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Reflexión sobre la actualidad de las reflexiones éticas planteadas por Kant

Mariana Serna Sierra


Metafísica de las costumbres
Licenciatura en filosofía
Universidad de Antioquia - Seccional Oriente
15/02/2019

Ante la intención de plantear una posible actualidad de la filosofía moral propuesta por Kant, he
considerado la pertinencia de enfocar la reflexión en torno a ciertas ideas que merecen ser retomadas
desde su pensamiento mismo en orden a un deber ser de la actualidad, pues, aunque fueron propuestas
sistemáticamente en un contexto bastante distinto, el esfuerzo de su autor fue de tal magnitud que logró
abarcar profundamente las diversas implicaciones que supone para la razón la dimensión práctica como
problema.

Así, Kant logra exponer, por ejemplo, la forma precisa de generar procesos de pensamiento para una
conciencia más o menos amplia del actuar humano, y en en ese sentido, cotidiano. Por eso es valiosa la
potencialidad que le da a la razón en la reconstrucción de las disposiciones del deseo, lo cual
claramente es una apuesta para ampliar la percepción sobre lo humano en términos del querer, es decir,
contrario a los prejuicios que aparentemente puede tener la apelación a lo puro en términos prácticos,
Kant plantea de forma cuidadosa la posibilidad que tiene el entendimiento sano de inundar el corazón
humano, una consideración de la carne como parte fundamental de la unidad de la razón.

Además, con los procesos que sugiere para la consolidación del juicio moral, Kant suscita en el sujeto
el reconocimiento de la necesidad de un ejercicio de introspección limitado a las capacidades humanas
de la conciencia, es decir, en vez de caer en el vacío angustiante de los múltiples motivos intrincados en
el actuar humano, es posible establecer un límite para tales reflexiones sin prescindir de un contenido
adecuado, afrontando así lo apremiante de la vida misma de una forma racional. Creo que con todo esto
se puede ver una gran esperanza en las capacidades humanas, y por ende en la formación.

En ese sentido, resulta fundamental la importancia que Kant le atribuye al análisis del querer mismo
para pensar la dimensión política del hombre. De tal manera, desde una perspectiva más general,
considero que una reflexión de ese nivel ha sido y será importante para la emergencia de cada época.
Una pregunta por el origen de los gustos, por las formas de los afectos, por las distintas maneras de las
pasiones humanas permite a nivel teórico deconstruir discursos que se ufanan de ostentar una verdad
última sobre lo elemental del ser humano, y a nivel práctico legitima la posibilidad de formas de vida
distintas o formas distintas de habitar el mundo en sus relaciones.

Por otra parte, también es loable la problematización que Kant presenta sobre los fines de una acción
humana. Esto debido a las circunstancias actuales en las que se ven inscritas las relaciones
interpersonales, donde en la mayoría de casos se suelen asegurar mediadores distintos para lograr
determinar las dimensiones del vínculo, de ahí que la utilidad y el intercambio de servicios suelan
dominar una noción extendida de amistad, por ejemplo. En ese sentido, el no recurrir en última
instancia a la consideración sobre el beneficio personal, la satisfacción o el éxito, para prodigar
esfuerzos espirituales que logren percibir más allá conciencia individual y extender la posibilidad
racional de abarcar la totalidad de lo humano desde la particularidad de la vida diaria y en sus más
sublimes aspiraciones.

Finalmente, creo que he podido constatar una extensión potencialmente perentoria de los
planteamientos kantianos sobre la filosofía práctica, dada su actualidad como objetos de reflexión en
las ideas que atañen el querer, el deseo, la relación entre entendimiento y cuerpo, además de los
procesos de objetivación que ejerce el pensamiento alrededor de la vida misma como práctica.

NOTAS SOBRE LA MORALIDAD EN KANT

la idea de lo sublime se relaciona con aquello que supera lo humano


EL DESCONSUELO DEL DEBER*
El reto de Maria von Herbert a Kant **
Rae Langton
(Traducción de Luis Fernández-Castañeda. Revisión de Isabel Posadas. Agosto de 2004)
Este artículo trata de dos personas que en calidad de filósofos se escribieron mutuamente. Una de ellas
es famosa, la otra no. Trata sobre dos puntos de vista prácticos, el estratégico y el humano, y lo que de
ellos dijo el filósofo famoso. Trata también de la amistad y del engaño, del deber y del desconsuelo.
Sea esto bastante a modo de preámbulo.
I. AMISTAD
En 1791 Kant recibió una carta de una dama austríaca a la que no conocía personalmente. Se trataba de
Maria von Herbert, una entusiasta e inteligente lectora de Kant, hermana del barón Franz Paul von
Herbert, fervoroso seguidor de la filosofía kantiana. El celo del barón por las doctrinas de Kant había
sido tan grande como para dejar mujer y trabajo (poseía una fábrica de plomo) con el objeto de pasar
dos años en Weimar y Jena estudiando el kantismo. A su regreso, el hogar de los Herbert se convirtió en
un punto de referencia, una especie de salón donde se debatía intensamente el criticismo sobre el
trasfondo de la fuerte oposición a Kant que se respiraba por entonces en Austria y en muchos de los
estados alemanes. En palabras de un alumno de Fichte, aquella casa era "una nueva Atenas", un oasis
de espíritu ilustrado dedicado a predicar y propagar el evangelio kantiano, a reformar la religión y a
substituir una piedad embotada y carente de pensamiento por una moralidad basada en la razón. Esta es
la carta.
1. A Kant, de Maria von Herbert. Agosto de 1791
Grandísimo Kant:
a ti imploro como el creyente a su Dios en busca de ayuda, de consuelo o de preparación para la
muerte, me parecieron suficientes las razones que aduces en tus obras sobre la existencia futura, por
eso busco refugio en ti, es en esta vida donde no he encontrado nada, absolutamente nada, que pudiera
reemplazar mi bien perdido, pues amé a alguien que a mi ver lo incluía todo en sí, de modo que sólo
vivía por él era para mí una contraposición a todo lo restante, pues todo lo demás me parecían
bagatelas y todas las personas, por reales que fuesen, me resultaban como palabrería sin contenido,
pero ocurre que ofendí a esta persona por una mentira prolongada que ahora le he descubierto, y sin
embargo no había para mi carácter nada desventajoso en ello, pues no he callado en toda mi vida
ningún defecto, pero la sola mentira fue suficiente para él, y su amor desapareció, es un hombre
honorable y por eso no me niega amistad y confianza, pero ya no existe ese sentimiento íntimo que nos
condujo sin saberlo del uno al otro, oh, mi corazón estalla en mil pedazos, si no hubiera leído ya tanto
de usted, es seguro que ya hubiera acabado mi vida con violencia, pero así las cosas me retiene la
conclusión que hube de sacar de su teoría, que no debo morir a causa de mi vida atormentada, sino
que debo vivir a causa de mi ser, ahora le pido que se ponga en mi lugar y me imparta consuelo o
maldición, la Metafísica de las costumbres la he leído además del imperativo categórico, pero no me
ha ayudado en nada, mi razón me abandona cuando más la necesito te pido una respuesta, de lo
contrario es que no puedes actuar según el imperativo que tú mismo has expuesto
Mi dirección es Maria Herbert, en Klagenfurt, Carintia, a entregar en la fábrica de plomo blanco si
prefiere [enviarla] con Reinhold, porque el correo es allí más [¿seguro?]

