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Personalidad y educación

En este artículo su autor se centra en una original concepción de la personalidad -


la personalidad cinco estrellas- y en su cultivo desde la institución escolar. En su
opinión, la escuela actual no cuenta con una teoría de la personalidad
suficientemente sólida y aceptada que guíe la acción formativa de los educadores.
Sin soslayar las características de cada etapa del desarrollo y otros poderosos
condicionantes, el autor del texto proporciona una visión armónica de la
personalidad que permite orientar la formación entreverada de cinco aspectos
básicos: sensibilidad, apertura, cordialidad, respeto y responsabilidad, garantes del
despliegue personal saludable y de la convivencia.

Aunque en el lenguaje coloquial se dice, en ocasiones, de alguien que “tiene


mucha personalidad” o que “carece de personalidad”, se trata de expresiones
imprecisas desde la perspectiva psicológica, pues toda persona, más allá de la
nitidez de su manera de ser o de su atractivo, tiene personalidad. En aras del rigor,
ha de señalarse que la personalidad es el conjunto de rasgos individuales que se
poseen y que explican la manera habitual de comportarse.

Aun cuando engloba aspectos morfológicos, generalmente se refiere a la


estructura psicológica, esto es, a la dimensión intelectual, afectiva y volitiva, de ahí
que se manifieste en los pensamientos, sentimientos, deseos y, por supuesto, en
las acciones. La personalidad constituye una globalidad dinámica y adaptativa. Es el
resultado de los factores hereditarios y ambientales. Es relativamente estable y
consistente, pero también experimenta cambios más o menos significativos, por
ejemplo, en función de los acontecimientos biográficos. En contra de lo planteado
por alguna concepción psicológica, la personalidad no está determinada, lo que nos
lleva, por un lado, a reconocer el valor de la libertad, por más que haya
limitaciones, y, por otro, a insistir en la posibilidad de mejora individual.

Entre las condiciones que poseen mayor potencia modeladora de la personalidad


se encuentra, sin duda alguna, la educación. El legado genético no fija el camino a
seguir. El ser humano, a diferencia de los animales o de las máquinas, es capaz de
trazar su propio rumbo con libertad. Enlazando con esta bella noción, aunque pese
a los partidarios de planteamientos pedagógicos mecanicistas y sombríos, la
educación se alza como la genuina impulsora de la autonomía responsable.

La personalidad es como una semilla que, si bien contiene el embrión de la


futura planta, requiere un terreno adecuado y condiciones idóneas para
desarrollarse. Pues bien, la educación ofrece esa posibilidad acrecentadora y
emancipadora. Afirmación a la que nada se puede objetar y que, en cambio, admite
numerosas matizaciones, pues cómo entienda cada cual qué es la educación es algo
que nos llevaría a un tratado interminable repleto de múltiples discusiones.

Retomando el hilo discursivo, se advierte que no es suficiente con nacer con


buenas cualidades físicas o psicológicas. Se precisa, además, administrar de la
mejor manera la herencia, para que se rentabilice y no se derroche. Aunque no me
gusta utilizar metáforas económicas, creo que al estirar el tropo se observa con
claridad que la educación es una buena inversión personal, la mejor de las
posibles.

Temperamento y carácter

Orientados de nuevo por la brújula psicológica descubrimos en nuestro recorrido


por la personalidad dos grandes dimensiones integradas unitariamente:
temperamento y carácter. El temperamento depende sobre todo de la herencia,
tiene raíz biológica y empuja a obrar en una determinada dirección. Es difícil de
cambiar, de ahí que se haya popularizado lo de “genio y figura hasta la sepultura”.
El carácter, sin embargo, está condicionado por el ambiente y se adquiere en el
transcurso de la vida. Es un conjunto de hábitos de comportamiento establecidos
por las influencias sociales, culturales, educativas, etc. Si el temperamento impulsa
a actuar desordenadamente, el carácter controla la conducta y la ordena a la
inteligencia y a la voluntad. Es el caso, por ejemplo, de la persona inclinada a
reaccionar impetuosamente que logra contenerse merced a su carácter.
Temperamento y carácter, más allá de sus diferencias, se imbrican y
complementan.

Espero que el recordatorio anterior ilusione suficientemente y se alejen los


fantasmas del determinismo y del pesimismo, pues como queda dicho la vida no
está programada fatalmente por los genes. Cada cual puede jugar sus cartas de la
mejor forma posible. La personalidad en buena medida se (auto)construye.

Impelidos por un optimismo pedagógico saludable que, evidentemente, no niega


las limitaciones de todo proceso formativo, hemos de reconocer de inmediato el
valor de la educación. Sin ella la personalización quedaría detenida. El ser humano
sin educación queda confinado en los límites de la animalidad.

La persona se descubre en la relación interhumana.

