de la cifra vendría a ser como una
secularización de los dogmas cristianos; pero, por otro lado, sería una vuelta de la
meditación kierkegaardiana hacia la realidad absoluta (Muga, 1965: 184-185). También la
importancia del concepto de fe es algo que recibe Jaspers de Kierkegaard dentro de la
tradición protestante que remonta a Lutero. Kierkegaard, en su polémica contra el
idealismo racionalista, entendió la fe como una nueva dimensión frente a la razón y al
ser. Es como si, desde Perménides hasta Hegel, hubiera triunfado este principio: "El
pensamiento es el ser"; contra el cual, Kierkegarrd levanta este otro: "la fe es el ser";
"como crees, así eres". Pero la fe filosófica de Jaspers no es exactamente la de
Kierkegaard. La fe kierkegaardiana es esencialmente religiosa, mientras que la de Jaspers

144
es metafísica.
En cuanto a la influencia de Kierkegaard en Gabriel Marcel, éste mismo nos da la
pauta. Al principio de su pensamiento, esa influencia fue inexistente. Pero la lectura de
Post-scriptum definitivo y no científico a las "Migajas filosóficas" de Kierkegaard
despertó en él una profunda resonancia. El punto máximo de encuentro entre ambos es el
rechazo del idealismo que Kierkegaard lo expresa en el desencanto al oír a Schelling en
Berlín. Ambos entienden que el hombre, el sujeto, no puede ser absorbido en una
totalidad; pero, por otro lado, el individuo no puede quedarse clausurado en sí mismo, en
un mero discurrir psicológico. El propio Marcel lo expresa con sus palabras:

Justamente aquí se encuentra, si no me engaño, el punto de coincidencia


entre Kierkegaard y yo. Es conocida, en efecto, la esperanza que Kierkegaard
ponía en Schelling cuando acudió a oír sus lecciones en Berlín; y, por otro lado,
la profunda decepción que había de sobrevenirle luego. Si intentase expresar en
una fórmula relativamente precisa esta analogía en el rumbo o en la inspiración,
me parece que me expresaría de la siguiente manera. De un lado, y ante todo,
se trataba, repitámoslo una vez más, de salvaguardar –sin proceder a una
especie de regresión filosófica– lo irreductible en cuanto tal, o, si se quiere, lo
único, es decir, aquello que no se deja integrar o absorber en modo alguno en
una totalidad. Pero, de otro lado, tampoco podía tratarse –pues se debía evitar
la regresión– de recaer en un empirismo burdo o meramente psicológico.
Lo que resulta claro es que, tanto en un caso como en el otro, el móvil del
pensamiento era de orden religioso; se trata, aquí y allí, de salvar la fe en su
trascendencia con respecto al saber (VV. AA., 1980: 56).

Ese móvil religioso es el que libra al individuo tanto de su disolución en el todo como
de su enclaustramiento en sí mismo. Ese móvil se encarna en la religación a Dios cuya
plasmación directa es la experiencia de Cristo en la vida cristiana. En esta misma línea, el
concepto de la intersubjetividad de Gabriel Marcel sería ininteligible sin la religación del
hombre a Dios en Kierkegaard. Cuando Marcel subraya tanto la intersubjetividad, lo que
hace es salvaguardar la autenticidad del "Tú" absoluto, por oposición a toda
representación objetivadora. Pero, por otro lado, cuando se habla del Tú, se corre el
riesgo de convertirlo otra vez en objeto, con lo cual caemos en contradicción con
nosotros mismos. La solución no es hablar del "Tú", sino hacer hablar al Tú y crear así
el espacio existencial en el que los sujetos estén como en tensión los unos con los otros.
La relación del yo con el Tú absoluto en Kierkegaard es plasmada por G. Marcel,
"mutatis mutandis", en la relación de los seres humanos entre sí.
La influencia de Kierkegaard en Sartre refleja la secularización de unas categorías
existenciales que fueron alumbradas en la experiencia religiosa del primero; pero el propio
Sartre reconoce una identidad de experiencias que trascienden la dimensión religiosa
kierkegaardiana. He aquí las propias palabras de Sartre:

145
Al leer a Kierkegaard me remonto hasta mí mismo; quiero caparlo a él, y es
a mí a quien capto. Esta obra no conceptual es una invitación a comprenderme
como fuente de todo concepto. Así, al encontrar sus propios límites, el saber de
muerto no desemboca en la ausencia, sino que retorna a Kierkegaard, es decir, a
mí. Yo me descubro como existente irreductible, como libertad que ha llegado a
ser mi necesidad. Comprendo que el objeto del saber es su ser en el modo
tranquilo de la perennidad, y, a la vez, que yo soy no-objeto, porque tengo que
ser mi ser. Mi ser es, en efecto, opción temporalizante y, por tanto, sufrida; pero
el carácter de este ser-sufrido es serlo en libertady, por tanto, tener que
proseguir la opción (VV. AA., 1980: 46-47).

La lectura que hace Sartre de Kierkegaard da en el blanco de lo que éste quiso: que
el lector, al leerle, se encontrara a sí mismo. La misión socrática de Kier-kegaard resalta
en este texto de Sartre. Kierkegaard afirma la singularidad irreductible de todo hombre a
la sociedad y a la historia, las cuales, indudablemente, condicionan al ser humano. La
lectura sartriana del pensamiento de Kierkegaard es un intento de esclarecimiento y
superación de este condicionamiento.
En una línea semejante discurre la influencia de Kierkegaard en el resto de los
existencialistas como Merleau-Ponty, Chestov, M. Buber, Levinas, Wahl… Hay que
recalcar sobre todo cómo se inspira en Kierkegaard un existencialismo del absurdo que
encarna sobre todo Camus y que será desarrollado en el capítulo siguiente. Y merece
unas palabras aparte el influjo de Kierkegaard en Unamuno. Destaca desde el principio
una semejanza en la formación religiosa y cultural de ambos. Unamuno acepta la
disyuntiva de Kierkegaard: o especulación o cristianismo, o vida éstetica o vida ética, o fe
o escándalo, aut-aut. No hay otro camino. La contradicción es una realidad en el seno del
individuo y Unamuno ordenará su vida y su pensamiento sobre tal contradicción.
También hereda Unamuno de Kierkegaard el fundamento irracional de su filosofía. Este
fundamento se opone al racionalismo hegeliano y dará origen al tragicismo: un tragicismo
proyectado por Unamuno en los hombres y en los pueblos y que seguirá la evolución
histórica por contradicciones; pero, principalmente, un tragicismo personal, cerrado, pero
no pasivo, que dará origen a su actividad tan heterogénea y a muchas contradicciones
existentes en su vida y en su obra. Entre los conceptos unamunianos con influencia de
Kierkegaard pueden citarse además de los ya referidos, el individualismo, la existencia, la
inmortalidad personal, el interiorismo de la verdad, la oposición a la filosofía y teología
especulativas, principialmente la hegeliana, y el rechazo de la Iglesia oficial (Oromí, 1943:
73).
Por último, cabe mencionar la influencia de Kierkegaard en la literatura; autores
como Rilke, Ibsen, Kafra, Strindberg, Frisch, G. Greene… muestran las huellas del
pensamiento kierkegaardiano en sus escritos.

146
147
3
Los pensadores del absurdo

E l término "absurdo" se asocia no sólo a lo opuesto y contrario a la razón, a lo que


no tiene sentido, sino también a lo extravagante, a lo arbitrario y hasta a lo
disparatado (Real Academia Española: Diccionario de la Lengua Española). A pesar de
la identificación entre filosofía y racionalidad, en el seno de la propia Modernidad, Pascal
ya había insistido en la condición contradictoria y paradójica del mundo y del ser
humano. También había revitalizado el credo quia absurdum de Tertuliano al hablar de la
creencia y había insistido en que "lo que es incomprensible no deja por ello de ser". Más
tarde, Kierkegaard trasmitió el sentimiento del absurdo a los filósofos contemporáneos, al
impulsar el sentimiento de la contingencia y la finitud.
Los pensadores del absurdo se encuandran en el marco del irracionalismo metafísico
y reconocen el sin sentido de la realidad, el contraste entre el deseo de racionalidad
humano y el silencio irrazonable del mundo (A. Camus), el carácter extravagante y
arbitrario que encierran las rutinas de nuestra vida y de nuestras organizaciones (Kafka) o
la experiencia de la ausencia de fundamento que lleva a sentir unas incontenibles naúseas
(Sartre). En cuatro siglos, el hombre moderno representado por Descartes y Bacon se
convirtió en Kafka y Beckett. De una confianza casi ciega en los propios poderes, de una
fe en el progreso irreversible de la humanidad a través de la ciencia y la técnica, se llegó a
lo que parecía su contrario: una experiencia de finitud y limitación insuperables, una
incertidumbre con respecto a las posibilidades de conocer, una oscura inseguridad sobre
el futuro humano. Sobre ello, Kafka quiso profetizar, Camus narrar, Sartre demostrar
(Majault, 1969: 12). Todos ellos, compartieron la convicción de que el mundo era
irracional y la vida gratuita. Ni Kafka ni Camus crearon sistemas filosóficos, pero desde
la escritura, desde la literatura, ejercieron una poderosa influencia en más de una
generación de poetas y ensayistas.
La búsqueda romántica de unión con la naturaleza, de esperanza en la realización del
yo individual y en los grandes progresos sociales, se enfrentó con las oscuras
concreciones, es decir realidades, del siglo XX. Incluso los teólogos advertían que
después del holocausto había que cambiar el rumbo del pensamiento y hablaban también
de la "muerte de Dios". En nuestro siglo, aún más de lo que ocurrió con el terremoto de
Lisboa, en pleno Siglo de Las Luces, la imagen leibniziana de este mundo como el mejor
de los posibles se convirtió en un insulto, en una triste burla que ignoraba el sufrimiento y
las grandes catástrofes, no sólo las naturales, sino aún más las históricas. Frente a la
percepción de una realidad escindida y cruel, la respuesta inmediata, dicha con el

148
lenguaje de la ironía era, como ya avanzó Voltaire, "pues si este es el mejor, ¡cómo será
el peor!".
Como para el Ivan Karamazov de Dostoievsky, se extendió la idea de que si el mal
era necesario a la creación divina, entonces la creación era inaceptable. Después, el
totalitarismo, la bomba atómica y el holocausto, contribuyeron a hacer perder la creencia
en un Dios sabio y omnipotente que dirigiera la historia en bien de todos. La rebelión
contra la realidad que nos rodea comenzó a adoptar formas nuevas. El absurdo y el
surrealismo sustituyeron el antiguo e ingenuo realismo y destruyeron cualquier pretensión
de estabilidad (Tarnas, 1997: 387). En el arte tenía cabida lo fortuito y lo espontáneo. La
nueva lógica estética admitía la incoherencia y la yuxtaposición, lo trivial y lo fracturado.
La inteligibilidad y el significado, incluso la belleza, se convirtieron en convenciones que
destruir y el ocaso de los héroes también se verificaba en el terreno literario.
Dostoiewsky, en sus Apuntes del subsuelo (1864), ya había dado la palabra a un ser
mezquino que rechazaba toda relación con la vida por considerarla adversa (Blanch,
1995: 130 y ss.). Lo degradante y lo deforme, la deserción y la cobardía sustituyeron las
viejas cualidades de los héroes. Incluso hablar del sujeto se convirtió en una metáfora
engañosa, como es el caso de S. Beckett.
En el mundo contemporáneo, el peso que han adquirido las filosofías del absurdo se
enmarca en esta cultura del desengaño y de la sospecha. Nietzsche (Aurora, II) advertía
que "todo lo que pervive durante mucho tiempo se ha ido cargando poco a poco de
razón, hasta el extremo de que nos resulta inverosímil que en su origen fuera una
sinrazón". A lo largo del siglo XX, cobraron fuerzas las tendencias que buscaban expresar
no lo noble y lo elevado, sino sondear la sinrazón, las aguas turbias y el pozo sin fondo
del ser humano: lo demoníaco, la muerte y lo irracional. Schopenhauer, Nietzsche y
Kierkegaard ya habían vuelto su mirada a las sombras de la existencia y habían
desenmascarado los falsos sistemas, aquellos que se protegen con la coraza de una forma
tan ordenada como artificial, con una tradición o una costumbre, del reconocimiento
lúcido de una realidad azarosa y amenazante. Ahora de nuevo, el miedo y la angustia, el
deseo y los temores, los conflictos y las contradicciones querrán más que ser resueltos,
ser explorados. Y esa exploración, a veces exige una decidida voluntad de evitar la
mentira y los disfraces, de no ocultar los fracasos. Por ello, la sinceridad se considerará la
mayor de las virtudes, como ya Montaigne había resuelto y Nietzsche había recordado.
Pues se sabe que construir una narración lineal es menos una confesión que una
recreación a partir del olvido y así es preferible ensayar, buscar tentativamente. También
Rousseau en sus Confesiones buscaba la autenticidad, recorriendo los caminos oscuros
de la conciencia, que se redimen al convertirse en palabras, que se transforman cuando
se recuerdan, que se reconstruyen sobre las ruinas de los propios olvidos. Reconocía que
el sujeto personal era una construcción imaginaria y que: "hay momentos en que soy tan
poco parecido a mí mismo que se me tomaría por otro hombre de un carácter
enteramente opuesto" (Confesiones, libro III). Después, Kafka y Camus hablarán de
honradez y lucidez. Sartre de evitar a toda costa la mala fe. En todos ellos, la sinceridad
y la autenticidad se convierte en el signo distintivo del hombre libre, leal y valiente

149
(Nietzsche).
Entre los muchos problemas que son abordados por los pensadores del absurdo, se
presentarán aquí las preocupaciones centrales de la noción del absurdo en Camus,
recordando la naúsea en Sartre. No se abordará el teatro del absurdo (Ionesco, Beckett,
Genet, etc.), dada la amplitud de esta tendencia, que sobrepasa los límites de este libro.
Sí parece necesario presentar el universo dislocado de Kafka, uno de los pensadores más
emblemáticos del absurdo.

3.1. Kafka: testigo del absurdo y la irracionalidad de la existencia

Antes de adentrarse en los escritores de lo absurdo, conviene recordar el panorama


del arte europeo sobre 1920: dadaísmo, futurismo y surrealismo eran estilos
emparentados que tenían en común una actitud despectiva hacia todos los valores
consagrados por la tradición. Los dadaístas, por ejemplo, destacaban lo absurdo de la
existencia, lo contradictorio, lo inconsciente, lo provocativo, y se distinguían del
futurismo por su ausencia de fe en el futuro o de militancia moralizante (Schajowicz,
1979: 373).
Si el narrador del siglo XIX consideraba que su función consistía en representar la
realidad histórica, social o ideológica y comprender los mecanismos que regían la
realidad, el narrador del siglo XX renuncia a las grandes síntesis históricas. Le preocupa
la realidad concreta y particular; aun así, compleja, incierta e incluso incomprensible.
Además, como en épocas de crisis, el interés por la realidad externa se desplaza hacia la
interna. La desconfianza por llegar a conocer la realidad objetiva se expresa, por ejemplo,
en el propio modo de relatar: el espacio puede llegar a adquirir connotaciones simbólicas
y el tiempo puede ampliarse o reducirse según se perciba interiormente. Según Robert
Musil, se busca expresar la derrota del hombre sin atributos, la mediocridad de la vida y
la pérdida de ilusiones.

3.1.1. Kafka: la escritura como pasión de existir

No desesperes ni siquiera por el hecho de que no desesperes. Cuando todo


parece haber llegado ya al final […], esto significa que vives (Kafka, 1995).

La obra de Kafka (1883-1924) refleja la profunda crisis del hombre actual, ante la
visión de una sociedad inhumana que él mismo ha creado, que convierte la vida en un
sueño absurdo. Esta crisis existencial, que se deriva de una insuperable fractura entre el
yo y el mundo, se afianzó antes en Kierkegaard y después en el existencialismo de Sartre
y Camus, pues Kafka anticipó muchos de los temas de la littérature noire del

150
existencialismo de la segunda posguerra (Prini, 1992: 91). En el caso de Kafka, la crisis
se expresa en su escritura mediante un rasgo esencial: el enigma. Llamado "profeta de
nuestro siglo", pensador de nuestro tiempo cuyas ideas se despliegan en imágenes y no
en forma discursiva, su insistencia en el enigma unido a la complejidad ideológica de sus
escritos, hace difícil la clasificación de su obra, donde ficción y realidad diluyen sus
límites. Kafka apela a la lucidez de un modo misterioso, pues no quiere persuadirnos con
razones, convencido de que la vida es algo más que un rompecabezas. No hay que pedir
en él soluciones fáciles a los conflictos planteados, ni moralejas que se deduzcan sin
dolor.
Además, como indica Deleuze, la expresión de Kafka quiebra las formas, señala
rupturas y ramificaciones nuevas. Aunque se abandonaba a la inspiración como un
poseso, sus grandes novelas son de una complejidad extrema, pues mil relaciones y
vinculaciones internas las atraviesan. El mismo Kafka advertía que no debía buscarse en
sus relatos la construcción de sucesos lógicos y articulados, sino "imágenes, nada más
que imágenes" (El fogonero). Sin embargo, a juicio de Schajowicz, las imágenes de
Kafka se proyectan en planos significativos cada vez más profundos. Desde el que nos
ofrece de primera intención el relato, hasta los innumerables desvelamientos que se
suceden a medida que las imágenes contenidas en la narración se desdoblan en otras
imágenes y éstas, a su vez, en otras, quedando siempre un detalle inexplicable que sigue
inquietando, como indicio de que quizá nunca podamos resolver el enigma planteado.
Ante los ojos de Kafka, el mundo se presenta incomprensible e indescifrable. Al carecer
de los instrumentos necesarios para resolver el enigma, se afianza lo concreto y absurdo
al tiempo, adentrándose en problemas que lindan con lo insoluble.
No obstante, para él: "escribir es lo más importante". Como para Thomas Mann y
Kierkegaard, en quienes vea sus hermanos, la actividad literaria es la única vía posible de
la salvación. Llega a decir que escribía "como una forma de oración", porque la escritura
le permitía expresar su problema interior y convertir su obra en un mensaje que ha
llegado desde muy lejos.