Kant, sumamente impresionado por esta carta, buscó el consejo de un amigo para ver
qué podía hacer. El amigo le exhortó a que respondiera e hiciera lo que estuviese en su
mano para desviar a su autora del "objeto al que estaba encadenada" (1). Conservamos el
borrador, minuciosamente elaborado, de la respuesta de Kant.
2. A Maria von Herbert, primavera de 1792 (borrador)
Su afectuosa carta brota de un corazón que ha debido de ser hecho para la virtud y la honradez, por
ser de tal manera receptivo a una doctrina de las mismas que no tiene nada de halagador, y me
arrastra a donde usted me reclama, esto es, a que me ponga en su lugar y piense en un modo de
tranquilizarla que sea puramente moral y por eso mismo sólido. Su relación con la persona amada,
cuyo modo de pensar tanto aprecia y que debe ser tan respetada por la virtud y el espíritu de ésta, la
honradez, me resulta desconocida, en el sentido de que no sé si se trata de una relación matrimonial o
de mera amistad De su carta he deducido que lo más probable es que sea esto último, pero respecto a
lo que a usted le turba no supone gran diferencia; pues el amor, ya sea hacia el esposo o hacia un
amigo, presupone el mismo respeto mutuo, sin el cual no es sino un engaño sensible sumamente
cambiante.
Un amor tal que sólo sea virtud (siendo el otro pura inclinación ciega), está deseoso de comunicarse
por completo, y espera por parte del otro la misma comunicación cordial que ninguna reserva
desconfiada puede debilitar. Así debería ser y eso es lo que exige el ideal de la amistad, pero le afecta
al hombre una impureza por la que esa apertura del corazón, en mayor o menor medida, resulta
limitada. Sobre este obstáculo a la efusión mutua de los corazones, sobre esta secreta desconfianza y
reserva que hacen que uno mismo, incluso en el trato más íntimo con sus allegados, se reserve
siempre, a pesar de todo, parte de sus pensamientos, ya se alzó la queja de los antiguos al decir:
¡queridos amigos, no hay ningún amigo! Y sin embargo, se considera que la amistad es lo más dulce
que puede contener la vida humana, y las almas biennacidas la buscan con ansiedad. Sólo puede tener
lugar abriendo el corazón
Sin embargo esa reserva, esa falta de franqueza que, como parece, no puede atribuirse enteramente a
la naturaleza humana (pues entonces todo el mundo andaría apesadumbrado al acabar por descubrir
lo poco que le aprecia el otro) es muy distinta de la falta de sinceridad, entendida como falsedad a la
hora de comunicar nuestros pensamientos. La primera forma parte de los límites de nuestra naturaleza
y aún no echa a perder propiamente el carácter, sino que es sólo un mal [Übel] que impide obtener del
carácter todo lo bueno que podríamos sacar de él. La segunda es una corrupción del modo de pensar
y un mal [Böse] positivo. Lo que dice la persona sincera pero reservada (no franca) es verdad, sólo
que no es toda la verdad. Por contra, el insincero dice algo de cuya falsedad es consciente. Una
afirmación de este último tipo se llama en la doctrina de la virtud mentira. Esta, a su vez, puede ser
completamente inofensiva, pero no por ello es inocente; más bien es una grave vulneración del deber
hacia uno mismo, y ciertamente un deber por completo imprescindible, porque su transgresión echa
por tierra la dignidad de la humanidad en nuestra propia persona y ataca la raíz del modo de pensar,
pues el engaño hace que todo sea dudoso y sospechoso, y despoja a la virtud de toda confianza, si
hemos de juzgarla desde fuera.
Bien puede ver que si ha llamado a un médico para pedirle consejo, ha dado con uno que no tiene
nada de lisonjero, ni se detiene en lisonjas, por mucho que quiera usted un mediador entre usted y su
amigo íntimo. Mi proceder para establecer el buen crédito no casa en absoluto con la predilección por
el bello sexo, en la medida en que hablo a favor de su amigo, aportándole razones que tiene de su
parte como amante de la virtud, y que justifican que haya vacilado, por cuestiones de estima, en su
inclinación hacia usted.
En cuanto a su primera expectativa, antes que nada debo aconsejarle que compruebe si acaso las
amargas recriminaciones que usted se hace sobre la mentira que urdió, que por lo demás no fue para
ocultar la práctica de ningún vicio, son reproches sobre una mera torpeza, o una acusación íntima a
causa de la inmoralidad que se esconde en toda mentira. Si es lo primero, entonces lo único que usted
se recrimina es la franqueza de haberla revelado, y por tanto de lo que se arrepiente es de haber hecho
su deber; (pues de eso se trata sin duda cuando hacemos adrede que alguien se equivoque por cierto
tiempo, aunque esa equivocación no le resulte dañosa, para después sacarlo del error); ¿y por qué se
arrepiente de esta franqueza? Porque de esta manera le surge desde luego el grave inconveniente de
disminuir la confianza que su amigo tiene en usted. Pero este arrepentimiento no tiene un motivo
moral, ya que la causa del mismo no es la conciencia del hecho, sino de sus consecuencias. Sin
embargo, si la recriminación que le mortifica se basa realmente en el mero enjuciamiento ético de su
conducta, sería un mal médico ético quien le aconsejara, por el hecho de que lo ocurrido no puede ser
revocado, borrar esa recriminación de su ánimo y simplemente entregarse desde entonces con toda el
alma a una sinceridad exhaustiva. Y es que la conciencia moral debe conservar enteramente todas las
transgresiones, del mismo modo que un juez conserva en el archivo las actas de casos ya juzgados en
vez de deshacerse de ellas, para que si surge una nueva acusación en casos que estima parecidos o
incluso en otros, la justicia pueda emitir sus fallos con más precisión. No obstante, cavilar sobre ese
arrepentimiento incluso después de haber cambiado el modo de pensar, haciéndose constantes
reproches sobre lo que ya no admite arreglo, supone hacerse inútil para la vida. Sería (suponiendo que
uno pretenda mejorar su vida) una opinión fantasiosa de servil autoflagelación que no puede contarse
entre lo que forma parte de la conciencia moral, como tampoco cierto supuesto remedio religioso que
consistiría en suplicar gracia a poderes más altos sin que precisamente para ello haga falta ser mejor
persona.
Si su querido amigo ha apreciado un cambio semejante en su modo de pensar -pues la sinceridad tiene
un modo inconfundible de expresarse- sólo se requiere tiempo para que se borren poco a poco las
huellas de esa indignación suya, justificada y basada en conceptos de virtud, y transformar su frialdad
en una inclinación tanto más sólida. Pero si esto no ocurre, entonces es que el ardor de su primera
inclinación era más físico que moral y, por su propia naturaleza inconstante, hubiera desaparecido de
todos modos con el tiempo. A veces nos suceden desgracias como ésta en la vida, a las que hay que
responder con serenidad. Pues el valor de la vida se sobreestima grandemente al medirlo por lo bueno
que podemos obtener de los hombres, pero si se mide por lo bueno que podemos hacer en ella, es
digna del mayor respeto y esfuerzo por conservarla y emplearla felizmente en buenos fines.- Como es
costumbre en los sermones, encuentra usted aquí, querida amiga, enseñanza, castigo y consuelo. Le
pido que se demore más en los dos primeros que en el último, pues si aquellos ejercen su efecto, seguro
que el último vendrá por sí mismo, junto con la perdida alegría de vivir.

