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PARTE 3 : IDENTIDAD PERSONAL

Soy diferente de todas mis sensaciones, no pudo entender cómo. Ni siquiera puedo
entender quién las siente. Además, ¿Quién es este “yo” al comienzo de estas tres
proposiciones?

A este punto, tenemos que examinar otro aspecto de la experiencia que no ha recibido
mucha atención hasta ahora: su naturaleza temporal. El tiempo de hacer, o no hacer;
tiempo común tejido en interacciones, en rutinas, en prácticas, en experiencias
compartidas y al mismo tiempo en el paso de los días… día y noche, ayer, hoy y mañana:
el modo en que el pasado, presente y futuro se construyen y se interrelacionan en
nuestro diario vivir. Es el tiempo de la experiencia, el tiempo de lo que hacemos, de lo
que sentimos de una manera u otra, que hace posible darle una nueva forma a los
eventos a través de la narración. El significado de las palabras de Ricoeur (Ricoeur,
1980) emerge con mucha fuerza aquí: “Aprovecho la temporalidad para que sea esa
estructura de existencia que alcance al lenguaje en la narrativa y que la narrativa sea la
estructura de lenguaje que tenga la temporalidad como su último referente”.

La recomposición narrativa presupone, por un lado, una preconfiguración del sentido


que parece estar inscrito en el actuar, en el sentir y en la secuencia temporal de la
experiencia. En esta etapa de precomprensión, además del diario “juego familiar”, el
niño encuentra las tonalidades emocionales que acompañan los tiempos de vida. Por
otra parte, transforma la prefiguración del sentido a través de la recomposición
narrativa. Este proceso de recomposición – cuya estructura inicial está provista y
garantizada casi completamente por los padres, el rol del niño simplemente está para
repetir o para conformar los eventos narrados (Bruner, 1983; Nelson, 1985; Hudson,
1990) – provee a la experiencia de herramientas de síntesis, redacción y estructura. En
otras palabras, los cuidadores se preocupan de estructurar el sentido con el objeto de
permitirle al niño reconocer y mandar su propia experiencia.

La adquisición gradual de la capacidad para estructurar la experiencia en una


constelación de micro-narrativas y, por consiguiente, en una historia, se desarrolla
simultáneamente y de modo paralelo con el proceso de identificación y construcción de
la identidad personal. De hecho, el último referente de la recomposición narrativa es la
experiencia de ser uno mismo, la ipseidad, de la que no puede ser separada como si
fuera un acto de pura cognición.

De ello se deduce que es el orden conjunto (es decir, junto con sus padres) de los
eventos de su propia vida en secuencias narrativas por las cuales el niño comienza a
construir y articular su propia singularidad como persona, para darle forma a su propio
quien. De este modo, mientras él diferencia la experiencia narrada del fondo ante-
predicativo en el cual su historia estaba implicada de algún modo, se apropia de esa
experiencia, la reconoce como propia. Se reconoce y se identifica a sí mismo en esa
historia al mismo tiempo. Para hacerlo, el niño no requiere de una habilidad social
metacognitiva – la identidad está construida en el acto mismo de la narración.
Estos solos eventos comienzan a ser amalgamados en firmes estructuras narrativas
exhibiendo las características de micro-historias en el curso del tercer y cuarto año de
vida. A través de la narración conjunta de su propia experiencia, el niño descubre un
método “íntimo” para organizar los eventos, y al mismo tiempo le da forma a su propio
modo de sentir que es él mismo. “El contenido emocional de las conversaciones padre-
hijo,” escribe Welch-Ross (2001), “es un tipo de encuadre evaluativo que,
probablemente, juega un rol crítico en el desarrollo de esta orientación subjetiva hacia
los eventos, que le imparte significado a la experiencia”. No es sorpresa entonces
descubrir que en esta etapa los niños empiezan a interesarse en los estados
emocionales y mentales, como se demuestra en el incremento del porcentaje de
preguntas acerca de los estados internos, y sobre “causalidad psicológica” acerca de las
acciones realizadas por otros (Dunn, 1988).

Gradualmente, en el curso de los años pre-escolares, los modelos de andamiaje por


medio de los cuales los padres inicialmente transmiten esas formas de narrar con las
que se familiarizan, y que son culturalmente apropiadas, llegan a ser un sitio de
cooperación y negociación. Es decir, que el niño contribuye de manera creciente a la
construcción activa de la historia a través de la conversación sobre eventos pasados. El
proceso está caracterizado por una etapa intermedia, donde el niño comienza a
reportar informes de experiencia que él no había compartido con sus padres, los que
luego son estructurados en una narrativa con ayuda del cuidador, por medio de la re-
edición de los episodios. Pero es sólo entre los 4 y 5 años que el niño finalmente domina
la estructura narrativa, al punto que, por ejemplo, puede inventar un personaje,
demostrando que puede entender la estructura psicológica del personaje y que puede
estructurar sus acciones en una historia.