El mundo enorme que tengo en la cabeza. Pero como librarme y liberarlo


sin provocar desgarramientos. Es mil veces preferible desgarrar que reternerlo y
enterrarlo dentro de mí. Lo veo muy claro, para eso estoy aquí (Kafka,
1995,21-6-1912).

Como atestiguan sus cartas a Milena, sabía que trataba de comunicar algo que era
incomunicable, quería explicar lo inexplicable, decir algo que sentía dentro de la médula y
que solo por ella podía ser vivido. Al tiempo, en él coexistían la conciencia de la primacía
absoluta y obsesiva de la expresión artística –llega a decir que "se necesita más el arte de
oficio que el oficio del arte"– y la conciencia de que ese empeño coincidía con la vanidad
de las letras. Por ello, la proyección artística de sus escritos no se salva tampoco de su
tono interrogante, como se acentúa en sus relatos finales (Un artista del hambre o
Investigaciones de un perro). Así, Kafka despojaba de todo mérito al hombre diferente,

151
pues, ciudadano del desierto, su deserción de la sociedad, como en su relato sobre el
ayunador de la comida, se debía a que no ha podido encontrar en ella nada que le
gustara. Y es que Kafka, testigo acusador de la tragedia que se juega en el gran teatro del
mundo, se aceptaba, al tiempo, como acusado y, condenado a escribir, llevaba a término
su registro exhaustivo y sin énfasis de múltiples desengaños, como el imperturbable
contable de una empresa en bancarrota (L. Izquierdo).

Yo no he aportado –que yo sepa– nada de las cualidades exigidas por la


vida, no he aportado más que la general y humana debilidad, merced a la cual
he absorbido vigorosamente –a este respecto es una fuerza inmensa– el
elemento negativo de mi tiempo, un tiempo que está muy cerca de mí, que no
tengo derecho a combatir, pero que puedo, hasta cierto punto, representar. De
sus escasos elementos positivos –como en lo extremo negativo que zozobra y
toca lo positivo– no he tenido parte de herencia, no he sido como Kierkegaard
guiado por la vida de la mano, ya sin duda muy debilitada, del cristianismo, ni
como los sionistas me he asido a los últimos flecos del chal de oración judío que
se vuela. Yo soy un fin y un comienzo (Kafka, Preparativos de boda en el
campo).

Como Kierkegaard, a quien leyó, Kafka reconocía que no era posible atenerse a un
plan de pura ética. El paso decisivo, la comunicación con lo sagrado, exigía la renuncia al
mundo y la anulación de sí mismo. Como Kierkegaard, se arriesgó a una vida solitaria,
para poder penetrar así en los secretos últimos y más profundos.

3.1.2. La dislocación de la existencia. La inadapatación y la cosificación

De todos es conocido que Kafka había exigido que se quemaran todos sus
manuscritos, que se salvaron gracias a la admiración de su amigo Max Brod, después su
biógrafo. Max Brod pensaba que Kafka había sabido ver lo confuso y malignamente
cómico del mundo y que no se puede dar un paso firme sin enredarse y tropezar. El
complejo, turbio y equívoco universo de Kafka, testigo inquietante y atento al corazón de
los hombres, se formula a través de diversos símbolos y temas recurrentes.

A) El desraizamiento social, familiar, cultural y religioso

Kafka se siente extranjero en su propia familia y en su propio tiempo, por más que
se esfuerza en vivir con los suyos (reflejo de su ascendencia judía, según muchos
intérpretes). En La metamorfosis, narra la transformación del hijo de familia, Gregorio

152
Samsa, nombre que recuerda al de Kafka por su combinación de vocales y consonantes.
Un buen día, al despertar, Samsa, un viajante de comercio, se encuentra convertido en
un insecto despreciable y sigue su destino enigmático. En un principio, evita vivir
trágicamente la absurda transformación y trata de ordenar lo sucedido con una patética
buena voluntad, confía en que lo terrible se vuelva normal. También al comienzo, su
hermana le ayuda, venciendo su natural repugnancia y recordando que a pesar de todo es
su hermano. Progresivamente, el miedo y el asco conforman una nueva rutina y olvidará
la antigua condición de su hermano, convertido en un extraño y amenazante ser. Samsa
se tendrá que contentar con observar, oculto y de lejos, la vida de su propia familia, a
aquellos que han roto sus vínculos con él, y él mismo asistirá a cómo la bestia en la que
se ha convertido, poco a poco devora lo humano que había en él. Se alimenta como una
bestia, se mueve como una bestia y llegará a sentir como una bestia. Finalmente,
Gregorio paga voluntariamente el precio por diferenciarse de los demás: se inmola por los
suyos. Su familia no sentirá el menor asomo de afecto, ni siquiera de piedad, ante la
muerte dolorosa de ese hijo anormal. Al contrario, ven en su muerte el inicio de nuevos
proyectos. Así, se invierte la fábula de la bella y la bestia. Si en el cuento, el amor es
capaz de devolver a la bestia su figura humana, aquí la indiferencia y el odio macerado
de la familia transforma en una bestia a un pobre hombre (J. Chaix-Ruy, 1969: 122).
La responsabilidad de la familia es también una de las claves de las novelas El
Proceso y El fogonero. Una muestra más es la dedicatoria del El médico rural a su
padre, Hermann Kafka, quien lo recibió con indiferencia. En la Carta al padre (1919)
responsabiliza a su padre de todos sus males, aunque al final le deja la palabra y trata de
equilibrar el balance, pero el antagonismo y la tensión se mantienen insolubles.

B) La inadaptación a la vida: la culpa, el castigo, el exilio

Kafka hace sentir la experiencia de un proceso, del que no se conoce la acusación.


Considera que no se puede conocer el poder que en cualquier momento puede condenar,
pues la estructuración de la sociedad es tan compleja que solo se puede acceder a
algunos engranajes puntuales (El Proceso). El protagonista de El Proceso, Joseph K… es
detenido en su propia habitación, una mañana cualquiera, en el momento en el que se
disponía tranquilamente a tomar el desayuno. K… es acusado, pero no sabe de qué,
quiere defenderse, pero desconoce de qué. Mientras tanto, tiene que seguir viviendo,
alimentándose o leyendo el periódico. Cuando le juzgan, la sala está oscura y no
comprende lo que sucede allí. Pasará tiempo, hasta que dos personas vayan a buscarle,
le lleven a un arrabal y lo degüellen. Poco antes de morir, el condenado sólo dice: "como
un perro, y así era como si la vergüenza hubiera de sobrevivirle".
La ley, aparentemente una ciencia exacta que no conoce arrepentimientos ni
lamentos, se convierte en la más inexacta de las morales en ausencia de la buena
voluntad. Entonces, sólo se vive en espera de la condena y la culpa parece estar siempre

153
"fuera de discusión". Esta es la descripción que se sigue también en uno de sus relatos
más inquietantes: En la colonia penitenciaria, que como El Proceso termina con una
ejecución. En el primer escrito, la justicia se representa bajo la forma de una máquina
inhumana, casi diabólica, inventada con una refinada crueldad. El tiempo de la ejecución
está perfectamente calculado. Dura doce horas y sólo durante las seis últimas, el reo
conoce lo que hasta entonces no se le había comunicado: la razón de su condena. Pues
entonces, la víctima es capaz de descifrar el mensaje que esa máquina perfecta imprime
con finas agujas en su propia carne: el crimen que ha cometido, la máxima que este violó.
Como afirma el verdugo que a la vez es juez: la culpa es siempre indudable y la falta
siempre conlleva sanción. Y es que para Kafka la existencia no es más que un proceso y
una instrucción, una sucesión de condenas postergadas, una culpa eterna.

C) La pérdida de individualidad, la cosificación del hombre ante una sociedad


burocratizada, basada en el principio de la productividad

La creciente mecanización de la vida humana hace desaparecer al hombre singular,


que se sustituye por autómatas. En El Castillo, nombran agrimensor del Castillo a K…
que llega a la aldea. Pero no es posible comunicarse con el Castillo desde la aldea. Con
extrema perseverancia, K… emplea los más diversos recursos para encontrar el camino y
ejercer la función que se le ha confiado. Fracaso tras fracaso, ensayando trayectos
inútiles, perdiendo el tiempo día tras día, desperdiciando esperanzas probablemente
vanas, un hombre solo: K…, se enfrenta contra una laberíntica construcción y con una
burocracia que, como una inmensa máquina, actúa por sí sola. Sin la ayuda de
funcionarios, se cumplen reglas que nadie parece haber dictado. Así K…, un hombre de
buena voluntad que no desea la soledad, se ve abocado a deambular solitario. Es un
extraño en un lugar donde se mira con desconfianza a los extraños. Su presencia
rápidamente se castiga con ausencias. Para Kafka la ley vicia el aire de la vida, destruye
la libertad y convierte la atmósfera en irrespirable, pues no hay mundo más abyecto que
el que habita en los últimos escalones de la ley. En su novela El desaparecido (América),
describirá el automatismo de la vida americana, capaz de matar cualquier sueño, pues la
lógica de la burocracia lleva al absurdo.

D) La conciencia de que lo insólito se destruye por el hábito

Como para los mejores escépticos, para Kafka es la costumbre lo que hace parecer
natural lo que en realidad es extraño y ridículo. A juicio de J. Chaix-Ruy, Kafka, antes
que Sartre, pensó en el significado del término facticidad:

¿Qué pretendéis al comportaros como si fuerais reales? ¿Queréis hacerme

154
creer que soy irreal cómicamente plantado sobre el suelo verde? Sin embargo,
hace ya mucho tiempo que dejaste de ser real, ¡oh cielo, y tú, plaza, no lo fuiste
nunca! (Descripción de una lucha).

En La metamorfosis la irrupción de lo insólito y de lo inesperado quiebra


violentamente una vida petrificada por la costumbre, pero aún la aventura más extraña
puede convertirse a su vez en una ciega rutina. Todo cuanto existe está sellado con el
signo de la relatividad y sólo la costumbre hace que parezca natural lo que es insólito y
ridículo.

E) De la subjetividad a los sueños colectivos

Lo característico de Kafka es su capacidad para sintonizar con procesos colectivos,


mediante una subjetividad extrema (L. Izquierdo). Ciudadano del desierto, su
individualismo exacerbado expresa la frustración de los sueños colectivos, la sensación de
estar perdidos en una inútil inmensidad. En uno de sus relatos nos confiesa:

Era verdaderamente amable la luna al brillar así por encima de mí. Estuve a
punto, por modestia, de meterme debajo del arco de la torre del puente. Pero
me di cuenta de que, naturalmente, la luna brillada sobre todo y sobre todos…

Para Kafka, como para el incrédulo descrito por Pascal, estamos perdidos en una
inmensidad como átomos infinitos, aunque algunos instantes creamos ser el centro del
mundo y nos felicitemos por la gravitación de todas las cosas en torno nuestro. Kafka no
vacila en exagerar los laberintos que procuramos evitar y olvidar, registrando y
expresando lo que Gabriel Marcel titulaba un mundo roto y W. Benjamin llamaba la
dislocación de la existencia o la tragicomedia del mundo contemporáneo. Tragicomedia
porque los conflictos registrados no se refieren a grandes cuestiones o a batallas
decisivas. En ocasiones, son las pequeñas complicaciones de la vida cotidiana, sus
contratiempos tan irrelevantes como irritantes y que aun así pueden llegar a convertirse
en intemporales.

3.1.3. La falta de sentido de la llamada normalidad

Las descripciones de Kafka, aparentemente neutras, retratan la falta de sentido de la


supuesta normalidad. Buscando el fondo de lo particular, saca a relucir cosas
insospechadas. En ello consiste su lucidez, en presentar la realidad de lo monstruoso e
inaceptable, los círculos del infierno; en palabras de Camus (El mito de Sísifo): "las

155
oscilaciones perpetuas entre lo natural y lo extraordinario, el individuo y lo universal, lo
trágico y lo cotidiano, lo absurdo y lo lógico".

No es preciso que salgas de tu casa. Sigue sentado a tu mesa y escucha. No


escuches siquiera, sólo espera. Ni siquiera esperes, quédate absolutamente
silencioso y solo, el mundo vendrá a ofrecerse a ti para que le desenmascares,
no puede ser de otro modo: extasiado ante ti se retorcerá (Kafka: Preparativos
de boda en el campo).

Los protagonistas de los relatos de Kafka, con frecuencia tienen una actitud inmóvil,
como la que mantiene ante la niebla Josef K… de El proceso, personajes que se detienen
en algún umbral y observan desde alguna esquina a los burócratas caprichosos y litigantes
que exigen una obediencia ciega. Max Brod, destacaba la veracidad y exactitud como
unos de los rasgos fundamentales del carácter de Kafka. Y es que, quizá, la mirada de
Kafka, como la mirada infantil, es la que descubre que el rey de la leyenda va desnudo,
pues sabe que las pulsiones afectivas arrastran los prolijos cálculos de la razón.
Precisamente, esa razón, de la que tanto nos enorgullecemos, justifica a posteriori las
acciones inspiradas por los instintos más perfeccionados.
Como indica Schajowicz, para Kafka existían dos mundos entre los cuales no había
comunicación: el mítico u onírico (la vida verdadera) y el de los cálculos, que gobierna
nuestra vida de trabajo y de deberes, nuestra vida racional y consciente. Como en el
Nietzsche de El nacimiento de la Tragedia, "el mundo de la realidad cotidiana" está
separado "del mundo de la realidad dionisíaca". La percepción de la incompatibilidad
entre ambas esferas hace buscar una salida, aunque se sepa que no hay salida ni fin real
posible más que en la muerte y que, en definitiva, llamamos vida al aprendizaje de un
final.

3.1.4. La insignificancia de todo acontecer humano

La amarga sobriedad del estilo de Kafka, es tanto más despiadada cuanto más se
despoja de todo énfasis. La descripción de la insignificancia última de todo acontecer
humano es uno de sus temas recurrentes (Prini, 1992: 92). En una de las páginas de sus
Diarios anota:

16 de octubre. Domingo. La infelicidad de un perpetuo comienzo, la falta


de ilusión sobre el hecho de que todo es sólo un comenzar y ni siquiera un
comenzar, la locura de los otros que no lo saben y que, por ejemplo, juegan al
balón "para ir tirando", la propia locura oculta dentro de sí, como en un féretro,
la locura de los demás que se creen que es un féretro de verdad, es decir, un
féretro que puede ser transportado, abierto, destruido, intercambiado.

156
El mito del eterno retorno ya no tiene una lectura optimista, sino que es la
constatación pesimista de la inutilidad e insignificancia de todo esfuerzo. En sus
narraciones, su meticulosidad objetiva le lleva a situar en el mismo plano de importancia
descriptiva, los grandes sucesos y los detalles aparentemente más insignificantes. Así
expresa que todo ello es igualmente insignificante:

Todo es imaginación: la familia, la oficina, los amigos, la calle, todo fantasía


más o menos lejana, la mujer; pero la verdad más inmediata es que te das con la
cabeza contra el muro de una celda sin puertas ni ventanas (Kafka: Confesiones
y Diarios).

Y efectivamente, todo lo que transcurre, un instante suspendido, no tiene más


desenlace que la losa donde va a ser esculpida la última letra del nombre:

Por fin K. comprendió (lo que hacía el obrero). Era muy tarde para pedir
disculpas. Con sus diez dedos escarbó en la tierra, que no le ofrecía casi
ninguna resistencia. Todo parecía preparado de antemano. Solo para disimular
habían colocado esa fina costra de tierra. Inmediatamente se abrió debajo de él
un gran hoyo de empinadas paredes, y K. se hundió en él, volcado de espaldas
por una ligera corriente. Y, mientras él se sumergía en ese abismo impenetrable,
esforzándose todavía por erguir la cabeza, pudo ver su nombre que atravesaba
rápidamente la lápida, con espléndidos adornos. Encantado por esta visión, se
despertó (Kafka: Un sueño).

Para Pascal la vida era un sueño un poco menos inconstante, pero era posible una
apuesta, un salto según la terminología de Kierkegaard que conduzca del plano ético al
religioso. Para un gran número de intérpretes, Kafka, lector de Pascal, Kierkeggard y
Dostoievski (Brod, 1951: 191), no hay apuesta ni salto alguno. En él se hace realidad el
fragmento de Pascal: que la vida acaba "con una paletada de tierra sobre la cabeza, y con
ello se acaba la función". Pues la existencia, a su juicio, es un tiempo hecho de instantes
discontinuos, un sueño donde surgen los fantasmas que instantáneamente se desvanecen
en la noche, un viaje en un tren que no lleva a ninguna parte, un aparecer y desaparecer
en un universo vacío y sin alma. Lector de Marco Aurelio y de Pascal, Kafka aprendió
que toda existencia oscila entre el nacimiento y la muerte, durante un tiempo en el que, la
mayor parte de las veces, se interpreta un papel no elegido. Lo que hacemos es como
una danza de cosaco, durante la cual el hombre araña y cava su tumba todo el tiempo
necesario para que el hoyo se abra a sus pies (Cuadernos diversos). Kafka sentencia:
"Lo que llamamos camino es vacilación".