La carta de Kant contiene un debate sumamente interesante y delicado sobre la amistad


y el secretismo que aparecerá en gran parte, literalmente, en La doctrina de la virtud (2),
publicada unos seis años después. Pero lo que la carta de Kant no consigue decir es al
menos tan interesante como lo que dice. Herbert afirma que ha perdido el amor, que su
corazón está destrozado, que no queda nada por lo que le merezca la pena vivir, y que la
filosofía moral de Kant no ha sido de ninguna ayuda. La respuesta de Kant procura
señalar que el amor se ha perdido merecidamente, que el sufrimiento es consecuencia
lógica del propio fracaso moral, y que la cuestión que aquí verdaderamente interesa
desde el punto de vista moral depende de una diferencia sutil pero necesaria: la
diferencia entre mentir y no decir la verdad, entre decir ‘no p’ y no decir ‘p’. Llama la
atención que Kant no esté dispuesto a reconocer que el interés de Herbert por la cuestión
de si el suicidio es compatible con la ley moral va mucho más allá de lo teórico. Quizá
lo haga por sentido práctico. Cuanto antes olvide ella esos pensamientos morbosos,
mejor; cuanto menos se diga sobre el asunto, menos ocasión tendrán de aparecer. Quizá
incluso piense que eso también es lo mejor desde un punto de vista teórico. La
convicción de Kant de que el suicidio es incompatible con la ley moral no está ni mucho
menos tan bien fundada como él querría pensar, de modo que, también aquí, cuanto
menos se diga, mejor. Una vez enviado a Austria ese alivio moral, Kant pasa más de un
año sin recibir respuesta de la paciente, hasta que pregunta a un amigo común que ella
veía a menudo por el efecto que había tenido su carta. Es entonces cuando responde
Herbert, disculpándose por el retraso. He aquí su segunda carta.
3. De Maria von Herbert, enero de 1793
Querido y respetado señor:
la razón de que me haya retrasado tanto en expresarle el placer que me causó su carta es, por lo
valioso que considero su tiempo, que sólo me atreví a responderle cuando estas líneas no sirvieran
únicamente para mi satisfacción, sino también para alivio de mi corazón. Alivio que usted me procuró
en su día cuando yo, en medio de la mayor turbación de ánimo, le pedí que me ayudara. Lo hizo usted
de un modo tan adecuado a mi ánimo, que tanto por su bondad como por su exacto conocimiento del
corazón humano no temo contarle el camino recorrido desde entonces por mi alma. La mentira de la
que me acusaba ante usted no era la ocultación de ningún vicio, sino una reserva en aras de una
amistad (aún teñida de amor) entonces surgida; algo que a pesar de todo revelé a mi amigo, aunque
tarde; fue causa de la lucha de las consecuencias previsiblemente mortificantes de mi pasión con la
conciencia de la sinceridad debida a la amistad. Al fin cobré fuerzas y cambié la piedra de mi corazón
por la franqueza. Conseguí perder su amor, gozando de tan poca paz con esta satisfacción que no me
había concedido antes a mí misma, como después, con el corazón destrozado por la pasión herida y
tan martirizado que no se lo deseo a ningún ser humano aunque afirmara en un juicio su propia
maldad. Entretanto, mi amigo persistió en su frialdad, tal como usted me predijo en su carta, pero
luego cambió bruscamente ofreciéndome una íntima amistad, que pensando en él me hace feliz, pero a
mí no me satisface en absoluto, porque es entretenimiento sin provecho. Ahora mi clara visión me lo
reprocha siempre, haciéndome sentir con ello un vacío que se extiende dentro y fuera de mí, de manera
que casi estoy de más. Nada es para mí un estímulo. Aunque se cumplieran todos mis posibles deseos,
esto no me proporcionaría ninguna satisfacción, ni hay cosa alguna que me merezca la pena el
esfuerzo, y todo esto no por descontento, sino por lo descaminado que resulta que en tantas cosas
buenas haya también tantas impuras. Querría sobre todo poder aumentar las acciones encaminadas a
un fin, y disminuir las que no tienen finalidad, que son las únicas que parecen ocupar al mundo. Pues
siento en mí como si poseyera el impulso a toda actividad real sólo para ahogarlo, aunque ninguna
circunstancia me impide actuar, y a pesar de esto no tengo nada que hacer en todo el día. Me tortura
así un aburrimiento que me hace la vida insoportable, aunque quisiera vivir de este modo mil años con
tal de que pudiera pensar que yo, Dios, te complazco en semejante inactividad. No me considere
soberbia si le digo que las tareas de la moral me resultan poca cosa, pues haría incluso el doble con el
mayor celo, ya que la moral sólo mantiene su consideración debido a la excitación del pecado, y a mí
no me supone casi ningún esfuerzo librarme de ésta. Por eso me parece que quien haya visto con
claridad lo que es el deber, ya no es libre para infringirlo, pues si yo tuviera que actuar contra el deber
heriría mi propio sentido del pecado: de tal manera me es instintivo, que ciertamente no tengo ningún
mérito en ser moral.
Tampoco, creo yo, se puede tener por moralmente conscientes a aquellas personas que en toda su vida
alcanzan la verdadera autoconciencia, viéndose continuamente sorprendidas por su sensibilidad, sin
poder jamás rendirse cuentas a sí mismas de por qué hacen o dejan de hacer algo. Si la moral no
resultara de lo más llevadero para la naturaleza, estas personas la empequeñecerían aún más.
Para consolarme, pienso a menudo que, dado que la práctica de la moral está tan unida a la
sensibilidad, sólo puede valer para este mundo. Tendría así la esperanza de que después de esta vida
no llevaría otra que fuera un vegetar tan vacío y con tareas morales tan escasas y livianas.
Ciertamente, la experiencia pretende corregir esta inquina mía contra mi estancia aquí diciéndome
que para casi todo el mundo es prematuro acabar su camino, y que todos gustan de vivir. Para no
constituirme en una rara excepción a la regla, quiero señalarle una causa remota de mi descarrío, a
saber, los continuos quebrantos de mi salud. Desde el tiempo en que le escribí por primera vez no he
vuelto a gozar de salud, otorgando ésta como otorga, en ocasiones, un arrebatamiento a la meditación
que la razón no puede proporcionar a solas, y del que carezco. El resto de lo que pudiera gozar ya no
me interesa. No estudio ninguna de las ciencias de la naturaleza ni de los conocimientos del mundo,
porque no siento en mí ninguna disposición a ampliarlos, y en mi intimidad no siento necesidad alguna
de saber lo que no concierna al imperativo categórico y a mi conciencia trascendental, siéndome todo
indiferente, e incluso también he acabado desde hace mucho con estos últimos. Teniendo en cuenta
todo esto, quizá podría hacerle ver un deseo que hay en mí, el único que tengo: a saber, acortar esta
vida mía tan inútil, en la que estoy firmemente convencida de que no seré mejor ni peor. Si considera
que todavía soy joven, y que los días no tienen otro interés para mí que acercarme a mi final,
apreciará hasta qué punto podría convertirse usted en mi bienhechor, y cuánto podría esto estimularle
a indagar profundamente en la cuestión que le planteo. Que me permita planteársela se debe a que mi
concepto de moral enmudece en este punto, cuando en todo lo demás realiza afirmaciones decisivas.
Pero si usted no me puede dar este bien negativo que busco, apelo a su buena intención para que me
proporcione algo con lo que pueda expulsar este insoportable vacío de mi alma. Si entonces me
convierto en un miembro útil de la naturaleza y me lo permite mi salud, me gustaría hacer dentro de
unos años un viaje a Königsberg, y me anticipo pidiéndole permiso para visitarle. Entonces me tendrá
que contar su historia, pues me gustaría saber a qué tipo de vida le ha llevado su philosophie [en
francés en el original], y si tampoco le mereció la pena el esfuerzo de buscarse una mujer, de
entregarse a alguien de pleno corazón, o de perpetuar su semilla. Tengo un grabado de su retrato
hecho en Leipzig por Bause, en el que descubro una serena profundida moral, pero ningún signo de la
perspicacia debida al autor, ante todo, de la Crítica de la razón pura , y lo que tampoco me gusta es
que no le veo el rostro al completo... adivine usted mi único deseo sensible y haga que se cumpla si no
le resulta molesto. No se disguste si le ruego vehementemente que me responda, y lo hago con esta
jerigonza mía que le puede resultar pesada. Creo necesario recordarle que si me hace usted este gran
favor y se afana en responderme, lo haga de modo que trate lo particular, y no lo general, porque esto
último ya está en sus obras y afortunadamente lo he entendido, y sentido, al lado de mi amigo. Seguro
que le caería bien, porque es firme de carácter, de buen corazón y profundo entendimiento, y además
lo suficientemente afortunado como para encajar en el mundo. También es independiente y lo bastante
fuerte como para evitarlo todo, por eso me atrevo también a hurtarme a él. Cuidese usted la salud,
pues aún puede ser de gran provecho para el mundo. ¡Ojalá yo fuera Dios y pudiera recompensarle
por lo que ha obrado en nosotros! Con el más sincero y profundo respeto
Maria Herbert
La carta de Herbert habla por sí misma. Han desaparecido la pasión y la agitación. La desolación ha
ocupado su lugar, un "vacío que se extiende", una visión del mundo y de uno mismo que hiela por su
claridad y su nihilismo. Reina la apatía. El deseo ha muerto. No hay nada que atraiga. Despojado de
toda inclinación, el yo está "de más", como Herbert expresa enérgicamente. Nada tiene sentido, excepto
el imperativo categórico, por supuesto. Pero la misma moralidad se vuelve un tormento, no porque sea
demasiado difícil, sino porque es demasiado fácil. Sin el contrapeso de una inclinación opuesta, ¿qué
otra cosa queda sino obedecer? La vida moral acaba por ser una vida vacía y vegetativa en la que uno
ve enseguida lo que exige la ley moral y, sin más, se apresta a hacerlo sin el obstáculo de la atracción
del pecado. Herbert concluye que la moralidad debe ir unida a la sensualidad, y el mérito moral
depende de la lucha de la voluntad con las pasiones sensuales. Pero cuando no hay pasiones, esta lucha
está ganada simple y tediosamente de antemano, ¿y qué mérito puede haber en ello? El imperativo
categórico exige de nosotros no tratar nunca a las personas como meros medios para nuestros propios
fines. Pero si uno no tiene ningún fin, si uno al fin está vacío, ¿qué podría ser más sencillo que
obedecer? Herbert extrae una esperanza de su conclusión: si la moralidad está unida a la sensualidad,
con un poco de suerte en la otra vida no habrá tal maldición.
Esto suena a herejía. ¿Lo es? De serlo, Kant está ciego a ello. Pero quizá no sea nada en absoluto
herético. Lo que Kant no consigue ver -ni tampoco la misma Herbert- es que la vida de ella supone un
serio reto a su filosofía, al menos interpretada de cierta forma.
Consideremos la idea que tiene Kant del deber y de la inclinación.