Este proceso, que como hemos dicho, ocurre en los años pre-escolares, está
caracterizado por el divorcio gradual entre la narración y el contexto de la situación, del
contexto en el cual el evento hablado tuvo lugar. Si, a la edad de 2 años, decir “coche”
ayuda a indicar el hecho de que el niño quiere ir, o va a ir al parque con su padre, a la
edad de 4 o 5 años, la misma palabra está libre, por así decirlo, del contexto de la
pronunciación, de la situación inmediata de referencia. En otras palabras, el niño parece
adquirir la capacidad de recomponer eventos en una secuencia diacrónica, en vez de
simplemente referir lo que está pasando en el aquí y ahora del contexto de la
pronunciación, la capacidad de usar las palabras para construir un todo significativo
fuera de eventos dispersos.

Completar el dominio sobre las capacidades de configuración, significa que pueden


combinar la dimensión episódica de los eventos que constituyen la historia con la
dimensión no cronológica, la que conecta los eventos a un todo inteligible (Mink, 1972),
permitiéndole a los niños más grandes usar el lenguaje sin tener que referirse
exclusivamente a la experiencia actual. Por lo tanto, no sólo pueden reflexionar, evaluar
y comentar sobre una determinada configuración de episodios relativos a sí mismos
hacia los demás, como si los episodios constituyeran un todo, sino que también pueden
entender la reconfiguración de eventos construidos por otros como diferentes de su
propia configuración.
Todo esto parece indicar que la razón por la que los niños fallan en tareas de falsa-
creencia antes de los 4 años es que son incapaces de distinguir su propio punto de vista
del de los demás, ya que todavía no han adquirido la capacidad para integrar sus
propias experiencias en una estructura narrativa a lo largo del tiempo. Al no poseer la
capacidad para reconfigurar la variedad de experiencias diferentes del Self en el pasado
y en el presente, y unirlas en una sola, en un marco integrador, predicen lo que otros
hacen basados en una falsa creencia (por ejemplo, la convicción de Sally de que ella
encontrará su canica en la cesta donde ella la había dejado), al relacionarlo con lo que
ellos harían basados en su conocimiento de la situación actual (buscando la canica en
la caja donde Ana la había puesto sin que Sally supiera).

La nueva habilidad del niño para volver a montar los eventos sueltos en una estructura
narrativa, y así la habilidad para distanciarse él mismo de los eventos, van de la mano
con un cambio en el uso del lenguaje. En los años pre-escolares, está el uso pragmático
del lenguaje que les asegura que se establezca un enlace mimético primario entre el
lenguaje por un lado y la acción y el sentimiento por otro. Como hemos disco
repetidamente, hasta esa edad la conversación se refiere esencialmente a lo actual, a
situaciones interpersonales, a experiencias que están sucediendo, a actividades
compartidas, como si de alguna manera el sentido de las palabras fuera actualizado a
través de la referencia en-línea para aquellos contextos que están siendo compartidos
en la práctica actual.

El involucramiento de los actores en juegos es una parte esencial del sentido, y por lo
tanto de la decodificación de la acción. Después de todo, la trama simbólica conectada
subyacente a las acciones puede ser entendida porque los actores participan en el juego.
Es por eso que incluso niños de 2 años pueden cambiar el modo en que formulan sus
pronunciaciones cuando son interrogados por su madres o por un familiar adulto
(Tomasello y Todd, 1983). De hecho, Tomasello y sus asociados descubrieron que, para
un adulto familiar, los niños reformularon su pronunciación con mayor frecuencia que
con sus madres; con sus madres ellos tendieron a repetir la pronunciación.

Así, mientras el niño se comunica en dos, por así decirlo, dentro de las actividades de
las que es parte usando el lenguaje desde el interior de los eventos socialmente
compartidos (Nelson, 1996), niños mayores pueden comunicar eventos desde una
perspectiva externa, como su participar en un evento ya no fuera necesario para ser
capaz de hablar acerca de el.

La capacidad para organizar narrativas coherentes relativas a eventos pasados le


permite al niño, quien ha dominado este nueva herramienta habiendo participado en
conversaciones con más o menos miembros más maduros de la cultura, para establecer
una especie de identidad entre lo que él cuenta y sus propias experiencias, para
concebirse a él mismo como el protagonista de sus propias diversas experiencias.

