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Volumen II
DE NIETZSCHE A LOS PENSADORES DEL
ABSURDO
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proyecto editorial
FILOSOFÍA
[thémata]
directores
Manuel Maceiras Fafián
Juan Manuel Navarro Cordón
Ramón Rodríguez García
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EL IRRACIONALISMO
Volumen II
DE NIETZSCHE A LOS PENSADORES DEL
ABSURDO
Manuel Suances Marcos y Alicia Villar Ezcurra
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Primera reimpresión: septiembre 2004
Diseño de cubierta
esther morcillo • fernando cabrera
© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso 34
28015 Madrid
Tel 91 593 20 98
http://www.sintesis.com
ISBN: 978-84-995828-4-9
Reservados todos los derechos. Está prohibido, hajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las
leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.
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Índice
Prólogo
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1.8.4. El eterno retorno,
1.9. Influencia de Nietzsche
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3.3. Aportaciones de los pensadores del absurdo
4 Consideraciones finales
4.1. Los ataques a los irracionalismos
4.1.1. G. Lukács y el "asalto a la razón", 4.1.2. Las críticas de K.
Popper,
4.2. Las contribuciones de los autores irracionalistas
Bibliografía
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Prólogo
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que une al hombre con Dios, es decir, la fe, entonces aquél se queda solo y el espacio
ocupado hasta ese momento por la divinidad queda convertido en un infinito desierto. Es
así como el absurdo y el vacío quedan servidos en bandeja. Kierkegaard abre pues el
camino a los pensadores irracionalistas del absurdo que son el objeto del capítulo tercero,
y cuyos representantes fundamentales son Kafka y Camus. Estos pensadores se
encuadran en el marco del irracionalismo metafísico y hacen una llamada al
reconocimiento lúcido, doloroso y amargo del sin sentido de la realidad.
Por último, el capítulo cuarto aborda una crítica global a las filosofías irracionalistas,
realizada sobre todo por Lukács y Popper. Éstos temieron que la importancia dada por
los pensadores irracionalistas a lo pasional e instintivo derivase en una claudicación de la
racionalidad. Ambos creyeron que las posturas irracionalistas eran el medio más seguro
para cerrar las puertas a la solución de los conflictos. Popper las vio como un
impedimento al diálogo razonable y Lukács como medio de destrucción de los cimientos
de los valores y de las transformaciones sociales. Se trata de un balance objetivo tanto de
las aportaciones de los filósofos irracionalistas como de las críticas a sus excesos. No
cabe ignorar ninguna de las dos.
No ha sido fácil el camino seguido en toda esta obra. En primer lugar, está la
dificultad de la materia. Los conceptos manejados por los pensadores irracionalistas son
difíciles de delimitar, escurridizos, refractarios a la objetividad conceptual; su naturaleza
se rebela contra ésta y, por tanto, no es posible hacer sistematizaciones rigurosas del
pensamiento de estos autores. En segundo lugar, está el gran número de filósofos que
pueden, de una u otra manera, ser considerados irracionalistas. Por eso, se ha tratado de
escoger una serie de autores representativos e investigar la corriente subterránea que los
une en un mismo hálito aunque con perspectivas y aportaciones tan diferentes. En
definitiva, se han preferido el estudio en profundidad de los autores más representativos
antes que un recorrido superficial por todos los posibles irracionalistas.
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El irracionalismo vitalista de F. Nietzsche
1.1. Introducción
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vivir, para situarse ante él y dar luz a su problemática. Comparandólo con los anteriores,
ve que el siglo XVII tiene una sensibilidad aristocrática: es severo con el corazón y está
desprovisto de sentimentalismo. Basta con recordar a Descartes. Parece un siglo sin
alma, todo hecho de razón, despectivo con lo que es animal; tiene un espíritu
generalizador, soberano y antiafirmativo (Suances Marcos, 1993: 128).
En cambio, el siglo XVIII se caracteriza, según Nietzsche (La voluntad de poder, IV:
51) por su sensibilidad femenina:
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misión en el siglo XIX como una vuelta no idílica, sino mesurada, a la naturaleza; una
naturaleza que pone su acento en la salud del cuerpo y se olvida del alma, ese espectro
nacido de racionalizaciones de estados corporales; una naturaleza que se regocija con los
sentidos y se complace con sus instintos. De ella surge una moral llena de libertad e
inocencia que no sólo no se avergüenza de las pasiones sino que se fundamenta en ellas.
Nietzsche se emancipa de ese poder de la razón que fue el espectro del siglo XVIII y,
acabando con la intolerancia de la religión, aboga por una afirmación incondicionada de la
vida, inspirada en el equilibrio apolíneo-dionisíaco de los trágicos griegos.
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1.2.1. El instinto de lucha como manifestación de la voluntad de poder en los
griegos
Los griegos construyeron un ideal eterno que ha sido fuente de inspiración filosófica
y artística. Para Nietzsche la época de esplendor de la cultura griega es la trágica. ¿Cómo
llegaron a esa edad de oro? En un principio, en la etapa prehomérica, los griegos eran un
conjunto de tribus que vivían en permanente lucha, reinando entre ellos la guerra, la
discordia y el engaño; estaban acostumbrados a luchar y la crueldad era el punto álgido
de su vivir. Éste es el subsuelo sobre el que va a construirse el genio helénico. Sobre él
vendrán luego los elementos estructuradores: lo apolíneo que tratará de mermar ese
instinto de lucha y lo dionisíaco que le dará un sesgo vitalista. Pero el fondo del alma
griega es un mundo despiadado de crueldad. Éste es uno de los rasgos de la Antigüedad.
El hombre griego sentía necesidad de dejar correr toda la pasión de su ira. La crueldad y
la discordia eran las diosas de la tierra. La envidia era una rivalidad honrosa que movía a
superarse; no era, como es hoy, ese resentimiento que lleva al rencor y a la destrucción:
Cuanto más grande era un griego más ambicioso e instinto de rivalidad sentía. Todos
ellos llevaban encendida la tea de la discordia: los jóvenes, los hombres maduros, los
educadores, los artistas… competían entre sí; no soportaban la fama o la gloria que no
hubiese sido ganada en liza abierta.
La lucha era también la razón de ser de la polis griega; operaba no como una válvula
de escape, sino como un estimulante para su crecimiento. Los Estados griegos sin
envidia, sin rivalidad, sin ambición, degeneraban; se hacían crueles e impíos, volvían a
aquel estado prehomérico de barbarie y destrucción; es la sana lucha competitiva la que
sostenía a individuos y ciudades.
La profunda psicología de Nietzsche le impidió engañarse respecto a esa común
opinión de ver en los griegos bellas almas domesticadas, llenas de equilibrio. Él captó con
claridad que la fibra más profunda del carácter griego fue su voluntad de poder, la pasión
indomable de la lucha que heredó de la etapa bárbara primitiva:
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tensión se descargaba entonces en enemistades externas, terrible y carente de
todo freno: las ciudades se despedazaban entre sí, para que los ciudadanos de
cada una de ellas encontrasen la paz consigo mismos. Había necesidad de ser
fuerte: el peligro era inmediato; en todas partes se espiaba. La maravillosa
agilidad del cuerpo, el audaz realismo e inmoralismo propio de los helenos, fue
una necesidad, no una "naturaleza" (Nietzsche, El ocaso de los ídolos, IV: 453).
Nietzsche previene de juzgar a los griegos por sus filósofos. Éstos son ya decadentes
porque siguieron el movimiento contrario al gusto antiguo y noble de la lucha. Igualmente
el cristianismo siguió esa senda reprimiendo las pasiones. Los griegos, en vez de
calumniar éstas, vieron en ellas algo divino donde se revelaba la potencia humana.
Incluso las malas inclinaciones eran aceptadas y usaban de ellas de forma inofensiva.
Ésta es la raíz de su liberalismo moral y religioso. Se rigieron no por leyes reveladas por
castas sacerdotales, sino que toleraron todo lo que de malo y animal hay en la naturaleza
para realizar con ello algo armonioso. En esta identificación con sus pasiones y en la
alegría de su desarrollo está la raíz de la identidad griega que desecha el sometimiento a
poderes sobrenaturales. Danzaron encadenados –dice Nietzsche– y miraron las
dificultades de frente, con talante vivo y jovial. Por eso deslumbran a los modernos.
La raíz de esta independencia del pueblo griego está, según Nietzsche, en que no
tuvo necesidad de huir hacia mundos y dioses trascendentes. Cuando el hombre depende
de otros poderes, se desprecia a sí mismo porque el motivo de su estimación está fuera.
El pueblo griego fue libre y vivió para sí mismo. Pero el ejercicio de esta libertad
conllevaba el trabajo de otros. Los esclavos representaban la necesidad de trabajar como
expresión de la lucha por la vida. Y se libraron de esa necesidad cargándosela a los
esclavos. Trabajo y esclavitud eran algo penoso, pero fueron conscientes de su necesidad
para poder llevar ellos una vida libre:
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Liberó a los griegos tanto de la oscuridad tribal como del carácter inactivo y apagado de
los orientales:
Era pues esta ingenuidad la flor de la cultura apolínea que surgía del fondo del
abismo, así como la victoria sobre el mal era conseguida por su ideal de belleza.
Para poder vivir fue preciso que los griegos, impulsados por la más
imperiosa necesidad, creasen estos dioses; y podemos representarnos tal
evolución por el espectáculo de la primitiva teogonía tiránica del espanto,
transformándose bajo el impulso de este instinto de belleza apolínea y llegando a
ser, por transiciones insensibles, la teogonía de los goces olímpicos, como las
rosas que nacen de un zarzal espinoso. ¿Cómo hubiera podido de otro modo
este pueblo tan delicado, tan impetuoso, de tanta capacidad para el "dolor";
cómo hubiera podido, digo, soportar la existencia si no hubiera contemplado en
sus dioses la imagen más pura y radiante? (Nietzsche, El origen de la tragedia,
V: 46).
En los dioses olímpicos vió pues el pueblo griego su imagen más pura y, gracias a
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ella, dijo un "sí" gozoso a la existencia combatiendo el mal y el dolor.
La naturaleza de lo apolíneo se esclarece por su analogía con el ensueño. El que
sueña, se sumerge en un mundo fantástico de ilusiones que le hace olvidar las
preocupaciones de la vigilia. Así, la existencia se reduce a dos mitades tan real una como
otra; la de los sueños, aunque parezca que está compuesta de ilusiones, es la que
embellece y objetiva el dolor de la vigilia. La significación metafísica de esta analogía es
que lo real, el uno primordial, está agobiado por la eterna contradicción; por eso tiene
necesidad del encanto de la belleza del ensueño y la apariencia.
El mundo de la belleza apolínea es el mundo de la apariencia y el ensueño que oculta
el eterno dolor del mundo. Esa belleza queda plasmada en los individuos. Por eso Apolo
es la imagen divinizada del principio de individuación: del caos informe saca bellas
imágenes, del uno primordial obtiene representaciones, es decir, individuos. Pero la
individuación significa poner límites, establecer la medida. Apolo exige también mesura y
conocimiento de sí mismo. Los vicios contrarios al espíritu apolíneo son el descuido y la
exageración, huellas de la edad bárbara:
Pero no debe faltar a la imagen de Apolo esa línea delicada que la visión
percibida en el sueño no podría franquear sin que su efecto se convirtiese en
patológico y la apariencia nos diese la ilusión de una grosera realidad. Me refiero
a esa ponderación, a esa naturalidad en las emociones más violentas, a esa
serena sabiduría del dios de la forma. Conforme a su origen, su mirada debe ser
"radiante como el sol" (Nietzsche, El origen de la tragedia, V: 42).
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reconciliados entre sí y fundidos en la unidad primordial:
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dionisíaco percibe el eterno devenir como furiosa voluptuosidad de crear y destruir.
Nietzsche destaca en la cultura griega el elemento dionisíaco, no el apolíneo, como lo
hizo la estética tradicional en Alemania.
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Rousseau (Suances Marcos, 1993: 95). En el coro de sátiros aparecen esas entidades
naturales que permanecen más allá de las civilizaciones y avatares de la historia:
A los acentos de este coro se conforta el alma profunda del heleno, tan
incomparablemente apta para sentir el dolor más ligero o más cruel; el griego
había contemplado, con mirada penetrante, los espantosos cataclismos de lo que
se llama la historia universal y había reconocido la crueldad de la Naturaleza; y
se encontraba entonces expuesto al peligro de aspirar al aniquilamiento búdico
de la Voluntad. El arte le salva, y por el arte la vida le reconquista (Nietzsche, El
origen de la tragedia, V: 58).
En ese momento álgido de la tragedia, el griego estuvo a punto de tirar por el camino
budista de la aniquilación de la voluntad. Era un momento demasiado tenso. Y fue el arte
el que salvó a Grecia de ese nihilismo. El arte trágico trajo el bálsamo curativo que
consistió en cambiar lo que hay de horrible y absurdo en la naturaleza con bellas
imágenes. Eso es lo que hace el coro de sátiros: una síntesis entre el tenebroso mundo de
la cosa en sí y el bello de las apariencias. Ese coro expresa simbólicamente la relación
fundamental de fenómeno y noumeno; es la imagen refleja del hombre dionisíaco.
Los héroes trágicos como Edipo y Prometeo son personificaciones de Dionisos.
Sófocles y Esquilo saben entretejer armoniosamente en sus héroes lo apolíneo y lo
dionisíaco. Las apariencias luminosas que manifiesta el héroe con su serenidad y belleza
–máscara apolínea– ocultan los impulsos terribles de la naturaleza. A este precio se
consigue la llamada "serenidad" helénica. Edipo, la figura más trágica de la escena griega,
es un hombre noble y generoso; pero, a pesar de su bondad y sabiduría, está destinado al
error. Con su incesto y parricidio, personifica la sabiduría dionisíaca como abominación
contra la naturaleza; pero, gracias a ese sufrimiento, tiene un poder mágico bienhechor.
El Prometeo de Esquilo es un hombre que, igualándose a Titán, conquista su propia
civilización y roba a los dioses el fuego, obligándolos a aliarse con él. Pero este
atrevimiento, que es beneficioso para los hombres, ha de pagarlo con el sufrimiento:
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y paradójicas en vez de contemplaciones apolíneas y entusiasmos dionisíacos. Su espíritu
crítico y su naturalismo son signos de pobreza e inferioridad poéticas. El principio que le
guía es "todo debe ser consciente para ser humano". Este es el comienzo de la
decadencia: la racionalización, la dialéctica y la concepción teórica del mundo se impone
a la concepción trágica, fabricando mundos celestes fuera de lo real.
Nosotros no nos identificamos con ese genio creador que se divierte eternamente
con el juego equilibrado de las potencias del mundo. Más bien nos quedamos engolfados
en el dolor de la lucha sin llegar a la perspectiva artística del conjunto. Eso lo hacen sólo
los genios en el acto de su producción artística y en cuanto se identifican con ese artista
primordial del mundo.
¿Puede el mundo resultar una obra de arte con todo el dolor, mentira y destrucción
que encubre? No hay más mundo que el que tenemos delante y este es todo lo cruel y
contradictorio que se quiera, pero real. Para vivir en él, se necesita fuerza y capacidad de
sobreponerse. El hecho de que la mentira sea imprescindible para vivir, forma parte del
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enigma de la existencia. Y Nietzsche destaca las principales formas de mentira: la
metafísica, la religión, la moral, la ciencia… Con ellas el hombre ha sobrellevado la
existencia; y así, aunque engañado, ha participado de la exhuberancia y poder de la vida.
Se ha alegrado como el artista y ha gozado de la mentira como de una nueva facultad. El
arte es el gran seductor y estimulante del vivir:
El arte y nada más que el arte. ¡El es el que hace posible la vida, gran
seductor de la vida, el gran estimulante de la vida!
El arte es la única fuerza superior contraria a toda voluntad de negar la
vida, es la fuerza anticristiana, la antibudística, la antinihilista por excelencia.
El arte como redención del hombre de conocimiento, de aquel que ve el
carácter terrible y enigmático de la existencia, del que quiere verlo, del que
investiga trágicamente.
El arte es la redención del hombre de acción, de aquel que no sólo ve el
carácter terrible y enigmático de la existencia, sino que lo vive y lo quiere vivir;
del hombre trágico y guerrero, del héroe (Nietzsche, La voluntad de poder, IV:
330).
El arte, pues, está más allá del optimismo y del pesimismo, de lo verdadero y de lo
falso. Por tanto, tiene más valor que la verdad. Es la actividad metafísica de la vida y
verdadera misión de ésta.
Pero el arte no es un estupefaciente para olvidarse de los males. Un hombre no
puede afrontar su insuficiencia si no está santificado por el arte. Éste es el aliciente para
soportar los dolores de la existencia. Pero el arte no es el guía para una acción inmediata.
En esto el artista, como todo hombre, tiene que valerse por sí mismo. El arte aparece al
evaluar las cosas, entonces las colorea de ilusión y ensueño:
Las luchas figuradas por el arte aparecen como simplificación de las luchas
reales de la vida; los problemas evocados por el arte son la simplificación del
problema, infinitamente más complicado, de la acción y de la voluntad
humanas. Pero precisamente en esto es en lo que reside la grandeza y la
necesidad absoluta del arte, en que hace nacer la apariencia de un mundo
simplificado, el espejismo de una solución más rápida del problema de la vida
(Nietzsche, Consideraciones intempestivas, I: 209).
Nadie de los que sufren en la vida puede prescindir de esta bella apariencia del arte,
como no se puede tampoco prescindir del sueño para poder vivir en la vigilia. Cuanto
más difícil se hace la vida, más se aspira a la apariencia de esta simplificación; y eso
aunque dure sólo unos instantes.
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1.2.5. Primacía de la tragedia sobre el pensamiento filosófico presocrático
Sus afirmaciones filosóficas iban acordes con este carácter tiránico; eran como
bloques marmóreos. Mas tarde Sócrates y Platón dirán que son pueriles, porque
describen el origen del mundo como si hubieran asistido a él. Pero esta niñez es vista por
Nietzsche como una juventud robusta y segura de sí misma.
También los filósofos presocráticos participan de la vida griega tejida en la lucha y la
competencia. Eran batalladores en la búsqueda de la verdad. Eso, y no una especulación
inmovilista, les daba una fe tal en la posesión de la verdad como no la ha habido en la
historia del pensamiento. Cuando por vez primera los filósofos defendieron su verdad en
las calles, sus almas estaban henchidas de altivez y celo. La lucha movía sus espíritus. Su
historia fue corta y violenta, se interrumpió bruscamente. Fue una generación fugaz, una
eclosión pródiga y excesiva. Sus dotes eran tan grandes y múltiples que no pudieron ir
despacio, sino que fue un esplendor intenso y repentino. Como el de una estrella que
estalla en un infinito haz de luz para desaparecer enseguida. Era una máquina maravillosa
en la que bastó arrojar una piedra para que saltara en pedazos. Esa piedra fue Sócrates:
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también; la marcha de toda la máquina es tan intensa, que una sola piedra
lanzada entre sus ruedas la hace saltar. Una de estas piedras, por ejemplo, fue
Sócrates; en una sola noche, la evolución de la ciencia filosófica, hasta entonces
tan maravillosamente regular, pero también demasiado apresurada, fue
perturbada (Nietzsche, Humano, demasiado humano, I: 366).
Los primeros griegos fueron para Nietzsche tipos de escultura que no volvieron a
darse. Formaron el tipo superior de vida filosófica: el gran pensador o poseedor de la
verdad. Dieron a su filosofía un carácter violento y aventurero como lo tenía el resto de
la vida y la política griegas. A estos filósofos les une el juicio último sobre el valor de la
existencia: vieron la vida en su plena perfección; su pensamiento no estuvo contaminado
–como lo está el pensamiento moderno– por la duda y la división entre el deseo de
libertad y el instinto de verdad. Con expresiones diferentes coincidieron en la afirmación
del mundo y una alegría de vivir vigorosa y exhuberante.
Aquella pléyade de pensadores que va desde Tales a Demócrito fueron todos ellos
caracteres de una pieza; su pensamiento estuvo vinculado intrínsecamente a su carácter;
no era algo postizo cultivado especulativamente al margen de la propia realidad y de la
del pueblo. Formaron, como dice Schopenhauer, una república de genios, no de sabios.
Cada uno de ellos tenía un rasgo y personalidad específicos. Pero el preferido de
Nietzsche es Heráclito. En él se justifica el devenir, ese eterno flujo y reflujo de las
cosas. Sólo es real ese perpetuo devenir de las cosas:
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1.3 Crítica del racionalismo en la historia de la filosofía occidental: desde
Sócrates hasta Schopenhauer
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Dando primacía al conocimiento y al juicio, Sócrates arruinó el espíritu trágico,
desviando la fuerza de éste hacia la dialéctica y el saber; el impulso de los instintos es
dirigido hacia la moral y la ciencia. Sócrates domestica al hombre e, identificando razón y
virtud, disuelve los instintos griegos. La moral socrática fomenta los sentimientos contra
la vida y esto es señal de decrepitud. Cuando el saber se independiza de la vida, se hace
sistemático y engendra una cultura muerta. Aquí están ya los síntomas de la decadencia
de la cultura moderna: moralismo, exaltación del hombre teórico e identificación de
conocimiento y virtud.
Sócrates configuró en sí mismo por vez primera el hombre teórico creyendo que el
pensamiento es capaz de penetrar y reformar la existencia:
Para Nietzsche fue el amor a la ciencia lo que salvó a Sócrates del pesimismo y del
vértigo de la aniquilación. Así fraguó el modelo de optimismo teórico frente al pesimismo
real creyendo que el conocimiento es la vocación más noble de la humanidad. Contra
esto chocaba el espíritu trágico que Sócrates veía como irracional: causas sin efectos y
efectos sin causas formando un conjunto confuso donde no había inteligencia y verdad.
Pero el espíritu científico socrático fue desplazando y destruyendo el mito que
alimentaba la tragedia primando definitivamente una concepción teórica del mundo.
Pero la obra maestra de Sócrates fue seducir a Platón y ganarlo para su causa. Su
auténtica alma era poética, pero, por obra de Sócrates, terminó dialéctica; aun así, los
diálogos platónicos fueron el refugio salvador del naufragio de la poesía antigua, al
rescoldo de esa vena poética de Platón. Pero la dialéctica platónica construyó,
prescindiendo de los sentidos, un mundo superior. Inventó el espíritu puro y el bien en sí,
refrenando dogmáticamente la superstición popular y dando así cabida a las manías
religiosas:
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conocimiento fue cubierto de un tinte afrodisíaco:
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El Renacimiento fue un atisbo genial de vuelta a la Antigüedad. Supuso un olvido del
absorbente mundo celeste y apareció la fe del hombre en sí mismo capaz de hacer y
embellecer un mundo nuevo. Fue esta la ocasión que Occidente tuvo de eliminar su
enfermedad de deseos trascendentes y llevar, a semejanza de los griegos, una vida
autónoma llena de belleza y frescura. Pero la Reforma truncó este movimiento y, con el
desquite de valorar la acción y la vida temporal, volvió la cara a un Dios más distante y
enemigo del hombre de lo que había sido el Dios cristiano-medieval. Reforzó la
autonomía del mundo secular pero como olvido de ese Dios exigente.
En Occidente hubo un último intento de hacer surgir el elemento trágico dionisíaco
de los griegos para configurar un mundo nuevo. Fue el romanticismo alemán que tantas
esperanzas generó; pero, una vez más, el ansia de absoluto traicionó el movimiento. Los
largos siglos de cristianismo habían alimentado una fe en el Dios absoluto que ahora
dejaba su trascendencia y se introducía en el mundo de forma inmanente; se convertía
así en una fuerza omnicomprensiva ante la que el hombre quedaba desposeído de su ser
individual y manejado como instrumento para una tarea que le trascendía. El viejo ideal
humanista griego fue traicionado esta vez por entidades que ocultaban reminiscencias
cristianas. Esas entidades van desde el imperativo categórico kantiano, pasando por el
"yo" de Fichte y el "Espíritu absoluto" de Hegel hasta llegar a la "Voluntad" de
Schopenhauer.
Especialmente revelantes han sido estos dos últimos: Hegel y Schopenhauer, aunque
con visiones contrapuestas. Hegel llevó al súmmum la racionalización de la realidad y su
historificación. El absoluto trascendente fue proyectado en la historia universal como
motor inmanente que anima ésta desde dentro. El sistema hegeliano ha transmutado el
instinto filosófico por la racionalización de la historia: todas las épocas, hechos,
civilizaciones e individuos tienen sentido en tanto son peldaños de ese proceso universal.
Esto es una especie de divinización de todo lo ocurrido, pero sustrayendo su esencia y
sentido para dárselos al conjunto. Y esto es sumamente peligroso:
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crueles, destrucciones, etc., no son sólo algo racional, sino necesario para la madurez del
espíritu. Se justifica cada época en aras de un proceso universal que se autodenomina
"concepto que se realiza a sí mismo", "dialéctica del espíritu de los pueblos" y "juicio de
la humanidad":
Pero hay una manera de negar y destruir, que es precisamente la voz de ese
poderoso deseo de santificación y de liberación, cuyo primer imitador filosófico,
Schopenhauer, se presentó entre nosotros los hombres profanadores y
verdaderamente frívolos. Toda existencia que puede ser negada merece también
serlo: ser veraz equivale a creer en una existencia que no podría ser
absolutamente negada y que es verdadera y está exenta de toda mentira
(Nietzsche, Consideraciones Intempestivas, I: 122).
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Para Schopenhauer, la felicidad es imposible. El fin de la vida es mortificar a la
voluntad que se extinguirá en el nirvana. Este es el nihilismo que Nietzsche ataca en
Schopenhauer, pues es una radical negación del impulso mismo del vivir. Contra
Schopenhauer, Nietzsche propone la anulación de aquellos valores que desde Sócrates y
el cristianismo han servido para negar los instintos. Schopenhauer ha ido también en esta
línea y es ahí donde Nietzsche reclama su nihilismo destructivo: es preciso erradicar
aquellos valores que han arruinado la vida.
Contra lo que a primera vista pudiera parecer, la filosofía no es una visión abstracta
del mundo. Nietzsche se plantea desde el principio si no es un síntoma de decadencia
dirigir la atención a las ideas generales; eso supone una disgregación de la voluntad, que
es la tierra natal de la que se nutre el pensamiento. En las épocas bárbaras, el individuo
se aplica siempre, confiando en la plenitud de su fuerza, a obrar conforme a sus juicios, a
poner sus ideas en acción. Pero si el vigor del hombre se relaja, si se siente fatigado o
melancólico, y por tanto sin deseos y apetitos, entonces se hace reflexivo, pensador. Esto
quiere decir que la mayor parte del pensamiento consciente, y por tanto del filosófico,
tiene su origen en las actividades instintivas:
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el filósofo extiende la mano hacia la nada y de esta nada saca un "dios", una "verdad", un
"ser". Ha combatido la realidad de la apariencia y el dolor para arribar al conocimiento
abstracto y a la virtud general.
En esta misma línea, otro síntoma de separación de la filosofía respecto a la vida es
la distinción entre teoría y práctica, valorando sólo la primera y menospreciando la
segunda:
Nietzsche trata de mostrar qué clase de instintos han actuado detrás de los
conocimientos teóricos puros; todos ellos, bajo el imperio de los instintos, se han lanzado
a lo que se llama "verdad", que es una forma de apropiación de algo. Por eso los
sistemas filosóficos han luchado unos contra otros so pretexto de alcanzar lo verdadero;
pero esa lucha era la de determinadas formas de vitalidad, de poder, de supremacía de la
raza, etc.
El instinto de conocimiento debe ser reducido a un instinto de apropiación y
dominio; conforme a éste, se han desarrollado los sentidos, la moral, la cultura.
Más aún, todo conocimiento y, en el fondo, toda filosofía son expresión del autor y
de su edad de vida. Del autor porque una gran filosofía es la confesión de su autor, una
especie de libro de memorias involuntarias o insensibles. Según Nietzsche, de ahí salen
las intenciones morales, las afirmaciones metafísicas y los conocimientos teóricos; pero
estas cosas son sólo instrumento de expresión de los verdaderos intereses que son los
asuntos familiares, las posturas políticas, los temas económicos. Pero también la filosofía
es expresión del momento en que se vive; no se hace filosofía de igual manera en la
juventud que en la vejez:
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1.4.2. Perfil del verdadero filósofo
De esta circunstancia particular del filósofo debe arrancar la reflexión sobre el origen
y perfil de la filosofía. Quizá la tarea del filósofo debiera consistir en conciliar lo que
aprende de niño con lo que aprende de la experiencia como hombre adulto. Para
Nietzsche la filosofía es tarea de jóvenes, ya que éstos ocupan un lugar intermedio entre
el niño y el adulto y tienen necesidades medias. Ser filósofo es, por tanto, algo difícil de
lograr, pues éste tiene que compaginar el experimentar y el saber, la necesidad y la
libertad; es preciso haber nacido predestinado para vivir en un mundo superior y ser
disciplinado por él y, así, ver lo que la mayoría no ve:
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En definitiva, es resolver el enigma del mundo. Tal es el deseo secreto de los
filósofos. Y se trata de hacer eso de la manera más sencilla. La ambición sin límites y el
goce de ser el "descifrador del mundo" llena los sueños del pensador. Nada le parece
valer la pena en este mundo más que encontrar el medio de llevar a cabo ese fin. Así la
filosofía es la lucha suprema por la supremacía del espíritu.
Pero esta tarea no es fácil. El filósofo se encuentra con toda clase de dificultades
para llevarla adelante. Fundamentalmente los prejuicios de la sociedad en que vive:
El filósofo tiene que aplicar el bisturí a las "virtudes de la época" para que surja una
nueva vida. Bajo esas virtudes late la hipocresía, la comodidad, la mentira… Y, según
Nietzsche, el filósofo debe ser implacable con todo esto. El filósofo es nihilista porque
tiene que reducir a la nada los falsos ideales de su tiempo; éstos son los que han
dificultado la marcha de la filosofía. En eso consiste la objetividad del filósofo: en ser
indiferente ante los valores morales y culturales con los que se encuentra. Más aún, en
principio tiene que desconfiar de ellos; por eso a la filosofía hay que denominarla "arte de
desconfiar" más bien que "amor a la verdad". Pero esto produce dolor y aversión.
Cuanto más crezca por encima de los hombres y de las cosas, el pensador estará
satisfecho de sí mismo, pero será rechazado por los demás. Por su crítica, el filósofo es
tenido por un perverso en la sociedad ya que es visto como un crítico de costumbres,
disolvente de valores, contrario a la moralidad. La sociedad rechaza la vida que carezca
de esa "verdad" que ella se ha fabricado para sí misma. Por eso, el hombre emancipado
de esos lazos sociales debe volar libremente y sin temor por encima de costumbres, leyes
y apreciaciones tradicionales de las cosas. Y esto es lo que él comunica a sus semejantes,
aunque éstos le rechacen sin piedad.
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cambio, vuela sobre esa utilidad inmediata para ir a otra más alta desde donde da a la
vida y a la acción el sentido más profundo posible. Ese sentido es sobre todo la liberación
de toda tiranía física y psicológica, incluida la del conocimiento lógico. Así pues, los
logros de los científicos se plasman en cosas útiles. Pero los filósofos son naturalezas
más raras, difícilmente coronados por el éxito y que muy pocas veces llegan a la perfecta
madurez. Por lo regular, son hombres desagradables, presuntuosos, tercos, que no
pueden vivir más que en su propia atmósfera, en su propio terreno. Nietzsche insiste en
el valor del filósofo sobre el científico. Aquél debiera haber pasado por todas las escalas
del espíritu para recorrer el círculo de los valores humanos y, desde ahí, poder mirar
todas las lejanías y horizontes. A los científicos les corresponde hacer visible todo lo que
ha pasado para abreviarlo y hacerlo manejable. Es esta una tarea prodigiosa al servicio de
la cual la voluntad puede encontrar satisfacciones. Pero la misión de los filósofos es
mandar e imponer la ley:
Los filósofos dicen: "esto debe ser así". Determinan, ante todo, la dirección
y el porqué del hombre y disponen para esto del trabajo preparatorio de todos
los obreros filosóficos, de todos los sojuzgadores del pasado; cogen el porvenir
con mano creadora y todo lo que ha sido les sirve de medio, de instrumento, de
martillo. Su "investigación del conocimiento" es "creación", su creación es
legislación, su voluntad de verdad es… "voluntad de poder" (Nietzsche, Más
allá del bien y del mal, III: 533).
Pero, por mucho tiempo, la filosofía, en vez de emplear el bisturí para deshacer los
35
errores y falsas virtudes que el hombre continuamente se fabrica, ella misma se ha
construido muchas ilusiones para huir de esa referencia oscura y cambiante en que el
hombre tiene que hacer su vida. De modo que ella ha caído también bajo sospecha
cuando ha construido mundos metafísicos para huir de lo real. Siempre le ha escocido al
hombre la inseguridad de la vida, la falta de certeza, la provisionalidad de su
conocimiento. Ante eso, la metafísica ha optado por construir un mundo ilusorio, seguro,
cierto y estable. Tal es la psicología del metafísico como también la del hombre religioso
y moral. La propensión a querer tener una certeza absoluta de las cosas primeras y
últimas es una tendencia metafísica cubierta de supervivencia religiosa, como si el
hombre no tuviera derecho a estar continuamente preguntándose sobre esas cosas:
36
mundo es condicionado: por consiguiente, hay un mundo sin contradicciones;
este mundo está en su devenir: por consiguiente, hay un mundo que es; todas
éstas no son más que conclusiones falsas (resultado de una confianza ciega en la
razón: si A existe, es preciso igualmente que exista su contrario B). El
sufrimiento es lo que inspira estas conclusiones; en el fondo, todo esto no es
más que el deseo de un mundo semejante; igualmente el odio de un mundo que
hace sufrir se expresa por el hecho de que se imagine otro, un mundo más
precioso; el rencor de los metafísicos respecto de la realidad se hace aquí
creador (Nietzsche, La voluntad de poder, IV: 221).
Nietzsche se pregunta cómo puede nacer una cosa de su contraria; por ejemplo, la
verdad del error, el acto desinteresado del acto egoísta, la contemplación pura de la
concupiscencia. Tal origen parece imposible. Esas cosas de tan alto valor parece que no
pueden salir de este mundo pasajero, engañador, ilusorio. Por el contrario, en el seno del
ser, en lo inmutable, en la divinidad, en la "cosa en sí", es donde debe encontrarse su
razón de ser. Esa manera de apreciar constituye el prejuicio típico en el cual se reconoce
a los metafísicos de todos los tiempos.
Este prejuicio se fundamenta en una evasión del mundo real del devenir. En vez de
afrontar el pluralismo y la oscuridad de éste, se construye uno coherente, en el que se
satisfaga nuestro anhelo de quietud y felicidad; un mundo de verdad en que ni
engañemos ni seamos engañados. Pero la idea de ese mundo ha sido siempre empleada
contra éste, como arma crítica contra él. Y esto para Nietzsche indica que los hombres
que piensan así están a disgusto aquí, no saben valorar lo que tienen, lo que son, lo que
los rodea. Son seres enfermos, disconformes consigo mismos, no merecen estar aquí. Un
individuo sano tiene que ver como enemigo aquello que se le presenta extraño y
desconocido. Estos hombres están enfermos porque, en ellos, pesa más el cansancio que
el instinto de vida; y es ese cansancio el que ha creado el mundo ideal. Un hombre o un
pueblo que está orgulloso de sí mismo, que está en los comienzos de su vida ascendente,
no desea algo diferente que niegue esa vitalidad actual.
En esta tarea de desvalorización del devenir, la metafísica ha tenido un aliado: el
lenguaje. A Nietzsche le causa un gran impacto darse cuenta de que el conocer el nombre
de las cosas suele ser más importante que saber lo que éstas son. La reputación, el
nombre, el aspecto, la importancia de una cosa, se han arrojado sobre ella como una
vestidura hasta identificarla por esos rasgos subjetivos. Así convertimos las cosas en
nuestro propio cuerpo. Y la apariencia primitiva termina por convertirse en la esencia de
las cosas. Con eso, el lenguaje lleva al más grosero fetichismo; pues ve agentes y
acciones en todas partes; cree que la voluntad subjetiva es la causa de las cosas:
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concepto del "ser". Al principio aparece aquel grande y profundo error de creer
que la voluntad es una cosa que obra, que la voluntad es una "facultad" […].
Hoy sabemos que es simplemente una palabra (Nietzsche, El ocaso de los
ídolos, IV: 409).
Luego se han manejado esas palabras como categorías ciertas de la razón que de
ninguna manera pueden venir del empirismo; al contrario, es todo empirismo el que está
en contradicción con ellas. ¿De dónde venían entonces esas categorías? De un mundo
superior en el que hemos habitado anteriormente. Nietzsche arrecia la crítica diciendo
que debemos haber sido divinos porque tenemos razón. Esa fue la revolución platónica,
adoptada luego por el cristianismo. El platonismo cree que cuanto más sutilizada,
adelgazada y volatilizada esté una cosa, más valor tiene; más aún, cuanta más "idea"
tiene una cosa, más ser tiene también. Invertía el concepto de realidad haciendo de lo
sensible el error y de la idea, la realidad. En definitiva, el poder de la metafísica
occidental prefirió la apariencia al ser, la mentira y la invención a la verdad.
Otra forma de presentar esta división entre el mundo del devenir y el mundo real es
la distinción entre fenómeno y noumeno. Kant no tenía por qué hacer esta distinción. Él
mismo se había cercenado el derecho a hacerlo al rechazar como ilícito el razonamiento
que postulaba una causa para el fenómeno. Y esto por su misma concepción del principio
de causalidad como únicamente aplicable a las relaciones entre fenómeno y cosa en sí.
Los conceptos de causa y efecto, considerados psicológicamente, proceden siempre de
una manera de pensar que ve en todas partes voluntades que obran unas sobre otras.
Pero la cosa en sí, si se diera, sería un incondicionado, no podría ser conocida. Algo
absoluto no puede ser conocido; de lo contrario, no sería absoluto:
Por tanto, conocer quiere decir ponerse en relación con algo, sentirse condicionado
por algo y al mismo tiempo condicionar este algo por parte del que conoce; es pues una
conciencia de condiciones, no un discernimiento de cosas, ni de "cosas en sí". Por
consiguiente, la cosa en sí es tan absurda como un "sentido o significación en sí". No hay
ningún hecho en sí porque, para que pueda darse un hecho, éste debe siempre
interpretarse de algún modo. La esencia, pues, de las cosas es perspectiva: lo que esto es
para mí o para nosotros. En resumen, no existe la cosa en sí, sino que la cosa se reduce a
sus relaciones con otras.
