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Alejandro Celis H.
Seis años atrás, la pareja de Paul Lowe en ese entonces -una mujer bastante
excepcional– me preguntó si yo me consideraba veraz. Extrañado por la pregunta,
respondí que sí. Entonces me preguntó si yo expresaba todo lo que sentía o
pensaba: le dije que no. Para mi sorpresa, me dijo entonces que no era enteramente
veraz, porque no era totalmente transparente. Acostumbrado a considerar como
“mentira” sólo a la flagrante tergiversación de los hechos, me sorprendió su
perspectiva; sin embargo, con el tiempo comprendí que tenía toda la razón y que se
refería a un nivel mucho más sutil de mentira en nuestro interior.
“La verdad les hará libres”, dicen Jesús y al parecer otras fuentes bíblicas. Esa es una
verdad profunda que tiene muchos niveles; sin embargo, no conozco
prácticamente a ningún cristiano que se tome esto de veras en serio –y mientras
más rasgan vestiduras, menos son de confiar-. Vivimos en un mundo donde existe
un total doble estándar entre declarar un incondicional amor por la verdad y vivir
ese precepto en la vida real. En un plano actual, los grotescos ejemplos de Bush o
Menem son representativos: las palabras y la imagen reemplazan enteramente la
realidad. El primero habla de “libertad” y de "respeto al pueblo iraquí y sus
creencias" mientras los bombardea sin piedad o veta sanciones a los israelíes por su
invasión y continua masacre del pueblo palestino.
Es tanta la desconfianza que se han ganado los líderes del mundo, que cuando
Allende denunciaba que la CIA y la ITT estaban saboteando su gobierno –algo que
se verificó con el tiempo-, muchos no le creímos. Es obvio que muchísimos
hombres y mujeres han tenido encuentros extramaritales, han fumado marihuana
o alterado en alguna ocasión su declaración de impuestos: sin embargo, en EEUU
cualquiera de esos hechos basta para descalificar a un candidato a la Casa Blanca; y
entonces, parece ser más importante privilegiar la imagen, no la verdad. En
nuestros días, cuando hay escándalos en el mundo político, eclesiástico o militar –y
los miembros de esos grupos llegan a atragantarse alegando por la inocencia y la
probidad de sus miembros- realmente no sabemos a quién creerle. Es claro que los
seres humanos comunes y corrientes pertenecemos a una categoría diferente que la
de estos seres que se sienten tan “luminosos”, porque estamos sujetos a todo tipo
de imperfecciones humanas; y si se nos acusa de algo debemos probar nuestra
inocencia o pagar por cualquier transgresión.
No están ajenos a las tergiversaciones, sin embargo, los miembros del mundo del
desarrollo personal y la terapia. Desconfío visceralmente de aquellos que creen que
el marketing –y no su idoneidad profesional- es su principal arma para atraer
nuevos interesados. Es realmente triste que alguien crea que necesita mentir para
destacar sus propios méritos, pero he visto ya en numerosas ocasiones anuncios de
algo que ocurre “por primera vez en Chile” –siendo que no es así- o el surgimiento
de una flamante “nueva” técnica que no es más que una herramienta antigua con
otro nombre o un pot pourri de varias de ellas. Por ejemplo, respeto mucho el
trabajo que el doctor Stanislav Grof ha realizado en una variedad de ámbitos, pero
no logro comprender por qué no se ha dicho con suficiente claridad –cabe la
posibilidad de que yo esté mal informado- que la Respiración Holotrópica –de la cual
se presenta como su creador- no difiere en forma sustancial de lo que en los años
60 se conocía como Rebirthing, hiperventilación o respiración consciente. De hecho,
dirigí una Tesis para psicólogos acerca de ese tema en una Universidad en 1985-.
No clarificar el punto genera confusión, y no creo que el doctor Grof necesite esto
para popularizar su técnica.
En el plano de las relaciones humanas, no son poco comunes las calumnias puras y
simples: achacarle a alguien cosas que son falsas para perjudicarle, desde una
actitud envidiosa, mezquina o simplemente baja. Por eso, no es saludable creer
cualquier cosa que se diga, sino verificarla desde la propia sensación: “Esto que
estoy oyendo de esa persona, ¿me parece creíble?”. De otro modo, siempre puedo
preguntarle directamente a la persona afectada, y ver si creo su respuesta; si no
hacemos eso o si esparcimos el rumor sin verificarlo, nos hacemos cómplices de
una de las grandes bajezas humanas, que ha perjudicado gravemente a más de
alguien. Ejemplos extremos de esto existen en las delaciones –con acusaciones
ficticias- durante la Inquisición o la dictadura chilena.
¿Por qué mentimos? Creo que, en general, la respuesta es sólo una: por temor a
perder el aprecio de los demás. Desde pequeños aprendimos a reemplazar nuestra
integridad y nuestra propia fuerza y solidez interiores por el frágil cebo del afecto
y apoyo de las otras personas. El negocio es muy malo, sin embargo, porque ese
apoyo es volátil y muy condicional: lo tendremos sólo si nos atenemos a las
condiciones de los demás, que cambian según la persona y la situación.
Las mentiras más burdas no son, sin embargo, las más graves en términos más
trascendentes. A fuerza de mostrar una imagen que no corresponde a nuestra
realidad más íntima, terminamos por mentirnos a nosotros mismos. Comenzamos
realmente a creernos nuestras propias historias, a racionalizar y a convencernos a
nosotros mismos de las mentiras que hemos transmitido a los demás.
Y a esto me refiero: no ser fieles a nosotros mismos es, a mi juicio, la mentira más
grave, porque daña nuestro ser. No respetar nuestra propia voz interna nos
convertirá en unos engendros inevitablemente frustrados, en comparación con la
belleza serena y profunda del potencial único que cada uno de nosotros posee.
¿Qué hubiese sido de Jesús si se hubiese salvado de la cruz a punta de mentiras?
Quizás ni siquiera habríamos oído de él. Sin embargo, le habría sido muy fácil;
ante el Sanhedrín, en lugar de expresar esa frase gloriosa, “Mi Padre y yo somos uno”
–una verdad en la que las religiones orientales coinciden- podría haberse hecho el
loco –como Pinochet- o pedir disculpas por el malentendido o cualquiera de las
muchas salidas que tuvo. No lo hizo, sin embargo, y en su irrestricto respeto a su
Verdad reside gran parte de su grandeza. Un Maestro Sufi, Al Hillaj Mansoor,
también fue muerto por los ignorantes cuando afirmó la misma verdad.
Y creo que aquellos seres que, como Jesús, llamamos "iluminados” o “despiertos”
se caracterizan más que nada por una característica: una continua apertura a la
Verdad que se nos presenta en cada instante del Eterno Presente.
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El autor es psicólogo y dirige el Instituto de Expansión de la Consciencia Humana, entidad
que imparte cursos extensivos de autoconocimiento y trabajo con otros. E-mail,
instituto@transformacion.cl; Página web: www.transformacion.cl