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Instituto de Expansión de la Consciencia Humana

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¿QUIERES APRENDER A VOLAR?


(artículo publicado en revista Uno Mismo Nº153, Santiago de Chile, Septiembre 2002)

Alejandro Celis H.
Piloto aficionado

Hay un dicho que dice, “Los ángeles pueden volar porque no se toman en serio: se toman
a sí mismos con liviandad”. Esto suena bien, pero claro, son pocos los que de hecho
dicen haber visto un ángel –y hay tantos locos sueltos que uno no sabe si dicen la
verdad-, así que es fácil descartar escépticamente el dicho y volver nuestra
atención a la “vida real”.

Los “asuntos serios”, el “volver a la realidad” implican, claro, preocupaciones,


tensión, angustia, cálculos respecto al futuro y un conglomerado de sensaciones,
emociones y pensamientos que nos resultan muy familiares pero que no son nada
de gratos. Pero sí, muy familiares.

Lo que nos mantiene en el subsuelo del Hangar

Algo que me resulta muy interesante es que casi todo el mundo sabe qué es el
condicionamiento: uno menciona la palabra y por lo menos se acuerdan del perro
de Pavlov. Lo llamativo es que usualmente las personas no ven todo lo que, de
hecho, el condicionamiento implica, que son muchísimas más cosas. Porque, claro,
no es sólo lo del perro: incluye todo, todo lo que aprendimos desde que nacimos...
habilidades de todo tipo –cómo controlar esfínteres, cómo caminar, cómo prender
o apagar la luz, cómo subir o bajar escaleras, cómo evitar el daño físico y, en
general, cómo usar este cuerpo satisfactoriamente en el mundo-; y también los
pensamientos, ideas, conceptos, emociones y actitudes que los seres humanos que nos
rodearon durante nuestra infancia tenían acerca de la realidad.

Aprendemos estas cosas no sólo de nuestros padres, sino que de nuestros


profesores, parientes, sacerdotes y en general del “ambiente psicológico” que nos
rodea. Como niños, éramos tremendamente perceptivos: de hecho, nos estábamos
“ubicando” en el mundo: captando cómo maniobrar, cómo sobrevivir, cómo
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arreglarse para pasarlo lo mejor posible con el mínimo de dolor o sufrimiento. Por
tanto, estábamos constantemente alertas a las reacciones, posturas, gestos y demás
señales que emitía la gente. ¿Cuáles eran sus reacciones frente a determinados
temas, actos o personas? Nuestro radar estaba sumamente atento, y sacaba
conclusiones de lo que convenía o no convenía hacer, pensar, sentir o decir.

Arena en el estanque y ruedas pinchadas

La moral no es cosa de chiste: de hecho, es cosa tan seria que hasta nuestros días
apedrean hasta la muerte a las adúlteras en algunos puntos del planeta. Nosotros,
como occidentales supuestamente civilizados, hallamos que eso es cosa de salvajes;
y sin embargo, nuestras reacciones internas son prácticamente igual de violentas
respecto a ciertos temas. Rechazo, crítica, reprobación, deseo de castigar o reprimir
con violencia –cárcel, por ejemplo- a los infractores. En otros países, se considera
adecuado –por sus leyes y cultura- que esa reacción implique actuar y castigar
físicamente y hasta matar a la persona. Considere ahora la reacción que hubo a la
exhibición de la Baby Vamp desnuda por las calles de Santiago o las fotos de
multitudes desnudas que Spencer Tunick realizó. Dejemos de lado si eso
constituye o no arte –algo que me da, francamente, lo mismo: creo que la definición
de esa palabra les presenta cada vez más problemas a los entendidos del ramo- y
examinemos las reacciones que se produjeron a nuestro alrededor.

Las dos cosas a mi juicio más interesantes son, primero, que 4000 personas se
hayan desnudado en público y muertos de la risa en Santiago de Chile; y lo
segundo es la reacción de los sectores más conservadores. Cada uno verá cosas
diferentes, pero lo que yo vi era un montón de gente saliéndose del “sistema” –la
moral pacata, la hipocresía, la explotación, los Bancos, la estupidez y
superficialidad televisiva y la política oportunista-, aprovechando una
oportunidad única para hacerlo de un modo tan espectacular. Creo que hay
muchas conclusiones que sacar de eso y también creo que hay mucho de qué
alegrarse: la capital de los deprimidos mostró una faceta sorprendente y nueva.

