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COMO SI ESTUVIERAS JUGANDO Por Juan José Hernández

Asustada, balanceándose en lo alto de una silla con dos travesaños paralelos como
si fuera un palanquín, la llevaron a la estación del pueblo. Por primera vez se
alejaba de la casa y veía el monte de algarrobos donde sus hermanos cazaban
cardenales para venderlos a los pasajeros del tren.
Inés no conocía el pueblo. Pasaba largas horas sentada sobre una lona, en el piso
de tierra de la cocina, mientras su abuela picaba las hojas de tabaco, mezclada con
granos de anís, para fabricar cigarros de chala. LA abuela solía marcharse de la
casa: iba a curarle el dolor de muelas a su comadre, a preguntar si había
correspondencia en la estafeta, a comprar provisiones en el almacén. Los hermanos
estaban en el monte. Ella quedaba sola, jugando con su caja de zapatos llena de
carreteles y semillas secas. Aburrida, apantallaba el fuego del brasero donde hervía
la mazamorra, hacía globitos de saliva con la boca, poco a poco se dormía.
Pero aquel viernes era el día del tren, y a su abuela se le había ocurrido arreglar
con una cañas tacuaras, arrancadas del cerco de la casa, la silla que los hermanos
cargaron sobre los hombros.
-Ya sabés, Inesita, como si estuvieras jugando- le dijo la abuela antes que
partieran. Y le alcanzó el tarro de conservas vacío.
Dos veces por semana, martes y viernes, la abuela y sus dos nietos varones iban a
la estación. Llevaban atados de cigarros, casales de pájaros, melones perfumados.
Cuando volvían, al anochecer, la abuela sacaba del bolsillo de su delantal los pesos
arrugados, que después alisaba con la uña del pulgar, y los hermanos levantaban
torrecitas de diez y cinco centavos sobre la mesa de la cocina.
A Inés le hubiera gustado que la llevaran con ellos. Su abuela le decía:
-Más adelante. Cuando hayas crecido.
Inés tenía cinco años. Era nerviosa, enclenque. De repente se le aflojaban las
piernas y caía sentada. Los hermanos reían y ella se incorporaba y de dejaba caer
de nuevo, feliz de divertirlos. Quería a sus hermanos, aunque la mortificaran a
menudo. “Si abría la boca y cerrás los ojos te damos un caramelo”, le decían. Inés
aguardaba un rato, con la boca abierta, el caramelo que resultaba ser la pluma de
un pájaro o una hormiga, nunca recibió un dedo porque ella sabía morder. Pero muy
pronto descubrió el modo de vengarse: le bastaba lanzar un chillido para que la
escoba o la zapatilla de la abuela fuese a dar contra la cabeza de uno de sus
hermanos. “Grita porque tiene ganas, abuela. No le hemos hecho nada”, decían. La
abuela alzaba a su nieta en brazos, murmuraba:
-Para eso sirven: para dar disgustos. No la pueden ver tranquila estos satinases.
Los hermanos eran mellizos. Hasta el año pasado habían ido a la escuela, a dos
leguas de la casa, montados en un caballo blanco que les prestaba el vecino.
Cuando el maestro se jubiló, ningún otro quiso sustituirlo y la escuela dejó de
funcionar. Ellos, que ya sabían leer, conservaban el libro de primero superior y antes
de acostarse deletreaban algunas lecciones. Inés, a fuerza de escucharlos, las
había aprendido de memoria; tomaba el libro con sus manos y fingía leer. Cuando
terminaban la sopa, la abuela los mandaba a la cama. Dormían los tres juntos en un
catre de tientos. Las noches eran frescas, silenciosas. La abuela, sentada junto a la
lámpara de querosén, armaba cigarros y tomaba mates dulces, con olor a poleo.
Afuera se extendía el campo árido bajo la luna, la sombra crispada de los
algarrobos, el canto de los grillos. A veces, una lechuza gritaba sobre el techo del
rancho. La abuela se persignaba para ahuyentar la desgracia. “Creo en Dios y no en
vos -decía-. Ayer pasó a esta misma hora: alguien estará por morir”.
“Se va a morir”, pensó la abuela cuando Rosa le entregó la criatura envuelta en una
colcha. Rosa era su hija. No la veía desde una tarde de marzo, cuatro años antes,
en que Rosa fue a la ciudad para trabajar de mucama poco después que muriera su
marido. A la abuela no le importó cuidar de los mellizos. Se parecían al padre, un
hombre fuerte, peón de ferrocarril, que vivió con su hija en una pieza de madera y
techo de zinc, detrás de la estación.
El hombre tuvo la mala suerte de emborracharse un domingo y quedarse dormido
sobre las vías. Rosa volvió a la casa de la madre, con sus hijos. Para ganar unos
pesos preparaba refrescos y empanadillas dulces que ofrecía a los pasajeros del
tren.
En el andén de la estación conoció a la señora que le ofreció el empleo de
mucama. Aceptó sin vacilar. Había mirado con envidia a las mujeres que viajaban
en los coches de primera, con sus turbantes de colores, sus hileras de perlas y sus
anteojos ahumados. Nunca bebían refrescos, pero se interesaban en las pantallas
decoradas con plumas y a veces compraban tortuguitas. Habían ciertas señoras
aprensivas que se negaban a probar una empanada porque “vaya a saber uno con
qué están hechas”; otras, indiferentes, hojeaban revistas y comían caramelos; las
muy viejas, sofocadas, se refrescaban la frente con algodones empapados con agua
de Colonia.
La mujeres de segunda se envolvían la cabeza en toallas y los hombres llevaban, a
manera de boina, pañuelos de bolsillo anudados en las puntas. El tren no había
terminado de parara cuando ya estaban corriendo en dirección a la bomba del
andén; allí se mojaban el pelo, la cara, y llenaban las botellas para tener con qué
lavarse cuando el polvo del viaje los volviera a cubrir. Acto continuo se paseaban,
asediados por los vendedores; regateaban el precio de una sandía; compraban por
el solo placer de comprar, cigarros, pantallas, cardenales. Y cuando partía el tren,
trepaban ágilmente a los estribos de los vagones; después sonreían y agitaban la
mano en señal de adiós.
Rosa se fue a trabajar a la ciudad. Durante más de cinco años no volvió a ver a su
madre, ni a sus hijos, pero todos los meses enviaba una carta con un billete de diez
pesos. En esas cartas, escritas probablemente por la señora de la casa, nunca
había mencionado el nacimientos de Inés.
-Se la traigo porque allá no quieren ocuparme con la criatura.
La abuela observó con atención a su nieta, que dormía envuelta en una colcha. “Se
va a morir”, pensó con frialdad. Después, cuando Inés abrió los ojos:
-Tiene cara de cabrito -dijo.
Rosa le explicó que Inés había quedado así de flaca con la recaída del sarampión.
-No le va a dar trabajo. Es de lo más buenita. Nunca llora.
Luego, en la cocina de la casa, mientras tomaban mate con tortillas de grasa, le
contó sus proyectos. Pensaba alquilar una pieza en la ciudad para que todos
vivieran juntos. Ella trabajaría afuera; la abuela podía ayudarla con el lavado y el
planchado de la ropa.
-He ido comprando algunas cosas. Tengo una cama de bronce, una mesa, un
roperito que es mío, con espejo y todo. Antes de fin de año, una amiga me va a
dejar la pieza que alquila cerca de una avenida asfaltada. Es una pieza grande con
balcón a la calle.
La abuela la escuchaba con desconfianza. Su hija le pareció bastante cambiada:
hablaba demasiado, tenía el pelo ondulado, las caderas muy anchas y le faltaban
dos dientes: llevaba además una pollera floreada sujeta al talle por un cinturón
ajustado que casi le impedía respirar.
Llegaron los mellizos y se detuvieron en el umbral de la cocina, mirando con recelo
a la mujer que había venido con la criatura.
-Entren a saludar a su madre -dijo la abuela-. Entren, no sean ariscos.
Abrazaron a Rosa, que exclamaba sonriendo:
-Parece mentira cómo han crecido. Ya están casi de mi alto.
Esa misma tarde, Rosa viajó de nuevo a la ciudad. Al despedirse de su madre, en el
andén de la estación, volvió a decirle que le enviaría, antes de fin de año, el dinero
para los pasajes.
Durante los primeros meses, la abuela se ocupó de mejorar la salud de su nieta;
para fortalecerla le friccionaba las piernas con ceniza caliente, y a la hora del
almuerzo le daba trozos de pan untados con caracú. Al principio, Inés recordaba a
su madre, “Quiero ir con mi mamá”, lloriqueaba. Después acabó por no pensar más
en ella. Sentada en el piso de tierra de la cocina, jugaba con carreteles o miraba a
los mellizos que fabricaban jaulas con ramitas para los cardenales del monte.
Algunas siestas, aprovechando que la abuela dormía, la llevaban a robar higos del
vecino. Inés los recogía en la falda de su delantal. A veces, un higo, demasiado
maduro, caía con fuerza y reventaba sobre su cabeza. Ocultos entre las hojas, los
mellizos sofocaban la risa, pero cuando bajaban del árbol dejaban de reír: al hacer
el reparto, comprobaban que Inés se había comido las mejores brevas. Los días de
lluvia jugaban en la cocina. Los mellizos, para asustar a su hermana, imitaban al hijo
de la comadre de la abuela, que era retardado y se llamaba Simón.
-Háganse los pícaros, nomás -rezongaba la abuela-. A ver si Dios castiga y quedan
tan opas como Simón.
También jugaban al gallo ciego. A veces Inés los espiaba debajo del pañuelo, pero
los mellizos siempre la descubrían. “Trampa. No jugamos más”, gritaban, y le
tiraban del pelo hasta hacerla llorar. La abuela intervenía con la escoba.
-¡No parecen hermanos! -exclamaba. Después, con un suspiro: -Cuándo llegará fin
de año. Ya aprenderán a se juiciosos con la Rosa. Ella no es tan blanda como yo.
Pasó el fin de año y también el carnaval sin que Rosa enviara el dinero para los
pasajes. Fueron meses de calor y la sequía amenazaba extenderse a toda la
provincia. Como los pozos estaban agotados, la abuela con los mellizos tenía que
trasladarse a la estación donde un conscripto vigilaba la distribución del agua.
Cargados con latas, esperaban pacientemente su turno en la fila de gente morena y
callada que venía del monte con sus hijos descalzos y sus perros escuálidos.
Apenas se abría la estafeta, la abuela mandaba a uno de los mellizos a preguntar di
había llegado carta de la ciudad. Con el dinero prometido por Rosa pensaba
comprar provisiones en el almacén. No le quedaba azúcar para el mate, ni había
más hojas de tabaco; las gallinas no ponían un solo huevo, y los aplicados huesos
del puchero, de tanto hervir en la olla, no conseguían darle ningún sabor a la sopa.
La abuela hubiese preferido morir de hambre antes de comerse una de sus cuatro
gallinas. Aquel jueves, sin embargo, después de palpar la rabadilla de la paraguaya
y cerciorarse de que no estaba a punto de huevear, resolvió sacrificarla. Era la más
vieja de sus gallinas, y desde hacía una semana andaba medio tristona, con las alas
caídas.
Se levantó el alba y fue hasta la tusca seca donde dormían las gallinas. La
paraguaya, que ponía huevos celestes, estaba muerta al pié de un arbusto.
“Pobrecita, se ha muerto de vejez y de sed, como un cristiano”, pensó. La tomó de
las patas, le acarició el cuerpo tieso y flaco, el buche vacío. Después, en la cocina,
encendió el fuego del brasero y puso a hervir el agua. Sentada, con la paraguaya
sobre las rodillas, la abuela empezó a llorar. “Si esto sigue así, tendremos que
comer tierra”, de dijo, cuando por la puerta vio el sol detrás del monte que iluminaba
el cielo implacable, sin una nube.
Súbitamente, mientras desplumaba a la gallina, la invadió un sentimiento de odio
hacia Rosa. Pensó con amargura, con rencor:”Mentira. No es que se nieguen a
ocuparla con la criatura. A mi no me engaña. Ha de estar ella tranquila. Ya
aparecerá de nuevo aquí con otro hijo a cuestas que yo tendré que criar, porque soy
así de zonza”.
Terminó de desplumar a la paraguaya y con un pedazo de papel encendido le
chamuscó los canutos de plumas que todavía quedaban debajo las alas y en la cola;
después, con un cuchillo filoso, le extrajo las vísceras y la sumergió en la olla de
agua hirviendo.
Cuando terminaron de almorzar, la abuela se acostó a dormir la siesta. Aunque era
viernes, no irían a la estación porque nada tenían que vender. “Si mañana no llegara
carta de Rosa -pensó- tendré que pedirle dinero prestado a mi comadre. La última
vez que le curé el dolor de muelas me regaló un paquete de azúcar. Nunca le falta
plata con Simón. Me dijo que el opa estaba pesado, que le dolía la cintura de tanto
pasearlo por el andén y que, en adelante, para no cansarse, lo llevaría en un cajón
con ruedas. Tiene suerte con Simón.
Eran más de las cinco cuando la despertaron los gritos de Inés. Se levantó de la
cama para buscar la escoba, pero al asomarse a la puerta, vio que Inés, agitando
las manos y con los ojos vendados, trataba de alcanzar a uno de los mellizos. De
pronto se le ocurrió ponerle a la silla dos travesaños de tacuara para que los
mellizos pudieran cargarla sobre los hombros. Caminando de prisa, alcanzarían la
legada del tren. Con pocas palabras, le explicó a su nieta cómo debía comportarse.
No era difícil en su improvisado palanquín, con lo ojos entrecerrados, Inés se
pasearía por el andén de la estación. “Una limosna para la cieguita”, dirían los
mellizos. Después la subió a la silla y le dio un tarro de conservas vacío para que
guardara las monedas.
Desde la puerta de la cocina, los vio alejarse en dirección al monte de algarrobos.
Entonces, alzando la voz, le recomendó nuevamente:
-Ya sabés, Inesita. Como si estuvieras jugando.