3.1.5. La ausencia de soluciones

157
Los instrumentos narrativos de Kafka se basan en unos pocos principios. Entre ellos
destaca por emblemática la muerte casi completa de la figura del narrador. El personaje
que hace las veces de narrador en los relatos de Kafka nunca orienta, pues tampoco él
comprende. Sus novelas están escritas en tercera persona y el "yo "sólo aparece en dos
relatos de los últimos años: La construcción e Investigaciones de un perro. Kafka
acumula las escenas directas y la utilización del presente. Cuanto más trágicos son los
acontecimientos, tanto más fuerte es la omisión de explicación, el vacío (Citati, 1993:
104). Basta con pensar en el inquietante comienzo de El Proceso o de La Metamorfosis:
"al despertar una mañana Gregorio Samsa, tras un sueño intranquilo, se encontró
convertido en un espantoso insecto." Ninguna historia precedente, ningún fenómeno
extraordinario explica la monstruosa transformación.
Pero los animales kafkianos son capaces de encontrar en sus propias tinieblas
aquellas verdades que el hombre ignora. Los males descritos por Kafka: la
incomunicación, la soledad, el sentimiento de culpa, etc., son narrados como cosas que
están en nuestra vida, conviviendo en ocasiones con su contrario. Kafka narra con
palabras claras, sencillas y bien delimitadas, con afán de exactitud, lo que en el fondo es
insoluble, secreto y extremadamente oscuro (Brod, 1951: 51). Del mismo modo que
sabemos que somos libres y al tiempo que no lo somos, que buscamos la verdad y
aceptamos la mentira, que vivimos sabiendo con certeza que un día cualquiera vamos a
morir (Schajowicz, 1979: 336). De ahí que la imposibilidad de huir, de escapar a un
destino, de un extraño tono trágico sea el común denominador de algunas figuras
kafkianas.
En el cuento llamado "La construcción" (1923), incluido en La muralla China, y
escrito unos meses antes de morir, un animal razona permanentemente sobre las ventajas
y desventajas del refugio que ha construido para protegerse de sus posibles enemigos. El
laberinto es casi perfecto y el animal revisa continuamente su obra, buscando un punto
vulnerable, preocupado por subsanar los defectos que descubre. Aparentemente todo
está en orden y nadie ha penetrado aún en su guarida. Cuando duerme sueña con la
construcción, con su seguridad y en el modo de reforzar su vigilancia. Tan pronto elogia
como critica su propia obra. Raramente se atreve a salir de su refugio, atemorizado por
que el enemigo descubra su entrada. Así el animal no puede gozar de libertad fuera de su
casa, porque su vida, fundada en la seguridad, no puede desprenderse de su temor por
ella.
De pronto, escucha un pequeño ruido, un silbido, quizá un siseo. En ese momento,
la desesperación de adueña de él y piensa en reconstruir por completo el refugio que ha
resultado ineficaz. Mientras tanto persiste el siseo y ese siseo es más intranquilizador y
amenazante que todos los peligros concretos. Con este cuento, grandiosa tentativa de
enclaustramiento, Kafka quiere hacernos entender nuestra propia historia, en la que
estamos inmersos sin que aparentemente hayamos podido entenderla. Si la desconfianza
es propia del animal, la seguridad es la perspectiva buscada por el hombre postcartesiano,
ese hombre que especula y calcula permanentemente y no es capaz de establecer una
verdadera relación humana, obsesionado por un control riguroso, metódico e

158
instrumental, de todo aquello que le rodea.
Así, la condición cartesiano-kantiana se ha convertido en realidad en un estado de
absurdo existencial e incomunicación. Biemel advierte que el animal no puede encontrar
la razón para el ruido amenazador, porque de antemano atribuye el ruido a un ser
extraño, mientras que el siseo no es más que el ruido de su propia respiración. Es decir,
el animal perece por su propia angustia ante la nada, pues la aspiración obsesiva por la
seguridad desemboca irremisiblemente en la agonía. De un modo similar, la "ideología"
del progreso termina en los callejones sin salida del mundo moderno.
Por todo ello, se comprueba que el mensaje de Kafka no es ciertamente de
esperanza, pues para él volar es cavar cada vez más hondo. "Mi naturaleza es la
angustia", confiesa en una carta a Milena. En él no hay atisbos de confianza en el
progreso humano y por ello, como nos cuenta su biógrafo y amigo Max Brod nunca
pretendió decir: "este es el camino", pues no encontraba explicación alguna por mucho
que "apretara la espalda contra los barrotes de la jaula" (Kafka: Informe para la
Academia). El sentimiento de desesperación y abandono de Kafka fue más intenso que
el de Kierkegaard. No es de extrañar que temiera revelar la verdad, como atestiguan unas
palabras que Janouch (1969) recoge de Kafka:

Uno debe callar cuando no puede ayudar. Nadie debe agravar el estado del
paciente con su propia falta de esperanza. Por eso, todos mis garabatos
deberían ser destruidos. No soy una luz. Sólo me he enredado en mis propias
espinas. Soy un callejón sin salida.

3.1.6. Un mundo de sombras

El mal es el cielo estrellado del bien.

En Kafka todo aparenta ser simple como en un cuento de niños. No hay en él alarde
alguno de erudición. Y sin embargo, como indica Schajowicz, al leerlo sentimos que nos
adentramos en un mundo de sombras, tan enigmático como atrayente, lleno de "sendas
perdidas" donde se encuentran muchas cosas tras la espesa cortina de niebla que las
rodea, como cuando nos dice que "el mal es el cielo estrellado del bien"… Los relatos de
Kafka nos llevan al corazón del bosque y nos dejan allí, para que solos encontremos la
salida después de perdernos en mil vericuetos. Ciertamente hay caminos que no llevan a
ninguna parte; pero la experiencia misma de andar por ellos puede merecer la pena.
Kafka (Informe para una Academia) sabía que "se aprende cuando se trata de encontrar
una salida, ¡se aprende sin piedad!". Efectivamente, pocos escritores supieron retratar
como él la irracionalidad del mundo y de la condición humana. Supo encontrar nuevos
modos de expresar los sufrimientos y perplejidades del hombre contemporáneo
enfrentado a un mundo hostil, en el que se siente un extraño, un ser abandonado en

159
manos de un destino que se le impone inexplicablemente (La Metamorfosis), un ser
atrapado en una burocracia que le ahoga (El Proceso), o un individuo marcado por la
diferencia (Informe para la Academia). En sus Cuadernos anotó:

Todo ser humano es singular y está llamado a actuar según su singularidad


[…] por lo que a mi propia experiencia respecta […] todos se empeñaron en
borrar mi singularidad […] (Kafka: Preparativos de boda en el campo).

La obra de Kafka sigue siendo un referente en nuestros días para expresar esa
presencia del absurdo, de ese sometimiento humano a una realidad y unas reglas
incomprensibles, que atrapan cada vez que se piensa que se es dueño del propio destino.
Ello otorga una cierta clave trágica a su obra, pues sus protagonistas, que sospechan su
escaso margen de libertad, a pesar de todo, se esfuerzan por comprender y tratan de
luchar contra un destino. Para ellos, existir es estar siempre acusado y terminar siendo
condenado; en definitiva, sufrir sin razón. Cuando lo aceptan, nace el sentimiento de lo
inevitable y entonces se identifican con el propio destino, como los héroes de las
tragedias. ¿No es lo que Nietzsche llamaba amor fati?
Mal acostumbrados a buscar un sentido a todas las cosas, olvidamos que la
preocupación máxima del ser humano, a saber, la preocupación por el "sentido de la
vida" es un problema insoluble, mejor dicho, no es un verdadero problema si se llama
problema a lo que puede ser lógicamente resuelto (Schajowicz, 1979: 335). Consciente
de la distancia de Dios, sin buscar demostraciones pero sin eludir descifrar lo
indescifrable, Kafka nunca olvidó que somos dobles, tejidos de cielo y tierra. Hijo de la
noche, buscó cada vez más hondo en la madriguera del mal, luchando al tiempo por la
luz, por lo indestructible que habita en cada uno y une a todos los hombres entre sí,
quizá la inescindible unión del género humano (Max Brod). Por este motivo, no es de
extrañar el peso que tuvo en autores como Thomas Mann, André Guide, Hermann Hesse
y especialmente Camus, que calificó su obra de universal y que comprobaba en ella
incluso una dimensión religiosa, al desembocar en un grito de esperanza (ElMito de
Sísifo). Pensador también del absurdo, Camus insistió más que Kafka en la necesidad de
rebelarse ante el absurdo y en los medios para asegurar, por medio de la solidaridad,
aquello indestructible que habita en cada ser humano. Y es que como Camus decía de
Kafka: "siempre dice lo mismo, pero la verdad es siempre monótona".

[…] siento que la relación de lo religioso quiere manifestarse, pero también que
no puede hacerlo en este momento. Entonces, el hombre que en ello se empeña
debe erigirse contra el mundo para salvar lo divino que lleva en sí mismo, o lo
divino se alza contra el mundo para salvarse a sí mismo. Siento que ese
conocimiento de las cosas postreras, es algo que debo hacer solo (carta de
Kafka a Max Brod, marzo de 1918).

160
3.2. Camus: del absurdo como punto de partida a la rebelión como
respuesta

Es frecuente asociar el nombre de Camus (1913-1960) con el de Sartre (1905-1980)


e incluir a los dos escritores en el marco del existencialismo francés. Pero el
existencialismo es un marco muy amplio en el que caben retratos de hombres diversos
como el de Kierkegaard, Heidegger, Gabriel Marcel, Scheler o Jaspers. Definido por
algunos como una reacción a las filosofías abstractas o filosofías de las ideas y de las
cosas (Mounier: Introducción a los Existencialismos), los existencialistas se preocuparon
por la vida en acto y lejos de los grandes sistemas totalizadores dejaron un espacio a las
experiencias puntuales de miedo, de angustia o de vacío. Profundizaron en la categoría
de libertad y ante la aparente falta de sentido de la realidad, buscaron crear un sentido
nuevo a través de la acción y el compromiso.

3.2.1. La preocupación por lo absurdo en Sartre y Camus

Hay muchos temas que fueron comunes a Sartre y Camus. Por ejemplo, los dos
alimentaron la idea de absurdo con toda su generación. Los dos recurrieron a la literatura
para expresar sus más hondas preocupaciones y hacerlas llegar a un público amplio. Los
dos se sintieron fascinados por la creación de obras teatrales. Pero, sobre todo, los dos
buscaron los caminos para construir un orden social más justo, denunciando aquellas
situaciones que coartaban la libertad y propiciaban la desigualdad. Sin embargo, entraron
en polémica y discutieron sobre los medios para alcanzar unos mismos fines. Quizá esta
fue una razón más para que Camus insistiera en repetidas ocasiones que no quería ser
incluido en el círculo de los existencialistas, a pesar de la opinión generalizada. A su
juicio, el hecho de coincidir en la muerte de Dios anunciada por Nietzsche, no bastaba
para borrar algo más que matices. Camus no compartía el principio de Sartre: la
existencia precede a la esencia. Se preguntaba: ¿dónde captar la esencia sino en la
existencia? Además, había razones de fundamentación política que hacían que las
posturas de Sartre y Camus no pudieran convivir, a pesar de la amistad que un día los
unió.

A) La náusea de Sartre

En 1939, Sartre publicó La náusea, texto en el que había estado ocupado desde
1932 y donde se incluye el famoso texto que describe el descenso a los infiernos, el sin
sentido y la miseria originaria del ser. Roquentin, el protagonista de la novela, escribe en
su diario un texto que se convertirá en clave de la experiencia del absurdo, del

161
sentimiento de la contingencia y la finitud y de la contraposición a los valores positivos de
la filosofía clásica. Su importancia excusa su extensión:

Bueno, hace un rato estaba yo en el jardín público. La raíz del castaño se


hundía en la tierra exactamente debajo de mi banco. Yo ya no recordaba qué
era una raíz. Las palabras se habían desvanecido y con ellas la significación de
las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los hombres han
trazado en la superficie. Estaba sentado, un poco encorvado, bajo la cabeza,
solo frente a aquellas masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me daba
miedo. Y entonces tuve esta iluminación.
Me cortó el aliento. Jamás había presentido, antes de estos últimos días, lo
que quería decir "existir". Yo era como los demás, como los que se pasean a la
orilla del mar con sus trajes de primavera. Decía como ellos: "el mar es verde",
"aquel punto blanco más arriba esuna gaviota", pero no sentía que aquello
existía, que la gaviota era una "gaviota-existente". De ordinario la existencia se
nos oculta. Está ahí, alrededor de nosotros, en nosotros, ella es nosotros, no es
posible decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intacta […].
[…] Si me hubieran preguntado qué era la existencia, habría respondido de
buena fe que no era nada, exactamente una forma vacía que se agrega a las
cosas desde fuera, sin modificar su naturaleza. Y de golpe estaba allí, clara
como el día: la existencia se había desvelado de improviso. Había perdido su
apariencia inofensiva de categoría abstracta: era la pasta misma de las cosas,
aquella raíz estaba amasada en la existencia […].
[…] Éramos un montón de existentes incómodos, embarazados por nosotros
mismos, no teníamos la menor razón de estar allí, ni unos ni otros; cada uno de
los existentes, confuso, vagamente inquieto, se sentía estar de más con respecto
a los otros […].
[…] No había nada con respecto a lo cual aquella raíz no fuera absurda […].
Absurdo, irreductible, nada –ni siquiera un delirio profundo y secreto de la
naturaleza– podía explicarlo […].
[…] Aquel momento fue extraordinario. Yo estaba allí, inmóvil y helado,
sumido en un éxtasis horrible. Pero en el seno mismo de ese éxtasis, acababa de
aparecer algo nuevo: yo comprendía la Náusea, la poseía […]. Lo esencial es la
contingencia […]. Todo es gratuito: ese jardín, esta ciudad, yo mismo. Cuando
uno llega a comprenderlo, se le revuelve el estómago y todo empieza a flotar
[…], eso es la Náusea (Sartre, 1990: 163-169).

En otro conocido pasaje, Roquentin ve aparecer en el espejo "la cosa gris de su


rostro" y describe esa experiencia de sentir el propio rostro como algo ajeno y extraño,
con todo lujo de detalles. En definitiva, Roquentin al reflexionar sobre las razones de su
propia existencia y de la existencia del mundo que le rodea, llega a una experiencia
reveladora: la náusea, sentimiento que nos invade cuando se descubre la esencial

162
contingencia y lo absurdo de lo real, límite de degradación pasiva y de alienación de la
conciencia con la cosa, descubrimiento de que, al igual que el mundo que le rodea, uno
"está de más". La náusea recoge lo trágico de una época, la convicción de que todo lo
que existe carece de razón, se prolonga por debilidad y muere por azar. La existencia es,
por tanto, absoluta, contingente y absurda, tres apalabras sinónimas que descorazonan
cuando se manifiestan como son: carentes de sentido alguno. Pero, como dice R. Jolivet,
esta experiencia es una especie de "limpieza por el vacío", un paso obligado para que la
conciencia se despierte como libertad. La náusea de Sartre no está muy lejos de la
angustia de Heidegger. Sartre escribirá El Ser y la Nada, después de la derrota de
Francia. Esta obra es una gran sistematización, una arquitectura de la construcción que
ofrece a lo absurdo el apoyo de una dialéctica. Para Sartre, lo absurdo es "una estructura
permanente de mi ser y la condición permanente de posibilidad de mi conciencia como
conciencia del mundo y como proyecto trascendente hacia el futuro" (El ser y la nada).
Este carácter trascendental del absurdo en Sartre es lo que le conducirá a su concepción
del hombre como una pasión inútil, clave existencialista, que se encontrará en otros
personajes de Th. Mann, Faulkner y Kafka. En Las Moscas, Sartre presentará a Orestes
como ejemplo de auténtica grandeza, al descubrir que no hay Dios y que el ser humano
está condenado a la libertad de la desesperación y la angustia.
Camus se distanciará de Sartre, pues a su juicio se mantuvo en lo absurdo, sin tener
en cuenta su verdadero carácter, que es "ser un paso vivido, un punto de partida, el
equivalente en la existencia, de la duda metódica de Descartes".

B) La preocupación por lo absurdo en Camus

Camus fue un hombre apasionado que vivió el drama y las luchas de muchos.
Proclamó su parentesco espiritual con André Gide, los novelistas rusos (Tolstoi y
Dostoievsky), con el maestro del absurdo: Melville (Moby Dick) y con Kafka. Su obra
expresó el malestar ante la falta de sentido de la condición humana y como los
protagonistas de las tragedias se esforzó por buscar los medios para elevarse por encima
de la suerte que le había sido impuesta. Cuando se le preguntó por las diez palabras que
prefería, contestó: "Mundo, dolor, tierra, madre, hombres, desierto, honor, miseria,
verano, mar" (Camus, 1996, VII: 200). Consideraba el universo como un teatro y la vida
como una tragedia. Pensaba que él había deseado más que nadie la armonía y el
equilibrio definitivo, pero que siempre los había buscado a través de los más áridos
caminos: la lucha y el desorden. Por tanto, lo absurdo es uno de esos caminos recorridos
por Camus, no su solución definitiva.
Además, Camus, a diferencia de Sartre, no se esforzó por avanzar en la
fundamentación del ser. En repetidas ocasiones afirmó que no era un filósofo y que no
pretendía serlo (Actuales), afirmación que recuerda a posturas similares mantenidas,
entre otros, por Montaigne, Pascal, Rousseau y Unamuno, autores inclasificables, cuya

163
obra forma un todo y que quieren otorgar un sentido a la vida. En el caso de Camus la
respuesta a la búsqueda de sentido es la rebeldía. Por este motivo, al autor de La Peste le
irritaba que habitualmente se identificara su pensamiento con la noción de lo absurdo, e
insistió en que encontró esta idea en las calles de su tiempo, esforzándose por analizar lo
que calificó como un mal espiritual. Para Camus, lo absurdo es más un punto de partida
que un punto de llegada, como se comprobará más adelante. Su atención a lo absurdo
corresponde a una determinada fase de su pensamiento que se traduce en un ensayo: El
mito de Sísifo (1943), una novela: El Extranjero y una obra de teatro: El malentendido.
Es lo que se ha llamado el "tríptico absurdo" (Lottman, 1978: 261). A este tríptico habría
que añadir Calígula, escrita en 1938 y representada en 1945, donde extrema la lógica del
absurdo. En todas estas obras se ocupa de un modo u otro del problema de la muerte. En
El mito de Sísifo del suicidio, en El extranjero, El malentendido y Calígula del
asesinato.
Desde las primeras páginas de El mito de Sísifo, Camus advierte que le interesan las
evidencias perceptibles para el corazón, aquellas que deben ser profundizadas con el fin
de hacerlas claras para el espíritu. Cuando Camus envía a Gaston Gallimard un primer
proyecto de texto publicitario del libro para los periódicos, escribe:

Este ensayo […] propone al espíritu vivir con sus negaciones y hacer de
ellas el principio de un progreso. Frente a la inteligencia moderna, da pruebas de
felicidad y de confianza. En este sentido, sólo puede considerarse como una
puesta a punto, la definición previa de un "buen nihilismo" y, para decirlo todo,
un prólogo (Todd, 1997: 308).

3.2.2. La lógica del absurdo: el suicidio

El objetivo del libro El mito de Sísifo es presentar la sensibilidad absurda dispersa en


el siglo. Pero ya la lectura de la cita que encabeza la obra nos advierte del valor de la vida
para ese griego de corazón, como se definió a sí mismo Camus.

Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo


posible (Píndaro, III, Pítica).

