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La admiración como crítica

¿Cuál es el valor de la literatura? ¿Puede acaso un valor simbólico estar totalmente fuera
del valor productivo como pensaba Bataille? Pero esa gratuidad vincularía el arte de escribir
con ciertas actividades desinteresadas como la devoción religiosa o la masturbación, que
difícilmente podrían medirse en términos de valor. ¿Será la crítica, ese pasaje a la prosa
explicativa, el instrumento de valoración de la literatura, aquello que le adjudica un puesto en
la escala de las cosas? Sin embargo, también la crítica debería ser valorada, ya que no es más
que escritura y su potencia persuasiva está ligada al dominio de un estilo. En todo caso,
además de su propio valor literario, cada crítica a un libro suma un voto, se vuelve
recomendación de lectura. La crítica más apropiada en ese sentido sería la que prolongaba
Borges, con su decimonónica modestia, cuando decía: “lean a Stevenson, lean a Kafka”.
Recomendaciones que ciertamente se agotaban porque esos nombres hacía rato que no las
necesitaban. La cuestión es que una buena lectura, escrita, recomienda lo leído a los demás. El
valor del poema, la novela o el cuento comentados estaría en esa inquietud que habrían
provocado en su lector, esa ansiedad que sólo pudo calmarse a medias con la escritura crítica.
Como siempre que se habla de valor estético en términos absolutos, vale decir, sin mercado ni
votaciones cuantitativas, se trata de un arte para artistas, una literatura para escritores. De allí
que el problema del valor se revele de la manera más ostensible, casi exhibicionista, en la
poesía, esa cosa alada, caprichosa, que cambia constantemente y que sin embargo es casi la
misma desde su origen.
La poesía para poetas, único valor para esa clase de escritura, prescinde necesariamente de
los votos y la circulación informativa, al menos en gran medida. Frente a ella, antes que la
inquietud que impulsa vagos intentos de desciframiento, se da la admiración. La crítica de
poesía empieza diciéndose: “¿cómo pudo hacer eso? ¡Y qué bien la salió!” Casi nunca dirá:
“¡lean, compren!”, porque más bien está como desovillando un nudo secreto. Los hilos del
poema ante los cuales se expresa la admiración no atan a cualquiera. Sin embargo, la poesía
está hecha para todos y no para uno, es algo visible y audible, o sea que puede fascinar a
quien la mire. Esa captura en los hilos materiales del poema, o esa ilusión de materialidad,
producen lo que podemos llamar la afasia relativa de sus críticos. ¿Qué más decir aparte de la
admiración? Los intentos de explicación, los pasajes a prosa de unos sentidos que el poema
inspira aunque manteniéndose a cierta distancia, deben conocer desde un principio su destino
de fracaso que dejará huellas indelebles en forma de citas textuales. La transcripción del
poema no deja de señalar los desniveles entre su ritmo y un sentido prosificado, acaso
filosófico o histórico, que se acantona en los comentarios antes y después de la cita. No
obstante, la explicación en prosa de alguna manera es requerida, cuando no exigida, por el
poema. Los jóvenes de Jena, por ejemplo, decían que la crítica era la consumación, el
cumplimiento de la obra. Y además, ¿cómo evaluar los poemas, cómo seguir leyendo y
escribiendo con el pasado y el futuro sin las argumentaciones, las selecciones, los
desciframientos críticos? También los mismos chicos de Jena, sobre todo Friedrich Schlegel,
más crítico que poeta, y su amigo Novalis, pensaban que todo aquello que podía ser criticado
era valioso. Es decir, si se puede pensar algo sobre una obra, con ella, a partir de ella, la
intensidad y el alcance de esa reflexión sería el espejo donde vemos más claramente, como
completado por la superficie centelleante del cristal, el rostro del poema. Por lo tanto, más que
una simple afasia exclamativa, cargada de “¡oh, qué bueno!” o “¡ah, cuántos logros!”, la
crítica podría pensarse como un acelerador de la admiración.
¿Puede haber en este sentido equivocaciones críticas, explicaciones que hacen admirar
cosas sin valor? En principio, no. La única injusticia posible para la crítica sería la mentira:
expresar admiración por algo que en realidad no se admira. Por otro lado, también es posible
aprender a admirar. Así, algo que no se entiende del todo, que se nos presenta opaco, gracias
al intento de escribir sobre esa misma opacidad de pronto revela múltiples facetas. La
admiración, hasta entonces reprimida, parece liberarse y se une a cierto grado de comprensión
que surge de la modesta escritura de un comentario. Como dice el poeta Bonnefoy para hablar
de esa otra forma intensa de la lectura crítica que es la traducción de poesía: “La experiencia
que uno no tuvo, a veces es porque la hemos rechazado: y la traducción, donde un poeta nos
habla, puede desbaratar la censura, es una de las formas de ayuda que aporta. Una energía se
libera. Nuestras fascinaciones nos habrán guiado. Pero sólo hay que seguirlas a ellas, por
supuesto. Toda obra que no nos incita es intraducible.” Y dada la analogía posible entre
traducción y crítica, tampoco la obra es criticable si no nos incita, sólo sería en tal caso
denostable, repudiable, pero no legible. E igualmente, cuando se traduce un poema extranjero
sin que nadie nos lo pida ni nos paguen, ¿qué hacemos, si no admirar, inquietarnos y actuar
luego con la escritura de la que dispongamos? En los momentos traducibles de ese poema
elegido, casi intuitivamente, por fascinación o intriga, entendemos, abrimos los paréntesis de
la prosa comprensiva, pensamos incluso en la época y la situación en que se originó eso que