3.1 Hablando del pasado


Una serie de estudios sobre conversaciones padre-hijo acerca del pasado demuestran
que la interacción social es crítica para la organización de narrativas estructuradas
sobre memorias autobiográficas, y por consiguiente para la construcción de un sentido
duradero del Self (Fivush, 1991; Hudson, 1990; Nelson, 1993; Nelson y Fivush, 2004;
Reese, 2002). Además, varios descubrimientos indican que las madres con un mayor
estilo de reminiscencia elaborativa facilitan el desarrollo de habilidades narrativas
autobiográficas en los niños (Fivush y Nelson, 2006). No debería sorprender entonces
que las madres más elaborativas se enfoquen más en los aspectos emocionales y
evaluativos de los eventos pasados, es decir, sobre aspectos experienciales, por lo tanto
sobre esos aspectos que son significativos en los eventos (Fivush y Hade, 2005; Fivush,
2007).

Desde el punto de vista contrario, fallar en alcanzar el dominio total sobre las
herramientas narrativas podría explicar las diferencias para comprender el Self
temporalmente extendido en niños de 2, 3 y 4 años de edad, identificado a través de un
paradigma de auto-reconocimiento retrasado.

En la serie de experimentos realizados por Povinelli, Landau y Peilloux (1996; Povinelli


et al., 1999), los investigadores expusieron a niños de ese rango de edad a imágenes
visuales en vivo y ligeramente retrasadas de ellos mismos con el objeto de captar la
habilidad de esos niños para relacionar eventos pasados con el presente. Cada niño fue
grabado como él o ella jugando un juego distinto y novedoso con el experimentador.
Durante el juego, el experimentador elogiaba al niño, y usaba esto como una
oportunidad para ubicar secretamente un sticker brillante en la cabeza del niño. Tres
minutos después, los niños veían el video de los eventos que recién habían sucedido,
incluyendo una clara descripción del experimentador poniendo el sticker en sus
cabezas (Barth, Povinelli y Cant, 2004). Encontraron que ninguno de los niños de 2 años
trataron de alcanzar el sticker. Concluyeron que mientras los niños de 2 y 3 años
pueden “reconocerse a sí mismos” en un video retrasado, son incapaces de integrar la
experiencia que es tres minutos anterior con la auto-identidad del momento.

En otro estudio, Welch-Ross (2001) reportaron evidencia empírica demostrando que el


estilo de reminiscencia maternal elaborativo y evaluativo interactúa tanto con la
perspectiva subjetiva del niño como con su habilidad para emplear el razonamiento
tempero-causal. De hecho, los niños de 3 años de madres altamente elaborativas que
tomaron el sticker tenían una proporción mayor de memoria de eventos pasados
significativos que los niños que no tomaron el sticker.

Parecería entonces que la capacidad de integrar un evento que recién ha sucedido en


un sentido de continuidad persona está fuertemente influenciado por la habilidad
desarrollada por niños de 3 años para reconfigurar la experiencia a través de el
recuerdo verbal conjunto. Esta capacidad se consolida a los 4 y 5 años de edad, quienes
exhiben la habilidad de atribuir una importancia distinta a los episodios que han
ocurrido en momentos precisos del pasado comparados con los eventos presentes
(Povinelli y Simon, 1998). Por consecuencia, las diferentes respuestas para la tarea de
auto-reconocimiento retrasada podría deberse a la diferentes capacidades que tienen
los niños a diferentes edades para integrar eventos temporalmente-desconectados y
causalmente-relacionados.

Si la reconfiguración de la propia experiencia en una historia desarrolla un sentimiento


de estabilidad del Self en el tiempo, la imposibilidad de reordenar las conexiones entre
las propias experiencias por medio del uso del lenguaje inevitablemente altera la
capacidad para reconocer esos eventos como propios, de identificarse uno mismo en
ellos. Esto explicaría el enlace entre el resultado de los niños en el auto-reconocimiento
con retraso y su memoria autobiográfica. También explicaría por qué los niños de 2 a 3
años, quienes pueden reconocerse a sí mismos en un video retrasado, no integran
temporalmente una acción realizada tres minutos antes. Así, mientras son capaces de
establecer una relación de equivalencia entre la imagen retrasada y ellos mismos,
reconociendo sus propios rasgos físicos, no pueden sin embargo, organizar la acción
que recién han visto en una unidad cohesionada y por eso no pueden identificar esa
acción como suya, porque no poseen la narrativa para hacerlo.

3.2 Historias del futuro

Aunque muchos estudios han señalado que durante los años pre-escolares los eventos
tanto pasados como futuros se ordenan narrativamente a través de las conversaciones
con los cuidadores, las variables conectadas con el estilo maternal que afecta la
reminiscencia conjunta, difieren de las que caracterizan las charlas padre-hijo acerca
de los eventos futuros (Hudson, Shapiro y Sosa, 1995; Hudson, 2002, 2006).