Ciertamente, para Camus reivindicar el valor de la vida supone antes mirar a la cara
la posibilidad de morir, o mejor, la posibilidad de anticipar la propia muerte: el suicidio.
De ahí la afirmación rotunda con la que comienza El mito de Sísifo: "No hay más que un
problema filosóficamente serio: el suicidio". Aparentemente, los hombres y las mujeres
que se suicidan parecen seguir hasta el final la lógica consecuencia de confesar que no se
comprende el sentido de la vida. Suicidarse, en cierto sentido, sería equivalente a
confesar que "la vida no merece la pena", a reconocer la ausencia de toda profunda

164
razón para vivir o bien que el sufrimiento se ha convertido en insuperable.
Pero Camus advierte que es más fácil deducir las conclusiones que ser lógico hasta
el final. De hecho, las personas rara vez se suicidan por reflexión. La mayoría de las
veces hay algo incontrolable que los lleva precisamente a suicidarse, pues en el apego que
los seres humanos tienen a la vida hay algo más fuerte que todas las miserias del mundo.
Se adquiere la costumbre de vivir antes que la de pensar y se elude imaginar la propia
muerte. Se prefiere hablar de la muerte ajena y se despliegan poderosos recursos y
sorprendentes mecanismos de evasión. Desde la diversión en el sentido pascaliano, a la
creencia en el más allá, no se ahorran esfuerzos ni recursos para evitar pensar que, en
palabras de Pascal, "por muy bella que haya sido la comedia, al final, se arroja una
paletada de tierra sobre la cabeza y con ello se acaba la función".
Como luego se mostrará, Camus rechazará el suicidio en cualquiera de sus formas,
tanto el espiritual como el corporal. Pero antes, Camus analiza en esa costumbre
adquirida: la mecánica de vivir.

3.2.3. La vida mecánica y el despertar

Descubrir lo absurdo requiere antes despertar. Advertir, quizá con ocasión de algún
suceso extraordinario, el estado de permanente ensoñación en el que vivimos gracias a la
mecánica de las costumbres cotidianas. La vida anestesiada por la rutina es descrita por
Camus en muchos de sus escritos. En uno de los primeros: El derecho y el revés, había
descrito ya este tema:

De pronto, (el hombre) descubre que mañana es parecido a hoy y, después


de mañana, todos los restantes días. Tal descubrimiento irremediable le abruma.
Ideas semejantes a ésta son las que causan la muerte. Por no poder soportarlas,
o se mata uno o, si se es joven, se hacen grandes frases.

También en El Extranjero, que Sartre interpretaba como una versión del cuento
volteriano, se describe la monotonía de la vida del protagonista: Mersault. Un pitillo, una
taza de café con leche, una sesión de cine, una noche con María. La vida de Mersault
parece no tener sentido. Antihéroe indolente, no camina hacia una meta, sólo vive ciega y
automáticamente, repitiendo los gestos, los pensamientos, las sensaciones. La conciencia
de Mersault es pasiva, tediosa, cansada. Repite con frecuencia: "me da igual". Mersault
rechaza las conveniencias y las convenciones, la moral que las impone y la hipocresía
que las adorna (Majault, 1969: 27). En este caso, la existencia más que identificarse con
la angustia es equivalente a la indiferencia. En palabras de Nietzsche, se restaura la
inocencia a los acontecimientos puramente fortuitos (Aurora). Camus, para describir esa
rutina del vivir de Mersault, un oficinista, un burócrata aburrido, utilizará diversos
recursos lingüísticos y literarios. Sus actos son descritos y no explicados. Sus palabras

165
son pocas y con frecuencia responde con monosílabos. Las frases son cortas y abundan
los artículos indeterminados. Son frecuentes las conjunciones, aunque no hay nexos
causales, y las repeticiones. La descripción de sucesos desligados, las frases
yuxtapuestas, reflejan la falta de unidad de la vida, la fragmentación de la existencia. No
es de extrañar que la novela comience con una muerte anunciada por un telegrama, el
fallecimiento de la madre del protagonista y termine también con una muerte: el
protagonista espera la ejecución de la sentencia que le condena a muerte, por haber
asesinado a un árabe tras un desventurado encadenamiento de circunstancias. Por tanto,
la muerte se convierte en la unión estructural del libro (García Peinado, 1981: 79).
En todo caso, con esta obra, Camus evita expresar racionalmente la filosofía del
absurdo y busca que el lector experimente el sentimiento del absurdo, la percepción de
que "todo me es extraño" como rezaba un verso de Baudelaire, el contraste entre la
descripción de los hechos (primera parte de El extranjero) y la interpretación que de ellos
hace la justicia humana (segunda parte). Así, aunque el relato emplea la primera persona,
que tradicionalmente permite al narrador un gran conocimiento de sí mismo y lleva al
lector a comprender los sucesos que constituyen la historia (García Peinado, 1981: 95),
Mersault resulta para el lector un forastero o intruso que es absolutamente extraño al
mundo. Es el perfecto antihéroe que, desprovisto de cualquier atisbo de romanticismo, se
siente extranjero en un mundo privado de luces e ilusiones, pues no percibe más que
incoherencia. No es de ningún lugar, ni tiene proyectos de futuro, sólo le preocupa el
presente. Entonces, cuando el mundo no es más que un paisaje desconocido, cuando el
corazón no encuentra apoyos en un universo cerrado, se experimenta lo absurdo y uno
se convierte en extranjero (Cuadernos). Aquí se recoge la concepción del universo de
autores como Lucrecio, Sade, Nietzsche, o los surrealistas, escritores del gusto de
Camus.
Después, en la obra Calígula el hombre absurdo se otorga un imperio y ejecuta su
programa. En esta ocasión, el origen del absurdo es el dolor provocado por la pérdida de
un ser amado. En concreto, Drusila, la hermana del emperador. Este acontecimiento, este
dolor, provoca un cambio radical en la personalidad del emperador. Calígula descubre
una triste realidad: "sé que nada dura". Se desgarra el velo de la apariencia, al descubrir
que las personas se mueren y no son felices. Así se hunden todos los valores. Calígula se
propone ejercer su libertad sin frontera alguna, destruyendo el orden establecido.
Cesonia, la vieja ama de Calígula, le suplica: "existe lo bueno y lo malo, lo que es grande
y lo que es bajo, lo justo y lo injusto".
Pero Calígula estrangula a Cesonia, para acabar con la ternura con sus propias
manos. Así, en esta obra, Camus deja a la lógica absurda desarrollarse enteramente y
comprueba el punto al que conduce: el crimen o la locura. En definitiva, reconoce que
hay también algo inhumano que segregan los hombres. Al final, Calígula confiesa a su
amigo Escipión: "No he seguido la vía que era precisa. Mi libertad no era la verdadera".
El mensaje de Calígula es que, si bien todo está permitido (el grito de Ivan Karamazov),
ello no significa que nada esté prohibido. En El mito de Sísifo, Camus avanzará en
mostrar la evidencia del absurdo.

166
3.2.4. El sentimiento de absurdo

En El mito de Sísifo Camus trata de explicar la filosofía del absurdo. Además, aquí
se plantea que la vida banal y mecánica necesita ser cuestionada alguna vez y se debe
buscar el sentido que otorgar a la propia vida. Es la exigencia de un despertar que se
resume en las líneas que siguen:

[…] levantarse, coger el autobús, cuatro horas de oficina, la comida, el sueño, y


lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo. La ruta
se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Pero un día surge el
"porqué" y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro. Comienza, esto es
importante. La lasitud está al final de los actos de una vida maquinal, pero inicia
al mismo tiempo el movimiento de la conciencia. La despierta y provoca la
continuación. La continuación es la vuelta inconsciente a la cadena o el
despertar definitivo. Al final del despertar viene, con el tiempo, la consecuencia:
suicidio o restablecimiento.

En determinadas circunstancias, el sufrimiento o la inquietud puede convertirse en la


ocasión para que se produzca el despertar, el sentimiento de divorcio con la propia vida y
el sentimiento de lo absurdo propiamente dicho.

3.2.5. La irracionalidad del mundo

El encuentro con el mundo puede hacer sentir su irracionalidad y su hostilidad


cuando se advierte que es espeso. No lo comprendemos, se nos escapa. Incluso en el
fondo de toda belleza, se observa algo inhumano. No vemos más que apariencias
enmascaradas, que luego, por la costumbre, vuelven a ser lo que son. Ese espesor y esa
extrañeza del mundo es lo absurdo (El Mito de Sísifo).
En El malentendido el orden del universo ya no se muestra mecánico como en El
extranjero. Aparece como desorden y horror, sin horizonte y cerrado. El paisaje, oscuro,
lluvioso y con lodo, recuerda la alusión del espesor en El Mito de Sísifo. Una de las
protagonistas: Marta, llega a matar con tal de poder huir de esa oscuridad espesa, en
busca del sol. Así aumenta la destrucción y Marta y su madre comen de ese fruto
monstruoso: "Este mundo no es razonable; bien puedo decirlo yo que lo he saboreado
todo, desde la creación hasta la destrucción". La historia no es sólo un malentendido
accidental (la persona a la que matan es el propio hermano y el hijo, respectivamente),
sino la imagen necesaria de una tierra podrida, de un universo absurdo y de la condición
de soledad y amor burlado (Luppé, 1963: 130 y ss.).

167
3.2.6. La irracionalidad humana

Según el análisis del El mito de Sísifo es imposible que podamos decir de alguien: lo
conozco. Ni siquiera puedo captar mi yo, no puedo definirlo ni acotarlo. No es más que
agua que se escapa entre mis dedos. Tampoco puedo conocer mi propio corazón y
siempre seré extraño a mí mismo y a este mundo. Ese percibir lo inhumano de lo
humano, esa "caída incalculable ante la imagen de lo que somos, esta «náusea» […] es
también lo absurdo" (El mito de Sísifo). La razón ciega pretende que todo está claro,
pero incluso es decir demasiado afirmar que el mundo es absurdo. Se tendría que decir
que este mundo no es razonable. En El mito de Sísifo, Camus cita a Nietzsche,
Kierkegaard, Jaspers, Heidegger, Chestov, Scheler y toda una familia de espíritus
emparentados por su empeño en cerrar la vía de la razón y encontrar los caminos de la
verdad, en denunciar que carece de razón aquello que no se comprende. Para ellos,
también reina en el universo la contradicción, la antinomia, la angustia. Todos ellos tienen
en común reconocer la impotencia ante el grito del corazón que exige todo o nada. Pero
algunos de ellos: Dostoievski, Chestov, Kier-kegaard, a juicio de Camus no pueden ser
considerados como pensadores absurdos, ya que atribuyen un papel a Dios y a la vida
futura.
En cambio, el hombre propiamente absurdo no cree en el sentido profundo de las
cosas. A pesar de reconocer lo absurdo de la vida, rechaza cualquier forma de suicidio
(Mersault). Tanto el espiritual, la creencia en el más allá, como el corporal. Los que
practican el suicidio filosófico son existencialistas como Kierkegaard, Chestov, Jaspers y
románticos como Dostoievski, que, de lo más profundo de la conciencia de lo absurdo,
sacan la fuerza para un salto a un absoluto trascendente.
Camus rechaza esta actitud y opta por el mundo con verdadera pasión. Siente al
tiempo su deseo de dicha y de razón y entonces lo absurdo se convierte en una pasión,
en la más desgarradora de todas. Por este motivo, a su juicio, hay más honestidad,
autenticidad y valor en reconocer que la vida no tiene sentido, manteniéndose además en
esa arista vertiginosa. De ahí su afirmación: "El hombre absurdo es la razón lúcida que
comprueba sus propios límites" (El mito de Sísifo). Para Sartre, Orestes también
encarnaba la auténtica grandeza que descubre que no hay Dios y que el ser humano está
condenado a la libertad, la desesperación y la angustia. Entonces, la lucidez se convierte
en la única razón de vivir. Como Montaigne, que estimaba que la vida sin la muerte no
sería tal vida, Camus considera que lo absurdo perfecciona la existencia. Supone vivir un
destino y aceptarlo plenamente. Al tiempo, implica también derivar tres consecuencias:
mi rebelión, mi libertad y mi pasión. La rebelión consiste en la seguridad de un destino
aplastante, menos la resignación que debería acompañarla. Así se comprende lo lejos que
queda la experiencia absurda del suicidio, pues mi liberación asegura que mi conducta en
el mundo ya no será la de un autómata.

168
3.2.7. La noción de lo absurdo

Camus distingue claramente el sentimiento de lo absurdo, que se acaba de describir,


de la noción de absurdo propiamente dicha. Siguiendo el análisis de El mito de Sísifo, lo
absurdo como noción significa "lo imposible" o lo "contradictorio". Por ejemplo, cuando
acuso a un inocente de un crimen monstruoso. Otra utilización del término "absurdo" es
la que se refiere a una desproporción entre la intención y la realidad que se espera; por
ejemplo, si veo que un hombre se enfrenta con un cuchillo a un grupo armado de
metralletas. En todos los casos que podamos referir, lo absurdo es tanto más acusado
cuanto más grande sea la diferencia entre los términos que comparo. Por tanto, lo
absurdo siempre nace al comparar un estado de hecho y una cierta realidad, una acción y
el mundo que la supera, es decir nace de la confrontación. No está en el hombre ni en el
mundo tomados aisladamente sino en su comparación y confrontación, sin ella no nace ni
la noción de absurdo ni el sentimiento de absurdo.
Así, en un sentido amplio, lo absurdo es todo lo que no tiene sentido: el mundo y yo
mismo, pero en un sentido estricto, ni el mundo ni yo, tomados aisladamente, somos
absurdos. Es la relación en la que se halla el mundo respecto a mí, pues yo soy el que
percibo la falta de racionalidad y de lógica o coherencia del mundo. Entre todas las
definiciones que Camus ofreció de la idea de absurdo ninguna resultó más iluminadora
que aquella en la que precisa que lo absurdo nace por el contraste entre el deseo de
racionalidad y el silencio irrazonable del mundo. Precisamente, lo absurdo nace de la
confrontación de ese deseo desenfrenado de claridad, cuyo llamamiento resuena en lo
más profundo del hombre. Lo absurdo es el único lazo entre el ser humano y el mundo.
Estamos, por tanto, en un irracionalismo metafíisico, pero con matices, pues los tres
protagonistas del drama son lo irracional, la nostalgia humana y lo absurdo.

3.2.8. Lo absurdo y la dicha posible

¿Es posible lograr la felicidad ante la experiencia de absurdo? Rechazado el suicidio,


tanto el espiritual como el corporal, Camus, como buen mediterráneo, tratará de
responder a este interrogante a través de un mito: el de Sísifo. De todos es conocida la
leyenda del mito:

Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la
cima de la montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso.
Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el
trabajo inútil y sin esperanza […] (El mito de Sísifo).

Por su amor a la vida y su odio a la muerte, por su desprecio a los dioses, Sísifo fue
condenado a un terrible tormento que consiste en no terminar nada, pagando así el precio

169
por las pasiones de esta tierra. Sin embargo, Camus se imagina a Sísifo dichoso, es el
héroe absurdo, tanto por sus pasiones como por su tormento, pues Sísifo es más fuerte
que su roca. Persuadido del origen humano de todo lo que es humano, está siempre en
marcha aunque la roca siga rodando. Así, vence al destino con su desprecio, convirtiendo
su tormento, la clarividencia, en su victoria.
Por este motivo, Camus considera que la sabiduría antigua trágica coincide con el
heroísmo contemporáneo, al descubrir que el esfuerzo mismo "para llegar a las cimas"
basta para llenar el corazón de un hombre. Ahora se comprende que Camus propusiera a
su editor un proyecto menos abstruso que se titularía: Sísifo o la felicidad en los
infiernos. El hombre absurdo es aquél que apuesta por una vida limitada a la tierra. Una
vida en lucha, cuya profunda inutilidad se comprende constantemente, de ahí que Camus
ponga el acento en el heroísmo. Quizá es lo que descubría Mersault al final de la historia,
cuando esperaba en el cadarso la ejecución de la sentencia que le condenaba a morir:

Creo que he dormido porque me he despertado con las estrellas sobre la


cabeza. Los ruidos del campo subían hasta mí. Los olores de la noche, de la
tierra y del sol refrescaban mis sienes. La paz maravillosa de este verano
dormido entraba en mí como una marea (El extranjero).

Confundido primero con el automatismo ciego de la vida cotidiana, hasta el punto de


ser desfigurado por ella, Mersault antes de morir recibe como recompensa la vida rica en
sensaciones. Descartadas con lucidez todas las ilusiones (Dios y la religión, la sociedad y
sus leyes), el sentido de la vida se descubre en el gozo del instante presente. Solo y
solitario, el ser humano, replegado en el seno de una sociedad hostil, es capaz de sentirse
feliz incluso en la desesperación. Y al final se comprende por qué, no en vano, el nombre
del protagonista: Mersault, evoca el mar y el sol. Los rasgos del héroe absurdo serán,
entre otros, los siguientes (Luppé, 1963: 32 y ss.).

— Gusto por el instante presente. Como Mersault, el héroe absurdo descubre el


momento presente y se abandona a la sensación que sustituye al concepto.
Considera que vivir un porvenir abstracto no es más que soñar. Vivir es vivir y
gozar con el presente, palpando la riqueza del mundo. El presente y la
sucesión de presentes… se convierten en el ideal del absurdo.
— Sustituir la calidad por la cantidad. Para Camus, la creencia en lo absurdo
conduce a remplazar la calidad de la experiencia por la cantidad, estando
frente al mundo lo más a menudo posible, coleccionando el mayor número
posible de sensaciones. En El mito de Sísifo, Camus esboza tres retratos: el de
Don Juan, el del actor y el del conquistador, que encarnarán el ideal del
absurdo en la medida en que representan a hombres que no pretenden más
que agotarse.
— Allí donde reina la lucidez, la escala de valores es inútil. Si la conciencia no

170
está presente en el instante, el gozo presente, la riqueza del mundo pasa
desapercibida. La conciencia de lo efímero, lo fugaz, le otorga un nuevo valor.