38
Siguiendo en esta línea, la metafísica ha primado el mundo interior sobre el exterior,
como si aquél escapara por su prioridad al fenomenismo de éste. Pero nuestro mundo
interior es también fenoménico:
En ese mundo interior, la causalidad se nos escapa: admitir entre las ideas un lazo
inmediato y causal, como lo hace la lógica, es la consecuencia de una observación
grosera y torpe. Entre dos pensamientos hay toda una serie de pasiones que entran en
juego y se nos escapan, pues sus movimientos son demasiado rápidos. Lo que llamamos
"pensar" no existe; es una ficción arbitraria separada del proceso general por un solo
elemento, eliminando los demás; es un arreglo artificioso para entenderse. Igualmente el
"espíritu" como tal no existe. Es una concepción derivada de la falsa observación de sí
mismo. Se concibe el pensamiento saliendo de un sustrato imaginario en el que cada acto
de pensamiento tiene su origen. Pero tanto el acto de pensar como el que lo ejecuta son
simulados. No hay que buscar el fenomenalismo en sitios falsos: nada es más ilusorio que
el mundo interior. Creemos que nuestros pensamientos están ligados causalmente tal
como lo diría la lógica. Pero, en nuestra conciencia, toda sucesión es absolutamente
atomística; es una serie de acciones y reacciones provocadas por el sentido del dolor y
del placer.
Llegando a estas conclusiones, Nietzsche propugna una lucha contra la metafísica
como modo de recuperar el mundo real, el del devenir, para volcar en él todas las
fuerzas. Es ya hora de que la metafísica pase a la historia. Los metafísicos han negado el
devenir, el sentido histórico; han creído dignificar las cosas al verlas "sub specie
aeternitatis" y con eso las han momificado. Lo que han manejado han sido momias de
conceptos; nada real ha salido de sus manos; han matado, disecado. Para ellos, el
cambio, la generación, el crecimiento, la vejez, la muerte son objeciones y hasta
refutaciones:
Lo que "es", no deviene; lo que deviene, no es […]. Ahora bien; todos ellos
creen, y creen con desesperación, en el Ser. Mas, como no se pueden apoderar
de él, buscan las razones de por qué huye de ellos. "Aquí debe haber una
ilusión, un engaño en el hecho de que no encontremos el ser; ¿dónde está el
engañador?" ¡Ya lo tenemos –gritan con alborozo–; es la sensualidad! Los
sentidos, que por cierto son muy inmorales, nos engañan sobre el mundo real.
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Moraleja: desembarazarse del engaño de los sentidos, del devenir, de la historia,
de la mentira; la historia no es otra cosa que la creencia en los sentidos, la
creencia en la mentira (Nietzsche, El ocaso de los ídolos, IV: 407).
40
1.6.1. Origen instintivo del conocimiento
Por tanto, la conciencia es más bien un peligro para el organismo, como también el
orgullo que se pone en ella. Nietzsche ve un grave error de la filosofía y la cultura
occidental creer que la conciencia es el núcleo del ser humano, lo que éste tiene de
duradero, de eterno; ¡como si fuera una cualidad estable! Se niega su crecimiento, sus
intermitencias. Se la considera "unidad del organismo". Esta sobre-estimación es ridícula
y hace falta una nivelación del saber haciéndolo instintivo.
El más alto grado de conocimiento, la inteligencia, es resultado de varios instintos
contrapuestos como el deseo de burlarse, quejarse o maldecir. Antes de que sea posible
ese conocimiento, es preciso que cada uno de estos instintos adelante su opinión sobre el
objeto o acontecimiento. Entonces comienza la lucha de estos juicios incompletos y el
resultado es un término medio entre ellos, una pacificación; así se conservan esos
instintos por muy contrarios que sean entre sí. Nosotros, al mirar el resultado, creemos
que el entender es algo opuesto a los instintos, mientras que en realidad no es más que
una cierta nivelación entre éstos:
41
poder tener ventajas y dominar esa inestabilidad. Nuestros instintos tienden a afirmar, a
engañar, a fantasear, a apostar; el conocimiento en cambio tiende más a lo contrario de
eso, o sea a negar, purgar, suspender… Y, si predomina esto, difícilmente el ser vivo
puede conservarse:
Para Nietzsche, pues, las más altas funciones del espíritu son una nivelación
sublimada de impulsos instintivos. En definitiva, la llamada vida espiritual es expresión de
un organismo vivo. Por consiguiente lo importante es el cuerpo de donde emana el
conocimiento y el espíritu. Si admiramos el intelecto, mucho mas maravilloso es el
cuerpo. Nunca se ponderará suficientemente cómo ha sido posible el cuerpo humano, esa
asociación de órganos complicados; éstos se subordinan unos a otros y sin embargo, en
cierto sentido, obran por voluntad propia; viven una vida unificada y se conservan
durante largo tiempo; y ello, evidentemente, no por la conciencia. Ésta no es más que un
instrumento de este prodigio. La magnífica cohesión de múltiples funciones, la
subordinación y distribución de actividades superiores e inferiores, la obediencia electiva
y prudencial entre ellas, todo este fenómeno llamado cuerpo es tan superior, medido con
medidas intelectuales, a nuestra conciencia, a nuestro espíritu, al pensamiento consciente,
como el álgebra lo es al número 1. El mecanismo cerebral y nervioso con su pensar,
sentir y querer es el cuerpo mismo. Nietzsche piensa que esta enorme síntesis de vida e
intelecto que se llama hombre sólo puede existir cuando se ha formado aquella fina
mediación de funciones. Estos organismos vivos, pequeñísimos, que constituyen nuestro
cuerpo, no son almas atómicas, sino algo que crece, lucha, se desarrolla y muere, de
modo que su número crece constantemente y nuestra vida, como cualquier otra vida, es
un continuo morir. Por tanto, en un hombre hay tantas conciencias como organismos
constituyen su cuerpo. Lo que distingue al intelecto es que ante esa multiplicidad de
conciencias, recoge sólo una; a ésta, una vez simplificada y falseada, la da poderes
dictatoriales sobre el resto. La verdadera inteligencia no es imposición de una de estas
funciones, sino la coordinación de todas ellas según el bien del conjunto:
42
Por tanto, la unidad de nuestro ser no reside en el yo consciente, ni en el sentir,
querer y pensar, sino en otra parte; en la habilidad que el organismo tiene para conservar,
asimilar y seleccionar lo que le conviene; el yo consciente es sólo un instrumento de esta
acción. Sentir, querer y pensar son, en general, nuevos fenómenos terminales cuyas
causas no se nos manifiestan. Puede que haya una serie consecutiva de epifenómenos
siguiéndose unos a otros causalmente; pero eso no lo vemos. Nietzsche niega que un
fenómeno espiritual o anímico sea causa directa de otro fenómeno espiritual, aunque lo
parezca. El mundo verdadero de las causas está oculto para nosotros. El intelecto y los
sentidos son ante todo aparatos de simplificación. Pero nuestro mundo de las causas, el
que nosotros hemos falsificado, empequeñecido, logificado, es el mundo en que nosotros
podemos vivir. El hombre conoce en cuanto puede satisfacer sus necesidades. El estudio
del cuerpo nos da un concepto de indecible complicación. Si nuestro intelecto no tuviese
algunas formas fijas, no nos serviría para la vida. Pero esto no demuestra nada en favor
de la verdad de estas formas. La creencia en el cuerpo, pues, es para Nietzsche, la base
conforme a la cual debe estimarse el valor del pensar. El cuerpo se manifiesta cada vez
menos como apariencia. Quienes han tenido motivos para pensar que el cuerpo es
apariencia son los que han negado la vida. Y, a la larga, sólo se ha conservado el
pensamiento compatible con la vida. Y así ha habido groseros errores que han perdurado
y que se han hecho en nosotros imposibles de desarraigar porque no eran un obstáculo
para la vida.
43
postura, que es la que ha definido la teoría del conocimiento en Occidente. El hombre
que razona así es una especie improductiva y doliente, fatigada de la vida. Son los
cansados los que tienen necesidad de creer en lo verdadero, en lo inmutable. La voluntad
de verdad es la impotencia de crear. He aquí una prueba de la pobreza de voluntad y
falta de fuerza en los filósofos; pues la fuerza crea y organiza lo que hay de más cercano,
lo real, lo vivo; en cambio, los que se dedican al conocer sólo quieren fijar lo que "es" y
eso no es nada.
La voluntad de lo verdadero nos ha llevado a tener que enfrentarnos al origen de ese
deseo: ¿qué parte de nosotros mismos tiende a la verdad? ¿Cuál es el valor de esa
voluntad?:
Para Nietzsche creer que la verdad es mejor que las apariencias que se nos muestran
inmediatamente no es más que un prejuicio. Hay que confesar que la vida no podría
existir si no tuviera por base ilusiones de perspectiva. Si los filósofos quieren suprimir el
mundo de las apariencias, suponiendo que pudieran, hay una cosa de la que no quedaría
nada: la "verdad". Pues nada hay que nos fuerze a creer que existe una contradicción
esencial entre "lo verdadero" y "lo falso". Basta con admitir grados en la apariencia,
sombras más o menos oscuras, tonos diversos en la ficción. Es enfermizo ese afán de los
filósofos por la voluntad de verdad. Éstos han vituperado los sentidos. Pero en eso se
han encontrado con los artistas; de ahí su profundo antagonismo: Platón contra Homero.
Y es que los filósofos no han comprendido la inutilidad de la verdad para la vida y la
subordinación de ésta a una perspectiva de ilusión. La verdad es una exageración
peligrosa que desdeña el valor de vivir.
Más aún, Nietzsche llega a afirmar que la mentira es una condición de vida: "¡Ah!
Ahora tenemos que abrazar la verdad, y el error se convierte primero en mentira, y la
mentira pasa a ser para nosotros condición para la vida" (Tratados filosóficos
contemporáneos de "Aurora", II: 293). Para Nietzsche, la falsedad de un juicio no es una
objeción contra éste, aunque en nuestro lenguaje pueda esto parecer extraño. Se trata de
saber en qué medida este juicio acelera y conserva la vida, es decir, mantiene y desarrolla
la especie. Y, en principio, se inclina por pensar que los juicios más falsos son los más
indispensables; renunciar a ellos sería renunciar a vivir. Por eso la mentira es una
condición vital que se sitúa más allá de lo verdadero y de lo falso, más allá del bien y del
mal.
¿Cuál es entonces el valor de la verdad para Nietzsche? El mundo verdadero es algo
construido por nosotros, desde nuestra facultades y para nuestros intereses. Bien mirado,
44
el intelecto humano es algo sombrío, efímero, dentro de la naturaleza. Hubo eternidades
durante las cuales no existió; cuando desaparezca, nada se habrá perdido, pues nuestro
intelecto no tiene misión ulterior fuera de la vida humana; sin embargo, el hombre, que es
quien lo posee, ha querido hacer de él el eje del mundo. Por eso el filósofo, que es quien
lo ha cultivado, se siente orgulloso. Porque piensa que las miradas del universo están
dirigidas a sus pensamientos. Ese orgullo del intelecto se engaña sobre el valor de la
existencia porque da al conocimiento un valor supremo. Pero aquí hay un engaño:
45
olvido, llega al sentimiento de la verdad (Nietzsche, Sobre la verdad y la
mentira en sentido extramoral, V: 245).
Después de esto, para Nietzsche está claro que el conocimiento no tiene valor en sí
mismo, sino sólo en un sentido meramente instrumental; el conocimiento trabaja como
instrumento al servicio de la voluntad de poder. Nietzsche entiende que la concepción del
conocimiento debe ser tomada severa y estrechamente desde un punto de vista
antropocéntrico y biológico. Para que la especie humana pueda conservarse y crecer, es
preciso que su concepción de la realidad abrace cosas bastante constantes; así podrá
edificar sobre esta concepción el esquema de su conducta. La utilidad de la conservación
y no la necesidad lógica es el motivo que anima la evolución de los órganos de
conocimiento. Es decir, la medida de la necesidad de conocer depende del crecimiento de
la voluntad de poder en la especie humana:
46
necesidad tenemos que llevar nuestra óptica humana hasta sus últimas
consecuencias (Nietzsche, Tratados filosóficos del tiempo de "El gay saber",
II: 290).
47
La razón es el órgano auxiliar lentamente desarrollado. Durante un enorme espacio
de tiempo, ha tenido por fortuna poca fuerza para determinar al hombre. Ha trabajado al
servicio de los instintos orgánicos y se ha emancipado lentamente equiparándose a ellos;
de este modo, la razón ha luchado con los instintos como un instinto nuevo y, luego,
mucho más tarde, ha adquirido el predomino. El último absurdo que ha cometido es
criticarse a sí misma. El instrumento no puede criticar su propia eficacia. El intelecto no
puede determinar sus límites, ni su éxito ni su fracaso. Un órgano de conocimiento que
quiere conocerse a sí mismo es tan absurdo como un estómago que se digiere a sí
mismo. Y otro tanto ocurre con ese eslogan moderno del conocimiento de sí mismo:
48
cínicos, se despeñaron por la pendiente de la insignificancia de la vida. Entonces se hizo
alarde de la renuncia y del valor del sufrimiento. Platón, seguidor de Sócrates, buscó la
felicidad en la quietud e indiferencia. Y así racionalizó la moral convirtiéndola en algo
seco, separado de los instintos. En la misma línea, Aristóteles vió la plenitud en una
contemplación pura, ajena al sentimiento, que sintió el frío vértigo de la universalidad. El
ideal del epicureismo fue negativo; sólo anhelaba el cese del dolor. Fue el ideal de un
enfermo doliente. Igualmente el estoicismo se propuso una racionalización que fuese
capaz de desarraigar las pasiones. Todos estos filósofos basaron la moralidad en la
calumnia de los instintos y así, del heroísmode los trágicos, se ha llegado a una felicidad
inmóvil y de reposo:
Todo esto nos da una idea de lo que pasó con la moralidad griega y de lo
que pasará con cualquier otra moral; cómo comenzó por ser una coacción,
mostrando primeramente dureza, haciéndose luego cada vez más dulce; cómo
se formó, por último, el placer que proporcionan ciertas acciones, ciertas
convenciones y ciertas reformas, y saliendo de allí también una inclinación al
ejercicio exclusivo de la posesión única de éstas; cómo surgieron los
competidores a granel, cómo sobrevino la saciedad, cómo se buscaron nuevos
asuntos de lucha y de ambición, cómo se despertó la vida a los antiguos, cómo
se fatigaron los espectadores porque, desde aquel momento, todo el círculo
parecía haber sido recorrido; y entonces sobrevino un reposo, una pausa en la
respiración; los ríos se perdieron en la arena. Era el fin, o por lo menos, "un" fin
(Nietzsche, Humano, demasiado humano, I: 594).
Todo esto, según Nietzsche, le vino servido en bandeja al cristianismo para llevar a
término su descalificación de las pasiones. La revolución cristiana en moral es la
inversión de los valores que consistió en hacer pecaminosos los instintos; éstos, de suyo,
son fuerzas neutras que el hombre puede orientar de una u otra manera. Pero el
cristianismo los descalificó desde el principio, envenenando así las fuentes mismas de la
vida. La moral cristiana intentó hacer desaparecer el egoísmo, la envidia… y así propuso
tipos como los ascetas y sacerdotes, que llevasen a cabo este ideal. Pero lo que consiguió
fue socavar la fuerza nerviosa y crear tipos enfermos a disgusto en el mundo,
descontentos de vivir. Esta perversión condujo al debilitamiento. En palabras de
Nietzsche, el cristianismo quiso domesticar la bestia y lo que consiguió fue hacerla
enfermar:
49
de los ídolos, IV: 421).
50
cristiano como quiso Comte: no sólo amar a los demás como a uno mismo, sino más que
a uno mismo. Esta es la última muestra de la inversión de valores que conlleva el odio a
sí mismo; lo cual es el colmo de la perversión, pues el primer y más natural amor del
hombre es a sí mismo. Este es el secreto aguijón de los librepensadores franceses desde
Voltaire a Augusto Comte. Y el de Schopenhauer en Alemania. Y el de Stuart Mill en
Inglaterra. Y el del socialismo en toda Europa. Aquí ha habido una auténtica explosión de
celebridad de la doctrina de las afecciones simpáticas y de la utilidad como principio de
acción. Pero todos estos movimientos fueron sólo ecos más sutiles o groseros de los
principios de la Revolución francesa. El núcleo de este pensamiento que informa la moral
consiste en un sacrificio del individuo en pro de la sociedad para que ésta a su vez
satisfaga las necesidades de aquél. El hombre moderno prefiere renunciar a su propia
individualidad y sacrificarse en aras de la colectividad para que ésta le proporcione una
vida segura. Una vez más aparece este ideal negativo, cobarde, traidor a la propia
persona. Todo esto se recubre con la consideración de ser un miembro útil de la sociedad
o el instrumento de un todo. Después hay tanteos para ver dónde hay que colocar ese
"todo", si en un orden establecido o en uno nuevo, si en la nación o en una sociedad de
naciones. En esto hay mucha vacilación; en lo que no la hay es en la exigencia de que el
"yo" sea disuelto hasta que aparezca un nuevo círculo de derechos y deberes:
¿Qué es lo que distingue, en fin de cuentas, a los hombres sin piedad de los
hombres compasivos? Ante todo, para no dar aquí más que un bosquejo a
grandes rasgos, no tienen la imaginación irritable del temor, la sutil facultad de
presentir el peligro; así su vanidad está herida menos súbitamente si sucede algo
que ellos hubieran podido evitar (la preocupación de su fiereza les ordena no
51
mezclarse inútilmente en los asuntos ajenos; hasta quieren, puesto que obran
así, que cada uno se ayude a sí mismo y juegue con sus propias cartas)
(Nietzsche, Aurora, II: 75).
52
plenitud en que vive el hombre que los inventa.
En este sentido, Nietzsche establece tres grandes períodos en la historia de la
humanidad haciendo ver el paralelismo entre sus condiciones fisiológicas de vida y su
moralidad. Para él, la etimología de la palabra "bueno" en las diversas lenguas viene a
coincidir con la idea de nobleza y distinción en sentido social. Y de ahí derivaría luego lo
bueno. En cambio, lo malo sería lo opuesto, es decir, lo vulgar, plebeyo, ruin. Nietzsche
hace especial hincapié en el primero de esos períodos, al que denomina premoral y que
coincide con el tiempo prehistórico. El valor de éste reside no sólo en el tiempo que es
infinitamente más extenso que el resto de la existencia histórica, sino que es cuando más
en contacto ha estado el hombre con la naturaleza y, por consiguiente, más pura se ha
mostrado su esencia. En esta época, el valor de la acción moral estaba en sus
consecuencias, no en sí misma. El éxito o el fracaso de su acto era lo que llevaba a
pensar bien o mal de éste. Bueno era lo que se imponía, lo que tenía éxito y fuerza. La
ley imperante era la de talión; ojo por ojo y diente por diente, es decir, devolver bien por
bien y mal por mal. El que es impotente y no puede hacer esto, pasa por malo. Bueno y
mano equivalen pues a noble y villano, a amo y esclavo. Bueno es lo que hace aumentar
la fuerza y el gozo de vivir; malo lo que disminuye esa fuerza induciendo a la pasividad,
la dulzura y la melancolía.
La idea que late debajo de esta concepción es que la moralidad está relacionada con
las condiciones fisiológicas de la vida. Nuestras apreciaciones morales son síntomas de
nuestro estado fisiológico. La vida es voluntad de poder y lo que la favorece es lo bueno.
Por tanto es esa voluntad de poder la que subyace a las normas morales. Por eso al
hablar de moralidad habría que tener en cuenta la historia:
En efecto, sería preciso, ante todo, que todas las tablas de valor, todos los
imperativos de que hablan la historia y los estudios etimológicos fuesen
aclarados y explicados por su lado fisiológico antes de tratar de interpretarlos
psicológicamente; entonces se trataría, además, de someterlos a un examen por
parte de la ciencia médica. La cuestión: ¿qué vale tal o cual tabla de valores, tal
o cual "moral"? exige ser planteada bajo las perspectivas más diferentes; sobre
todo, toda delicadeza y todo discernimiento es poco para el estudio del "fin" de
estos valores (Nietzsche, Genealogía de la moral, III:616).
En cambio el período moral valora la acción no por sus consecuencias, sino por su
intención. Esta es la moral cristiana y moderna. Es decir, la decadente. Aquí, según
Nietzsche, se opera una inversión de los valores morales originarios, naturales. Se fue a
la conciencia a dirimir el valor de las acciones y desde allí se criminalizaron las pasiones.
Esto fue un envenenamiento de las fuentes de la vida porque se declaró la guerra a la
voluntad de poder. El tercer período es una vuelta al primero y Nietzsche se ve a sí
mismo como su portavoz. Es el período extramoral en el que el hombre, habiendo visto
la depravación a que ha llevado el período moral, con su transmutación de los valores
originarios, proclama la vuelta a éstos. Ahora, como al principio, el valor de un acto no
53
va a estar en lo intencional, sino en lo inconsciente. La conciencia es sólo la epidermis, la
superficie del espíritu. Es aquí donde Nietzsche hace una llamada al "inmoralismo"; pero
hay que entender éste no como una invitación al desenfreno o a seguir ciegamente los
instintos, sino como una vuelta a la afirmación de la vida que ha sido destruida por el
envenenamiento de la moral de intenciones:
Para llegar a esa fuente originaria del obrar moral, Nietzsche hace un análisis
genealógico de éste, expurgándole así de adherencias extrañas. En ese sentido él es
consciente de que gran parte del obrar moral obedece a un determinismo de la tradición,
a un peso histórico. Y no por ello lo desecha a priori, pero trata de valorarlo en su justa
medida. Ser moral, en la opinión común, es obedecer una tradición arraigada. Cuanto
más remota es esa tradición, más respetable se hace. Pero Nietzsche señala que el origen
de esa tradición tiene que ver con la conservación de la raza o comunidad a que se
pertenece. La moral es un medio de preservar al grupo: las tendencias disgregadoras no
son sólo castigadas físicamente, sino descalificadas moralmente. Atentar contra la
comunidad es algo que grava la conciencia de manera absoluta tal y como se expresa en
la moral cristiana o en el imperativo categórico. A la vista de lo cual, Nietzsche deduce
que las leyes morales de un pueblo son la expresión no de una moral abstracta, sino de lo
que éste cree que es dañino para su supervivencia. La utilidad pública es pues el origen
de las acciones morales. Y el bien al que apunta la comunidad es el bienestar duradero,
no el momentáneo; de ahí el carácter eterno de las leyes morales. Más tarde, un aspecto
utilitario es revestido de honor y así el individuo se siente ennoblecido cuando en realidad
se somete a los fines de la comunidad sacrificando los personales.
Esta es la causa de por qué la moralidad se opone a lo nuevo, al cambio de leyes. En
el fondo, late un sentimiento social de conservación y, por ello, todo acto de innovación
moral es tenido como un crimen contra la comunidad. De hecho, así han sido
considerados aquellos que criticaron las normas morales vigentes para instaurar otras:
Sócrates en Atenas, los cristianos en el Imperio romano. La antigüedad de las costumbres
es vivida como santidad y los que se han atrevido contra ellas han sido tratados como
ateos y criminales:
54
sobre lo que ellos consideraron útil o nocivo; pero el sentimiento de las
costumbres (de la moralidad) no se refiere a sus experiencias, sino a la
antigüedad, a la santidad, a la indiscutibilidad de las costumbres. He aquí por
qué ese sentimiento se opone a que se hagan experiencias nuevas y a que se
corrijan las costumbres, lo que quiere decir que la moralidad se opone a la
formación de las costumbres nuevas y mejores: embrutece (Nietzsche, Aurora,
II: 24).
Aquí es donde Nietzsche muestra el contraste entre la conducta humana, movida por
espectros que la alejan de lo real y la vida misma en su lozanía. Y lo que él quiere es
insertar aquélla en ésta. Para ello pone en marcha una deconstrucción de todo el montaje
que ha mutilado la acción humana separándola de la corriente vital de la naturaleza. Ésta
se muestra ajena a todo ese ajetreo moral en el que el hombre se debate gran parte de su
vida. Una mirada sin prejuicios al mundo y a la vida hace ver a éstos discurrir ajenos a
las preocupaciones de la voluntad y del intelecto humano. El devenir es inocente,
irresponsable; de ahí su frescura y lozanía. En la naturaleza no hay acciones morales. La
existencia no muestra valores ni fines morales en ninguna parte. La historia de las
intenciones humanas no tiene nada que ver con los hechos reales. De ahí la invitación de
Nietzsche a ir más allá del bien y del mal, para aprehender con autonomía el orden real
de los hechos. Esas intenciones morales se traicionan a sí mismas porque la evolución
moral demuestra que muchas veces los llamados bienes morales se han conseguido con
medios inmorales: inquisiciones, guerras ideológicas, religiosas, etc., y, a la inversa, cosas
que se han tenido como inmorales han contribuido al progreso moral, como la
Revolución francesa. La moralidad es pues un sistema de interpretación con el que el
hombre intenta hacerse soportable la vida. Pero ese sistema cambia como lo hace ésta y
es algo "contra naturam" permanecer encerrado en él. Todo en la naturaleza deviene y es
inocente. No existen pecados y virtudes en sentido metafísico. Hay que ver las cosas sin
moralidad, tal como son. De esta forma el mundo se descargará del peso de la mala
conciencia; así, los librepensadores y libertinos serán tenidos por inventivos y creadores.
El hombre completo es el que es libre frente al bien y el mal, frente a lo verdadero y lo
55
falso.
La moral se ha empeñado en difamar las buenas cualidades: instintos, fuerzas
naturales y potencias con que se entreteje la vida. Estas cualidades son inocentes y nada
de malo hay en ellas. El instinto es ininteligible y su valor está en su fuerza generosa y
desbordante. Si ha de ponérsele freno no es por su cualidad, sino porque, dejado a su
espontaneidad, llegaría al derroche, y, por tanto, a la autodestrucción. Es ahí donde
debieran intervenir la moral y la cultura para hacer del instinto un motor de pensamiento,
ciencia y arte; y, así, evitar que el hombre caiga en la animalidad. Tal es el sentido de la
moral y de la cultura. Por tanto, no se trata aquí de una exaltación de las pasiones como
algo voluptuoso, sino como limpia animalidad no contaminada de veneno moralista.
Nietzsche insiste en el egoísmo como fuente de fuerza y amor. El hombre que es frágil
en su yo, lo es también en lo demás; es un ser débil, decadente. Según eso, Nietzsche
propone una jerarquía de bienes según el egoísmo:
Una vez establecida para siempre la jerarquía de los bienes, según que un
egoísmo bajo, superior o muy elevado desea uno u otro, aquélla decide del
carácter de moralidad o inmoralidad. Preferir un bien inferior (por ejemplo, el
goce de los sentidos) a un goce más elevado (por ejemplo, la salud) pasa por
inmoral, como preferir el bienestar a la libertad. Pero la jerarquía de los bienes
no ha sido en todo tiempo estable e idéntica; cuando un hombre prefiere la
venganza a la justicia es moral según la escala de apreciación de una civilización
anterior, inmoral según la del tiempo presente. "Inmoral" significa, pues, que un
individuo no siente aún bastante los motivos intelectuales superiores y delicados
que la civilización nueva del momento ha introducido; designa un individuo
atrasado, pero siempre según una diferencia relativa. La jerarquía de los bienes
no está edificada y modificada según puntos de vista morales; por el contrario,
sólo después de fijada aquélla se sabe si una acción es moral o inmoral
(Nietzsche, Humano, demasiado humano, I: 281).
56
la moral cristiana. El problema es que en Occidente, y fuera de él, ha primado la moral
negadora de la vida; por eso Nietzsche la critica en conjunto como algo antinatural. Esa
moral ha proscrito las pasiones, las ha convertido en algo pecaminoso; con lo cual ha
creado hombres divididos internamente, despectivos consigo mismos, melancólicos.
Creer que sentir una pasión es algo perverso es destruir la fuerza nerviosa del organismo.
Los predicadores de esta moral han insistido, según Nietzsche, en el desarraigo de las
pasiones porque sabían de la felicidad de los seres apasionados. Y así, han desecado la
vida haciendo al hombre infeliz. La moral ascética ha puesto a éste en guerra contra sí
mismo, invitándolo a dejar de ser lo que es para llegar a ser otra cosa; ha negado el ser
para afirmar el "deber ser":
Fustigar al hombre con el deber ser es para Nietzsche un absurdo. Eso es querer
violentar la naturaleza, pues el hombre es un fragmento de ella y es como es. Todo en el
universo está unido y determinado y la moral no puede salirse de ahí. El punto de vista
moral implica, pues, una condenación de la marcha general de las cosas porque aboga
por lo deseable y no por lo real. La moral con su "deber ser" pide que todo sea de otra
manera, supone una crítica al todo. Pero afirmar lo que es, tal como es, es más serio que
el deber ser. Porque éste es una arrogancia contra la marcha del universo. La moral
quiere que el plan del mundo se conforme a sus deseos. Pero, frente a esto, Nietzsche
afirma que el hombre no es responsable de lo que siente; sobre nosotros pesa la
necesidad en forma de instinto, pasiones, hábitos… La teoría del libre arbitrio, tan
acariciada por la moral cristiana, rompe con la concepción de que el hombre es algo
homogéneo, determinado; supone que cada acción particular es una acción aislada, algo
atomizado en el ámbito del querer y del saber. Pero el hombre es una red que se integra
en esa malla universal donde todo es azar y necesidad. Si las acciones naturales están
determinadas, también lo están las humanas. El hombre no es responsable de ese
carácter suyo configurado a través de miles de años.
57
ser embaucamiento, engaño; porque quiere cambiar al hombre en su naturaleza y esto es
imposible. Éste es y seguirá siendo como es. Cambiar su esencia es destruirle. Le ha
puesto como meta la destrucción de sus impulsos y así se ha llamado verdad al
ocultamiento, la humildad, la enfermedad, el sufrimiento, la deyección. El hombre bueno
se reduce a una forma de agotamiento, de domesticación, cuando la bondad natural es
inseparable de la autoafírmación, el egoísmo, la cólera. No admitir los instintos ha llevado
a hacer de la bondad una simulación constante, lo cual engendra una permanente mentira
que termina convirtiéndose en una segunda naturaleza:
Por eso Nietzsche desconfía de aquellos que, como los sacerdotes y filósofos,
predican la bondad, el desinterés, la mansedumbre, el altruismo. Todo eso es hipócrita y
sospechoso. La moral altruista que obra por motivos desinteresados es una fórmula de
decadencia. Elegir instintivamente lo que perjudica es síntoma de enfermedad mental.
Nietzsche esclarece de una vez por todas el fallo radical de la moral cristiana de
Occidente: querer dar un valor intrísenco a la ascesis, al sufrimiento. La vida conlleva
dolor y renuncia. Éstos son necesarios, pero siempre como un medio para conseguir un
nivel superior de vida psicológica o espiritual. Pero decir que esos medios son valiosos en
sí, haciendo de ellos la meta de la vida humana, es una inversión intolerable; esto hace
abyecta la existencia postulando otra fuera de aquí, en el más allá; es la destrucción pura
y dura de la vida humana. Pero ¿por qué ha hecho esto la moral? Para Nietzsche el ideal
ascético ha sido un arma contra el sin sentido de la vida, un intento de escapar del vacío.
La ascesis tiene un sentido de medio para el fortalecimiento físico y psíquico. Nietzsche
recomienda castidad a artistas y pensadores para concentrar sus fuerzas en orden a una
mayor creatividad. Pero afirmar la ascesis como valor en sí mismo es secar la fuente de
la vida. Y esto es lo que ha hecho la moral cristiana en grado extremo al hacer de la cruz
el valor fundamental:
58
sufrimiento mismo; hacer de éste un fin. Así adquirió la vida un significado odiando la
materia, lo animal, lo instintivo y llegando progresivamente a la nada. El precio de esta
orientación fueron la calumnia contra la realidad sensible y la conciencia turbada. Ésta
entró esquizofrénicamente en lucha consigo misma dividiendo sus fuerzas entre el acá y
el allá, entre lo malo y lo bueno. Tal es el origen de la mala conciencia que ha envilecido
los instintos de modo que, con sólo sentir éstos, se llena el alma de remordimientos. Así
enfermó el hombre.
Pero el ideal ascético no se quedó parado aquí, es decir, no se contentó con denigrar
los impulsos, sino que calumnió a los que seguían creyendo en sí mismos y en la fuerza
de sus pasiones. Se ha vengado con su resentimiento haciéndose algo superior. Es la
venganza del débil contra el fuerte, del plebeyo contra el noble. Los débiles se han
vengado de los poderosos mediante la moral, infamando la conducta de los fuertes. Y,
como los débiles son mayoría, han podido. Esta mayoría decadente no es capaz de
preguntarse por el yugo moral que pesa sobre ella ni menos aún de deshacerse de él. Está
sometida al yugo del imperativo divino o al categórico. Pero es incapaz de
desembarazarse de él. Los esclavos necesitan someterse a una autoridad absoluta; ésta es
la voz del instinto de rebaño que quiere eliminar el valor del individuo y someterlo a la
conciencia del deber. El instinto gregario odia la independencia; en el sometimiento y la
igualdad, encuentra su refugio. Hace falta hacer frente a ese inveterado sentimiento para
ver el valor del "inmoralista" que planta cara a esa degeneración:
59
1.8. Una nueva y entusiasta configuración de la existencia
¡Oh felicidad! ¡Oh felicidad! Canta, alma mía. Sobre la hierba yaces. Pero
he aquí la hora secreta y solemne en que ningún pastor toca su cornamusa.
¡Ten cuidado! El calor del mediodía se posa sobre las praderas. ¡No cantes!
¡Guarda silencio! El mundo está realizado.
¡No cantes, pájaro de los valles, oh alma mía! ¡No murmures siquiera!
¡Mira, calla! El viejo mediodía duerme, mueve los labios… ¿No bebe en este
momento una gota de felicidad? ¿Una gota de felicidad añeja, de felicidad
dorada, de vino dorado? Su dicha risueña se desliza furtivamente hacia él. Así
es como ríen los dioses. ¡Silencio! (Nietzsche, Así habló Zaratustra, III: 402).
60
vida supera todo eso; así la voluntad de vivir se muestra como algo último, con valor en
sí mismo; es una fuerza indestructible que permanece incólume en medio de todos los
avatares del devenir. Es la roca inconmovible en el oleaje.
Pero Nietzsche previene enseguida contra romanticismos fáciles. Como Jano, la vida
ofrece dos caras, una exultante y otra tenebrosa. La vida es lucha y esfuerzo. No hay
victoria sin un laborioso esfuerzo. La afirmación máxima de la vida la proyecta Nietzsche
en Zaratustra, el cual llegó a la plenitud vital después de la soledad y el olvido. Zaratustra
está tan solo que nadie le entiende ni puede participar de sus manjares. Nietzsche vive
también en sí mismo lo que es ley de la naturaleza: que toda grandeza se paga y que
cuanto más valiosa es una vida, más dolorosa es. El sufrimiento forma parte de las cosas
y, para llegar a plenitud, hace falta encararlo y desearlo:
61
vez, cabalgar sobre ella. Ser bueno y malo al mismo tiempo, crear y destruir, hacer el
bien y el mal: eso es lo que postula el sentimiento de poder:
Haciendo bien y haciendo mal, ejercemos nuestro poder sobre los demás, y
no pretendemos otra cosa. Haciendo daño a aquellos a quienes nos vemos
forzados a hacer sentir nuestro poder, pues el dolor es para este fin un medio
más sensible que el placer: el dolor se informa siempre de las causas, mientras
que el placer se basta a sí mismo y no mira atrás. Haciendo el bien y queriendo
el bien de aquellos que dependen de nosotros de una manera o de otra (es decir,
que están habituados a pensar en nosotros como en su causa), queremos
aumentar su poder porque de esta manera aumentamos el nuestro (Nietzsche,
El gay saber, III: 57).
Para Nietzsche el alma plena no sólo soporta las pruebas sino que sale de ellas
fortificada. El hombre más creador es el más malo, es decir, el más duro. Y es que el mal
y el error forman una parte esencial de la vida a la que no puede renunciarse. Es aquí
donde Nietzsche inserta el sentido de la guerra que no es, como se ha dicho mal
interpretando su pensamiento, una exaltación de la destrucción, de la fuerza bruta, sino el
impulso que lleva a hacer frente a la decadencia y el envilecimiento. La guerra es, en ese
sentido, un resorte que trae nuevas energías a individuos y pueblos.
Llegados a este punto, Nietzsche aclara que la vida es esencialmente voluntad de
poder, de afirmación, cuyo espectro va desde las pasiones más rudas hasta el sentimiento
estético. Todo es voluntad de poder. Si miramos tanto al mundo como a nuestro interior,
veremos que en todas partes laten fuerzas de expansión cuyo resorte se nos escapa. Las
plantas y los animales crecen, se reproducen y luchan; allí donde están, ejercen una
esfera de dominio. La voluntad de poder se muestra aquí en forma de pasiones. Pero
también ésta se manifiesta en nuestros procesos psicológicos; éstos son resoluciones de
fuerza que se imponen en un determinado momento. Una decisión es una orden
repentina de fuerza y de poder; poco tiene que hacer aquí la indiferente deliberación
racional. El hombre se guía por un sentimiento de poder. Y hasta el intelecto mismo es
un aliado de aquél. Nuestras relaciones amorosas o altruistas son una comunicación de la
propia fuerza a los demás; hacemos partícipes a éstos de lo que interesa a nuestros
instintos. El amor es un deseo de expansión y posesión:
Pero el amor de los dos sexos es el que se revela más claramente como un
deseo de apropiación: el que ama quiere poseer, él solo, a la persona a quien
ama; quiere tener un poder absoluto, tanto sobre su alma como sobre su cuerpo;
quiere ser amado únicamente y habitar en la otra alma y dominar en ella como
en lo más sublime y admirable (Nietzsche, El gay saber, III: 58).
62
placer. La voluntad no busca el placer, sino el dominio; incluso renunciará al placer y
aceptará el dolor hasta límites insospechados con tal de conseguir su propósito.
En el otro lado del espectro, la voluntad se manifiesta en el sentimiento estético. En
ciertos estados de ánimo, transfiguramos las cosas, las embellecemos, les damos plenitud.
Uno de esos estados es el sentimiento de belleza que conlleva el máximo vigor corporal.
Un hombre frío y cansado no puede percibir la belleza. Es más, cuando está en plenitud
de sus facultades vitales, es cuando más percibe aquélla. La experiencia estética expande
el sentimiento de poder. Éste se manifiesta en una exhuberancia del mundo de las
imágenes, en una elevación del sentimiento vital:
63
creador del hombre. De por sí, nada es bueno o malo, verdadero o falso, bello o feo.
Todo depende del estado del alma que proyectamos fuera, en las cosas mismas. Éstas
tienen sentido en tanto en cuanto se lo damos nosotros. Nuestros instintos nos invitan a
apoderarnos de ellas y, al hacerlo, les damos un sentido. Pero la forma de apropiarnos de
las cosas es múltiple; de ahí la diversidad de valores. Es más lo que ponemos nosotros en
las cosas que lo que hay en ellas. Cada uno da un sentido diferente a los hechos y en eso
está nuestra creatividad e invención:
Vivir por tanto, es inventar, crear, o sea, construir un sentido en nuestro trato con los
hechos. El nuevo honor es ser creadores, es decir, ir más allá de las cosas por el sentido
que les damos. Y para hacer esto, no se necesitan grandes hazañas o cualidades, sino
posar toda la fuerza en las pequeñas cosas que nos toca vivir. Cualquier hecho, por
insignificante que sea, tiene resonancia para el conjunto y para el porvenir. Por eso, si
quiere, cualquier hombre puede hacer un proyecto grandioso; depende del sentido que dé
a cada acontecimiento que le ocurre. De modo que, para Nietzsche, el rasgo más
importante de esa nueva moral es que, lo que hagamos, fomente la vida y el sentimiento
de poder. Hemos de valorar lo espontáneo, lo nuevo, lo fuerte, lo abundante. Obrar por
fuerza y plenitud, no por reacción como los decadentes, los resentidos.