Pecado de omisión
Ana María Matute
A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano
ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal
de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz
Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del
pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de
ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte,
morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de
buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a
su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque
le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de
su casa.

La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le
dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del
pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la
escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:

-¡Lope!

Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece
años y tenía la cabeza grande, rapada.

-Te vas de pastor a Sagrado.


Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas
con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada
bocado.

-Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea,
con las cabras de Aurelio Bernal.

-Sí, señor.

-No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.

-Sí, señor.

Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y


cecina.

-Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia.

Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.

-¿Qué miras? ¡Arreando!

Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que
guardaba, como un perro,apoyado en la pared.

Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde,
en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa
de anís.

-He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.

-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe:
hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni
una tapia en que apoyarse y reventar.

-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el
chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la
escuela…

Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:

-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor
cada día que pasa.

Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando
encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que
pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca.
Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las
raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose.
Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.

El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el
día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A
veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo,
terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina
del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía
despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato,
sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego,
arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los
gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras.
Como los años. Un año, dos, cinco.

Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a
Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.

-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.

Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza.
Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel
Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje
gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.

Francisca comentó:

-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.

Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito
detenido, como una bola, en la garganta.

-¡Eh! -dijo solamente. O algo parecido.

Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.

-¡Lope! ¡Hombre, Lope…!

¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué
raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba
llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.

Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más
perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.

Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo
de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel
otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano
aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres
la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil,
extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se
le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre
las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni
ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:

-¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos.
Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance
de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.

-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora…

En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones
que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió
entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano
derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe
sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos
hermanas, subieron hasta él así, sin más.

Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas,
le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de
indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios
mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge…», Lope solo lloraba y decía:

-Sí, sí, sí…

FIN

"PATRÓN". Cuento de Abelardo Castillo


I
La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y
pegajoso: llevar una criatura aden​tro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día
iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina,
preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a
salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que
po​tros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agre​gó. Y Paula dijo sí, claro.
Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:
–Sí, claro.
Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de
La Cabriada: el amo.
–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que
sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo
bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.
Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie duda​ba de que, en toda La Cabriada,
su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un
puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada
cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido,
porque, un rato antes, él había entra​do al rancho y había dicho:
–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dán​doles de comer a las gallinas; el
viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el
cam​po, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán
la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se
lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?
–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer
para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las
manos en el delantal.
El dijo:
–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a
los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.
–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente
porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él
salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablar​la”. Ella entró y
dijo:
–Sí, claro.
Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de
la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Pau​la no quería escuchar las palabras que
anticipaban el miedo y el dolor.
–Un alambre parece el viejo.
Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, de​mostrando que de viejo sólo tenía
la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió,
sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.
Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y
sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino
encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:
–Cerro Patrón.
Y fue todo lo que dijo.
Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos.
Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que
se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmu​deció, los
paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura
asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había
preguntado “comieron”, y señaló los perros.
Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los
pinos, lejos.
–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló
afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–.
Vení, arrímate.
Ella se acercó.
–Mande –le dijo.
–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace
lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo,
afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, has​ta pasar el
cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo
del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro
de los ojos–, ya hace arriba de treinta.
Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relin​cho. El dijo:
–Vení a la cama.
II
No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el
patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el
alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió
a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que
amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se
rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.
–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la
mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la
estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.
Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella
noche; algunos, los más suspicaces, ase​guraban que el hombre caído junto al mostrador
del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a
caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para re​ventar el animal a las diez
cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él
quien podía, si cuadra​ba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar
en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado trein​ta años y estaba
acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre.
Por eso no la consultó. La cortó.
Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera
comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como
un ani​mal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel.
El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama.
–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la
cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:
–No, don Anteno.
–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?
Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que
aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también,
por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de
sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo,
queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo.
Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un
peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mira​da caliente recorriéndole la
curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se
dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en
una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada,
mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión
rotoso, ni que dijera:
–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.
En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la
boca en silencio, mientras otros hom​bres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo
empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la ame​naza. El
viejo no los miraba:
–Qué buscas.
–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola,
únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos,
ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella com​prendió
que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.
–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento
de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las
cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se
levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te
la regalo.
III
A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de es​tafado, eso era. Antes había sido
impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores
del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O
algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la
muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después,
aquel insul​to en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y
ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el
viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.
–O cuarenta y tantos, es lo mismo.
Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir.
Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y
entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la
culpa no era de él, del viejo.
–Volvemos a la casa –dijo de golpe.
Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella,
cuando un toro se vino resoplan​do por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el
viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siem​pre olor a caña. Un
olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo.
Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches
furi​bundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal
maneado, poseyéndola con rencor, con desespe​ración. Ella supo que estaba encinta y tuvo
miedo. De pronto sin​tió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había sa​lido
con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y
marcar, estallándole, por fin, en la cara.
–¡Contesta! Contéstame, yegua.
El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos
muy abiertos. La cara le ardía.
–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.
–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso.
Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar
retraso.
La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera
noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.
–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.
Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando
pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”,
incandescente, cha​muscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.
Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía,
tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o
caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera
querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba
parada junto a él.
–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento
de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del
hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.
Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula
estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.
–Che –dijo el viejo.
–Mande –dijo Paula.
Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa:
recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que
bufaba y ha​cía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos
desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba te​miendo. La hizo en el
mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.
–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.
Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero
de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio
una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y
animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía
parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo.
Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.
Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don
Antenor Domínguez.
–¡Ayúdenme, carajo!
IV
Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba
ahí, de espaldas sobre la cama, sudan​do, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar
palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no
perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el mé​dico aconsejó llevarlo al
pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando
Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.
–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.
Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y,
de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo
des​pués garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo
llevaron.
Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos
únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero
que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la
casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se que​daba quieto, sentado lejos de la
cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.
Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo
llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido
transformando. Ha​blaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más
dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente
algo. Una noche, Antenor pareció aho​garse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así,
de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lám​para, el
rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a
morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de
remedio en los la​bios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un
momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:
–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las
mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.
Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo su​bieron al cuarto alto. Allí, don
Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el
doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su
campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula
mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la
ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la
mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si
repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de
Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el
cielo.
Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:
–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.
Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.
V
El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico,
ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y
el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los
encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo
ella, nadie subía.
Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que
ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a
Paula.
–La eché –dijo Paula.
Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre
consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido
de la llave giran​do en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pa​sos, cada
día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la
mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del
viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal
vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña
y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella
venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estáti​co, interminable,
que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la
costumbre de andar callada, apre​tando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía
en pun​tadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando
oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella
dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que
nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido:
el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara
de ella, pero adi​vinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:
–Va a tener el chico.
Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.
VI
Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el
día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.
–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el
vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.
Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la
mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.
–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al
Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:
–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.
Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe.
Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le
trajo el chico.
Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse
la noche, un grito largo retumban​do entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto
triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito
manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta
mucho más tarde.
Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado.
Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde
lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartan​do la cara, ella,
dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre
y de la mujer se encontra​ron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida
ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado es​perando aquello, el viejo
soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por
no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si
también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia.
Retrocedió unos pasos; arrinconada en un án​gulo del cuarto, al principio lo miró con miedo.
Después, no. An​tenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no
aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El
viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó
así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e
impo​tente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa
hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba
sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la
criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.
Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.
Sredni Vashtar

Saki

Conradín tenía diez años y, según la opinión profesional del médico, el niño no viviría cinco
años más. Era un médico afable, ineficaz, poco se le tomaba en cuenta, pero su opinión
estaba respaldada por la señora De Ropp, a quien debía tomarse en cuenta. La señora De
Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo
que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo
antagonismo con aquéllos, estaban representados por él mismo y su imaginación. Conradín
pensaba que no estaba lejos el día en que habría de sucumbir a la dominante presión de las
cosas necesarias y cansadoras: las enfermedades, los cuidados excesivos y el interminable
aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.

La señora De Ropp, aun en los momentos de mayor franqueza, no hubiera admitido que no
quería a Conradín, aunque tal vez habría podido darse cuenta de que al contrariarlo por su
bien cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con
desesperada sinceridad, que sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que
podía procurarse acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba
excluida del reino de su imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado.

En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a abrirse para indicarle que no
hiciera esto o aquello, o recordarle que era la hora de ingerir un remedio, Conradín hallaba
pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados, como si
hubieran sido raros ejemplares de su especie crecidos en el desierto. Sin embargo, hubiera
resultado difícil encontrar quien pagara diez chelines por su producción de todo el año. En
un rincón, casi oculta por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada, y en
su interior Conradín halló un refugio, algo que participaba de las diversas cualidades de un
cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos
provenientes de la historia y otros de su imaginación; estaba también orgulloso de alojar dos
huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del Houdán, de ralo plumaje, a
la que el niño prodigaba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra,
había un cajón, dividido en dos compartimentos, uno de ellos con barrotes colocados uno
muy cerca del otro. Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un amigo,
dependiente de carnicería, introdujo de contrabando, con jaula y todo, a cambio de unas
monedas de plata que guardó durante mucho tiempo. Conradín tenía mucho miedo de ese
animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin embargo, su tesoro más preciado. Su
presencia en la casilla era motivo de una secreta y terrible felicidad, que debía ocultársele
escrupulosamente a la Mujer, como solía llamar a su prima. Y un día, quién sabe cómo,
imaginó para la bestia un nombre maravilloso, y a partir de entonces el hurón de los
pantanos fue para Conradín un dios y una religión.

La Mujer se entregaba a la religión una vez por semana, en una iglesia de los alrededores, y
obligaba a Conradín a que la acompañara, pero el servicio religioso significaba para el niño
una traición a sus propias creencias. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio
de la casilla, Conradín oficiaba un místico y elaborado rito ante el cajón de madera,
santuario de Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía en el altar flores rojas cuando era la
estación y moras escarlatas cuando era invierno, pues era un dios interesado
especialmente en el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en cambio, la religión de la
Mujer, por lo que podía observar Conradín, manifestaba la tendencia contraria.