3.2.9. La rebelión y el dolor del mundo

En escritos posteriores, Camus insistió en que la noción y el sentimiento de lo


absurdo no expresaban su pensamiento definitivo. Incluso le irritaba que se identificara su
nombre con esta noción (Novedades Literarias), ya que con frecuencia se asociaba la
noción de lo absurdo de Camus con la "nada" de Sartre. Sin embargo, lo absurdo es a
Camus lo que la duda metódica a Descartes: un punto de partida, no de llegada
(introducción al Hombre rebelde). Cuando Sartre se preparaba para mostrar la nada de la
vida, despúes de haber descrito las náuseas del ser humano ante la existencia, Camus se
preparaba para alejarse de Sísifo y regresar a su alma griega que inspiró sus primeros
escritos.

Cuando yo analizaba el sentimiento de absurdo en El mito de Sísifo, estaba


buscando un método y no una doctrina. Trataba de hacer esa "tabla rasa" a
partir de la cual se puede comenzar a construir (Novedades Literarias).

La tabla rasa a la que se refiere en este texto es la aceptación del nihilismo. Camus
buscaba ver lo que puede ser la vida cuando se rechaza cualquier solución trascendente y
se observa que la vida no tiene sentido. Por tanto, El mito de Sísifo representa una
especie de "paso al límite". El 21 de febrero de 1941 escribía en sus cuadernos: "Sísifo
terminado. Los tres Absurdos están acabados. Comienzo de la libertad". En esos
momentos, al escritor francés el mundo le parece no tanto absurdo, como terrible. Él,
que jugó con la idea de que si Dios no existe todo está permitido (Calígula y El
Malentendido), se da cuenta de que "no pueden suprimirse absolutamente los juicios de
valor. Eso niega el absurdo" (Cuadernos, después del 9 de marzo de 1943).
Efectivamente, si en la experiencia del absurdo el sufrimiento es individual (Mersault,
Calígula y Sísifo), con la rebelión, la conciencia del sufrimiento se convierte en colectiva.
Así, por medio de la rebelión, el ser humano hasta entonces recluido en la soledad,
accede a la solidaridad, pues en definitiva no hay más que dos opciones: aceptar o
rebelarse. Rieux, Rambert y Paneloux, personajes de La Peste, siguen los caminos de la
rebeldía. Ahora, como Rieux, el narrador de La Peste, Camus se solidariza con los
vencidos, con las víctimas. El momento histórico-político vivido por Camus, no le
permitía la ciega indolencia. De hecho, en una carta a Roland Barthes, Camus confesaba
que La Peste, publicada en el tiempo de la resistencia, "tenía como contenido evidente la
lucha de la resistencia europea contra el nazismo" (Revista Club, febrero de 1955).

171
A) De la soledad a la solidaridad

Aparentemente, La Peste es la crónica de una epidemia en la ciudad de Orán. Ante


esta situación extrema, algunos se encierran en la desgracia con complacencia (Cottard),
otros predican que la peste en un castigo divino por los pecados del mundo (Paneloux).
En cambio hay tres personajes que oponen la solidaridad a la resignación o la evasión. El
doctor Rieux, que encuentra sentido a la vida ejerciendo su profesión; Tarrou, que
rechaza todo aquello que mata o justifica que se mate, y el periodista Rambert, que trata
de huir de la ciudad para reunirse con la mujer que ama hasta que decide que él también
debe colaborar en acabar con la epidemia. La lucha contra la peste permite abordar las
reacciones de los distintos personajes ante el sufrimiento, la agonía y la muerte: la
amistad, la solidaridad y el coraje. La compasión (Tarrou), la simpatía (Rambert) y la
rebelión (Rieux) muestran que solo la rebelión reconcilia al ser humano con su destino,
pues si bien no se puede ganar la partida contra la muerte, la fuerza y la pasión en la
protesta impulsan la acción y el compromiso con la realidad. Como el Orestes de Sartre,
el Rieux de Camus piensa que "la humanidad empieza más allá de la desesperación".
Mientras que Mersault y Calígula, como Sísifo, habían cedido a la suerte que les había
tocado, el doctor Rieux se apiada de los que sufren y comprende que no puede aislarse.
"Ante el espectáculo de la sinrazón, ante una situación injusta e incomprensible", quiere
solidarizarse. Sísifo ahora no está solo. Su lugar lo ocupa Prometeo, que toma conciencia
de sí mismo en su rebelión. Camus desarrollará las líneas de fuerza que inspiraron La
Peste en El hombre rebelde. Ahora su intención es proseguir una reflexión iniciada en
torno al suicidio y al absurdo. Si en El mito de Sísifo Camus se preguntaba: ¿puedo
matarme?, en El hombre rebelde el interrogante es: ¿puedo matar?, pues de algún modo,
el sentimiento de lo absurdo convertía el asesinato en indiferente (Mersault) y, por tanto,
posible.

B) La rebelión

Como se ha dicho, lo absurdo, al igual que la duda metódica, hace tabla rasa, pero
también como la duda lo absurdo puede orientar una nueva acción. Si grito que no creo
en nada y que todo es absurdo, al menos debo creer en mi protesta. Así la primera
evidencia es la rebelión, la protesta por el espectáculo de la sinrazón, por una condición
injusta e incomprensible. Su impulso ciego reivindica el orden en medio del caos y
engendra acciones cuya legitimación se pide (introducción a El hombre rebelde).
Partiendo de esta primera evidencia, Camus comienza por analizar la actitud del
hombre rebelde. El hombre rebelde es aquel que dice no y ese no afirma la existencia de
una frontera. La rebelión va acompañada de la idea de tener uno mismo de algún modo
razón e invoca tácitamente un valor. Mientras que en la experiencia absurda el
sufrimiento es individual, a partir de la rebelión, el ser humano tiene conciencia de ser

172
colectivo, pues el mal que experimenta un solo ser humano, la conciencia de la distancia
que sufre en relación consigo mismo y con el mundo, puede convertirse en una peste
colectiva. De ahí la afirmación de Camus: Yo me rebelo, luego somos.
Ahora, la reflexión de Camus se orientará a mostrar que la verdadera rebelión
supone "una naturaleza humana", como pensaban los griegos, que es preciso respetar,
una fraternidad que es menester defender y un límite que no debe ser nunca traspasado.
Lo que el ser humano reivindica, lo reivindica también para los demás, pues todos tienen
en común los mismos derechos. El rebelde que dice no a un poder que le oprime, trae a
la luz el sí. Si el esclavo se rebela, es en nombre de algo. Su rechazo le lleva a invocar,
tácitamente, un valor, algo irreductible con lo que identificarse. Pero antes, Camus
precisará ese no que grita el rebelde.
En contra de "los postulados de la filosofía contemporánea", llega a decir Camus
aludiendo a Sartre, ese valor que preexiste a toda acción contradice las filosofías
puramente históricas, donde el valor se conquista al final de la acción. A diferencia de
otros autores existencialistas, para Camus hay "dos errores vulgares: la existencia precede
a la esencia o la esencia a la existencia. Ambas caminan y se elevan con un mismo paso"
(Cuadernos).

C) De la rebelión metafísica a la rebelión histórica

En cierto modo, toda rebelión es de orden esencialmente metafísico puesto que se


discuten "los fines del hombre y de la creación". El rebelde metafísico se considera
frustrado por la creación, se alza contra un mundo destrozado y reclama la unidad, la
justicia, frente a la injusticia. Contra el sufrimiento de vivir y de morir reivindica una
unidad dichosa.
De alguna manera, el rebelde metafísico blasfema en nombre del orden y denuncia a
Dios como padre de la muerte. En este sentido, desafía más que niega. "Una vez
derribado el trono de Dios, el rebelde reconocerá que esa justicia, ese orden, esa unidad
que buscaba inútilmente en su condición, tiene ahora que crearlos con sus propias
manos" (El hombre rebelde, cap. II). El problema ahora es adónde llevan la infidelidad y
la fidelidad del rebelde a sus orígenes.
Una vez proclamada la muerte de Dios, Camus advierte un peligro, pues el ser
humano puede instalarse en su lugar y convertirse en un tirano que se arroga el derecho
de vida y de muerte de sus semejantes. En ese caso hay que decir no a los hombres y la
rebelión se convierte en histórica. En El hombre rebelde, después de analizar tres
ejemplos: Sade (la negación absoluta: rebelión contra Dios y las personas), Ivan
Karamazov (rechazo de la salvación y voluntad de desesperar y de negar) y Nietzsche
(afirmación absoluta, voluntad de poder que aspira a elevar perpetuamente al hombre
más allá de sí mismo), Camus reflexiona sobre la rebelión histórica, analizando las
relaciones entre la rebelión y la revolución y mostrando los casos en los que la revolución

173
se ha vuelto contra la rebelión y ésta contra la revolución. A su juicio, la tentación del
nihilismo puede derivar en terrorismo individual, en terrorismo estatal, bien como
fascismo, que es terror irracional, o como comunismo, en forma de terror racional. De
ahí, deduce la necesidad de aunar esfuerzos, de rebelarse contra todas las tiranías, de
acceder del sufrimiento individual y su soledad al sufrimiento colectivo y a la solidaridad.
Por último, considera el arte como expresión de una actitud de rebelión. El artista
actúa como testigo de su época, proyectando para los tiempos venideros, reparando y
modificando la realidad, por medio de la creación. Creando, se puede dar unidad a lo
disperso. En definitiva, más allá del nihilismo, considera que es posible un pensamiento y
una acción que sin pretender resolverlo todo, permita hacer frente a la realidad de modo
creador. Ahora la dicha quizá está más allá de la rebelión, pues se añade a la seguridad
del desprecio, la satisfacción del esfuerzo y la aparición de la esperanza (Majault, 1969:
79). Probablemente una desesperante esperanza que permite mantenerse en pie en los
momentos difíciles. En las Cartas a un amigo alemán, Camus encabeza una de ellas, la
cuarta, con una cita de Obermann que también era del gusto de Unamuno:

El hombre es perecedero. Es posible; pero sigamos resistiendo, y si nos está


reservada la nada ¡no hagamos que sea una justicia! Obermann.

3.2.10. El lirismo dionisíaco y la voluntad de vivir

En 1951, Camus declaró a un periodista: "no comencé mi vida por el desgarro. No


comencé a trabajar en Literatura por la denigración como muchos, sino por la
admiración". Siempre recordó la luz, la luz de África en la que creció. Los textos de
Bodas, fechados entre 1936 y 1937, reflejan una experiencia dionisíaca de bodas con el
mundo, donde se comprueba un cierto helenismo orgulloso:

No buscamos lecciones, ni la amarga filosofía que se pide a la grandeza.


Fuera del sol, de los besos y de los perfumes agrestes, todo nos parece fútil. En
cuanto a mí, no busco la soledad. He ido muchas veces allí con aquellos a quien
amaba, y he leído en sus rostros la clara sonrisa que cobraba en ellos el
semblante del amor. Aquí, dejo para otros el orden y la medida. El gran
libertinaje de la naturaleza y del mar me acapara por completo.

El contacto corporal con el mundo sensible permite acceder a una embriaguez y


experimentar que se ha encontrado el propio lugar:

[…] me han dicho con frecuencia que no hay razón para estar orgulloso. Sí, la
hay: este sol, este mar, mi corazón que salta de juventud, mi cuerpo con sabor a
sal, y la inmensa decoración donde la ternura y la gloria se encuentran en el

174
amarillo y el azul.

La capacidad para disfrutar plenamente de la condición humana procura una especie


de orgullo. Después de un día de "bodas" con el mundo declara:

Había desempeñado bien mi papel. Había hecho mi oficio de hombre, y el


haber conocido la dicha durante todo un largo día no me parecía un logro
excepcional, sino el emocionado cumplimiento de una condición que, en ciertas
circunstancias, nos crea el deber de ser felices.

Camus observaba con aprobación a la juventud de Argel que no pensaba más que en
placeres sencillos y que expresaban su alegría de vivir con inocencia. La auténtica pureza
del hombre era "volver a encontrar esa patria del alma donde se torna sensible el
parentesco del mundo, donde los latidos de la sangre se acompasan a las violentas
pulsaciones del sol de las dos" (Bodas). Alma mediterránea y pariente espiritual de
Nietzsche, sean cuales sean sus decepciones, incluso en los peores momentos, siempre
encontró una fuente de alegría al evocar la belleza de la naturaleza, en concreto de Argel
y, especialmente, en el recuerdo de las ruinas de Tipasa. A diferencia de Sartre y de
Kafka, el contacto pleno con los elementos le procuró un estado de inocencia que
recuerda la evocación rousseauniana y romántica de un feliz estado de naturaleza, de una
naturaleza divinizada (Goethe y Nietzsche). En 1948 escribía: lo que le falta al mundo
moderno es "la naturaleza, el mar, las montañas, la meditación por las noches […], se
olvida la verdadera patria". La belleza del mundo es aquello que vincula con más fervor a
la tierra. Abandonándose al calor del sol, o en la contemplación de un cielo estrellado,
Camus experimenta lo absolutamente gratuito, la plenitud del mundo, próximo a un
panteísmo naturalista y al sentimiento de lo sagrado. Así, también Grecia fue siempre
para Camus una fuente de luz que quiso retener para no ceder a la "noche de los días".
Cuando viajó a Grecia, confesó en sus Diarios: "Valía la pensa venir de tan lejos para
recibir este gran pedazo de eternidad. Después de esto, lo demás carece de importancia".
Incluso compartía la actitud de Nietzsche cuando admitía que las mismas desgracias,
en una superabundancia de fuerzas vivificantes y reparadoras, tienen un brillo solar y
engendran su propio consuelo. Esa posibilidad de dicha se mantiene con diversos grados
en casi todos sus escritos: en la contemplación del cielo estrellado por parte de Mersault,
cuando espera la ejecución de la sentencia, en la búsqueda desesperada del sol y la luz
por parte de Marta en El Malentendido, y así hace verdad la frase de Proust de que los
únicos paraísos son aquellos que se han perdido (El revés y el derecho).
No es de extrañar que el sol y la luz, la luz presente aún en la noche iluminada por
las estrellas, se conviertan en un símbolo presente en todos sus relatos. El silencio de
mediodía también es evocado como lo fue por Nietzsche, uno de sus parientes
espirituales reconocido: "la hora secreta y solemne en la que ningún pastor toca su flauta"
(Así habló Zaratustra). Incluso uno de sus personajes más sombríos, el nihilista

175
Clémence, exclama al final de La caída: "Sí, hemos perdido la luz, las mañanas, la santa
inocencia de quien se perdona a sí mismo". Así, si una luz clara es capaz de expresar el
estado de felicidad de los personajes, también es cierto que un sol implacable puede dejar
caer sobre los personajes una luz tan cegadora como fatalista (García Peinado, 1981:
166), esa luz aplastante que en los trágicos griegos anuncia la más espantosa de las
catástrofes.

3.2.11. La aceptación del revés y el derecho de las cosas

Como Barres, D'Anunzio y sus maestros, los escritores españoles, Camus también
descubrió la fugacidad de la vida (Onimus, 1965: 24). La verdad hacia la que Camus
siempre soñó en volver es la experiencia de un contraste: la miseria y la luz.

Una obra de un hombre no es más que un largo caminar para redescubrir


por los rodeos del arte las dos o tres imágenes sencillas y grandes ante las cuales
el corazón se abrió por primera vez […]. En mi caso, yo sé que mi fuente está
en El revés y el derecho, en ese mundo de pobreza y de luz en que viví largo
tiempo y cuyo recuerdo me preserva todavía de dos peligros contrarios que
amenazan a todo artista, el resentimiento y la satisfacción (El revés y el
derecho).

Efectivamente, a Camus la miseria le impidió creer que todo está bien bajo el sol y
bajo la historia: y el sol le enseñó que la historia no lo es todo (El revés y el derecho).
Sensible a la belleza, quiso ser fiel a la tierra, pero tampoco quiso ser infiel a los que
sufren. Toda su obra osciló entre esos dos polos. La miseria que conoció en su infancia
se convirtió primero en el absurdo, después en la peste de la guerra mundial, por último
en la idea de una nueva miseria: la culpabilidad. Desde 1936, la evidencia del mal le hizo
borrar el recuerdo de la armonía y el reino. De hecho, la palabra exilio aparece de una
manera u otra en sus obras: El Malentendido, que pensaba titular al comienzo El exilio,
o también La Peste, antes titulada Los exilios.
Si en Unamuno el conflicto trágico surge al enfrentarse la razón y el deseo de
pervivencia, en Camus la luz y el sufrimiento y la miseria serán los dos extremos de la
tensión. En los Cuadernos de 1951 a 1954, exclamaba: "¡Oh, luz! Es el grito de quienes,
en las tragedias griegas, se ven abocados a la muerte o a un destino terrible". Pues los
griegos sabían que hay una parte de sombra y otra de luz. Progresivamente, Camus se
enfrentará contra la ceguera del sol, la miseria, la mediocridad, la enfermedad y la
muerte. Precisamente escogerá la justicia para mantenerse fiel a la tierra. Así, en último
término la felicidad sólo resultará posible en la medida en la que, con lucidez, se está de
acuerdo consigo mismo, con los demás hombres y con el mundo. A su juicio, es honesto
quien es lúcido, auténtico. Por este motivo, reconocer la existencia del mal y la injusticia,

176
tener el sentido de lo trágico, no es desesperar, sino alcanzar la lucidez, mirar el destino
cara a cara. Lo sublime no siempre está lejos de lo trágico y la lucidez es un modo de
encarar lo absurdo. Al final, Camus reconoció la verdad que encerraban aquellas palabras
expresadas en El revés y el derecho: "No hay amor a la vida sin desesperación de vivir",
pues, al fin y al cabo y a pesar de todo: "el sol nos calienta hasta los huesos". El retorno
al pensamiento meridional es un regreso a la inocencia de la vitalidad. Y, efectivamente, a
lo largo de su obra, Camus se aferró al mundo con todas sus fuerzas y a los hombres con
toda su piedad. Se preguntaba: "¿se puede, eternamente, rechazar la injusticia sin dejar
de celebrar la naturaleza del hombre y la belleza del mundo?" (El hombre rebelde). Entre
el revés y el derecho de las cosas, se esforzó por mantener los ojos abiertos y guardar el
difícil equilibrio entre los elementos en tensión. Las últimas páginas de La Peste hablan
por sí solas:

[…] El doctor Rieux decidió redactar el relato que termina aquí, para no ser de
aquellos que se callan para dar testimonio a favor de esos apestados, para dejar
al menos un recuerdo de la injusticia y la violencia que les habían sido inferidos
y para decir, sencillamente lo que se aprende en medio de las plagas: que hay en
el hombre más cosas de admiración que de desprecio.

