Vous êtes sur la page 1sur 5

Las Lágrimas de María, por Léon Bloy.

Nota del Blog: Las siguientes páginas están tomadas del hermoso libro: "El Simbolismo de la
Aparición" y corresponde al último capítulo.

ANTE LA QUE LLORA


A la izquierda: LÉON BLOY; atrás a la derecha: PHILIPPE RAOUX.

LAS LÁGRIMAS DE MARIA

Vuelvo sobre esas Lágrimas de María, de las que ya he hablado y por las cuales debo
terminar. Esas Lágrimas preceden, acompañan y siguen al Discurso. Son su más elocuente
comentario y su más viva poesía. Las Lágrimas de la Madre de los Dolores llenan la
Escritura y desbordan sobre todos los siglos. Todas las madres, todas las viudas, todas
las vírgenes que lloran, nada agregan a esta efusión sobreabundante que bastaría
para lavar el corazón de diez mil mundos desesperados. Todos los heridos, todos
los despojados y todos los oprimidos, toda esa procesión dolorosa que entorpece los
atroces caminos de la vida, caben cómodamente en los pliegues que arrastra el
manto azul de Nuestra Señora de los Siete Dolores. Siempre que alguien llora, en
medio de la multitud o en la soledad, es Ella la que llora, puesto que todas las
lágrimas le pertenecen en su condición de Emperatriz de la Beatitud y del Amor.
Las lágrimas de María son la Sangre misma de Jesucristo, derramada de otra
manera, como su Compasión fue una especie de crucifixión interior para la
Humanidad santa de su Hijo. Las Lágrimas de María y la Sangre de Jesús son la
doble efusión de un mismo corazón y se puede decir que la Compasión de la
Santísima Virgen María era la Pasión bajo su forma más terrible. Lo expresan estas
palabras dirigidas a Santa Brígida: “La aflicción de Cristo era mi aflicción, porque su
corazón era mi corazón; y como Adán y Eva han vendido el mundo por una sola
manzana, mi Hijo y yo hemos rescatado el mundo con un solo Corazón”[1].

