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MILAGROS.
sobre un pueblo de Samaría donde no los habían recibido (cf. Lucas 9, 51-
55).
Y, finalmente, Jesús tampoco hizo milagros para satisfacer la curiosidad
de quienes no creían en él, o para ganarse el favor de las autoridades.
Pensemos, por ejemplo, en la señal que los doctores de la ley y los fariseos
le pidieron para poder aceptarlo como Mesías, según nos lo refiere san
Mateo: “Algunos maestros de la Ley y fariseos, le dijeron: “Maestro,
queremos verte hacer un milagro”. Pero él contestó: “Esta raza perversa y
adúltera pide una señal, pero sólo se le dará la señal de Jonás…” (Mateo 12,
38-39)
O el milagro que Herodes le solicitó cuando lo llevaron los soldados de
Pilato, para que lo juzgara: “Al ver a Jesús, Herodes se alegró mucho. Hacía
tiempo que deseaba verlo por las cosas que oía de él, y esperaba que Jesús
hiciera algún milagro en su presencia. Le hizo un montón de preguntas,
pero Jesús no contestó nada…” (Lucas 23, 8-9).
Todos los milagros de Jesús fueron obrados en favor de las personas más
débiles, y tenían como primera intención ayudarles en sus necesidades
más urgentes.
Jesús se acercaba a las personas movido íntimamente por el amor que el
Padre había puesto en su corazón de Hijo. Un amor compasivo y
misericordioso como el suyo; un amor creador y salvador a la vez; un
amor que se conduele siempre del sufrimiento humano y busca la manera
de devolver a quien sufre, su fe, su esperanza y su libertad. Podemos
constatarlo, por ejemplo, en el pasaje del Evangelio según san Lucas que
nos refiere la resurrección del hijo de la viuda de Naín:
“Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naín, y con él iban sus
discípulos y un buen número de personas. Cuando llegó a la puerta del
pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que
era viuda, y mucha gente del pueblo lo acompañaba. Al verla, el Señor se
compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Después se acercó y tocó el féretro.
Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: “Joven, yo te lo
mando, levántate”. Se incorporó el muerto inmediatamente, y se puso a
hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre” (Lucas 7, 11-15).
¿Qué sentido daba Jesús a los milagros que realizaba?
Los milagros nos muestran también que la salvación que Jesús nos trae de
parte de Dios Padre, es una salvación integral, una salvación que cobija al
ser humano entero. Por esta razón, en la narración de muchos milagros
podemos ver que se repiten indistintamente los verbos “curar”, “sanar”, y
“salvar”. Jesús cura, pero también perdona los pecados, porque es
portador de una salvación integral. A un paralítico que le llevaron para
que lo sanara de su enfermedad, Jesús le dijo: ”¡Ánimo, hijo; tus pecados
quedan perdonados!” y ante la extrañeza de algunos de los presentes, le
repitió: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mateo 9, 1-7).
LOS MILAGROS A LA LUZ DE SU RESURRECCIÓN
Solamente en los encuentros con Jesús resucitado, los discípulos llegaron
a tener la certeza de que su Maestro era el hombre en quien Dios había
actuado, de manera decisiva y definitiva, para la salvación de todos los
hombres y mujeres del mundo.
Cuando esto sucedió, confesaron abierta y decididamente su fe en él, y
pudieron descubrir el sentido salvador de su vida y de su muerte, y
también, por supuesto, el verdadero significado de aquellos gestos
extraordinarios que había realizado en favor de muchas personas y de los
cuales ellos eran testigos directos.
Entendieron que los milagros de Jesús no habían sido simplemente,
prodigios espectaculares, sino que eran acciones en las que se hacía
presente la fuerza salvadora de Dios; acciones que revelaban por
anticipado lo que más tarde se habría de manifestar en la resurrección:
que Jesús es el Cristo, el ungido de Dios, por quien nos llega a los
hombres la salvación. Podemos recordar las palabras que en este sentido
dijo san Pedro a la multitud, el día de Pentecostés, y que aparecen en el
libro de los Hechos de los apóstoles:
“Israelitas, escuchen mis palabras: Dios acreditó entre ustedes a Jesús de
Nazaret. Hizo que realizara entre ustedes milagros, prodigios, y señales que
ya conocen…” (Hechos 2, 22).
Los milagros de Jesús son signos claros y contundentes, de la salvación
que vino a traernos en nombre de Dios, su Padre. Con su amor hasta el
extremo nos libera de todas nuestras esclavitudes, nos purifica de
nuestros pecados, y nos salva dándonos una vida nueva. Él mismo es para
nosotros el más maravilloso milagro; un milagro de amor y de esperanza;
un milagro de Vida eterna.
No tenemos que pedir una señal mayor para creer. Ya todo está hecho y
dicho. La presencia salvadora de Jesús en el mundo y en nuestra vida
personal, es el signo, la señal, de que Dios nos ama con un amor sin
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límites, y que en él y por él, obra verdaderas maravillas. Sólo tenemos que
abrir el corazón para recibirlo y acogerlo, y dejarlo ser Dios en nosotros.