El segundo rasgo que destaca Nietzsche en la nueva moral es la libertad de espíritu.
El espíritu libre coexiste con toda clase de instintos, bajos y altos; hace un equilibrio entre
ellos. Además de eso, sabe liberarse de inquietudes religiosas y metafísicas, sintiendo
cósmicamente y elevándose por encima de los particulares intereses del yo. Es ésta una
de sus notas más sobresalientes pues, emancipándose de los sentimientos e inclinaciones
personales, se habitúa a la realidad de las cosas no tratando de poseer éstas sino
dejándose poseer por ellas. De esta manera desprecia el elogio y las seducciones y se
sitúa en medio de la fuerza que le inspira la vida y lo real. E incluso llega a agradecer la
desdicha porque ésta es un camino más rápido que le lleva a la meta. Esto supone la
soledad y el desprendimiento. De aquí que Nietzsche hable de "los sin patria" como los
hombres que siguen esta moral nueva. Para ser libre hay que desprenderse de todo: Dios,
64
patria, piedad, ciencia, virtud. Los "sin patria" no tienen un ideal ni un refugio para el
descanso; no están a la defensiva, están siempre buscando; no conservan nada, no
descansan. Están abiertos a todo para hacer claridad en todo. Son como pozos abiertos
donde todo el mundo puede beber:
65
La clase aristocrática es la parte más alta de una pirámide que se sustenta sobre una
amplia base de hombres vulgares.
1.8.3. El superhombre
66
solos y son frágiles, vulnerables. Por eso perecen primero. Pero en eso está también su
grandeza.
¿En qué consiste la superioridad de este hombre fuerte y, a la vez, frágil? En que es
capaz de dar unidad a la multiplicidad caótica, viendo armonía donde el resto ve
desorden. Su privilegio es ver que el mundo como es, algo divino, sagrado. Sólo los
descontentos quieren cambiarlo, por su miopía. Pero esta unidad acarrea numerosos
sufrimientos. Cuanto más grande es un espíritu, más se abate a causa de su
conocimiento, más tiende a la duda y al escepticismo:
67
Este sentido afirmador de la existencia es el principal instrumento para llegar al
superhombre. Pero esa afirmación conlleva soledad, lucha, nobleza y dominio de sí. Y
esto sólo lo realizan unos pocos en los que se cumple el fin de la existencia. El individuo
humano no es el fin del universo; es como una hormiga que se pierde en el bosque;
muere y no pasa nada. La vida de un individuo tiene valor en cuanto prepara de algún
modo la venida de un tipo superior. La evolución marcha de tal manera que unos pocos
de gran valor marcan el camino. No hay progreso en la humanidad, sino circunstancias
que favorecen la aparición de tipos superiores. Un individuo superior puede justificar la
existencia de milenios. En él se concentra el pasado y se anuncia el porvenir; recoge lo
fragmentario que está disperso en los individuos y lo unifica. Nietzsche cita los tipos
históricos que más se han acercado al ideal del superhombre: el griego primitivo, el
renacentista y algunos hombres como Goethe, Napoleón y Beethoven.
Nietzsche tiene una concepción dinámica, no mecánica del universo. Parte del
concepto de fuerza como voluntad de poder que lo comprende todo: acontecimientos,
leyes, fenómenos inorgánicos, orgánicos, humanos. Todo ello son manifestaciones de
una potencia que pone en relación de poder muchas fuerzas. No existe una causa o ley a
la que se atengan éstas. Esa mecanización es una proyección psicológica por nuestra
68
parte. Lo que hay es una lucha entre elementos de poder desigual. Aquí no existe
obediencia, ley o causa, sino que el grado de resistencia es el grado de superioridad, de
voluntad de poder. El hombre ha proyectado la causalidad de sus hechos internos en el
mundo externo. Creemos que una cosa es el reflejo del yo como causa; pero hay que
desechar esta explicación psicológica que lo que hace es reducir una cosa desconocida a
otra conocida. Los esquemas causales son fruto del miedo a lo desconocido; así
introducimos intenciones por todas partes. La aparente finalidad del mundo es
consecuencia de la voluntad de poder que se desarrolla en todo. El cosmos es un caos al
que no deben aplicarse conceptos antropomórficos ni divinos:
69
idealismo es mentira frente a lo necesario–, sino "amarlo" […] (Nietzsche, Ecce
homo, IV: 678).
70
de esta tendencia por cuanto revelaría una preferencia por elementos asiáticos extraños a
la racionalidad occidental (Vattimo, 1987: 157). En esta línea, Nietzsche empatizaba con
Hölderlin, Novalis, Schlegel y Tieck, aunque luchara al mismo tiempo contra un
romanticismo falso y decadente. Puede decirse que Nietzsche viene a reconfigurar, en un
sentido radical y en consonancia con su específica visión del mundo griego, la exigencia
romántica de realizar en sí la Antigüedad; tal exigencia fue señalada por Schlegel como
cumbre y finalidad de la filología clásica hasta hacer de ella una filosofía (Sánchez Meca,
1989: 63).
La segunda interpretación es la política. En ella, Dionisos, no es ya un dios del arte,
sino un dios de la guerra. En frase de A. Baeumler: "Dionisos es la fórmula más antigua
de la voluntad de poder". Baeumler considera esta voluntad de poder como el
pensamiento central de la metafísica de Nietzsche. Voluntad de poder no significa querer
el poder, sino que es la fórmula que expresa el devenir mismo. La voluntad que desea y
lucha continuamente no tiene meta porque ella misma es el suceder, el devenir. Esto ha
dado lugar a un ideal que proclama la lucha por la existencia, la actuación bárbara y
brutal. La bestia rubia que duerme en el fondo de las grandes razas tiene de vez en
cuando necesidad de desperezarse y así se explaya en atropellos, guerras y asesinatos.
Baeumber dio a esta voluntad de poder una interpretación sesgadamente política que
difícilmente puede conciliarse con el pensamiento en conjunto de Nietzsche. Éste tiene
especial olfato para detectar la fuerza bruta social y política y ponerle el debido
correctivo. El elemento apolíneo era la brida para encauzar esa fuerza. Por eso enjuició
negativamente la actitud de Lutero, que se apoyó en el poder político para llevar adelante
su proyecto religioso. Y otro tanto puede decirse del racionalismo y del antisemitismo.
Nietzsche se opuso y condenó abiertamente tanto del despotismo como el totalitarismo,
que fueron los modos rectores del movimiento nacionalsocialista en Alemania (Jiménez
Moreno, 1972: 151). El nacionalsocialismo trató de apoyarse en Nietzsche forzando
determinados aspectos de su pensamiento; éste nunca hubiera aceptado ni el
planteamiento ni los resultados del hitlerismo (Lefebvre, 1975: 189 y ss.). Prueba de la
arbitrariedad de esta interpretación es la que hace Lukács; ésta es importante no tanto
por el valor específico para la comprensión de Nietzsche, como por el efecto negativo
que ha producido sobre todo en el marxismo. Se ha advertido muchas veces que, en
realidad, coincide esta interpretación con la nazi, con la única diferencia de que el signo
positivo se convierte en negativo. Nietzsche sería el pensador del irracionalismo burgués
del período imperialista. La falsedad del sistema social burgués encuentra en la obra de
Nietzsche su expresión más nítida y a la vez más lejana de la razón. La escuela de
Francfort no aceptó esta interpretación de Lukács y más bien sintió su deuda con
Nietzsche a propósito de la dialéctica de la ilustración, reconociendo haber heredado de él
la visión heracliteana del devenir en el que la historicidad y el nihilismo se encuentran
estrechamente vinculados (Vattimo, 1987: 173).
La tercera interpretación ha sido la existencialista. K. Jaspers comprende a Nietzsche
trascendiendo los resultados de su pensamiento e intentando ir a la médula de su
filosofar; éste supera los límites establecidos por los valores y verdades existentes. Para
71
Jaspers, lo central en Nietzsche es que la voluntad de verdad es, a la larga, voluntad de
muerte; por tanto la pasión de verdad lo es de muerte. Frente a esa voluntad de muerte,
Nietzsche proclama la voluntad de vida y poder, plasmados en el superhombre, la
trasmutación de los valores y el eterno retorno. Para Heidegger, Nietzsche es un
metafísico junto a Platón y Aristóteles. Y ello porque destruyó el mundo suprasensible
platónico y cristiano del ser. Nietzsche vió el lado débil de todo este universo espiritual de
Occidente. Pero, al tratar de rehacer su mundo nuevo, cayó en el pensamiento metafísico
combatido. La voluntad de poder es el carácter fundamental del ser en su totalidad
organizada que se ama a sí misma y se perpetúa en el eterno retorno. También esa
voluntad es el criterio de verdad tanto en el conocimiento como en el arte, o sea, en la
transfiguración de la vida. Arte y verdad son las formas como la voluntad de poder toma
posesión de sí misma. El influjo de Nietzsche en el existencialismo va por la línea de la
descalificación de la razón. Si la obra de Hegel fue el triunfo de ésta, la obra de
Nietzsche, como también la de Kierkegaard, es la protesta del hombre y de la vida contra
las pretensiones de la razón. Contra ésta, el individuo esgrime la libertad y el rechazo del
sistema; y esto sin intentar demostrarlo racionalmente porque sería caer otra vez en la
trampa; de ahí el carácter poético, alegórico y artístico de la obra de Nietzsche, como lo
será también la de Sartre. A este respecto se pregunta K. Löwith si Nietzsche es un gran
pensador o un poeta. Y responde que, al lado de Aristóteles o Hegel, parece un filósofo
diletante; junto a Sófocles o Hölderlin se muestra como un poeta valioso, pero con el
ropaje postizo de las vivencias intelectuales. Lo fuerte de Nietzsche es ser un verdadero
amante de la sabiduría que va tras lo permanente, deseoso, por ello, de superar tanto su
tiempo como la temporalidad en general. Aparte de la aproximación existencialista de
Lowith hacia Nietzsche, es preciso constatar la lectura en esta clave que hicieron W.
Struve, L. Giesz, W. Relm y J. Lavrin.
Es imposible en este momento hacer un recorrido exhaustivo de las influencias de
Nietzsche. Es como una corriente caudalosa que alimenta multitud de ríos. En ese
sentido se le ha comparado a Marx y a Freud. Los tres son maestros de la sospecha y
cada uno, desde su perspectiva, ha hecho una crítica a las "verdades eternas" que
parecían sostener la cultura occidental. Debajo del orden, de la moral y de la religión,
amparados por la razón, laten engaños que estos pensadores han puesto de manifiesto.
Su importancia en la historia de la filosofía contemporánea ha sido analizada en
profundidad por Jaspers (1972: 308 y ss.). Por lo que a Nietzsche respecta, su influencia
se hizo sentir en el ámbito artístico, como acaba de señalarse. Fue un opositor al
idealismo siguiendo en esa línea tanto a Schopenhauer y Wagner como a Kierkegaard. Su
pronunciamiento contra la razón y en favor de la vida hicieron de él una especie de
Rousseau alemán volteriano con rasgos místico-religiosos. Esa actitud influyó en los
moralistas franceses y en escritores rusos como Tolstoi y Dostoievsky. Estimuló a los
grandes escritores del siglo XX: de Kafka a Musil, de Rilke a Thomas Mann, de
Sfrindberg a Gide. También los teólogos dejaron sentir la crítica implacable de Nietzsche
al cristianismo: O. Flake, W. Weymann-Weyhe, E. Benz, K. H. Volkmann-Schluck, W.
Nigg, P. Tillich, B. Welte, G. G. Grau, E. Biser, H. Wein, F. Ulrich, P. Valadier, H.
72
Blumemberg. Todos ellos, con diversas perspectivas, se han hecho eco de la renovación
que las ideas de Nietzsche han tenido en orden a una interpretación más genuina, y
conforme a las fuentes, del cristianismo.
La influencia de Nietzsche puede seguirse también en las corrientes del positivismo y
materialismo evolucionista modernos. De una manera especial se ha anticipado a los
movimientos del neopositivismo y estructuralismo actuales influyendo en ellos. Su
doctrina nominalista que reduce el pensamiento y los conceptos a nuevos signos
plasmados en el lenguaje, su afirmación de que la gramática es la metafísica popular,
encuentran su desarrollo en la filosofía analítica. Después de la Segunda Guerra Mundial,
el interés por Nietzsche abundó en toda Europa, especialmente en Francia, Italia y
Estados Unidos. Una larga serie de especialistas en estos países ha estudiado tan
profusamente su pensamiento que es difícil no encontrar realizada cualquier perspectiva
sobre él.
73
2
El irracionalismo existencial de S.
Kierkegaard
2.1. Introducción
74
correctivo para encauzar esa fuerza maravillosa de la vida.
Kierkegaard se enfrenta igualmente a la apoteosis del racionalismo idealista de Hegel,
pero no en cuanto éste haya negado la vida, sino en cuanto ha pasado por alto el valor
supremo de la existencia humana. El pensamiento, guiado de la mano de Hegel, ha
padecido de espejismo intentando fundar y ordenar la realidad. En esa operación quedó
fuera la existencia individual que por naturaleza es refractaria a la unificación del
pensamiento. La filosofía de Kierkegaard es un reclamo de los derechos del individuo,
del ser existente, frente a esa arrolladora razón que unifica en sí todos los seres en orden
a un sistema universal. Todo hombre es una realidad irreductible. Entre Schopenhauer y
Kierkegaard, Nietzsche es el término medio. Schopenhauer quería la unificación de los
individuos en un ser universal al que se accedía por la compasión. Nietzsche se negó a
esa unificación, postulando una vida universal jerarquizada cuyos más altos
representantes eran los hombres que individualmente destacaban en la afirmación de la
vida. Kierkegaard prescinde de ese ser universal llamado voluntad de poder o vida
universal; teniendo delante el atropello hegeliano de la idea absoluta que se constituye a sí
misma eliminado la individualidad de los seres en una forzada unificación, reclama el
derecho inalienable de la existencia humana a constituirse en un ser único e insustituible.
Y aquí está el sesgo específico de su irracionalismo. Mientras el de Schopenhauer y
Nietzsche acentúa la primacía de la voluntad y la vida frente a la razón, el de
Kierkegaard reclama la superioridad de la existencia sobre el pensamiento, sobre la razón.
La realidad individual es suprarracional; de nuevo la razón adquiere aquí un papel
auxiliar, esta vez no al servicio de la vida sino de la existencia humana.
A partir de aquí pueden apreciarse los matices y perspectivas de este irracionalismo
de Kierkegaard. Va tocando cada uno de los aspectos o caracteres de la existencia
humana, mostrando la incompetencia de la razón para aclarar su naturaleza. De modo
que si el irracionalismo de Schopenhauer y Nietzsche tiene un carácter vitalista, el de
Kierkegaard muestra más bien un sesgo individual, humanista, existencial; y también
trágico porque precisamente esa excepción ontológica que supone el ser humano, lo hace
irreductible al conocimiento, a la analogía con otros seres. Y de ahí se abre el camino a lo
trágico, a la soledad existencial. La razón tiene que deponer aquí sus armas y rendirse.
Ha de aceptar que hay otras instancias superiores a ella en orden a la comprensión de lo
real. Se acabó su soberanía sobre los dominios del ser y del conocer.
Kierkegaard se sumerge en este irracionalismo existencial, explorándolo desde
diversas perspectivas. En primer lugar, se enfrenta a la razón especulativa hegeliana que
quiere comprender la realidad sólo desde el pensamiento. Kierkegaard niega que la
realidad pueda ser completamente aprehendida por la razón, que sea identificada en
última instancia con el desarrollo de la idea. La razón tiene derecho en el campo de la
ciencia empírica y en el de la lógica, no en el de la realidad existencial; ha padecido de
espejismo creyendo que nada se le resiste, como si todo tuviese que encontrar en ella
claridad y justificación. Pero la existencia es tan espesa y tan terca que se hace refractaria
al pensamiento. Y para llegar a ella es preciso diseñar la otra vía. Esto es lo que el
endiosamiento de la razón no permite. Kierkegaard rechazó la posibilidad de comprender
75
el orden existencial por medio de juicios especulativos; de esta forma mostró ese otro
camino que se adecua a la existencia y que adolece de un espectro tan amplio que va de
la duda a la fe, de la desesperación a la confianza, de la decisión al compromiso. Todos
ellos forman el "pathos" existencial, que es una alternativa muy superior a la vía del
conocimiento.
Esta superación de la razón tiene, como se va a ver enseguida, aplicaciones en el
orden metafísico, gnoseológico, antropológico y ético. Y hasta va a jugar un papel
decisivo en el ámbito religioso cuando el hombre diseñe su camino de acercamiento a
Dios. Kierkegaard elimina en este sentido el papel preponderante que la razón se ha
querido dar a sí misma en orden a clarificar y facilitar ese acceso. La teología natural o
teodicea recibe de él un varapalo definitivo. Querer demostrar la existencia de Dios por
pruebas racionales es un absurdo. Toda prueba sobre una cosa supone la existencia de
esa cosa y parte del hecho de que existe. El argumento ontológico, defendido por
Spinoza, los racionalistas y el idealismo, es un sofisma. Porque la existencia que sigue a
la esencia es puro concepto, una forma a priori o modo de ser ideal; éste cae de lleno en
el orden de las esencias y no determina ninguna existencia real y concreta, incluida la
divina. La existencia de Dios sólo se manifiesta en el salto de la fe y en el absurdo de la
razón. Pero, además, una vez dado el salto y llegado a Dios, la razón sigue incapacitada
para decir algo acerca de la esencia divina. Dios es el gran desconocido, el esencialmente
otro, el trascendente. De nuevo quiebran aquí la analogía y el principio de causalidad;
éstos no pueden acortar distancias y ofrecer algún inadecuado conocimiento de la esencia
divina. Entre Dios y el hombre se abre una quiebra metafísica y psicológica insalvable,
una diferencia cualitativa absoluta. De nuevo tiene que aparecer la fe y llevar la iniciativa
para salvar ese abismo. La razón no puede ni siquiera pensar esa heterogeneidad
insondable; más bien debe estar a expensas de la fe y prestar su ayuda en cosas y
momentos circunstanciales. ¿Cómo va a comprender la inteligencia lo absolutamente
diferente? La fe se presenta así como la paradoja que trastoca la razón. Pero esto no es
puro irracionalismo. Lo que Kier-kegaard señala son los límites de la razón. Hay
realidades que sobrepasan el ámbito racional y la razón ha de admitir que hay un orden
de verdad que la sobrepasa. De ahí que el irracionalismo de Kierkegaard no sea
excluyente. Así lo han interpretado J. Collins, T. Haecker, W. Ruttenbeck, M. Thust, C.
Fabro, V. Melchiore…
La posición irracionalista de Kierkegaard viene determinada por tres factores que
son en definitiva las fuentes de su pensamiento existencial. En primer lugar, su propia
personalidad, que fue el trasfondo filosófico de su pensamiento. La mayoría de los
filósofos ha proyectado éste hacia la realidad exterior tratando de comprenderla y
llegando así un conocimiento sistemático de la misma. Pero ha habido algunos que han
hecho filosofía de la propia vida personal y han orientado su reflexión hacia dentro. Allí
se han encontrado con una experiencia imposible de plasmar en conceptos generales. El
saber se ceñía a experimentar la propia personalidad. Y por mucho que trataran de
hacerse comprender, quedaba un reducto fundamental reacio al conocimiento objetivo.
Este es el caso de Kierkegaard como lo fue el de san Agustín o el de Nietzsche. Así llegó
76
a Kierkegaard al concepto de individuo, que, entrando de lleno en la metafísica, dejaba
un resto inexpugnable de irracionalidad. Al defender este concepto básico, chocó con el
racionalismo hegeliano que lo negaba de raíz. Este enfrentamiento con Hegel es la
segunda fuente del pensamiento de Kierkegaard. Dada la importancia del hegelianismo en
Dinamarca y en toda Europa, Sören tuvo que hacer un esfuerzo gigantesco para rescatar
la realidad individual diluida en el sistema abstracto hegeliano. En esta tarea, encontró un
poderoso aliado que fue la tercera fuente de su pensamiento: la concepción cristiana del
hombre. El cristianismo luterano de Kierkegaard le llevó a enfrentarse directamente con
Dios sin mediaciones sacramentales e institucionales. De ese encuentro inmediato, el
concepto de individuo salió fortalecido. Porque el yo se crece en la comunicación directa
con el Tú absoluto. De esta nueva fuente de identidad personal emerge un elemento más
de irracionalidad: la fe.
77
La expresión más clara de la lógica es aquel dicho de los eleáticos "nada nace, todo
es" que aplicaron equivocadamente a la existencia. El problema del movimiento es cómo
el mundo llegó a la existencia y por qué antes no existió.
Kierkegaard rechaza pues la identidad hegeliana de pensamiento y ser. No es lo
mismo el pensamiento de una flor que la existencia de esa flor. En el orden de las ideas
es donde tiene validez la identidad de pensamiento y ser. El bien, la belleza, la justicia…
son cosas tan abstractas que son indiferentes respecto a la existencia; como ésta lo es
respecto al pensamiento. Por eso Hegel tiene que eliminar de su sistema las cosas
particulares existentes, los individuos concretos. Propiamente, no tienen realidad; son
meras manifestaciones fenoménicas de la idea, que es lo verdaderamente real. Esta idea
sí que se identifica con el pensamiento. Pero la existencia de una cosa es bien distinta de
la existencia ideal o pensamiento de esa misma cosa. ¿Acaso existe el bien porque yo lo
piense? De ninguna manera. Pues lo mismo puede decirse de la existencia: ¿existo yo
porque pienso mi existencia? En absoluto. Más bien sucede lo contrario: justamente
porque existo y tengo capacidad cognoscitiva es por lo que puedo pensar mi existencia.
Por tanto la existencia disocia la identidad ideal de pensamiento y ser. Es preciso que yo
exista para que pueda pensar. La existencia concierne siempre a lo particular; lo
abstracto, lo ideal, no existe; lo cual no quiere decir que no tenga realidad; la tiene: es una
realidad posible, esencial, pero no existencial. Pensamiento y ser son idénticos cuando se
refieren a cosas abstractas cuya existencia afecta sólo al ámbito del pensamiento
(Suances Marcos, 1998: 142). En este punto, Grecia estuvo en las antípodas del
idealismo moderno. Para los griegos, la dificultad consistía precisamente en ganar lo
abstracto y abandonar la existencia de lo particular. Para el idealismo, por contra, la
dificultad está en alcanzar la existencia, lo particular:
78
imposibles de prever. La existencia lleva siempre consigo un reducto incognoscible. Y
esto es algo que un sistema no puede soportar porque en él todo tiene que ocupar un
específico lugar acorde con su naturaleza. Lo desconocido sería un desafío a ese ideal de
coherencia y unión. Por eso, la condición para el sistema es renunciar a lo existente, es
decir, a lo que cambia, a lo impredecible, a lo inacabado.
La idea propia del sistema es unir pensamiento y ser. Pero la existencia es
justamente aquello que separa a éstos. Lo cual no quiere decir que la existencia sea
rebelde al pensamiento, sino que ella ha disociado y disocia al sujeto respecto del objeto,
al pensamiento respecto del ser. El pensamiento puro se identifica con su objeto; y en
esta identificación está su verdad; no hay fisuras entre ambos porque vienen a ser lo
mismo. Por tanto es una verdad tautológica. Pero este pensamiento objetivo no tiene
relación con lo existente, con lo concreto. Es pura tautología. Esto quiere decir que el
sistema es un todo coherente igual que el de las ciencias abstractas (v. g.: la matemática).
La lógica de Hegel es la expresión de esta unidad semejante a la ciencia exacta. Y para él
fue la lógica la más alta expresión de su pensamiento. Pero un sistema lógico no puede
contener las particularidades y la imprevisibilidad de los seres existentes. Cuando Hegel
introduce el movimiento en su lógica, crea una enorme confusión porque el movimiento
es algo ajeno a la estructura del pensamiento puro y en cambio algo propio de la esfera
del devenir. El movimiento, en la lógica, es pura relación de pensamientos, no sucesión
de hechos. La lógica es indiferente a la existencia y en eso se asemeja a la matemática.
Hegel cree que la superioridad de la lógica y de la ciencia exacta consiste en que su
objetividad deja de lado lo existencial, lo particular. Así la existencia se hace refractaria al
sistema (Suances Marcos, 1998: 143-144). No puede haber, pues, un sistema de
existencia:
79
y la dificultad estriba justamente en saber si la existencia entra en el concepto. Si entra,
entonces Spinoza tiene razón cuando dice: "essentia involvit existentiam", la esencia
conlleva la existencia, o sea, la existencia conceptual, ideal. Por todas partes, en el plano
de la idealidad, el principio es que la esencia es la existencia, si es lícito emplear así el
concepto de existencia. En esta misma línea puede interpretarse la fórmula de Leibniz "Si
Dios es posible, es necesario". Esta fórmula es exacta en cuanto que nada se añade al
concepto de Dios, tenga éste existencia o no la tenga. Da lo mismo, pues la existencia a
que hace alusión es la existencia del concepto, la existencia ideal. Pero, a su vez, Kant
también tiene razón cuando dice que "la existencia no añade ninguna nueva
determinación de contenido al concepto"; evidentemente Kant está pensando en la
existencia como cosa que no entra en el concepto, es decir, piensa en la existencia
empírica. La existencia, pues, no entra en el concepto:
80
En el sujeto existente se realiza, pues, la unión de pensamiento y realidad. La
existencia liga el hecho de pensar y el hecho de existir, haciendo del existente un sujeto
pensante. Existen pues las dos esferas, la de la abstracción y la de la realidad, la del
pensamiento y la del ser. La esfera del pensamiento puro en la que se encerró el sistema
hegeliano tiene un talón de Aquiles: explicar cómo ese pensamiento puro se refiere a un
existente, cómo entra en contacto con él. Para eso no tiene respuesta ni solución; lo que
hace es diluir esa existencia incorporándola al mundo del pensamiento como un objeto
más; con lo cual ha eliminado la característica más importante de su ser. Pensar la
existencia abstractamente es suprimirla; porque ésta es inconcebible de manera lógica o
abstracta. El existente es un ser que comienza en el tiempo sin saber cómo ni por qué;
aparece sin causas que lo justifiquen. En su devenir es imprevisible. No se sabe qué
camino va a tomar y actúa de modo recurrente, contradictorio e intermitente. Y su fin
también es incognoscible. No sabe cuándo va a desaparecer y si ha cumplido o no con su
destino. Todo esto hace que su ser real y concreto se muestre refractario al pensamiento
para el que todo es armonía y previsión. El ser existente es por tanto oscuro, se rebela
contra la claridad del pensamiento. El pensamiento abstracto es incapaz de dar cuenta de
lo concreto, del devenir particular de un ser existente con sus avatares e improvisaciones.
A la claridad de la abstracción, la existencia de lo concreto contrapone su rebelde
oscuridad.
Pero el racionalismo y los idealistas han primado el pensamiento abstracto haciendo
coro con los científicos que desprecian orgullosamente la existencia como algo que no
merece atención. Pero esos pensadores abstractos, por mucho que lo sean, no dejan de
ser seres existentes teniendo que vivir por fuerza divididos al dar más importancia al
pensamiento que a la vida misma; este desacuerdo entre pensamiento y vida denigra su
condición humana:
81
especuladores puros. El sujeto existente piensa de modo intermitente y discontinuo; su
pensamiento no es un todo coherente sino una serie de trazos discontinuos. Pero más
vale ser un intermitente espíritu pensante que un yo puro y absoluto. Éste es un puro
artificio mental. Contrasta esta separación entre pensador y existente que hace el
idealismo con la recia concepción griega del filósofo. Éste era un hombre atado a la vida
y a sus ocupaciones. Su saber lo plasmaba en proyectos útiles. Allí el pensador era el que
existencialmente tenía una vida más rica y apasionada. Para ser un buen pensador o
maestro había que serlo existencialmente. El mejor ejemplo de esto fue Sócrates. Ya en
Platón comienza la quiebra del pensamiento existencial. Sólo Sócrates fue capaz de
mantenerse en el filo de lo existencial, de lo presente, poniendo en acto su pensamiento
sin echar mano de sistemas ni dogmatismos. Platón en cambio comenzó a retirarse del
ajetreo vital para ir incubando una ilusión que dio lugar a una doctrina. Poco a poco
perdió de vista lo existencial cristalizando sus ideas en un sistema. Esto, elevado a la
enésima potencia, es lo que ha hecho el idealismo al potenciar sobremanera el
pensamiento puro; éste ha sido puesto como fin supremo de la vida terminando por
asfixiar el hálito irracional e imprevisible de ésta.
Todo esto le lleva a Kierkegaard a poner de relieve el pathos existencial del sujeto
frente a la primacía del pensamiento. La ley de la existencia es que primero es la vida,
después el conocimiento. El pensamiento moderno ha invertido esa ley de forma que no
sólo prima al conocimiento sobre la vida, sino que hace de aquél el medio para crear ésta.
Es decir, ha invertido el orden haciendo del pensamiento lo primario y de la vida, es
decir, de la pasión, el entusiasmo, el dolor, el pathos…, lo secundario. Dicho de otra
manera, el pensamiento especulativo no ama, ni cree, ni sufre, ni padece; sólo le importa
el lugar que la fe, el amor, el dolor, el gozo, etc… ocupan en el sistema. Pero esto es algo
ilusorio y paradójico. Es como aquel que le interesa más la crítica del arte que el
sentimiento de éste. Lo verdadero es el sentimiento de lo bello, la creación artística. Por
añadidura vendrá luego la teoría del arte. Y lo mismo en las demás cosas. Pero la
garantía para construir una teoría, un conocimiento sistemático, es inmovilizar el objeto,
hacerlo inerte para poderlo enmarcar en un cuadro sistemático. En cambio los objetos
reales son vivos, están en devenir, no se dejan encuadrar; quien verdaderamente llega a
ellos no es el pensamiento objetivo, es el sentimiento vital que empatiza con ellos. Por
eso los seres vivos se resisten al conocimiento. La teoría y el conocimiento sistemático
son como una gramática muy bien hecha sobre una lengua viva; ésta, al cabo de cierto
tiempo, desborda los límites gramaticales. Es la gramática la que ha de estar al servicio de
la lengua y no ésta al de aquélla. Igualmente el pensamiento debe estar al servicio de la
vida.
El pensador especulativo hace una dicotomía entre su existencia personal y su
82
pensamiento. Éste no roza aquélla. En cambio el pensador existencial desarrolla su
pensamiento describiéndose a sí mismo; en su interioridad, se encuentra con las
categorías existenciales. Pero al hacer esto, no desarrolla un pensamiento solipsista, sino
que actúa como paradigma para el resto de los hombres; pues las coordenadas
existenciales son idénticas para todos éstos. Aquí el pensamiento emana de la realidad
existencial del pensador:
83
otro lado, tampoco se puede manifestar esta tensión al exterior. Un hombre convencido
de este fin absoluto hará su trabajo, y desempeñará su papel en la familia, en la sociedad
etc., como cualquier otro. No habrá signo exterior que lo distinga. Lo que este hombre
hace es no dar valor absoluto a ninguna cosa finita: ni a la riqueza, ni a la salud, ni a los
seres queridos. Y esto le da una tensión inacabable que en nada se trasluce hacia fuera.
La manera de saber si el norte de la existencia es el fin absoluto es que ningún bien finito
se resista. Y esto no vale hacerlo de vez en cuando. Se trata de permanecer entre los
fines relativos refiriéndolos al absoluto. Vivir en el mundo sin ser de él. Y aquí no hay
conciliación posible: el "telos" absoluto y la existencia temporal no pueden vivir
armónicamente en la temporalidad. ¿Hay alguna recompensa de esta actitud durante la
vida mortal?:
84
cambio el "pathos" existencial se refiere fundamentalmente a la existencia del individuo
en orden a una transformación de ésta conforme al "telos" absoluto. Esta transformación
se plasma sobre todo en el terreno ético. Donde interviene la ética, la atención se centra
sobre el individuo y su conducta. Ésta no importa en la metafísica o en la ciencia; en
cambio en la ética es lo primero. Si el filosofar no es algo fantástico, debe expresar la
concepción ética que el sujeto se hace de la vida. El hombre no existe como ser
metafísico, sino como sujeto ético. Y para la ética, el esfuerzo constante es la conciencia
de ser existente; y el continuo aprendizaje expresa la realización nunca acabada en tanto
el sujeto es existente. Poner esto de relieve es la función del pensador existencial:
85
Para Kierkegaard, el pensamiento moderno no ha sido modelo de reduplicación, es
decir, de compromiso existencial. En la nueva objetividad de su doctrina reside la causa
de la supresión del carácter ético-existencial. Como dijo Pascal, pocos hablan de la
humildad humildemente y del pirronismo dudando.
Por fin, la característica última del "pathos" existencial es el sufrimiento. Si la
estructura del aquél es referirse al fin absoluto de manera absoluta y a los fines relativos
de manera relativa, ello supone un dolor sin límites. Tener que renunciar a las cosas
finitas como el éxito, el poder, el dinero…, no poniendo en ellos el corazón, eso lleva
consigo una dialéctica de renuncia e interiorización. Desarraigar la existencia de los fines
relativos y orientarla al fin absoluto es una muerte continua.
86
positivismo, el cientifismo, el socialismo, el marxismo…, todos los cuales estuvieron de
acuerdo en postular la preeminencia de un ser general sobre el individuo. Para ellos, el
partido, la sociedad, la especie, la humanidad, tomaron el carácter de verdadero ser,
asumiendo el papel de lo divino. El ideólogo de fondo de esta mentalidad fue Hegel, cuya
filosofía no admite como legítimo un estado o forma de superioridad del individuo
respecto a lo general.
Contra esta mentalidad colectivista es contra la que se rebela Kierkegaard haciendo
de su pensamiento y de su vida una réplica contra ella:
Toda persona seria que tenga vista para las condiciones de nuestro tiempo,
se dará cuenta fácilmente de lo importante que es hacer un esfuerzo profundo y
rigurosamente consistente, que no se asusta de las extremas consecuencias de la
verdad, para oponer la inmoral confusión que, filosófica y socialmente, tiende a
desmoralizar "el individuo" mediante la "humanidad" como una fantástica idea
de la sociedad; una confusión que propone un desprecio absoluto por aquello
que es la primera condición de la religiosidad, ser un individuo singular. Sólo es
posible oponerse a esta confusión haciendo de los hombres individuos
singulares, ¡después de todo, cada hombre es un individuo singular! Toda
persona seria que sepa lo que es la edificación estará de acuerdo
incondicionalmente conmigo en que es imposible edificar o ser edificado en
masa, aún más imposible que estar enamorado en cuatro o en masa. La
edificación, incluso mucho más expresamente que el amor, se relaciona con el
individuo. El individuo –no en el sentido del individuo especialmente distinguido
o con dotes especiales, sino el individuo en el sentido en que todo hombre,
absolutamente todo hombre, puede y debería ser– debería estar orgulloso de
serlo, pero realmente debe descubrir también su felicidad por ser… un individuo
(Kierkegaard, Punto de vista explicativo de mi obra de escritor, 1986, XVI:
92-93).
87
individuo con el Tú absoluto es el fundamento de su relación consigo mismo y con los
demás. El individuo llega pues a la unidad de su yo después del rodeo de su relación con
Dios. Aquí está, para Kierkegaard, la semejanza, al mismo tiempo que la diferencia,
entre el interiorismo socrático y el cristiano. La infinita interiorización del yo enseñada
por Sócrates se topa en el cristianismo con el fondo divino que sustenta y nutre en su
raíz a ese yo. ¿Quiere decir esto que los límites del yo se difuminan confundiéndose con
la realidad divina y llegando así al panteísmo? Nada más lejos del pensamiento de
Kierkegaard. La relación del yo con el Tú divino no es una absorción de aquél por éste;
no es una disolución panteísta, sino que, siendo ambos infinitamente diferentes en cuanto
al modo de ser y siendo Dios el fundamento de nuestra conciencia individual, ésta se
hace más intensa en la medida que toma conocimiento de su emplazamiento ante la
realidad divina. La relación con Dios no sólo no anula la conciencia del yo, sino que la
hace más intensa. Ese emplazamiento ante lo divino será lo que, según Kierkegaard, haga
tomar conciencia al individuo de su lejanía respecto a la bondad y pureza divina y le haga
temblar. El individuo, a solas delante de Dios, reconocerá su carácter único, pero a la vez
será consciente de lo que le debe a Dios y de su distancia respecto a Él. Así pues, nada
más lejos del pensamiento kierkegaardiano que cualquier asomo de tentación panteísta.
Precisamente lo que hace el panteísmo es diluir los límites tanto de la persona humana
como de la divina haciendo de ambos un único ser, cosa que rechaza Kierkegaard de
modo instintivo.
Pero esta realidad metafísica de la religación a Dios no es algo estático, sino
dinámico. Es una realidad no completa en sí misma que tiene que ser desarrollada:
La individualidad está puesta al principio por la religación a Dios, pero no como algo
actual configurado de una vez por todas, sino como una potencia que ha de desarrollarse.
El individuo, mediante la progresiva interiorización de sí mismo, ha de ir paulatinamente
realizando aquello que ontológicamente está puesto desde el principio. Esta unión de lo
metafísico y lo psicológico está dada en la misma conciencia del yo como punto de
partida de la personalidad. Es decir, el individuo va poco a poco tomando conciencia de
sí mismo; ésta aumenta en densidad en tanto en cuanto toma conocimiento de su validez
eterna justamente por su religación a lo divino. El hombre sabe que es eterno no por sí
mismo, sino por el fundamento que lo mantiene. Eso no debe conllevar un menosprecio
hacia la cosas temporales y las modestas circunstancias en que se desarrolla la vida; ni
tampoco emigrar de la propia finitud a mundos imaginarios; sino que el hombre ha de
habérselas con las cosas ordinarias de la existencia sabiendo que es en ese terreno donde
ha de desarrollar el tesoro de su individualidad. No importa la dimensión de valor social
88
de las cosas humanas, sino la carga existencial con que se abordan. La unión de estos dos
rasgos, es decir, la religación a lo divino y el desenvolvimiento de la vida en lo finito es lo
que da a la existencia individual su formidable tensión. Por una parte, el individuo vive
una inmensa alegría, una gran felicidad, al constatar que posee en sí una infinita lucidez
por ser transparente a sí mismo en su religación a Dios. Por otra, palidecen las
circunstancias de la vida que parecen un recipiente inadecuado a esa experiencia:
89
espíritu, interioridad, subjetividad, reflexión, libertad, relación consigo mismo, unidad
intransferible, capacidad de amar y comunicarse.