Lejos de un romanticismo "de mala calidad" que prefiere sentir a comprender, como
si ambas cosas pudieran separarse, aboga por una inteligencia que se apoya en el valor y
que combate los excesos de la inteligencia. Convirtiendo la verdad en una pasión, Camus
supo rebelarse contra los desórdenes del mundo mediante la creación artística y la acción
política (Moral y Política), escogiendo la justicia para ser fiel a la tierra y la belleza. En
El revés y el derecho escribió: "el peor error de todos consiste en hacer sufrir".
Nietzsche advertía que, en ocasiones, las nuevas ideas se interpretaron como
locuras, locuras que rompieron la barrera infranqueable de la costumbre, el terrible
salvoconducto que convierte los hábitos en una superstición venerada: "¿Entonces,
comprobáis que ha sido necesaria la ayuda de la locura?" (Aurora, 42).

3.3. Aportaciones de los pensadores del absurdo

Denunciando la expansión de una vida cada vez más mecánica, los pensadores del
absurdo sacudieron el formidable yugo de la "moral de las costumbres" bajo el que viven
las sociedades contemporáneas, dando lugar a ideas nuevas y divergentes. Supieron
expresar, sin demostrar, la tragedia del ser humano solitario, el sentimiento de desamparo
absoluto, frente a las estructuras imperativas de unas estructuras sociales que encasillan y
ahogan (J. Chaix-Ruy, 1969: 105). No hay que asombrarse del mundo de pesadillas y
fantasmas abierto por la obra de Kafka, no hay que escandalizarse por su descripción de
la vida como una colonia penitenciaria. Sus peores pesadillas no fueron más terribles que

177
las que ocurrieron tan solo diez años después de su muerte, en los campos de
concentración nazis. Sus tres hermanas murieron en los hornos crematorios de
Auschwitz en la década de los cuarenta. Así el núcleo del universo kafkiano expresa el
asombro y temor por lo que algún día pueda ocurrir. Los pensadores del absurdo
pusieron en tela de juicio el supuesto progreso de las consideradas hasta entonces
sociedades avanzadas. Insistieron en el poder de las burocracias, en el dominio de los
medios sobre los fines, en el peso de unas organizaciones que convierten la libertad en un
instante siempre amenazado. De hecho, los relatos de Kafka siguen siendo un referente
que advierte de los peligros de la vida del hombre moderno en la gran ciudad, sometido,
lo quiera o no, a los aparatos burocráticos que imposibilitan cada vez más las relaciones
personales en la resolución de desacuerdos (Benjamin) y que generan el sentimiento de
un encarcelamiento asfixiante.
Después de Kafka lo que choca no es lo monstruoso, sino su evidencia (T. W.
Adorno). Sin embargo, no hay que buscar en los pensadores del absurdo un ciego
pesimismo. A juicio de Camus, en Kafka se encuentra la paradoja del pensamiento
existencial en estado puro, tal como la expresó Kierkegaard: se debe clamar por la
esperanza hasta la muerte. En contra de lo que pudiera pensarse, los pensadores del
absurdo reclamaban demasiado de la vida, no demasiado poco. Reclamaban lo perfecto,
lo perfecto o nada, de ahí el tono trágico de alguno de sus escritos. Fuerza y debilidad
atraviesan su obra, como quien ve los abismos en contra de su voluntad, con la
convicción de que el ser humano no puede vivir sin una confianza perdurable en algo
indestructible, por mucho que permanezca indefinidamente oculto. Y ello hace vivir con
tanta intensidad que como Kafka confesaba "durante una vida se viven mil muertes"
(carta a Dora, 1923). Así, no es de extrañar que uno de los rasgos fundamentales que
unen a Kafka y a Camus fuera el sentimiento de compasión, una piedad que llora a
medias y que ríe a medias, al comprobar lo difícil que siempre le resulta a la humanidad
obrar con rectitud.

178
4
Consideraciones finales

Ningún sistema filosófico es definitivo, porque la vida tampoco es


definitiva. Un sistema filosófico soluciona un grupo de problemas
históricamente dados y prepara las condiciones para el planteamiento de
nuevos sistemas. Así ha sido siempre y siempre lo será.

Benedetto Croce

4.1. Los ataques a los irracionalismos

Si los irracionalistas fueron fraguando su pensamiento en pugna con los excesos


racionalistas del pasado y de su propio tiempo, no por ello se han librado de los ataques
de aquellos que, en nuestro siglo, han identificado el irracionalismo con el exceso, el
conflicto e incluso la barbarie. Desvanecidos los sueños de aquella razón que acabó
generando monstruos, de aquellos que identificaron ingenuamente el progreso de los
conocimientos con el progreso moral, la violencia del siglo que termina, la amplitud de
sus tensiones y enfrentamientos, los excesos de Auschiwz y tantos conflictos, mostraron
que los humanos podemos practicar una violencia sin límites y que no sólo las pasiones
son difíciles de controlar, sino que se pueden elaborar complicados mecanismos
racionales para justificar las mayores locuras inimaginables. Los pensadores de la escuela
de Francfort, Marcuse, Adorno, Horkheimer, ajustaron cuentas con la violencia soterrada
de la Modernidad, con las injusticias que penetran las transformaciones industriales,
sociales, culturales y políticas, provocadas en una época bajo los más nobles auspicios.
Los autores de la llamada "teoría crítica" analizaron la razón instrumental, para sacar a la
luz la raíz irracional de los excesos totalitarios, tanto del fascismo y del nazismo, como
del comunismo. Ya Freud había advertido que por debajo del psiquismo racional, había
un poderoso y abrumador depósito de fuerzas que no estaban dispuestas a un análisis
racional. El individuo sabía que estaba de algún modo condenado a la división interior, la
represión, la neurosis y la alienación.
Ahora bien, la importancia asignada a lo pasional y lo instintivo realizada por los
pensadores irracionalistas fue a su vez objeto de crítica por parte de aquellos que temían
los efectos de una claudicación de la racionalidad en cualquiera de sus formas. Entre las

179
diversas críticas de las consecuencias de las actitudes irracionalistas se destacarán aquí a
dos. Una fue la llevada por G. Lukács, desde el plano del marxismo, la otra fue realizada
por K. Popper y su defensa de una racionalidad crítica. Los dos vieron en las posturas
irracionalistas el medio más seguro para cerrar las puertas a la solución de los conflictos
mediante un diálogo razonable (K. Popper), o para pudrir los cimientos de los valores y
las necesarias transformaciones sociales (G. Lukács).

4.1.1. G. Lukács y el "asalto a la razón"

Uno de los ataques más frontales y virulentos a las consecuencias del irracionalismo
fue el escrito desde la tradición dialéctica por Lukács en vida de Stalin y publicado en
1953, el año de su muerte. El libro: El asalto a la razón se presentó como una historia
del irracionalismo, tendencia que se discernía fácilmente en la filosofía que se desarrolló
desde 1800 hasta nuestros días. Lukács llamó especialmente la atención sobre el
pensamiento que se expresó a partir de 1890, lo que llamaba el período imperialista,
concentrando su atención en Alemania; probablemente porque allí se manifestó una de
las mayores muestras de la locura y sinrazón humana: Hitler.
La tesis extrema de Lukács fue que el irracionalismo preparó el terreno a Hitler. En
su condición de marxista y heredero de la fe en el progreso y en la razón que se remonta
a los enciclopedistas, consideró que toda doctrina que ponga límites a la razón se opone
al progreso. A su juicio, utilizando las armas del intelectual, el irracionalismo se resiste al
progreso tanto en la ciencia como en el orden social y se manifiesta tanto en una teoría
del conocimiento como en una imagen del universo determinada.
La teoría del conocimiento de los irracionalistas encuentra varias formas de
expresión. La primera forma es la negación de la existencia o la cognoscibilidad de un
mundo físico independientemente existente (idealismo o fenomenismo). Un segundo
modo de manifestación del irracionalismo se encuentra en la insistencia en los límites
inherentes al método científico. En este punto, el irracionalista subraya la frustración de
la ciencia frente a determinadas dificultades para cuyo tratamiento no resultan adecuados
los métodos vigentes, entonces supone que los límites del estado de la ciencia en su
tiempo, son los límites del conocimiento humano (H. Bergson). El tercer modo de
manifestación del irracionalismo en la teoría del conocimiento es la negación de la
posibilidad de explicación científica en la historia y en las ciencias sociales. Piensan que el
conocimiento histórico se refiere de algún modo a lo individual, de ahí derivan que no es
posible determinar las leyes en la historia, y por tanto que no es posible una predicción o
explicación en el sentido científico (Windelband, Rickert y Croce). Por lo que se refiere a
la imagen del mundo, los irracionalistas no afirman que no haya realidad objetiva o que
no podamos conocerla, sino que podemos conocerla como lo que es: algo carente de
significación.
Desde el punto de vista de la historia del pensamiento, Lukács considera a Schelling

180
el primer irracionalista, pues en él se dan varias de las características esenciales a este
movimiento: considerar la intuición como el vehículo de la verdadera comprensión y
pensar que la verdad sólo es accesible a una elite. Después pasará revista a la filosofía de
Schopenhauer, en su opinión el primer filósofo burgués que tomó abiertamente posición
tanto contra el feudalismo y la monarquía como contra la clase obrera, al pensamiento de
Kierkegaard, expresión de la rebelión del individuo contra las restricciones de la sociedad
y también a Nietzsche, al que califica de feroz oponente de la clase obrera. Los rasgos
burgueses de sus vidas y obras son analizados por Lukács.
Por último, analizando en el período imperialista (1890), Lukács examina la
tendencia filosófica dominante: la de las filosofías de la vida (lebensphilosophie), desde
Dilthey, Simmel, Max Scheler, Max Weber, y finalmente, a los existencialistas Heidegger
y Jaspers. Lukács ataca con virulencia el creciente irracionalismo que, a su juicio, es una
justificación ideológica de los valores de la sociedad, conduce al escepticismo y al
relativismo moral, y pudre los cimientos del conocimiento y de todos los valores,
exaltando los valores irracionales que el totalitarismo nazi hizo suyos.
A la altura de 1953, piensa que las masas ya no renunciarán al derecho de servirse
de la razón en su propio interés y en interés de la humanidad, "al derecho a vivir en un
mundo racionalmente gobernado y no en medio del caos de la locura de la guerra" (final
de El asalto a la razón).

4.1.2. Las críticas de K. Popper

K. Popper consideró el conflicto entre el racionalismo y el irracionalismo como uno


de los "problemas intelectuales más importantes de nuestro tiempo". Popper se calificó a
sí mismo de racionalista, aunque definió los términos "razón", "racional" y "racionalismo"
en sentidos diferentes según las ocasiones. Popper insistió en que "un debate sólo será
racional en la medida en la que trate de solucionar ciertos problemas" y únicamente
puede ser racionalmente discutido si se "ocupa" de sus problemas. Para él, la búsqueda
del conocimiento surge de las necesidades de resolver problemas concretos. El método
de solventar las dificultades es el método de ensayo y error. Intentar basar el
conocimiento sobre algún fundamento supuestamente inamovible, ya sean los sentidos, la
razón, la intuición, el intelecto o Dios, supone una teoría autoritaria por naturaleza. En
este sentido, Popper considera que todo autoritarismo descansa en el irracionalismo, pues
ninguna autoridad puede otorgarse a sí misma la autenticidad. Rechaza tanto la idea de
fundamento como la de justificación. El motivo es que, cuando tratamos de justificar
racionalmente nuestras teorías, todo lo que podemos hacer es someterlas a las críticas y
contrastaciones más severas y aceptar provisionalmente aquellas que mejor las resistan.
Racionalidad y crítica están así vinculadas y una teoría o decisión será racional o digna
de ser aceptada no porque pueda justificarse, sino porque resista la crítica. Según Popper
la crítica es "la sangre vivificadora de todo pensamiento racional" y la base de la

181
objetividad y la imparcialidad. Popper, que se califica a sí mismo de crítico, llama a su
postura fiabilismo crítico y progresivo. Ser racional equivale a formular claramente
ciertos objetivos y explorar los mejores medios de realizarlos y esto es algo que resulta
válido tanto para la investigación teórica como para la práctica.
Las críticas expresas de Popper a las posturas irracionalistas fueron realizadas en su
libro: La sociedad abierta y sus enemigos (1945), obra clave para conocer su
pensamiento político. En ella, Popper se propone explicitar las "miserias intelectuales del
nazismo y del stalinismo", producto político de una tradición intelectual que nació en
primera instancia de Hegel y de Marx, pero que tiene su antecedente más remoto en
Platón, donde a su juicio aparece el tribalismo y el totalitarismo. También critica al
historicismo por ser una filosofía reaccionaria que defiende la sociedad cerrada, en la
medida en que esta postura considera que la historia humana se desarrolla en su
integridad mediante leyes férreas que no permiten planes racionales de reconstrucción
social.
Al igual que rechaza la epistemología autoritaria, Popper repudia también la filosofía
política autoritaria y se propone construir una no autoritaria sobre una determinada base
epistemológica. La propuesta institucional de Popper se reduce a lo que llama una
sociedad abierta frente a una sociedad cerrada. Por sociedad cerrada o tribal entiende una
determinada clase de sociedad fundada en tradiciones, costumbres y tabúes aceptados
incuestionablemente. Sus miembros carecerían de la capacidad crítica racional para
asumir responsabilidades personales por sus decisiones. Una sociedad abierta sería
"racional y crítica" y se caracterizaría por la fe en la razón y en la libertad, pues sus
miembros resolverían sus diferencias y problemas por medio de la discusión y la crítica.
Partiendo de la idea del fiabilismo humano, la sociedad abierta propiciaría la
confrontación de alternativas entre las que elegir para lograr la solución política más
favorable. Aplicaría el método que él llamó: "ingeniería social fragmentaria", que entraña
la actitud racional propia de la sociedad abierta.
Popper cree en la razón, aunque no piensa que sea fácil o que todos los hombres
sean siempre razonables. Tampoco cree que podamos elegir entre la razón o la violencia,
sino que la razón es la única alternativa al empleo de la violencia y no duda que sea un
delito recurrir a la violencia cuando puede evitarse. Considera absolutamente necesario
trabajar a favor de una sociedad más racional y un deber encaminarnos hacia ella. A los
embates de cualquier irracionalismo, Popper (1957: 408) opone una "fe irracional en la
razón", una defensa del racionalismo entendido como la disposición a escuchar los
argumentos críticos y aprender de la experiencia. Para Popper la actitud racionalista es
muy semejante a la actitud científica, a la creencia de que en la búsqueda de la verdad
necesitamos cooperación. En la actitud racionalista se tiene más en cuenta el argumento
que la persona que lo sustenta, pues la argumentación es la base de la razonabilidad.
Reconoce que la ruptura entre los racionalistas y los irracionalistas nunca ha sido tan
completa como en nuestros días y en ese conflicto se declara enteramente al lado del
racionalismo, pues cualquier exceso en esa doctrina es inofensivo si se lo compara con el
exceso equivalente en la doctrina contraria.

182
Lógicamente Popper distingue diversas clases de racionalismos El racionalismo no
crítico o comprensivo es el de aquel que no acepta nada que no pueda ser defendido por
el razonamiento o la experiencia. Aquí y desde el punto de vista lógico, el irracionalismo
es superior al racionalismo no crítico. Esta clase de racionalismo ha de ser descartado por
ser lógicamente insostenible, pues el racionalismo no es autónomo, no puede apoyarse a
su vez en ningún razonamiento o experiencia. Por tanto, se descarta un racionalismo
comprensivo, debido a que todo aquel que adopte la actitud racionalista lo hará porque
ya ha adoptado previamente, sin razonamiento alguno, algún supuesto, decisión o
creencia que Popper (1957: 414) llama fe irracional en la razón. Popper opta por un
racionalismo crítico que admite sus limitaciones y reconoce que en su base está una
decisión irracional.
La cuestión es que, a juicio de este autor, según se adopte una forma de
irracionalismo más o menos radical, o una forma mínima, lo que llama racionalismo
crítico, variarán tanto nuestras actitudes ante los demás como los problemas de la vida
social. En este punto preciso, en el análisis de las consecuencias de las dos alternativas:
racionalismo e irracionalismo, es donde se expresan las críticas de Popper a la actitud
irracionalista. Su postura no deja lugar a dudas en el texto que sigue:

Es mi firme convicción que esta insistencia irracional en la emoción y la


pasión conduce, en última instancia, a lo que solo merece el nombre de crimen.
Una de las razones de esta afirmación reside en que dicha actitud, que es, en el
mejor de los casos, de resignación frente a la naturaleza irracional de los seres
humanos y, en el peor, de desprecio por la razón humana, debe conducir al
empleo de la violencia y la fuerza bruta como árbitro último en toda disputa. En
efecto, si se plantea un conflicto ello significa que las emociones y pasiones más
constructivas que podían haber ayudado, en principio, a salvarlo, como el
respeto, el amor, la devoción por una causa común, etc., han resultado
insuficientes para resolver el problema. Pero siendo esto así, ¿qué le queda
entonces al irracionalista como no sea acudir a otras emociones y pasiones
menos constructivas, a saber: el miedo, el odio, la envidia y, por último, la
violencia? Esta tendencia se ve considerablemente reforzada por otra actitud
quizá más importante todavía, inherente también, a mi juicio, al irracionalismo;
me refiero, a la insistencia en la desigualdad de los hombres (Popper, 1957:
416).