Las lágrimas son un legado de la Madre de los Dolores, legado tan terrible que
no se puede disipar en los vanos afectos del mundo, sin hacerse culpable de una
especie de sacrilegio. Santa Rosa de Lima decía que nuestras lágrimas son de Dios
y que si alguien las vierte sin pensar en Él, se las roba. Son de Dios y de Aquella que
ha dado a Dios la carne y la sangre de su Humanidad. Si San Ambrosio recordando a
Mónica llama a Agustín EL HIJO DE TANTAS LAGRIMAS; FILIUM TANTARUM
LACRYMARUM, ¿con qué profundidad es necesario comprender que somos hijos
de las Lágrimas de la Criatura de excepción que ha recibido el incomparable
privilegio, como Madre de Dios, de ofrecer al Padre Eterno una reparación
suficiente por el crimen sin nombre ni medida, que sirvió a Jesús para realizar la
Redención del Mundo?[2] Cuando Santa Mónica lloraba por los extravíos del futuro
doctor de la gracia, sus lágrimas eran como un río de gloria que llevaba a su hijo incrédulo a
los brazos infatigablemente extendidos del Autor de la Gracia[3]. Y sin embargo, ella no
tenía más que sus lágrimas que ofrecer y era la conversión de su único hijo lo que tenía en
cuenta. Cuando María llora por nosotros, sus Lágrimas son un verdadero diluvio
universal de la sangre Divina, de la que Ella es Dispensadora soberana, y esta
efusión es al mismo tiempo la más perfecta de todas las oblaciones. Como ella es la
Única Madre, según la naturaleza, que tenga el derecho de adorar a su Hijo, es
también la única Madre, según la Gracia, que tenga el poder de hacerlo adorar por
la innumerable multitud de sus otros hijos por la sola virtud de sus Lágrimas.
Las Lágrimas de la Santísima Virgen no se mencionan en el Evangelio más que
una sola vez, cuando pronuncia su cuarta Palabra, después de haber encontrado a
su Hijo. Y Ella misma es la que habla en ese momento. En otra parte, los
evangelistas dicen simplemente que Jesús lloró y eso debe bastarnos para adivinar
lo que hacía su Madre. San Bernardino de Siena dice que el dolor de la Santísima
Virgen ha sido tan grande, que si fuera dividido y repartido entre todas las criaturas
capaces de sufrir, éstas perecerían al instante. Si se tiene en cuenta la prodigiosa
iluminación de esta Alma llena del Espíritu Santo, para la cual sin duda las cosas
futuras tenían una realidad actual y sensible, debemos oír esta afirmación, no sólo
respecto al Viernes Santo, sino a todos los instantes de su vida, desde la salutación
del Arcángel hasta su muerte.
Cuando la Santa Familia, despedida de todas las puertas de Belén, fué a buscar
refugio en esa caverna salvaje donde debía levantarse el Sol del mundo, las
Lágrimas de María marcaron el umbral de aquellas casas inhospitalarias que no
tenían lugar para acoger la miseria de Dios. Esas Lágrimas salidas del mismo
Corazón que la Sangre del Verbo encarnado fueron un signo de cólera divina contra
los miserables habitantes de ese desierto de corazones. Debieron horadar el granito
y el sudo a profundidades enormes, y fué necesario nada menos que la sangre
inocente de todos los recién nacidos para apagar su furor y borrar su traza. Más
tarde, durante la huida a Egipto, cuando Jesús niño tomaba posesión del mundo inmenso
y obscuro de la gentilidad representado por AQUELLA TIERRA DE ANGUSTIA[4] era
llevado en brazos de su Madre, quien, preludiaba así las conquistas de su dominación
futura. El largo camino de esos pobres peregrinos y los lugares llenos de ídolos donde se
