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Función y Campo de la Palabra en Psicoanálisis 4

Aparece en todo caso de manera innegable que la concepcioó n del psicoanaó lisis se ha inclinado allíó
hacia la adaptacioó n del individuo a la circunstancia social, la buó squeda de los patterns de la
conducta y toda la objetivacioó n implicada en la nocioó n de las human relations, y es eó sta sin duda
una posicioó n de exclusioó n privilegiada con relacioó n al objeto humano que se indica en el teó rmino,
nacido en aquellos parajes de human engineering.

Asíó pues a la distancia necesaria para sostener semejante posicioó n es a la que puede atribuirse el
eclipse en el psicoanaó lisis de los teó rminos maó s vivos de su experiencia, el inconsciente, la
sexualidad, cuya mencioó n misma pareceríóa que debiese borrarse proó ximamente.

No tenemos por queó tomar partido sobre el formalismo y el espíóritu tenderil, que los documentos
oficiales del grupo mismo senñ alan parea denunciarlos. El fariseo y el tendero no nos interesan
sino por su esencia comuó n, fuente de las dificultades que tienen uno y otro con la palabra, y
especialmente cuando se trata del talking shop, para hablar la jerga del oficio.

Es que la incomunicabilidad de los motivos, si puede sostener un magisterio, no corre parejas con
la maestríóa, por lo menos la que exige una ensenñ anza. La cosa por lo demaó s fue percibida cuando
fue necesario hace poco, para sostener la primacíóa, dar, para guardar las formas, al menos una
leccioó n.

Por eso la fidelidad indefectiblemente reafirmada por el mismo bando hacia la teó cnica tradicional
previo balance de las pruebas hechas en los campos-frontera enumerados maó s arriba no carece
de equíóvocos; se mide en la sustitucioó n del teó rmino claó sico al teó rmino ortodoxo para calificar a
esta teó cnica .Se prefiere atenerse a las buenas maneras, a falta de saber sobre la doctrina decir
nada.
Afirmamos por nuestra parte que la teó cnica no puede ser comprendida, ni por consiguiente
correctamente aplicada, si se desconocen los conceptos que la fundan. Nuestra tarea seraó
demostrar que esos conceptos no toman su pleno sentido sino orientaó ndose en un campo de
lenguaje, sino ordenaó ndose a la funcioó n de la palabra.

Punto en el que hacemos notar que para manejar alguó n concepto freudiano, la lectura de Freud
no podríóa ser considerada superflua, aunque fuese para aquellos que son homoó nimos de
nociones corrientes. Como lo demuestra la malaventura que la temporada nos trae a la memoria
de una teoríóa de los instintos, revisada de Freud por un autor poco despierto a la parte, llamada
por Freud expresamente míótica, que contiene. Manifiestamente no podríóa estarlo, puesto que la
aborda por el libro de Marie Bonaparte, que cita sin cesar como un equivalente del texto
freudiano y esto sin que nada advierta de ello al lector, confiando tal vez, no sin razoó n, en el buen
gusto de eó ste para no confundirlos, pero no por ello dando menos prueba de que no entiende ni
jota del verdadero nivel de la segunda mano. Por cuyo medio, de reduccioó n en deduccioó n y de
induccioó n en hipoó tesis, el autor concluye con la estricta tautologíóa de sus premisas falsas: a saber
que los instintos de que se trata son reductibles al arco reflejo. Como la pila de platos cuyo
derrumbe se destila en la exhibicioó n claó sica, para no dejar entre las manos del artista maó s que dos
trozos desparejados por el destrozo, la construccioó n compleja que va desde el descubrimiento de
las migraciones de la líóbido a las zonas eroó genas hasta el paso metapsicoloó gico de un principio de
placer generalizado hasta el instinto de muerte, se convierte en el binomio de un instinto eroó tico
pasivo modelado sobre la actividad de las despiojadoras, caras al poeta, y de un instinto
destructor, simplemente identificado con la motricidad. Resultado que merece una mencioó n muy
honrosa por el arte, voluntario o no, de llevare hasta el rigor las consecuencias de un
malentendido.

Ya se deó por agente de curacioó n, de formacioó n o de sondeo, el psicoanaó lisis no tiene sino un
meó dium: la palabra del paciente. La evidencia del hecho no excusa que se la desatienda. Ahora
bien, toda palabra llama una respuesta.

Mostraremos que no hay palabra sin respuesta, incluso si no encuentra maó s que el silencio, con
tal de que tenga un oyente, y que eó ste es el meollo de su funcioó n en el anaó lisis.

Pero si el psicoanalista ignora que asíó sucede en la funcioó n de la palabra, no experimentaraó sino
maó s fuertemente su llamado, y si es el vacíóo el que primeramente se hace oíór, es en síó mismo
donde lo experimentaraó y seraó maó s allaó de la palabra donde buscaraó una realidad que colme ese
vacíóo.

Llega asíó a analizar el comportamiento del sujeto para encontrar en eó l lo que no dice. Pero para
obtener esa confesioó n, es preciso que hable de ello. Vuelve entonces a recobrar la palabra, pero
vuelta sospechosa por no haber respondido sino a la derrota de su silencio, ante el eco percibido
de su propia nada.
Pero ¿queó era pues ese llamado del sujeto maó s allaó del vacíóo de su decir? Llamado a la verdad en
su principio, a traveó s del cual titubearaó n los llamados de necesidades maó s humildes. Pero
primeramente y de golpe llamado propio del vacíóo, en la hiancia ambigua de una seduccioó n
intentada sobre el otro por los medios en que el sujeto situó a su complacencia y en que va a
adentrar el monumento de su narcisismo.

“¡Ya estamos en la introspeccioó n!”, exclama el prudente caballero que se las sabe todas sobre sus
peligros: Ciertamente no habraó sido eó l, confiesa, el uó ltimo en saborear sus encantos, si bien ha
agotado sus provechos. Laó stima que no tenga ya tiempo que perder. Porque oiríóais estupendas y
profundas cosas, si llegase a vuestro divaó n.

Es extranñ o que un analista, para quien este personaje es uno de los primeros encuentros de su
experiencia, explaye todavíóa la introspeccioó n en el psicoanaó lisis. Porque apenas se acepta la
apuesta, se escabullen todas aquellas bellezas que creíóa uno tener en reserva. Su cuenta, de
obligarse a ella, pareceraó corta, pero se presentan otras bastante inesperadas de nuestro hombre
como para parecerle al principio tontas y dejarlo mudo en buen momento. Suerte comuó n.

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