Una acción tiene valor moral cuando se hace exclusivamente por deber; no es suficiente
que la acción sea conforme al deber (3). Ahora bien, a menudo las inclinaciones bastan
para llevarnos a realizar acciones conformes con nuestro deber. Conservar la propia vida
es un deber, y la mayoría de nosotros tiene una fuerte inclinación a conservar su vida.
Ayudar a los demás cuando se pueda es un deber, y la mayoría de nosotros somos lo
suficientemente compasivos y amables como para estar inclinados a ayudar a los demás,
al menos durante un tiempo. Pero -si tomamos aquí literalmente a Kant- las acciones así
motivadas carecen de valor moral. Una acción moralmente digna es "la del hombre
desgraciado... [para quien] los desengaños y la miseria desesperanzada le han quitado
todo el gusto por la vida, y anhela morir" pero que, a pesar de eso, conserva su vida. Una
acción con valor moral es la del misántropo, la del "hombre de temperamento frío e
indiferente a los sufrimientos de los demás" que, no obstante, les ayuda "no por
inclinación, sino por deber". (4)
Parece que el mérito moral dependiera a la vez de la ausencia de inclinaciones
coincidentes, como la simpatía, y de la presencia de inclinaciones opuestas, como la
misantropía. De ser así, Herbert tiene razón: la moralidad depende de que haya
inclinaciones que vencer. Sin embargo, es importante darse cuenta de que, incluso aquí,
lo que Kant dice no está motivado por una suerte de adoración ciega de la norma, sino
por el sentido de la enorme distancia que separa los dos puntos de vista desde donde nos
vemos obligados a mirarnos a nosotros mismos. A la vez que somos ruedas en la gran
maquinaria de la naturaleza, somos sujetos libres en el reino de los fines. A la vez que
somos personas, miembros de un mundo inteligible, autores de nuestras acciones, somos
también animales, títeres de nuestros genes y hormonas, seres zarandeados por nuestros
deseos y fobias. Las inclinaciones son pasiones en el sentido de que son cosas que nos
pasan. Y en la medida en que dejamos que ellas guíen nuestras acciones, nos permitimos
ser títeres en lugar de personas. Nos permitimos, por usar la metáfora kantiana,
convertirnos en marionetas o autómatas, que pueden aparecer como los que inician la
acción, pero cuya libertad es ilusoria, "no mejor que la libertad de un asador mecánico,
el cual, una vez que se le da cuerda, gira por sí mismo". (5) Las inclinaciones son
efectos causados sobre nosotros, son páthos, y por esta razón patológicas. Si dejamos
que sean la causa de nuestro comportamiento, renunciamos a nuestra condición de
personas.
Nos lleven a actuar conforme al deber o nos disuadan de ello, las inclinaciones están
entre los principales obstáculos a la virtud. Cuando la inclinación se opone al deber, es
un obstáculo para llevarlo a cabo. Cuando coincide con él, es un obstáculo al menos en
cuanto a conocer el valor de la acción. "La inclinación, sea de naturaleza bondadosa o
no, es ciega y esclava... El sentimiento de simpatía, del cálido afecto compartido... es un
lastre incluso para los bienintencionados, pues enturbia las máximas que observan y crea
el deseo de librarse de ellas y quedar sujetos únicamente a la razón legisladora." (6) En
la lucha contra las inclinaciones podemos recurrir a la ayuda de esa extraña cosa llamada
respeto o reverencia ante la ley moral. La reverencia ante la ley moral sirve para
"debilitar el efecto obstaculizador que ejercen las inclinaciones". (7) La reverencia es
una clase de sentimiento, pero no es algo que "sintamos pasivamente", algo efectuado en
nosotros desde fuera. Es el correlato sensible de nuestra propia actividad moral, la
"conciencia de la limitación directa de la voluntad mediante la ley". (8) Su función no
consiste en motivar nuestras acciones morales, pues esto seguiría siendo una motivación
por medio del sentimiento. Su función es más bien remover los obstáculos, silenciar las
inclinaciones, algo que todos nosotros deberíamos buscar. Pues "las inclinaciones están
tan lejos de tener un valor absoluto... que debería ser... el deseo universal de todo ser
racional quedar por completo libre de ellas". (9)
Kant llega incluso a decir que tenemos el deber de la apatía, deber por el que no es tan
famoso. "La virtud presupone necesariamente la apatía", dice en La doctrina de la
virtud. "El término ‘apatía’ ha caído en descrédito", continúa diciendo, "como si
significara falta de sentimiento y por tanto indiferencia subjetiva respecto de los objetos
de elección: se ha tomado como debilidad. Podemos evitar este malentendido llamando
‘apatía moral’ a ese estar libres de agitación que hay que distinguir de la indiferencia,
porque en ella los sentimientos que surgen de las impresiones sensibles pierden su
influencia sobre el sentimiento moral solamente porque la reverencia ante la ley
prevalece sobre todos esos sentimientos." (10) En la Crítica de la razón práctica se
decribe algo bastante parecido a la apatía, pero esta vez no se llama así, sino
‘bienaventuranza’ (Seligkeit). La bienaventuranza es ese estado de "completa
independencia respecto de las inclinaciones y los deseos". (11) Puesto que alcanzarla
debe ser el deseo universal de todo ser racional, ¿podemos de hecho conseguirla? Por lo
que parece no, o no aquí. La bienaventuranza es "una autosuficiencia que sólo puede
atribuirse al ser supremo". (12) El ser supremo carece de pasiones o inclinaciones. Su
intuición es intelectual, no sensible. Nada le puede afectar, ni siquiera nuestras
oraciones. No puede tener ningún páthos. Dios es el ser más apático que se pueda
concebir.
¿Y qué hay de la paciente moral de Kant? Ella está más allá de la virtud de apatía que
conlleva dominar las inclinaciones. No le quedan inclinaciones que dominar. Respeta la
ley moral y la obedece, pero para ello no necesita luchar con las pasiones, porque no las
tiene. Está vacía, excepto para ver claramente la ley moral y obedecerla sin vacilar. Está
en el buen camino para ser una mujer bienaventurada, feliz y, si Kant acierta respecto de
la bienaventuranza, está en el buen camino hacia la divinidad. No es extraño que sienta
que no consigue "encajar en el mundo" -a diferencia de su anónimo amigo-. En su día a
día, obedece la ley moral exclusivamente por motivo del deber. No tiene otros motivos.
No es una hereje. Es una santa kantiana. ¡Vaya mundo feliz, que tiene semejantes santos
morales! (13)
¿Qué habría dicho Kant sobre las inclinaciones? No tengo una idea clara al respecto,
pero quizá no estén de más algunas observaciones. Quizá alguien podría defender un
planteamiento más ponderado basándose en los propios escritos de Kant. En La doctrina
de la virtud (14) Kant, por lo que parece, aconseja el cultivo del sentimiento natural para
respaldar la motivación del deber. Sin embargo, es difícil conciliar esto con el resto de
sus doctrinas, que nos dicen que hay que abjurar de todas las inclinaciones, en cuanto
"ciegas y esclavas", como escribe gráficamente en la Crítica de la razón práctica.
‘Ciego’ es un término sugestivo en el contexto kantiano, asociado como está con el
proceder ciego de la naturaleza, con lo sensible como opuesto a lo intelectual. Recuerda
el famoso lema de la primera Crítica: los pensamientos sin contenido están vacíos, las
intuiciones sin concepto son ciegas. Como es sabido, ese lema expresa la síntesis de
racionalismo y empirismo que Kant creía necesaria para conocer. Reconoce el doble
aspecto de la criatura humana, tal como Kant nos ve: poseemos una intuición sensible,
una intuición pasiva a través de la cual el mundo nos afecta, y un intelecto activo.
Necesitamos ambos. Resta que Kant hubiera realizado una síntesis similar en la esfera
moral. Porque si es verdad, como dice, que las inclinaciones sin las razones son ciegas,
parece igualmente verdad que las razones sin las inclinaciones están vacías. Una vida
moral sin inclinaciones es una vida de "insoportable vacío", como descubrió Herbert.
Necesitamos ambas.
Dije que Herbert no tenía inclinaciones, pero hay que exceptuar dos casos: quiere morir, y quiere ver a
Kant. Es, a lo que parece, como el suicida en potencia que describe Kant en los Prolegómenos: su
perseverancia en vivir tiene dignidad moral precisamente por ser algo tan opuesto a sus inclinaciones.
Pero ¿es ella así en realidad? No del todo, porque ni siquiera está segura de que el deber implique
preservar la vida. Nótese el cambio aquí. En su primera carta creía que el respeto por una misma, el
respeto por "mi ser", requería preservar la vida. Pero en cuanto su ‘ser’ comienza a encogerse, en
cuanto su yo se marchita y queda arrumbado como algo superfluo -en cuanto crece el vacío-, le asalta
la duda. Entonces su concepto de moral "enmudece" sobre la cuestión del suicidio. Desea morir. Casi
no tiene inclinaciones opuestas. Y la moral ha enmudecido. No hay que ser un experto para darse
cuenta de que está en peligro.