Otro ámbito de pensamiento en el que Kierkegaard define la individualidad es la
relación de ésta con el género humano. Si el individuo es lo cualitativo, el género o
especie es lo cuantitativo. Ningún individuo puede ser indiferente a la historia de la raza
humana porque en ella ha aparecido y en ella vive. Pero lo mismo a la inversa: la especie
humana no puede desentenderse del individuo porque cada uno de éstos es una forma
diferente de ser hombre. La individualidad es pues algo cualitativo y eje de todo. La
comprensión de nosotros mismos es siempre cualitativa, mientras la de los demás es
cuantitativa. A Kierkegaard le produce un sentimiento terrorífico ver cómo la naturaleza
prodiga seres vivos individuales a los que elimina sin piedad por la enfermedad, la
destrucción y la muerte. Esto no vale aplicarlo a los hombres aunque parezca que
también ocurre con ellos otro tanto. Cada uno de ellos es un ser único e irrepetible con
una historia personal que no se adecua a ninguna otra. Al hombre lo constituye, pues, lo
individual, no lo genérico.
La especie humana no es algo superior a su realización en individuos personales.
Kierkegaard defiende que el individuo mismo es superior al género, a la inversa de lo que
ocurre con los animales. Mientras que la dominante en el caso de un ejemplar animal es
la especie, en el hombre es el individuo. El animal individual vale en tanto en cuanto
realiza con vigor el género; en sí mismo considerado, no tiene especial relevancia; la tiene
en tanto es un buen ejemplar de su especie. En el hombre ocurre lo contrario: tendrá
mayor valor cuanto más resalte su individualidad. Por eso dice Kierkegaard que cada
individuo humano es, en el fondo, una especie diferente. Y esto proviene –según él– de
esa religación del hombre con Dios. Dios es espíritu y no se relaciona con la "especie",
sino con cada uno de los individuos, con cada hombre en particular. Un ejemplar
humano contiene el género y, además, la individuación. La especie es la categoría animal
y el individuo la humana. Esto tiene una lectura psicológica: en la medida que el hombre
crece se va diferenciando de los demás, llegando a ser eso que es ontológicamente y que
ahora se manifiesta al exterior: personalidad única.
En esta misma línea, Kierkegaard afirma que lo concerniente al individuo es la ética
y lo concerniente a la especie o género humano es la historia. Para ésta, el individuo no
cuenta, para la ética tiene la máxima importancia:
90
ejercer su reflexión y dar así a su vida una importancia de vastas repercusiones
(Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no científico…, X: 139).
91
externo, en cuanto pide para él independencia respecto a su vinculación a la "polis", es
decir, independencia social y política. Y otro interno en cuanto reclama para el sujeto una
prioridad respecto a las verdades objetivas. Sócrates deshacía como un azucarillo las
verdades objetivas a las que el individuo acudía como algo más verdadero y consistente
que su propia subjetividad. Por eso emplazaba a cada hombre a buscar por sí mismo la
verdad, a buscarla en su interioridad, invitando a abandonar las doctrinas inventadas por
otros. Esas verdades eran más bien un estorbo para la propia búsqueda. Por eso la
ignorancia es la forma que toma en Sócrates la subjetividad. La ignorancia no es para él
un mal, sino una medicina que salva del enquistamiento y la seguridad; es la tensión del
sujeto que busca la verdad sabiendo que no la encontrará del todo. Y no la encontrará
porque la verdad es eterna y el sujeto existente es temporal y no puede haber adecuación
entre ambos. La estructura existencial del sujeto no admite lo eterno, sino sólo retazos de
ello. Por tanto quien crea haberla encontrado está más bien ante un espejismo
especulativo.
Para Kierkegaard, también el cristianismo ha potenciado la subjetividad. Si Sócrates
invitó a los hombres a conocerse sin límite a sí mismos, el cristianismo hizo otro tanto,
pero en presencia de Dios. Y esto sin menoscabo para la autonomía del sujeto. Todo lo
contrario. El hombre, delante de Dios, no sólo no cercena su subjetividad, sino que la
lleva a la máxima tensión, casi a la exasperación. Más aún, esa presencia divina es
garantía de que el sujeto no se extravíe en el ahondamiento de su propia subjetividad; le
hace ser más sí mismo y esto supone una tensión inacabable. El cristianismo exacerbó la
subjetividad del individuo al llamar a cada uno personalmente y emplazarlo ante el
soberano Bien:
Pero, según Kierkegaard, esta subjetividad no tiene por qué dar señales o muestras
al exterior; al contrario, cuanto más interior y propia es una acción menos relieve exterior
tiene. Para medir la profundidad existencial de la acción no valen las palabras, ni el
énfasis de la voz o el gesto; lo que allí cuenta es el sujeto mismo ante su motivo e
intención. El desarrollo de la subjetividad supone por ello un reto ante el que la mayoría
huye en el febrilismo de la acción o en el refugio de lo que piensa la mayoría. Llegar a
92
ser lo que se es mediante el compromiso y la decisión, es decir, potenciar la subjetividad
es pues una tarea ardua y difícil:
Normalmente el sujeto está inclinado hacia las cosas; no tiene que esforzarse para ir
a ellas; la tarea consiste precisamente en invertir esa inclinación y hacer que el sujeto
vuelva sobre sí mismo. En esa vuelta, el sujeto da un sentido personal a las cosas
mediante el conocimiento y la decisión. Así el sujeto madura y llega a ser plenamente él
mismo no directamente, sino mediante el rodeo de las cosas. La subjetividad finita no es
transparente a sí misma ni puede promocionarse creativamente desde ella. Por eso ha de
proyectarse sobre las cosas y así ver y decidir sobre sí misma. Desarrollar la subjetividad
es pues la tarea suprema. Y esto durante toda la vida. No vale trabajar en ella durante un
tiempo y luego descansar. Eso sería como querer detener el coche agarrándose al asiento
de delante. Este trabajo no cesa nunca. Kierkegaard hace especial hincapié en que si cada
uno viese en ese devenir subjetivo su máxima aspiración, descubriría problemas tan
importantes para él como lo son los problemas objetivos para el científico.
El proceso de subjetivación lleva consigo una reflexión y pensamiento propios. El
pensamiento objetivo es indiferente respecto al sujeto pensante y su existencia. En
cambio el pensador objetivo, como existente, está infinitamente interesado en su propio
pensamiento; y su reflexión es la propia de la interioridad, que hace de ésta la propiedad
de ese sujeto y no de otro. Mientras el pensamiento objetivo pone el énfasis en el
resultado que todos copian y se apropian, el pensamiento subjetivo lo pone en el devenir,
menospreciando los resultados. Objetivamente se acentúa lo que se dice, el qué;
subjetivamente, la manera como se dice, el cómo. En la reflexión de la subjetividad,
aparece la doble reflexión del pensador objetivo: como pensante piensa lo general; como
existente vive en este pensamiento y lo asimila a su yo profundo, aislándose más y más
subjetivamente.
El pensamiento objetivo hace del sujeto y de la subjetividad de éste algo contingente
que se diluye en la indiferencia. A él le interesa sólo la verdad objetiva, el pensamiento
abstracto, el saber científico y natural. Establece así la objetividad mientras que la
subjetividad, el hecho de que el sujeto sea o no sea, queda desalojado. El pensamiento
objetivo cree tener una seguridad de la que carece la subjetividad. Según él, subjetividad
93
y objetividad no pueden pensarse juntas. Pues la primera es algo intermitente e
imprevisible que no puede ajustarse a reglas fijas. La segunda cree escapar a este peligro
y acusa a la subjetividad de posibilidad de confusión. Por ejemplo, no poder discernir la
subjetividad de un hombre sano de la de un loco. Para Kierkegaard no puede confundirse
la verdad subjetiva y la locura en el sentido de que ambas sean algo subjetivo, personal.
Un loco puede decir tantas verdades objetivas como un hombre cuerdo. Pero la verdad
subjetiva y la locura no pueden confundirse porque ésta carece de la interioridad de
aquélla que se caracteriza por su infinitud, por su falta de límites, por la imposibilidad de
ser aprehendida de manera fija (Suances Marcos, 1998: 194). Precisamente la idea fija
en que se encuentra la locura es una cosa objetiva que ella quiere abrazar con pasión; de
ahí su contradicción. Lo que decide la demencia no es lo subjetivo, sino una pequeña
parte de lo finito que ha sido fijado, lo cual no puede ser nunca lo infinito. En cambio lo
propio de la subjetividad verdadera es la apertura sin límites ni objetos fijos:
94
Tratarse a sí mismo como a un tercero es algo que va contra nuestro modo corriente de
sentir. Con uno mismo se es normalmente poco objetivo y arbitrario. Sócrates es un
ejemplo de esta objetividad que se manifiesta de modo eminente en su juicio; entonces
habla de sí mismo en tercera persona, lo cual provoca el desconcierto entre los oyentes.
Al hacer esto, es como si arrojara fuera de sí su propia objetividad y se quedara sólo con
su subjetividad. Y esto nos da una muestra de lo que es la subjetividad pura, la divina.
Dios es subjetividad infinita:
Dios es, pues, desdoblamiento infinito, cosa que, bien entendida, no es posible en
ningún ser humano. El hombre no puede sobrepasarse a sí mismo hasta el punto de tener
una relación perfectamente objetiva consigo, ni llegar a ser subjetivo hasta poder realizar
aquello que, en una superioridad subjetiva sobre sí mismo, ha comprendido acerca de su
propio yo; no puede verse a sí mismo con perfecta objetividad; y, si lo pudiera, no podría
proyectar esta visión de sí mismo en una subjetividad absoluta.
Por último, Kierkegaard destaca en la subjetividad un rasgo que la caracteriza frente
a la objetividad. Ésta se comunica directamente, aquélla indirectamente. No se pueden
transmitir experiencias subjetivas y existenciales como son las de tipo psicológico, moral
y religioso como se enseña geografía o matemáticas. Un hombre no puede ni debe
ponerse exactamente en el lugar de otro en cuanto a su situación subjetiva existencial.
Sería tanto como suplantarlo. Ese es el núcleo en que radica su inalienable ser personal y
donde nadie debe penetrar so pena de destruirlo. Nuestros conocimientos objetivos los
trasmitimos directamente; nuestros estados subjetivos no pueden ser trasmitidos directa,
sino indirectamente, por medio de señales que desvelan al mismo tiempo que ocultan
nuestra situación existencial. Siempre quedará un reducto de ésta que no puede
trasmitirse. Y además se trasmitirá a otro sujeto semejante a nosotros en su vivencia; si
no, es imposible. Esta es la base de la verdadera comunicación: un secreto que nunca es
revelado del todo. La comunicación verdadera se da entre sujetos que comparten unos
mismos valores y la vivencia de eso requiere pudor y secreto. Un enamorado, un amigo,
un esposo, no va contando por ahí su intimidad a otros. La forma de esta comunicación
corresponde de manera inagotable a la relación personal del sujeto existente con esa otra
persona. La subjetividad no puede ser aprehendida directamente: quema. En cambio, el
conocimiento objetivo no supone una misma onda de vivencia, basta con la mera
inteligencia. Además en él no existen reductos o cortapisas. Se detendrá en un momento
porque fallen los mecanismos de inteligencia, no porque éstos se resistan
intrínsecamente. Y tampoco hay secretos en él; cuanto más público y contrastado sea,
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más efectividad tendrá:
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indirecta, oblicua. La misma verdad, compartida por ambos, tendrá que ser interiorizada
y vivida de modo diverso por cada uno de los dos. Eso es tener interioridad: vivir una
verdad esencial de manera personal y no poderla comunicar directamente. Esa vivencia
irradiará en otros que están abiertos a la verdad; será el camino para llegar a ésta; pero
cada uno llegará a ella de modo personal. El maestro es aquí un mero indicador que no
debe suplantar al discípulo. Cuando maestro y discípulo tratan de tener la misma vivencia
eliminan la interioridad. Ésta no es devoción del discípulo por el maestro. En la
enseñanza lo que se comunica directamente es el "pathos", el estado de ánimo; en
cambio la interioridad es la labor de asimilación personal que el discípulo ha de hacer por
sí mismo. Sócrates vio claramente esto:
Sócrates, maestro en ética, vio que no hay relación directa entre maestro y
discípulo porque la interioridad es la verdad y la interioridad es justamente para
ambos la vía que los separa a uno del otro. Sin duda, por haber visto esto, es
por lo que él estaba tan contento de su físico ventajoso…; si el viejo maestro
estaba tan contento de su físico es porque veía en éste un medio adecuado para
apartar de sí al discípulo, para impedirle que permaneciera atado a él por el
vínculo de la admiración, por el deseo de ser como él; un medio para hacerle
comprender, por el contraste de su ironía, que el discípulo tiene que ver
esencialmente consigo mismo y que la interioridad de la verdad no es aquella de
la camaradería en la que dos íntimos se pasean del brazo, sino la separación en
la que cada uno existe por sí en lo verdadero (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum
definitivo y no científico…, X: 228-229).
Pero, para Kierkegaard, ni siquiera la relación del hombre con Dios es directa. De
nuevo la interioridad lo impide por parte de ambos. Ni el hombre es capaz de hacerse
totalmente transparente ante Dios, ni Éste puede mostrarse directamente al hombre. Y
ello, a pesar de que la fuente de la interioridad emane de Dios; emana de Él, sí, pero de
manera indirecta. La relación con Dios es propiamente la que hace que un hombre sea
hombre. Pero tampoco esta relación es directa. Dios se sustrae a ella; Él está en la
creación, en las relaciones humanas, pero no de manera directa; para que el hombre lo
vea y lo encuentre tiene que retornar a sí mismo. Para Kierkegaard, la relación directa
con Dios es paganismo. Para éste, Dios se mostraba directamente en los cuerpos
celestes, en los seres vivos, en las fuerzas de la naturaleza. Pero, para el cristianismo,
Dios no se da directamente, sino indirectamente, en la interioridad. Él no da muestras
visibles para atraer al hombre. Cristo mismo es aparentemente un hombre como los
demás y sólo la interioridad de la fe puede ver en Él algo que ocultan las apariencias
corporales. El Dios invisible está en todas partes, pero sólo la interioridad puede
descubrirle yendo más allá de los fenómenos sensibles. La visión directa de lo divino es
idolatría: Dios no se muestra directamente a un espíritu como tampoco puede hacerlo un
hombre a otro. Respecto a la verdad esencial, una relación directa es inconcebible de
espíritu a espíritu.
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¿De dónde le viene a la interioridad esta seriedad inconmensurable? Kier-kegaard es
consciente de que, en Sócrates, ésta tiene que ver con su vinculación al "daimon"; en el
cristianismo, esa vinculación es aún más explícita. La seriedad de la interioridad proviene
de tomarnos las cosas de la vida ordinaria tan en serio, que nos juguemos la eternidad en
ellas y eso es lo que acrecienta la interioridad. Y en ese quehacer ordinario no hace falta
mostrar la motivación que subyace en el fuero interno; nos tomarían por locos. Un
hombre puede reír, llorar, trabajar y gastar su tiempo sin hacer alarde de su interioridad.
Ésta es apacible y no necesita cosas extraordinarias o llamativas para ser auténtica. Son
los que no tienen interioridad los que necesitan brillar y llamar la atención sobre sus
actos. Cuanta más interioridad tiene una acción, más contento lleva consigo y menos
necesidad tiene de manifestarse al exterior. Tampoco la interioridad supone cambios
profundos. Es hacer lo mismo, pero cada vez con más intensidad. Son los superficiales
los que necesitan hacer alarde de continuos cambios para mostrar su hueca riqueza. La
ley de la interioridad es ser siempre lo mismo y la sobriedad del espíritu se reconoce en
que, para él, el cambio exterior es distracción, mientras que el cambio en lo mismo es
interioridad.
La interioridad repele la especulación. Lo que importa no es un montón de
conocimientos, sino que el hombre sienta en sí mismo el peso de lo divino, ese espacio
interior donde él se realiza a sí mismo en la seriedad y la libertad. Para Kierkegaard, la
interioridad es la verdad, y la especulación que intenta diluir aquélla es un fárrago. La
inmensidad del saber de hoy ha olvidado lo que es la interioridad y la existencia:
Una cosa es aportar al mundo una nueva doctrina y otra interiorizar una
doctrina dada. En el primer caso, hay que tener discípulos, fundar un partido; si
no, podría suceder que la doctrina, cuando el maestro haya muerto, no haya
penetrado en el mundo. Bien diferente es cuando se trata de interiorizar una
doctrina dada; aquí no hace falta tener discípulos ni fundar partido; eso sería
debilitar la eficacia de la interiorización de la doctrina; aquí se trata de trabajar
aisladamente, vivir aisladamente y ser sacrificado aisladamente (Kierkegaard,
1961, IV: 425).
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o no termina nunca? He aquí el tema de la dialéctica tan acariciado por Kierkegaard. La
dialéctica consiste en una interiorización de la existencia, la cual, por mucho que se
piense, jamás será agotada. Kierkegaard aplica igualmente esta dialéctica a la verdad
cristiana para concluir que ésta tampoco será asimilada del todo aunque haya que estar
intentándolo siempre. Esta es la diferencia entre la dialéctica especulativa y la
kierkegaardiana; la primera consiste en hacer de toda verdad –incluida la cristiana– un
momento de crecimiento de la idea universal. En cambio, la segunda consiste en la
apropiación existencial ilimitada de cualquier verdad, especialmente la cristiana. Cada
hombre ha de poner su máximo interés en la apropiación personal de la existencia y su
misterio. Uno quisiera eliminar, de una vez por todas, cualquier duda respecto a ella.
Pero entonces lo que se busca son certezas, seguridades, garantías; pero la verdad
existencial y la cristiana es refractaria a la seguridad; ambas exigen un trabajo de
apropiación sin límite. Y eso es lo que no tolera la especulación. El hecho de no agotar
esas verdades sitúa al individuo en un "pathos" existencial que crece en la medida del
esfuerzo de apropiación. Es como caminar hacia la tierra prometida sabiendo de
antemano que no se va a poder entrar en ella. Cuando alguien ofrece en el camino un
paraíso definitivo donde instalarse, eso es un engaño o espejismo que va contra la
naturaleza de nuestra existencia. Y eso es lo que han hecho los sistemas tanto en la
filosofía como en la ciencia: ofrecer unas seguridades absolutas de conocimiento en
medio de nuestra condición intermitente y dubitativa. La existencia desmiente la
inmovilidad y seguridad de esos sistemas. Entonces el único consuelo es la dialéctica, es
decir, el esfuerzo del hombre entero por aprehender el sentido de la existencia y su
"telos" absoluto; en ese trabajo, se le darán migajas de esas verdades, pero seguirá
teniendo hambre y por consiguiente ha de buscar sin fin. Eso es lo que enseña la
dialéctica existencial: profundización, búsqueda continua del "telos" absoluto sabiendo
que no podrá llegar a la verdad definitiva. Son la ciencia y la especulación las que han
intentado dar sistemas de verdades definitivas saltándose tanto nuestra individualidad
como la esencia intermitente de lo existencial. Su visión de totalidad es el espejismo de
una visión relativa a una mente que ha cortado con el devenir existencial.
En definitiva, la dialéctica de la especulación muestra un gran proceso coherente,
dirigido por la razón, que termina en la madurez del Espíritu absoluto. Es un movimiento
universal inmanente. En cambio, la dialéctica existencial consiste en profundizar sin
descanso en el sentido de la existencia y de la verdad cristiana; ésta no será escudriñada
del todo porque supera la inmanencia y su sentido se sitúa en la trascendencia que rebasa
al existente. El estado dialéctico-existencial es la duda y la continua búsqueda en el
tiempo. Kier-kegaard llama cuantitativa a la dialéctica especulativa y cualitativa a la
existencial:
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En la dialéctica especulativa no hay contradicción porque se pasa de un contrario a
otro como elementos necesarios para la configuración del todo. Es pues cuantitativa. En
la dialéctica existencial no hay conciliación entre pensamiento y existencia, entre
búsqueda continua y "telos" absoluto. Es pues cualitativa.
100
comprender la verdad eterna porque él está en devenir y el objeto ha de mostrársele
también en devenir. Querer prescindir de éste es abocar a la abstracción. En el dominio
de ésta todo es y nada deviene; es un mundo fantástico tan coherente como alejado de lo
real.
La definición clásica de verdad puede tener dos enfoques, uno empírico y otro ideal;
según el primero, la verdad es adecuación del entendimiento a la cosa y, según el
segundo, es la adecuación de la cosa al entendimiento. Pero, en ambos casos, el sujeto
cognoscente es tomado como algo indeterminado que no tiene que ver con lo que es el
hombre concreto, particular y existente; y así, éste se convierte en un ser fantástico
manejado en especulaciones abstractas. No aparece por tanto la verdad del existente:
101
interioridad, es la verdad: tal es mi tesis". La paradoja que consiste en la unión de la
pasión de infinito y la incertidumbre objetiva se va haciendo cada vez más profunda.
Como ocurre igualmente con el amor. Ello es así porque la pasión tiene por delante todo
el tiempo sin posibilidad de cambio hasta la muerte. Durante la existencia del sujeto
cognoscente, la pasión no tiene fin. El pensador especulativo tiene en cambio otra
actitud, pues piensa que hay un punto de llegada que cree conquistar por medio de la
razón elevando el resultado de ese conocimiento al rango de verdad pura.
Esta verdad subjetiva y existencial supone, por su compromiso, una transformación
interior del sujeto. La relación de éste con la verdad no es aséptica, sino interpelante. Si
la verdad es espíritu, entonces es interiorización y no mera relación inmediata con un
conjunto de proposiciones. La inmediatez, desprovista de reflexión, está siempre
inclinada hacia lo exterior, lo objetivo. En cambio, el sentido de la interiorización es un
movimiento hacia dentro y su verdad consiste en la transformación del sujeto. La verdad,
por tanto, no es algo objetivo, desarrollado en un conjunto de proposiciones, sino una
llamada al sujeto para su edificación. Tiene pues un sentido personal por el que se dirige
a cada uno en particular aunque valga para todos. La verdad, como mensaje dirigido a las
multitudes, carece de sentido; más bien compromete a cada uno y por eso se suele huir
de ella aunque se diga con insistencia que se desea conocerla. Y es que la verdad
realizada existencialmente suele ser más bien pérdida que ganancia en lo mundano.
Vemos lo que es verdad, pero seguimos lo que no lo es por no arriesgarnos
existencialmente a ello. Para Kierkegaard, el compromiso con la verdad lleva consigo el
sufrimiento y éste es justamente el criterio de reconocimiento de ella. La existencia está
organizada de tal modo que es imposible tener una relación con la verdad sin sufrir.
102
Kierkegaard, Grecia vivió la armonía de ambos al menos en la plenitud de su cultura. Los
griegos vivieron la sensualidad de forma alegre e inocente:
El erotismo y el amor eran vividos por los hombres como algo bello que no estaba
en guerra contra nada; sin exigencias o culpabilidades de otro supuesto orden superior.
Para Kierkegaard fue Sócrates el que introdujo la discordia en este punto. Con él empezó
la lucha entre sensualidad y espíritu, entre cuerpo y alma, entre mundo sensible e
inteligible. Y combatió la sensualidad y el erotismo neutralizándolos irónicamente. Luego
Platón elevó a categorías metafísicas estas intuiciones de su maestro; así promovió el
desprecio al mundo sensible postulando un reino inmortal de realidades y formas. Esta
concepción fue aprovechada por el cristianismo llevando esa división a extremos; pues,
desde un primer momento, enfrentó al espíritu con la sensualidad. Al principio, todavía
no contaminado de platonismo y más acorde con la psicología del Viejo Testamento,
consideró el erotismo como algo indiferente, no pecaminoso, aunque cerca de serlo.
Poco a poco el límite fue diluyéndose identificando sensualidad y pecaminosidad. Y así
comenzó a invitar al abandono del erotismo para dar lugar al espíritu. Aquí está para
Kierkegaard lo esencial. El cristianismo introduce la división y la lucha en el interior
mismo del hombre de forma que, para seguir la llamada cristiana, hay que renunciar a la
carne. Pero de esta enemistad entre carne y espíritu salió algo sorprendente. Al separar
ambos como dos reinos irreconciliables, a la vez que fortificó el segundo, el espíritu, que
era su intención, reforzó también, aunque involuntariamente, el primero. Así adquirió
desde entonces la sensualidad un vértigo que no había tenido en la concepción griega.
Justamente por tacharlo de pecaminoso, el cristianismo hizo de lo sensual algo
independiente, autónomo y seductor. Cierto, el espíritu adquirió en el cristianismo una
fuerza y dimensión que no tuvo en el helenismo; pero eso mismo ocurrió con la
sensualidad; al quebrantar la armonía de ambos, cada uno adquirió consistencia propia.
Así, el cristianismo introdujo una sensualidad fascinante justo por negarla. Al poner el
espíritu como algo independiente, introdujo indirectamente aquello que la excluye: la
sensualidad:
103
victoria. Este refrán también se puede aplicar aquí. Además, no es difícil
entender aquella afirmación si se tiene en cuenta que al poner una cosa se está
poniendo indirectamente la que se excluye. Ahora bien, supuesto que es sobre
todo la sensualidad la que ha de ser negada, ella no aparecerá con su verdadero
perfil y suficientemente puesta si no es mediante el acto que la excluye, esto es,
en virtud de la antítesis positiva. En una palabra, que la sensualidad como
principio, fuerza y sistema aparece por primera vez dentro del marco del
cristianismo (Kierkegaard, 1986, La Alternativa, III: 60).
En Don Juan, la sensualidad campa por sus respetos, viviendo en la separación del
espíritu y desplegando toda su potencialidad.
Para Kierkegaard, el punto álgido donde se vive la discordia entre cuerpo y espíritu
es la sexualidad. El sexo es el culmen de la sensualidad y, por tanto, de la lejanía del
espíritu. En principio, la sexualidad no es tampoco pecaminosa; pero, en la medida que el
hombre se desarrolla, encuentra en ella un obstáculo y así se ve abocado a una
disyuntiva: o satisfacción del instinto o desarrollo espiritual. Éste se nutre con la renuncia
a aquél. El cristianismo ahondó esa lucha como condición para la vida cristiana.
Pero el problema de la desarmonía entre cuerpo y espíritu no se plantea sólo por la
naturaleza de aquél con sus impulsos, sino por la estructura de éste. El espíritu es
infundido al hombre ontológicamente no como plena actualidad, sino como posibilidad
104
que tiene que ser desarrollada. El espíritu humano no es algo estático o inmóvil, sino algo
que ha de crecer enfrentándose a las cosas y poniendo así a prueba su virtualidad. Por
tanto es algo incompleto que ha de luchar para perfeccionarse. Por eso mismo no es
autónomo; ha de buscar fuera de sí aquello con lo que alimentarse y crecer. El señorío
espiritual del hombre ha de ser conquistado palmo a palmo sabiendo también que no
llegará a plenitud. Justamente porque no se encuentra en su lugar en unión con el cuerpo
es por lo que la primera dimensión del espíritu es la renuncia. No se entiende el
desarrollo espiritual accediendo a cada una de las solicitudes de lo sensible. El hombre
que sigue dócilmente los impulsos corporales renuncia a crecer como espíritu:
Este morir comienza apagando el infinito deseo de vivir que el hombre comparte con
el animal. No puede vivir de forma ciega e instintiva agarrado a la vida corpórea, sino
que ha de ensanchar la perspectiva sobre los límites inmanentes de la propia existencia.
Cuanto más crece espiritualmente más pierde en el orden material.
Esta muerte de lo corpóreo se refleja en dos procesos esenciales del espíritu: el
conocimiento y el amor. Por lo que se refiere al primero la conciencia es lo que
constituye la personalidad haciendo que cada hombre se refiera a sí mismo y se distinga
de los demás. Pero la conciencia tampoco es estática sino dinámica y su crecimiento
plantea dudas y oscuridad. No hay progreso de conciencia sin reflexión, sin
contradicciones, sin dudas. La conciencia de un hombre adulto no es inmediata sino
refleja y, por tanto, llena de contradicción:
105
estas determinaciones dicotómicas. La conciencia, ante éstas, engendra la duda. La
reflexión se encarga sólo de mostrar las contradicciones, la conciencia tiene que hacer la
síntesis y de ahí nace la duda. Por eso, ésta es superior al mero razonamiento. A
Kierkegaard, los escépticos griegos le parecieron mejores pensadores que los modernos
especulativos. Porque, para él, la duda es la introducción a la forma más alta de
conocimiento porque admite, como presuposición, todos los otros datos. La duda nace
del interés; en cambio el conocimiento sistemático es desinteresado y unilateral; por eso
aquélla es mucho más rica e induce a una forma más alta de vida. Más aún, el espíritu
dudoso es más fuerte, porque, sintiendo la contradicción, es capaz de triunfar de todo. Y
eso no basta para que reconozca que no puede vencerse a sí mismo por sus solas
fuerzas. Y que para llegar a plenitud tenga que salir de sí con aflicción dejando en un
lugar inferior el propio conocimiento.
También en el amor, proceso esencial, aparece la dialéctica entre cuerpo y espíritu.
El amor natural o inmediato es una necesidad a la vez que un signo de perfección y
riqueza. Se muestra como una fuerza irresistible que vincula a los seres que se aman; por
ella, éstos están dispuestos a dar y compartir lo mejor de sí mismos. En esta donación
hay un sentido de fidelidad y compromiso. Todo esto es lo más bello y sublime de la
vida. Los poetas de todos los tiempos han ensalzado las maravillas del amor. Pero, según
Kierkegaard, el espíritu al encontrarse con este amor inmediato, no lo acepta sin más,
sino que ha de trabajarlo e infundir en él una nueva huella. No lo suprime, lo sublima. Se
basa en él para llevarlo por otros derroteros que la naturaleza no previó. El amor natural
es pasión y predilección; el amor espiritual es abnegación; lo cual no quiere decir que no
tenga pasión, sino que la orienta en otro sentido ya que el amor natural consiste en amar
apasionadamente a uno y el amor espiritual está abierto a todos. El espíritu lo que
rechaza es el egoísmo que se aferra a la predilección de una única persona, sea ésta quien
sea: la mujer amada, el amigo…:
De la misma manera tan egoísta que el amor propio se aferra a ese único
"yo"mismo –con lo que se constituye cabalmente en amor propio– así de
egoístamente se aferra la predilección apasionada del amor a ese único amado, y
la predilección apasionada de la amistad a ese único amigo. Por esta razón al
amado y al amigo se los llama de un modo considerable y significativo: "el otro
yo", "el segundo yo" –pues el prójimo es "el otro tú", o más exactamente "el
tercer hombre" de la proporción… La prueba es bien fácil: mete al prójimo, a
quien se debe amar, entre el amante y el amado; mete al prójimo, a quien se
debe amar, entre el amigo y el amigo, y verás la llama inmediatamente
convertida en celos. Con todo, el prójimo no es otra cosa que el denominador
común de la abnegación, que se interpone entre el yo y yo del egoísmo, pero
también entre el yo y el otro yo del amor y de la amistad (Kierkegaard, 1986,
Las obras del amor, XIV: 50).
Lo que hace el amor espiritual es interponerse entre los dos amantes tratando de que
106
el amor de uno de ellos no revierta sobre sí mismo. El amor espiritual no es pues de
predilección, sino que está abierto a todos; es amor al prójimo y prójimo puede ser
cualquiera.
También es cierto que el amor natural pide eternidad, que los amantes quieren
pertenecerse eternamente y esto va en la naturaleza misma del amor. Pero este amor
humano está sometido, como todas las cosas, al cambio y muchas veces sucumbe. El
amor espiritual toma la base eterna del amor natural y lo somete a la decisión; con ésta se
compromete de tal manera que se exige permanecer fiel en la intermitencia del devenir.
Hay un último escollo irracional que tiene que abordar el espíritu en su unión con el
cuerpo: es el problema de la muerte. Parece ésta contraria al espíritu y sin embargo es
algo natural en el ciclo de los seres vivos; éstos, incluido el hombre, describen una órbita
cuyo punto final es la muerte. Ésta es una parte de su destino que el espíritu rechaza
pero que ha de encarar y darle sentido. La dualidad aquí es extrema. Nada más ajeno al
espíritu que la muerte, pero éste ha de vérselas con ella en el hombre. Y lo primero que
aparece es que la muerte nos afecta como individuos. No vale aquí escudarse en que
también les ocurre a los demás. Esto nada resuelve. Cuando somos testigos de la muerte
de otros tenemos un vago sentimiento de lo que va a ocurrimos también a nosotros; pero
la realidad más seria es afrontar la propia muerte. La labor del espíritu en este sentido es
interiorizar lo que significa la muerte; es apropiarse el sufrimiento que lleva consigo y
tomar postura ante ella y ante el resto de vida que queda. El pensamiento de la muerte
puede ejercer tal influjo sobre la vida que o puede paralizar ésta o puede darle un
estímulo extraordinario. El espíritu aquí tiene la palabra para decidir si quiere apurar el
último sorbo de la vida o dar un vuelco al sentido de la existencia. Y aquí, al abordar este
problema, no vale el acopio de conocimiento y cultura con que un hombre dotado pueda
enfrentarse a la muerte. Ante ésta no valen conocimientos ni defensas, todos somos
iguales y ella misma nos iguala a todos.
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Platón, que postulan una inmortalidad propia acorde con la preexistencia del alma. En
cambio Kierkegaard destaca la concepción cristiana que, dando un origen temporal al
alma, hace de ella, en su individualidad, algo inmortal a lo que algún día se incorporará el
cuerpo. Tal es el reto del espíritu. Los griegos recurrían a la preexistencia para probar la
inmortalidad del alma, el cristianismo recurre al futuro.
Dentro del marco de la problemática que supone la unión del alma y el cuerpo,
Kierkegaard destaca el tema de la angustia y la culpa como específico de esa dualidad. Y
aquí la razón se siente especialmente impotente. Ya se dijo más arriba que, en la
concepción de Kierkegaard, el espíritu está presente como algo inmediato en la síntesis
de alma y cuerpo, pero que ha de ser desarrollada. Al principio, el espíritu está como
soñando, inconsciente de sí mismo, de sus posibilidades. Por eso tanto los niños como
los pueblos jóvenes tienen espíritu, pero no lo han desarrollado. Viven como durmiendo
en una especie de inocencia inconsciente. El espíritu se muestra como algo ambivalente.
No puede vivir una vida meramente vegetativa o animal, pues es espíritu; pero tampoco
lleva una vida plenamente autónoma y consciente de sí porque está vinculado al cuerpo.
Eso le hace estar fuera de sí, fuera del ámbito de su propia naturaleza. En esta
ambivalencia, en esta relación ambigua, consiste la angustia. Por una parte el espíritu
tiene que haberse con el cuerpo; para eso está en el hombre y esa es su misión. Por otra,
dada su naturaleza, se encuentra en el cuerpo humano como en un elemento extraño; se
siente violento. En esta relación ambivalente consiste la angustia. Ésta irá adquiriendo
grados y matices según vaya despertando el espíritu; pero el núcleo de la angustia estará
siempre en esa ambivalencia insalvable de un espíritu inmerso en ese medio extraño que
es el cuerpo.
La primera forma de angustia, según Kierkegaard, es la de la nada. Es la de la
infancia y la de los pueblos jóvenes. En ellos se da una inocencia típica, la del que no ha
vivido, no se ha mancillado, no conoce la lucha. Esta inocencia es más bien ignorancia.
El hombre desconoce la diferencia entre el bien y el mal y no ha soportado el fragor de la
lucha, pues no hay nada a lo que enfrentarse:
En este estado hay paz y reposo; pero también hay otra cosa, por más que
ésta no sea guerra ni combate, pues sin duda que no hay nada contra lo que
luchar. ¿Qué es entonces lo que hay? Precisamente eso: ¡nada! Y ¿qué efectos
tiene la nada? La nada engendra la angustia. Este es el profundo misterio de la
inocencia, que ella sea al mismo tiempo la angustia. El espíritu, soñando,
proyecta su propia realidad, pero esta realidad es nada, y esta nada está viendo
constantemente en torno suyo a la inocencia (Kierkegaard, 1986, El concepto
de angustia, VII: 144).
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La inocencia no es aquí por tanto una perfección inmediata, sino una ignorancia que
viene determinada por el espíritu que todavía no ha despertado y que gira en torno a la
nada. La nada de la angustia es aquí un complejo de presentimientos que se reflejan en el
individuo, pero que no tienen un significado específico porque el individuo todavía no se
ha desarrollado.
Esta angustia toma un nuevo cariz cuando en esa nada de inocencia aparece la
libertad con sus posibilidades. El espíritu comienza entonces a salir de su sueño y se
muestra ante él una libertad con infinitud de posibilidades. Ahora la angustia se muestra
no como la nada, sino como un conjunto ilimitado de posibilidades. El espíritu se
estremece ante sí mismo, ante su propia posibilidad. La angustia es aquí el vértigo de la
libertad. Hay como una tentación o forcejeo entre la impotencia de la angustia y la
potencia de la libertad. A ésta le entra vértigo al tener que elegir entre querer y no querer.
Según Kierkegaard, en el relato bíblico, la prohibición divina de no comer del árbol de la
ciencia del bien y del mal le angustia a Adán en cuanto despierta en él la posibilidad de la
libertad:
Esta posibilidad engendra en Adán y en todo hombre una magia terrible; por una
parte, desea probar ese poder; por otra teme sus consecuencias. Es algo que se desea y a
la vez se teme. Kierkegaard define en este sentido la angustia: "es una antipatía simpática
y una simpatía antipática".
Siguiendo la línea de explicitación del desenvolvimiento del espíritu, Kier-kegaard
muestra un nuevo estado de angustia; hasta ahora han aparecido la angustia de la nada o
de la inocencia y la angustia de la libertad o de las posibilidades. Cuando el hombre elige,
da un paso más en esta dinámica y aquí aparece otra clase de angustia. Cuando en medio
de la posibilidad y la libertad, el hombre toma una decisión, aparece la angustia objetiva o
angustia del mal. Cuando el hombre cae en la culpa y elige el mal, lo hace en medio de la
angustia. ¿Cómo pasa de la inocencia a la culpa? Mediante un salto cualitativo, imposible
de explicar racionalmente, es decir, como si el primero de esos fenómenos, la inocencia,
fuera la causa y el segundo, la culpa, fuera el efecto. El hombre inocente se hace
culpable dando un salto, un paso cualitativo hacia otra cosa que el individuo no se
explica:
109
amaba, un poder que le llenaba de angustia… y, no obstante, él es
indudablemente culpable, pues sucumbió a la angustia al mismo tiempo que la
temía. En el mundo no hay nada más ambiguo que esto (Kierkagaard, 1986, El
concepto de la angustia, VII: 145).
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individual y colectivamente a lo largo del tiempo. Esa falta ha sido decisiva y ha
condicionado la existencia humana. Así el hombre descubre que su existencia viene
mezclada con el mal desde sus orígenes y ese pensamiento le hace caer en la angustia.
Sin embargo, para Kierkegaard, ese buscar en los orígenes, ese retroceso que trata de
aclarar la oscuridad de nuestros orígenes es un progreso. Porque, igual que un examen
profundo es una vuelta a los principios, este retorno a las fuentes de la existencia es una
pofundización de ésta; y allí nos encontramos indefectiblemente con la culpabilidad. Esta
conciencia de culpa es patrimonio de toda la humanidad. Las religiones y los sistemas de
pensamiento lo han admitido dando diferentes versiones de ese hecho universal. La
conciencia de culpa pertenece pues a la estructura misma de la subjetividad. El
cristianismo le ha dado una nueva dimensión convirtiéndola en pecado, haciendo de ella
una ruptura con Dios. Pero todo hombre, dentro o fuera del cristianismo, ha de encarar
esa realidad.