detenían eran regados por muchas lágrimas silenciosas que se deslizaban por las mejillas de
la Virgen sin mancha y caían al suelo como una semilla, después de haber corrido sobre los
miembros del Niño divino. Doscientos años después, este Egipto que vino a ser
patria de las tribulaciones voluntarias, se llenaba de esos sublimes anacoretas, que
fueron, después de los mártires, la más espléndida floración del catolicismo.
Llegado el Misterio de los Tres Días de ausencia, María recorría las calles y las plazas de
Jerusalén en busca del Niño perdido. La búsqueda duró tres días en compañía del hombre
extraordinario que los Santos han llamado la sombra del Padre Eterno. Lloraron los dos, y
esta vez las lágrimas son atestadas por la misma que habla tan rara vez. Buscan por todos
lados, interrogan a los pasantes ricos o pobres, virtuosos o criminales, burlones o
compasivos. Representaos ese interrogatorio único a todos los habitantes de una
ciudad indiferente y ocupada de la Madre de los Vivientes buscando al Verbo de
Dios. Esos tres días de ausencia, que fueron la tercera espada de María y que
algunos escritores católicos miran como la más dolorosa de todas, merecen
meditarse profundamente. Es bueno observar que esta Madre incomparable, en la
impotencia absoluta de descubrir a su Hijo antes del término, misterioso e incierto
para Ella, de los Tres Días y conociendo por otra parte por la plenitud de su
Iluminación profética, los detalles más espantosos de la Pasión, debió llevar
principalmente su búsqueda a la futura Vía dolorosa donde sabía que su Amor sería
un día pisoteado por la más cruel y la más vil canalla. Es ahí, sin duda, donde
derramó sus Lágrimas más amargas, preparando el terreno para otras efusiones que
vendrían con el tiempo, cuando nadie buscara al Verbo de Dios en Jerusalén. Sólo la
eternidad podrá dar a la conciencia humana la verdadera medida de este hecho: tal Madre
buscando a tal Hijo en una ciudad tan extrañamente predestinada. Es otra cosa en Belén,
donde al menos María no buscaba más que un abrigo para dar a luz la Luz. Aquí, busca a
la Luz ausente con la asombrosa incertidumbre de haber merecido este abandono y
la evidencia superior de la inutilidad perfecta de su búsqueda, si esta sospecha
desgarradora fuese fundada. En el primer caso, la dureza del corazón de los
habitantes de Belén es una especie de prodigio humano que concierne a todos los
pecadores y desenmascara súbitamente los abismos de la naturaleza del hombre
caído; en el segundo, la aparente crueldad de Jesús para con su Madre es un
misterio divino que le concierne a Ella sola, una especie de preparación inefable
por la práctica de una trascendente humillación a los abandonos terribles de un
porvenir desangre y de agonía. En estas dos circunstancias evangélicas, lo que hay de
exterior y sensible para nosotros es siempre la efusión de un mismo corazón inmenso y
roto que no se contenta haber dado la Vida, al Sol de justicia, y querría hacerle un océano
de lágrimas amorosas donde pudiera recostarse con esplendor. Y ahora llegan las Lágrimas
de la Pasión. Lágrimas célebres y benditas entre todas las lágrimas. Daniel, El HOMBRE
DE DESEO, lloró, nos dice la Escritura, durante tres semanas; Esdras lloró "un
gran número de días"; Jeremías lloró toda su vida; Ezequías, condenado, llora TAN
GRANDES LÁGRIMAS que Dios revoca al instante su sentencia de muerte; Judit,
Ester, Ruth, Tobías y el Santo Rey David, todo el mundo llora, y el Espíritu Santo