¿Por qué quiere visitar a Kant? Lo que ella dice (carta 3) es que "me gustaría saber a qué
tipo de vida le ha llevado su philosophie". En la Crítica de la razón práctica Kant cita
con aprobación la que consideraba costumbre de los antiguos: nadie tenía derecho a
llamarse filósofo -amante de la sabiduría- "a menos que pudiera mostrar su misma
persona como ejemplo del efecto infalible de la filosofía". (15) Kant cree que tenemos
derecho a preguntar por el efecto de la filosofía en el filósofo, por descorazonador que
esto parezca hoy día. ¿Pero qué es lo que piensa Herbert? Quizá se pregunte si la vida de
Kant es tan vacía como la suya, y por la misma razón. Ella descubrió que el amor no
tiene sentido cuando las inclinaciones se han marchitado, cuando uno no tiene pasiones
propias y por lo tanto no tiene pasiones que compartir. Y se pregunta si la vida de Kant
no reflejará este descubrimiento. Se pregunta si su filosofía no le habrá llevado a Kant a
pensar que, simplemente, no merece "la pena el esfuerzo de buscarse una mujer", o de
"entregarse a alguien de pleno corazón". Quizá se lo pregunte con razón.
II. NAUFRAGIO
En respuesta a una indagación, Kant recibió esta carta explicativa de un amigo común, Erhard.
4. A Kant, de J. B. Erhard, 17 de enero de 1793
Poca cosa puedo decirle de la señorita Herbert, a cuyos amigos vieneses expresé con franqueza mi
opinión acerca de algunas cosas que había oído sobre su conducta. Pero estropeé así mi relación con
ella, hasta el punto de que luego no quiso hablarme. Juzgaba a su novio como un hombre de mero
saber mundano, sin sentido alguno para lo moralmente correcto y verdadero desde un punto de vista
puramente individual. No sé si desde entonces las cosas han mejorado entre los dos. Ella ha
naufragado en el arrecife del que yo me libré más por suerte que por mérito: el amor romántico. Para
realizar un amor ideal, se entregó en primer lugar a un hombre que abusó de su confianza, y más
tarde, para satisfacer ese mismo amor ideal, se lo confesó a un segundo amante: esta es la explicación
de su carta. Si mi amigo Herbert fuera más sensible, creo que aún se estaría a tiempo de salvarla. Su
actual estado de ánimo es éste, en pocas palabras: su sentido moral se ha disociado completamente de
su experiencia de la vida, para unirse a una fantasía hipersensible.
Suyo afectísimo, Erhard
Kant vuelve a escribir, no a Herbert, sino a alguien de quien poco sabemos:
5. De Kant a Ellisabeth Motherby, 11 de febrero de 1793