En las grandes fiestas espolvoreaba el cajón con nuez moscada, pero era condición
importante del rito que las nueces fueran robadas. Las fiestas eran variables y tenían por
finalidad celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas
que padeció por tres días la señora De Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo
ese tiempo, y llegó incluso a convencerse de que Sredni Vashtar era personalmente
responsable del dolor. Si el malestar hubiera durado un día más, la nuez moscada se habría
agotado.

La gallina del Houdán no participaba del culto de Sredni Vashtar. Conradín había dado por
sentado que era anabaptista. No pretendía tener ni la más remota idea de lo que era ser
anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy respetable.
La señora De Ropp encarnaba para Conradín la odiosa imagen de la respetabilidad.

Al cabo de un tiempo, las permanencias de Conradín en la casilla despertaron la atención


de su tutora.

-No le hará bien pasarse el día allí, con lo variable que es el tiempo -decidió
repentinamente, y una mañana, a la hora del desayuno, anunció que había vendido la
gallina del Houdán la noche anterior. Con sus ojos miopes atisbó a Conradín, esperando
que manifestara odio y tristeza, que estaba ya preparada para contrarrestar con una retahíla
de excelentes preceptos y razonamientos. Pero Conradín no dijo nada: no había nada que
decir. Algo en esa cara impávida y blanca la tranquilizó momentáneamente. Esa tarde, a la
hora del té, había tostadas: manjar que por lo general excluía con el pretexto de que haría
daño a Conradín, y también porque hacerlas daba trabajo, mortal ofensa para la mujer de la
clase media.

-Creí que te gustaban las tostadas -exclamó con aire ofendido al ver que no las había
tocado.

-A veces -dijo Conradín.

Esa noche, en la casilla, hubo un cambio en el culto al dios cajón. Hasta entonces, Conradín
no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.

-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.

No especificó su pedido. Sredni Vashtar era un dios, y un dios nada lo ignora. Y ahogando
un sollozo, mientras echaba una mirada al otro rincón vacío, Conradín regresó a ese otro
mundo que detestaba.

Y todas las noches, en la acogedora oscuridad de su dormitorio, y todas las tardes, en la


penumbra de la casilla, se elevó la amarga letanía de Conradín:

-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.


La señora De Ropp notó que las visitas a la casilla no habían cesado, y un día llevó a cabo
una inspección más completa.

-¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? -le preguntó-. Supongo que son conejitos
de la India. Haré que se los lleven a todos.

Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave, y
luego se dirigió a la casilla para completar su descubrimiento. Era una tarde fría y Conradín
había sido obligado a permanecer dentro de la casa. Desde la última ventana del comedor
se divisaba entre los arbustos la casilla; detrás de esa ventana se instaló Conradín. Vio
entrar a la mujer, y la imaginó después abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando
con sus ojos miopes el lecho de paja donde yacía su dios. Quizá tantearía la paja movida
por su torpe impaciencia. Conradín articuló con fervor su plegaria por última vez. Pero sabía
al rezar que no creía. La mujer aparecería de un momento a otro con esa sonrisa fruncida
que él tanto detestaba, y dentro de una o dos horas el jardinero se llevaría a su dios
prodigioso, no ya un dios, sino un simple hurón de color pardo, en un cajón. Y sabía que la
Mujer terminaría como siempre por triunfar, y que sus persecuciones, su tiranía y su
sabiduría superior irían venciéndolo poco a poco, hasta que a él ya nada le importara, y la
opinión del médico se vería confirmada. Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz el
himno de su ídolo amenazado:

Sredni Vashtar avanzó:

Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran blancos.

Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte.

Sredni Vashtar el hermoso.

De pronto dejó de cantar y se acercó a la ventana.

La puerta de la casilla seguía entreabierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos,
pero pasaban. Miró a los estorninos que volaban y corrían por el césped; los contó una y
otra vez, sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró para preparar la
mesa para el té. Conradín seguía esperando y vigilando. La esperanza gradualmente se
deslizaba en su corazón, y ahora empezó a brillar una mirada de triunfo en sus ojos que
antes sólo habían conocido la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación
furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados: por
la puerta salió un animal largo, bajo, amarillo y castaño, con ojos deslumbrados por la luz
del crepúsculo y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello.
Conradín se hincó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió al arroyuelo que
estaba al extremo del jardín, bebió, cruzó un puentecito de madera y se perdió entre los
arbustos. Ese fue el tránsito de Sredni Vashtar.

-Está servido el té -anunció la criada de expresión agria-. ¿Dónde está la señora?

-Fue hace un rato a la casilla -dijo Conradín.

Y mientras la criada salió en busca de la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el
tenedor de las tostadas y se puso a tostar un pedazo de pan. Y mientras lo tostaba y lo
untaba con mucha mantequilla, y mientras duraba el lento placer de comérselo, Conradín
estuvo atento a los ruidos y silencios que llegaban en rápidos espasmos desde más allá de
la puerta del comedor. El estúpido chillido de la criada, el coro de interrogantes clamores de
los integrantes de la cocina que la acompañaba, los escurridizos pasos y las apresuradas
embajadas en busca de ayuda exterior, y luego, después de una pausa, los asustados
sollozos y los pasos arrastrados de quienes llevaban una carga pesada.

-¿Quién se lo dirá al pobre chico? ¡Yo no podría! -exclamó una voz chillona.

Y mientras discutían entre sí el asunto, Conradín se preparó otra tostada.

–A ella le gustaba el mar, andar descalza por la calle, tener hijos, hablaba con los
gatos atorrantes, quería conocer el nombre de las constelaciones; pero no sé si es
del todo así, no sé si de veras se la estoy describiendo –dijo el hombre que tenía
cara de cansancio. Estábamos sentados desde el atardecer junto a una de las
ventanas que dan al río, en el Club de Pescadores; ya era casi medianoche y desde
hacía una hora él hablaba sin parar. La histo​ria, si se trataba de una historia,
parecía difícil de comprender: la había comenzado en distintos puntos tres o cuatro
veces, y siem​pre se interrumpía y volvía atrás y no pasaba del momento en que ella,
la muchacha, bajó una tarde de aquel tren. –Se parecía a la noche de las plazas
–dijo de pronto, lo dijo con naturalidad; daba la impresión de no sentir pudor por sus
palabras. Yo le pregunté si ella, la muchacha, se parecía a las plazas. –Por
supuesto –dijo el hombre y se pasó el nacimiento de la palma de la mano por la
sien, un gesto raro, como de fatiga o desorientación–. Pero no a las plazas, a la
noche de ciertas plazas. O a ciertas noches húmedas, cuando hay esa neblina que
no es neblina y los bancos de piedra y el pasto brillan. Hay un verso que habla de
esto, del esplendor en la hierba; en realidad no habla de esto ni de nada que tenga
que ver con esto, pero quién sabe. De todas maneras no es así, si empiezo así no
se lo voy a contar nunca. La verdad es que me tenía harto. Compraba plantitas y las
dejaba sobre mi escritorio, doblaba las páginas de los libros, silbaba. No distinguía a
Mozart de Bartók, pero ella silbaba, sobre todo a la mañana, carecía por completo
de oído musical pero se levantaba silbando, andaba entre los libros, las macetas y
los platos de mi departamento de soltero como una Carmelita descalza y, sin darse
cuenta, silbaba una melodía ex​trañísima, imposible, una cosa inexistente que era
como una ​czarda i​ nventada por ella. Tenía, ¿cómo puedo explicárselo bien?, tenía
una alegría monstruosa, algo que me hacía mal. Y, como yo tam​bién le hacía mal,
cualquiera hubiese adivinado que íbamos a ter​minar juntos, pegados como lapas, y
que aquello iba a ser una catástrofe. ¿Sabe cómo la conocí? Ni usted ni nadie
puede imagi​narse cómo la conocí. Haciendo pis contra un árbol. Yo era el que hacía
pis, naturalmente. Medio borracho y contra un plátano de la calle Virrey Meló. Era de
madrugada y ella volvía de alguna parte, qué curioso, nunca le pregunté de dónde.
Una vez estuve a punto de hacerlo, la última vez, pero me dio miedo. La madrugada
del árbol ella llegó sin que yo la oyera caminar, después me di cuenta de que venía
descalza, con las sandalias en la mano; pasó a mi lado y, sin mirarme, dijo que el
pis es malísimo para las plantitas. En el apuro me mojé todo y, cuando ella entró en
su casa, yo, meado y tembloroso, supe que esa mujer era mi maldición y el amor de
mi vida. Todo lo que nos va a pasar con una mujer se sabe siempre en el primer
minuto. Sin embargo es increíble de qué modo se enca​denan las cosas, de qué
modo un hombre puede empezar por expli​carle a una muchacha que un plátano
difícilmente puede ser consi​derado una plantita, ella simular que no recuerda nada
del asunto, decimos ​señor ​con alegre ferocidad, como para marcar a fuego la
distancia, decir que está apurada o que debe rendir materias, acep​tar finalmente un
café que dura horas mientras uno se toma cinco ginebras y le cuenta su vida y lo
que espera de la vida, pasar de allí, por un laberinto de veredas nocturnas,
negativas, hojas doradas, consentimientos y largas escaleras, a meterla por fin en
una cama o a ser arrastrado a esa cama por ella, que habrá llegado hasta ahí por
otro laberinto personal hecho de otras calles y otros recuer​dos, oír que uno es
hermoso, y hasta creerlo, decir que ella es todas las mujeres, odiarla, matarla en
sueños y verla renacer intac​ta y descalza entrando en nuestra casa con una
abominable maceta de azaleas o comiendo una pastafrola del tamaño de una rueda
de carro, para terminar un día diciéndole con odio casi verdadero, con indiferencia
casi verdadera, que uno está harto de tanta estupidez y de tanta felicidad de
opereta, tratándola de tan puta como cualquier otra. Hasta que una noche cerré con
toda mi alma la puerta de su departamento de la calle Meló, y oí, pero como si lo
oyera por primera vez, un ruido familiar: la reproducción de Carlos el Hechizado que
se había venido abajo, se da cuenta, una mujer a la que le gustaba Carlos el
Hechizado. Me quedé un momento del otro lado de la puerta, esperando. No pasó
nada. Ella esa vez no volvía a poner el cuadro en su sitio: ni siquiera pude
imaginármela, más tarde, ordenando las cosas, silbando su ​czarda i​ nexistente, la
que le borraba del corazón cualquier tristeza. Y supe que yo no iba a volver nunca a
esa casa. Después, en mi propio departamento, cuaindo metí una muda de ropa y
las cosas de afeitar en un bolso de mano, también sabía, desde hacía horas, que
ella tampoco iba a lla​marme ni a volver.

–Pero usted se equivocaba, ella volvió –me oí decir y los dos nos sorprendimos; yo,
de estar afirmando algo que en realidad no había quedado muy claro; él, de oír mi
voz, como si le costara darse cuenta de que no estaba solo. El hombre con cara de
cansan​cio parecía de veras muy cansado, como si acabara de llegar a este pueblo
desde un lugar lejanísimo. Sin embargo, era de acá. Se había ido a Buenos Aires en
la adolescencia y cada tanto volvía. Yo lo había visto muchas veces, siempre solo,
pero ahora me parece que una vez lo vi también con una mujer. –Porque ustedes
volvieron a estar juntos, por lo menos un día.

–Toda la tarde de un día. Y parte de la noche. Hasta el último tren de la noche.

El hombre con cara de cansancio hizo el gesto de apartarse un mechón de pelo de


la frente. Un gesto juvenil y anacrónico, ya que debía de hacer años que ese
mechón no existía. Tendría más o menos mi edad, quiero decir que se trataba de un
hombre mayor, aunque era difícil saberlo con precisión. Como si fuera muy joven y
muy viejo al mismo tiempo. Como si un adolescente pudiera tener cincuenta años.

–Lo que no entiendo –dije yo– es dónde está la dificul​tad. No entiendo qué es lo que
hay que entender.