cuenta todas esas lágrimas en el mismo lenguaje que el Diluvio o la creación de la
Luz, como si fueran los acontecimientos más prodigiosos. Son, en efecto,
acontecimientos de un alcance infinito, puesto que Dios mismo se ha encargado de
eternizar su recuerdo, y son una prefiguración de las Lágrimas de Jesucristo y de su Madre.
Pero después de todo, esas magníficas lágrimas de la ley de espera no tienen en sí ni la
duración ni la universalidad de la virtud reparadora, que es la doble razón del existir de las
Lágrimas de Santísima Virgen, que corren paralelamente con la Sangre de de su Hijo y que
participan de los mismos privilegios, como dos grandes ríos que fertilizaran el mismo
continente. Jesús sufrirá en sus miembros y María llorará en sus hijos hasta el último
minuto del último siglo… Las Lágrimas desta Madre de Dios y de los hombres
durante la Pasión son tan hermosas y tan santas que casi no es posible hablar de
ellas sin exponerse a la blasfemia o al menos a alguna extraña e involuntaria
profanación.
Cuando Dios hace decir por sus profetas a Josías y a Ezequías: “Os hago gracia
porque habéis llorado delante de mí y HE VISTO VUESTRAS LÁGRIMAS[5]; cuando
sus entrañas de Dios y de Padre se conmueven por toda lágrima de amor o de
arrepentimiento del último de sus hijos, ¿cuáles deben ser los estremecimientos
gigantescos del Corazón de ese mismo Dios encarnado, despojado, crucificado,
abandonado y moribundo, cuando su Madre llora delante de Él en la Estación
sublime y EL VE SUS LÁGRIMAS? Esas lágrimas, consanguíneas de su Humanidad
santa, y armadas contra Él de su todopoderosa impetración por un universo enloquecido,
se levantan como una multitud de olas alrededor de su cruz solitaria. Hay en esto una
emulación de dolores y una rivalidad de suplicios que los ángeles mismos no son bastante
puros para contemplar. Antes que todo se haya consumado, cuando todas las profecías
antiguas han terminado de engendrar sus espantosas conclusiones, cuando después de
cinco mil años de humillaciones, la Mujer está por fin de pie delante del árbol de vida,
sobre la cabeza de la Serpiente, y la frente en las doce estrellas, toda la descendencia
infortunada del primer hombre, magnificada en Ella, se transparenta a través de su
Corazón agujereado en el esplendor sobrenatural de sus Lágrimas. El cáliz de amargura
infinita, que Jesús rogaba a su Padre alejar de Él y atemorizaba a su alma santa
hasta el sudor de sangre y hasta la agonía, es necesario ahora que lo beba de manos
de Aquella que había escogido desde el principio para ser el ministro inocente de la
parte más cruel de su suplicio. Puesto que ha dicho que tenía sed, es preciso que lo
apure hasta la última gota, y no le será permitido morir sino cuando todas las
lágrimas de todas las generaciones humanas hayan salido de ese verdadero cáliz de
su Pasión que se llama el Corazón de María. El ángel que lo ayudaba la víspera ha
subido a los cielos, su Padre acaba de abandonarlo; la palabra rigurosa que grita:
"¡Desgracia a Aquel que está Solo!", se ha cumplido en Él de una manera infinita y sin
ejemplo. ¡Su Madre misma le es como una extraña desde que se ha despojado de Ella por
nosotros, antes de pedir de beber! Está ahora sólo cara a cara con Judit, clavado e
indefenso. El sol material se obscurece ya, como escapando al inefable horror de ese cara a
cara silencioso, y los muertos empiezan a moverse en sus sepulcros.