Para Popper la tendencia a la imparcialidad y a la transacción se halla íntimamente


ligada con el racionalismo y difícílmente se puede separar del mismo. Por el contrario, el
irracionalista insiste en el peso de las emociones y las pasiones, abandona la razón y
fracciona la humanidad en amigos y enemigos, en los que pertenecen a la "colectividad
emocional" o a nuestra tribu y los que no, en el grupo más reducido que rodea y el más
extenso que permanece a remota distancia. Todo ello propicia una actitud antiigualitaria
de consecuencias nefastas en el plano político. Por el contrario, la actitud propia del

183
racionalismo crítico supone la idea de que todos podemos cometer errores que los demás
pueden señalar o que podemos llegar a descubrir con la ayuda de los demás. Así la fe en
la razón no es solo la fe en mi razón por muy consciente de sus limitaciones que sea, sino
también en la de todos los demás, reconociendo que el adversario tiene derecho a
defender sus argumentos; ello supone el reconocimiento de la tolerancia. Por el contrario,
el irracionalismo, al rechazar cualquier razonamiento posible, tiende al dogmatismo. En
definitiva, el ataque de Popper contra el irracionalismo adquiere un carácter moral y
tacha de irresponsabilidad intelectual mantener un misticismo que se evade en los sueños
y busca el misterio allí donde no se debe, que trata de regresar al hogar patriarcal o que
espera que sus límites sean los de nuestro mundo. Así se explica que Popper califique al
irracionalismo de enfermedad intelectual de nuestro tiempo, pues lo que socava la fe en
la razón no puede contribuir a establecer la hermandad entre los hombres.
¿Qué decir hoy de la lectura de Lukács y de Popper? Ciertamente muchas de las
doctrinas propuestas por algunos irracionalistas han tenido efectos, al menos,
inquietantes. La desintegración de la imagen del mundo y la impresión de la falta de
sentido de las cosas, no parece de antemano que conduzca a soluciones constructivas.
Sin embargo, el peso que Lukács atribuye a los pensadores irracionalistas en los
movimientos sociales y políticos parece excesivo. Más matizada en principio es la postura
de Popper cuando analiza los fundamentos teóricos de las posturas racionalistas e
irracionalistas, pues no deja de reconocer que todo racionalismo se apoya en el
reconocimiento previo de algo irracional, cuestión que ya había adelantado Pascal. De
hecho, él mismo define su postura de fe en la racionalidad, empleando las palabras
"razón" o "racional" de un modo emotivo. Sin embargo, parece excesiva su condena
poco matizada a las consecuencias del irracionalismo, al que hace deudor, en caso de
conflicto, del crimen y la barbarie, de oponerse a la igualdad entre los seres humanos y
de evadirse de las transformaciones necesarias de la realidad, con sueños místicos que ve
misterios donde no los hay. Popper piensa que no hay conflictos que seres racionales no
puedan resolver, lo cual supone abstraer la razón de la compleja personalidad humana,
ocuparse de ella como si se tratara de una facultad absolutamente independiente de otros
factores. No hay que olvidar que los conflictos de intereses generan sospechas mutuas
que impiden abordar los temas con una total imparcialidad y situarse en la perspectiva del
contrario. La teoría general de la crítica racional, aplicada a la vida política, peca de
ingenuidad, pues considera la sociedad como si fuera una comunidad de científicos que
debaten desinteresadamente sus diversas teorías, de ahí que el proyecto de un
racionalismo crítico no esté exento de utopía. El sujeto humano es un agente encarnado
que actúa en un contexto que jamás se podrá objetivar de un modo absoluto y en el que
hay motivaciones que nunca serán controladas en su integridad (R. Tarnas).
Los irracionalistas no pensaron que el empleo de la violencia fuera la alternativa para
resolver los conflictos (Schopenhauer), ni que no hubiera que trabajar por una sociedad
más justa, ni que había que dejar de querer transformar el mundo externo e interno en
algo armónico y bello (Nietzsche). Además, sus actitudes de sospecha contra la aparente
neutralidad de los cálculos de la razón en los asuntos humanos, parecen ajustarse a la

184
realidad de los continuos conflictos que entretejen la convivencia social, que muestran
cómo, al actuar, la inteligencia no hace otra cosa que presentar los motivos a la voluntad.
Estos no se resuelven con los análisis de laboratorio, pues las leyes lógicas sólo valen
como un medio metodológico de utilidad limitada. Se exige la colaboración no sólo de
nuestra dimensión racional, sino también de la volitiva afectiva. Para resolver los
conflictos, sin duda hay que argumentar, dialogar y pactar, pero también hay que querer,
desear realmente que los conflictos se disuelvan por este procedimiento. W. Benjamin,
vinculado a la escuela de Francfort y víctima del fascismo ya dijo en su día que la
resolución no violenta de los conflictos estaba en "dondequiera que la cultura del corazón
hubiera hecho accesible medios limpios de acuerdo". Hoy cada vez son más los que
reivindican la importancia de lo que llaman "hábitos del corazón" en el plano moral
(Belhach).
Además, habría que objetar que, si hoy se habla de un racionalismo crítico y se
desdeña como imposible un racionalismo omnicomprensivo, no han sido ajenos a este
proceso los autores irracionalistas. Ellos señalaron algo más que fronteras a lo racional, y
contribuyeron a hacer bajar del pedestal al falso ídolo de la razón ilustrada. También
fueron los irracionalistas quienes advirtieron que en la base de toda construcción racional
se hallaba algo no racional (Pascal), y que los primeros principios de la racionalidad no
son racionales. Fueron ellos quienes contribuyeron con sus sospechas y filosofía a
martillazos a romper unos valores dominantes, cuyos oscuros porqués se habían ya
olvidado, erigiendo al tiempo unos nuevos valores e ideales con la convicción de que la
afirmación del mundo no puede estar totalmente separada de una transfiguración estética.
Antes de exponer la deuda con los autores irracionalistas, se recordarán las
contribuciones más significativas de sus representantes modélicos: Schopenhauer,
Nietzsche y Kierkegaard.

4.2. Las contribuciones de los autores irracionalistas

Los filósofos irracionalistas aparecen aislados, solitarios, lobos esteparios, sin


discípulos directos. No es frecuente que se califiquen a sí mismos como irracionalistas.
Se les designa así al descubrir su carácter de testigos de la tragedia que se juega en el
gran teatro del mundo (Schajowicz). Al comienzo de este libro se señalaron algunos de
los rasgos que los irracionalistas comparten, insistiendo en que se trata de tendencias
características de este movimiento, tan poco amigo de constituirse en escuela. Este es el
caso del pensamiento trágico, vertiente que se expresa en los autores irracionalistas.
También se presentaron aquellos momentos culturales y aquellos autores en los que se
puede hablar de una cierta irrupción del irracionalismo o que contribuyeron a cuestionar
el racionalismo imperante. Es el caso de la reivindicación de la libertad creadora y la
recuperación de los mitos antiguos (Renacimiento), el socavamiento de la fe ciega en la
razón que comenzaba a propagarse en la Modernidad (escepticismo) o la reivindicación

185
del papel del corazón como aquello en lo que se fundamentan nuestras más excelsas
construcciones racionales (Pascal). Dentro de la propia Modernidad, incluso en el Siglo
de la razón y de las Luces, no dejaron de oírse voces que proclamaban la esclavitud de la
razón a las pasiones (Hume) o la importancia del sentimiento interior en nuestra vida
moral (Rousseau). No es de extrañar la quiebra de los ideales ilustrados y de los sueños
de la razón llevada a cabo entre otros por los pensadores románticos, que otorgaron un
lugar privilegiado a la intuición, el sentimiento y la experiencia artística. La importancia
de los autores aquí señalados reside en las tradiciones de pensamiento que generaron,
más que en su estricta pertenencia al grupo de los irracionalistas (salvo el caso de
Pascal), pues no es posible plantear un concepto de lo irracional que sea válido para
todos los momentos de la historia. El irracionalismo como tendencia contemporánea se
desarrolló plenamente en las filosofías de Schopenhauer, Nietzsche y Kierkegaard.
Schopenhauer supone un punto de inflexión en la trayectoria racionalista del
pensamiento occidental. Desde la tragedia griega al romanticismo, ha habido una serie de
pensadores y corrientes que, como acaba de verse, han ido destacando diversos aspectos
y enfoques de esa poderosa fuerza irracional que condiciona el pensamiento y la vida
humana. Puede decirse que, en un determinado momento, las dos direcciones,
racionalista e irracionalista, chocan en dos autores que llevan a la máxima tensión sus
respectivos puntos de vista. Son Hegel y Schopenhauer, respectivamente. En el primero,
el racionalismo idealista llegó al paroxismo, al postular la idea absoluta como fondo y
ámbito de desenvolvimiento de lo real. Hubo pues una identificación entre racionalidad y
realidad: todo lo real es racional y todo lo racional es real. Es aquí donde culmina el
pensamiento racional de Occidente.
Este es el telón de fondo frente al cual desarrolla Schopenhauer su filosofía. Para él,
el verdadero núcleo al que se reduce toda realidad es voluntad, no razón; ésta es un mero
epígono que le salió a aquélla en un pequeño y tardío ámbito de su expansión
fenoménica: la inteligencia humana. La metafísica schopenhaueriana consiste en el
rechazo de la interpretación intelectualista del mundo, o sea, en el primado de la voluntad
sobre el intelecto. Esto supone que la cosa en sí, la esencia de lo real, es voluntad. Por
ser la cosa en sí, la voluntad está emancipada del principio de causalidad; por
consiguiente no es efecto de ninguna causa. Es libre estando fuera del espacio y el
tiempo. Los fenómenos del mundo sensible son un conjunto de objetivaciones
jerarquizadas donde se manifiesta esa voluntad. Ésta es la cosa en sí que crea y mantiene
las cualidades del mundo sensible. Tal es el carácter metafísico, orgánico y absoluto de la
voluntad: el universo entero es su objetivación.
La naturaleza de la voluntad es aspiración infinita e insatisfecha, sin principio ni fin.
Ella carece de objetivo final. Su esencia es querer sin satisfacerse nunca. Todos los seres
son sus manifestaciones fenoménicas efímeras, sometidas al devenir; nacen y mueren en
un proceso tan ciego como interminable. Pero en un pequeño reducto de la voluntad
nace una luz capaz de poner fin a ese ciego impulso. Es la inteligencia humana. Mediante
ella, el hombre puede emanciparse del yugo de la voluntad cuya máxima expresión es la
propia individualidad y así se le abre el reino de las ideas y del nirvana liberador.

186
Normalmente, la inteligencia en el hombre trabaja al servicio de la voluntad, de los fines
que ésta le propone. Pero puede sustraerse a esa esclavitud y actuar con independencia;
es entonces cuando se niega a las apetencias e impulsos individuales para acceder al
ámbito de la libertad trascendental y las esencias puras.
Esta liberación tiene varias formas de realización. Una es la estética. Por ella la
inteligencia del hombre se desprende del conocimiento vinculado a intereses individuales
y llega al conocimiento universal de las ideas. Pero este conocimiento universal no es
abstracto, es intuitivo; hunde sus raíces en la fuerza viva de la voluntad aunque se
desprenda del egoísmo de ésta. La experiencia estética es una liberación del yugo de la
voluntad; pero es sólo provisional. Después de esa maravillosa experiencia, el artista cae
de nuevo en el mundo caótico de la multiplicidad y de los intereses y ha de emprender
una y otra vez el vuelo hacia el mundo de las ideas. La liberación definitiva es la ética.
Por ella, el hombre, mediante la compasión, hace suyo el dolor ajeno y eso le lleva a
romper los muros del egoísmo individual y, por tanto, a compartir ese único ser que, en
el fondo, somos todos. Esto lleva consigo el precio de aceptar el dolor propio y ajeno y
de renunciar a la afirmación de la propia voluntad.
Tal conclusión es la que Nietzsche rechazó de plano a pesar de aceptar el
fundamento y punto de partida del pensamiento de Schopenhauer. Tanto uno como otro
tenían un frente común: el endiosamiento de la razón llevado a cabo por Hegel. Los dos
se propusieron rescatar el valor de la voluntad y de la vida como núcleo esencial de la
realidad del que todo nace y al que todo se reduce. Pero sus trayectorias tenían que
chocar porque el talante de cada uno de ellos y su actitud última ante el enigma de la vida
eran en extremo diferentes. La esencia de la voluntad, para Schopenhauer, era algo
oscuro, infinito, insaciable. La aventura humana consistía, para él, en seguir la tenue luz
de la inteligencia para negar esa voluntad cuya especial concentración se manifiesta en
nuestra individualidad. De ese modo, el hombre accede a un mundo de belleza y bondad
lejano al espectáculo de dolor y lucha que ofrece el mundo sensible del devenir.
Partiendo de esta misma voluntad, Nietzsche postula una profunda afirmación de la
misma, ya que su ámbito de manifestación es la única y verdadera realidad: la del mundo
en que vivimos y del que formamos parte. A diferencia de Schopenhauer, para quien el
mundo era una manifestación de fuerza ciega y brutal, librada del completo caos por un
frágil e inexplicable equilibrio, para Nietzsche, en cambio, es un torrente de fuerzas que
se mantienen en armonía gracias al equilibrio de creación y destrucción que estas fuerzas
mantienen entre sí. De esta manera, el mundo aparece como un eterno devenir,
autosuficiente, en el que esa inmensa energía va cambiando de formas, renovándose sin
cesar y retornando eternamente sin ganar ni perder en el tiempo. Nosotros somos parte
de esa energía y la aparición del hombre en el mundo es una llamada a la afirmación
gozosa y participativa en el desenvolvimiento de esa fuerza y esa vida. El mundo tiene su
propio equilibrio y, contemplado desde fuera, lejos de toda visión egoísta e interesada, su
espectáculo es tan grandioso que sería el deleite de un dios epicúreo: un prodigio de
fuerzas en armonía. Tal es el sentido de la vida humana: insertarse en ese orden y
afirmarlo con entusiasmo.

187
Nietzsche no era pesimista como Schopenhauer respecto a la naturaleza última de
esa voluntad en que consiste el mundo; por eso, su profunda y verdadera postura es
afirmarlo, como la de Schopenhauer es negarlo. Pero esa afirmación de Nietzsche no es
un entusiasmo irracional. El hombre ha de participar activamente en ese devenir. Y ha de
hacerlo animado por la fuerza dionisíaca de una afirmación de la vida, sí, pero
modelada por la luz apolínea de la inteligencia. Si Schopenhauer echa mano de la
inteligencia para negar la voluntad, Nietzsche ve en ella no sólo un medio, sino un
elemento esencial para llegar a una realización armónica de la vida humana. No basta la
fuerza bruta. La vida es la fuerza dionisíaca, el fondo real; pero es preciso que esa
fuerza, en manos del hombre, sea modulada conforme a la belleza de la luz apolínea. El
hombre es un creador que toma en sus manos la arcilla o la roca y hace de ellas obras de
arte. Tal es la misión del hombre en la tierra: crear valores, transformar el mundo interno
y externo en algo armónico y bello, hacer del desierto un espléndido jardín. Y en esto ha
de poner a tono su capacidad de utilizar equilibradamente las dos fuerzas: la apolínea y la
dionisíaca, la luz y la fuerza, el poder de creación y el de destrucción. El orden del
universo ha de reflejarlo el hombre en su propio ámbito, especialmente en el axiológico,
el moral, artístico, político y social.
Es desde aquí desde donde proclama Nietzsche la transmutación de los valores que
es preciso realizar. La moral y la religión han hecho enfermar al hombre precisamente
por cercenar en él la vigorosa afirmación de la vida; esto le ha llevado a una ascesis
nihilista que ha renegado del mundo verdadero, el visible, y ha fabricado mundos
invisibles e imaginarios. Esto ha empobrecido y alienado al ser humano poniendo lo
mejor de sí mismo en un lugar engañoso e inexistente. Al hombre hay que restituirlo,
haciéndolo soberano de su destino y de su misión en el mundo. Someterlo a poderes
sobrenaturales es cercenar su libertad en el ejercicio de su actividad más noble: la de la
creación de valores.
Esta larga domesticación y envenenamiento, llevada a cabo por la religión y la moral
por muchos siglos, ha hecho que la mayoría de los hombres se haya plegado a esos
postulados y que muy pocos se hayan atrevido a rebelarse contra este estado de cosas,
exigiendo la independencia que requiere su noble misión en el mundo. Nietzsche cree que
son muy escasos los individuos capaces de ver con claridad este determinismo alienante
y de alzarse contra él. Pero esos pocos hombres son la flecha que apunta el sentido de la
historia y la evolución humana. Son la cúspide de la pirámide sostenida por la gran base
de la mayoría. En ellos se muestra la realización, nunca completa, de la perfección
humana.
Aquí aparece una vez más el contraste del pensamiento de Nietzsche con el de
Schopenhauer; para éste, la realización más plena del hombre consistía en la eliminación
de los rasgos individuales para acceder a una experiencia común del ser. Para Nietzsche
esa realización consiste en una afirmación de la autonomía individual referida a la
realización de un valor que hace al individuo descollar sobre la pobreza igualitaria de la
mayoría. Aquí las individualidades cultivadas son la expresión plurifacética de la
naturaleza humana que muestra su creatividad en los diversos ámbitos de realización

188
axiológica.
Por esta marcada afirmación del individuo en Nietzsche, puede verse un hilo
conductor de su pensamiento con el de Kierkegaard. Para los dos, el individuo es la
expresión y realización más perfecta del ser. La razón no puede penetrar en la esencia de
la individualidad humana. La existencia, y en especial la del hombre, es el frontón donde
se estrella la capacidad de la razón de dar una explicación omnicomprensiva, asignando a
cada ser su lugar en un plan preconcebido por ella. Tanto Kierkegaard como Nietzsche,
pero con más ahínco el primero, ponen en quiebra la construcción hegeliana según la cual
el individuo agota su sentido como elemento de construcción de una totalidad; su función
es pues subsidiaria de ésta. Pero, para Kierkegaard, el individuo no es la célula de un
organismo ni el elemento de un todo, sino la realidad plena y última, en torno a la cual,
todo lo demás adquiere sentido. La realidad individual no es irracional por negar la razón,
sino por superarla. La existencia individual, en especial la humana, es irreductible al
pensamiento. Más bien éste es una consecuencia de aquélla. Así la existencia adquiere
una autonomía ontológica ante la cual la razón tiene que enmudecer.
Pero la existencia humana, a pesar de su autonomía suprarracional, no tiene
independencia. El ser humano no lleva en sí su propio fundamento. El fondo en el que
hunde sus raíces la existencia humana es, para Kierkegaard, la realidad divina. Es en
contacto con el "Tú" divino como adquiere consistencia y sentido el "yo" humano. La
existencia humana, a pesar de su religación a la divina, aparece como un don gratuito,
como un regalo inexplicable; la razón no puede dar motivo de ella. Sólo la bondad divina
hace que la existencia humana aparezca de manera gratuita. Pero esta religación no
conlleva esclavitud por parte del hombre. Puesta la existencia humana en el mundo, ésta
es libre aunque con libertad limitada. El hombre no es libre para darse la existencia a sí
mismo, sino para darle sentido. Por eso el ser humano puede libremente aceptar su
religación a Dios y nutrirse de ella o puede desvincularse y llevar una existencia aparte.
Esto último es, en Kierkegaard, el pecado y la desesperación. En cambio la aceptación de
la religación a Dios llena de contenido la existencia humana potenciándola incluso al
mayor nivel ético. En contacto con el "Tú" absoluto, el yo humano adquiere una
dimensión insondable que hace de él un ser único e irremplazable. Esa religación es la
plenitud existencial. Justamente por esa misma religación, el hombre siente un ansia de
infinito que nunca colma y que le da el "pathos" característico existencial. A pesar de ser
libre y autónomo, el hombre tiene un ansia de plenitud que no puede colmar. Y ha de
aceptar ese vacío como condición de crecimiento y de grandeza existencial.
Como era de prever, el hombre se sintió tentado de cortar ese cordón de religación a
Dios, para acceder a una existencia plenamente libre e independiente. Tal es la postura de
una gran parte de los pensadores existencialistas, que, por este camino, llegaron a una
concepción trágica y absurda de la existencia humana. El hombre ha caído en la
existencia, sin razón que pueda justificarla. Existir es algo inexplicable, suprarracional. Es
preciso que el hombre haga frente a este reto intentando darle un sentido sabiendo que,
en el fondo, está solo, que no puede compartir ese destino para hacerlo más llevadero.
Tal es el existencialismo trágico y del absurdo que es derivación del de Kierkegaard, pero