Respecto a lo segundo –la reacción de los sectores más conservadores- creo que es
un ejemplo perfecto del efecto penetrante y profundo del condicionamiento. El
asunto les produjo mucha inquietud: los motivos de eso son, sin embargo, muy
poco claros. Desde los que se sintieron “ofendidos” por la exposición pública de
cuerpos desnudos hasta los que aluden a que la imagen les recordó a los presos de
campos de concentración –aclaran, eso sí, que se refieren a los de la 2ª Guerra
Mundial- y los que declaran el inicio final de la decadencia moral del país... los
argumentos y razones bizarras abundan. Y éste es un punto importante: las
razones que se esgrimen desde el condicionamiento son absolutamente ilógicas.
Son producto de una pasión visceral que no tiene motivos racionales. Y el motivo
es claro: aprendimos actitudes y reacciones desde pequeños sólo por adecuarnos al
ambiente que nos crió o por congraciarnos con nuestros padres, no por la solidez
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de los argumentos. Imaginen a papá y mamá absolutamente convencidos de que el


desnudo es obsceno, hablándoles a sus hijos de 3, 4 o 6 años desde esa actitud.
Obviamente, si esos niños quieren a sus padres, van a comulgar con la rueda de
carreta que les ofrezcan –y si no los quieren, igual dependen de ellos, así que la
tendencia es a concordar-. Si ahora, como adultos, les preguntan “¿Por qué el
desnudo es obsceno?”, van a repetir como robots motivos tan inverosímiles como los
que les dieron sus padres –el respeto, la pureza, la santidad del cuerpo, bla, bla,
bla-.

Lo que he escuchado al respecto de personas conservadoras no resiste el menor


análisis. Y es un error intentar razonar contra esos argumentos; porque no son
argumentos, son un asunto pasional cargado de la más absoluta irracionalidad. Mi
mamá, educada por monjas en la Francia de los años 30, recibió la instrucción de
“cubrirse con una túnica cuando se lavara”; y, si no había túnica, “cerrar los ojos al
lavarse”. Cuando le pregunté por los motivos que esgrimían las monjas para tan
insólita recomendación, respondió que la idea era “Evitar pensamientos impuros”.
Ante tan sólidos argumentos, ¿tiene sentido discutirlos?

El testigo (el piloto) y la auto-observación

Ninguno de nosotros está libre de condicionamiento; sin embargo, más allá de


aquellos a los que hayamos sido sometidos, existe –a falta de un nombre mejor-
una entidad en nuestro interior que puede observar nuestros pensamientos y
reacciones emocionales y corporales. Si esas reacciones viscerales están, por
ejemplo, haciéndole odiar a alguien sólo por diferencias de raza, nacionalidad o
clase social –algo generalizado en nuestros días-, puede que esa entidad note, por
ejemplo, una sensación de discordancia interna: “No puedo odiar a esta persona”; “A
pesar de lo que me digan, este ser humano concreto no me parece una mala persona”.

Cuando estas discordancias surgen, se presenta la oportunidad de desarmar los


condicionamientos, de contactarnos no sólo con las reacciones condicionadas sino
con nuestra verdadera sensibilidad y respuesta espontánea del momento. Y no
estoy hablando de desactivar todo condicionamiento que tengamos, sino sólo de
actuar en relación a aquellos que nos produzcan incomodidad, que nos muestren
posibilidades limitadas y restringidas de nosotros mismos.

Entonces, si estamos interesados en vivir una vida más satisfactoria, más íntegra y
armónica con nosotros mismos y los demás, podemos formularnos estas
preguntas: “¿En cuáles aspectos de mi vida no estoy siendo fiel a mí mismo(a)?¿En qué
aspectos no estoy siendo honesto(a)?¿Hago cosas que no siento de veras deseos de hacer?
¿Digo cosas que no siento?¿Hay cosas que deseo decir o hacer que no he dicho o hecho, por
temor o comodidad?”.
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Si en algunas de las respuestas detecto incongruencias en mi sentir o actuar, lo más


probable es que esas incongruencias me generen incomodidad y malestar, a pesar
de posibles ganancias. Por supuesto, permanecer unido(a) a una pareja con quien
el amor ya no exista puede implicar una serie de ventajas materiales... pero el costo
anímico y en nuestra auto-estima y sensación de paz y armonía interiores es alto.
Entonces, la siguiente pregunta para nosotros mismos –que más vale responder
con absoluta honestidad- es, “¿En qué aspectos de mi vida estoy dispuesto a pagar el
costo de cambiar la situación?”. Y digo que más vale responderla con honestidad
porque no tiene sentido engañarnos a nosotros mismos con tibias intenciones de
cambio que sólo nos generarían más discordancia interna. Es preferible centrar
nuestras energías donde sí estemos dispuestos a invertir esfuerzos sinceros.

El siguiente paso consiste, simplemente, en atender los asuntos pendientes que


detectamos: expresar lo inexpresado, actuar lo que debamos y deseemos hacer y
hemos postergado. Independientemente de los costos de esto –que a veces pueden
ser altos- al cabo de poco puede que nos notemos más despejados, con más alegría
de vivir, con más confianza en nosotros mismos, con menos irritabilidad y
“diálogos internos” respecto a relaciones con otras personas y aspectos de nuestra
vida.