ahora, con otro instrumento, tarareamos vagamente. Pero en los momentos intraducibles,
cuando se nombran pájaros de otro universo, se utilizan sonoridades reiteradas que no se
reproducen en el idioma propio, cuando la traducción posible degrada o vuelve absurda la
frase original, entonces retorna la admiración, inquieta, asediada por la necesidad de explicar.
El traductor del poema pone entonces sus notas al pie, tergiversa algo, amolda la versión a su
gusto, y se transforma en crítico, es decir, se explica.
La admiración, ya sea que desemboque en traducción, en crítica o en un simple gesto –o
hasta en un poema que imita lo admirado–, también sería de algún modo reversible. ¿No se
desea acaso la admiración del admirado como el reconocimiento de ese mismo deseo
reflejado en el otro? Si así fuera, hegelianamente, la escritura inscribiría una forma del deseo,
pero no pulsional, sino reflexivo, o sea el deseo del deseo del otro. Algo similar podemos leer
en uno de los más antiguos tratados de crítica basados en la admiración, el apasionamiento
por lo leído, y que se titula Peri hipsus o Sobre lo sublime, probablemente escrito alrededor
del siglo I después de Cristo por un autor desconocido al que se ha convenido en llamar
Longino o Pseudo-Longino. El autor está hablando en un pasaje sobre el esfuerzo de la
escritura y supone que al escribir podría ser necesario imaginar cómo escribirían ese mismo
tema los poetas admirados o admirables. Se pregunta: “¿Cómo habrían escuchado este pasaje
mío Homero y Demóstenes si hubieran estado presentes? ¿Cuál habría sido su actitud ante
él?” Son preguntas cuanto menos raras, aun cuando su reiteración milenaria nos haya
acostumbrado a ellas. Pienso en las charlas con libros del Quijote o de Quevedo, que dice
vivir en conversación con los difuntos, pero también en escritores de la orfebrería estilística,
como Flaubert, que escribía para los muertos que admiraba y se imaginaba póstumamente
como un busto célebre en la galería de los genios. La ingenuidad de ese adelantamiento de lo
póstumo, que disuelve el presente y se somete demasiado al pasado, quizás hizo que el irónico
Sartre lo llamara para siempre “el idiota de la familia”. Longino es más sutil: se trata de
pensar cómo leerían otros un pasaje determinado, pero dado que esos otros son autores
muertos, debemos fabricar a partir de la lectura y la admiración esa huella de los que no
existen. Los muertos son personajes del que vive ahora. Los escritores del pasado son cosas
hasta que alguien los escribe, traduce, critica. Sin embargo, de esta posible reversibilidad
imaginaria de la admiración surge quizás otra medida del valor de una obra. Quien admira
tiene la soberbia de expresar sus gustos, los confirma, y actúa en consecuencia. De ahí sólo
hay un paso para llegar a la obra propia, para usar a los otros en su composición. Dante
admira a Virgilio. ¿Se imagina acaso que Virgilio lo habría admirado? Algún pasaje tal vez, si
hubiese aprendido la lengua vulgar y entendido las mutaciones de las formas poéticas, de
ningún modo el monstruoso conjunto de la Comedia, concluido con las alegorías celestiales.
Algún pasaje del Infierno donde tantos amigos encuentran ambos poetas, no la totalidad de
ese universo bajo el peso de la ley trascendental. Igualmente, ¿imaginó Virgilio que Homero,
o la tribu de rapsodas que revistió ese nombre, habría admirado su Eneida? ¿Acaso unos
cantores tradicionales, sin texto escrito, acostumbrados a los formulismos que impone la
mnemotecnia, podían admirar esos pulidos versos latinos, llenos de hipálages, hipérbatos,
retóricas persuasivas hipercalculadas? Tal vez sí algunos pasajes, donde Homero se
reconocería, tal vez en los hexámetros con sus acentos regularizados aunque en ese idioma
mucho menos libre que el griego. Dante incluso pudo imaginar el saludo de hermandad
condescendiente que el anciano Homero le dirige a Virgilio en el tristísimo limbo pagano,
vestíbulo eterno, donde han sido destinados por la fuerza fatal que todo lo mueve.
A veces, el silencio resulta admirable o la admiración se torna silenciosa. Borges, gran
admirador de Dante, conjeturaba que en ese punto, al comienzo del viaje infernal, el poeta aún
no había encontrado el dominio de su sistema de escenas, esa manera en que cada condenado
se adelanta y cuenta su historia, y que por eso no hace hablar a los griegos célebres
directamente. Pero, ¿qué podría haber dicho Homero, qué agregar a sus dos obras que son el
origen de toda la literatura para Virgilio y para Dante? Y quizás también en el silencio de
Homero haya una admiración imitativa. En el canto XI de la Odisea, la evocación de los
muertos, se refiere el mutismo de Áyax, que aparentemente no quiere hablar con Ulises. “Le
hablé –dice este último– pero no contestó nada y se fue hacia el Érebo a juntarse con las otras
sombras de los difuntos.” Longino pone este pasaje como ejemplo de sublimidad. Puesto que
ni aun en ese antro tenebroso, donde el mero hecho de ser escuchado representa un alivio, el
gran Áyax depone su enojo contra Ulises. “Por eso, a veces –comenta Longino–, también un
pensamiento desnudo y sin voz, por sí solo, a causa de esta grandeza de contenido, causa
admiración.” Así también, algo grande se trasluce en el pesar de Virgilio y los demás poetas
admirables para Dante, condenados por lo que no podían saber a “vivir sin esperanza en el
deseo”. ¿Será eso escribir, un deseo que no cesa ni espera? Pero ahí está la paz que sueña
Dante, su locura, imaginándose como el sexto en la constelación de poetas narrativos, junto a
Homero y Virgilio, junto a Horacio, Ovidio y Lucano. Escribe:

Así anduvimos hasta aquella luz,


hablando cosas que callar es bueno
tal como era el hablarlas allí mismo.

Según la admirable traducción de Luis Martínez de Merlo.


La admiración, por otro lado, se manifiesta primero como silencio, el que admira se queda
sin palabras. Y por eso, al momento siguiente, ansía recuperarlas. Longino decía que “el
lenguaje sublime conduce a los que escuchan no a la persuasión sino al éxtasis”. Pero quien
está extasiado luego quiere empezar a hablar. Después de los aplausos o los gritos, al final de
un espectáculo conmovedor, los asistentes se entusiasman comentando sus impresiones.
¿Acaso la crítica será algo tan simple como eso, comentar impresiones? Aunque no olvidemos
que lo sublime no existe, es un efecto, como el efecto de realidad al que nos tiene
acostumbrados la secular literatura burguesa llamada “realismo”. Por lo tanto, la crítica antes
de aplaudir se dedica a distinguir el origen de sus conmociones. Lo que Longino llama
“sublime” tal vez ahora suene solemne, falso. Pero él también enumeraba los defectos que
anulaban, ya en aquellos siglos de literatura artesanal, las intenciones de sublimidad. Uno era
la “hinchazón”, el exceso de ampulosidad, engrandeciendo tanto el tema que terminaba siendo
ridículo, soplando, según la irónica cita de Longino, “en flautas pequeñísimas pero a pleno
pulmón”. Otro era el falso entusiasmo, un patetismo inoportuno o desmesurado que pretendía
aplicar su coloración emotiva a cuestiones que no la ameritan, “poniéndose en éxtasis –dice
Longino– ante unos oyentes que no participan de su éxtasis”. El tercer defecto sería el de
“frialdad”, cuando para lograr ciertos retruécanos o frases ingeniosas se cae en paralelismos
incongruentes, en juegos de palabras que ostentan más cierta puerilidad que inteligencia. La
búsqueda de lo agradable para los demás, concluye Longino, es “el origen y la causa tanto de
los triunfos como de los fracasos”. ¿Distinguir entre triunfos y fracasos sería la tarea de la
crítica? Tal vez, aunque no por medio de un juicio, como si se tratara de legislar sobre el
gusto, sino con la expresión de la alegría. No sé si a todos les pasa, pero confío en los
testimonios de numerosos lectores, y es que al leer un poema bueno, que no conocía, me
alegro, me entusiasmo. Ya el viejo Longino, que me ha acompañado tanto hasta ahora, lo
decía así: “Nuestra alma se ve por naturaleza transportada en cierto modo por la acción de lo
verdaderamente sublime y, adueñándose de ella un cierto orgullo exultante, se llena de alegría
y de orgullo, como si fuera ella la autora de lo que ha escuchado.” Aunque ya no creamos en
las almas ni en sus invisibles transportes, la alegría ante la obra admirable de alguna manera
persiste, e insiste en manifestarse bajo una forma u otra: nuevo poema, ensayo, celebración
callada.
Para no ser una operación de prensa, publicada en un diario, ni una enumeración de
conexiones culturales reiterativas y banales, pronunciada en las universidades, la crítica está
obligada a aferrarse al entusiasmo, a su propia alegría gratuita. “Lo que pierde a los talentos
contemporáneos –escribía Longino hace dos milenios– es la indiferencia, en la que todos, con
la excepción de unos pocos, vivimos.” Y sólo la admiración no es indiferente, sólo el valor de
intensidad que le damos a lo leído y a lo escrito, mientras nos precipitamos a la nada y a la
muerte de nuestro limitado, fechado cuerpo, puede hacer la diferencia entre el riesgo de la