Mi estimadísima mademoiselle, las cartas que aquí tengo el honor de enviarle las he
numerado tal como me fueron llegando.(16) La pequeña visionaria no pensó en
fecharlas.- La tercera carta, de otra mano, la adjunto únicamente porque en un pasaje
arroja alguna luz sobre su extraordinario trastorno mental. Muchas expresiones, sobre
todo en la primera carta, se refieren a obras mías que leyó, y no pueden entenderse bien
sin un intérprete.
Su afortunada educación hace que pueda prescindir de recomendar esta lecture [en francés en el
original] como ejemplo admonitorio de los extravíos de una fantasía sublimada, pero bien puede servir
para que sienta tanto más vivamente su buena fortuna.
Con el mayor de los respetos, estimada mademoiselle, su seguro servidor,
I. Kant.

Kant no se da cuenta de que la carta que recibió era de una santa kantiana. De hecho, es
difícil creer que haya leído su segunda misiva. Se apoya en la opinión de su amigo, cuyo
diagnóstico de la paciente recurre a la tradicional y oportuna enfermedad de la histeria
femenina. Herbert "ha naufragado en el arrecife del... amor romántico". El diagnóstico
está completamente equivocado. Herbert no tiene pasiones. Su visión es clara. Su vida
está vacía. Pero es más sencillo no darse por enterado, es más sencillo suponer una
simple enfermedad. Ella está a merced (¿no lo están todas las mujeres?) de pasiones
irracionales. Resulta claro que está más allá del alcance de cualquier enseñanza y de sus
alivios morales, por eso Kant la abandona. Es difícil imaginar un cambio más dramático
de una actitud interactiva a una objetiva. (17) En la primera carta de Kant, Herbert es
"querida amiga", es el sujeto de una enseñanza moral y de una amonestación. Es
responsable de algunas acciones inmorales, pero posee "un corazón que ha debido de ser
hecho para la virtud", capaz de ver el bien y de hacerlo. Kant se esfuerza lo mejor que
puede en explicarse, instruir y consolar. No es muy bueno haciéndolo, algo que no puede
sorprender si cree -y yo creo que así es- que debería controlar más bien que cultivar sus
sentimientos morales. Pero apenas se puede dudar de que procede con buena voluntad.
La trata como a un ser humano, como un fin, como una persona. Esta es la actitud
interactiva. Pero, ¿y luego?
Herbert es die kleine Schwärmerin, la pequeña visionaria, la chica exaltada que sufre de
un "extraordinario trastorno mental", que está perdida en los "extravíos de una fantasía
sublimada", y que no piensa, sobre todo en cosas importantes como fechar las cartas.
Kant está olvidando aquí un aspecto importante del deber de respeto, que requiere un
cierto principio davidsoniano de caridad. Tenemos "el deber de respetar al ser humano
incluso en el uso lógico de su razón: el deber de no censurar su error diciendo que es un
absurdo... sino más bien suponer que su error debe de contener a pesar de todo alguna
verdad, y sacarla a la luz." (18) Herbert, ahora trastornada, ha dejado de ser culpable.
Simplemente, es desafortunada. No es responsable de lo que hace. Es el penoso
resultado de una educación pobre. Es un caso más dentro del orden natural, un barco
destrozado en un arrecife. Una cosa.
Por tanto, en consonancia con la imagen que de ella se hace Kant, resulta adecuado utilizarla como
medio para sus propios fines. Reúne sus cartas, que son comunicaciones privadas de una "querida
amiga", cartas que expresan pensamientos tanto filosóficos como personales, algunos de ellos
profundos. Las reúne y las envía a una conocida bajo el título de "ejemplo admonitorio". Este final es
oscuro y contradictorio: parece querer advertir a alguien que, según la visión de Kant, no necesita
advertencia alguna. ¿Es por cotilleo? ¿Por congraciarse con ella? Sin embargo, lo más sorprendente es
que ya no considera esas cartas como un acto humano de comunicación. Lejos de ello, Kant presupone
que no las entenderá su nueva receptora. Y es que las cartas "se refieren a obras mías que leyó, y no
pueden entenderse bien sin un intérprete". No se trata de un discurso propio de personas, un discurso
para ser entendido y debatido, sino que es un trastorno al que hay que temer y evitar. No son
pensamientos, sino síntomas. Kant está haciendo algo con ella como quien hace algo con una
herramienta: Herbert no puede compartir la finalidad de la acción. No puede ser coautora. Esto lo
demuestra el que Kant la engañe por completo al mostrarse reticente. El hecho de pedir ayuda, de
buscar consejo, de recurrir a la filosofía, el heho de escribir a un filósofo muy estimado y luego
amigo... todo ello se ha convertido en una advertencia sobre los peligros del amor romántico. Ella no
escogió actuar así. Bien podría haber advertido Kant: "¡queridos amigos, no hay ningún amigo!".
III. ESTRATEGIA POR MOR DEL REINO
Basta. No es éste un cuento que advierta sobre la incapacidad de los filósofos para vivir su filosofía. Lo
que me interesa es lo que le interesó en un principio a Kant: la amistad y el engaño. Lo que me interesa
es el comienzo mismo del problema: la "mentira prolongada que ahora le he descubierto". ¿Se
equivocó Herbert al engañar? ¿Es siempre un yerro engañar? Por lo visto, y desde una perspectiva
kantiana, sí. Al engañar, tratamos a nuestros oyentes como si fueran menos que humanos. Actuamos
desde un punto de vista objetivo. Obligamos a los demás a emprender acciones que no han elegido
emprender. Les convertimos en cosas. Si contesto a un asesino ‘No, mi amigo no está aquí’, engaño a
un ser humano, empleo su capacidad de razonamiento como una herramienta; hago algo que tiene una
meta (salvar a mi amigo), la cual me aseguro de que no pueda compartir; consigo que haga algo
(abandonar su presa) que no había elegido hacer. A este respecto, he hecho de él una cosa.

