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Papelitos
HISTORIAS
Pepe pensó que si montaba un bar podría ser feliz y hacer felices a otros
dándoles de beber. Y además, ganar dinero.
Su amigo Moncho, que esa tarde pasaba por allí, le dio un excelente
nombre para el bar.
Por supuesto, Pepe no tenía diez mil monedas, pero durante la noche se le
ocurrió una buena forma de conseguirlas. La tarde del sábado recortó mil
papelitos y escribió en cada uno de ellos «Próximamente, bar de Pepe». El
domingo, después de misa, se fue a la plaza del pueblo vestido con su
mejor traje:
—Queridos vecinos, voy a montar un bar a las afueras del pueblo —dijo,
y todo el mundo dejó de conversar para mirarlo.
—Cada uno de estos mil papelitos cuesta diez monedas —les dijo Pepe a
sus vecinos—. Quien me compre un papelito deberá guardarlo y no
perderlo, porque de aquí a un mes, cuando mi bar tenga clientes, entregaré
doce monedas por cada papelito que vuelva a mis manos.
—Me parece muy bien —sopesó Ernesto, que era rico y entendía de
negocios.
—Yo le compré dos papelitos —dijo Sabino, que era pobre y optimista.
Y todos rieron.
Pepe se fue a su casa ese domingo con las diez mil monedas en la mochila
y se durmió pensando en su bar.
La primera semana
La plaza del pueblo estaba llena de gente, y eso era muy raro para un
lunes. Varios vecinos habían pasado la noche entera recortando y
escribiendo sus propios papelitos, porque habían descubierto que también
ellos tenían proyectos para ofrecer.
Y así ocurrió que el viernes todos los que tenían un proyecto ya habían
conseguido las monedas necesarias y se habían puesto a trabajar. Horacio
buscaba los mejores sabores para su heladería, Pepe serruchaba la madera
para el mostrador de su bar, Carmen afilaba tijeras para su flamante
peluquería y Moncho compraba dos caballos para hacer viajes a la Luna.
Solamente quedaban, en el Salón de los Papelitos, un puñado de vecinos a
los que nunca se les había ocurrido ningún proyecto interesante para
llevar a cabo. Lo único que tenían estos vecinos eran papelitos.
—Necesito dinero para cigarros —se quejó Ramón en voz alta—. Hace
unos días le cambié este papelito a Pepe por mis únicas diez monedas,
pero la tabaquería de Raúl no me acepta papelitos, y necesito fumar.
—En tres semanas Pepe le dará doce monedas a quien le devuelva este
papelito —dijo Sabino, con los ojos brillosos—. ¡Vendo mi papelito,
ahora mismo, por nueve monedas!
—Trato hecho —exclamó Ernesto, que era rico pero quería serlo todavía
más, y le arrancó el papelito de las manos a Sabino.
—El día que Moncho puso a la venta sus papelitos —dijo el cura—, yo le
compré algunos porque Moncho es tonto: los vende a siete monedas y
devolverá quince. Pero ahora necesito monedas para arreglar la campana
de la iglesia. Pongo a la venta mis papelitos de Moncho a seis monedas
cada uno.
—Está construyendo un carro muy largo, tirado por dos caballos —dijo el
cura—, el pobre quiere hacer viajes a la Luna.
—Los compro por cuatro, padre —dijo Quique, con gesto de limosna
dominical.
La segunda semana
Habían pasado solo siete días y el hogar de Pepe ya no parecía una casa.
En el comedor había una barra de madera lustrada, el baño se había
convertido en dos baños (uno para las damas, otro para los caballeros) y
las paredes estaban a medio pintar de un azul marino intenso. Pepe estaba
feliz con el progreso de su proyecto, y ya estaba colocando en la fachada
el cartel luminoso de su flamante bar.
Como aún no había bajado al pueblo, seguía sin saber que la vida de sus
vecinos se había convertido en un ir y venir de papelitos que cambiaban
de precio y de dueño.
Incluso el Alcalde, después de conversarlo una noche con su edecán,
decidió sumarse a la nueva moda.