–Justamente. No hay nada que entender, ella misma me lo dijo la última tarde. Hay
que creer. Yo tenía que creer sim​plemente lo que estaba ocurriendo, tomarlo con
naturalidad: vi​virlo. Como si se me hubiera concedido, o se nos hubiera concedi​do a
los dos, un favor especial. Ese día fue una dádiva, y fue real, y lo real no precisa
explicación alguna. Ese sauce a la orilla del agua, por ejemplo. Está ahí, de pronto;
está ahí porque de pronto lo iluminó la luna. Yo no sé si estuvo siempre, ahora está.
Fulgura, es muy hermoso. Voy y lo toco y siento la corteza húmeda en la ma​no; ésa
es una prueba de su realidad. Pero no hace ninguna falta tocarlo, porque hay otra
prueba; y le aclaro que esto ni siquiera lo estoy diciendo yo, es como si lo estuviese
diciendo ella. Es extraño que ella dijera cosas así, que las dijera todo el tiempo
durante años y que yo no me haya dado cuenta nunca. Ella habría dicho que la
prueba de que existe es que es hermoso. Todo lo demás son pala​bras. Y cuando la
luna camine un poco y lo afee, o ya no lo ilumi​ne y desaparezca, bueno: habrá que
recordar el minuto de belleza que tuvo para siempre el sauce. La vida real puede ser
así, tiene que ser así, y el que no se da cuenta a tiempo es un triste hijo de puta
–dijo casi con desinterés, y yo le contesté que no lo seguía del todo, pero que
pensaba solucionarlo pidiendo otro whisky. Le ofrecí y volvió a negarse, era la
tercera vez que se negaba; le hice una seña al mozo. –Entonces la llamé por
teléfono. Una noche fui hasta la Unión Telefónica, pedí Buenos Aires y la llamé a su
depar​tamento. Eran como las tres de la mañana y habían pasado cuatro o cinco
meses. Ella podía haberse mudado, podía no estar o inclu​so estar con otro. No se
me ocurrió. Era como si entre aquel por​tazo y esta llamada no hubiera lugar para
ninguna otra cosa. Y atendió, tenía la voz un poco extraña pero era su voz, un poco
lejana al principio, como si le costara despertarse del todo, como si la insistencia del
teléfono la hubiese traído desde muy lejos, desde el fondo del sueño. Le dije todo de
corrido, a la hora que salía el tren de Retiro, a la hora que iba a estar esperándola
en la estación, lo que pensaba hacer con ella, qué sé yo qué, lo que nunca
había​mos hecho y estuvimos a punto de no hacer nunca, lo que hace la gente,
caminar juntos por la orilla del agua, ir a un baile con patio de tierra, oír las
campanas de la iglesia, pasar por el colegio donde yo había estudiado. A ver si se
da cuenta: sabe cuántos años hacía que nos conocíamos, cuántos años habían
pasado desde que me sorprendió contra el plátano. Le basta con la palabra años, se
lo veo en la cara. Y en todo ese tiempo nunca se me había ocurrido mos​trarle el
Barrio de las Canaletas ni el camino del puerto, el paso a nivel de juguete por donde
cruzaba el ferrocarril chiquito de Dipietri, la Cruz, el lugar donde lo mataron a Marcial
Palma. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Qué sé yo, no comprende que ése
es justamente el problema. O tal vez el problema es que ella me atendió, y no sólo
me atendió y habló por teléfono conmigo, sino que vino. Ella bajó de ese tren... –Y
no sólo había bajado de ese tren sino que traía puesto un vestido casi olvidado, un
código entre ellos, una señal secreta, y era como si el tiempo no hubiera tocado a la
mujer, no el tiempo de esos cuatro o cinco últimos meses, sino el Tiempo, como si la
muchacha descalza que había pasado hacía años junto al plátano bajara ahora de
ese tren. Vi acercarse por fin al mozo. –Sí, exactamente ésa fue la impresión –dijo el
hombre que tenía cara de cansancio–. Pero usted, cómo lo sabe.

Le contesté que él mismo me lo había dicho, varias veces, y le pedí al mozo que me
trajera el whisky. Lo que todavía no me había dicho es qué tenía de extraño, qué
tenía de extraño que ella viniera a este pueblo, con ése o con cualquier otro vestido.
Cuatro o cinco meses no es tanto tiempo. ¿No la había llamado él mismo? ¿No era
su mujer?

–Claro que era mi mujer –dijo, y sacó del bolsillo del pantalón un pequeño objeto
metálico, lo puso sobre la mesa y se quedó mirándolo. Era una moneda, aunque me
costó reconocerla; estaba totalmente deformada y torcida. –Claro que yo mismo la
había llamado. –Volvió a guardar la moneda mientras el mozo me llenaba el vaso, y,
sin preocuparse del mozo ni de ninguna otra cosa, agregó: –Pero ella estaba
muerta.

–Bueno, eso cambia un poco las cosas –dije yo–. Dé​jeme la botella, por favor.

Ella no era un fantasma. El hombre con cara de cansan​cio no creía en fantasmas.


Ella era real, y la tarde de ese día y las horas de la noche que pasaron juntos en
este pueblo fueron reales. Como si se les hubiera concedido vivir, en el presente, un
día que debieron vivir en el pasado. Cuando el hombre terminó de hablar, me di
cuenta de que no me había dicho, ni yo le había pregun​tado, algunas cosas
importantes. Quizá las ignoraba él mismo. Yo no sabía cómo había muerto la
muchacha, ni cuándo. Lo que hu​biera sucedido, pudo suceder de cualquier manera
y en cualquier momento de aquellos cuatro o cinco meses, acaso accidentalmente
y, por qué no, en cualquier lugar del mundo. Cuatro o cinco meses no era tanto
tiempo, como había dicho yo, pero bastaban para tra​mar demasiados desenlaces.
El caso es que ella estuvo con él más de la mitad de un día, y muchas personas los
vieron juntos, sen​tados a una mesa de chapa en un baile con piso de tierra,
cami​nando por los astilleros, en la plaza de la iglesia, hablando ella con unos chicos
pescadores, corrido él por el perro de un vivero en el que se metió para robar una
rosa, rosa que ella se llevó esa noche y él se preguntaba ​adonde, m ​ uchos la vieron
y algún chico habló con ella, pero cómo recordarla después si nadie en este pueblo
la había visto antes. Cómo saber que era ella y no simplemente una mujer
cualquiera, y hasta mucho menos, un vestido, que al fin de cuen​tas sólo para ellos
dos era recordable, una manera de sonreír o de agitar el pelo. Entonces yo pensé
en el hotel, en el registro del hotel: allí debía de estar el nombre de los dos. Él me
miró sin entender.

–Fuimos a un hotel, naturalmente. Y si eso es lo que quiere saber, me acosté con


ella. Era real. Desde el pelo hasta la punta del pie. Bastante más real que usted y
que yo. –De pronto se rió, una carcajada súbita y tan franca que me pareció innoble.
–Y en el cuarto de al lado también había una pareja de este mundo.

–No le estoy hablando de eso –dije.

–Hace mal, porque tiene mucha importancia. Entre ella y yo, siempre la tuvo. Por
eso sé que ella era real. Ni una ilusión ni un sueño ni un fantasma: era ella, y sólo
con ella yo podría haberme pasado una hora de mi vida, con la oreja pegada a una
taza, tratan​do de investigar qué pasaba en el cuarto de al lado.

–Ustedes dos tuvieron que anotarse en ese hotel, es lo que trato de decirle. Ella
debió dar su nombre, su número de do​cumento.

–Nombres, números: lo comprendo. Yo también colec​cionaba fetiches y los llamaba


lo real. Bueno, no. Ni nombre ni número de documento. Salvo los míos, y la decente
acotación: "y señora". Cualquier mujer pudo estar conmigo en ese hotel y con
cualquiera habrían anotado lo mismo. Trate de ver las cosas como las veía ella: ese
día era posible a condición de no dejar rastros en la realidad, y, sobre todo, a
condición de que yo ni siquiera los bus​cara. Escúcheme, por favor. Antes le dije que
ese día fue una dádi​va, pero no sé si es cierto. Es muy importante que esto lo
entienda bien. ¿Cuándo cree que me enteré de que ella había muerto? ¿Al día
siguiente?, ¿una semana después? Entonces yo habría sido dichoso unas horas y
ésta sería una historia de fantasmas. Usted tal vez imagina que ella, o algo que yo
llamo ella se fue esa noche en el último tren, yo viajé a Buenos Aires y allí, un
portero o una veci​na intentaron convencerme de que ese día no pudo suceder. No.
Yo supe la verdad a media tarde y ella misma me lo dijo. Ya habíamos estado en el
Barrio de las Canaletas, ya habíamos reído y hasta dis​cutido, yo había prometido
ser tolerante y ella ordenada, yo iba a regalarle libros de astronomía y mapas
astrales y ella un gran pipa dinamarquesa, y de pronto yo dije la palabra "cama" y
ella se quedó muy seria. Antes pude haber notado algo, su temor cuando quise
mostrarle la hermosa zona vieja del cementerio donde vimos las lá​pidas irlandesas,
ciertas distracciones, que se parecían más bien a un olvido absoluto, al rozar
cualquier hecho vinculado con nuestro último día en Buenos Aires, alguna fugaz
ráfaga de tristeza al pro​nunciar palabras como mañana. No sé, el caso es que yo
dije que ya estaba viejo para tanta caminata y que si quería contar conmigo a la
noche debíamos, antes, encontrar una cama, y ella se puso muy seria. Dijo que sí,
que íbamos a ir adonde yo quisiera, pero que debía decirme algo. Había pensado
no hacerlo, le estaba permitido no hacerlo, pero ahora sentía que era necesario,
cualquier otra cosa sería una deslealtad. No te olvides que ésta soy yo, me dijo, no
te olvides que me llamaste y que vine, que estoy acá con vos y que vamos a estar
juntos muchas horas todavía. Pensé en otro hombre, pensé que era capaz de
matarla. No pude hablar porque me puso la mano sobre los labios. Se reía y le
brillaban mucho los ojos, y era como verla a través de la lluvia. Me dijo que a veces
yo era muy estúpido, me dijo que sabía lo que yo estaba pensando, era muy fá​cil
saberlo, porque los celos les ponen la cara verde a los estúpidos. Me dijo que hay
cosas que deben creerse, no entenderse. Intentar entenderlas es peor que matarlas.
Me habló del resplandor efímero de la belleza y de su verdad. Me dijo que la
perdonara por lo que iba a hacer, y me clavó las uñas en el hueso de la mano hasta
dejarme cuatro nítidas rayas de sangre, volvió a decir que era ella, que por eso
podía causar dolor y también sentirlo, que era real, y me dijo que estaba muerta y
que si en algún momento del largo atardecer que todavía nos quedaba, si en algún
minuto de la noche yo llegaba a sentir que esto era triste, y no, como debía serlo,
muy hermoso, habríamos perdido para siempre algo que se nos había otorgado,
habríamos vuelto a perder nuestro día perdido, nuestra pequeña flor para cortar, y
que no olvidara mi promesa de llevarla a un baile con guirnaldas y patio de tierra...
Lo demás, usted lo sabe. O lo imagina. Entramos en ese hotel, subimos las
escaleras con alegre y deliberado aire furtivo, hicimos el amor. Tuvimos tiempo de
jugar a los espiones con la oreja pegada a la pared del tumultuoso cuarto vecino,
resoplando y chistándonos para no ser oídos. Ya era de noche cuando le mostré mi
colegio. La noche es la hora más propicia de esa casa, sus claustros parecen de
otro siglo, los árboles del parque se multiplican y se alargan, los patios infe​riores
dan vértigo. En algún momento y en algún lugar de la noche nos perdimos. Yo sé
guiarme por las estrellas, me dijo, y dijo que aquélla debía ser Aldebarán, la del
nombre más hermoso. Yo no le dije que Aldebarán no siempre se ve en nuestro
cielo, yo la dejé guiarme. Después oímos la música lejana de un acordeón y nos
miramos en la oscuridad. Mi canción, gritó ella, y comenzó a silbar aquella ​czarda
inventada que ahora era una especie de tarantela. Me gustaría contarle lo que
vimos en el baile: era como la felicidad. Un coche destartalado nos llevó a tumbos
hasta la estación. Ahora es cuando menos debemos estar tristes, dijo. Dios mío,
necesito una moneda, dijo de pronto. Yo busqué en mis bolsillos pero ella dijo que
no; la moneda tenía que ser de ella. Buscaba en su cartera y me dio miedo de que
no la encontrara. La encontró, por supuesto. Ahora yo debía colocarla sobre la vía y
recogerla cuando el tren se hubie​ra ido. No debería hacer esto, me dijo, pero
siempre te gustaron los fetiches. También me dijo que debería sacarle un pasaje. Se
reía de mí: Yo estoy acá, me decía, yo soy yo, no puedo viajar sin pasaje.
Me dijo que no dejara de mirar el tren hasta que terminara de doblar la curva. Me
dijo que, aunque yo no pudiera verla en la os​curidad, ella podría verme a mí desde
el vagón de cola. Me dijo que la saludara con la mano.