En Kierkegaard, la concepción de la culpa lleva un rasgo esencial: es algo interior.
No puede ser achacada a causas externas. Está en la raíz misma de la existencia; su
apropiación es incesante, es decir, no vale acordarse de ella de vez en cuando, sino que
hay que asimilarla, como algo inagotable, durante toda la vida:
Lo duro para Kierkegaard no es hacer algo heroico momentáneo, sino cargar con el
fardo de una conciencia perenne de culpa. ¿De dónde viene ese carácter permanente? De
su relación con la felicidad eterna. Quien tenga esta conciencia sabe que nada puede
removerla salvo la generosidad divina. Pero el hombre, al cargar con ella, se abre a lo
eterno a la vez que llega a su cenit existencial:
111
El recuerdo eterno de la culpa es el fardo más pesado. Y ¿por qué basta una sola
falta? Porque la distancia entre ofensor y ofendido, entre el hombre y Dios, es infinita. Y
el hombre nunca podrá llenar ese abismo que su falta ha abierto entre la divinidad y él.
Esta conciencia de culpa es una de las cosas que más repugnan a la razón. Por eso los
especulativos tratan de sofocarla con toda clase de sofismas y razonamientos. No toleran
ese punto álgido de la existencia que relaciona culpa y eternidad; les parece
absolutamente desproporcionado y tratan de eliminar con razones esa realidad
inconmensurable. Pero, al hacerlo, han perdido el punto más profundo de la existencia.
Después de todo esto queda claro que la culpa abarca nuestra entera existencia
personal y colectiva y que, en este sentido, poco importa haber cometido unas cuantas
faltas más o menos. No se trata aquí de algo cuantitativo, sino cualitativo: la culpa cubre
nuestra vida entera aunque lo olvidemos en la vida diaria. La totalidad de la culpa quita
importancia a las faltas concretas porque "totum est partibus suis prior", el todo es
anterior a sus partes. Esta determinación de totalidad no es algo numérico, sino
cualitativo. Y el remedio que Kierkegaard propone a esa culpabilidad innata es aceptarla
como nuestra estructura existencial y hacer de ella uno de los motivos fundamentales de
relación del hombre con Dios. Cuando aquél se muestra así ante la divinidad, queda
exonerado de tamaña carga.
En este análisis de los diversos procesos de la angustia, Kierkegaard aborda uno
especialmente llamativo. Vista la angustia de la nada, de la libertad y de la
pecaminosidad, añade este último: la angustia ante el bien. Parece contradictorio, pero no
lo es. Una vez que el hombre ha cometido una falta, caben dos posibilidades: primera,
que permanezca en esa situación, pero que se angustie por ella; sería entonces angustia
por el mal. El hombre permanece en la falta pero es consciente del mal de ésta y se
angustia por ella; es decir, está todavía en el bien. Segunda, que el individuo permanezca
en la falta, pero que esté contento con ella; no quiere salir de ese estado. Y entonces lo
que le angustia no es el mal en que vive, sino el bien al que debiera acceder. No le
angustia pues el mal sino el bien con el que tiene una relación forzada. Esto es lo que
Kierkegaard llama lo demoníaco. Lo cual consiste en ser esclavo del mal, pero
permaneciendo en él y rechazando el bien, esto es, la apertura de sí mismo, la libertad.
Es la no-libertad que quiere clausurarse en sí misma:
112
La libertad es esencialmente expansión y el bien implica una apertura que lleva
consigo la ruptura de la esclavitud del mal. Lo demoníaco en cambio es el espíritu que se
encierra en sí mismo sin querer tomar contacto con otra cosa; es una esclavitud
prisionera de sí misma. Por tanto, el criterio decisivo para saber si un fenómeno es o no
demoníaco lo dará la posición que el individuo mantenga con respecto a la apertura, es
decir, si quiere o no asumir, con su libertad, ese hecho. Lo más característico del hombre
demoníaco es su voluntad de aislamiento.
113
trabada en sí misma, no lo está por necesidad o por reflexión. No hubiera habido angustia
si el pecado hubiese venido al mundo por necesidad o por libre albedrío. Lo primero
sería una contradicción y lo segundo un absurdo, pues el libre albedrío no ha existido en
el mundo ni al principio ni después. Eso no es más que un producto de la mente que
quiere explicar a posteriori la decisión de la voluntad. Es una insensatez pretender
explicar lógicamente el salto cualitativo por el que vienen al mundo tanto el mal como el
bien. Ambos son fruto de la decisión de la libertad.
¿Cómo empieza el ser humano a ejercer su libertad? Kierkegaard analiza
pormenorizadamente los mecanismos de la decisión; pero teniendo bien en cuanta dos
cosas que ya ha dejado sentadas. Primera, que la libertad se presenta al hombre como un
campo infinito de posibilidades que se ciernen sobre la nada. Y segunda, que esa libertad
no es completa ni está actualizada. Por ser creada, es una libertad que está trabada en sí
misma –dice él–. Y además esa libertad es una facultad en germen que ha de ser
desarrollada. Aunque parezca contradictorio, el hombre es libre, pero tiene que llegar a
serlo. Nace con esa capacidad pero ha de desarrollarla mediante la decisión. El hombre
existe propiamente por la libertad. El simple hecho de nacer no es existir. Existir,
propiamente, es esa relación espiritual, consciente, interior, activa y libre que uno
mantiene consigo mismo y que se va logrando a golpes de decisión. El hombre aparece
desnudo en el mundo y, a diferencia de los animales, tiene que hacerse a sí mismo.
Existir es hacerse y esa tarea comienza con la elección de sí mismo. Este concepto tiene
en el pensamiento de Kierkegaard mucha importancia y en él, como en el resto de los
grandes problemas, destaca una vertiente religiosa al lado de otra psicológica o
metafísica. La autoelección y la referencia a Dios son los dos polos que configuran la
individualidad humana.
Cuando el yo se elige a sí mismo empieza a configurarse la personalidad que
madurará en la medida en que esa elección tenga hondura. El hecho de poder elegir da a
la naturaleza humana una dignidad única; también es verdad que da soledad porque en la
medida que uno se elige a sí mismo, se va haciendo diferente de los demás. Pero, sin
esta capacidad, el hombre no tendría esa potencia eterna de hacerse y aceptarse a sí
mismo:
114
elegido a sí misma; pues la grandeza no consiste en esto o en aquello, sino que
se encuentra en el hecho de ser uno mismo; y todo hombre puede serlo si lo
quiere (Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV: 161).
115
diferentes entre las que no cabe conciliación. Aquí se impone con todo rigor el principio
de no-contradicción. En cambio, la fílosofía moderna, sobre todo la hegeliana, suprime
este principio eliminando la decisión y tratando de unir y poner al mismo nivel las
distintas opciones. Todo es bueno, no hay por qué optar por una cosa y renunciar a otra;
mejor es quedarse con todo. Es ésta una expresión en el plano especulativo de lo que
puede ocurrir en la vida práctica. La filosofía moderna realiza una síntesis de contrarios
en el orden especulativo que otros realizan en la vida práctica. El filósofo especulativo
hace la mediación: todo está bien, todo tiene sentido y unidad perfecta. En cambio, el
hombre ético tiene que enfrentarse libremente a las cosas y elegir entre ellas. En el fondo,
la filosofía especulativa lo que hace es huir de lo desconocido, domesticando la realidad
mediante sus concepciones racionales. En cambio la libertad se enfrenta a lo desconocido
y lo va desbrozando a golpes de decisión. Y eso es lo arduo. Este contraste entre
razonamiento y libertad no existe para el pensamiento puro; por eso éste hace
mediaciones y síntesis; el contraste existe para la libertad; por eso ésta excluye aquéllas.
La filosofía se relaciona esencialmente con las esferas del pensamiento que son la lógica
y las leyes naturales. En ese ámbito reina la necesidad y por eso la mediación es legítima.
Pero esa mediación es relativa a un campo de la realidad, no a la totalidad de ésta; la
interioridad y la libertad escapan a esa necesidad:
La filosofía nada tiene que hacer con lo que puede llamarse el acto interior;
pero el acto interior es la verdadera vida de la libertad. La filosofía considera el
acto exterior, y, a su vez, no lo ve aislado, sino incorporado al proceso histórico
y modificado por él. Ese proceso es, en el fondo, el objeto de la filosofía y es
considerado por ésta bajo la determinación de la necesidad. Por eso la filosofía
desecha el pensamiento que intentaría significar que todo hubiese podido ser de
otra manera, considera la historia universal de tal modo que ya no existe el
problema de un aut-aut (Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV: 159).
La especulación elimina los actos libres y los reduce a actos naturales determinados
en el conjunto del devenir.
Para Kierkegaard, el motivo último por el que actúa la libertad no es una razón, sino
una pasión, impulso o creencia que trasciende aquélla. No es que el impulso sea
antirracional, sino que es captado por una intuición que desborda la razón. Sócrates no
pensó primero las pruebas de la inmortalidad para luego vivir conforme a ellas. Al
contrario, vivió ésta sin reservas como si fuera la suprema certeza arriesgando su vida en
ello. Y así es más bien su forma de vivir la que es una prueba de la inmortalidad del
alma; después de su vida es cuando se consolidan la razones de esa verdad. De igual
manera el cristianismo advierte que lo específico suyo no son razones, sino una libre
adhesión a la vida y mensaje de una persona. Lo específico cristiano está en la decisión.
Y esta decisión no es posible motivarla especulativamente; hacerlo sería diluirla… Pero,
para Kierkegaard, esto mismo se puede decir de toda decisión importante. Si, cuando
tomamos una resolución, la acompañásemos de comentarios exhaustivos explicando en
116
detalle su proceso, eso sería muy vistoso, pero traicionaría el halo de misterio que
envuelve toda decisión. En ésta, queda siempre oculto un reducto que es el fundamento
de esa decisión. El momento clave de una decisión no consiste en sopesar
cuantitativamente sus razones, sino que es un golpe de audacia en medio de la duda. La
razón nunca va a favorecer el riesgo que conlleva una decisión, más bien tiende a huir de
él. La libertad de elección, pues, exige coraje. No hay relación de proporción entre los
motivos y la decisión. Ésta supone un salto suprarracional sobre aquéllos. Y, cuanto más
importante sea la decisión, más riesgo exigirá. Los hombres, especialmente los filósofos,
hacen verdaderos ingenios para evitar la decisión, pero el acto de energía que ésta
conlleva nos convierte en otros hombres:
117
Kierkegaard propone tres estadios o concepciones de la vida ante las cuales el
hombre, más tarde o más temprano, tiene que enfrentarse. Cada una de ellas tiene su
propia estructura y autonomía. Entre ellas no hay continuidad y el sujeto ha de tomar
una resolución para instalarse en una de ellas y rechazar las otras. Un estadio es algo más
que un conglomerado de orientaciones sobre la vida:
118
El que vive estéticamente trata lo más posible de perderse enteramente en
el estado de ánimo, trata de ocultarse en él enteramente, de modo que no quede
en sí mismo nada que no pueda ser replegado en el estado de ánimo, pues tal
resto tiene siempre un efecto turbador: es la continuidad que quiere retenerlo.
Entonces, cuanto más vagamente aparece la personalidad en el estado de ánimo,
más está el individuo en el instante; y ésta es, una vez más, la expresión más
adecuada de la existencia estática: ella está en el instante. De ahí proceden las
enormes oscilaciones a que está expuesto el que vive estéticamente
(Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV: 206-207).
119
Este estar volcado hacia fuera, hacia la inmediatez, tiene su ventaja, porque huye de
las contradicciones y problemas internos que son algo esencial al hombre reflexivo; este
es el precio que se paga por crecer interiormente. Por eso el individuo estético es incapaz
de percibir el sufrimiento de otros; no puede empatizar con él porque carece de
interioridad; ésta le es tan extraña como un país extranjero.
Acorde con esta psicología del hombre estético, Kierkegaard destaca en él otro rasgo
esencial: su incapacidad para elegir. Le gusta todo, quiere saborearlo todo. No quiere
elegir para no perderse nada. Pero esa huida de la elección debilita su alma. El hombre
madura tomando decisiones que lo comprometen. El esteta, huyendo de la
responsabilidad, se llena de melancolía y frivolidad. Para él, la vida es un desfile de
máscaras y ello es motivo inagotable de diversión; así nadie le conoce porque su
expresión es un engaño. Su ocupación consiste en conservar su escondite y así su
máscara es cada vez más enigmática. Es cierto que hay algo en todo hombre que le
impide ser transparente a sí mismo; pero esto se va despejando paulatinamente por
medio de la reflexión y las decisiones. El esteta no encara esa parte incógnita, sino que
juega a hacerse enigmático. Kierkegaard cree que debajo de esta actitud late una pasión
de aniquilamiento, un juego peligroso de destrucción de sí mismo. Al esteta le gusta dar
vueltas alrededor de la existencia y luego dejar que todo se derrumbe.
El esteta sabe muy bien cuáles son los núcleos de responsabilidad de la vida humana
y no sólo se previene contra ellos, sino que amonesta los demás en el mismo sentido. Por
eso hace fundamentalmente tres recomendaciones. Primera: no aceptar cargos públicos;
si se aceptan, uno se convierte en un engranaje más de esa gran máquina del Estado; se
tendrán títulos y honores, pero uno estará sujeto a esa cadena de la que es imposible salir
y estar libre. Segunda: ¡cuidado con la amistad! Ella es un peligro porque hace perder la
independencia. La amistad es una atadura, una carga. Lo cual no quiere decir que no
haya que tener contacto con los hombres. Hay que tener relaciones con los demás, pero
sólo hasta que nos sintamos atados. Conviene estar vigilante para cortar a tiempo, de
manera que esté siempre en las manos de uno abandonar una relación cuando se haga
pesada. Además, la válvula del olvido debe funcionar para prestar su función catártica. Y
tercera: evitar a todo trance el matrimonio:
120
dos traiciones recíprocas crean una satisfacción y contentamiento mutuos. Claro
que a este resultado se llega un poco más tarde, ya que el divorcio entraña
muchas y muy grandes dificultades (Kierkegaard, 1986, La alternativa, III:
278).
Al filo de esta actitud del hombre estético con respecto al matrimonio, Kierkegaard
elabora un amplio despliegue de las actitudes de aquél ante el amor, la mujer, el sexo y el
erotismo. Esto lo hace sobre todo en "In vino veritas", que es la primera parte de su obra
Etapas en el camino de la vida. Esa primera parte lo dedica al estadio estético y ofrece
muchas semejanzas con el Simposio de Platón; tanto que estuvo a punto de titularlo "El
banquete" o "La hora nocturna". Por allí desfilan una serie de personas que son el joven,
Constantino Constantius, Victor Eremita, el modisto y Juan el seductor. Todos ellos
exponen sus puntos de vista sobre el amor y la mujer coincidiendo en su visión estética.
De la mujer no hay que enamorarse; lo erótico consiste en amar a muchas, pero sin
dejarse atar por ninguna; es decir, gustar del instante embriagador que procuran las
cualidades femeninas, pero sin olvidar que esto es algo efímero. Todos ellos falsean la
esencia de la mujer y cada uno presenta los motivos estéticos por los cuales es preferible
no casarse.
El prototipo más cualificado de la vida estética es Don Juan. Kierkegaard le dedica
mucho tiempo penetrando finamente en su psicología. También analiza junto a él a
Fausto y el Judío errante. Pero el más representativo del estadio estético es Don Juan; en
él aparece en toda su hondura el tema nuclear de este estadio: el erotismo y la
sensualidad. No se sabe bien cuándo nació la idea de Don Juan, pero pertenece
claramente al cristianismo y, más en concreto, a la Edad Media. Don Juan es la
inspiración carnal del espíritu, el cual se concentra en la sensualidad y se enfrenta al resto
de sus otras fuerzas. Este es el caso típico de lo que dijo antes Kierkegaard, a saber, que
el cristianismo, al potenciar el espíritu y tratar de desvincularlo del cuerpo, lo que hizo
fue potenciar éste de modo indirecto. La sensualidad, separada del espíritu, adquirió
fuerza y autonomía propias:
121
Don Juan es pues el paradigma de lo demoníaco definido como sensualidad. Y su
mejor expresión es la música, pues es una figura etérea que aparece continuamente sin
adquirir una forma determinada. Es un hombre que está cambiando continuamente sin
llegar a la madurez. Con Don Juan, la sensualidad ha quedado establecida como principio
por vez primera en el mundo. A partir de él, el erotismo adquiere una nueva cualidad: la
seducción. La idea del seductor fue desconocida en Grecia y no podía ser de otra
manera. Allí la vida estaba definida por la categoría de lo individual; lo psíquico tenía una
preponderancia sobre lo sensual; el amor, por tanto, era psíquico, no sensual. Don Juan,
en cambio, es seductor de raíz; su amor no es psíquico, sino sensual, y éste, por
definición, es infiel, es pérfido. Don Juan no ama a una mujer, sino a todas, es decir, las
seduce. Y la suma de estas conquistas amorosas, entre las que no existe continuidad, es
lo que configura su vida.
La música es pues expresión de esta fuerza sensual de Don Juan que es siempre
inquietud jovial. Al lado de ésta, palidecen el pensamiento y la reflexión. Es una fuerza
demoníaca seductora. Don Juan no es para ser visto, sino para ser oído. Mozart ha
hecho, según Kierkegaard, la expresión más genial del Don Juan; sólo por esa obra
merece ser un clásico. En ella, la genialidad de Don Juan es absolutamente lírica, de un
lirismo sonoro que no podría representarse en otro arte como la arquitectura o escultura
porque implica muchos momentos. La unión de la idea y forma de la sensualidad, tal
como se realiza en el Don Juan de Mozart, es y será siempre única en su estilo. Es
imposible justificarla lógicamente, pues su línea trasciende los límites del pensamiento.
Kierkegaard hace un largo recuento de los males del hombre estético. Su vida
aparente, llena de movilidad y placer, oculta un espíritu lúgubre y desgraciado. Don Juan,
como los que hacen de la sensualidad el motor de su existencia, van dejando allá por
donde pasan un rastro de infelicidad y amargura. Juegan con los sentimientos de las
mujeres a quienes seducen y éstas quedan heridas por un mal irreparable. Son víctimas
de una pena reflexiva y oculta que las hace desgraciadas para el resto de sus vidas. Es
una pena que se mueve hacia dentro y actúa en lo profundo del alma. Pero tampoco el
alma del seductor queda inmune a este mal que comete con las mujeres. A poco que se
profundice en su psicología, aparece la angustia. La seducción es una huida de aquélla. Y
la fuerza de su sensualidad nace en medio de la angustia. También al esteta le falta fe. Va
a las cosas dando rodeos y saltado de una a otra sin comprometerse con ninguna. Es un
rebelde que se atiene a lo pasajero siendo inconsciente de lo que debe a Dios y al
prójimo. El asesor Wilhem, hombre honesto, le dice al esteta A a quien se dirige en forma
de carta:
122
en este mundo no puede ajustarse solamente al azar, y en el momento en que
haces de éste la cosa capital te olvidas completamente de lo que debes a tus
prójimos más inmediatos (Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV: 13).
Si la estética hace que un hombre sea inmediatamente lo que es, la ética hace que
ese hombre llegue a ser lo que debe ser. El hombre estético agota su vida en el presente
sin más proyección; por tanto su visión es relativa y limitada. Al no tener referencia, esa
vida se disuelve sin ser explicada. Además, la entraña de su acción se vuelca hacia el
exterior de forma ostentosa. En cambio, el hombre ético no tiene apariencia especial ni
da señales de algo extraordinario. El sentido de su acción y de su vida está en su interior;
hacia fuera puede parecer un sujeto mediocre; es en la conciencia donde se desarrolla la
trama de su vida. Un primer rasgo de la vida ética es la elección. El hombre moral tiene
ante sí todas las posibilidades, atractivos e invitaciones que el mundo le plantea. Es con
estos materiales con los que tiene que haberse para desarrollarse como sujeto moral. Y
para eso, ha de elegir. Toda esa marabunta exterior es un escenario en el que él ha de
desenvolverse, pero en el que tiene necesariamente que elegir. No todo vale igual, y lo
que vale, tampoco tiene el mismo valor. Es preciso discernir y luego comprometerse con
una decisión. El esteta elige gozar de todo cuanto la vida le muestra dejándose arrastrar
por la corriente. Al hombre ético se le plantea la elección: o el mundo con su dispersión o
el yo eligiéndose a sí mismo en contacto con las realidades externas. Este es el sentido de
la primera obra de Kierkegaard, O lo uno o lo otro, la alternativa entre el estadio estético
y el ético. Aquí no valen mediaciones ni síntesis a la manera hegeliana. Es preciso elegir
entre una u otra.
¿Con qué criterio elige el hombre moral entre las diversas posibilidades que se
ofrecen? No con el del placer o el mero provecho, ciertamente. Estos eran los criterios
del esteta. El criterio es el del bien que mira a su propia realización superior:
123
Por el contrario, el que se elige a sí mismo éticamente, se elige
concretamente como tal individuo preciso, y obtiene esta concreción porque la
elección es idéntica al arrepentimiento, que sanciona la elección. El individuo
tendrá entonces conciencia de ser ese individuo preciso, con esas capacidades,
esas disposiciones, esas aspiraciones, esas pasiones, influido por un ambiente
preciso, resultado preciso de un ambiente preciso. Pero, al tomar así conciencia
de sí mismo, acepta todas esas cosas bajo su responsabilidad. No titubea para
saber si tiene que aceptar o no una responsabilidad; pues sabe que hay algo
superior que se perderá si no lo hace (Kierkegaard, 1986, La alternativa, IV:
225).
124
como sujeto particular. Es decir, obra como un modelo válido para todos los hombres,
pero su acción es algo particular que le define y configura como individuo. En sí misma,
la ética es un conjunto abstracto de leyes y deberes. Sólo cuando un individuo particular
cumple con esos mandatos, la ética se realiza. Este es el secreto dé la conciencia: que la
vida individual encierra en sí misma lo general:
125
indica siempre que el individuo no se encuentra sino en relación externa con el
deber. Él se ha revestido con el deber, que es para él la expresión de su
naturaleza más íntima. De ese modo, orientado en sí mismo, ha profundizado lo
ético y no quedará sin aliento cuando se empeñe en cumplir sus deberes. El
individuo verdaderamente ético experimenta por lo tanto tranquilidad y
seguridad porque no tiene al deber fuera de sí mismo, sino en él (Kierkegaard,
1986, La alternativa, IV: 228-229).
126
Pero arrepentirse no es un movimiento positivo hacia el exterior o hacia
cualquier cosa, sino un movimiento negativo hacia el interior; no cualquier cosa
que produzcamos, sino el hecho de dejar, automáticamente, que nos ocurra
cualquier cosa (Kier-kegaard, 1986, Etapas en el camino de la vida, IX: 438).
127
Por tanto, cuando el hombre obra éticamente hace lo que tiene que hacer, sin que
ello, al menos inmediatamente, tenga nada que ver con Dios. La ética se convierte así en
el límite y contenido de la vida, guardando su autonomía frente a cualquier otra instancia,
incluida la religión. Por tanto, si un hombre se sale de la ética para amar a Dios, desvaría.
Aquí es donde el caso de Abraham adquiere todo su patetismo. Al estar dispuesto a
obedecer a Dios sacrificando a su hijo, se convierte en el hombre más religioso pero, a la
vez, también en el más inmoral. Tuvo una revelación especial de lo que era para él
personalmente la voluntad divina. Es de suponer que le asaltó la duda de seguir la ley
moral, válida para todos, o de seguir ese especial mandato señalado para él. Optó por lo
segundo, y al hacerlo, se convirtió en el hombre más religioso e inmoral. Aquí se dio
efectivamente una alternativa radical: o la ética o la religión. Para Kierkegaard es evidente
que esto no se plantea casi nunca a los hombres. Sólo excepcionalmente a algunos entre
los cuales él cree encontrarse. Pero, para el común de los mortales, la religión no tiene
por qué renegar de la ética. Ésta es lo general que obliga a todos como ley natural que es.
La ética, pues, descansa en sí misma, es esencialmente autónoma; nada exterior le sirve
de "telos" o fin, sino al revés, ella misma es el fin de lo que está fuera (Kierkegaard,
1986, Temor y temblor, V: 146). La tarea del hombre normal es cumplir con la ley moral
válida para todos. Para Kierkegaard mismo, el hombre que en moral quiere ser una
excepción apartándose de lo general, se sale de la ley, alejándose de su destino humano.
Por tanto la religión no puede abolir la ética, sino asumirla plenamente y hasta hacerla
más fuerte. En todo caso, imprime en ella una nueva dimensión. Kierkegaard pone el
ejemplo del matrimonio. Éste es un campo de compromiso y realización ética. El deber y
fidelidad matrimonial, idénticos para todos los hombres, son elevados por la religión al
rango de compromiso religioso. Es lo que con palabras muy concretas expresa
Kierkegaard: la bendición nupcial refiere a Dios la pasión amorosa y la decisión
matrimonial. Y eso no altera la naturaleza del erotismo ni la del compromiso matrimonial
que son incorporados a una concentración superior. Lo religioso no altera pues la esencia
de la pasión amorosa y del matrimonio:
Kierkegaard aplica este mismo criterio al resto de las realidades éticas y temporales:
el trabajo, la amistad, los deberes familiares, profesionales, etc. Todos ellos permanecen
en lo que son, pero adquieren una nueva dimensión cuando se los refiere a Dios. No sólo
128
no quedan negados, sino que salen dignificados.
Pero ¿cuál es la naturaleza de lo religioso frente a lo estético y lo ético? Dos son,
para Kierkegaard, las notas definitorias de lo religioso, la interioridad y el sufrimiento.
Respecto a la primera, es preciso decir que el ámbito de cada estadio se identifica
relacionándolo con el criterio de la exterioridad y la interioridad. El resultado estético
reside en lo exterior; así el héroe triunfa, el seductor conquista a las mujeres, el político
arrastra multitudes, etc. En cambio, el resultado ético es menos perceptible al exterior; el
deber cumplido a veces trasciende al exterior y a veces no. Lo religioso interioriza más lo
ético. El espíritu religioso reduce lo exterior a la indiferencia para poder conquistarse a sí
mismo. Y el sentimiento religioso, indiferente hacia lo externo, sólo está garantizado por
el sentimiento íntimo:
El hombre religioso intenta agradar a Dios cuando obra. Pero ¿qué le agrada a Dios?
No el tener éxito o dejar de tenerlo; tampoco el conocimiento o la ignorancia, tener
dinero o carecer de él. Todo depende de la actitud interior con que maneja esas cosas. El
espíritu religioso se preocupa fundamentalmente de valores internos como la paz, la
tranquilidad del alma, hacer el bien. No le preocupa tanto llegar a buen fin como poner
de su parte para que éste llegue. Sabe que no está en sus manos conseguir las cosas por
encima de todo. Le importa agradar a Dios sin mirar resultados.
Pero esta interioridad del espíritu religioso no se cierra en un solipsismo. El hombre
religioso no está sólo; está siempre en la presencia divina. He aquí un rasgo estructural de
la actitud religiosa: contar siempre con lo divino y referirlo todo a él. La religiosidad es
interioridad y ésta es relación del individuo consigo mismo delante de Dios. El hombre
estético, a fuerza de sumergirse en la sensibilidad, acaba diluyéndose en la vida
impersonal. En cambio, el hombre religioso transforma el mundo, sus quehaceres,
preocupaciones, etc., en un motivo de autoperfeccionamiento diluyéndose todas esas
cosas y permaneciendo él mismo fortificado. A pesar de la intimidad con lo divino, el
hombre religioso no puede tener una relación directa con Dios. Ya lo dijo antes
Kierkegaard y lo seguirá diciendo cuando por una u otra causa aflore este problema que
es una constante en su pensamiento:
El lector hará bien en recordar que una relación directa con Dios es estética
y por tanto no es propiamente una relación con Dios, como tampoco una
relación directa con el absoluto es una relación con éste porque no se produce la
diferenciación de lo absoluto. En la esfera religiosa, lo positivo se reconoce por
129
lo negativo. La suprema euforia de una dichosa inmediatez donde se exulta de
alegría por el pensamiento de Dios y de toda la existencia es muy grata, sin
duda, pero no es edificante y tampoco es esencialmente una relación con Dios
(Kierkegaard, 1986, Post-scriptum definitivo y no científico…, XI: 242).
130
sí que lo es de la reflexión religiosa. Y ésta asume esas realidades, con lo cual otorga al
hombre una dimensión más profunda. La poesía no reconcilia tan fácilmente con la vida
como se cree; aquélla no sabe qué hacer con la enfermedad, la miseria, la desgracia…;
para ella sólo la salud, la riqueza… son amables. En cambio la religión toma el dolor y la
enfermedad en toda su hondura y hace de ellos un medio de relación con Dios y de
autoperfección:
131
esta transformación es la muerte de la inmediatez. Ella opera lentamente; pero,
al fin, este hombre se sentirá absolutamente cautivo de la idea de Dios. Porque
tener la idea absoluta de Dios no es tenerla de paso, sino tenerla a cada
instante… El espíritu religioso se encuentra en el mundo finito como un niño
impotente; quiere guardar absolutamente su idea de Dios, pero este esfuerzo
justamente le anonada (Kierkegaard, 1986, Postscriptum definitivo y no
científico…, XI: 172-173).
Es terrible para este hombre su anonadamiento ante Dios, sabiendo que en esa
relación con lo divino no es posible la reciprocidad. El hombre religioso está suspendido
entre el cielo y el abismo. No puede volcarse en el mundo porque su alma ha picado el
anzuelo del absoluto. No está aquí ni allí. Ese Dios al que ha entregado su vida no puede
ofrecer su rostro, con lo cual se siente nada. La idea de Dios le consume como el fuego.
Por si fuera poco, el hombre religioso, según Kierkegaard, después de haberse
vinculado así a Dios, no está seguro y le asaltan las dudas. En esa entrega no cabe
seguridad. La duda es el acompañante de tan generosa donación. La duda religiosa es
una tribulación espiritual que padece el hombre cuando lleva una intensa relación con
Dios. A pesar de todo, hay un transfondo de alegría en medio de tanto sufrimiento, pues,
a través de éste, se vislumbra la transformación a la que conduce. El hombre religioso
está alegre cuando sufre y corre peligro; y esa es su grandeza. Esta posibilidad no está
reservada para unos pocos, sino que lo está para cualquier ser humano que desee acceder
a ella.
Lo dicho sobre la religiosidad hasta ahora, pueden compartirlo todas las religiones.
La interioridad y el sentido del sufrimiento son estructurales a la actitud religiosa. De
nuevo el cristianismo hace ahora acto de presencia, e igual que en los estadios anteriores
no anulaba los valores de la estética y la ética, sino que los asumía en orden a una
concentración superior, igualmente ahora hace suya esta religiosidad dándole un sentido
diferente. Otra vez se plantea la alternativa sin tener que renunciar a lo positivo del
estadio anterior. El cristianismo, sin anular la religiosidad natural, se desmarca de ella y
apunta a otra diferente. Kierkegaard distingue, pues, dos tipos de religiosidad, que él
denomina A y B. La religiosidad A es la que sigue el plan de la naturaleza tal como se
constata en las religiones y consiste en la dialéctica de la interiorización sin fin. En
cambio, la religiosidad B o religiosidad de la paradoja, que es el cristianismo, no consiste
en la profundización dialéctica, sino en la transformación de la existencia conforme a un
132
hecho histórico externo: la existencia de Cristo:
133
religiosidad A es superior a la religiosidad B, puesto que aquélla es la religiosidad
de la inmanencia; pero entonces ¿por qué se llama cristiana? El cristianismo no
quiere contentarse con ser una evolución en el cuadro de la categoría total de la
naturaleza humana; tal compromiso es demasiado débil para ser ofrecido a Dios;
el cristianismo tampoco se cree que él es la paradoja para el creyente a fin de
darle enseguida poco a poco y bajo cuerda, la inteligencia de su doctrina; porque
el martirio de la fe –que consiste en sacrificar a la razón– no es el martirio de un
instante, sino aquel en que se persevera (Kierkegaard, 1986, Post-scriptum
definitivo y no científico…, XI: 241).
134
con su deber. Con el caballero de la fe ocurre algo excepcional. En él se identifican
también deseo y deber, pero se le pide que renuncie a los dos. Lo paradójico es que tiene
que salirse de lo general, del deber, para cumplir lo que le pide la fe. Por tanto, es un
camino totalmente solitario. Y esto crea una angustia terrible. El héroe trágico renuncia a
sí mismo para expresar lo general. El caballero de la fe, por el contrario, renuncia a lo
general para convertirse en individuo. Él sabe lo reconfortante que es pertenecer a la
esfera de lo general; allí se es entendido y alabado por todos. Un hombre que da la vida
por otros es venerado por éstos. Pero el caballero de la fe sigue por un camino donde no
tiene compañeros de viaje. Más bien se le toma por un loco:
135
le quedaba alguno, podían muy bien preguntarse: "¿Qué ha hecho Abraham?
Después de aguardar años y años, casi una eternidad, consigue un hijo y hete
aquí que ahora se dispone a sacrificarlo. ¿No está acaso loco de atar? ¡Si, al
menos, pudiera darnos una explicación! Pero no, lo único que hace es repetir
que todo ello es una prueba". Y, la verdad, el viejo patriarca no podrá dar
ninguna otra explicación, porque su vida era como un libro bajo secuestro divino
que en ningún momento podía hacerse publici juris (Kierkegaard, 1986, Temor
y temblor, V: 167).
136
especulativas; y el cristianismo no es eso, sino una adhesión existencial a una persona, el
Dios hecho hombre. Y, para esto, da lo mismo ser sabio que ignorante; los dos tienen que
dar el mismo salto en la fe. El cristianismo no se sitúa pues en el nivel de la inteligencia o
comprensión, sino en el de la libre voluntad de aceptar la paradoja, con lo que eso
implica para la propia existencia. Por eso Kierkegaard, consciente del peso que ejerce la
especulación en la cultura de su tiempo, y justamente para contrarrestarla, denomina al
cristianismo, comunicación existencial. Si éste no es una doctrina, sino un mensaje
existencial, no le es indiferente la persona que lo expone. Un profesor puede explicar
maravillosamente una doctrina sin implicarse en ella. Y esto es lo que no puede ocurrir
con el cristianismo; si éste no se reduplica, es decir, si no se vive existencialmente lo que
se sabe de él, entonces se convierte en una farsa. El cristianismo no instituye docentes,
sino imitadores; por eso la Sagrada Escritura no busca informar sino transformar al
hombre por el seguimiento personal de Cristo. En este punto, la vivencia cristiana se
asemeja a la socrática. En el socratismo, la virtud no se enseña, no es una doctrina, sino
que es un don, un practicar, una transformación existencial. Por eso no puede ser
aprendida como se aprende una lengua o un sistema de conocimientos, sino que ha de
ser buscada en uno mismo de forma personal e intransferible. Pues lo mismo la fe
cristiana.
La especulación rechaza pues el carácter subjetivo del cristianismo. Si el
especulativo es al mismo tiempo creyente, sabe que la especulación no puede tener la
misma importancia que la fe cristiana. Él no puede fundar su felicidad eterna sobre la
especulación; a ésta no le interesa la felicidad personal de nadie, sino sólo las doctrinas de
carácter general. La especulación es objetiva y en ella no entra la verdad del existente. En
cambio la verdad cristiana es subjetiva, es la interioridad de la fe. Conocer
científicamente los términos de una confesión de fe es paganismo, pues el cristianismo es
interioridad. Si la verdad cristiana no se vive como una llamada personal al compromiso,
es algo inútil e incompleto. El cristianismo es esencialmente subjetividad que no se deja
atrapar en la especulación objetiva; es interioridad; por tanto, el que lo investiga tiene que
estar en la subjetividad.
Kierkegaard destaca cómo Sócrates elude hacer ciencia con sus discípulos y lo que
practica con ellos es un diálogo en orden a descubrir la verdad subjetiva de cada uno,
para luego comprometerse existencialmente con ella. Lo que hizo Platón después fue
hacer ciencia y sistema, eludiendo el compromiso personal. Eso mismo es en la opinión
de Kierkegaard lo que se ha hecho con el cristianismo. Al principio, en sus orígenes, se
manifestó como una manera heroica de vivir; tanto que la mayoría tuvo que sufrir
persecuciones por ello. Entonces se vivió en plenitud. Pero luego se operó el cambio de
la vivencia a la doctrina.
Tomad el cristianismo. Vino como vida, como puro heroísmo que arriesga
todo por la fe. El cambio se opera esencialmente a partir del momento en que
empieza a ser planteado como una doctrina. Era pues una teoría; se trataba
acerca de lo que había sido vivido. Pero todavía subsistía alguna fuerza vital y
137
es por lo que, a veces, se daba una lucha a muerte acerca de la doctrina y los
dogmas. Sin embargo la determinación adecuada de la existencia fue cada vez
más la doctrina. Todo llegó a ser objetivo. Eso es la "teoría" del cristianismo.
Vino luego un período en que se creía que la vida se producía por la teoría; fue
el tiempo del sistema, la parodia. Y en nuestros días, el proceso se ha
consumado. El cristianismo deberá recomenzar como vida (Kierkegaard, 1961,
IV: 324).
Kierkegaard cree que, para Sócrates, la filosofía era aún una vida; para Platón, por
el contrario, llegó a ser una doctrina, dando un salto a otro orden de cosas; es decir, la
filosofía llegó a ser ciencia. Y pensamos que Sócrates, el maestro, fue inferior al
discípulo. Otro tanto ocurre con el cristianismo; para los primeros cristianos era todavía
sólo una vida; después progresa y se hace teología, ciencia. Y se piensa que lo primero es
inferior a lo segundo. Lo que quiere Kierkegaard es invertir el valor de ambos procesos:
es superior el compromiso existencial al conocimiento científico.
Pero si la verdad cristiana no busca razones, ¿de dónde le viene su apoyo? De la
autoridad; el cristianismo, mensaje existencial, es introducido en el mundo por revelación
divina. Esto no quiere decir que no tenga un objeto de conocimiento objetivo; aquí,
objetivo es aquello que dice el que tiene autoridad. La objetividad está referida al
mensaje divino, no a la capacidad de verdad humana. Dios se sirve de algunos hombres,
empezando por su propio Hijo, para transmitir con autoridad su mensaje. Esa autoridad
no es propia de esos hombres, sino delegada por Dios.
138
Para los griegos, por tanto, la fe es un concepto que pertenece a lo inteligible, pero de
segundo orden, porque se refiere a lo verosímil y no engendra certeza. Pero el Nuevo
Testamento invierte el valor de estos conceptos. El cristianismo eleva la fe a un rango
superior a la inteligencia, dándole además una acepción distinta: la fe es la aceptación de
la paradoja. Es decir, esta aceptación de lo inverosímil lleva consigo la más alta certeza:
la conciencia de eternidad que nos pide sacrificar todo. Esta conciencia en que nos instala
la fe está por encima de todo saber y sentir. Y esa fe firme es la que fue ralentizándose
cuando el cristianismo, por obra del neoplatonismo y de san Agustín, aceptó que la
ciencia o "epistéme" está por encima de la "pistis" o creencia. Desde entonces, ha habido
una nostalgia de la ciencia, como si la fe fuera algo subjetivo y cercano a la ilusión; y
como si, para estar seguros de ella, hubiera que anclarla sobre la ciencia. De ésta nadie
dudaba, de aquélla sí. Y este pensamiento ha estado siempre latente en filosofía. Pero,
para Kierkegaard, es aquí donde se muestra una vez más el carácter paradójico de la fe
cristiana:
139
responder a las dudas de la fe, no la razón. Porque las objeciones contra la fe no vienen
de los argumentos racionales, sino de la actitud existencial; en el ámbito de ésta, la
objeción se llama duda. Las dudas nos afectan en el orden de las cosas temporales y en
el de la fe. Cuando pensamos en el mundo, en nuestra propia vida, nos asalta el temor.