Pero esto es demasiado simple. Recuérdese que Herbert formula así su dilema: "La
mentira de la que me acusaba ante usted no era la ocultación de ningún vicio, sino una
reserva en aras de una amistad (aún teñida de amor) entonces surgida... fue... la lucha
de las consecuencias previsiblemente mortificantes de mi pasión con la conciencia de la
sinceridad debida a la amistad". (19) No puede decidirse. La amistad exige honestidad,
y la amistad exige deshonestidad. ¿Está confusa? ¿Ha caído en una contradicción? En
absoluto. Se trata de un viejo dilema: tener un ideal conforme al que querer vivir, o un
ideal que se quiere buscar y conservar. Debes honestidad a tu amigo; pero la amistad se
desvanecerá si eres honesta.
La amistad es un gran bien: es el Reino de los Fines convertido en realidad aquí y ahora.
Kant dice que un hombre sin amigos "se ve obligado a encerrarse en sí mismo" y
permanecer "completamente a solas con sus pensamientos, como en una prisión". (20)
Una de las bondades de la amistad es hacer posible ese tipo de relación en la que uno
puede abrir la prisión de su yo y revelarse al ojo cómplice y comprensivo del otro. Pero
Kant encuentra que la verdadera amistad es extremadamente rara, tanto como un cisne
negro, dice. (21) Y lo que más amenaza a la amistad es la asimetría, la desigualdad con
respecto al amor o al respeto, que puede llevar al hundimiento parcial de la actitud
interactiva. Esta asimetría puede producirse por el mismo acto de la auto-revelación: si
una persona "revela sus defectos mientras que la otra se los calla, perderá en parte el
respeto del otro al haberse presentado a sí misma de manera tan cándida". (22) Kant está
apuntando al mismo problema al que se enfrenta, de manera mucho más grave, Herbert:
siendo un amigo, actuando del modo requerido por la amistad, uno puede a veces
amenazar esta amistad. Actuar como miembro del Reino puede alejar más, en lugar de
menos, el Reino.
¿Qué pensar del ideal de Kant? ¿Es el Reino un ideal conforme al que vivir, o un
objetivo a buscar? Si es esto último, entonces, en algunas ocasiones -cuado las
circunstancias sean malas- será permisible, e incluso exigible, actuar estratégicamente
por mor del Reino. (23) Tenemos el problema de lo que sea el mal. Pero para Kant
consiste ante todo en reducir a las personas al rango de cosas. Considérese ahora la
posición de Herbert. Hay algo que hemos estado omitiendo. Herbert es mujer en una
sociedad en la que las mujeres parten de una situación de desigualdad y viven sus vidas
de la misma manera, una sociedad donde las mujeres -especialmente las mujeres- viven
perpetuamente en la incertidumbre de si serán tratadas como cosas o como personas.
Debe tomar sus decisiones sobre un trasfondo de instituciones y hábitos sociales que la
despojan de la dignidad debida a las personas, donde lo que hace y lo que dice será
siempre interpretado según ese trasfondo, de modo que incluso si dice "mi visión es
clara" y habla de un modo consistente con esa pretensión, su discurso se leerá como
propio de una trastornada, como un mero juguete de las pasiones. Entre las instituciones
que encontrará a lo largo de su vida, ocupa un lugar central el del mercado del sexo,
donde se considera que los seres humanos tienen precio y no dignidad, y donde el precio
de las mujeres se fija de un modo especial. Las mujeres, en cuanto cosas, en cuanto
artículos en el mercado del sexo, tienen un valor de mercado que en parte depende de si
han sido usadas. Las vírgenes alcanzan un valor más alto que las mercancías de segunda
mano. Estas son las circunstancias en las que se encuentra Herbert. Son, como indico,
malas circunstancias, malas en el sentido dilucidado por Kant (aunque Kant mismo
nunca las captó).
A pesar de estos obstáculos, Herbert consiguió algo grande: consiguió una especie de
amistad basada en el amor y en el respeto mutuos, encontró a alguien con quien
compartir sus actividades y metas, se convirtió en miembro de una relación en la que los
fines están escogidos de tal manera que los fines de los dos agentes coinciden
(¡ocupando un lugar prominente, como parece, el feliz estudio de las obras de Kant!).
Logró tener una relación donde prevalecieron la franqueza y la honestidad... con una
excepción. Su mentira es la mentira de quien guarda cierta "reserva en aras de una
amistad". Si dice la verdad, las malas circunstancias no tomarán sus palabras como la
honesta auto-revelación de una persona, sino como la revelación de su rango de cosa, de
su hasta entonces no detectado status de mercancía usada, de artículo con un precio más
bajo de lo habitual. Si dice la verdad, se convertirá en cosa, y la amistad -esa modesta
vecindad al Reino- se desvanecerá. ¿Debería mentir? Quizá. Si sus circunstancias son
malas, le está permitido hacer de la amistad una meta a buscar y conservar, más que
tomarla como una ley conforme a la que vivir. De modo que le está permitido mentir.
Pero entonces surgen otras consideraciones. Tiene un deber hacia "la humanidad en su
propia persona", de la que dice Kant: "En virtud de su valor, no estamos en venta a
ningún precio; poseemos una dignidad inalienable que nos infunde reverencia hacia
nosotros mismos". Ella tiene el deber de la autoestima: debe respetar su propia persona y
exigir de los demás el mismo respeto, abjurando del vicio del servilismo. (24) Yo creo
que bien puede tener el deber de mentir. Esto es estrategia por mor del Reino. Kant no lo
admitiría. Él piensa que deberíamos actuar como si el Reino de los Fines estuviera ahora
con nosotros. Piensa que deberíamos confiar en que Dios, al fin, lo corregirá todo. Pero
Dios no lo hará. Y el Reino de los Fines no está ahora con nosotros. Quizá debiéramos
hacer cuanto podamos por traerlo.