En memoria de Paulina

Adolfo Bioy Casares


Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos
en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo:
Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los
caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas
preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un
libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el
margen: ​Las nuestras ya se reunieron.​ “Nuestras” en aquel tiempo, significaba la de ella y la
mía.

Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de
Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: ​Todo poema es un borrador de la Poesía y
en cada cosa hay una prefiguración de Dios​. Pensé también: En lo que me parezca a
Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor
posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la
torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro
futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente
alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara.
Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para
trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos
persuadíamos de que ya vivíamos juntos.

Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la
pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me
atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin
embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente
perfección .

A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y,
secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban.
La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.

La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso
manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo.
Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se
refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda
sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable
porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea
central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los
movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el
alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una
suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban
el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el
bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el
cuarto donde había muerto una señorita.

Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña
ambición por conocer a escritores.

-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos.

Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado
de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero
descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a
través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa
imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz
anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.

-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la
casa esto es lo más interesante.

Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo.
Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un
anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor
me aseguró que simbolizaba la pasión.

Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la


primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los
brazos al cuello y me besó.

Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar
dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en
nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos
pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos;
la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría
Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de
un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una
semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían
postergar nuestro casamiento.

Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una
persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al
interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía
demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente
se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar
a Paulina hasta su casa.

Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e
inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio
inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme
resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de
amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una
generosa, alegre y sorprendida gratitud.

Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda
cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente
recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no
me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras
personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de
encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan,
el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:

-Paulina está mostrando la casa a Montero.

Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro


de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En
seguida reapareció con Paulina y con Montero.

Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un
momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó
Paulina:

-Es muy tarde. Me voy.

Montero intervino rápidamente:

-Si me permite, la acompañaré hasta su casa.

-Yo también te acompañaré -respondí.

Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio
y mi odio.

Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:

-Has olvidado mi regalo.

Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio,
mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el
otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.

No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa.


En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es
el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la
incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón
lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su
bigote hirsuto, su pescuezo fornido.

Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé
por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la
tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los ​Faustos
de Müller y de Lessing.

Al verla, exclamé:

-Estás cambiada.

-Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.

Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.

-Gracias -contesté.

Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable


conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo
me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de
que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de
pronto:

-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados

Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.

-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.

Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba


en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora
que era mi congoja. Paulina agregó:

-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.

-¿Quién? -pregunté.

En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un
impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.

Paulina contestó con naturalidad:

-Julio Montero.

La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me


conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi
con desprecio le pregunté:

-¿Van a casarse?

No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.

Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con
Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal
vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas
veces yo había entrevisto la espantosa verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al
estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con
asco .

Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa
tarde.

Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los
había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba
minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas
interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el
nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la
muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor.
Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre
pronunciado.

Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la
noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.

Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo
dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de
agradecimiento. Paulina exclamó:

-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.

Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia
Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para
mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente:

-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.

Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella
había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.

Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el
ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.

-Buscaré un taxímetro -dije.

Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:

-Adiós, querido.

Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos
vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara
contra el portón de vidrio. Era Montero.

Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes
oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y
deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara
de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que
habitan el fondo del mar.

Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y
estudié mucho.

Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela:
desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que
publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan
persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las
privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin
del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.

La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal
vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna
emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de
alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No
me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo
más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de
Buenos Aires.

A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón
me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho
tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas
amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:

-¿Tostado o blanco?

Le contesté, como siempre:

-Blanco.

Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.

Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una
taza de café negro.

Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura,


que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus
manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.

Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el
intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente.

Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que
la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los
antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos
errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me
pidió que la tomara de la mano (“¡La mano!”, me dijo. “¡Ahora!”) me abandoné a la dicha.
Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron.
Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo
entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor.

La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la


conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión
de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y
trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando
vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.

Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina,
intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.

Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el


marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si
descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la
separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más
hermosa.

Paulina dijo:

-Me voy. Julio me espera.

Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó.


Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie.
Cuando levanté la mirada, se había ido.

Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle.
No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: “Ha refrescado. Fue un simple chaparrón”. La
calle estaba seca.

Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad
de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o
tres tazas y mordí la punta de un pan.

No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle
que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin
dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no
estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había
comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar,
hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)

Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con
premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto;
sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto
Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de
Paulina durante mi ausencia.

Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más
comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de
Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez,
noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está
desvelado). Apagué la luz.

No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la
situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en
el recuerdo de esa tarde.

Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil
que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había
querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las
caras, que las almas quizá no comparten.

¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis
preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?

Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y
procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me
olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la
memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la
vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.

Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De
pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del
espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.

La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la
estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.

Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del
caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y
debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que
averiguaría después, patética. “Si no me duermo pronto”, pensé, “mañana estaré
demacrado y no le gustaré a Paulina”.

Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable.
Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o
en manos de Paulina o en las mías).

Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y
de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba
seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario.
En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La
biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que
no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era
yo.

Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la
extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente,
mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.

Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría
a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.

Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.

Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde.
Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco
figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona.
Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.

No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por
Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis
penas. Me faltó el ánimo.

Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa.
Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de
una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la
plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se
paseaba descalza por el pasto húmedo.

Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas
manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.

-¿Dónde vive Montero? -le pregunté.

Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.

-Montero está preso -contestó.

No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:

-¿Cómo? ¿Lo ignoras?

Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió
todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también
llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la
monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.

Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se


ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron
curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y
por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había
ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a
Europa; había ocurrido hacía dos años.

En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad
protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En
ese momento yo le pregunté a Morgan:
-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?

Morgan se acordaba. Continué:

-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina,


¿qué hacía Montero?

-Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se
miraba en el espejo.

Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:

-¿Sabe que murió la señorita Paulina?

-¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé
declarando en la policía.

El hombre me miró inquisitivamente.

-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe?

Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado
con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los
ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.

Después me encontré frente al espejo, pensando: “Lo cierto es que Paulina me visitó
anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una
equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para
completar su destino, nuestro destino”. Recordé una frase que Paulina escribió, hace años,
en un libro: ​Nuestras almas ya se reunieron.​ Seguí pensando: “Anoche, por fin. En el
momento en que la tomé de la mano”. Luego me dije: “Soy indigno de ella: he dudado, he
sentido celos. Para quererme vino desde la muerte”.

Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan
cerca.

Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor


dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se
preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una
fulminación, me alcanzó la verdad.

Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre
cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos.
Éstos, por su parte, la confirman.

Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo


abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.

La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje.
Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus
explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la
madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel
obstinación de los celos.

La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda
fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que
sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por
ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí
la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al
imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré
con que la calle estaba seca.

Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero
quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.

No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó


con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por
Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.

Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que
Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca
fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he
conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto
momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca
me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.

FIN

Sueño de la mariposa

Chuang Tzu
Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había
soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

FIN

La noche boca arriba

Julio Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;


le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y
sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la
joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado
adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo,
para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto
ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas
de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero
paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban
venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo
distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por
la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le
impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la
calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el
pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque
perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de
debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó,
porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer
a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio
fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó
por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban
boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más
que rasguños en la piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina
de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien
con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña
farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde
pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un
shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una
cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios
para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada
más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él.
“Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al
hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en
una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros,
cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una
pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa
grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras
bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se
habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda
puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de
blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le
acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se
le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la
mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero
un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los
tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia
compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan
natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única
probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de
la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se
revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.
“Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su
ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando.
Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las
ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del
gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del
cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que
escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada,
pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que
seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada
instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido
echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas,
buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado
hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras
trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la
pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como
si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para
mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido
dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos,
escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna
pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia
le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un
tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un
aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la
noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un
relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes;
como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y
quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de
pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le
dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada
caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro,
pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la
lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad,
abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante
embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque
arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”,
pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no
podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas.
Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para
escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez.
Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del
puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto
protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices,
y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo
tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la
oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había
empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo
profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá
los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían
hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que
los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro
del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en
el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era
insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la
hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a
cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del
duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una
lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser,
respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin…
Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse.
Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el
aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete,
golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con
vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como
un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado
que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia
advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el
choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le
dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había
durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera
pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el
pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras
los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la
contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y
auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a
ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las
malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero


en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo
obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una
oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos.
Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la
espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto,
y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo
del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de
la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su
turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido.
Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía
con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que
llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de
nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la
vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El
chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse
de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta
que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las
antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los
acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban
en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar
lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba,
tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de
antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo
tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el
final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un
reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la
escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero
ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban
llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo
impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la
vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo
rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de
noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra
azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas
imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía
formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que
ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen
sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los
ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana
esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un
vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas
fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse,
subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura
una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente
se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector
de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la
escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las
rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que
chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por
las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por
despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la
cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la
figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la
mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a
despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo
como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una
ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme
insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también
lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la
mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

El Sur, Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba


Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus
nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle
Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido
aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de
Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes,
Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese
antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo
de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de
ciertas músicas, el hábito de estrofas del ​Martín Fierro,​ los años, el desgano y la
soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A
costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una
estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria
era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna
vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad.
Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la
certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la
llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas
distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado
de Las 1001 Noches de Weil, ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que
bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó
la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la
puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de
sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le
habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba
despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo
gastó y las ilustraciones de Las 1001 Noches sirvieron para decorar pasadillas.
Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo
hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le
maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como
ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo
condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle
una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en
una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y
conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron
con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo
auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se
despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los
días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había
estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca
el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió;
odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le
erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas,
pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una
septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias
físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar
en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba
reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia.
Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos;


Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de
plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la
opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la
muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese
aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos
zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un
principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos,
recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos
Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann
solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra
en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva
edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el zaguán, el
íntimo patio.

En el ​hall​ de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó


bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de
Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una
divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café,
la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y
pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que
estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en
la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.

A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los


vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los
coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las
1001 .Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha,
era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre
y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión


y luego la de jardines y quintas demoraron el principio dc la lectura. La verdad
es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado
matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más
que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de
sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente
vivir.

El almuerzo (un el caldo servido en boles de metal reluciente, como en


los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.

​Mañana me despertaré en la estancia​, pensaba, y era como si a un


tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía
de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas
servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas,
infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio
zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de
mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura.
También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar,
porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su
conocimiento nostálgico y literario.

Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el


blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al
anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que
fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían
atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia
el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos
humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna
manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un
toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que
viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el
inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación
de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El
hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera
de oír, porque el mecanismo dc los hechos no le importaba.)

Et tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro


lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un
cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera
conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.

Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se


había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa
llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para
hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave
felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían
mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le
recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de ​Pablo y Virginia​.
Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al
patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los
empleados dcl sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la
jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo,
Dahlmann resolvió comer en el almacén.