La incertidumbre del devenir es asombrosa: no sabemos qué será de nosotros, de nuestra
soledad, trabajo…; no sabemos qué será del destino de los que nos rodean, de la marcha
de la sociedad… Frente a esto no tenemos certeza intelectual sino existencial. Y, gracias a
ella, seguimos adelante. Pues bien, la certeza de la fe también es de este tipo, es decir, es
existencial. Ahora se comprende la actitud del escepticismo: éste sólo admite la
percepción inmediata y niega toda posibilidad de salir de esa incertidumbre del devenir.
Eso es lo que niega la fe y por eso se contrapone al escepticismo.
140
Este es el punto de Arquímedes de la fe. Cuando vemos que en el mundo hay
injusticia y por eso deducimos que existe una justicia fuera de él, entonces actúa el
silogismo de la fe. La negación de la comprensión de lo que ocurre en el mundo, nos
lanza fuera de él. Lo que ha hecho el racionalismo ha sido hacer de la fe un punto más
en el mundo; por eso ha pasado a formar parte de la historia como una fase más en el
desarrollo del pensamiento. Pero si la fe no se adecua al orden racional, no puede ser
insertada en éste, sino que queda fuera. Y no por eso ha de ser desechada. La paradoja
de la fe forma una categoría aparte, inexplicable racionalmente. El error de la ciencia ha
sido desechar a priori lo que se le mostraba a primera vista ininteligible. Eso es un error
básico. La ciencia humana tiene que reconocer desde el principio que hay cosas que no
puede comprender. Y si no quiere reconocer esto, entonces todo es confusión. Si la
ciencia se enfrenta a la paradoja, ésta no tiene por qué partir con desventaja pidiendo
condescendencia a la ciencia como si ésta tuviera la credencial de la verdad y perdonase
la vida a la fe. "La paradoja no es una concesión, sino una categoría, una determinación
ontológica que expresa la relación de un espíritu existente y conocedor con la verdad
eterna" (Kierkegaard, 1961, II: 93). Es una opinión superficial pero muy extendida
aquella que dice que la paradoja no es un concepto y que es esencialmente absurda.
También la vida es paradójica y no por eso es absurda. La paradoja es un concepto de
otra clase y, como tal, debe ser comprendido:
141
diversos campos de conocimiento: la fe, la ciencia y la duda.
Después de toda esta trayectoria, Kierkegaard, de forma decidida e inmisericorde,
arremete contra los intentos de conciliación de fe y razón que han tenido lugar en la
historia de la filosofía. Querer hacer plausibles racionalmente los misterios de la fe es
desvirtuar éstos. Kierkegaard hace suya a este respecto la tesis de Hamann: "así como la
ley abolió la gracia, el comprender abolió el creer". Él dirá que hay que comprender que
no se puede comprender la fe. Es lo mismo que el absoluto, no se pueden dar razones de
él. El salto de la fe es una "metabasis eis allo genos", un cambio a otro orden de cosas,
donde no puede entrar la razón como si estuviera en su propio terreno. El interés de la fe
es buscar una decisión; el de la razón es el de tener una deliberación abierta. Tocante a la
fe, la razón debe adquirir un papel meramente instrumental, de ayuda coyuntural.
Desde una perspectiva más concreta, Kierkegaard critica despiadadamente los
argumentos racionales que la teodicea ha esgrimido para probar la existencia de Dios.
Una existencia o se da o no se da; no es cuestión demostrable. El argumento ontológico
es pura tautología y lo que falla en él es la distinción entre el ser ideal y el ser de hecho.
"Si yo hablo del ser desde el punto de vista ideal, no hablo del ser, sino de la esencia"
(Kierkegaard, 1986, Migajas filosóficas, VII: 40). El que da la pista de la actitud ante
este argumento es san Anselmo, que se dirige fervorosamente a Dios antes de ponerse
intelectualmente a probar su existencia. Es decir, da por hecho lo que va a intentar
demostrar. No parece muy coherente esta actitud, científicamente hablando. Y si esta
suerte corren los argumentos racionales en Kierkegaard, peor aun los históricos. Éstos
son meras aproximaciones que no tocan la esencia de las realidades de la fe. ¿Se puede
llegar a saber algo, a través de la historia, acerca de la divinidad de Cristo? Quizá más
bien es lo contrario. Cristo fue un auténtico escándalo para los hombres de su tiempo y
para otros muchos. La cuestión de si Cristo es Dios se le presenta al hombre no como
una posición de influencia histórica, sino como una decisión de creerlo:
Pero la fe como instancia opone una réplica más extrema contra todo
intento de pretender acercarse a Jesucristo, sabiéndolo con la ayuda de lo
tomado de la historia, que ha conservado las consecuencias de la vida de Cristo.
La protesta de la fe es que todo este intento es una blasfemia… "La historia",
dice la fe, no tiene nada que hacer con Jesucristo; con relación a Él solamente
se posee la historia sagrada (la cual es cualitativamente distinta de la historia en
general), que relata el palmarés de su vida en la situación de la humillación y
que, a la par, Él dijo ser Dios. Él es la paradoja que la historia jamás podrá
condimentar o transmutar en un silogismo corriente (Kierkegaard, 1986,
Ejercitación del Cristianismo, XVII: 29).
Con relación a un hombre cualquiera, sí vale lo que las consecuencias, las obras, su
ejemplo, su pensamiento…, digan acerca de su naturaleza. Pero esto no vale para la
divinidad de Cristo. Ésta queda incólume diga lo que diga la historia. La fe dirá que la
historia no puede entender ni antes, ni después, ni nunca la paradoja del Dios hecho
142
hombre. Por último, Kierkegaard arremete igualmente contra el intento de fortificar la fe
con los argumentos de la hermenéutica escriturística que, en su tiempo y por obra de
Schleiermacher, comenzaba a revolucionar la teología. La decisión de la fe puede ser
ayudada de esas investigaciones, pero éstas nunca podrán ser argumento decisivo en
favor de aquélla.
143
espíritu que habría de tomar cuerpo en el existencialismo. Heidegger encuentra en
Kierkegaard la concepción general de la existencia, a la que dota de una técnica
conceptual. Heidegger toma de Kierkegaard la necesidad de aminorar el aspecto objetivo
del existir humano. Propiamente, no puede definirse al hombre: la existencia es
subjetividad, libertad, capacidad de elección, sucesión discontinua de actos. Además
rechaza la concepción de la existencia humana vista desde fuera. Hay una diferencia
entre ambos a pesar de su pleno acuerdo en este problema. Y es que mientras
Kierkegaard concibe la existencia humana en una radical soledad, pero referida a Dios,
Heidegger sustituye a ese Dios por el mundo, siendo éste el tope de nuestra subjetividad.
En esta misma línea son asumidas y descristianizadas las categorías existenciales de
Kierkegaard: subjetividad, salto, pasión, discontinuidad, devenir, soledad y tensión
subjetiva. En cuanto al tema de la angustia, Heidegger asume el núcleo de esta realidad
tal como lo describe Kierkegaard: angustia es lo que rompe lo inmediato y hace aflorar el
retorno hacia la interioridad subjetiva; hay una diferencia entre ambos: la angustia en
Kierkegaard es un hecho psicológico y en Heidegger está ligada a un hecho cósmico. Y
este mismo acuerdo y diferencia se ve en el concepto de pecado, que, para Kierkegaard,
es la afirmación de sí mismo que hace al hombre en frente o aparte de Dios; mientras
que, para Heidegger, la culpabilidad del Dasein es anterior a toda relación o acción y
consiste en estar sellado por la nada. Tanto para uno como para otro, la culpabilidad o
pecado consiste en la voluntad de exaltar la finitud. Otro tanto habría que decir del
acuerdo y desacuerdo de ambos respecto a los conceptos de temporalidad, instante y
verdad. Y es que la actitud religiosa de Kierkegaard es la línea que establece la división
entre ambos, que, por lo demás, están de acuerdo en el contenido de las categorías
existenciales (Waelhens, 1952: 338 y ss.).
Esta diferencia entre Kierkegaard y Heidegger por su postura religiosa no se da entre
Kierkegaard y Jaspers. En este sentido Jaspers es el filósofo existencialista más cercano a
Kierkegaard por compartir ambos la trascendencia de Dios y su repercusión en la libertad
humana. Pero lo más característico del pensamiento de Kierkegaard, la subjetividad,
influye en la "cifra" de Jaspers, que es profundamente subjetiva, aunque ésta no tenga
ningún criterio de verdad, si no es la acción interior del ser-sí-mismo. Dufrenne y
Ricoeur consideran influyente en la teoría de la "cifra" de Jaspers la contemplación que
hace Kierkegaard del Cristo doliente como cifra o manifestación de Dios (Dufrenne y
Ricoeur, 1947: 247). En este sentido, la teoría de la cifra vendría a ser como una
secularización de los dogmas cristianos; pero, por otro lado, sería una vuelta de la
meditación kierkegaardiana hacia la realidad absoluta (Muga, 1965: 184-185). También la
importancia del concepto de fe es algo que recibe Jaspers de Kierkegaard dentro de la
tradición protestante que remonta a Lutero. Kierkegaard, en su polémica contra el
idealismo racionalista, entendió la fe como una nueva dimensión frente a la razón y al
ser. Es como si, desde Perménides hasta Hegel, hubiera triunfado este principio: "El
pensamiento es el ser"; contra el cual, Kierkegarrd levanta este otro: "la fe es el ser";
"como crees, así eres". Pero la fe filosófica de Jaspers no es exactamente la de
Kierkegaard. La fe kierkegaardiana es esencialmente religiosa, mientras que la de Jaspers
144
es metafísica.
En cuanto a la influencia de Kierkegaard en Gabriel Marcel, éste mismo nos da la
pauta. Al principio de su pensamiento, esa influencia fue inexistente. Pero la lectura de
Post-scriptum definitivo y no científico a las "Migajas filosóficas" de Kierkegaard
despertó en él una profunda resonancia. El punto máximo de encuentro entre ambos es el
rechazo del idealismo que Kierkegaard lo expresa en el desencanto al oír a Schelling en
Berlín. Ambos entienden que el hombre, el sujeto, no puede ser absorbido en una
totalidad; pero, por otro lado, el individuo no puede quedarse clausurado en sí mismo, en
un mero discurrir psicológico. El propio Marcel lo expresa con sus palabras:
Ese móvil religioso es el que libra al individuo tanto de su disolución en el todo como
de su enclaustramiento en sí mismo. Ese móvil se encarna en la religación a Dios cuya
plasmación directa es la experiencia de Cristo en la vida cristiana. En esta misma línea, el
concepto de la intersubjetividad de Gabriel Marcel sería ininteligible sin la religación del
hombre a Dios en Kierkegaard. Cuando Marcel subraya tanto la intersubjetividad, lo que
hace es salvaguardar la autenticidad del "Tú" absoluto, por oposición a toda
representación objetivadora. Pero, por otro lado, cuando se habla del Tú, se corre el
riesgo de convertirlo otra vez en objeto, con lo cual caemos en contradicción con
nosotros mismos. La solución no es hablar del "Tú", sino hacer hablar al Tú y crear así
el espacio existencial en el que los sujetos estén como en tensión los unos con los otros.
La relación del yo con el Tú absoluto en Kierkegaard es plasmada por G. Marcel,
"mutatis mutandis", en la relación de los seres humanos entre sí.
La influencia de Kierkegaard en Sartre refleja la secularización de unas categorías
existenciales que fueron alumbradas en la experiencia religiosa del primero; pero el propio
Sartre reconoce una identidad de experiencias que trascienden la dimensión religiosa
kierkegaardiana. He aquí las propias palabras de Sartre:
145
Al leer a Kierkegaard me remonto hasta mí mismo; quiero caparlo a él, y es
a mí a quien capto. Esta obra no conceptual es una invitación a comprenderme
como fuente de todo concepto. Así, al encontrar sus propios límites, el saber de
muerto no desemboca en la ausencia, sino que retorna a Kierkegaard, es decir, a
mí. Yo me descubro como existente irreductible, como libertad que ha llegado a
ser mi necesidad. Comprendo que el objeto del saber es su ser en el modo
tranquilo de la perennidad, y, a la vez, que yo soy no-objeto, porque tengo que
ser mi ser. Mi ser es, en efecto, opción temporalizante y, por tanto, sufrida; pero
el carácter de este ser-sufrido es serlo en libertady, por tanto, tener que
proseguir la opción (VV. AA., 1980: 46-47).
La lectura que hace Sartre de Kierkegaard da en el blanco de lo que éste quiso: que
el lector, al leerle, se encontrara a sí mismo. La misión socrática de Kier-kegaard resalta
en este texto de Sartre. Kierkegaard afirma la singularidad irreductible de todo hombre a
la sociedad y a la historia, las cuales, indudablemente, condicionan al ser humano. La
lectura sartriana del pensamiento de Kierkegaard es un intento de esclarecimiento y
superación de este condicionamiento.
En una línea semejante discurre la influencia de Kierkegaard en el resto de los
existencialistas como Merleau-Ponty, Chestov, M. Buber, Levinas, Wahl… Hay que
recalcar sobre todo cómo se inspira en Kierkegaard un existencialismo del absurdo que
encarna sobre todo Camus y que será desarrollado en el capítulo siguiente. Y merece
unas palabras aparte el influjo de Kierkegaard en Unamuno. Destaca desde el principio
una semejanza en la formación religiosa y cultural de ambos. Unamuno acepta la
disyuntiva de Kierkegaard: o especulación o cristianismo, o vida éstetica o vida ética, o fe
o escándalo, aut-aut. No hay otro camino. La contradicción es una realidad en el seno del
individuo y Unamuno ordenará su vida y su pensamiento sobre tal contradicción.
También hereda Unamuno de Kierkegaard el fundamento irracional de su filosofía. Este
fundamento se opone al racionalismo hegeliano y dará origen al tragicismo: un tragicismo
proyectado por Unamuno en los hombres y en los pueblos y que seguirá la evolución
histórica por contradicciones; pero, principalmente, un tragicismo personal, cerrado, pero
no pasivo, que dará origen a su actividad tan heterogénea y a muchas contradicciones
existentes en su vida y en su obra. Entre los conceptos unamunianos con influencia de
Kierkegaard pueden citarse además de los ya referidos, el individualismo, la existencia, la
inmortalidad personal, el interiorismo de la verdad, la oposición a la filosofía y teología
especulativas, principialmente la hegeliana, y el rechazo de la Iglesia oficial (Oromí, 1943:
73).
Por último, cabe mencionar la influencia de Kierkegaard en la literatura; autores
como Rilke, Ibsen, Kafra, Strindberg, Frisch, G. Greene… muestran las huellas del
pensamiento kierkegaardiano en sus escritos.
146
147
3
Los pensadores del absurdo
148
lenguaje de la ironía era, como ya avanzó Voltaire, "pues si este es el mejor, ¡cómo será
el peor!".
Como para el Ivan Karamazov de Dostoievsky, se extendió la idea de que si el mal
era necesario a la creación divina, entonces la creación era inaceptable. Después, el
totalitarismo, la bomba atómica y el holocausto, contribuyeron a hacer perder la creencia
en un Dios sabio y omnipotente que dirigiera la historia en bien de todos. La rebelión
contra la realidad que nos rodea comenzó a adoptar formas nuevas. El absurdo y el
surrealismo sustituyeron el antiguo e ingenuo realismo y destruyeron cualquier pretensión
de estabilidad (Tarnas, 1997: 387). En el arte tenía cabida lo fortuito y lo espontáneo. La
nueva lógica estética admitía la incoherencia y la yuxtaposición, lo trivial y lo fracturado.
La inteligibilidad y el significado, incluso la belleza, se convirtieron en convenciones que
destruir y el ocaso de los héroes también se verificaba en el terreno literario.
Dostoiewsky, en sus Apuntes del subsuelo (1864), ya había dado la palabra a un ser
mezquino que rechazaba toda relación con la vida por considerarla adversa (Blanch,
1995: 130 y ss.). Lo degradante y lo deforme, la deserción y la cobardía sustituyeron las
viejas cualidades de los héroes. Incluso hablar del sujeto se convirtió en una metáfora
engañosa, como es el caso de S. Beckett.
En el mundo contemporáneo, el peso que han adquirido las filosofías del absurdo se
enmarca en esta cultura del desengaño y de la sospecha. Nietzsche (Aurora, II) advertía
que "todo lo que pervive durante mucho tiempo se ha ido cargando poco a poco de
razón, hasta el extremo de que nos resulta inverosímil que en su origen fuera una
sinrazón". A lo largo del siglo XX, cobraron fuerzas las tendencias que buscaban expresar
no lo noble y lo elevado, sino sondear la sinrazón, las aguas turbias y el pozo sin fondo
del ser humano: lo demoníaco, la muerte y lo irracional. Schopenhauer, Nietzsche y
Kierkegaard ya habían vuelto su mirada a las sombras de la existencia y habían
desenmascarado los falsos sistemas, aquellos que se protegen con la coraza de una forma
tan ordenada como artificial, con una tradición o una costumbre, del reconocimiento
lúcido de una realidad azarosa y amenazante. Ahora de nuevo, el miedo y la angustia, el
deseo y los temores, los conflictos y las contradicciones querrán más que ser resueltos,
ser explorados. Y esa exploración, a veces exige una decidida voluntad de evitar la
mentira y los disfraces, de no ocultar los fracasos. Por ello, la sinceridad se considerará la
mayor de las virtudes, como ya Montaigne había resuelto y Nietzsche había recordado.
Pues se sabe que construir una narración lineal es menos una confesión que una
recreación a partir del olvido y así es preferible ensayar, buscar tentativamente. También
Rousseau en sus Confesiones buscaba la autenticidad, recorriendo los caminos oscuros
de la conciencia, que se redimen al convertirse en palabras, que se transforman cuando
se recuerdan, que se reconstruyen sobre las ruinas de los propios olvidos. Reconocía que
el sujeto personal era una construcción imaginaria y que: "hay momentos en que soy tan
poco parecido a mí mismo que se me tomaría por otro hombre de un carácter
enteramente opuesto" (Confesiones, libro III). Después, Kafka y Camus hablarán de
honradez y lucidez. Sartre de evitar a toda costa la mala fe. En todos ellos, la sinceridad
y la autenticidad se convierte en el signo distintivo del hombre libre, leal y valiente
149
(Nietzsche).
Entre los muchos problemas que son abordados por los pensadores del absurdo, se
presentarán aquí las preocupaciones centrales de la noción del absurdo en Camus,
recordando la naúsea en Sartre. No se abordará el teatro del absurdo (Ionesco, Beckett,
Genet, etc.), dada la amplitud de esta tendencia, que sobrepasa los límites de este libro.
Sí parece necesario presentar el universo dislocado de Kafka, uno de los pensadores más
emblemáticos del absurdo.
La obra de Kafka (1883-1924) refleja la profunda crisis del hombre actual, ante la
visión de una sociedad inhumana que él mismo ha creado, que convierte la vida en un
sueño absurdo. Esta crisis existencial, que se deriva de una insuperable fractura entre el
yo y el mundo, se afianzó antes en Kierkegaard y después en el existencialismo de Sartre
y Camus, pues Kafka anticipó muchos de los temas de la littérature noire del
150
existencialismo de la segunda posguerra (Prini, 1992: 91). En el caso de Kafka, la crisis
se expresa en su escritura mediante un rasgo esencial: el enigma. Llamado "profeta de
nuestro siglo", pensador de nuestro tiempo cuyas ideas se despliegan en imágenes y no
en forma discursiva, su insistencia en el enigma unido a la complejidad ideológica de sus
escritos, hace difícil la clasificación de su obra, donde ficción y realidad diluyen sus
límites. Kafka apela a la lucidez de un modo misterioso, pues no quiere persuadirnos con
razones, convencido de que la vida es algo más que un rompecabezas. No hay que pedir
en él soluciones fáciles a los conflictos planteados, ni moralejas que se deduzcan sin
dolor.
Además, como indica Deleuze, la expresión de Kafka quiebra las formas, señala
rupturas y ramificaciones nuevas. Aunque se abandonaba a la inspiración como un
poseso, sus grandes novelas son de una complejidad extrema, pues mil relaciones y
vinculaciones internas las atraviesan. El mismo Kafka advertía que no debía buscarse en
sus relatos la construcción de sucesos lógicos y articulados, sino "imágenes, nada más
que imágenes" (El fogonero). Sin embargo, a juicio de Schajowicz, las imágenes de
Kafka se proyectan en planos significativos cada vez más profundos. Desde el que nos
ofrece de primera intención el relato, hasta los innumerables desvelamientos que se
suceden a medida que las imágenes contenidas en la narración se desdoblan en otras
imágenes y éstas, a su vez, en otras, quedando siempre un detalle inexplicable que sigue
inquietando, como indicio de que quizá nunca podamos resolver el enigma planteado.
Ante los ojos de Kafka, el mundo se presenta incomprensible e indescifrable. Al carecer
de los instrumentos necesarios para resolver el enigma, se afianza lo concreto y absurdo
al tiempo, adentrándose en problemas que lindan con lo insoluble.
No obstante, para él: "escribir es lo más importante". Como para Thomas Mann y
Kierkegaard, en quienes vea sus hermanos, la actividad literaria es la única vía posible de
la salvación. Llega a decir que escribía "como una forma de oración", porque la escritura
le permitía expresar su problema interior y convertir su obra en un mensaje que ha
llegado desde muy lejos.
Como atestiguan sus cartas a Milena, sabía que trataba de comunicar algo que era
incomunicable, quería explicar lo inexplicable, decir algo que sentía dentro de la médula y
que solo por ella podía ser vivido. Al tiempo, en él coexistían la conciencia de la primacía
absoluta y obsesiva de la expresión artística –llega a decir que "se necesita más el arte de
oficio que el oficio del arte"– y la conciencia de que ese empeño coincidía con la vanidad
de las letras. Por ello, la proyección artística de sus escritos no se salva tampoco de su
tono interrogante, como se acentúa en sus relatos finales (Un artista del hambre o
Investigaciones de un perro). Así, Kafka despojaba de todo mérito al hombre diferente,
151
pues, ciudadano del desierto, su deserción de la sociedad, como en su relato sobre el
ayunador de la comida, se debía a que no ha podido encontrar en ella nada que le
gustara. Y es que Kafka, testigo acusador de la tragedia que se juega en el gran teatro del
mundo, se aceptaba, al tiempo, como acusado y, condenado a escribir, llevaba a término
su registro exhaustivo y sin énfasis de múltiples desengaños, como el imperturbable
contable de una empresa en bancarrota (L. Izquierdo).
Como Kierkegaard, a quien leyó, Kafka reconocía que no era posible atenerse a un
plan de pura ética. El paso decisivo, la comunicación con lo sagrado, exigía la renuncia al
mundo y la anulación de sí mismo. Como Kierkegaard, se arriesgó a una vida solitaria,
para poder penetrar así en los secretos últimos y más profundos.
De todos es conocido que Kafka había exigido que se quemaran todos sus
manuscritos, que se salvaron gracias a la admiración de su amigo Max Brod, después su
biógrafo. Max Brod pensaba que Kafka había sabido ver lo confuso y malignamente
cómico del mundo y que no se puede dar un paso firme sin enredarse y tropezar. El
complejo, turbio y equívoco universo de Kafka, testigo inquietante y atento al corazón de
los hombres, se formula a través de diversos símbolos y temas recurrentes.
Kafka se siente extranjero en su propia familia y en su propio tiempo, por más que
se esfuerza en vivir con los suyos (reflejo de su ascendencia judía, según muchos
intérpretes). En La metamorfosis, narra la transformación del hijo de familia, Gregorio
152
Samsa, nombre que recuerda al de Kafka por su combinación de vocales y consonantes.
Un buen día, al despertar, Samsa, un viajante de comercio, se encuentra convertido en
un insecto despreciable y sigue su destino enigmático. En un principio, evita vivir
trágicamente la absurda transformación y trata de ordenar lo sucedido con una patética
buena voluntad, confía en que lo terrible se vuelva normal. También al comienzo, su
hermana le ayuda, venciendo su natural repugnancia y recordando que a pesar de todo es
su hermano. Progresivamente, el miedo y el asco conforman una nueva rutina y olvidará
la antigua condición de su hermano, convertido en un extraño y amenazante ser. Samsa
se tendrá que contentar con observar, oculto y de lejos, la vida de su propia familia, a
aquellos que han roto sus vínculos con él, y él mismo asistirá a cómo la bestia en la que
se ha convertido, poco a poco devora lo humano que había en él. Se alimenta como una
bestia, se mueve como una bestia y llegará a sentir como una bestia. Finalmente,
Gregorio paga voluntariamente el precio por diferenciarse de los demás: se inmola por los
suyos. Su familia no sentirá el menor asomo de afecto, ni siquiera de piedad, ante la
muerte dolorosa de ese hijo anormal. Al contrario, ven en su muerte el inicio de nuevos
proyectos. Así, se invierte la fábula de la bella y la bestia. Si en el cuento, el amor es
capaz de devolver a la bestia su figura humana, aquí la indiferencia y el odio macerado
de la familia transforma en una bestia a un pobre hombre (J. Chaix-Ruy, 1969: 122).
La responsabilidad de la familia es también una de las claves de las novelas El
Proceso y El fogonero. Una muestra más es la dedicatoria del El médico rural a su
padre, Hermann Kafka, quien lo recibió con indiferencia. En la Carta al padre (1919)
responsabiliza a su padre de todos sus males, aunque al final le deja la palabra y trata de
equilibrar el balance, pero el antagonismo y la tensión se mantienen insolubles.
153
"fuera de discusión". Esta es la descripción que se sigue también en uno de sus relatos
más inquietantes: En la colonia penitenciaria, que como El Proceso termina con una
ejecución. En el primer escrito, la justicia se representa bajo la forma de una máquina
inhumana, casi diabólica, inventada con una refinada crueldad. El tiempo de la ejecución
está perfectamente calculado. Dura doce horas y sólo durante las seis últimas, el reo
conoce lo que hasta entonces no se le había comunicado: la razón de su condena. Pues
entonces, la víctima es capaz de descifrar el mensaje que esa máquina perfecta imprime
con finas agujas en su propia carne: el crimen que ha cometido, la máxima que este violó.
Como afirma el verdugo que a la vez es juez: la culpa es siempre indudable y la falta
siempre conlleva sanción. Y es que para Kafka la existencia no es más que un proceso y
una instrucción, una sucesión de condenas postergadas, una culpa eterna.
Como para los mejores escépticos, para Kafka es la costumbre lo que hace parecer
natural lo que en realidad es extraño y ridículo. A juicio de J. Chaix-Ruy, Kafka, antes
que Sartre, pensó en el significado del término facticidad:
154
creer que soy irreal cómicamente plantado sobre el suelo verde? Sin embargo,
hace ya mucho tiempo que dejaste de ser real, ¡oh cielo, y tú, plaza, no lo fuiste
nunca! (Descripción de una lucha).
Era verdaderamente amable la luna al brillar así por encima de mí. Estuve a
punto, por modestia, de meterme debajo del arco de la torre del puente. Pero
me di cuenta de que, naturalmente, la luna brillada sobre todo y sobre todos…
Para Kafka, como para el incrédulo descrito por Pascal, estamos perdidos en una
inmensidad como átomos infinitos, aunque algunos instantes creamos ser el centro del
mundo y nos felicitemos por la gravitación de todas las cosas en torno nuestro. Kafka no
vacila en exagerar los laberintos que procuramos evitar y olvidar, registrando y
expresando lo que Gabriel Marcel titulaba un mundo roto y W. Benjamin llamaba la
dislocación de la existencia o la tragicomedia del mundo contemporáneo. Tragicomedia
porque los conflictos registrados no se refieren a grandes cuestiones o a batallas
decisivas. En ocasiones, son las pequeñas complicaciones de la vida cotidiana, sus
contratiempos tan irrelevantes como irritantes y que aun así pueden llegar a convertirse
en intemporales.
155
oscilaciones perpetuas entre lo natural y lo extraordinario, el individuo y lo universal, lo
trágico y lo cotidiano, lo absurdo y lo lógico".
Los protagonistas de los relatos de Kafka, con frecuencia tienen una actitud inmóvil,
como la que mantiene ante la niebla Josef K… de El proceso, personajes que se detienen
en algún umbral y observan desde alguna esquina a los burócratas caprichosos y litigantes
que exigen una obediencia ciega. Max Brod, destacaba la veracidad y exactitud como
unos de los rasgos fundamentales del carácter de Kafka. Y es que, quizá, la mirada de
Kafka, como la mirada infantil, es la que descubre que el rey de la leyenda va desnudo,
pues sabe que las pulsiones afectivas arrastran los prolijos cálculos de la razón.
Precisamente, esa razón, de la que tanto nos enorgullecemos, justifica a posteriori las
acciones inspiradas por los instintos más perfeccionados.
Como indica Schajowicz, para Kafka existían dos mundos entre los cuales no había
comunicación: el mítico u onírico (la vida verdadera) y el de los cálculos, que gobierna
nuestra vida de trabajo y de deberes, nuestra vida racional y consciente. Como en el
Nietzsche de El nacimiento de la Tragedia, "el mundo de la realidad cotidiana" está
separado "del mundo de la realidad dionisíaca". La percepción de la incompatibilidad
entre ambas esferas hace buscar una salida, aunque se sepa que no hay salida ni fin real
posible más que en la muerte y que, en definitiva, llamamos vida al aprendizaje de un
final.
La amarga sobriedad del estilo de Kafka, es tanto más despiadada cuanto más se
despoja de todo énfasis. La descripción de la insignificancia última de todo acontecer
humano es uno de sus temas recurrentes (Prini, 1992: 92). En una de las páginas de sus
Diarios anota:
156
El mito del eterno retorno ya no tiene una lectura optimista, sino que es la
constatación pesimista de la inutilidad e insignificancia de todo esfuerzo. En sus
narraciones, su meticulosidad objetiva le lleva a situar en el mismo plano de importancia
descriptiva, los grandes sucesos y los detalles aparentemente más insignificantes. Así
expresa que todo ello es igualmente insignificante:
Por fin K. comprendió (lo que hacía el obrero). Era muy tarde para pedir
disculpas. Con sus diez dedos escarbó en la tierra, que no le ofrecía casi
ninguna resistencia. Todo parecía preparado de antemano. Solo para disimular
habían colocado esa fina costra de tierra. Inmediatamente se abrió debajo de él
un gran hoyo de empinadas paredes, y K. se hundió en él, volcado de espaldas
por una ligera corriente. Y, mientras él se sumergía en ese abismo impenetrable,
esforzándose todavía por erguir la cabeza, pudo ver su nombre que atravesaba
rápidamente la lápida, con espléndidos adornos. Encantado por esta visión, se
despertó (Kafka: Un sueño).
Para Pascal la vida era un sueño un poco menos inconstante, pero era posible una
apuesta, un salto según la terminología de Kierkegaard que conduzca del plano ético al
religioso. Para un gran número de intérpretes, Kafka, lector de Pascal, Kierkeggard y
Dostoievski (Brod, 1951: 191), no hay apuesta ni salto alguno. En él se hace realidad el
fragmento de Pascal: que la vida acaba "con una paletada de tierra sobre la cabeza, y con
ello se acaba la función". Pues la existencia, a su juicio, es un tiempo hecho de instantes
discontinuos, un sueño donde surgen los fantasmas que instantáneamente se desvanecen
en la noche, un viaje en un tren que no lleva a ninguna parte, un aparecer y desaparecer
en un universo vacío y sin alma. Lector de Marco Aurelio y de Pascal, Kafka aprendió
que toda existencia oscila entre el nacimiento y la muerte, durante un tiempo en el que, la
mayor parte de las veces, se interpreta un papel no elegido. Lo que hacemos es como
una danza de cosaco, durante la cual el hombre araña y cava su tumba todo el tiempo
necesario para que el hoyo se abra a sus pies (Cuadernos diversos). Kafka sentencia:
"Lo que llamamos camino es vacilación".
157
Los instrumentos narrativos de Kafka se basan en unos pocos principios. Entre ellos
destaca por emblemática la muerte casi completa de la figura del narrador. El personaje
que hace las veces de narrador en los relatos de Kafka nunca orienta, pues tampoco él
comprende. Sus novelas están escritas en tercera persona y el "yo "sólo aparece en dos
relatos de los últimos años: La construcción e Investigaciones de un perro. Kafka
acumula las escenas directas y la utilización del presente. Cuanto más trágicos son los
acontecimientos, tanto más fuerte es la omisión de explicación, el vacío (Citati, 1993:
104). Basta con pensar en el inquietante comienzo de El Proceso o de La Metamorfosis:
"al despertar una mañana Gregorio Samsa, tras un sueño intranquilo, se encontró
convertido en un espantoso insecto." Ninguna historia precedente, ningún fenómeno
extraordinario explica la monstruosa transformación.
Pero los animales kafkianos son capaces de encontrar en sus propias tinieblas
aquellas verdades que el hombre ignora. Los males descritos por Kafka: la
incomunicación, la soledad, el sentimiento de culpa, etc., son narrados como cosas que
están en nuestra vida, conviviendo en ocasiones con su contrario. Kafka narra con
palabras claras, sencillas y bien delimitadas, con afán de exactitud, lo que en el fondo es
insoluble, secreto y extremadamente oscuro (Brod, 1951: 51). Del mismo modo que
sabemos que somos libres y al tiempo que no lo somos, que buscamos la verdad y
aceptamos la mentira, que vivimos sabiendo con certeza que un día cualquiera vamos a
morir (Schajowicz, 1979: 336). De ahí que la imposibilidad de huir, de escapar a un
destino, de un extraño tono trágico sea el común denominador de algunas figuras
kafkianas.
En el cuento llamado "La construcción" (1923), incluido en La muralla China, y
escrito unos meses antes de morir, un animal razona permanentemente sobre las ventajas
y desventajas del refugio que ha construido para protegerse de sus posibles enemigos. El
laberinto es casi perfecto y el animal revisa continuamente su obra, buscando un punto
vulnerable, preocupado por subsanar los defectos que descubre. Aparentemente todo
está en orden y nadie ha penetrado aún en su guarida. Cuando duerme sueña con la
construcción, con su seguridad y en el modo de reforzar su vigilancia. Tan pronto elogia
como critica su propia obra. Raramente se atreve a salir de su refugio, atemorizado por
que el enemigo descubra su entrada. Así el animal no puede gozar de libertad fuera de su
casa, porque su vida, fundada en la seguridad, no puede desprenderse de su temor por
ella.
De pronto, escucha un pequeño ruido, un silbido, quizá un siseo. En ese momento,
la desesperación de adueña de él y piensa en reconstruir por completo el refugio que ha
resultado ineficaz. Mientras tanto persiste el siseo y ese siseo es más intranquilizador y
amenazante que todos los peligros concretos. Con este cuento, grandiosa tentativa de
enclaustramiento, Kafka quiere hacernos entender nuestra propia historia, en la que
estamos inmersos sin que aparentemente hayamos podido entenderla. Si la desconfianza
es propia del animal, la seguridad es la perspectiva buscada por el hombre postcartesiano,
ese hombre que especula y calcula permanentemente y no es capaz de establecer una
verdadera relación humana, obsesionado por un control riguroso, metódico e
158
instrumental, de todo aquello que le rodea.
Así, la condición cartesiano-kantiana se ha convertido en realidad en un estado de
absurdo existencial e incomunicación. Biemel advierte que el animal no puede encontrar
la razón para el ruido amenazador, porque de antemano atribuye el ruido a un ser
extraño, mientras que el siseo no es más que el ruido de su propia respiración. Es decir,
el animal perece por su propia angustia ante la nada, pues la aspiración obsesiva por la
seguridad desemboca irremisiblemente en la agonía. De un modo similar, la "ideología"
del progreso termina en los callejones sin salida del mundo moderno.
Por todo ello, se comprueba que el mensaje de Kafka no es ciertamente de
esperanza, pues para él volar es cavar cada vez más hondo. "Mi naturaleza es la
angustia", confiesa en una carta a Milena. En él no hay atisbos de confianza en el
progreso humano y por ello, como nos cuenta su biógrafo y amigo Max Brod nunca
pretendió decir: "este es el camino", pues no encontraba explicación alguna por mucho
que "apretara la espalda contra los barrotes de la jaula" (Kafka: Informe para la
Academia). El sentimiento de desesperación y abandono de Kafka fue más intenso que
el de Kierkegaard. No es de extrañar que temiera revelar la verdad, como atestiguan unas
palabras que Janouch (1969) recoge de Kafka:
Uno debe callar cuando no puede ayudar. Nadie debe agravar el estado del
paciente con su propia falta de esperanza. Por eso, todos mis garabatos
deberían ser destruidos. No soy una luz. Sólo me he enredado en mis propias
espinas. Soy un callejón sin salida.
En Kafka todo aparenta ser simple como en un cuento de niños. No hay en él alarde
alguno de erudición. Y sin embargo, como indica Schajowicz, al leerlo sentimos que nos
adentramos en un mundo de sombras, tan enigmático como atrayente, lleno de "sendas
perdidas" donde se encuentran muchas cosas tras la espesa cortina de niebla que las
rodea, como cuando nos dice que "el mal es el cielo estrellado del bien"… Los relatos de
Kafka nos llevan al corazón del bosque y nos dejan allí, para que solos encontremos la
salida después de perdernos en mil vericuetos. Ciertamente hay caminos que no llevan a
ninguna parte; pero la experiencia misma de andar por ellos puede merecer la pena.
Kafka (Informe para una Academia) sabía que "se aprende cuando se trata de encontrar
una salida, ¡se aprende sin piedad!". Efectivamente, pocos escritores supieron retratar
como él la irracionalidad del mundo y de la condición humana. Supo encontrar nuevos
modos de expresar los sufrimientos y perplejidades del hombre contemporáneo
enfrentado a un mundo hostil, en el que se siente un extraño, un ser abandonado en
159
manos de un destino que se le impone inexplicablemente (La Metamorfosis), un ser
atrapado en una burocracia que le ahoga (El Proceso), o un individuo marcado por la
diferencia (Informe para la Academia). En sus Cuadernos anotó:
La obra de Kafka sigue siendo un referente en nuestros días para expresar esa
presencia del absurdo, de ese sometimiento humano a una realidad y unas reglas
incomprensibles, que atrapan cada vez que se piensa que se es dueño del propio destino.
Ello otorga una cierta clave trágica a su obra, pues sus protagonistas, que sospechan su
escaso margen de libertad, a pesar de todo, se esfuerzan por comprender y tratan de
luchar contra un destino. Para ellos, existir es estar siempre acusado y terminar siendo
condenado; en definitiva, sufrir sin razón. Cuando lo aceptan, nace el sentimiento de lo
inevitable y entonces se identifican con el propio destino, como los héroes de las
tragedias. ¿No es lo que Nietzsche llamaba amor fati?