Particularmente en la infancia necesita a los demás para su seguridad física y


para adquirir informaciones, destrezas, actitudes y valores. Sin esa ayuda, cuidado,
afecto y orientación de los adultos no sería posible una vida verdaderamente
humana. La manera de proporcionar el alimento, la calidez, las sonrisas, etc.,
constituyen el repertorio educativo familiar básico que se brinda al neonato y que
paulatinamente, sobre todo con la entrada en la escuela, se torna más complejo,
sistemático e intencional.

El recorrido educativo, más o menos formalizado, se extiende a toda la vida,


pero es en los primeros tramos donde adquiere capital importancia. Por eso las
reflexiones que seguidamente expresamos, enlazadas con el concepto de
personalidad, apuntan a las etapas educativas iniciales. Para empezar, procede
señalar que la impronta de un ambiente educativo rico se refleja en los rasgos
fundamentales del sujeto. La emergente personalidad, al margen de imprevistos
biográficos o de cualquier otra circunstancia incontrolada, se “moldea” en función
de la educación proporcionada. Como cabe suponer, no se trata de esculpir la
personalidad infantil, sino de facilitar que el propio niño asuma paulatinamente el
protagonismo en el proceso de construcción personal.

La personalidad cinco estrellas

Cualquier teoría pedagógica tiene finalidad práctica, pues necesariamente se


encamina a mejorar la educación. La acción formativa se ve así condicionada por
sus fundamentos científicos, pero también por la época histórica. Desde mi punto
de vista, en el contexto sociocultural que nos toca vivir, sólo una educación adscrita
a un paradigma neohumanista puede fomentar una personalidad saludable, por dos
razones principales. La primera, porque otros modelos, pese a sus contribuciones
técnicas, han resultado deficitarios para desplegar la compleja realidad personal.

La segunda, porque el retroceso psicosocial experimentado exige una respuesta


educativa integradora que preste especial atención a la ética.

Debe agregarse que, en la actualidad, el mundo escolar no cuenta con una teoría
de la personalidad ampliamente aceptada que guíe la acción formativa de los
educadores. Quizá esto explique que la escuela, en general, no cultive como
debiera el despliegue integral de la personalidad de los educandos, sino aspectos
aislados. El resultado es una formación artificial e incompleta. Por supuesto, la
pretensión de ofrecer una teoría completa sobre la personalidad, explicativa de su
desarrollo, excede las posibilidades de este artículo. No obstante, y con la oportuna
cautela, me animo a señalar que el referente de personalidad básica a promover
educativamente se define por la siguientes notas: sensibilidad, apertura,
cordialidad, respeto y responsabilidad, que describo a continuación de modo
sumario:

– La sensibilidad es la facultad de sentir. La persona sensible es receptiva a cuanto


acontece a su alrededor, reacciona ante los acontecimientos y vibra con los
sentimientos y necesidades de los demás.

– La apertura refleja la tendencia a actuar conforme a criterios amplios, así como a


aceptar y valorar las diferencias. Esta característica es incompatible con la
intransigencia y cerrazón.
– La cordialidad expresa la orientación afable hacia los otros, tal como se pone de
manifiesto en el trato afectuoso y en la cooperación. La cordialidad verdadera
constituye unos de los fundamentos de la convivencia y, por tanto, debe cultivarse
a diario.

– El respeto nos lleva a mirar al otro con deferencia, esto es, considerada y
cortésmente. En el respeto encuentra su asiento la comunicación personal.
Constituye, por tanto, una ley básica de toda interacción humana cuyo quebranto
torna imposible la relación.

– La responsabilidad equivale a actuar con reflexión y compromiso, así como a


aceptar las consecuencias de los hechos realizados. Equivale a responder a las
demandas de la vida social y a implicarse en la construcción de la convivencia. En
este artículo sostengo que una educación genuinamente humanista favorece el
despliegue saludable de la personalidad, al menos en los cinco aspectos esenciales
citados. Estos rasgos configuran lo que podríamos denominar la personalidad cinco
estrellas, en la que se descubre una clara influencia del modelo de los “cinco
grandes” (big five) factores de personalidad procedente de la ciencia psicológica.
Las características mencionadas se ven matizadas por el influjo de otros factores,
entre los que cabe señalar el impacto de la genética, el proceso de crecimiento o la
circunstancia social. Lo que ha de quedar fuera de toda duda es que una educación
como la propugnada, en un ambiente congruente, permite aprehender la realidad
personal del otro y, a la vez, enriquecer la propia en los rasgos señalados. La
metáfora ofrecida, más allá de su evocación empresarial o publicitaria, permite
ilustrar la organización medular de la personalidad. El compromiso educativo con la
personalidad estelar no debe aplazarse. Así como su cultivo dilata los territorios del
corazón y la cabeza, su desatención formativa reduce considerablemente las
posibilidades personales.

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