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La comisión de un delito o una falta obliga al responsable a reparar los daños y perjuicios
sufridos. La responsabilidad civil es, después de la penal, uno de los efectos principales
causados por la conducta delictiva.
No todos los delitos conllevan este tipo de responsabilidad. Aquellos que tienen un carácter
inmaterial (que no consisten en la comisión de un hecho, sino más bien en el mantenimiento
de una conducta) no suelen causar perjuicios que haya que indemnizar. Por ejemplo, la
tenencia de armas. Esta, de por sí, no causa daño a nadie y, por lo tanto, no genera ninguna
obligación de resarcir a un tercero.
Una diferencia crucial entre la responsabilidad penal y la civil es que, mientras que la primera
se extingue por la muerte del culpable, la segunda integra su patrimonio y, por lo tanto,
formará parte de su herencia (del pasivo hereditario, compuesto de deudas y cargas).
Otra diferencia importante es que el perjudicado, en todo caso, puede renunciar a exigir las
indemnizaciones. Esto sólo se permite en el proceso penal en algunos casos particulares,
cuando se trata de delitos privados (que no tienen un interés público, sino que sólo afectan a
la víctima).
A la hora de indemnizar el responsable debe restituir, siempre que sea posible, el mismo
bien, abonando los deterioros que hubiese sufrido la cosa. La restitución tendrá lugar, sobre
todo, en los delitos contra la propiedad (hurtos, robos, etc…).
Cuando no puede restituirse el bien dañado, la ley obliga al autor del delito o falta a repararlo.
Veamos un ejemplo: si alguien ha sufrido lesiones, el autor del delito tendrá que satisfacerle
los gastos médicos y hospitalarios, los salarios que haya dejado de percibir, las secuelas
permanentes que padezca, etc…
Cuando una determinada actividad está cubierta por un seguro, la entidad aseguradora
deberá proceder a la indemnización que estamos analizando, sin perjuicio de su derecho a
reclamar posteriormente al culpable el importe satisfecho.