Mal acostumbrados a buscar un sentido a todas las cosas, olvidamos que la
preocupación máxima del ser humano, a saber, la preocupación por el "sentido de la
vida" es un problema insoluble, mejor dicho, no es un verdadero problema si se llama
problema a lo que puede ser lógicamente resuelto (Schajowicz, 1979: 335). Consciente
de la distancia de Dios, sin buscar demostraciones pero sin eludir descifrar lo
indescifrable, Kafka nunca olvidó que somos dobles, tejidos de cielo y tierra. Hijo de la
noche, buscó cada vez más hondo en la madriguera del mal, luchando al tiempo por la
luz, por lo indestructible que habita en cada uno y une a todos los hombres entre sí,
quizá la inescindible unión del género humano (Max Brod). Por este motivo, no es de
extrañar el peso que tuvo en autores como Thomas Mann, André Guide, Hermann Hesse
y especialmente Camus, que calificó su obra de universal y que comprobaba en ella
incluso una dimensión religiosa, al desembocar en un grito de esperanza (ElMito de
Sísifo). Pensador también del absurdo, Camus insistió más que Kafka en la necesidad de
rebelarse ante el absurdo y en los medios para asegurar, por medio de la solidaridad,
aquello indestructible que habita en cada ser humano. Y es que como Camus decía de
Kafka: "siempre dice lo mismo, pero la verdad es siempre monótona".
[…] siento que la relación de lo religioso quiere manifestarse, pero también que
no puede hacerlo en este momento. Entonces, el hombre que en ello se empeña
debe erigirse contra el mundo para salvar lo divino que lleva en sí mismo, o lo
divino se alza contra el mundo para salvarse a sí mismo. Siento que ese
conocimiento de las cosas postreras, es algo que debo hacer solo (carta de
Kafka a Max Brod, marzo de 1918).
160
3.2. Camus: del absurdo como punto de partida a la rebelión como
respuesta
Hay muchos temas que fueron comunes a Sartre y Camus. Por ejemplo, los dos
alimentaron la idea de absurdo con toda su generación. Los dos recurrieron a la literatura
para expresar sus más hondas preocupaciones y hacerlas llegar a un público amplio. Los
dos se sintieron fascinados por la creación de obras teatrales. Pero, sobre todo, los dos
buscaron los caminos para construir un orden social más justo, denunciando aquellas
situaciones que coartaban la libertad y propiciaban la desigualdad. Sin embargo, entraron
en polémica y discutieron sobre los medios para alcanzar unos mismos fines. Quizá esta
fue una razón más para que Camus insistiera en repetidas ocasiones que no quería ser
incluido en el círculo de los existencialistas, a pesar de la opinión generalizada. A su
juicio, el hecho de coincidir en la muerte de Dios anunciada por Nietzsche, no bastaba
para borrar algo más que matices. Camus no compartía el principio de Sartre: la
existencia precede a la esencia. Se preguntaba: ¿dónde captar la esencia sino en la
existencia? Además, había razones de fundamentación política que hacían que las
posturas de Sartre y Camus no pudieran convivir, a pesar de la amistad que un día los
unió.
A) La náusea de Sartre
En 1939, Sartre publicó La náusea, texto en el que había estado ocupado desde
1932 y donde se incluye el famoso texto que describe el descenso a los infiernos, el sin
sentido y la miseria originaria del ser. Roquentin, el protagonista de la novela, escribe en
su diario un texto que se convertirá en clave de la experiencia del absurdo, del
161
sentimiento de la contingencia y la finitud y de la contraposición a los valores positivos de
la filosofía clásica. Su importancia excusa su extensión:
162
contingencia y lo absurdo de lo real, límite de degradación pasiva y de alienación de la
conciencia con la cosa, descubrimiento de que, al igual que el mundo que le rodea, uno
"está de más". La náusea recoge lo trágico de una época, la convicción de que todo lo
que existe carece de razón, se prolonga por debilidad y muere por azar. La existencia es,
por tanto, absoluta, contingente y absurda, tres apalabras sinónimas que descorazonan
cuando se manifiestan como son: carentes de sentido alguno. Pero, como dice R. Jolivet,
esta experiencia es una especie de "limpieza por el vacío", un paso obligado para que la
conciencia se despierte como libertad. La náusea de Sartre no está muy lejos de la
angustia de Heidegger. Sartre escribirá El Ser y la Nada, después de la derrota de
Francia. Esta obra es una gran sistematización, una arquitectura de la construcción que
ofrece a lo absurdo el apoyo de una dialéctica. Para Sartre, lo absurdo es "una estructura
permanente de mi ser y la condición permanente de posibilidad de mi conciencia como
conciencia del mundo y como proyecto trascendente hacia el futuro" (El ser y la nada).
Este carácter trascendental del absurdo en Sartre es lo que le conducirá a su concepción
del hombre como una pasión inútil, clave existencialista, que se encontrará en otros
personajes de Th. Mann, Faulkner y Kafka. En Las Moscas, Sartre presentará a Orestes
como ejemplo de auténtica grandeza, al descubrir que no hay Dios y que el ser humano
está condenado a la libertad de la desesperación y la angustia.
Camus se distanciará de Sartre, pues a su juicio se mantuvo en lo absurdo, sin tener
en cuenta su verdadero carácter, que es "ser un paso vivido, un punto de partida, el
equivalente en la existencia, de la duda metódica de Descartes".
Camus fue un hombre apasionado que vivió el drama y las luchas de muchos.
Proclamó su parentesco espiritual con André Gide, los novelistas rusos (Tolstoi y
Dostoievsky), con el maestro del absurdo: Melville (Moby Dick) y con Kafka. Su obra
expresó el malestar ante la falta de sentido de la condición humana y como los
protagonistas de las tragedias se esforzó por buscar los medios para elevarse por encima
de la suerte que le había sido impuesta. Cuando se le preguntó por las diez palabras que
prefería, contestó: "Mundo, dolor, tierra, madre, hombres, desierto, honor, miseria,
verano, mar" (Camus, 1996, VII: 200). Consideraba el universo como un teatro y la vida
como una tragedia. Pensaba que él había deseado más que nadie la armonía y el
equilibrio definitivo, pero que siempre los había buscado a través de los más áridos
caminos: la lucha y el desorden. Por tanto, lo absurdo es uno de esos caminos recorridos
por Camus, no su solución definitiva.
Además, Camus, a diferencia de Sartre, no se esforzó por avanzar en la
fundamentación del ser. En repetidas ocasiones afirmó que no era un filósofo y que no
pretendía serlo (Actuales), afirmación que recuerda a posturas similares mantenidas,
entre otros, por Montaigne, Pascal, Rousseau y Unamuno, autores inclasificables, cuya
163
obra forma un todo y que quieren otorgar un sentido a la vida. En el caso de Camus la
respuesta a la búsqueda de sentido es la rebeldía. Por este motivo, al autor de La Peste le
irritaba que habitualmente se identificara su pensamiento con la noción de lo absurdo, e
insistió en que encontró esta idea en las calles de su tiempo, esforzándose por analizar lo
que calificó como un mal espiritual. Para Camus, lo absurdo es más un punto de partida
que un punto de llegada, como se comprobará más adelante. Su atención a lo absurdo
corresponde a una determinada fase de su pensamiento que se traduce en un ensayo: El
mito de Sísifo (1943), una novela: El Extranjero y una obra de teatro: El malentendido.
Es lo que se ha llamado el "tríptico absurdo" (Lottman, 1978: 261). A este tríptico habría
que añadir Calígula, escrita en 1938 y representada en 1945, donde extrema la lógica del
absurdo. En todas estas obras se ocupa de un modo u otro del problema de la muerte. En
El mito de Sísifo del suicidio, en El extranjero, El malentendido y Calígula del
asesinato.
Desde las primeras páginas de El mito de Sísifo, Camus advierte que le interesan las
evidencias perceptibles para el corazón, aquellas que deben ser profundizadas con el fin
de hacerlas claras para el espíritu. Cuando Camus envía a Gaston Gallimard un primer
proyecto de texto publicitario del libro para los periódicos, escribe:
Este ensayo […] propone al espíritu vivir con sus negaciones y hacer de
ellas el principio de un progreso. Frente a la inteligencia moderna, da pruebas de
felicidad y de confianza. En este sentido, sólo puede considerarse como una
puesta a punto, la definición previa de un "buen nihilismo" y, para decirlo todo,
un prólogo (Todd, 1997: 308).
Ciertamente, para Camus reivindicar el valor de la vida supone antes mirar a la cara
la posibilidad de morir, o mejor, la posibilidad de anticipar la propia muerte: el suicidio.
De ahí la afirmación rotunda con la que comienza El mito de Sísifo: "No hay más que un
problema filosóficamente serio: el suicidio". Aparentemente, los hombres y las mujeres
que se suicidan parecen seguir hasta el final la lógica consecuencia de confesar que no se
comprende el sentido de la vida. Suicidarse, en cierto sentido, sería equivalente a
confesar que "la vida no merece la pena", a reconocer la ausencia de toda profunda
164
razón para vivir o bien que el sufrimiento se ha convertido en insuperable.
Pero Camus advierte que es más fácil deducir las conclusiones que ser lógico hasta
el final. De hecho, las personas rara vez se suicidan por reflexión. La mayoría de las
veces hay algo incontrolable que los lleva precisamente a suicidarse, pues en el apego que
los seres humanos tienen a la vida hay algo más fuerte que todas las miserias del mundo.
Se adquiere la costumbre de vivir antes que la de pensar y se elude imaginar la propia
muerte. Se prefiere hablar de la muerte ajena y se despliegan poderosos recursos y
sorprendentes mecanismos de evasión. Desde la diversión en el sentido pascaliano, a la
creencia en el más allá, no se ahorran esfuerzos ni recursos para evitar pensar que, en
palabras de Pascal, "por muy bella que haya sido la comedia, al final, se arroja una
paletada de tierra sobre la cabeza y con ello se acaba la función".
Como luego se mostrará, Camus rechazará el suicidio en cualquiera de sus formas,
tanto el espiritual como el corporal. Pero antes, Camus analiza en esa costumbre
adquirida: la mecánica de vivir.
Descubrir lo absurdo requiere antes despertar. Advertir, quizá con ocasión de algún
suceso extraordinario, el estado de permanente ensoñación en el que vivimos gracias a la
mecánica de las costumbres cotidianas. La vida anestesiada por la rutina es descrita por
Camus en muchos de sus escritos. En uno de los primeros: El derecho y el revés, había
descrito ya este tema:
También en El Extranjero, que Sartre interpretaba como una versión del cuento
volteriano, se describe la monotonía de la vida del protagonista: Mersault. Un pitillo, una
taza de café con leche, una sesión de cine, una noche con María. La vida de Mersault
parece no tener sentido. Antihéroe indolente, no camina hacia una meta, sólo vive ciega y
automáticamente, repitiendo los gestos, los pensamientos, las sensaciones. La conciencia
de Mersault es pasiva, tediosa, cansada. Repite con frecuencia: "me da igual". Mersault
rechaza las conveniencias y las convenciones, la moral que las impone y la hipocresía
que las adorna (Majault, 1969: 27). En este caso, la existencia más que identificarse con
la angustia es equivalente a la indiferencia. En palabras de Nietzsche, se restaura la
inocencia a los acontecimientos puramente fortuitos (Aurora). Camus, para describir esa
rutina del vivir de Mersault, un oficinista, un burócrata aburrido, utilizará diversos
recursos lingüísticos y literarios. Sus actos son descritos y no explicados. Sus palabras
165
son pocas y con frecuencia responde con monosílabos. Las frases son cortas y abundan
los artículos indeterminados. Son frecuentes las conjunciones, aunque no hay nexos
causales, y las repeticiones. La descripción de sucesos desligados, las frases
yuxtapuestas, reflejan la falta de unidad de la vida, la fragmentación de la existencia. No
es de extrañar que la novela comience con una muerte anunciada por un telegrama, el
fallecimiento de la madre del protagonista y termine también con una muerte: el
protagonista espera la ejecución de la sentencia que le condena a muerte, por haber
asesinado a un árabe tras un desventurado encadenamiento de circunstancias. Por tanto,
la muerte se convierte en la unión estructural del libro (García Peinado, 1981: 79).
En todo caso, con esta obra, Camus evita expresar racionalmente la filosofía del
absurdo y busca que el lector experimente el sentimiento del absurdo, la percepción de
que "todo me es extraño" como rezaba un verso de Baudelaire, el contraste entre la
descripción de los hechos (primera parte de El extranjero) y la interpretación que de ellos
hace la justicia humana (segunda parte). Así, aunque el relato emplea la primera persona,
que tradicionalmente permite al narrador un gran conocimiento de sí mismo y lleva al
lector a comprender los sucesos que constituyen la historia (García Peinado, 1981: 95),
Mersault resulta para el lector un forastero o intruso que es absolutamente extraño al
mundo. Es el perfecto antihéroe que, desprovisto de cualquier atisbo de romanticismo, se
siente extranjero en un mundo privado de luces e ilusiones, pues no percibe más que
incoherencia. No es de ningún lugar, ni tiene proyectos de futuro, sólo le preocupa el
presente. Entonces, cuando el mundo no es más que un paisaje desconocido, cuando el
corazón no encuentra apoyos en un universo cerrado, se experimenta lo absurdo y uno
se convierte en extranjero (Cuadernos). Aquí se recoge la concepción del universo de
autores como Lucrecio, Sade, Nietzsche, o los surrealistas, escritores del gusto de
Camus.
Después, en la obra Calígula el hombre absurdo se otorga un imperio y ejecuta su
programa. En esta ocasión, el origen del absurdo es el dolor provocado por la pérdida de
un ser amado. En concreto, Drusila, la hermana del emperador. Este acontecimiento, este
dolor, provoca un cambio radical en la personalidad del emperador. Calígula descubre
una triste realidad: "sé que nada dura". Se desgarra el velo de la apariencia, al descubrir
que las personas se mueren y no son felices. Así se hunden todos los valores. Calígula se
propone ejercer su libertad sin frontera alguna, destruyendo el orden establecido.
Cesonia, la vieja ama de Calígula, le suplica: "existe lo bueno y lo malo, lo que es grande
y lo que es bajo, lo justo y lo injusto".
Pero Calígula estrangula a Cesonia, para acabar con la ternura con sus propias
manos. Así, en esta obra, Camus deja a la lógica absurda desarrollarse enteramente y
comprueba el punto al que conduce: el crimen o la locura. En definitiva, reconoce que
hay también algo inhumano que segregan los hombres. Al final, Calígula confiesa a su
amigo Escipión: "No he seguido la vía que era precisa. Mi libertad no era la verdadera".
El mensaje de Calígula es que, si bien todo está permitido (el grito de Ivan Karamazov),
ello no significa que nada esté prohibido. En El mito de Sísifo, Camus avanzará en
mostrar la evidencia del absurdo.
166
3.2.4. El sentimiento de absurdo
En El mito de Sísifo Camus trata de explicar la filosofía del absurdo. Además, aquí
se plantea que la vida banal y mecánica necesita ser cuestionada alguna vez y se debe
buscar el sentido que otorgar a la propia vida. Es la exigencia de un despertar que se
resume en las líneas que siguen:
167
3.2.6. La irracionalidad humana
Según el análisis del El mito de Sísifo es imposible que podamos decir de alguien: lo
conozco. Ni siquiera puedo captar mi yo, no puedo definirlo ni acotarlo. No es más que
agua que se escapa entre mis dedos. Tampoco puedo conocer mi propio corazón y
siempre seré extraño a mí mismo y a este mundo. Ese percibir lo inhumano de lo
humano, esa "caída incalculable ante la imagen de lo que somos, esta «náusea» […] es
también lo absurdo" (El mito de Sísifo). La razón ciega pretende que todo está claro,
pero incluso es decir demasiado afirmar que el mundo es absurdo. Se tendría que decir
que este mundo no es razonable. En El mito de Sísifo, Camus cita a Nietzsche,
Kierkegaard, Jaspers, Heidegger, Chestov, Scheler y toda una familia de espíritus
emparentados por su empeño en cerrar la vía de la razón y encontrar los caminos de la
verdad, en denunciar que carece de razón aquello que no se comprende. Para ellos,
también reina en el universo la contradicción, la antinomia, la angustia. Todos ellos tienen
en común reconocer la impotencia ante el grito del corazón que exige todo o nada. Pero
algunos de ellos: Dostoievski, Chestov, Kier-kegaard, a juicio de Camus no pueden ser
considerados como pensadores absurdos, ya que atribuyen un papel a Dios y a la vida
futura.
En cambio, el hombre propiamente absurdo no cree en el sentido profundo de las
cosas. A pesar de reconocer lo absurdo de la vida, rechaza cualquier forma de suicidio
(Mersault). Tanto el espiritual, la creencia en el más allá, como el corporal. Los que
practican el suicidio filosófico son existencialistas como Kierkegaard, Chestov, Jaspers y
románticos como Dostoievski, que, de lo más profundo de la conciencia de lo absurdo,
sacan la fuerza para un salto a un absoluto trascendente.
Camus rechaza esta actitud y opta por el mundo con verdadera pasión. Siente al
tiempo su deseo de dicha y de razón y entonces lo absurdo se convierte en una pasión,
en la más desgarradora de todas. Por este motivo, a su juicio, hay más honestidad,
autenticidad y valor en reconocer que la vida no tiene sentido, manteniéndose además en
esa arista vertiginosa. De ahí su afirmación: "El hombre absurdo es la razón lúcida que
comprueba sus propios límites" (El mito de Sísifo). Para Sartre, Orestes también
encarnaba la auténtica grandeza que descubre que no hay Dios y que el ser humano está
condenado a la libertad, la desesperación y la angustia. Entonces, la lucidez se convierte
en la única razón de vivir. Como Montaigne, que estimaba que la vida sin la muerte no
sería tal vida, Camus considera que lo absurdo perfecciona la existencia. Supone vivir un
destino y aceptarlo plenamente. Al tiempo, implica también derivar tres consecuencias:
mi rebelión, mi libertad y mi pasión. La rebelión consiste en la seguridad de un destino
aplastante, menos la resignación que debería acompañarla. Así se comprende lo lejos que
queda la experiencia absurda del suicidio, pues mi liberación asegura que mi conducta en
el mundo ya no será la de un autómata.
168
3.2.7. La noción de lo absurdo
Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la
cima de la montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso.
Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el
trabajo inútil y sin esperanza […] (El mito de Sísifo).
Por su amor a la vida y su odio a la muerte, por su desprecio a los dioses, Sísifo fue
condenado a un terrible tormento que consiste en no terminar nada, pagando así el precio
169
por las pasiones de esta tierra. Sin embargo, Camus se imagina a Sísifo dichoso, es el
héroe absurdo, tanto por sus pasiones como por su tormento, pues Sísifo es más fuerte
que su roca. Persuadido del origen humano de todo lo que es humano, está siempre en
marcha aunque la roca siga rodando. Así, vence al destino con su desprecio, convirtiendo
su tormento, la clarividencia, en su victoria.
Por este motivo, Camus considera que la sabiduría antigua trágica coincide con el
heroísmo contemporáneo, al descubrir que el esfuerzo mismo "para llegar a las cimas"
basta para llenar el corazón de un hombre. Ahora se comprende que Camus propusiera a
su editor un proyecto menos abstruso que se titularía: Sísifo o la felicidad en los
infiernos. El hombre absurdo es aquél que apuesta por una vida limitada a la tierra. Una
vida en lucha, cuya profunda inutilidad se comprende constantemente, de ahí que Camus
ponga el acento en el heroísmo. Quizá es lo que descubría Mersault al final de la historia,
cuando esperaba en el cadarso la ejecución de la sentencia que le condenaba a morir:
170
está presente en el instante, el gozo presente, la riqueza del mundo pasa
desapercibida. La conciencia de lo efímero, lo fugaz, le otorga un nuevo valor.
La tabla rasa a la que se refiere en este texto es la aceptación del nihilismo. Camus
buscaba ver lo que puede ser la vida cuando se rechaza cualquier solución trascendente y
se observa que la vida no tiene sentido. Por tanto, El mito de Sísifo representa una
especie de "paso al límite". El 21 de febrero de 1941 escribía en sus cuadernos: "Sísifo
terminado. Los tres Absurdos están acabados. Comienzo de la libertad". En esos
momentos, al escritor francés el mundo le parece no tanto absurdo, como terrible. Él,
que jugó con la idea de que si Dios no existe todo está permitido (Calígula y El
Malentendido), se da cuenta de que "no pueden suprimirse absolutamente los juicios de
valor. Eso niega el absurdo" (Cuadernos, después del 9 de marzo de 1943).
Efectivamente, si en la experiencia del absurdo el sufrimiento es individual (Mersault,
Calígula y Sísifo), con la rebelión, la conciencia del sufrimiento se convierte en colectiva.
Así, por medio de la rebelión, el ser humano hasta entonces recluido en la soledad,
accede a la solidaridad, pues en definitiva no hay más que dos opciones: aceptar o
rebelarse. Rieux, Rambert y Paneloux, personajes de La Peste, siguen los caminos de la
rebeldía. Ahora, como Rieux, el narrador de La Peste, Camus se solidariza con los
vencidos, con las víctimas. El momento histórico-político vivido por Camus, no le
permitía la ciega indolencia. De hecho, en una carta a Roland Barthes, Camus confesaba
que La Peste, publicada en el tiempo de la resistencia, "tenía como contenido evidente la
lucha de la resistencia europea contra el nazismo" (Revista Club, febrero de 1955).
171
A) De la soledad a la solidaridad
B) La rebelión
Como se ha dicho, lo absurdo, al igual que la duda metódica, hace tabla rasa, pero
también como la duda lo absurdo puede orientar una nueva acción. Si grito que no creo
en nada y que todo es absurdo, al menos debo creer en mi protesta. Así la primera
evidencia es la rebelión, la protesta por el espectáculo de la sinrazón, por una condición
injusta e incomprensible. Su impulso ciego reivindica el orden en medio del caos y
engendra acciones cuya legitimación se pide (introducción a El hombre rebelde).
Partiendo de esta primera evidencia, Camus comienza por analizar la actitud del
hombre rebelde. El hombre rebelde es aquel que dice no y ese no afirma la existencia de
una frontera. La rebelión va acompañada de la idea de tener uno mismo de algún modo
razón e invoca tácitamente un valor. Mientras que en la experiencia absurda el
sufrimiento es individual, a partir de la rebelión, el ser humano tiene conciencia de ser
172
colectivo, pues el mal que experimenta un solo ser humano, la conciencia de la distancia
que sufre en relación consigo mismo y con el mundo, puede convertirse en una peste
colectiva. De ahí la afirmación de Camus: Yo me rebelo, luego somos.
Ahora, la reflexión de Camus se orientará a mostrar que la verdadera rebelión
supone "una naturaleza humana", como pensaban los griegos, que es preciso respetar,
una fraternidad que es menester defender y un límite que no debe ser nunca traspasado.
Lo que el ser humano reivindica, lo reivindica también para los demás, pues todos tienen
en común los mismos derechos. El rebelde que dice no a un poder que le oprime, trae a
la luz el sí. Si el esclavo se rebela, es en nombre de algo. Su rechazo le lleva a invocar,
tácitamente, un valor, algo irreductible con lo que identificarse. Pero antes, Camus
precisará ese no que grita el rebelde.
En contra de "los postulados de la filosofía contemporánea", llega a decir Camus
aludiendo a Sartre, ese valor que preexiste a toda acción contradice las filosofías
puramente históricas, donde el valor se conquista al final de la acción. A diferencia de
otros autores existencialistas, para Camus hay "dos errores vulgares: la existencia precede
a la esencia o la esencia a la existencia. Ambas caminan y se elevan con un mismo paso"
(Cuadernos).
173
se ha vuelto contra la rebelión y ésta contra la revolución. A su juicio, la tentación del
nihilismo puede derivar en terrorismo individual, en terrorismo estatal, bien como
fascismo, que es terror irracional, o como comunismo, en forma de terror racional. De
ahí, deduce la necesidad de aunar esfuerzos, de rebelarse contra todas las tiranías, de
acceder del sufrimiento individual y su soledad al sufrimiento colectivo y a la solidaridad.
Por último, considera el arte como expresión de una actitud de rebelión. El artista
actúa como testigo de su época, proyectando para los tiempos venideros, reparando y
modificando la realidad, por medio de la creación. Creando, se puede dar unidad a lo
disperso. En definitiva, más allá del nihilismo, considera que es posible un pensamiento y
una acción que sin pretender resolverlo todo, permita hacer frente a la realidad de modo
creador. Ahora la dicha quizá está más allá de la rebelión, pues se añade a la seguridad
del desprecio, la satisfacción del esfuerzo y la aparición de la esperanza (Majault, 1969:
79). Probablemente una desesperante esperanza que permite mantenerse en pie en los
momentos difíciles. En las Cartas a un amigo alemán, Camus encabeza una de ellas, la
cuarta, con una cita de Obermann que también era del gusto de Unamuno:
[…] me han dicho con frecuencia que no hay razón para estar orgulloso. Sí, la
hay: este sol, este mar, mi corazón que salta de juventud, mi cuerpo con sabor a
sal, y la inmensa decoración donde la ternura y la gloria se encuentran en el
174
amarillo y el azul.
Camus observaba con aprobación a la juventud de Argel que no pensaba más que en
placeres sencillos y que expresaban su alegría de vivir con inocencia. La auténtica pureza
del hombre era "volver a encontrar esa patria del alma donde se torna sensible el
parentesco del mundo, donde los latidos de la sangre se acompasan a las violentas
pulsaciones del sol de las dos" (Bodas). Alma mediterránea y pariente espiritual de
Nietzsche, sean cuales sean sus decepciones, incluso en los peores momentos, siempre
encontró una fuente de alegría al evocar la belleza de la naturaleza, en concreto de Argel
y, especialmente, en el recuerdo de las ruinas de Tipasa. A diferencia de Sartre y de
Kafka, el contacto pleno con los elementos le procuró un estado de inocencia que
recuerda la evocación rousseauniana y romántica de un feliz estado de naturaleza, de una
naturaleza divinizada (Goethe y Nietzsche). En 1948 escribía: lo que le falta al mundo
moderno es "la naturaleza, el mar, las montañas, la meditación por las noches […], se
olvida la verdadera patria". La belleza del mundo es aquello que vincula con más fervor a
la tierra. Abandonándose al calor del sol, o en la contemplación de un cielo estrellado,
Camus experimenta lo absolutamente gratuito, la plenitud del mundo, próximo a un
panteísmo naturalista y al sentimiento de lo sagrado. Así, también Grecia fue siempre
para Camus una fuente de luz que quiso retener para no ceder a la "noche de los días".
Cuando viajó a Grecia, confesó en sus Diarios: "Valía la pensa venir de tan lejos para
recibir este gran pedazo de eternidad. Después de esto, lo demás carece de importancia".
Incluso compartía la actitud de Nietzsche cuando admitía que las mismas desgracias,
en una superabundancia de fuerzas vivificantes y reparadoras, tienen un brillo solar y
engendran su propio consuelo. Esa posibilidad de dicha se mantiene con diversos grados
en casi todos sus escritos: en la contemplación del cielo estrellado por parte de Mersault,
cuando espera la ejecución de la sentencia, en la búsqueda desesperada del sol y la luz
por parte de Marta en El Malentendido, y así hace verdad la frase de Proust de que los
únicos paraísos son aquellos que se han perdido (El revés y el derecho).
No es de extrañar que el sol y la luz, la luz presente aún en la noche iluminada por
las estrellas, se conviertan en un símbolo presente en todos sus relatos. El silencio de
mediodía también es evocado como lo fue por Nietzsche, uno de sus parientes
espirituales reconocido: "la hora secreta y solemne en la que ningún pastor toca su flauta"
(Así habló Zaratustra). Incluso uno de sus personajes más sombríos, el nihilista
175
Clémence, exclama al final de La caída: "Sí, hemos perdido la luz, las mañanas, la santa
inocencia de quien se perdona a sí mismo". Así, si una luz clara es capaz de expresar el
estado de felicidad de los personajes, también es cierto que un sol implacable puede dejar
caer sobre los personajes una luz tan cegadora como fatalista (García Peinado, 1981:
166), esa luz aplastante que en los trágicos griegos anuncia la más espantosa de las
catástrofes.
Como Barres, D'Anunzio y sus maestros, los escritores españoles, Camus también
descubrió la fugacidad de la vida (Onimus, 1965: 24). La verdad hacia la que Camus
siempre soñó en volver es la experiencia de un contraste: la miseria y la luz.
Efectivamente, a Camus la miseria le impidió creer que todo está bien bajo el sol y
bajo la historia: y el sol le enseñó que la historia no lo es todo (El revés y el derecho).
Sensible a la belleza, quiso ser fiel a la tierra, pero tampoco quiso ser infiel a los que
sufren. Toda su obra osciló entre esos dos polos. La miseria que conoció en su infancia
se convirtió primero en el absurdo, después en la peste de la guerra mundial, por último
en la idea de una nueva miseria: la culpabilidad. Desde 1936, la evidencia del mal le hizo
borrar el recuerdo de la armonía y el reino. De hecho, la palabra exilio aparece de una
manera u otra en sus obras: El Malentendido, que pensaba titular al comienzo El exilio,
o también La Peste, antes titulada Los exilios.
Si en Unamuno el conflicto trágico surge al enfrentarse la razón y el deseo de
pervivencia, en Camus la luz y el sufrimiento y la miseria serán los dos extremos de la
tensión. En los Cuadernos de 1951 a 1954, exclamaba: "¡Oh, luz! Es el grito de quienes,
en las tragedias griegas, se ven abocados a la muerte o a un destino terrible". Pues los
griegos sabían que hay una parte de sombra y otra de luz. Progresivamente, Camus se
enfrentará contra la ceguera del sol, la miseria, la mediocridad, la enfermedad y la
muerte. Precisamente escogerá la justicia para mantenerse fiel a la tierra. Así, en último
término la felicidad sólo resultará posible en la medida en la que, con lucidez, se está de
acuerdo consigo mismo, con los demás hombres y con el mundo. A su juicio, es honesto
quien es lúcido, auténtico. Por este motivo, reconocer la existencia del mal y la injusticia,
176
tener el sentido de lo trágico, no es desesperar, sino alcanzar la lucidez, mirar el destino
cara a cara. Lo sublime no siempre está lejos de lo trágico y la lucidez es un modo de
encarar lo absurdo. Al final, Camus reconoció la verdad que encerraban aquellas palabras
expresadas en El revés y el derecho: "No hay amor a la vida sin desesperación de vivir",
pues, al fin y al cabo y a pesar de todo: "el sol nos calienta hasta los huesos". El retorno
al pensamiento meridional es un regreso a la inocencia de la vitalidad. Y, efectivamente, a
lo largo de su obra, Camus se aferró al mundo con todas sus fuerzas y a los hombres con
toda su piedad. Se preguntaba: "¿se puede, eternamente, rechazar la injusticia sin dejar
de celebrar la naturaleza del hombre y la belleza del mundo?" (El hombre rebelde). Entre
el revés y el derecho de las cosas, se esforzó por mantener los ojos abiertos y guardar el
difícil equilibrio entre los elementos en tensión. Las últimas páginas de La Peste hablan
por sí solas:
[…] El doctor Rieux decidió redactar el relato que termina aquí, para no ser de
aquellos que se callan para dar testimonio a favor de esos apestados, para dejar
al menos un recuerdo de la injusticia y la violencia que les habían sido inferidos
y para decir, sencillamente lo que se aprende en medio de las plagas: que hay en
el hombre más cosas de admiración que de desprecio.
Lejos de un romanticismo "de mala calidad" que prefiere sentir a comprender, como
si ambas cosas pudieran separarse, aboga por una inteligencia que se apoya en el valor y
que combate los excesos de la inteligencia. Convirtiendo la verdad en una pasión, Camus
supo rebelarse contra los desórdenes del mundo mediante la creación artística y la acción
política (Moral y Política), escogiendo la justicia para ser fiel a la tierra y la belleza. En
El revés y el derecho escribió: "el peor error de todos consiste en hacer sufrir".
Nietzsche advertía que, en ocasiones, las nuevas ideas se interpretaron como
locuras, locuras que rompieron la barrera infranqueable de la costumbre, el terrible
salvoconducto que convierte los hábitos en una superstición venerada: "¿Entonces,
comprobáis que ha sido necesaria la ayuda de la locura?" (Aurora, 42).
Denunciando la expansión de una vida cada vez más mecánica, los pensadores del
absurdo sacudieron el formidable yugo de la "moral de las costumbres" bajo el que viven
las sociedades contemporáneas, dando lugar a ideas nuevas y divergentes. Supieron
expresar, sin demostrar, la tragedia del ser humano solitario, el sentimiento de desamparo
absoluto, frente a las estructuras imperativas de unas estructuras sociales que encasillan y
ahogan (J. Chaix-Ruy, 1969: 105). No hay que asombrarse del mundo de pesadillas y
fantasmas abierto por la obra de Kafka, no hay que escandalizarse por su descripción de
la vida como una colonia penitenciaria. Sus peores pesadillas no fueron más terribles que
177
las que ocurrieron tan solo diez años después de su muerte, en los campos de
concentración nazis. Sus tres hermanas murieron en los hornos crematorios de
Auschwitz en la década de los cuarenta. Así el núcleo del universo kafkiano expresa el
asombro y temor por lo que algún día pueda ocurrir. Los pensadores del absurdo
pusieron en tela de juicio el supuesto progreso de las consideradas hasta entonces
sociedades avanzadas. Insistieron en el poder de las burocracias, en el dominio de los
medios sobre los fines, en el peso de unas organizaciones que convierten la libertad en un
instante siempre amenazado. De hecho, los relatos de Kafka siguen siendo un referente
que advierte de los peligros de la vida del hombre moderno en la gran ciudad, sometido,
lo quiera o no, a los aparatos burocráticos que imposibilitan cada vez más las relaciones
personales en la resolución de desacuerdos (Benjamin) y que generan el sentimiento de
un encarcelamiento asfixiante.
Después de Kafka lo que choca no es lo monstruoso, sino su evidencia (T. W.
Adorno). Sin embargo, no hay que buscar en los pensadores del absurdo un ciego
pesimismo. A juicio de Camus, en Kafka se encuentra la paradoja del pensamiento
existencial en estado puro, tal como la expresó Kierkegaard: se debe clamar por la
esperanza hasta la muerte. En contra de lo que pudiera pensarse, los pensadores del
absurdo reclamaban demasiado de la vida, no demasiado poco. Reclamaban lo perfecto,
lo perfecto o nada, de ahí el tono trágico de alguno de sus escritos. Fuerza y debilidad
atraviesan su obra, como quien ve los abismos en contra de su voluntad, con la
convicción de que el ser humano no puede vivir sin una confianza perdurable en algo
indestructible, por mucho que permanezca indefinidamente oculto. Y ello hace vivir con
tanta intensidad que como Kafka confesaba "durante una vida se viven mil muertes"
(carta a Dora, 1923). Así, no es de extrañar que uno de los rasgos fundamentales que
unen a Kafka y a Camus fuera el sentimiento de compasión, una piedad que llora a
medias y que ríe a medias, al comprobar lo difícil que siempre le resulta a la humanidad
obrar con rectitud.
178
4
Consideraciones finales
Benedetto Croce
179
diversas críticas de las consecuencias de las actitudes irracionalistas se destacarán aquí a
dos. Una fue la llevada por G. Lukács, desde el plano del marxismo, la otra fue realizada
por K. Popper y su defensa de una racionalidad crítica. Los dos vieron en las posturas
irracionalistas el medio más seguro para cerrar las puertas a la solución de los conflictos
mediante un diálogo razonable (K. Popper), o para pudrir los cimientos de los valores y
las necesarias transformaciones sociales (G. Lukács).
Uno de los ataques más frontales y virulentos a las consecuencias del irracionalismo
fue el escrito desde la tradición dialéctica por Lukács en vida de Stalin y publicado en
1953, el año de su muerte. El libro: El asalto a la razón se presentó como una historia
del irracionalismo, tendencia que se discernía fácilmente en la filosofía que se desarrolló
desde 1800 hasta nuestros días. Lukács llamó especialmente la atención sobre el
pensamiento que se expresó a partir de 1890, lo que llamaba el período imperialista,
concentrando su atención en Alemania; probablemente porque allí se manifestó una de
las mayores muestras de la locura y sinrazón humana: Hitler.
La tesis extrema de Lukács fue que el irracionalismo preparó el terreno a Hitler. En
su condición de marxista y heredero de la fe en el progreso y en la razón que se remonta
a los enciclopedistas, consideró que toda doctrina que ponga límites a la razón se opone
al progreso. A su juicio, utilizando las armas del intelectual, el irracionalismo se resiste al
progreso tanto en la ciencia como en el orden social y se manifiesta tanto en una teoría
del conocimiento como en una imagen del universo determinada.
La teoría del conocimiento de los irracionalistas encuentra varias formas de
expresión. La primera forma es la negación de la existencia o la cognoscibilidad de un
mundo físico independientemente existente (idealismo o fenomenismo). Un segundo
modo de manifestación del irracionalismo se encuentra en la insistencia en los límites
inherentes al método científico. En este punto, el irracionalista subraya la frustración de
la ciencia frente a determinadas dificultades para cuyo tratamiento no resultan adecuados
los métodos vigentes, entonces supone que los límites del estado de la ciencia en su
tiempo, son los límites del conocimiento humano (H. Bergson). El tercer modo de
manifestación del irracionalismo en la teoría del conocimiento es la negación de la
posibilidad de explicación científica en la historia y en las ciencias sociales. Piensan que el
conocimiento histórico se refiere de algún modo a lo individual, de ahí derivan que no es
posible determinar las leyes en la historia, y por tanto que no es posible una predicción o
explicación en el sentido científico (Windelband, Rickert y Croce). Por lo que se refiere a
la imagen del mundo, los irracionalistas no afirman que no haya realidad objetiva o que
no podamos conocerla, sino que podemos conocerla como lo que es: algo carente de
significación.
Desde el punto de vista de la historia del pensamiento, Lukács considera a Schelling
180
el primer irracionalista, pues en él se dan varias de las características esenciales a este
movimiento: considerar la intuición como el vehículo de la verdadera comprensión y
pensar que la verdad sólo es accesible a una elite. Después pasará revista a la filosofía de
Schopenhauer, en su opinión el primer filósofo burgués que tomó abiertamente posición
tanto contra el feudalismo y la monarquía como contra la clase obrera, al pensamiento de
Kierkegaard, expresión de la rebelión del individuo contra las restricciones de la sociedad
y también a Nietzsche, al que califica de feroz oponente de la clase obrera. Los rasgos
burgueses de sus vidas y obras son analizados por Lukács.
Por último, analizando en el período imperialista (1890), Lukács examina la
tendencia filosófica dominante: la de las filosofías de la vida (lebensphilosophie), desde
Dilthey, Simmel, Max Scheler, Max Weber, y finalmente, a los existencialistas Heidegger
y Jaspers. Lukács ataca con virulencia el creciente irracionalismo que, a su juicio, es una
justificación ideológica de los valores de la sociedad, conduce al escepticismo y al
relativismo moral, y pudre los cimientos del conocimiento y de todos los valores,
exaltando los valores irracionales que el totalitarismo nazi hizo suyos.
