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AGUDO RUIZ, Alfonso: Abogacía y abogados, un estudio histórico jurídico, UNIVERSI-


DAD DE LA RIOJA-Egido Editorial, 1997, 287 pp. Prólogo de Antonio Fernández
de Buján.

La obra de A. AGUDO RUIZ, Abogacía y abogados, demuestra la relevancia del estu-


dio histórico-jurídico para comprender y valorar los derroteros del derecho positivo vigen-
te. Esta apreciación podría parecer superflua, incluso incorrecta, desde una aproximación
superficial al trabajo en examen, que en apariencia se limita a analizar un fenómeno socio-
jurídico bien acotado, a lo largo de su evolución en el Derecho romano: la abogacía. Sin
embargo, la monografía profundiza en cuestiones de candente actualidad, suscitando refle-
xiones sobre temas que en estos momentos son objeto de debate: el código deontológico de
la profesión, el sistema que rige los honorarios, el régimen disciplinario, la capacidad nor-
mativa de los colegios, etc.

La línea investigadora del autor contribuye a desentrañar la naturaleza y finalidad de


una institución tan pronto elogiada como denigrada y, cada vez más, rodeada de polémica.
Así, la utilidad del libro es inestimable para quienes contemplando el derecho como fenó-
meno transido de historicidad, afronten un tratamiento critico de la abogacía, o bien pro-
pongan reformas lege ferenda. En otro orden de cosas, la cota de civilización y humanismo
alcanzada por el Derecho romano interpela la probidad de nuestra regulación en algunas
esferas como la litigación gratuita y la paridad en el bagaje profesional de los postuladores.

El autor hace gala de una sorprendente erudición. Destaca asimismo el manejo de


innumerables fuentes jurídicas y literarias, y la profusión de oportunas citas que contrastan
y apoyan la argumentación.

La abogacía dista de ser una noción definible unívocamente en el Derecho romano.


En la época postclásica, queda sólo un leve reflejo de la gratuidad y filantropía, atributos
que adornaban el oficio en su génesis. Sin embargo, persiste una constante: la trascenden-
cia de la persuasión mediante el discurso, aspecto este menos potenciado en la actualidad.

La defensa procesal no ha sido desde siempre una profesión de dedicación plena. En


los albores de la República, se desempeñaba de forma puntual en calidad de officium y se
caracterizaba por la gratuidad y honorabilidad. Estaba llamada a satisfacer exigencias de
justicia, y se ejercía por virtud de la filantropía y buena vecindad entre conciudadanos, que
cultivaban recíprocamente la amicitia. Ese civismo garantizaba la gratificación de los servi-
cios recibidos, no porque estos fuesen debidos a título de deuda sino por el ostracismo que
conllevaba la ingratitud. Este es un buen ejemplo de la vinculación de normas morales
cuando son asumidas voluntariamente por la conciencia social.

Los condicionamientos sociales y culturales de la época determinaron este sistema,


teniendo en cuenta que la amicitia se practicaba entre ciudadanos acomodados, que no
necesitaban ejercer una profesión para subsistir, y cuya única aspiración era incrementar el
prestigio. Por ello, es natural que la progresiva degeneración de la figura del abogado
venga acompañada del intento de las clases menos favorecidas por fraguarse un futuro
mejor.

El predominio del interés económico a comienzos del Imperio redujo la abogacía a


oficio de mercaderes y voceros. De ahí que los emperadores, evocando el espíritu origina-
rio de la profesión, dicten un cúmulo de disposiciones a fin de restaurar su antigua digni-
dad.
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Otra de las peculiaridades del sistema jurisdiccional romano era la distinción origi-
naria entre jurisconsulto (que interviene en la fase in iure preparando los fundamentos jurí-
dicos de la causa) y abogado (que toma parte en la fase apud iudicem y desarrolla la defen-
sa oral). Los abogados romanos son, en principio, legos en derecho. La retórica, sin
embargo, era indispensable para desenvolverse en el foro, persuadiendo a través del discur-
so argumentativo, antes que por el razonamiento jurídico. Este hermetismo entre el aboga-
do y el jurisconsulto se mantuvo hasta la época postclásica, cuando finalmente se tiende
hacia la unificación de ambas figuras, propiciada por la fusión de las fases procesales.
Entonces, la cognición se desenvuelve frente a un magistrado, ante el que se exponen tanto
los hechos como el derecho. Por ello, los abogados deben pertrecharse de una sólida forma-
ción jurídica. Sin embargo, esta asimilación entre jurista y abogado no se alcanzó plena-
mente en la parte occidental del Imperio.

Un interesante logro del sistema procesal romano fue la exigencia de relativa pari-
dad en la profesionalidad de la defensa; se procuraba que los abogados fueran equiparables
en sabiduría y experiencia, para no enfrentar a un avezado e insigne orador con un inexper-
to. Además, se promulgaron normas para dispensar asistencia jurídica a las clases más des-
favorecidas.

El libro, en conjunto, ofrece un magnífico apoyo para abordar un planteamiento crí-


tico objetivo y global de la orientación positiva en vigor, no sólo respecto al ejercicio de la
abogacía, sino también en punto a la formación que precisa el futuro profesional. Es por
ello que a mi juicio, el interés de la obra no se circunscribe a la evolución de la figura del
abogado durante un periodo histórico, sino que subyace una pretensión de mayor calado:
contribuir a la inteligencia y crítica del derecho positivo vigente en la materia, a la luz de su
desenvolvimiento en Roma.

EDUARDO REMÍREZ RODRÍGUEZ


Universidad de La Rioja

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