En una mesa comían v bebían ruidosamente unos muchachones, en


los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador,
se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años
lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de
los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera
del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el
poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando
inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que
gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue


quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los
barrotes dc hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann
las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba cl áspero sabor y
dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de
kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran
tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía
con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara.
Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había
una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhmann. perplejo, decidió
que nada había ocurrido y abrió el volumen de ​Las Mil y Una Noche,​ como para
tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los
peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un
disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una
pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y
lo exhortó con voz alarmada:

—Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio
alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió


que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la
provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba
contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado
al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso


de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos. como si estuviera muy lejos. Jugaba a
exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla— Entre
malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los
ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz
que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.

Desde un rincón. el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una


cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a
sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo.
Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese
acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su
mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo macaran.
Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su
esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con
el filo para adentro. ​No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas
cosas,​ pensó.

—Vamos saliendo —dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor.


Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y
acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en
la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él,
entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que
hubiera elegido o soñado.

Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y


sale a la llanura.

El ruido de un trueno

Ray Bradbury
El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels
sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:

SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO.


USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.

Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la
flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba
lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre
del escritorio.

-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?

-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor
Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si
usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de
una posible acción del gobierno, a la vuelta.

Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y
cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una
gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de
pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se
volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de
los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas
salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas
se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla,
huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos
occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí
mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán
en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde,
al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.

-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-.


Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la
elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a
Dios ganó Keith. Será un buen presidente.

-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado,
tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano,
antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían
que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos
de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su
única preocupación es…

Eckels terminó la frase:

-Matar mi dinosaurio.

-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme
este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.

Eckels enrojeció, enojado.

-¿Trata de asustarme?

-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año
pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la
más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta
millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos
los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.

El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.

-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.

Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal
plateado y la luz rugiente.

Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego
día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999!
¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron
los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro
pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban
el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente,
Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años
llamearon alrededor.

-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.

-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios
tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos,
y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede,
cegándolo, y luego dispare al cerebro.

La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego
diez millones de lunas.

-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al
lado de esto parece Illinois.

El sol se detuvo en el cielo.

La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos


tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus
metálicos rifles azules en las rodillas.

-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios.
Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César,
Napoleón, Hitler… no han existido.

Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.

-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco
años antes del presidente Keith.

Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos


humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.

-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez
centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal
antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del
pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún
motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros
no aprobemos.

-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en
el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color
de sangre.

-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le
gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras
franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar
inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo
así un eslabón importante en la evolución de las especies.

-No me parece muy claro -dijo Eckels.


-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso
significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?

-Entiendo.

-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted
primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!

-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.

-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos
ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros,
un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres,
infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se
reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas,
uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para
alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al
haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el
hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es
toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta
llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo,
toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha
puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán
nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de
ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz.
Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un
bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las
pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel
no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado
Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!

-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.

-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un
pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones
extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no
podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá
un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una
desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres
colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo
mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un
cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe?
¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una
hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden
terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho
cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido
esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no
introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?

-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a
Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.

-¿Para estudiarlos?

-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles
vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve.
Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en
un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una
bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego
midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de
dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que
nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?

-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse
encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos…
vivos?

Travis y Lesperance se miraron.

-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas
confusiones…, un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo
parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió
usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con
nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta
expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor
Eckels, salimos con vida.

Eckels sonrió débilmente.

-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la
Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre
y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los
pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del
delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó
con su rifle, bromeando.

-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara
el arma…

Eckels enrojeció.

– ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?

– Lesperance miró su reloj de pulsera.

-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por
Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el
Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.

-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de
elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que
nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.

-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings.
Luego, Kramer.

-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó
Eckels -. Tiemblo como un niño.

– Ah -dijo Travis.

-Todos se detuvieron.

Travis alzó una mano.

-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.

La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó,
como si alguien hubiese cerrado una puerta.

Silencio.

El ruido de un trueno.

De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.

-Jesucristo -murmuró Eckels.

-¡Chist!

Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por
encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de
relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de
huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de
piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era
una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos
brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como
juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una
tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca
entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas,
ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de
muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se
hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si
diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez
toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon
el aire.

-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.

-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.


-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese
indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos
parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.

-¡Cállese! -siseó Travis.

-Una pesadilla.

-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos
la mitad del dinero.

-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero
irme.

-¡Nos vio!

-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!

El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las
monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que
todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera.
El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.

-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría
vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he
encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.

-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.

Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de
desesperanza.

-¡Eckels!

Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!

El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En


cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del
monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El
monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.

Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le
colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le
hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que
ocurría atrás.

Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la
cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El
monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para
partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente
garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus
propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris
negros.

Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus


cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el
Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez
toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola
acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le
brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas
nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y
resplandecientes.

El trueno se apagó.

La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la
mañana.

Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie,


sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.

En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el
camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una
ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los
otros, sentados en el Sendero.

-Límpiense.

Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su
interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las
cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un
receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar
junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se
abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne,
perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.

Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia
muerta como algo final.

-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que
originalmente debía caer y matar al animal.

Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?

-¿Qué?

-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese
muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de
él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero
podemos llevar una foto con ustedes al lado.

Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo
del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la
Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros
reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.

Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.

-Lo siento -dijo al fin.

-¡Levántese! -gritó Travis.

Eckels se levantó.

-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la
Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!

Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera…

-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos
mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios
mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares!
Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que
informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al
tiempo, a la Historia!

-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.

-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio!
¡Fuera de aquí, Eckels!

Eckels buscó en su chaqueta.

-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!

Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.

-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca,
y vuelva.

-¡Eso no tiene sentido!

-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas.
No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!

La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se
volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror.
Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.

Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los
codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó
allí, en el suelo, sin moverse.

-No había por qué obligarlo a eso – dijo Lesperance.

-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.
-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña
con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.

Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había
incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.

-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.

-¿Quién puede decirlo?

-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que
haga? ¿Que me arrodille y rece?

-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.

-Soy inocente. ¡No he hecho nada!

1999, 2000, 2055.

La máquina se detuvo.

-Afuera -dijo Travis.

El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre
estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás
del mismo escritorio.

Travis miró alrededor con rapidez.

-¿Todo bien aquí? -estalló.

-Muy bien. ¡Bienvenidos!

Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como
entraba la luz del sol por la única ventana alta.

-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.

Eckels no se movió.

-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?

Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo
el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco,
gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana,
eran… eran… Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó
oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía
de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió
con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este
hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio…, se
extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía
saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez
que arrastraban un viento seco…
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo
anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.

De algún modo el anuncio había cambiado.

SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE


NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.

Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas.
Sacó un trozo, temblando.

-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!

Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y
muy muerta.

-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.

Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los
equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y
luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de
Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa
no podía ser tan importante. ¿Podía?

Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:

– ¿Quién… quién ganó la elección presidencial ayer?

El hombre detrás del mostrador se rió.

-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado
debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El
oficial calló-. ¿Qué pasa?

Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.

-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la


Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos
empezar de nuevo? ¿No podríamos…?

No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó
que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.

El ruido de un trueno.