A la altura de 1953, piensa que las masas ya no renunciarán al derecho de servirse
de la razón en su propio interés y en interés de la humanidad, "al derecho a vivir en un
mundo racionalmente gobernado y no en medio del caos de la locura de la guerra" (final
de El asalto a la razón).
181
objetividad y la imparcialidad. Popper, que se califica a sí mismo de crítico, llama a su
postura fiabilismo crítico y progresivo. Ser racional equivale a formular claramente
ciertos objetivos y explorar los mejores medios de realizarlos y esto es algo que resulta
válido tanto para la investigación teórica como para la práctica.
Las críticas expresas de Popper a las posturas irracionalistas fueron realizadas en su
libro: La sociedad abierta y sus enemigos (1945), obra clave para conocer su
pensamiento político. En ella, Popper se propone explicitar las "miserias intelectuales del
nazismo y del stalinismo", producto político de una tradición intelectual que nació en
primera instancia de Hegel y de Marx, pero que tiene su antecedente más remoto en
Platón, donde a su juicio aparece el tribalismo y el totalitarismo. También critica al
historicismo por ser una filosofía reaccionaria que defiende la sociedad cerrada, en la
medida en que esta postura considera que la historia humana se desarrolla en su
integridad mediante leyes férreas que no permiten planes racionales de reconstrucción
social.
Al igual que rechaza la epistemología autoritaria, Popper repudia también la filosofía
política autoritaria y se propone construir una no autoritaria sobre una determinada base
epistemológica. La propuesta institucional de Popper se reduce a lo que llama una
sociedad abierta frente a una sociedad cerrada. Por sociedad cerrada o tribal entiende una
determinada clase de sociedad fundada en tradiciones, costumbres y tabúes aceptados
incuestionablemente. Sus miembros carecerían de la capacidad crítica racional para
asumir responsabilidades personales por sus decisiones. Una sociedad abierta sería
"racional y crítica" y se caracterizaría por la fe en la razón y en la libertad, pues sus
miembros resolverían sus diferencias y problemas por medio de la discusión y la crítica.
Partiendo de la idea del fiabilismo humano, la sociedad abierta propiciaría la
confrontación de alternativas entre las que elegir para lograr la solución política más
favorable. Aplicaría el método que él llamó: "ingeniería social fragmentaria", que entraña
la actitud racional propia de la sociedad abierta.
Popper cree en la razón, aunque no piensa que sea fácil o que todos los hombres
sean siempre razonables. Tampoco cree que podamos elegir entre la razón o la violencia,
sino que la razón es la única alternativa al empleo de la violencia y no duda que sea un
delito recurrir a la violencia cuando puede evitarse. Considera absolutamente necesario
trabajar a favor de una sociedad más racional y un deber encaminarnos hacia ella. A los
embates de cualquier irracionalismo, Popper (1957: 408) opone una "fe irracional en la
razón", una defensa del racionalismo entendido como la disposición a escuchar los
argumentos críticos y aprender de la experiencia. Para Popper la actitud racionalista es
muy semejante a la actitud científica, a la creencia de que en la búsqueda de la verdad
necesitamos cooperación. En la actitud racionalista se tiene más en cuenta el argumento
que la persona que lo sustenta, pues la argumentación es la base de la razonabilidad.
Reconoce que la ruptura entre los racionalistas y los irracionalistas nunca ha sido tan
completa como en nuestros días y en ese conflicto se declara enteramente al lado del
racionalismo, pues cualquier exceso en esa doctrina es inofensivo si se lo compara con el
exceso equivalente en la doctrina contraria.
182
Lógicamente Popper distingue diversas clases de racionalismos El racionalismo no
crítico o comprensivo es el de aquel que no acepta nada que no pueda ser defendido por
el razonamiento o la experiencia. Aquí y desde el punto de vista lógico, el irracionalismo
es superior al racionalismo no crítico. Esta clase de racionalismo ha de ser descartado por
ser lógicamente insostenible, pues el racionalismo no es autónomo, no puede apoyarse a
su vez en ningún razonamiento o experiencia. Por tanto, se descarta un racionalismo
comprensivo, debido a que todo aquel que adopte la actitud racionalista lo hará porque
ya ha adoptado previamente, sin razonamiento alguno, algún supuesto, decisión o
creencia que Popper (1957: 414) llama fe irracional en la razón. Popper opta por un
racionalismo crítico que admite sus limitaciones y reconoce que en su base está una
decisión irracional.
La cuestión es que, a juicio de este autor, según se adopte una forma de
irracionalismo más o menos radical, o una forma mínima, lo que llama racionalismo
crítico, variarán tanto nuestras actitudes ante los demás como los problemas de la vida
social. En este punto preciso, en el análisis de las consecuencias de las dos alternativas:
racionalismo e irracionalismo, es donde se expresan las críticas de Popper a la actitud
irracionalista. Su postura no deja lugar a dudas en el texto que sigue:
183
racionalismo crítico supone la idea de que todos podemos cometer errores que los demás
pueden señalar o que podemos llegar a descubrir con la ayuda de los demás. Así la fe en
la razón no es solo la fe en mi razón por muy consciente de sus limitaciones que sea, sino
también en la de todos los demás, reconociendo que el adversario tiene derecho a
defender sus argumentos; ello supone el reconocimiento de la tolerancia. Por el contrario,
el irracionalismo, al rechazar cualquier razonamiento posible, tiende al dogmatismo. En
definitiva, el ataque de Popper contra el irracionalismo adquiere un carácter moral y
tacha de irresponsabilidad intelectual mantener un misticismo que se evade en los sueños
y busca el misterio allí donde no se debe, que trata de regresar al hogar patriarcal o que
espera que sus límites sean los de nuestro mundo. Así se explica que Popper califique al
irracionalismo de enfermedad intelectual de nuestro tiempo, pues lo que socava la fe en
la razón no puede contribuir a establecer la hermandad entre los hombres.
¿Qué decir hoy de la lectura de Lukács y de Popper? Ciertamente muchas de las
doctrinas propuestas por algunos irracionalistas han tenido efectos, al menos,
inquietantes. La desintegración de la imagen del mundo y la impresión de la falta de
sentido de las cosas, no parece de antemano que conduzca a soluciones constructivas.
Sin embargo, el peso que Lukács atribuye a los pensadores irracionalistas en los
movimientos sociales y políticos parece excesivo. Más matizada en principio es la postura
de Popper cuando analiza los fundamentos teóricos de las posturas racionalistas e
irracionalistas, pues no deja de reconocer que todo racionalismo se apoya en el
reconocimiento previo de algo irracional, cuestión que ya había adelantado Pascal. De
hecho, él mismo define su postura de fe en la racionalidad, empleando las palabras
"razón" o "racional" de un modo emotivo. Sin embargo, parece excesiva su condena
poco matizada a las consecuencias del irracionalismo, al que hace deudor, en caso de
conflicto, del crimen y la barbarie, de oponerse a la igualdad entre los seres humanos y
de evadirse de las transformaciones necesarias de la realidad, con sueños místicos que ve
misterios donde no los hay. Popper piensa que no hay conflictos que seres racionales no
puedan resolver, lo cual supone abstraer la razón de la compleja personalidad humana,
ocuparse de ella como si se tratara de una facultad absolutamente independiente de otros
factores. No hay que olvidar que los conflictos de intereses generan sospechas mutuas
que impiden abordar los temas con una total imparcialidad y situarse en la perspectiva del
contrario. La teoría general de la crítica racional, aplicada a la vida política, peca de
ingenuidad, pues considera la sociedad como si fuera una comunidad de científicos que
debaten desinteresadamente sus diversas teorías, de ahí que el proyecto de un
racionalismo crítico no esté exento de utopía. El sujeto humano es un agente encarnado
que actúa en un contexto que jamás se podrá objetivar de un modo absoluto y en el que
hay motivaciones que nunca serán controladas en su integridad (R. Tarnas).
Los irracionalistas no pensaron que el empleo de la violencia fuera la alternativa para
resolver los conflictos (Schopenhauer), ni que no hubiera que trabajar por una sociedad
más justa, ni que había que dejar de querer transformar el mundo externo e interno en
algo armónico y bello (Nietzsche). Además, sus actitudes de sospecha contra la aparente
neutralidad de los cálculos de la razón en los asuntos humanos, parecen ajustarse a la
184
realidad de los continuos conflictos que entretejen la convivencia social, que muestran
cómo, al actuar, la inteligencia no hace otra cosa que presentar los motivos a la voluntad.
Estos no se resuelven con los análisis de laboratorio, pues las leyes lógicas sólo valen
como un medio metodológico de utilidad limitada. Se exige la colaboración no sólo de
nuestra dimensión racional, sino también de la volitiva afectiva. Para resolver los
conflictos, sin duda hay que argumentar, dialogar y pactar, pero también hay que querer,
desear realmente que los conflictos se disuelvan por este procedimiento. W. Benjamin,
vinculado a la escuela de Francfort y víctima del fascismo ya dijo en su día que la
resolución no violenta de los conflictos estaba en "dondequiera que la cultura del corazón
hubiera hecho accesible medios limpios de acuerdo". Hoy cada vez son más los que
reivindican la importancia de lo que llaman "hábitos del corazón" en el plano moral
(Belhach).
Además, habría que objetar que, si hoy se habla de un racionalismo crítico y se
desdeña como imposible un racionalismo omnicomprensivo, no han sido ajenos a este
proceso los autores irracionalistas. Ellos señalaron algo más que fronteras a lo racional, y
contribuyeron a hacer bajar del pedestal al falso ídolo de la razón ilustrada. También
fueron los irracionalistas quienes advirtieron que en la base de toda construcción racional
se hallaba algo no racional (Pascal), y que los primeros principios de la racionalidad no
son racionales. Fueron ellos quienes contribuyeron con sus sospechas y filosofía a
martillazos a romper unos valores dominantes, cuyos oscuros porqués se habían ya
olvidado, erigiendo al tiempo unos nuevos valores e ideales con la convicción de que la
afirmación del mundo no puede estar totalmente separada de una transfiguración estética.
Antes de exponer la deuda con los autores irracionalistas, se recordarán las
contribuciones más significativas de sus representantes modélicos: Schopenhauer,
Nietzsche y Kierkegaard.
185
del papel del corazón como aquello en lo que se fundamentan nuestras más excelsas
construcciones racionales (Pascal). Dentro de la propia Modernidad, incluso en el Siglo
de la razón y de las Luces, no dejaron de oírse voces que proclamaban la esclavitud de la
razón a las pasiones (Hume) o la importancia del sentimiento interior en nuestra vida
moral (Rousseau). No es de extrañar la quiebra de los ideales ilustrados y de los sueños
de la razón llevada a cabo entre otros por los pensadores románticos, que otorgaron un
lugar privilegiado a la intuición, el sentimiento y la experiencia artística. La importancia
de los autores aquí señalados reside en las tradiciones de pensamiento que generaron,
más que en su estricta pertenencia al grupo de los irracionalistas (salvo el caso de
Pascal), pues no es posible plantear un concepto de lo irracional que sea válido para
todos los momentos de la historia. El irracionalismo como tendencia contemporánea se
desarrolló plenamente en las filosofías de Schopenhauer, Nietzsche y Kierkegaard.
Schopenhauer supone un punto de inflexión en la trayectoria racionalista del
pensamiento occidental. Desde la tragedia griega al romanticismo, ha habido una serie de
pensadores y corrientes que, como acaba de verse, han ido destacando diversos aspectos
y enfoques de esa poderosa fuerza irracional que condiciona el pensamiento y la vida
humana. Puede decirse que, en un determinado momento, las dos direcciones,
racionalista e irracionalista, chocan en dos autores que llevan a la máxima tensión sus
respectivos puntos de vista. Son Hegel y Schopenhauer, respectivamente. En el primero,
el racionalismo idealista llegó al paroxismo, al postular la idea absoluta como fondo y
ámbito de desenvolvimiento de lo real. Hubo pues una identificación entre racionalidad y
realidad: todo lo real es racional y todo lo racional es real. Es aquí donde culmina el
pensamiento racional de Occidente.
Este es el telón de fondo frente al cual desarrolla Schopenhauer su filosofía. Para él,
el verdadero núcleo al que se reduce toda realidad es voluntad, no razón; ésta es un mero
epígono que le salió a aquélla en un pequeño y tardío ámbito de su expansión
fenoménica: la inteligencia humana. La metafísica schopenhaueriana consiste en el
rechazo de la interpretación intelectualista del mundo, o sea, en el primado de la voluntad
sobre el intelecto. Esto supone que la cosa en sí, la esencia de lo real, es voluntad. Por
ser la cosa en sí, la voluntad está emancipada del principio de causalidad; por
consiguiente no es efecto de ninguna causa. Es libre estando fuera del espacio y el
tiempo. Los fenómenos del mundo sensible son un conjunto de objetivaciones
jerarquizadas donde se manifiesta esa voluntad. Ésta es la cosa en sí que crea y mantiene
las cualidades del mundo sensible. Tal es el carácter metafísico, orgánico y absoluto de la
voluntad: el universo entero es su objetivación.
La naturaleza de la voluntad es aspiración infinita e insatisfecha, sin principio ni fin.
Ella carece de objetivo final. Su esencia es querer sin satisfacerse nunca. Todos los seres
son sus manifestaciones fenoménicas efímeras, sometidas al devenir; nacen y mueren en
un proceso tan ciego como interminable. Pero en un pequeño reducto de la voluntad
nace una luz capaz de poner fin a ese ciego impulso. Es la inteligencia humana. Mediante
ella, el hombre puede emanciparse del yugo de la voluntad cuya máxima expresión es la
propia individualidad y así se le abre el reino de las ideas y del nirvana liberador.
186
Normalmente, la inteligencia en el hombre trabaja al servicio de la voluntad, de los fines
que ésta le propone. Pero puede sustraerse a esa esclavitud y actuar con independencia;
es entonces cuando se niega a las apetencias e impulsos individuales para acceder al
ámbito de la libertad trascendental y las esencias puras.
Esta liberación tiene varias formas de realización. Una es la estética. Por ella la
inteligencia del hombre se desprende del conocimiento vinculado a intereses individuales
y llega al conocimiento universal de las ideas. Pero este conocimiento universal no es
abstracto, es intuitivo; hunde sus raíces en la fuerza viva de la voluntad aunque se
desprenda del egoísmo de ésta. La experiencia estética es una liberación del yugo de la
voluntad; pero es sólo provisional. Después de esa maravillosa experiencia, el artista cae
de nuevo en el mundo caótico de la multiplicidad y de los intereses y ha de emprender
una y otra vez el vuelo hacia el mundo de las ideas. La liberación definitiva es la ética.
Por ella, el hombre, mediante la compasión, hace suyo el dolor ajeno y eso le lleva a
romper los muros del egoísmo individual y, por tanto, a compartir ese único ser que, en
el fondo, somos todos. Esto lleva consigo el precio de aceptar el dolor propio y ajeno y
de renunciar a la afirmación de la propia voluntad.
Tal conclusión es la que Nietzsche rechazó de plano a pesar de aceptar el
fundamento y punto de partida del pensamiento de Schopenhauer. Tanto uno como otro
tenían un frente común: el endiosamiento de la razón llevado a cabo por Hegel. Los dos
se propusieron rescatar el valor de la voluntad y de la vida como núcleo esencial de la
realidad del que todo nace y al que todo se reduce. Pero sus trayectorias tenían que
chocar porque el talante de cada uno de ellos y su actitud última ante el enigma de la vida
eran en extremo diferentes. La esencia de la voluntad, para Schopenhauer, era algo
oscuro, infinito, insaciable. La aventura humana consistía, para él, en seguir la tenue luz
de la inteligencia para negar esa voluntad cuya especial concentración se manifiesta en
nuestra individualidad. De ese modo, el hombre accede a un mundo de belleza y bondad
lejano al espectáculo de dolor y lucha que ofrece el mundo sensible del devenir.
Partiendo de esta misma voluntad, Nietzsche postula una profunda afirmación de la
misma, ya que su ámbito de manifestación es la única y verdadera realidad: la del mundo
en que vivimos y del que formamos parte. A diferencia de Schopenhauer, para quien el
mundo era una manifestación de fuerza ciega y brutal, librada del completo caos por un
frágil e inexplicable equilibrio, para Nietzsche, en cambio, es un torrente de fuerzas que
se mantienen en armonía gracias al equilibrio de creación y destrucción que estas fuerzas
mantienen entre sí. De esta manera, el mundo aparece como un eterno devenir,
autosuficiente, en el que esa inmensa energía va cambiando de formas, renovándose sin
cesar y retornando eternamente sin ganar ni perder en el tiempo. Nosotros somos parte
de esa energía y la aparición del hombre en el mundo es una llamada a la afirmación
gozosa y participativa en el desenvolvimiento de esa fuerza y esa vida. El mundo tiene su
propio equilibrio y, contemplado desde fuera, lejos de toda visión egoísta e interesada, su
espectáculo es tan grandioso que sería el deleite de un dios epicúreo: un prodigio de
fuerzas en armonía. Tal es el sentido de la vida humana: insertarse en ese orden y
afirmarlo con entusiasmo.
187
Nietzsche no era pesimista como Schopenhauer respecto a la naturaleza última de
esa voluntad en que consiste el mundo; por eso, su profunda y verdadera postura es
afirmarlo, como la de Schopenhauer es negarlo. Pero esa afirmación de Nietzsche no es
un entusiasmo irracional. El hombre ha de participar activamente en ese devenir. Y ha de
hacerlo animado por la fuerza dionisíaca de una afirmación de la vida, sí, pero
modelada por la luz apolínea de la inteligencia. Si Schopenhauer echa mano de la
inteligencia para negar la voluntad, Nietzsche ve en ella no sólo un medio, sino un
elemento esencial para llegar a una realización armónica de la vida humana. No basta la
fuerza bruta. La vida es la fuerza dionisíaca, el fondo real; pero es preciso que esa
fuerza, en manos del hombre, sea modulada conforme a la belleza de la luz apolínea. El
hombre es un creador que toma en sus manos la arcilla o la roca y hace de ellas obras de
arte. Tal es la misión del hombre en la tierra: crear valores, transformar el mundo interno
y externo en algo armónico y bello, hacer del desierto un espléndido jardín. Y en esto ha
de poner a tono su capacidad de utilizar equilibradamente las dos fuerzas: la apolínea y la
dionisíaca, la luz y la fuerza, el poder de creación y el de destrucción. El orden del
universo ha de reflejarlo el hombre en su propio ámbito, especialmente en el axiológico,
el moral, artístico, político y social.
Es desde aquí desde donde proclama Nietzsche la transmutación de los valores que
es preciso realizar. La moral y la religión han hecho enfermar al hombre precisamente
por cercenar en él la vigorosa afirmación de la vida; esto le ha llevado a una ascesis
nihilista que ha renegado del mundo verdadero, el visible, y ha fabricado mundos
invisibles e imaginarios. Esto ha empobrecido y alienado al ser humano poniendo lo
mejor de sí mismo en un lugar engañoso e inexistente. Al hombre hay que restituirlo,
haciéndolo soberano de su destino y de su misión en el mundo. Someterlo a poderes
sobrenaturales es cercenar su libertad en el ejercicio de su actividad más noble: la de la
creación de valores.
Esta larga domesticación y envenenamiento, llevada a cabo por la religión y la moral
por muchos siglos, ha hecho que la mayoría de los hombres se haya plegado a esos
postulados y que muy pocos se hayan atrevido a rebelarse contra este estado de cosas,
exigiendo la independencia que requiere su noble misión en el mundo. Nietzsche cree que
son muy escasos los individuos capaces de ver con claridad este determinismo alienante
y de alzarse contra él. Pero esos pocos hombres son la flecha que apunta el sentido de la
historia y la evolución humana. Son la cúspide de la pirámide sostenida por la gran base
de la mayoría. En ellos se muestra la realización, nunca completa, de la perfección
humana.
Aquí aparece una vez más el contraste del pensamiento de Nietzsche con el de
Schopenhauer; para éste, la realización más plena del hombre consistía en la eliminación
de los rasgos individuales para acceder a una experiencia común del ser. Para Nietzsche
esa realización consiste en una afirmación de la autonomía individual referida a la
realización de un valor que hace al individuo descollar sobre la pobreza igualitaria de la
mayoría. Aquí las individualidades cultivadas son la expresión plurifacética de la
naturaleza humana que muestra su creatividad en los diversos ámbitos de realización
188
axiológica.
Por esta marcada afirmación del individuo en Nietzsche, puede verse un hilo
conductor de su pensamiento con el de Kierkegaard. Para los dos, el individuo es la
expresión y realización más perfecta del ser. La razón no puede penetrar en la esencia de
la individualidad humana. La existencia, y en especial la del hombre, es el frontón donde
se estrella la capacidad de la razón de dar una explicación omnicomprensiva, asignando a
cada ser su lugar en un plan preconcebido por ella. Tanto Kierkegaard como Nietzsche,
pero con más ahínco el primero, ponen en quiebra la construcción hegeliana según la cual
el individuo agota su sentido como elemento de construcción de una totalidad; su función
es pues subsidiaria de ésta. Pero, para Kierkegaard, el individuo no es la célula de un
organismo ni el elemento de un todo, sino la realidad plena y última, en torno a la cual,
todo lo demás adquiere sentido. La realidad individual no es irracional por negar la razón,
sino por superarla. La existencia individual, en especial la humana, es irreductible al
pensamiento. Más bien éste es una consecuencia de aquélla. Así la existencia adquiere
una autonomía ontológica ante la cual la razón tiene que enmudecer.
Pero la existencia humana, a pesar de su autonomía suprarracional, no tiene
independencia. El ser humano no lleva en sí su propio fundamento. El fondo en el que
hunde sus raíces la existencia humana es, para Kierkegaard, la realidad divina. Es en
contacto con el "Tú" divino como adquiere consistencia y sentido el "yo" humano. La
existencia humana, a pesar de su religación a la divina, aparece como un don gratuito,
como un regalo inexplicable; la razón no puede dar motivo de ella. Sólo la bondad divina
hace que la existencia humana aparezca de manera gratuita. Pero esta religación no
conlleva esclavitud por parte del hombre. Puesta la existencia humana en el mundo, ésta
es libre aunque con libertad limitada. El hombre no es libre para darse la existencia a sí
mismo, sino para darle sentido. Por eso el ser humano puede libremente aceptar su
religación a Dios y nutrirse de ella o puede desvincularse y llevar una existencia aparte.
Esto último es, en Kierkegaard, el pecado y la desesperación. En cambio la aceptación de
la religación a Dios llena de contenido la existencia humana potenciándola incluso al
mayor nivel ético. En contacto con el "Tú" absoluto, el yo humano adquiere una
dimensión insondable que hace de él un ser único e irremplazable. Esa religación es la
plenitud existencial. Justamente por esa misma religación, el hombre siente un ansia de
infinito que nunca colma y que le da el "pathos" característico existencial. A pesar de ser
libre y autónomo, el hombre tiene un ansia de plenitud que no puede colmar. Y ha de
aceptar ese vacío como condición de crecimiento y de grandeza existencial.
Como era de prever, el hombre se sintió tentado de cortar ese cordón de religación a
Dios, para acceder a una existencia plenamente libre e independiente. Tal es la postura de
una gran parte de los pensadores existencialistas, que, por este camino, llegaron a una
concepción trágica y absurda de la existencia humana. El hombre ha caído en la
existencia, sin razón que pueda justificarla. Existir es algo inexplicable, suprarracional. Es
preciso que el hombre haga frente a este reto intentando darle un sentido sabiendo que,
en el fondo, está solo, que no puede compartir ese destino para hacerlo más llevadero.
Tal es el existencialismo trágico y del absurdo que es derivación del de Kierkegaard, pero
189
cercenada la religación del hombre con Dios.
En la filosofía de nuestro siglo, todo lo que circula bajo el nombre de filosofía de la
existencia no es pensable sin Kierkegaard. La soledad, el absurdo, el miedo y la angustia
como hechos constitutivos originarios del ser humano de los que habló Kierkegaard, se
vuelven a hallar en los existencialistas y en los pensadores del absurdo y se hacen visibles
en el arte contemporáneo y en la literatura dramática, especialmente a partir de 1945.
Hay que recordar que de todos los momentos históricos decisivos del mundo moderno,
sólo las guerras mundiales rivalizaron con la conmoción causada por la Revolución de
1789. Efectivamente, nada fue igual después de la amplitud y los efectos de esas guerras,
que quebraron las visiones de un progreso indefinido por medio del saber y la técnica, y
mostraron los más profundos y oscuros abismos del exterminio y la degradación. El siglo
XX no ha desmentido esta realidad. La realidad de los contrastes de las guerras y de la
paz, de las intolerancias de todo signo, de las agresiones internacionales, pero también de
las declaraciones universales sobre los derechos humanos, desde 1948.
Dadas las trágicas dimensiones de los acontecimientos contemporáneos, no es de
extrañar que los narradores del siglo XX se dedicaran cada vez más a describir a
individuos atrapados, confundidos hasta la perplejidad, enfrentados a la implacable
impersonalidad del mundo moderno, ya fuera la sociedad mecanizada de masas, ya el
cosmos sin alma (R. Tarnas). La escisión de lo dionisíaco (afirmación de la vida) y lo
apolíneo (luz de la inteligencia) se expresó en la literatura y las artes, que mostraron los
efectos de desenterrar las raíces más recónditas de nuestra existencia, las cosas que se
producen sin conciencia y obedecen al impulso del sentimiento y del instinto. De hecho,
la novela del siglo XX se ha caracterizado por un constante cuestionamiento de sus
propias premisas y por una incesante interrupción de la coherencia narrativa e histórica.
Así, en cierto modo los pensadores del absurdo y, en especial Kafka, se pueden
identificar con nuestro tiempo como Shakespeare se identificó con el suyo. Este escritor
del absurdo fue un profeta que supo adelantarse a lo que estaba pasando, registrando con
lupa todos aquellos conflictos que muestran que la vida puede llegar a ser más
complicada de lo que creemos e incluso tememos, asombrándose de la evidencia de lo
monstruoso. Pesimista clarivente, como Schopenhauer, Kafka desveló los lados sombríos
de la existencia humana. La tragedia de la existencia no puede paliarse y hay que
detenerse, escudriñar hasta en el mismo infierno para evitar los engaños y ensueños, en
un estado de permanente vigilancia. Así, los pensadores del absurdo llamaron a la
lucidez, la autocrítica y la independencia, sustituyendo la demostración por la mostración
(Wittgensstein). Para ellos, como para los filósofos irracionalistas, el verdadero amor a la
sabiduría conduce al descubrimiento descarnado de la locura del mundo y el
reconocimiento de la contingencia y de la finitud humana. Pues si bien la razón procura,
como un burócrata diligente, ordenar cuidadosamente todas las experiencias,
imponiéndoles el esquema de la lógica como un formulario que hay que cumplimentar
necesariamente, la sinrazón, por su parte, se expresa y se subraya en las constantes
incoherencias de la vida humana, que muestran que el llamado mundo civilizado es en
ocasiones "una gran mascarada". Frente a la seguridad racional y la reivindicación de la
190
autosuficiencia, los filósofos irracionalistas vieron en la vida una tragedia, en ocasiones
cruel y profunda, de una irracionalidad ciega; afrontaron con coraje la finitud, sin
disfrazarla con la construcción de sistemas que aportan un falso consuelo. De ahí que, en
ocasiones, sólo la creación y el arte ofrezcan la fuerza necesaria para afrontar el dolor de
la vida.
Pudiera pensarse que el descubrimiento de los abismos tiene efectos perversos y
genere una indiferencia que anule las posibles opciones de transformación. Ciertamente,
para los irracionalistas hay que explicitar esas incoherencias, destruir las máscaras para
evitar el engaño, descubrir los intereses que mueven a los más fríos cálculos racionales.
Pero, de algún modo, expresar lo absurdo también permite rebelarse y permanecer fiel a
la tierra, en el sentido que formuló Nietzsche. Evita perder el impulso de la libertad, cuya
carencia convierte en inhumana hasta a la misma justicia (Kafka y Camus). Para los
pensadores del absurdo, el ser humano es profundamente pecador, pero lo es no sólo por
comer del árbol del conocimiento, sino también y, sobre todo, por no haber comido
todavía del árbol de la vida (Schajowiz, 1979: 328).
Con los irracionalistas y los pensadores del absurdo que defendieron el valor de la
voluntad y de la vida como núcleo esencial de la realidad, se legó algo nuevo al mundo.
En palabras de Elias Canetti, un riguroso sentimiento de la cuestionabilidad del mundo,
que no va acompañado de odio, sino de un profundo respeto por la vida. De este modo,
se unen dos actitudes afectivas: el respeto profundo y la cuestionabilidad más sincera. En
definitiva, después de descender a los infiernos y enfrentarse a las tinieblas, es posible,
eventualmente, descubrir una nueva aurora. Para algunos irracionalistas, el pensamiento
del mediodía permite crear nuevos valores, transformar el mundo interno y externo en
algo armónico y bello (Nietzsche y Camus), e incluso recuperar una religiosidad creadora
y el sentimiento de lo sagrado (Schajowiz). Así el ser humano descubre que la esencia
del mundo es voluntad (Schopenhauer y Nietzsche) y, como los héroes trágicos, se
reconcilia y llega a amar incluso hasta lo fatal (amor fati).
191
sentenciaba: "desconfío de todos los sistematizadores y los eludo". Si hasta entonces, el
quehacer filosófico se identificaba con la voluntad de sistema y se negaba el calificativo
de filósofos a pensadores como Pascal, Montaigne o Unamuno, después de los autores
irracionalistas, la filosofía tuvo que ampliar sus modos de expresión, insistiendo en el
ensayo más que en el tratado y ejemplificando unos nuevos modos de hacer filosofía,
orientados a ampliar perspectivas y, por tanto, igualmente legítimos, pues el contenido
filosófico se traduce en que un problema remite a todos los demás. Los irracionalistas
mostraron que hay una relación estrecha entre lo que se dice en filosofía y el modo en
que se dice, se elabora y expresa. El more geometrico puede tener eficacia en la ciencia,
pero no siempre se ajusta al fluir de la vida y la historia (Ortega y Gasset).
Los efectos de las filosofías irracionalistas fueron visibles no sólo en la filosofía,
pues, en cierto modo, donaron un nuevo estilo de cultura, donde lo lógico racional se
relegaba a los dominios de las ciencias formales o a las aplicaciones técnicas.
Actualmente, se reconoce el peso indudable que tienen los elementos irracionales en
cualquier actividad humana: en la percepción estética, en las creencias, en los
compromisos políticos y sociales, e incluso en la actividad técnica y científica, donde
subsiste, una confianza, una fe, en ocasiones ciega, en los recursos y alcance de la razón.
Es más, en los más sinceros elogios a la razón también puede haber una ovación y
discurso emotivo que choca con el estricto criterio de la racionalidad, como se ha podido
comprobar en el caso de las críticas de Popper a los irracionalistas. J. Grenier, maestro
de Camus y a su vez discípulo de Schopenhauer y Nietzsche, pensaba que incluso el ser
humano cuando se compromete lo hace siguiendo un impulso irracional, sin saber
exactamente por qué motivo se ha comprometido; y es que una mera teoría, por sí sola,
no implica un compromiso.
Para terminar, hay que reconocer que el irracionalismo contemporáneo sin duda no
ha sido sordo a la relativización que la misma razón sufría en otros órdenes de saberes
(biología, física, incluso matemáticas), donde se otorgaba un creciente espacio a la
relatividad, al azar y a las paradojas. En el campo de las ciencias humanas, fueron
especialmente la antropología y también la psicología (Freud, Jung y Adler) las que
contribuyeron a ampliar las fronteras de las zonas oscuras pero poderosas y reales de la
psique humana, que en muchas ocasiones se sirve de la razón para justificar sus
acciones, cuyos verdaderos motivos quedan ocultos para la conciencia.
Los filósofos irracionalistas no renunciaron a clarificar y elucidar, no invitaron a un
saber hermético e intransferible del que no es posible hablar y que tapa los agujeros que
abren las contradicciones o incoherencias con las que se enfrenta el discurso racional
filosófico. No hay en su llamada a la lucidez una negación de la razón, sino a un modo de
entenderla por los autores racionalistas, una razón excesivamente intelectualista, ajena a
la vida y desconocedora de sus trampas, engaños y excesos. En definitiva, las filosofías
irracionalistas de los siglos XIX y XX ofrecieron un saludable contrapunto a lo que hoy
nos parecen cándidos cantos al poder de la razón ilustrada, a esa diosa idolatrada por la
república de la virtud y del terror. Los irracionalistas contribuyeron a demoler el
exclusivismo de la razón preconizado por el racionalismo, la concepción de una razón
192
instrumental y omnicomprensiva, una razón que aislada no puede vencer, una razón
prisión, sierva aunque se quiera dueña. Participaron de algún modo en la construcción de
una razón abierta, una razón "vital" e histórica, con pluralidad de voces, una razón
compleja, progresiva y fronteriza, una razón humana que sabe que lleva en sí misma la
fuerza para corregir los excesos que puede cometer y volver a comenzar los itinerarios
siempre nuevos. Sin caer en los extremos de los racionalistas e irracionalistas, ya no es
posible hablar de un sujeto pensante, desarraigado de sus creencias, vivencias y anhelos
más profundos (Ch. Taylor). Reducir el ser humano a un simple "animal racional" no
significa elogiarle sino mutilarlo (R. Bodei). Un ser que conoce, ama, siente y decide
indivisamente tiende a una felicidad inconcebible dentro de los límites de la mera razón,
pues nuestras decisiones y nuestros grandes proyectos individuales y colectivos deben
arraigar en la textura de un sujeto, algo más que pensante, donde coexistan y se articulen
las razones, sensaciones, las pasiones y deseos. Ciertamente esa coexistencia no siempre
será pacífica ni armónica. Y precisamente de ahí, de ese frágil equilibrio, de nuestras
debilidades comunes, es de donde nacen las divisiones de nuestras existencias
individuales y las disonancias de la vida social y, finalmente, es de donde surge nuestra
siempre frágil felicidad.
193
Bibliografía
Capítulo 1
Capítulo 2
194
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Capítulo 4
196
HERMENEIA
La tentación pitagórica.
Ambición filosófica y anclaje matemático
Víctor Gómez Pin
El problema de la religión
Jesús Avelino de la Pienda
El enigma de la representación
Alejandro Llano
El tiempo cosmológico
Carmen Mataix Loma
Teoría de la Cultura
Javier San Martín Sala
197
Índice
Portada 2
Créditos 6
Índice 7
Prólogo 10
1 El irracionalismo vitalista de F. Nietzsche 12
1.1. Introducción 12
1.2. Paradigma inspirador del pensamiento de Nietzsche: la tragedia griega 14
1.2.1. El instinto de lucha como manifestación de la voluntad de poder en
15
los griegos
1.2.2. La síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco 17
1.2.3. La tragedia como la más vigorosa afirmación de la vida 20
1.2.4. El arte como sentido último del mundo 22
1.2.5. Primacía de la tragedia sobre el pensamiento filosófico presocrático 24
1.3. Crítica del racionalismo en la historia de la filosofía occidental: desde
26
Sócrates hasta Schopenhauer
1.4. Crítica del concepto racionalista de la filosofía 31
1.4.1. La filosofía nace de los instintos 31
1.4.2. Perfil del verdadero filósofo 33
1.4.3. La filosofia con relación a la ciencia 34
1.5. Objeciones irracionalistas a la metafísica occidental 35
1.6. La gnoseología: el conocimiento como manifestación de la voluntad de
40
poder
1.6.1. Origen instintivo del conocimiento 41
1.6.2. Crítica de la "verdad" 43
1.6.3. Valor instrumental del conocimiento 46
1.7. Crítica de la moral judeo-cristiana 48
1.7.1. Historia de la moral occidental 48
1.7.2. Génesis de la moral 52
1.7.3. La inmoralidad en relación con la naturaleza 55
1.7.4. Crítica del ideal ascético 57
1.8. Una nueva y entusiasta configuración de la existencia 60
1.8.1. La voluntad de poder o afirmación del mundo y de la vida 60
1.8.2. La transmutación de los valores 63
198
1.8.3. El superhombre 66
1.8.4. El eterno retorno 68
1.9. Influencia de Nietzsche 70
2 El irracionalismo existencial de S. Kierkegaard 74
2.1. Introducción 74
2.2. Función subsidiaria del pensamiento en la metafísica 77
2.2.1. Primacía de la existencia sobre el pensamiento 77
2.2.2. Unión de ser y pensar en el sujeto existente 80
2.2.3. Características del "pathos" existencial 82
2.2.4. Valor metafisico del individuo 86
2.3. Configuración irracionalista de la gnoseología 91
2.3.1. Prioridad de la subjetividad sobre la objetividad 91
2.3.2. Dialéctica e interioridad 96
2.3.3. La verdad como pasión 100
2.4. Estructura suprarracional de la antropología 102
2.4.1. La discordia entre cuerpo y espíritu 102
2.4.2. El irracionalismo de la angustia y la culpa 108
2.4.3. La libertad que trasciende la razón 113
2.5. El papel subordinado de la razón en los estadios de la existencia 117
2.5.1. El estadio estético 117
2.5.2. El estadio ético 123
2.5.3. El estadio religioso 127
2.6. Superioridad de la existencia cristiana frente a la razón 132
2.6.1. La paradoja de la fe cristiana 132
2.6.2. Aspecto existencial del cristianismo 136
2.6.3. Independencia y superioridad de la fe respecto a la razón 138
2.7. Influencia de Kierkegaard 143
3 Los pensadores del absurdo 148
3.1. Kafka: testigo del absurdo y la irracionalidad de la existencia 150
3.1.1. Kafka: la escritura como pasión de existir 150
3.1.2. La dislocación de la existencia. La inadapatación y la cosificación 152
3.1.3. La falta de sentido de la llamada normalidad 155
3.1.4. La insignificancia de todo acontecer humano 156
3.1.5. La ausencia de soluciones 157
3.1.6. Un mundo de sombras 159
199
3.2. Camus: del absurdo como punto de partida a la rebelión como respuesta 161
3.2.1. La preocupación por lo absurdo en Sartre y Camus 161
3.2.2. La lógica del absurdo: el suicidio 164
3.2.3. La vida mecánica y el despertar 165
3.2.4. El sentimiento de absurdo 167
3.2.5. La irracionalidad del mundo 167
3.2.6. La irracionalidad humana 168
3.2.7. La noción de lo absurdo 169
3.2.8. Lo absurdo y la dicha posible 169
3.2.9. La rebelión y el dolor del mundo 171
3.2.10. El lirismo dionisíaco y la voluntad de vivir 174
3.2.11. La aceptación del revés y el derecho de las cosas 176
3.3. Aportaciones de los pensadores del absurdo 177
4 Consideraciones finales 179
4.1. Los ataques a los irracionalismos 179
4.1.1. G. Lukács y el "asalto a la razón" 180
4.1.2. G. Las críticas de K. Popper 181
4.2. Las contribuciones de los autores irracionalistas 185
Bibliografía 194
200