189
cercenada la religación del hombre con Dios.
En la filosofía de nuestro siglo, todo lo que circula bajo el nombre de filosofía de la
existencia no es pensable sin Kierkegaard. La soledad, el absurdo, el miedo y la angustia
como hechos constitutivos originarios del ser humano de los que habló Kierkegaard, se
vuelven a hallar en los existencialistas y en los pensadores del absurdo y se hacen visibles
en el arte contemporáneo y en la literatura dramática, especialmente a partir de 1945.
Hay que recordar que de todos los momentos históricos decisivos del mundo moderno,
sólo las guerras mundiales rivalizaron con la conmoción causada por la Revolución de
1789. Efectivamente, nada fue igual después de la amplitud y los efectos de esas guerras,
que quebraron las visiones de un progreso indefinido por medio del saber y la técnica, y
mostraron los más profundos y oscuros abismos del exterminio y la degradación. El siglo
XX no ha desmentido esta realidad. La realidad de los contrastes de las guerras y de la
paz, de las intolerancias de todo signo, de las agresiones internacionales, pero también de
las declaraciones universales sobre los derechos humanos, desde 1948.
Dadas las trágicas dimensiones de los acontecimientos contemporáneos, no es de
extrañar que los narradores del siglo XX se dedicaran cada vez más a describir a
individuos atrapados, confundidos hasta la perplejidad, enfrentados a la implacable
impersonalidad del mundo moderno, ya fuera la sociedad mecanizada de masas, ya el
cosmos sin alma (R. Tarnas). La escisión de lo dionisíaco (afirmación de la vida) y lo
apolíneo (luz de la inteligencia) se expresó en la literatura y las artes, que mostraron los
efectos de desenterrar las raíces más recónditas de nuestra existencia, las cosas que se
producen sin conciencia y obedecen al impulso del sentimiento y del instinto. De hecho,
la novela del siglo XX se ha caracterizado por un constante cuestionamiento de sus
propias premisas y por una incesante interrupción de la coherencia narrativa e histórica.
Así, en cierto modo los pensadores del absurdo y, en especial Kafka, se pueden
identificar con nuestro tiempo como Shakespeare se identificó con el suyo. Este escritor
del absurdo fue un profeta que supo adelantarse a lo que estaba pasando, registrando con
lupa todos aquellos conflictos que muestran que la vida puede llegar a ser más
complicada de lo que creemos e incluso tememos, asombrándose de la evidencia de lo
monstruoso. Pesimista clarivente, como Schopenhauer, Kafka desveló los lados sombríos
de la existencia humana. La tragedia de la existencia no puede paliarse y hay que
detenerse, escudriñar hasta en el mismo infierno para evitar los engaños y ensueños, en
un estado de permanente vigilancia. Así, los pensadores del absurdo llamaron a la
lucidez, la autocrítica y la independencia, sustituyendo la demostración por la mostración
(Wittgensstein). Para ellos, como para los filósofos irracionalistas, el verdadero amor a la
sabiduría conduce al descubrimiento descarnado de la locura del mundo y el
reconocimiento de la contingencia y de la finitud humana. Pues si bien la razón procura,
como un burócrata diligente, ordenar cuidadosamente todas las experiencias,
imponiéndoles el esquema de la lógica como un formulario que hay que cumplimentar
necesariamente, la sinrazón, por su parte, se expresa y se subraya en las constantes
incoherencias de la vida humana, que muestran que el llamado mundo civilizado es en
ocasiones "una gran mascarada". Frente a la seguridad racional y la reivindicación de la

190
autosuficiencia, los filósofos irracionalistas vieron en la vida una tragedia, en ocasiones
cruel y profunda, de una irracionalidad ciega; afrontaron con coraje la finitud, sin
disfrazarla con la construcción de sistemas que aportan un falso consuelo. De ahí que, en
ocasiones, sólo la creación y el arte ofrezcan la fuerza necesaria para afrontar el dolor de
la vida.
Pudiera pensarse que el descubrimiento de los abismos tiene efectos perversos y
genere una indiferencia que anule las posibles opciones de transformación. Ciertamente,
para los irracionalistas hay que explicitar esas incoherencias, destruir las máscaras para
evitar el engaño, descubrir los intereses que mueven a los más fríos cálculos racionales.
Pero, de algún modo, expresar lo absurdo también permite rebelarse y permanecer fiel a
la tierra, en el sentido que formuló Nietzsche. Evita perder el impulso de la libertad, cuya
carencia convierte en inhumana hasta a la misma justicia (Kafka y Camus). Para los
pensadores del absurdo, el ser humano es profundamente pecador, pero lo es no sólo por
comer del árbol del conocimiento, sino también y, sobre todo, por no haber comido
todavía del árbol de la vida (Schajowiz, 1979: 328).
Con los irracionalistas y los pensadores del absurdo que defendieron el valor de la
voluntad y de la vida como núcleo esencial de la realidad, se legó algo nuevo al mundo.
En palabras de Elias Canetti, un riguroso sentimiento de la cuestionabilidad del mundo,
que no va acompañado de odio, sino de un profundo respeto por la vida. De este modo,
se unen dos actitudes afectivas: el respeto profundo y la cuestionabilidad más sincera. En
definitiva, después de descender a los infiernos y enfrentarse a las tinieblas, es posible,
eventualmente, descubrir una nueva aurora. Para algunos irracionalistas, el pensamiento
del mediodía permite crear nuevos valores, transformar el mundo interno y externo en
algo armónico y bello (Nietzsche y Camus), e incluso recuperar una religiosidad creadora
y el sentimiento de lo sagrado (Schajowiz). Así el ser humano descubre que la esencia
del mundo es voluntad (Schopenhauer y Nietzsche) y, como los héroes trágicos, se
reconcilia y llega a amar incluso hasta lo fatal (amor fati).

Prometía amar fielmente hasta la muerte a la tierra grave y doliente… sin


miedo, con su pesada carga de fatalidad y no desdeñar ninguno de sus enigmas
(Camus: fin de El hombre rebelde).

Después de los pensadores irracionalistas, grandes demoledores, antiintelectualistas


para quienes la razón, el intelecto y la conciencia, representaron sólo una superficie al
servicio de la voluntad y la vida (Schopenhauer y Nietzsche), los filósofos que traten de
comprender la vida y la existencia, verán aspectos irreversiblemente diferentes en lo
humano. Puertas hacia la posmodernidad (Foucault, Derrida, Vattimo), fueron críticos
despiadados, desmitificadores de los valores tradicionales (Nietzsche), que precipitaton la
caída de los fundamentos hasta entonces vigentes y cuyos efectos han sido múltiples.
Efectos que se recogen incluso en el desarrollo de las formas de expresión filosófica,
pues las grandes construcciones sistemáticas, hasta entonces expresión de plenitud y
unidad y objeto de crítica reiterada de los irracionalistas, acusaron el golpe. Nietzsche

191
sentenciaba: "desconfío de todos los sistematizadores y los eludo". Si hasta entonces, el
quehacer filosófico se identificaba con la voluntad de sistema y se negaba el calificativo
de filósofos a pensadores como Pascal, Montaigne o Unamuno, después de los autores
irracionalistas, la filosofía tuvo que ampliar sus modos de expresión, insistiendo en el
ensayo más que en el tratado y ejemplificando unos nuevos modos de hacer filosofía,
orientados a ampliar perspectivas y, por tanto, igualmente legítimos, pues el contenido
filosófico se traduce en que un problema remite a todos los demás. Los irracionalistas
mostraron que hay una relación estrecha entre lo que se dice en filosofía y el modo en
que se dice, se elabora y expresa. El more geometrico puede tener eficacia en la ciencia,
pero no siempre se ajusta al fluir de la vida y la historia (Ortega y Gasset).
Los efectos de las filosofías irracionalistas fueron visibles no sólo en la filosofía,
pues, en cierto modo, donaron un nuevo estilo de cultura, donde lo lógico racional se
relegaba a los dominios de las ciencias formales o a las aplicaciones técnicas.
Actualmente, se reconoce el peso indudable que tienen los elementos irracionales en
cualquier actividad humana: en la percepción estética, en las creencias, en los
compromisos políticos y sociales, e incluso en la actividad técnica y científica, donde
subsiste, una confianza, una fe, en ocasiones ciega, en los recursos y alcance de la razón.
Es más, en los más sinceros elogios a la razón también puede haber una ovación y
discurso emotivo que choca con el estricto criterio de la racionalidad, como se ha podido
comprobar en el caso de las críticas de Popper a los irracionalistas. J. Grenier, maestro
de Camus y a su vez discípulo de Schopenhauer y Nietzsche, pensaba que incluso el ser
humano cuando se compromete lo hace siguiendo un impulso irracional, sin saber
exactamente por qué motivo se ha comprometido; y es que una mera teoría, por sí sola,
no implica un compromiso.
Para terminar, hay que reconocer que el irracionalismo contemporáneo sin duda no
ha sido sordo a la relativización que la misma razón sufría en otros órdenes de saberes
(biología, física, incluso matemáticas), donde se otorgaba un creciente espacio a la
relatividad, al azar y a las paradojas. En el campo de las ciencias humanas, fueron
especialmente la antropología y también la psicología (Freud, Jung y Adler) las que
contribuyeron a ampliar las fronteras de las zonas oscuras pero poderosas y reales de la
psique humana, que en muchas ocasiones se sirve de la razón para justificar sus
acciones, cuyos verdaderos motivos quedan ocultos para la conciencia.
Los filósofos irracionalistas no renunciaron a clarificar y elucidar, no invitaron a un
saber hermético e intransferible del que no es posible hablar y que tapa los agujeros que
abren las contradicciones o incoherencias con las que se enfrenta el discurso racional
filosófico. No hay en su llamada a la lucidez una negación de la razón, sino a un modo de
entenderla por los autores racionalistas, una razón excesivamente intelectualista, ajena a
la vida y desconocedora de sus trampas, engaños y excesos. En definitiva, las filosofías
irracionalistas de los siglos XIX y XX ofrecieron un saludable contrapunto a lo que hoy
nos parecen cándidos cantos al poder de la razón ilustrada, a esa diosa idolatrada por la
república de la virtud y del terror. Los irracionalistas contribuyeron a demoler el
exclusivismo de la razón preconizado por el racionalismo, la concepción de una razón

192
instrumental y omnicomprensiva, una razón que aislada no puede vencer, una razón
prisión, sierva aunque se quiera dueña. Participaron de algún modo en la construcción de
una razón abierta, una razón "vital" e histórica, con pluralidad de voces, una razón
compleja, progresiva y fronteriza, una razón humana que sabe que lleva en sí misma la
fuerza para corregir los excesos que puede cometer y volver a comenzar los itinerarios
siempre nuevos. Sin caer en los extremos de los racionalistas e irracionalistas, ya no es
posible hablar de un sujeto pensante, desarraigado de sus creencias, vivencias y anhelos
más profundos (Ch. Taylor). Reducir el ser humano a un simple "animal racional" no
significa elogiarle sino mutilarlo (R. Bodei). Un ser que conoce, ama, siente y decide
indivisamente tiende a una felicidad inconcebible dentro de los límites de la mera razón,
pues nuestras decisiones y nuestros grandes proyectos individuales y colectivos deben
arraigar en la textura de un sujeto, algo más que pensante, donde coexistan y se articulen
las razones, sensaciones, las pasiones y deseos. Ciertamente esa coexistencia no siempre
será pacífica ni armónica. Y precisamente de ahí, de ese frágil equilibrio, de nuestras
debilidades comunes, es de donde nacen las divisiones de nuestras existencias
individuales y las disonancias de la vida social y, finalmente, es de donde surge nuestra
siempre frágil felicidad.

193
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Capítulo 1

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196
HERMENEIA

El porvenir de la razón en la era digital


José Luis González Quirós

Debate en torno a la posmodernidad


Modesto Berciano Villalibre

La tentación pitagórica.
Ambición filosófica y anclaje matemático
Víctor Gómez Pin

El problema de la religión
Jesús Avelino de la Pienda

El enigma de la representación
Alejandro Llano

El tiempo cosmológico
Carmen Mataix Loma

Teoría de la Cultura
Javier San Martín Sala

Introducción a la teoría de la verdad


Miguel García Baró

El retorno del mito


José M. a Mardones

197
Índice
Portada 2
Créditos 6
Índice 7
Prólogo 10
1 El irracionalismo vitalista de F. Nietzsche 12
1.1. Introducción 12
1.2. Paradigma inspirador del pensamiento de Nietzsche: la tragedia griega 14
1.2.1. El instinto de lucha como manifestación de la voluntad de poder en
15
los griegos
1.2.2. La síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco 17
1.2.3. La tragedia como la más vigorosa afirmación de la vida 20
1.2.4. El arte como sentido último del mundo 22
1.2.5. Primacía de la tragedia sobre el pensamiento filosófico presocrático 24
1.3. Crítica del racionalismo en la historia de la filosofía occidental: desde
26
Sócrates hasta Schopenhauer
1.4. Crítica del concepto racionalista de la filosofía 31
1.4.1. La filosofía nace de los instintos 31
1.4.2. Perfil del verdadero filósofo 33
1.4.3. La filosofia con relación a la ciencia 34
1.5. Objeciones irracionalistas a la metafísica occidental 35
1.6. La gnoseología: el conocimiento como manifestación de la voluntad de
40
poder
1.6.1. Origen instintivo del conocimiento 41
1.6.2. Crítica de la "verdad" 43
1.6.3. Valor instrumental del conocimiento 46
1.7. Crítica de la moral judeo-cristiana 48
1.7.1. Historia de la moral occidental 48
1.7.2. Génesis de la moral 52
1.7.3. La inmoralidad en relación con la naturaleza 55
1.7.4. Crítica del ideal ascético 57
1.8. Una nueva y entusiasta configuración de la existencia 60
1.8.1. La voluntad de poder o afirmación del mundo y de la vida 60
1.8.2. La transmutación de los valores 63

198
1.8.3. El superhombre 66
1.8.4. El eterno retorno 68
1.9. Influencia de Nietzsche 70
2 El irracionalismo existencial de S. Kierkegaard 74
2.1. Introducción 74
2.2. Función subsidiaria del pensamiento en la metafísica 77
2.2.1. Primacía de la existencia sobre el pensamiento 77
2.2.2. Unión de ser y pensar en el sujeto existente 80
2.2.3. Características del "pathos" existencial 82
2.2.4. Valor metafisico del individuo 86
2.3. Configuración irracionalista de la gnoseología 91
2.3.1. Prioridad de la subjetividad sobre la objetividad 91
2.3.2. Dialéctica e interioridad 96
2.3.3. La verdad como pasión 100
2.4. Estructura suprarracional de la antropología 102
2.4.1. La discordia entre cuerpo y espíritu 102
2.4.2. El irracionalismo de la angustia y la culpa 108
2.4.3. La libertad que trasciende la razón 113
2.5. El papel subordinado de la razón en los estadios de la existencia 117
2.5.1. El estadio estético 117
2.5.2. El estadio ético 123
2.5.3. El estadio religioso 127
2.6. Superioridad de la existencia cristiana frente a la razón 132
2.6.1. La paradoja de la fe cristiana 132
2.6.2. Aspecto existencial del cristianismo 136
2.6.3. Independencia y superioridad de la fe respecto a la razón 138
2.7. Influencia de Kierkegaard 143
3 Los pensadores del absurdo 148
3.1. Kafka: testigo del absurdo y la irracionalidad de la existencia 150
3.1.1. Kafka: la escritura como pasión de existir 150
3.1.2. La dislocación de la existencia. La inadapatación y la cosificación 152
3.1.3. La falta de sentido de la llamada normalidad 155
3.1.4. La insignificancia de todo acontecer humano 156
3.1.5. La ausencia de soluciones 157
3.1.6. Un mundo de sombras 159

199
3.2. Camus: del absurdo como punto de partida a la rebelión como respuesta 161
3.2.1. La preocupación por lo absurdo en Sartre y Camus 161
3.2.2. La lógica del absurdo: el suicidio 164
3.2.3. La vida mecánica y el despertar 165
3.2.4. El sentimiento de absurdo 167
3.2.5. La irracionalidad del mundo 167
3.2.6. La irracionalidad humana 168
3.2.7. La noción de lo absurdo 169
3.2.8. Lo absurdo y la dicha posible 169
3.2.9. La rebelión y el dolor del mundo 171
3.2.10. El lirismo dionisíaco y la voluntad de vivir 174
3.2.11. La aceptación del revés y el derecho de las cosas 176
3.3. Aportaciones de los pensadores del absurdo 177
4 Consideraciones finales 179
4.1. Los ataques a los irracionalismos 179
4.1.1. G. Lukács y el "asalto a la razón" 180
4.1.2. G. Las críticas de K. Popper 181
4.2. Las contribuciones de los autores irracionalistas 185
Bibliografía 194

200

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