Puede que el lector se pregunte, “Todo muy bien; pero ¿qué hacer cuando hay
dificultades “reales” en el mundo concreto?”. La respuesta es: exactamente lo mismo.
Frente a dificultades concretas, preguntémonos qué es lo que se puede hacer, de
modo práctico, ahora y en un futuro próximo. Y simplemente hágalo. El resto del
oleaje emocional –preocupaciones, angustias, incertidumbre- es simplemente un
hábito emocional-mental que sólo nos hace sufrir y que no soluciona nada. Lo que
podemos hacer, lo hacemos. Preocuparse acerca de lo que no está en nuestras
manos nos desgasta y es, además, inútil.

Y el proceso general es algo de lo que hay que permanecer atentos: puede que
resolvamos algo ahora, pero debemos estar alertas a la aparición de nuevos
asuntos que atender, los que se renuevan de modo continuo porque simplemente
ésa es la naturaleza de la vida.

Y ahora… aprender a despegar

Una vez atendidos los asuntos más urgentes, estaremos listos para la próxima
etapa. Voy a describir un proceso que es muy similar a las instrucciones que se dan
para meditar, pero que no son exclusivas de eso. En general, las instrucciones de
los diversos tipos de meditación implican concentrar la atención en algo –la
respiración u otra cosa- y “dejar pasar los pensamientos”. ¿Por qué los pensamientos?
Creo que no es novedad que los pensamientos que corren habitualmente por
nuestra cabeza constituyen una larga serie de repeticiones de origen desconocido,
sin ton ni son ni sentido alguno de orden práctico. Y una cosa más: son argumentos
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que, por lo general, refuerzan nuestro condicionamiento, nuestros patrones


mecánicos de funcionamiento.

Así que, por tanto, les “dejamos pasar”. ¿Cómo se hace eso? Observémoslo en
nuestro interior: puede que no nos hayamos dado cuenta, pero somos nosotros
quienes mantenemos la presencia de esos pensamientos, poniéndoles atención,
siguiendo sus argumentos, “discutiendo y razonando” con ellos cuando aparecen.
Para comprobarlo, observe lo que hace cuando mantiene conversaciones consigo
mismo: si un pensamiento que le surge en la cabeza le llama la atención, lo más
probable es que inicie una verdadera conversación interna.

Pues bien, el asunto es simple: puede elegir NO hacer eso. Cuando los
pensamientos surgen, déjelos pasar, no les preste atención. Tampoco intente
expulsarlos, porque eso no resulta. Simplemente, siga atento a sus sensaciones
corporales, a los sonidos exteriores, al aire que inhala y expulsa en la respiración...
No ”converse” con los pensamientos que surgen. Observará que, sin proponérselo,
las sensaciones físicas y sensoriales comienzan a adquirir un lugar preponderante
en su atención, desplazando a los pensamientos... si en algún momento, un
pensamiento logra absorber su atención y lo aleja de sus sensaciones corporales, no
se preocupe, no se recrimine; no es un “error”. Simplemente, vuelva a poner
atención a sus sentidos, a su cuerpo. Y si no ha hecho nunca esto, puede que se
lleve grandes y gratas sorpresas: muy probablemente, al cabo de pocos minutos
-unos diez o quince- sentirá una calma desacostumbrada, una quietud muy
agradable. Los problemas que habitualmente le aquejan habrán, aparentemente,
desaparecido. Por favor, haga la prueba –haga que alguna persona relajada le dé
las instrucciones con calma e intercalando grandes pausas, por un período de unos
15 minutos- y vea lo que le pasa.

Si experimenta esa calma y esa quietud, puede que se pregunte si eso constituye un
“escape” de sus problemas o una droga momentánea... la verdad es que es
probable que concuerde conmigo en que, en este estado, se siente quizás más
“usted mismo” que en su estado habitual. Quizás no es un estado familiar –no es
algo que siente todos los días- pero lo siente más cercano a su naturaleza que otros
estados que vive con más frecuencia. Si hasta aquí estamos de acuerdo, permítame
decirle que eso es absolutamente correcto.

El paraíso de los aviadores

Si no nos asusta el estar más centrados en nuestras sensaciones internas que en el


eterno bla-bla de nuestra mente, comenzaremos a valorar la vivencia de paz y
tranquilidad que tenemos al realizar el ejercicio recién descrito. Si nos interesa
mantener esa sensación durante el resto del día, simplemente deberemos seguir las
instrucciones anteriores durante nuestras actividades diarias. Cuando por ejemplo
hablamos con alguien, estemos atentos a su voz, a sus gestos, al modo como dice
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las cosas, a la expresión de los ojos y a cómo nos resuena todo eso a nosotros, más
que a anticiparnos en nuestra mente respecto a qué responder a lo que nos está
diciendo ahora.

No sé exactamente de qué depende, pero en algunos casos la sensación de paz


interior permanece –en forma más exaltada- a lo largo del día. Es el paraíso del
aviador en esta tierra. Sin embargo, no hay que confiarse demasiado: no hay estado
interior que permanezca en forma estática e inalterable sin que sea necesario que
hagamos nada. Si valoramos este estado, deberemos continuamente, a lo largo de
nuestra vida, conectarnos internamente y responder a los nuevos desafíos e
inquietudes que allí encontremos.

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