— Bebe Hijo mío, dice ella, bebe estas lágrimas de tristeza y bebe estas lágrimas
de cólera. La hiel no tenía bastante amargor y el vinagre bastante acidez para
apagar una sed como la tuya. Bebe las lágrimas de los huérfanos, de las viudas, de
los desterrados; bebe las lágrimas de los adúlteros, de los parricidas, de los
desesperados; bebe aún estas que son el océano de las lágrimas de la avaricia, de la
concupiscencia y del orgullo; bebe, en fin, estas lágrimas de plata. Todo esto es lo
que mi pueblo ha guardado para refrigerio de tu suprema agonía y por Mí te lo
ofrece, porque es a Mí a quien has encargado de apagarte la sed antes de tu último
suspiro. Has dicho que los que lloran son bienaventurados y porque lloro las
lágrimas de todas las generaciones todas las generaciones me llamarán
bienaventurada… pero las habría llorado en vano si ellas no saciaran vuestra última
sed y si no hicieras de ellas tu última embriaguez...

Es la séptima Palabra de Maria, palabra silenciosa como el latir de dos Corazones y


murmurada como un cántico de divina tortura al oído de la Hostia sangrienta. A esta
palabra responde el espantoso clamor del CONSUMMATUM EST, que apaga el sol y
turba las constelaciones. Jesús ha bajado la cabeza para que la muerte pueda acercarse.
Ahora el velo del templo puede desgarrarse, los muertos pueden salir de sus tumbas, el
bienaventurado ladrón que el espectáculo de las Lágrimas de María ha hecho digno de ser
el segundo legatario del Hijo de Dios, puede crispar sus miembros de agonizante en el cielo
tenebroso: el mundo se ha salvado puesto que Jesús ha visto las Lágrimas de nuestra
Madre y lleva su divina embriaguez a los Cielos.
¿Qué más decir de las Lágrimas de María? Todo lo que quisiera agregar a estas
consideraciones parecería una indignidad. La Madre de Dios ha llorado y Ella es nuestra
Soberana y nuestra Generatriz en el orden de la gracia. Esto basta para hacernos
comprender lo que pueden ser esas imperceptibles efusiones de nuestros corazones
cobardes, que se llaman las lágrimas de nuestra miseria. Si María no hubiera llorado, el
alma humana su hubiera desecado de tal modo que todos los hombres juntos no
tendrían una sola lágrima que ofrecer a los sufrimientos de Jesucristo. No
podríamos llorar ni aún contra Dios. Cuando Nuestra Señora se ha mostrado llorando
en La Salette, sus Lágrimas han subido al Cielo sin caer sobre el suelo, porque eran las
lágrimas de un corazón glorificado, y si, por milagro, una sóla hubiera tocado el suelo, el
mundo habría sido consumido, porque sólo el Corazón de Dios es capaz de soportar tan
devorantes efusiones.
Los Evangelistas, ya lo hemos dicho, no muestran las lágrimas de la Santísima Virgen.
Las profecías eran a este respecto lo suficientemente explícitas. Pero le plugo aparecer
sobre la montaña en la real vestidura de sus ecuménicos dolores, llevándonos así a través
del Evangelio hasta las magníficas lamentaciones de los Tiempos figurativos, de los que
toma su lenguaje. Esto último es lo que me he esforzado en mostrar en un ensayo de
paráfrasis de su Discurso. He pensado que podía ser útil, en la proximidad evidente de los
últimos tiempos del mundo y bajo la amenaza de exterminaciones universales, tentar un
nuevo esfuerzo para atraer a la luminosa meditación de los Textos Sagrados a las almas
perdidas en el laberinto pestilente de las literaturas simplemente humanas, o a las
inteligencias encerradas en la especulación estéril de un cristianismo EXCLUSIVAMENTE
evangélico. El Nuevo Testamento tiene raíces que van hasta el eje de la tierra y por esas
raíces la fe de los apóstoles y de los mártires debe ser representada en nuestros corazones.
Así es como lo comprendían los cristianos de las edades de fe y así es como lo entiende la
Iglesia. Si los miserables rebeldes del siglo diez y seis han tentado envenenar esas fuentes de
vida, la Iglesia las ha restituido hace mucho a la brillante pureza de su origen y el Concilio
de Trento no ha dejado sobre este punto sombra de incertidumbre a la cosecha de los
disputadores. El Hecho de la Salette tiene un carácter extraño y espléndidamente bíblico. El
simbolismo, que yo no podía sino rozar, es profundo y agradable como el del Pentateuco.
El Discurso tiene la majestad formidable de las promulgaciones del Éxodo o del Levítico y
al mismo tiempo la ternura infinita de las admoniciones maternales del Libro de la
Sabiduría. En cuanto a las Lágrimas, son hermosas como para descorazonar a la
poesía y hacer morir la imaginación del hombre. Las Lágrimas sublimes de la
Escritura dan de ellas más la idea que la imagen, y sin embargo es ahí donde se las
ve mejor. Allí es donde hay que ir forzosamente a buscarlas. Se parecen a esas doce
perlas del Apocalipsis que forman las doce puertas de la Jerusalén celeste y por las
cuales hay que pasar para llegar al lugar de las beatitudes eternas, y son tal vez las
Lágrimas de su Madre que Nuestro Señor ha tenido ante sus ojos cuando habla en
su Evangelio de esas perlas preciosas que el hombre de negocios compra al precio
de todo lo que posee y que el Divino Maestro compara al reino de los Cielos.

[1] Santa Brígida, Revel. L. I, cap. XXXV.


[2] “Cuando ofrecemos a Nuestro Señor a su Padre, le ofrecemos lo que en ningún
sentido propio nos pertenece ofrecer, pero que nos pertenece solamente por los artificios
de la gracia y por la comunión de los Santos. Por esos medios, es cierto, ese sacrificio nos
pertenece realmente en un sentido cristiano, en un sentido sobrenatural; pero Jesús
pertenecía a María en un sentido completamente diferente…” P. Faber, Al pie de la
Cruz.
[3] Expandi manus meas tota die ad populum incredulum qui graditur in via non bona post
cogitationes suas, Isaías, LXV, 2.
[4] AEGYPTUS, id est ANGUSTIAE SIVE TRIBULATIONES.
[5] IV Rey., XXII, 19 ; II Par., XXXIV, 27; IV Rey., XX, 5; Isaías, XXXVIII. 5,

Vous aimerez peut-être aussi