Ernesto, el vecino rico, había comprado papelitos sin ton ni son durante la
primera semana, y ahora los papelitos de Moncho le quemaban en las
manos. Pero como también tenía papelitos de Pepe, inventó algo que
bautizó los Fajos de Ernesto.
Eran paquetes cerrados con cien papelitos de proyectos variopintos; por
ejemplo, diez papelitos de Pepe y su bar, veinte de Horacio y su heladería,
y setenta de Moncho y su extraño vehículo para hacer viajes a la Luna.
Durante todo el jueves los Fajos de Ernesto tuvieron gran éxito entre los
vecinos del pueblo que buscaban como locos papelitos de Pepe o
papelitos del Alcalde, pero el viernes Quique descubrió el truco y lo dijo
públicamente en el Salón de los Papelitos:
La tercera semana
Ya habían pasado más de veinte días desde el inicio de las actividades
cuando los vecinos del pueblo descubrieron que algunos proyectos ya
estaban casi terminados, y en cambio otros seguían en pañales.
A Pepe solo le faltaba montar el palenque para que los caballos de los
clientes pastaran fuera del bar.
Horacio había conseguido, con éxito, batir leche y frutas para su
heladería, y solo le quedaba traer barras de hielo desde la gran ciudad.
Y qué decir de Moncho: sus caballos estaban cada vez más lustrosos,
porque los cepillaba día y noche, y había conseguido atarlos a cuatro
carros, pero no parecía que su artefacto pudiera volar en el plazo de una
semana.
—Muy fácil. Tú me pagas dos monedas cada noche, de aquí a fin de mes,
y si Moncho no consigue hacer viajes a la Luna y no puede devolverte las
quince monedas que prometió, yo te daré esas quince monedas. Justo lo
que él debía pagarte.
—Aunque fracase.
El Alcalde había cumplido, eso sí, con una parte de sus promesas: se
había comprado una diligencia y había desaparecido del pueblo con los
caballos de todo el mundo.
El edecán, que había sido la mano derecha del Alcalde y conocía la estafa
desde el principio, decidió hacer algo para que nadie descubriera la
ausencia de su jefe. Y su idea fue estupenda. Trajo al Salón de los
Papelitos una pizarra y empezó a ponerle una nota (del uno al diez) a cada
uno de los proyectos del pueblo.
—Son las notas de la Alcaldía. Es para que nadie compre papelitos sin
saber si podrán recuperar sus monedas o sus caballos —dijo el Edecán—.
Lo hago por ustedes. Confíen en estas notas.
La última semana
Cuando llegó el día de la inauguración, Pepe se levantó muy temprano y
caminó tranquilo hasta el pueblo. De lejos vio la fachada de su bar, con el
cartel luminoso a todo trapo. El bar se llamaba La Luna, como lo había
bautizado Moncho el primer día. Ahora ya no faltaba nada más, solo que
llegaran muchos clientes desde el pueblo, con las gargantas secas de sed.
Recorrió las cinco leguas hasta el pueblo colocando carteles en todos los
árboles del camino. «Bar La Luna, abierto desde esta noche». Cada cartel
que ponía en un tronco, se lo quedaba mirando, lleno de orgullo.
Pero cuando llegó a la plaza no pudo entender lo que veía. Hasta pensó
que había equivocado el camino, y que estaba en un pueblo diferente.
Parecía que hubiera pasado una guerra.
—¿Qué ha pasado aquí? —le preguntó Pepe a Horacio, que lloraba contra
una farola.
Pepe supo que, sin caballos en el pueblo, nadie podría ir nunca a su bar de
las afueras, y entendió también que jamás podría devolver las diez mil
monedas a nadie.
Querido niño: en el mundo real, las historias de Pepes que montan bares,
o las historias de Monchos que hacen viajes a la Luna, casi nunca tienen
el final feliz de los cuentos. En medio siempre aparecen Quiques,
Alcaldes, Ernestos y edecanes que lo echan todo a perder. Pero cuando sí
funcionan, cuando algo mágico ocurre, se llaman sueños. Y suelen ser
muy divertidos.