Vous êtes sur la page 1sur 3

El socialismo según Juan Pablo II

Daniel Iglesias, el 26.01.12 a las 11:03 AM


1. Crítica del socialismo
En este numeral resumiré lo que el Papa Juan Pablo II, en la encíclica Centesimus annus, nn. 12-15, enseña sobre la
crítica del socialismo hecha por el Papa León XIII en la encíclica Rerum novarum.
León XIII previó de un modo sorprendentemente justo las consecuencias negativas del ordenamiento social
propuesto por el socialismo. La estatización de los medios de producción reduciría al ciudadano a una pieza en el
engranaje de la máquina estatal. El remedio vendría a ser peor que el mal, perjudicando a quienes se proponía
ayudar.
El error fundamental del socialismo es de carácter antropológico. Considerando al hombre como un simple
elemento del organismo social, subordinado a éste, se lo reduce a un mero conjunto de relaciones sociales,
desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral. La socialidad del hombre no
se agota en el Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios, comenzando por la familia.
La causa principal del error antropológico del socialismo es el ateísmo: la negación de Dios priva a la persona
de su fundamento. Esta forma de ateísmo tiene estrecha relación con el racionalismo iluminista, que concibe la
realidad humana y social de manera mecanicista.
De la raíz atea del socialismo brota la elección de la lucha de clases como medio de acción. Se debe reconocer
el papel positivo del conflicto cuando se configura como lucha por la justicia social. Lo condenable en la doctrina
de la lucha de clases es su carácter de guerra total, de conflicto no limitado por consideraciones éticas ni jurídicas.
La lucha de clases en sentido marxista y el militarismo tienen las mismas raíces: el desprecio de la persona
humana, que hace prevalecer la fuerza sobre la razón y el derecho.
2. El año 1989
En este numeral resumiré el Capítulo III de la carta encíclica Centesimus annus de Juan Pablo II (nn. 22-29),
titulado “El año 1989”, es decir el año de la caída del muro de Berlín y la “cortina de hierro”.
A lo largo de los años ochenta ocurren muchos acontecimientos inesperados y prometedores. Van cayendo en
países de América Latina, África y Asia ciertos regímenes dictatoriales y opresores. En 1989 comienzan a
desaparecer todos los regímenes totalitarios de Europa central y oriental. Una ayuda importante e incluso
decisiva la ha dado la Iglesia, con su compromiso a favor de la defensa y promoción de los derechos del hombre.
¿Cuáles fueron los factores principales de la caída de los regímenes comunistas? El factor decisivo, que ha puesto
en marcha los cambios, es la violación de los derechos del trabajador. Son las muchedumbres de los
trabajadores las que desautorizan la ideología que pretende ser su voz.
El segundo factor de crisis es la ineficiencia del sistema económico socialista. Además, se ha manifestado que
no es posible comprender al hombre considerándolo unilateralmente a partir del sector de la economía.
La verdadera causa de las “novedades”, sin embargo, es el vacío espiritual provocado por el ateísmo. El
marxismo había prometido desenraizar del corazón humano la necesidad de Dios; pero los resultados han mostrado
que no es posible lograrlo sin trastrocar ese mismo corazón.
A continuación el Papa presenta algunas reflexiones y consecuencias. Se debe buscar un modo de coordinación
fructuosa entre el interés del individuo y el de la sociedad en su conjunto. Donde el interés individual es suprimido
violentamente, queda sustituido por un oneroso y opresivo sistema de control burocrático que esteriliza toda
iniciativa y creatividad.
Cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta, que haga imposible
el mal, la política se convierte en una “religión secular”, que cree ilusoriamente que puede construir el
paraíso en este mundo (1).
En algunos países se ha producido un encuentro entre la Iglesia y el Movimiento obrero, nacido como una reacción
de orden ético contra una vasta situación de injusticia.
En el pasado reciente, el deseo sincero de ponerse de parte de los oprimidos indujo a muchos creyentes a buscar
por diversos caminos un compromiso imposible entre marxismo y cristianismo. El tiempo presente, a la vez que
ha superado lo que había de caduco en estos intentos, lleva a reafirmar la positividad de una auténtica teología de la
liberación humana integral.
Para algunos países de Europa comienza ahora (1991), en cierto sentido, la verdadera postguerra. Es justo que en
las presentes dificultades los países ex comunistas sean ayudados por el esfuerzo solidario de otras naciones. Esta
exigencia, sin embargo, no debe inducir a frenar los esfuerzos para prestar ayuda a los países del Tercer Mundo,
que sufren a veces condiciones de pobreza bastante más graves. Pueden hacerse disponibles ingentes recursos con
el desarme de los enormes aparatos militares creados para el conflicto entre Este y Oeste.
El desarrollo no debe ser entendido de manera exclusivamente económica, sino bajo una dimensión humana
integral. Es importante reafirmar el principio de los derechos de la conciencia humana, por varios motivos: las
antiguas formas de totalitarismo y de autoritarismo todavía no han sido superadas totalmente; en los países
desarrollados se hace a veces excesiva propaganda de los valores puramente utilitarios; además, en algunos países
surgen nuevas formas de fundamentalismo religioso.
Daniel Iglesias Grèzes
Nota:
1) Para reforzar esta enseñanza del Papa Juan Pablo II, cito un texto del Card. Joseph Ratzinger sobre las utopías
intrahistóricas:
“Si la fe cristiana no conoce utopías intrahistóricas, sí conoce una promesa: la resurrección de los muertos, el
juicio y el Reino de Dios. Es verdad que todo esto le suena al hombre actual como algo mitológico, pero es mucho
más razonable que la mezcla de política y escatología que se produce en una utopía intrahistórica. Es más lógica
y apropiada una separación entre las dos dimensiones en una tarea histórica; esta tarea, por su parte, asume, a la
luz de la fe, nuevas dimensiones y posibilidades en orden a un mundo nuevo que será obra del mismo Dios.
Ninguna revolución puede crear un hombre nuevo; el intentarlo supone violencia y coacción. Dios es quien lo
puede crear partiendo de la propia interioridad humana. La esperanza de ese futuro confiere al comportamiento
intrahistórico una nueva esperanza.

