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MILAGROS.

Cuando leemos los evangelios, encontramos que sus autores dedicaron


buena parte de ellos, a relatar con algún detalle, las acciones
extraordinarias que Jesús realizaba en favor de las personas que se
acercaban a él, acciones que nosotros llamamos milagros, y san Juan en su
Evangelio, denomina “signos”.
Frente a esta realidad innegable de la vida de Jesús, podemos
preguntarnos:
¿Por qué o para qué obraba milagros Jesús?
¿Qué sentido daba Jesús a los milagros que realizaba?
Intentaremos dar una respuesta clara a estas preguntas.
Muchas veces, cuando pensamos en Dios y hablamos de él, lo que más nos
llama la atención y proclamamos con más fuerza, es su poder. Dios es
para nosotros, fundamentalmente, “el todopoderoso”, porque tiene pleno
dominio sobre el mundo y nada escapa a su voluntad. Si no lo
reconociéramos así, no estaríamos hablando de Dios.
Sin embargo, al acercarnos más detenidamente a lo que los evangelios
anuncian, llegamos a otra conclusión que es muchísimo más bonita y
también más justa con lo que Dios nos reveló de sí mismo en la persona
de Jesús: La grandeza de Dios, su majestad, no está en su poder, en su
fuerza, y tampoco en el dominio que puede ejercer sobre las personas y
sobre los acontecimientos, como tantas veces suponemos. El verdadero
poder de Dios es el amor: su amor infinito por los seres humanos; y es
precisamente ese amor lo que Jesús quiere ayudarnos a conocer, lo que
quiere hacernos presente, no sólo con sus palabras, sino también y muy
especialmente con sus obras, y más concretamente con sus milagros.
¿Por qué o para qué hacía milagros Jesús?
El contexto general de los evangelios nos muestra que Jesús no hizo nunca
un milagro en favor de sí mismo. Recordemos por ejemplo, el pasaje del
Evangelio de Mateo, que no cuenta que cuando Jesús estaba ayunando en
el desierto, después de su bautismo en el Jordán, el demonio se le
presentó proponiéndole que convirtiera las piedras en panes para que
saciara su hambre. Jesús le respondió sin dudarlo: “El hombre no vive
solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo
4, 1 ss).
Tampoco hizo ningún milagro para castigar a alguien por sus pecados. Al
contrario. Se opuso a que los discípulos “hicieran caer fuego del cielo”
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sobre un pueblo de Samaría donde no los habían recibido (cf. Lucas 9, 51-
55).
Y, finalmente, Jesús tampoco hizo milagros para satisfacer la curiosidad
de quienes no creían en él, o para ganarse el favor de las autoridades.
Pensemos, por ejemplo, en la señal que los doctores de la ley y los fariseos
le pidieron para poder aceptarlo como Mesías, según nos lo refiere san
Mateo: “Algunos maestros de la Ley y fariseos, le dijeron: “Maestro,
queremos verte hacer un milagro”. Pero él contestó: “Esta raza perversa y
adúltera pide una señal, pero sólo se le dará la señal de Jonás…” (Mateo 12,
38-39)
O el milagro que Herodes le solicitó cuando lo llevaron los soldados de
Pilato, para que lo juzgara: “Al ver a Jesús, Herodes se alegró mucho. Hacía
tiempo que deseaba verlo por las cosas que oía de él, y esperaba que Jesús
hiciera algún milagro en su presencia. Le hizo un montón de preguntas,
pero Jesús no contestó nada…” (Lucas 23, 8-9).
Todos los milagros de Jesús fueron obrados en favor de las personas más
débiles, y tenían como primera intención ayudarles en sus necesidades
más urgentes.
Jesús se acercaba a las personas movido íntimamente por el amor que el
Padre había puesto en su corazón de Hijo. Un amor compasivo y
misericordioso como el suyo; un amor creador y salvador a la vez; un
amor que se conduele siempre del sufrimiento humano y busca la manera
de devolver a quien sufre, su fe, su esperanza y su libertad. Podemos
constatarlo, por ejemplo, en el pasaje del Evangelio según san Lucas que
nos refiere la resurrección del hijo de la viuda de Naín:
“Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naín, y con él iban sus
discípulos y un buen número de personas. Cuando llegó a la puerta del
pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que
era viuda, y mucha gente del pueblo lo acompañaba. Al verla, el Señor se
compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Después se acercó y tocó el féretro.
Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: “Joven, yo te lo
mando, levántate”. Se incorporó el muerto inmediatamente, y se puso a
hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre” (Lucas 7, 11-15).
¿Qué sentido daba Jesús a los milagros que realizaba?

San Juan llama a todas estas acciones extraordinarias de Jesús, “signos” o


“señales”, porque ellas nos dan a entender quién es realmente Jesús, y
cuál es la misión que le ha sido encomendada. Esta misma idea la
encontramos en el Evangelio según san Lucas, cuando Jesús en la
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sinagoga de Nazaret, lee el texto de Isaías, que luego se aplica a sí mismo;


y en el Evangelio según san Mateo, cuando Jesús responde a los enviados
de Juan Bautista:
“Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a
dos de sus discípulos para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o
debemos esperar a otro?”. Jesús les respondió: “Vayan a contar a Juan lo que
ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son
purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es
anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de
tropiezo!” (Mateo 11, 2-6).