IV. EPÍLOGO

Kant nunca contestó, y su corresponsal, por lo que sé, no abandonó Austria. (25) En
1803 Maria von Herbert se mató, dando al fin respuesta a la insistente y angustiosa
pregunta a la que Kant -y el propio sentido moral de ella-, habían respondido con
silencio. ¿Cometió por ello un acto depravado? No del todo. Como Kant mismo
concede, "el suicidio requiere valor, y en esta actitud hay siempre espacio para
reverenciar a la humanidad en la propia persona." (26)
Traducción de Luis Fernández-Castañeda
Revisión de Isabel Posadas

*NOTA DEL TRADUCTOR


Agradezco el conocimiento de este artículo a Jesús Castro, quien realizó una versión inicial del inglés
que me ha resultado de gran ayuda.
Agradezco también a la profesora Langton su ayuda y su entusiasmo.
Las cartas han sido traducidas directamente del original alemán, vol. XI de las Obras completas de la
edición de la Academia Prusiana de las Ciencias (Kant’s gesammelte Schriften, Band 11, Walter de
Gruyter, Berlin und Leipzig, 1922, disponible en http://gallica.bnf.fr). La profesora Langton emplea la
edición inglesa de Arnulf Zweig (Kant: Philosophical Correspondence, 1759-1799 (University of
Chicago Press, 1967), que suprime algunos pasajes y resume otros. Aquí se ha optado por traducir el
texto íntegro de las tres primeras cartas, confiando en el interés que tendrán para el lector de habla
española. Las cartas 4 y 5 se traducen sin omitir nada del original en los fragmentos citados por
Langton.

NOTAS

**Este artículo es una versión abreviada de ‘Duty and Desolation’, que apareció por
primera vez en Philosophy 67 1992, pp. 481-505, y fue luego publicado bajo esta forma
en Singer (ed.), Oxford Reader: Ethics (Oxford University Press, 1994). Mi
interpretación de Kant tiene una gran deuda con el trabajo de P.F. Strawson (‘Freedom
and Resentment’, en Freedom and Resentment, Methuen, 1974, pp.1-25), y con el de
Christine Korsgaard, cuyas ideas sobre Kant y la mentira se encuentran desarrolladas en
‘The Right to Lie: Kant on Dealing with Evil’, Philosophy and Public Affairs 15, No. 4
(1986), pp. 325-49; y, respecto a Kant y la amistad, en ‘Creating the Kingdom of Ends:
Responsibility and Reciprocity in Personal Relations’, Philosophical Perspectives 6:
Ethics, James Tomberlin (ed.) (Atascadero, California: The Ridgeview Publishing
Company, 1992).
1 Carta de Ludwig Ernst Borowski a Kant, probablemente de agosto de 1791.
2 Immanuel Kant, La doctrina de la virtud, parte segunda de The Metaphysic of Morals,
Mary Gregor, trad., Harper and Row, 1964. Una se pregunta si estas partes de La
doctrina de la virtud pudieron estar influidas por las reflexiones de Kant sobre la difícil
situación de Herbert. Una explicación alternativa podría ser que tanto La doctrina de la
virtud como la carta de Kant a Herbert se derivan de notas de lectura de Kant.
3 Groundwork of the Metaphysic of Morals, Paton, trad., Harper and Row, 1964, 397.
4 Ibid., 398.
5 Immanuel Kant, Critique of Practical Reason, L.W. Beck, trad., Macmillan, 1956, 97,
101.
6 Ibid., 119.
7 Ibid., 80.
8 Ibid., 117.
9 Op. cit. nota 5, 428.
10 Op. cit. nota 4, 407.
11 Op. cit. nota 7, 118.
12 Ibid.
13 Cf. Susan Wolf, ‘Moral Saints’, The Journal of Philosophy 79 (1982), pp. 419-39,
sobre los peligros de la santidad.
14 Cf., por ejemplo, op. cit., nota 4, p. 456.
15 Op. cit. nota 7, p. 109.
16 Cartas 1, 3 y 4 de arriba. Elisabeth Motherby era la hija de Robert Motherby, un
amigo inglés de Kant, comerciante en Königsberg.
17 Este es el modo en que Strawson caracteriza las dos actitudes de la filosofía moral de
Kant (op. cit., nota 1).
18 Op. cit., nota 4, p. 462.
19 Carta 3.
20 Op. cit., nota 4, p. 471. Es esta una notable metáfora para un filósofo que encuentra
en el yo humano autónomo y su activudad autolegisladora la única fuente de valor
intrínseco.
21 Ibid., p. 471. Se puede perdonar la ignorancia de Kant sobre la vida de los pájaros de
las antípodas.
22 Ibid., p. 471.
23 Korsgaard propone esta explicación de la filosofía de Kant como modo de afrontar el
problema de la mentira ante un asesino que llama a la puerta, en Korsgaard (1986), op.
cit., nota 1. Lo discuto con más detalle en la versión original de este artículo.
24 Op. cit., nota 4, pp. 434, 435.
25 Poseemos una carta final de ella, fechada a principios de 1794, en la que vuelve a
expresar su deseo de visitar a Kant, y reflexiona sobre su propio deseo de morir.
26 Ibid., p. 424.

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