GU TA GUTARRAK
(Nosotros y los nuestros)
Magdalena Mouján Otaño
Aldiaren zentzunaz euskotarra naiz (Basko soy, y con sentido del humor)
Los baskos (no es un error, es la ortografía correcta) nada tenemos de racistas. No somos
una raza, sino especie. Una especie que al mezclarse con la otra sigue dando como
resultado baskos puros. El Evangelio dice algo sobre levadura y mostaza que no recuerdo
bien, pero creo que tiene algo que ver con esto. Me basta considerar mi propio caso, pues
por la ascendencia me corresponde solo un 50 % de basko, y cada vez que me presentan
un francés, el gabacho me pide cuentas por lo de Roncesvalles. (Dicen que los moros nos
ayudaron pero no es cierto, hicimos solos la tarea. Y no es cierto que atacáramos a traición,
haciendo rodar peñas y provocando avalanchas. Fue de frente, y las peñas las alzábamos
en vilo, y cuando faltaban las peñas nos despeñábamos nosotros. Bueno ellos, pero cuando
un basko habla, por su boca habla la especie entera.)
Es sabido que cuando un gobierno no nos gusta, emigramos. En general la violencia
nos desagrada, somos gente pacífica, enemiga de matar, sobre todo si no es a mano limpia.
Generalmente los que emigramos hacemos la América. Ese ha sido mi caso, y Jainkoa (o
Jaungoikoa, el Señor que está allá arriba) me ha castigado por haber querido ser tan rico,
pues he estado siempre solo. Porque hay que ver que los baskos nacidos aquí son
distintos. Debe ser la abundancia de terreno llano y fértil, el basko es montanés, por eso
aquí muchos baskos han degenerado convirtiéndose en estancieros, y después en niños
bien, gente sin las virtudes de la raza. Si hasta juegan rugby, en lugar de practicar los
deportes nobles y tradicionales: hachar o arrancar árboles de cuajo, barrenar piedras, y
para los refinados pelota y frontón (a mano, mejor que a cesta o a pala).
Con esto de estar solo he pensado y leído mucho sobre la especie baska, y he sabido
que somos un misterio, que nada tenemos que ver con el resto de los habitantes de Europa,
que parece que siempre hemos vivido aquí, junto a los Montes Cantábricos, los Pirineos y el
mar. Que algunos dicen que descendemos de los atlantes, cosa que no creo, porque
Jainkoa no destruiría un continente poblado por baskos. Que siempre tuvimos el mismo
estómago fuerte, la misma forma de ser y la misma lengua. Que nuestro especial tipo de
sangre ha dado mucho que cavilar. Y que en resumidas cuentas nadie sabe nada sobre
nuestro origen, y que lo único que hay sobre esto es una leyenda, la de Aitor y Amagoya,
que llegaron a aquel lugar en tiempos muy remotos, y sus siete hijos que fundaron las siete
provincias: Zaspiak-bat.
He vuelto muchas veces a la Euskalerria, y mucho la he recorrido aunque no he podido
quedarme, pues árbol transplantado soy. He tratado de ver cuanto se ha hallado de
nuestros antepasados prehistóricos, y muchas veces he trepado hasta la Gruta de Orio, y
mirando aquellos dibujos en sus paredes he pensado que los baskos siempre tuvimos
mucho de niños y que siempre hemos sido los mismos.
Tengo parientes en la Euskalerria, pero no me he atrevido a verles, pues hubo un feo
lío, cuando la primera Guerra Carlista, entre mi abuelo y el bisabuelo de ellos. He cuidado
en mi testamento de dejarles todo lo que tengo. Quizá entre ellos haya alguno con suficiente
cabeza como para averiguar algo sobre el origen de nuestra especie.
Todo empezó cuando después de saber que el tío Isidro había muerto en América, sin que
ello me entristeciera, Jainkoa me perdone, nunca había visto al tío Isidro; llegó la noticia de
que yo era su único heredero. Pensé que ahora podría comprar una barca nueva y corrí a
casa de Gregoria, a pedirle que nos casáramos. Luego supe que el dinero era más de lo
que yo pensaba y le propuse una locura: pasar nuestra luna de miel en el extranjero. Contra
lo que yo esperaba, ella aceptó. Nos casamos en la iglesia de Guetaria y viajamos a
Málaga, y luego a Palomares. Estábamos allí cuando chocaron los aviones y se
desparramaron las bombas de hidrógeno y tanto trabajo hubo para subir la que había caído
al fondo del mar. (La sacaron porque era el Mediterráneo, que en el Cantábrico otra cosa
hubiera sido.) Y unos meses después me dice el Doctor Ugarteche:
—Mira Iñaki, mejor que estés prevenido sobre el hijo que esperáis. Gregoria y tú habéis
recibido una dosis muy fuerte de radiación. —Y siguió hablando, repitiendo muchas cosas
que no entendí y preguntándome otras que son demasiado íntimas para repetirlas, Gregoria
la cabeza me partiría.
Xaviertxo (pronúnciese "Shaviercho") llegó muy bien, sólo que tardó once meses. Era un
niño muy robusto, que a los tres meses partía una vara de un dedo de grueso con sus
manitas. En un basko eso no llama la atención. Pero lo que sí nos extrañó fue que a los
cuatro meses hablase el euskera mejor que cualquiera de nosotros, incluido el Padre
Lartaun. El Doctor Ugarteche cuando le veía, solía decir cosas no muy comprensibles,
repitiendo muchas veces: "mutación favorable". Un día me llamó aparte y me dijo:
—Mira Iñaki, ahora puedo decírtelo. Tu mujer y tú habéis quedado afectados
genéticamente para siempre por la radiación recibida. Pero, Jainkoarieskerrak ("gracias a
Dios"), parece que ha sido para bien. —Y agregó otras cosas sobre el deber de traer al
mundo más críos como ése.
Jainkoa nos mandó seis más: Aránzazu, Josetxo ("tx" se pronuncia como "ch" en
castellano), Plácido, Begoña, Izaskun y Malentxo. Todos, Jainkoarieskerrak, sanos y
robustos como el que más. Y estos hablaron perfectamente euskera a los cuatro meses, y
leyeron, escribieron e hicieron cálculos a los nueve.
Cuando Xaviertxo cumplió ocho años viene Gregoria y me dice:
—Mira Iñaki, Xaviertxo quiere ser físico.
—¿Quiere fabricar bombas? Eso no es cristiano.
—No, Iñaki, dice algo así como que quiere estudiar la estructura del continuo
espacio-tiempo.
—Primero tendrá que hacer el bachillerato.
—No, Iñaki, quiere empezar ya a estudiar en la Universidad. Y dice que tenemos que ir
pensando lo mismo para Aránzazu y Josetxo, para dentro de poco tiempo, que tendrán que
ir a estudiar electrónica a Bilbao. En cuanto a él, le apena irse al extranjero. Pero dice que
por ahora estudiará física teórica, y para física teórica, Zaragoza.
—Pero mujer, mira que sólo tiene ocho anos.
—Y qué vamos a hacerle, Iñaki, si superdotado es.
Y siendo superdotado, en Zaragoza le recibieron, y a los trece años era doctor en física.
Aránzazu y Josetxo de modo parecido se portaron en Bilbao, y los más pequeños parecían
también inclinarse hacia la física o la ingeniería y yo recordaba siempre el testamento del tío
Isidro, donde había escrito cuánto le agradaría que alguno de la familia estudiase el origen
de los baskos, y pensaba que mis hijos, pese a ser superdotados, no habrían de cumplir el
deseo del difunto.
Pronto Xaviertxo nos dijo que tenía que viajar a Francia, Estados Unidos o Rusia para
perfeccionar sus estudios. El Padre Lartaun dijo que París no era lugar para un muchacho
de su edad.
—En cuanto a Estados Unidos o Rusia, países herejes son, de modo que no sé qué
decirte y por otro lado no debes cortar la carrera del pequeño. Lo mejor, Iñaki, es que lo
decida la madre.
Por una vez Gregoria no sabía qué decidir, pero al fin tuvo una idea brillante. Se fue a
San Sebastián, y con licencia del Padre Lartaun vio todas las películas del Festival
Internacional que allí daban. Volvió bastante escandalizada.
Y decidida a enviarle a Rusia, diciendo:
—Allí, por lo menos, mujeres ligeras de ropas no verá.
Xaviertxo pasó cuatro años en Rusia. Lo primero que hizo fue derrotarles al campeón
mundial de ajedrez. Los rusos enseguida le pusieron de profesor en Akademgorodok, y los
alumnos de Xaviertxo grandes cosas hicieron. Los rusos a Xaviertxo el oro y el moro le
ofrecieron con tal de que no les dejara: querían nombrarle Académico, y Héroe de la Unión
Soviética, darle el premio Lenín y un palco, de por vida, en el Teatro Bolshoi, pero Xaviertxo
no aceptó.
—Mirad, Ama eta Gita (Madre y Padre): no soporto estar lejos de vosotros y del
Cantábrico. Además allí te dan grandes laboratorios y muchos ayudantes, todo lo que yo
quiera para poder investigar, pero no me dejan trabajar en el problema que más me
interesa. Dicen que mis teorías contradicen la Dialéctica de Marx y Engels y que la máquina
es una contradicción en sí misma.
—¿Qué máquina, Xaviertxo?
—Una máquina del tiempo. Naturalmente, sólo un proyecto es.
—Pues si te dicen que no la construyas, debes construirla. El que contradice a un
euskaiduna lo que hace no sabe —dijo Gregoria muy firme, y en ese mismo momento
decidió que Xaviertxo, Aránzazu y Josetxo salieran para Estados Unidos.
Allí los tres pasaron dos años. Los yanquis, con tal de que se quedaran, les ofrecieron
grandes contratos, muchos automóviles, ciudadanía honoraria y un rancho en Texas cuyas
paredes íntegramente pantallas de televisión eran, pero mis hijos no aceptaron.
—Nosotros no soportamos estar lejos, Ama eta Gita, y además los yanquis no quieren ni
oír hablar de la máquina del tiempo. Dicen que es una contradicción en sí misma y un
peligro para el "American Way of Life".
—Pues si todos dicen que no hay que construirla, debéis construirla cuanto antes —dijo
firmemente Gregoria—. Lo que haréis será construirla aquí.
—Pero necesitaremos más gente que trabaje con nosotros, y muchos instrumentos, y
una computadora, y muchos libros.
—Eso puede hacerse —dije yo—. Nunca os dijimos cuán ricos somos, pero el tío Isidro
nos dejó una cantidad enorme de dinero, repartida en muchos bancos de Europa. —Les dije
la cantidad y ellos se santiguaron. Aránzazu comentó:
—El tío Isidro no puede haber sido todo lo honrado que un basko debe ser.
—No debes hablar así de él, pues muerto está. Y debo deciros que en su testamento
pone que le alegraría que alguien de la familia averigüe de donde venimos los euskaldunas,
cosa que parece nadie sabe. ¿Sirve para eso la máquina del tiempo, Xaviertxo?
—Sirve.
—Pues entonces, a construirla.
—Pero está el problema de la gente. Habrá que traer extraños, y necesitaremos algo así
como un instituto científico.
—Pues el Instituto lo fundaremos nosotros. Y funcionará aquí, junto al Cantábrico. Y lo
dirigirás tú, y la gente que te dé la gana traerás a trabajar contigo. Y aquí estudiarán tus
hermanos más pequeños, que no tendrán así que viajar al extranjero, y con gente extraña
tratar.
Fundamos el INSTITUTO DE INVESTIGACIONES DE LOS ORIGENES DE LOS
BASKOS en un valle cercano a Orio, bien escondido entre las montañas y bien alejado de
las carreteras, para que nadie molestase. Sobre unas ruinas muy viejas que allí había
construimos un bonito edificio de piedra, grande como para que en él se albergaran y
trabajaran todos los que en el proyecto de Xaviertxo intervendrían, y le agregamos una
capilla y un frontón. Luego Xaviertxo, Aránzazu y Josetxo viajaron a Bilbao, y empezaron a
encargar material para el trabajo científico, y a buscar gente que se les uniera en la tarea.
—Necesitamos gente muy, muy capaz, pues el problema muy difícil es. Y muy honrada.
Para que no venda la máquina a quien la use para mal.
—Pues busca entre los baskos que sepan de estas cosas, ellos no te traicionarán. Y
para los extranjeros, impón que hablen el euskera. El extranjero que lo aprenda muy
inteligente ha de ser, y bueno además, pues Jainkoa no dejaría aprender el euskera a un
malvado. El Demonio estuvo aquí siete años, y con nadie entenderse pudo.
En un plazo de dos años el Instituto empezó a funcionar. Había en él treinta físicos e
ingenieros, hombres y mujeres aparte de mis hijos. De esos treinta, quince eran baskos, y el
resto extranjeros: catalanes, gallegos, castellanos y un argentino de sangre baska, llamado
Martín Alberdi, que siempre bromeaba y a Gregoria llamaba Dona Goya.
—Yo trabajo aquí porque ustedes me son enormemente simpáticos, Aránzazu
especialmente —decía—, pero este asunto de la máquina del tiempo no puede tener éxito.
Imagínese, Dona Goya, que con su máquina del tiempo uno podría viajar al pasado y matar
a su abuelo. Y entonces, adiós uno, y agur máquina. ¿No ve que la idea contiene una
contradicción fundamental?
—Ninguna contradicción veo, pues a ningún basko se le ocurriría a su abuelo matar, así
que un basko la máquina puede construir —contestaba Gregoria.
Nuestros hijos, en cambio, había veces que no estaban tan seguros. El problema, según
decían, muy difícil estaba resultando, y los cálculos eran terriblemente complicados, pese a
contar con la computadora JAKINAISUGURRA ("hocico inquisitivo"), íntegramente
construida en Eibar.
—Es un problema que con la lógica común no podemos manejar. Demasiadas
paradojas. Otra lógica necesitamos, que aún no ha sido construida.
Un día Xaviertxo dijo que las cosas iban demasiado mal, y que no era cosa de hacer
perder tanto tiempo a la gente, y que esto era derrochar la herencia del tío Isidro, y que el
Instituto mejor haría en dedicarse a algo más productivo. Su madre le regañó entonces
como antes nunca lo había hecho.
—Parece que basko no fueras, pues echarte atrás quieres. ¿Has olvidado que tu madre
nació en Guetaria, lo mismo que Sebastián Elcano?
—Barkatu Ama (perdón madre) —dijo Xaviertxo, y volvió a escribir fórmulas. Al fin
Malentxo, la más pequeña, les dio la solución, inventando la nueva lógica que necesitaban.
Entraron entonces en lo que ellos llamaban la ETAPA EXPERIMENTAL PREVIA y con
unos extraños aparatos algunas cosas raras hicieron con mi boina, que a mí trucos de feria
me parecieron. Sin embargo ellos excitadísimos estaban, y decían que había que empezar
a verlo todo de una manera totalmente distinta, y el argentino Martín Alberdi me decía que
se había producido la GRAN REVOLUCION EN LA FÍSICA, algo mucho más importante
que la Relatividad, y que la Teoría Cuántica y la Bomba Atómica, y luego me llamó aparte, y
con una cara de zozobra que en otro me hubiera engañado me dijo:
—Don Inaki, las grandes potencias se nos van a echar encima para arrebatarnos EL
SECRETO. Y aquí no se toman medidas de seguridad. ¿Cómo es que no hay guardias?
¿No desconfían de nadie? ¿Han estudiado nuestros antecedentes?
—Mira Martín. Sólo a ti se te puede ocurrir hacer bromas sobre la honradez de sus
compañeros. ¿Y de dónde has sacado que no tenemos guardias? —le señalé mis tres
perros, Nere, Txuri y Beltxa, que echados al sol estaban—. Y sabes que hay otros más,
perros y perras de buena raza, pescadores y pastores, y que a los baskos otra clase de
guardianes no nos gustan, y a ti tampoco.
Con su carácter tan distinto, Martín trabajaba muchísimo, Xaviertxo decía que era muy,
pero muy inteligente, y Aránzazu lo miraba con buenos ojos, y todos le queríamos mucho.
Él solía decirme:
—Sus hijos serán superdotados, pero yo soy muy vivo.
Y pronto empezó a llamar Ama a mi mujer y Aita a mí, y luego, con su habitual falta de
respeto, Ama Goya y Aitor.
Después de los experimentos con mi boina, mis hijos y sus compañeros pasaron un
tiempo armando un extraño chisme metálico, lleno de lucecitas de colores. Muy bonito era, y
los muchachos le llamaron PIMPILIMPAUSA (Mariposa).
—Y ahora habrá que probarlo —dijo Xaviertxo, un poco preocupado—. Alguien tiene
que ir.
—Naturalmente, debes ir tú —dijo Gregoria—. Y como es natural, toda tu familia contigo
irá. —Y nadie pudo discutir cosa tan justa.
En el día de San Sebastián el Padre Lartaun ofició misa en la capilla del Instituto y
bendijo a PIMPILIMPAUSA, a la que Gregoria había pedido que una imagen pequeñita del
Sagrado Corazón pegaran. Habíamos colocado a PIMPILIMPAUSA alejada del edificio, en
el centro mismo del valle. Nos colocamos alrededor, toda la familia, incluidos los tres perros,
Txuri, Beltxa y Nere. Nuestros amigos, desde el edificio del Instituto, cantaron para
despedirnos:

«Agur Jaunak,
Juanak agur,
Agur ta erdi...»
(Adiós señores.
Señores adiós.
Adiós y medio...)