SIGNIFICADO TEOLÓGICO DE LOS MILAGROS

Profundizando un poco en lo que los milagros de Jesús nos enseñan,


podemos ver varias cosas que son muy interesantes.
1. Lo primero es que los milagros que Jesús realiza no son considerados
por los evangelistas de manera aislada, sino que están conectados con su
predicación y al servicio de ella. San Mateo nos dice, por ejemplo: “Jesús
recorría todas las ciudades y los pueblos; enseñaba en sus sinagogas,
proclamaba la Buena Nueva del Reino y curaba todas las dolencias y las
enfermedades” (Mateo 9, 35).
2. De aquí podemos deducir que la intención que Jesús tenía al obrar un
milagro, no era simplemente causar una impresión fuerte en la gente que
lo veía y escuchaba, sino que buscaba abrir el corazón de las personas a
su misión como enviado de Dios, y a su mensaje salvador.
3. Por otra parte, los evangelistas nos presentan los milagros, como un
elemento de la proclamación del Reino de Dios, que era el tema central de
la predicación de Jesús. En este sentido, los milagros son signo de que el
Reino de Dios, o mejor, el reinar de Dios, ya ha comenzado, y que es un
acontecimiento poderoso, dinámico, lleno de fuerza salvadora, que se
hace realidad en medio de los hombres. En el Evangelio de san Lucas
leemos: “Si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ya ha
llegado a ustedes el Reino de Dios” (Lucas 11, 20).
Los milagros son como palabras eficaces de Jesús, que comunican a quien
los recibe, la salvación y la vida de Dios. Son un mensaje en acción, una
buena noticia. Y por lo tanto, Jesús que los realiza, es alguien muy
especial. Recordemos a los mismos discípulos, que después de la
tempestad en el lago, exclamaron: “¿Quién este este, que esta el viento y el
mar le obedecen? (Marcos 4, 41).
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Los milagros nos muestran también que la salvación que Jesús nos trae de
parte de Dios Padre, es una salvación integral, una salvación que cobija al
ser humano entero. Por esta razón, en la narración de muchos milagros
podemos ver que se repiten indistintamente los verbos “curar”, “sanar”, y
“salvar”. Jesús cura, pero también perdona los pecados, porque es
portador de una salvación integral. A un paralítico que le llevaron para
que lo sanara de su enfermedad, Jesús le dijo: ”¡Ánimo, hijo; tus pecados
quedan perdonados!” y ante la extrañeza de algunos de los presentes, le
repitió: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mateo 9, 1-7).
LOS MILAGROS A LA LUZ DE SU RESURRECCIÓN
Solamente en los encuentros con Jesús resucitado, los discípulos llegaron
a tener la certeza de que su Maestro era el hombre en quien Dios había
actuado, de manera decisiva y definitiva, para la salvación de todos los
hombres y mujeres del mundo.
Cuando esto sucedió, confesaron abierta y decididamente su fe en él, y
pudieron descubrir el sentido salvador de su vida y de su muerte, y
también, por supuesto, el verdadero significado de aquellos gestos
extraordinarios que había realizado en favor de muchas personas y de los
cuales ellos eran testigos directos.
Entendieron que los milagros de Jesús no habían sido simplemente,
prodigios espectaculares, sino que eran acciones en las que se hacía
presente la fuerza salvadora de Dios; acciones que revelaban por
anticipado lo que más tarde se habría de manifestar en la resurrección:
que Jesús es el Cristo, el ungido de Dios, por quien nos llega a los
hombres la salvación. Podemos recordar las palabras que en este sentido
dijo san Pedro a la multitud, el día de Pentecostés, y que aparecen en el
libro de los Hechos de los apóstoles:
“Israelitas, escuchen mis palabras: Dios acreditó entre ustedes a Jesús de
Nazaret. Hizo que realizara entre ustedes milagros, prodigios, y señales que
ya conocen…” (Hechos 2, 22).
Los milagros de Jesús son signos claros y contundentes, de la salvación
que vino a traernos en nombre de Dios, su Padre. Con su amor hasta el
extremo nos libera de todas nuestras esclavitudes, nos purifica de
nuestros pecados, y nos salva dándonos una vida nueva. Él mismo es para
nosotros el más maravilloso milagro; un milagro de amor y de esperanza;
un milagro de Vida eterna.
No tenemos que pedir una señal mayor para creer. Ya todo está hecho y
dicho. La presencia salvadora de Jesús en el mundo y en nuestra vida
personal, es el signo, la señal, de que Dios nos ama con un amor sin
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límites, y que en él y por él, obra verdaderas maravillas. Sólo tenemos que
abrir el corazón para recibirlo y acogerlo, y dejarlo ser Dios en nosotros.

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