escritura literaria, o incluso literal, y el entretenimiento general. Aunque quizás no exista
verdaderamente una diferencia, quizás en lo que divierte, en lo que no tiene pretensiones
sublimes, se esconda a cada instante la máxima intensidad. Cultivar nuestra legítima rareza,
como aconsejaba un poeta francés para nada indiferente, es buscar en todas partes, en la vida
misma, el poema cuya alegría nos impulsa.
A veces esa búsqueda sólo puede realizarse en la lucha, la competencia. Hay un costado
cruel de la admiración, cuando se aspira a superar lo que se admira. Describir esos combates
también sería objeto de la crítica, siempre que no se torne a su vez un campo de batalla. Sin
embargo, la crítica más admirable suele ser modesta, apunta hacia lo que lee y se aparta para
invitar a que su lector también busque aquello que en verdad le gusta. Y si ya resulta difícil
conocer el propio gusto, algo que no venga dado, que no sea mero acatamiento de la época o
del pasado, ¿cuánto más difícil habrá de ser que el gusto se comparta, que a otros les guste lo
mismo o algo similar? Si confiáramos en Kant, la universalidad de nuestra facultad de juzgar
sería el piso común donde se apoyaría la discusión sobre el gusto o los gustos. En todo caso,
tal vez sea mejor pensar que algo en común nos une, aunque secretamente intuyamos que el
estilo más fuerte es el que gana, en parte por azar. En el librito de Longino, no obstante, gana
la voz más frágil, más arrebatada, transportada por el ritmo de su pasión. Ya que el crítico nos
ha conservado el más famoso fragmento de Safo y nos explica su admiración incondicional.
Safo escribió:

Parece igual a un dios el hombre aquel


que frente a ti se sienta, y tan de cerca
te escucha absorto hablarle con dulzura
y reírte, deseable.
Eso sobresaltó mi corazón
dentro del pecho; pues cuando te miro
un solo instante, se quiebra mi voz.
Mi lengua queda helada, y un sutil
fuego no tarda en recorrer mi piel,
mis ojos no ven nada, los oídos
me zumban y me cubre
un sudor frío y un temblor me agita
todo el cuerpo y estoy, más que la hierba,
pálida, y siento que ya falta poco
para morir. Pero hay que ser valiente…

Esta descomposición de aspectos de una pasión que sin embargo selecciona sus puntos de
intensidad para que formen una sola cosa, rítmica y visible, imaginable y audible, es lo que
suscita la admiración de Longino, quien después de citar el poema le pregunta al interlocutor
de su tratado: “¿No te maravilla cómo intenta reunir en una misma cosa cuerpo y alma, oídos
y lengua, ojos y piel, todos dispersos antes, como si fueran extraños entre sí, y ahora ella, por
medio de una serie de emociones contrarias, siente al mismo tiempo frío y calor, es irracional
y sensata, pues tiene miedo, o está a punto de morir, de tal forma que no aparece en ella una
emoción sola, sino una reunión de emociones?” Concentración y dispersión, contradicción y
fusión de los contrarios, intensidad y progresión, tales serían los rasgos del poema que,
precisamente porque no se puede describir por completo sin citarlo, provocan admiración y
deseo de compartir esa maravilla, preguntándole a otro: “¿no te parece buenísimo?”
Empieza entonces la dialéctica de la crítica, que bien puede destruir la admiración o
cambiar sus objetos. Pero, ¿quién podría animarse a escribir algo sin la soberbia de afirmar
necesariamente lo que le gusta y tratar de compartirlo?

S. M.
Córdoba, marzo de 2008

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