No se da ninguna respuesta suficiente a las exigencias de justicia y de libertad cuando se deja de lado el
problema de la muerte. Todos los muertos de la historia fueron engañados si solamente un difuso futuro traerá
algún día la justicia sobre la tierra. No significa para ellos ninguna ventaja cuando se dice que han colaborado a
la preparación de la liberación y que, por tanto, ya han entrado en ella. Realmente no han participado de ella,
sino que han salido de la historia sin haber obtenido justicia. La medida de la injusticia en este caso sigue siendo
infinitamente mayor que la medida de la justicia. Por este motivo, un pensador tan coherentemente marxista como
Adorno ha dicho que, si aquí tiene que haber justicia, tendría que haber justicia también para los muertos. Una
liberación que encuentra en la muerte su límite definitivo no es una liberación real. Sin una solución al problema
de la muerte, todo lo demás resulta irreal y contradictorio.

Por eso la fe en la resurrección de los muertos es el punto a partir del cual se puede pensar en una justicia para
la historia y puede llegar a ser razonable una lucha por la justicia. Solamente si existe una resurrección de los
muertos tiene sentido una lucha por la justicia. Porque sólo entonces la justicia es algo superior al poder; sólo
entonces la justicia es una realidad; de lo contrario, no sería más que un concepto vacío.

La certeza de un juicio universal del mundo tiene también un sentido práctico; la convicción de que habrá un
juicio ha sido siempre, a lo largo de los siglos, una fuerza de continua renovación que ha mantenido a los
poderosos dentro de sus límites. Todos y cada uno de nosotros tendremos que pasar por este juicio, y esto
establece una igualdad entre los hombres a la que ninguno podrá nunca sustraerse. El juicio no nos exime del
esfuerzo por promover la justicia de la historia; por el contrario, da a este esfuerzo su sentido y sustrae su
obligación a cualquier arbitrariedad.
De este modo, el Reino de Dios no es un mero futuro indefinible; sólo en la medida en que nosotros ya en esta vida
pertenecemos al Reino, le perteneceremos también en aquel día. No es la fe escatológica la que transfiere el
Reino al futuro, sino la utopía, porque su futuro no tiene ningún presente y su hora no llega nunca.”
(Card. Joseph Ratzinger, Iglesia, Ecumenismo y Política. Nuevos ensayos de eclesiología, Biblioteca de Autores
Cristianos, Madrid 1987, pp. 298-300).

Vous aimerez peut-être aussi