Xaviertxo apretó un botón rojo y la máquina zumbó. Xaviertxo dijo:


—Parece que no ha funcionado.
Desde el edificio volvieron a cantar:

«Agur Jaunak,
Jaunak agur,
Agur ta erdi...»

y vuelta a apretar el botón rojo, y nuevo zumbido, y caras cada vez más desoladas entre
los jóvenes.
Después de probar dos o tres veces más, Xaviertxo dijo:
—Fracasamos.
Estuvimos un rato callados y luego Xaviertxo se echó la boina hacia atrás, rascó las
cabezas de los perros y con cara triste se echó a caminar hacia las montañas. Gregoria dijo
que mejor era dejarle solo, y que al día siguiente discutiríamos si convenía revisar a
PIMPILIMPAUSA para ver por qué habla fallado o empezar directamente a fabricar otra
máquina. Los tres perros por esta vez no hicieron caso de lo que Gregoria decía y detrás de
Xaviertxo se marcharon.
Nadie habló cuando al Instituto regresamos. Xaviertxo no volvió en toda la noche, y los
tres perros tampoco, y en el Instituto nadie durmió. Amaneció, y pasaron unas dos horas
desde el amanecer, y de repente oímos en la montaña el Irrintzi (grito de júbilo o de guerra),
y oímos los ladridos de Nere, Txuri y Beltxa, y vimos que los perros a todo correr bajaban la
montaña, y detrás de ellos, a grandes saltos, Xaviertxo, y con él otro hombre, con traza de
basko también. Y llega Xaviertxo y dice:
—Lo que ha pasado es que el radio de acción mucho mayor que lo previsto ha sido. Me
eché a caminar, y crucé los montes, y con este pescador me encontré en la playa. Él me vio
la boina echada hacia atrás y me ofreció ayuda para lo que necesitara. Comenzamos a
charlar, y como ocurre siempre, empezamos a hablar mal del gobierno central, y de lo poco
que respeta los Fueros. Y él me dice que lo peor son los flamencos que se ha traído
consigo Don Carlos. Y yo casi pierdo el sentido y le pregunto la fecha. Y hoy estamos a 7 de
julio de 1524. Lo que ocurre es que nos hemos venido al pasado todos, con el Instituto, con
todo lo que hay en el valle.
—Diría que esto cosa del Diablo es, si en Euskera no hablárais. Además, si Sebastián
Elcano, el de Guetaria, dio la vuelta entera sin caerse, habrá que pensar que cualquier cosa
es posible —dijo el pescador.
Martín, con cara preocupada, llamó aparte a Xaviertxo para decirle:
—Hermano, tené cuidado, que me parece que este tipo te está metiendo el perro.
Fue muy difícil convencerle, pese a que cuando las pruebas en el laboratorio había
estado tan seguro, y sólo aceptó la verdad después de ver, desde lo alto de un monte, con
sus prismáticos, dos carabelas que al puerto de San Sebastián se acercaban; después de
comprobar que la carretera de San Sebastián a Guetaria había desaparecido y después de
visitar Guetaria y no hallar la estatua de Sebastián Elcano, pero hallar en cambio sí a
Sebastián Elcano.
—Lo que me sorprende, Doña Goya —decía después Martín en la comilona que dimos
en el Instituto, mientras se servía sardinas asadas y sidra, es que con estas ropas baskas
del siglo veinte, y este idioma euskera que hablamos, no llamemos la atención en el siglo
dieciséis. ¿Es posible que en cuatro siglos los baskos no hubieran cambiado nada?
—Un pueblo que no evoluciona. Grave, grave —decían los demás extranjeros,
saboreando el bacalao y las angulas al pil pil.
—¿No les decía yo? —continuaba Martín—. En las provincias vascongadas los
neolíticos son llamados nuevaoleros, y son muy mal vistos. —Y todos reían.
Muchas bromas hicieron, y mucho comimos y bebimos, y bailamos la ezpatadantza, y
aurreskos y zortzikos, aunque tuvimos que llamar al orden a Martín, que se había unido a
nuestro grupo de txistularis (de «txistu», silbo, silbato; quienes ejecutan música con txistu) y
cada tanto el ritmo cambiaba y tocaba cosas que de baskas nada tenían. Y después nos
reunimos para decidir qué haríamos.
—Pues saltar de nuevo atrás dijo Gregoria, pues muy lejos del origen aún estamos.
Pasó la noche del 7 al 8 de julio de 1524, y al amanecer todos, incluido el pescador que
había dado a Xaviertxo la buena nueva, nos preparamos para dar otro salto al pasado. El
Padre Lartaun mucha preocupación tenía.
—Es que, sabéis, nuestros antepasados mucho en convertirse tardaron. Natural es,
pues somos un pueblo terco. El próximo salto nos ha de llevar a tierra de paganos.
PIMPILIMPAUSA funcionó de nuevo. Esta vez se hicieron muchos cálculos y dijeron
que iríamos al siglo octavo, y allí fuimos. El valle no había cambiado, pero cuando nos
movimos, ya no estaban ni Guetaria, ni San Sebastián, ni el castillo sobre el Monte Urgull.
Pero las barcas de pesca en el Cantábrico eran las mismas, y en todas había perros
blancos, negros o de pelo áspero, color castaño, muy parecidos a Txuri, Beltxa y Nere. A
nadie llamábamos la atención cuando con otros baskos por los caminos nos cruzábamos.
Alguna vez nos preguntaban, en un euskera igual al nuestro, si por ahí habíamos visto
alguna partida de godos. Más o menos la mitad de los baskos que encontrábamos eran
cristianos.
—En cuanto a los demás decía el Padre Lartaun, dicen que la nueva religión buena es,
pero que cambiar la religión de los padres es cosa mala. Hice mal en llamarles paganos,
pues siguen la religión natural...
—¿Y usted no les predica, Padre?
—¿Predicarles? Bueno, algo intenté, pero ya sabéis que conseguir que un basko
cambie de idea es algo muy, pero muy difícil...
Un grupo de caminantes pasó, y a comer en su caserío fuimos invitados. Avergonzados
estábamos por no poderles decir de dónde (de cuándo) veníamos. Hasta el Padre Lartaun
estaba de acuerdo en que la verdad parecería cosa demasiado extraña, cosa del Diablo, o
del Basajaun (el Señor del bosque, en la mitología de la tierra baska). Había que mentir,
diciendo que éramos baskos del otro lado de las montañas, y a ningún basko le agrada
mentir. Aceptamos la hospitalidad, comimos y bebimos (angulas, tocino con habichuelas
rojas, queso y sidra), bailamos aurreskos, cantamos, agradecimos y nos despedimos con el
Agur. Y otro salto dimos enseguida, muy avergonzados por haber mentido. El Padre Lartaun
estaba ahora preocupadísimo.
—¿Es que no os dais cuenta? Vamos ahora a una época en la que todavía el Salvador
no habrá venido.
Allá fuimos. Y en lo que se veía el cambio no era mucho. Casas y pueblos eran casi
todos los mismos que habíamos dejado. Se bailaba, se cantaba y se comía lo mismo, y
todos nos entendíamos perfectamente, en un euskera sin traza de cambio alguno. Claro
que la cruz faltaba, y el Padre Lartaun estaba siempre preocupado.
—Es que mi deber seria predicar a los paganos. ¿Y cómo voy a predicar, si Cristo
todavía no nació?
—Si no puede predicar, profetice Padre —le dijimos—. No habrá profecías más seguras
que las suyas —le dijo, riendo, Martín, que por otro lado estaba escandalizado de encontrar
baskos iguales a lo que los baskos siempre serían.
Nuevamente aceptamos la hospitalidad de la gente, con mucha vergüenza por mentir
acerca del lugar y el tiempo de los que veníamos. Comimos angulas y sardinas asadas, y
tocino con habichuelas rojas, y todos nos preguntaban si no habíamos visto a esas gentes
del Sur, que estaban cruzando las montañas con aquellos monstruos de largas narices. El
Padre Lartaun contó algo sobre Asdrubal, Aníbal y su familia, y todos le miraron con gran
respeto. Martín empezó a contar unos chismes sacados de un libro de esos que no deben
ser leídos, llamado «Salambó», pero Xaviertxo no le dejó continuar, diciéndole:
—Los baskos amigos fueron, según la historia, de los cartagineses. Alterarías la historia
si los convencieras de que los cartagineses eran, son, unos degenerados.
Y como alterar la historia es grave responsabilidad , Martín no siguió hablando.
Volvimos a saltar al pasado, ahora mucho más atrás, y sin embargo todo era muy
parecido a lo que habíamos dejado, sólo que había menos caseríos, y muchas gentes
entraban y salían de las cuevas de las montañas, y muchos vivían en ellas. Ya no nos
sorprendía que todos fueran tan parecidos a nosotros, ni que nuestro idioma fuera el de
ellos.
Trepamos hasta la gruta de Orio, y entramos en ella, mientras decía Martín:
—Hoy está de moda ser espeleólogo. Va a tener que pasar una punta de miles de años
para que la moda vuelva.
Luego decía, mirando aquellas pinturas:
—Quizá con el próximo salto podamos conocer al artista que decoró esta cueva.
Nos hicimos amigos de los pescadores y en sus barcas salimos al mar, con Nere, Txuri
y Beltxa, que mostraron su habilidad en la pesca del bonito. El Cantábrico estaba mucho
más poblado, y hasta vi grandes cachalotes cerca de la isla de Santa Clara.
Tuvimos una reunión y Xaviertxo, muy preocupado, nos advirtió:
—Debemos decidir ahora. PIMPILIMPAUSA frágil es, y un nuevo salto la arruinará.
¿Volvemos a nuestro tiempo, o seguimos hacia el pasado para enterarnos, en definitiva, de
cuál fue nuestro origen?
—Esto es cosa para votar, y debe ser votada —dijo Gregoria. Y trajo habas blancas y
negras y tomó mi boina . El que esté por volver, eche una haba negra. El que esté por
seguir, eche una haba blanca.
Así se hizo, y al volcar mi boina sólo habas blancas cayeron.
Dimos el salto. Y lo dimos para no hallar traza de ser humano en estas tierras. Entre
hielo y nieve trepamos a la gruta de Orio, y en ella no había pintura alguna. Y
PIMPILIMPAUSA no funcionó más.
De todo eso han pasado algunos años. Desde entonces muy contentos hemos vivido.
No importa el frío, que es mucho, pues tenemos buen abrigo y trabajamos duro, y para el
alimento ahí está el Cantábrico, libre de hielo y con pesca tan abundante. Mis hijos y sus
amigos se lanzan al mar, a sacar peces y cazar cachalotes y ballenas, acompañados de
Nere, Txuri y Beltxa y otros muchos perros, hijos y nietos de los tres perros pescadores. Van
en barcas iguales a las de siempre, que ellos han construido con madera acopiada aquí
antes del último salto. Y llegan muy lejos.
Todos estamos a gusto. Claro que nos preocupa que falte tanto tiempo para la
fundación de la Santa Madre Iglesia, sobre todo porque como el Padre Lartaun no es
obispo, no puede ordenar a nadie. Jainkoarieskerrak, el buen cura está muy fuerte, y
tendremos para rato religión como la de nuestros padres. Para después habrá que confiar
en la providencia.
Se han formado ya algunas familias. Aránzaza y Martín se casaron y tienen una hijita. A
la niña le encanta dibujar y constantemente lo hace sobre las paredes de la gruta de Orio,
donde vive con sus padres.
Estamos muy contentos, porque vivimos, en lo esencial, como hemos vivido siempre. Y
muy conformes, pues PIMPILIMPAUSA cumplió su cometido y sabemos al fin quienes
dieron-dimos-daremos (lío este difícil hasta para Jainkoa) origen a los baskos. Nosotros y
los nuestros: gu ta gutarrak.

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