Esta diferencia es atribuible a la asimetría fundamental en el modo en que los humanos


experimentan el tiempo, y por consiguiente al modo en que reconfiguran este dominio.
Así, mientras el espacio de la experiencia que ha sido vivida, y que está compuesta de
eventos, situaciones y circunstancias percibidas de una manera u otra, está “saturado
de realidad”, lo mismo no puede decirse de la experiencia posible: esta última no
contiene los contenidos experienciados. Y aunque las expectativas pueden ir
acompañadas de esperanza, miedo, curiosidad o deseo, no obstante siguen siendo
“vacías” desde un punto de vista experiencial.

Es esta falta de contenido “tangible” lo que hace que las conversaciones padre-hijo
sobre el futuro sean más complicadas. En contraste con la interpretación compartida
del pasado, en la que las palabras usadas están basadas en la experiencia vivida, una
conversación que anticipe eventos futuros sólo puede contar con la experiencia de una
manera indirecta. Lo que se espera del futuro es lo que ya ha sucedido en el pasado.
Este es el resultado obtenido de los estudios sobre los efectos de las rutinas familiares
en el desarrollo de la comprensión temporal (Friedman, 1977, 1990; Friedman y
Brudos, 1988). De hecho, el niño ya puede configurar lo que sucede en situaciones
típicas (como ir a un McDonald’s) como una secuencia (Hudson, Shapiro y Sosa, 1995).
Otros estudios recientes que demuestran que el mismo sustrato neuronal que se activa
al imaginarnos el futuro se necesita para recordar el pasado nos conducen a la misma
conclusión (Schacter, Addis y Buckner, 2007).
Sin embargo, no todos los eventos futuros pueden ser predichos desde un conocimiento
de los eventos pasados. Muchas cosas que ocurren pueden ser eventos inesperados,
nuevos, desconocidos, que difieren de nuestras expectativas.

Estas dos maneras de tratar con el futuro están reflejadas en las conversaciones padre-
hijo. Cuando las madres hablan con los niños acerca del futuro, ellas usan un tipo de
lenguaje que toma en cuenta este hecho: “comprometieron a sus hijos a pensar sobre el
futuro de diferentes maneras dependiendo si el evento en discusión era familiar o
desconocido para el niño. Cuando discuten eventos rutinarios, los niños fueron
alentados a entregar información acerca de lo que ellos esperaban que pasara, mientras
que cuando discuten eventos nuevos, las madres comprometieron a sus niños en
conversaciones más hipotéticas (Hudson, 2002).

Con el objeto de que un niño sea capaz de situar un evento en el tiempo, debe ser capaz
de entender más o menos el futuro esperado junto con el pasado desde el cual ese
evento futuro difiere (o no difiere) y con el presente en el cual estas dos experiencias
de tiempo se entrelazan de una manera asimétrica. A través del uso del lenguaje, el niño
aprende a moverse entre la memoria y el plan, aprende a navegar a través del tiempo.

Esto implica que la alquimia entre lo que Koselleck (2004) llama el espacio de
experiencia y el horizonte de expectativas está continuamente recomponiéndose en la
experiencia temporal actual, un proceso que es particularmente intenso en los niños.
Como lo sugiere el título de su reporte investigativo, “Los deseos actuales de los pre-
escolares afectan sus opciones para el futuro” (Atance y Meltzoff, 2006). Por otra parte,
muchos estudios sobre habilidades de planificación en niños pequeños demuestran que
la capacidad de planificación se incrementa considerablemente entre los 3 y los 5 años
(Carlson, Moses y Claxton, 2004: Hudson, Shapiro y Sosa, 1995).

No sólo el pasado y el futuro están compuestos de conversaciones del momento, sino


que la sobre imposición entre estas diferentes dimensiones y su permeabilidad
recíproca, produce una recomposición continua entre la acumulación de experiencias y
la creación de expectativas. Mientras se prevea un evento más o menos correspondiente
a la expectativa de rutina, y luego sea integrado, sin perturbar la coordinación entre las
dos maneras de percibir el tiempo (esto es la acumulación de experiencia y la creación
de expectativas), la integración de eventos nuevos inevitablemente genera nuevas
expectativas. A su vez, las nuevas expectativas cambian el significado de las
experiencias que ya han sido experimentadas.

Por consiguiente, mientras la acumulación de experiencia es acompañada por una


transformación continua de las posibilidades de significado – por lo tanto de la
coordinación entre expectativas y memorias – al mismo tiempo, a través de la
composición narrativa apoyada por la conversación con sus cuidadores, el niño llega a
entender de forma gradual su lugar en el tiempo, se vuelve maestro de la coordinación
entre la experiencia a través de la que ha vivido y su propio potencial de acciones y
sentimientos.
3.3 El sentido del Self en la edad de la razón

Cuando, partiendo de los 5 años, el niño adquiere las herramientas que le permiten
componer las variadas dimensiones temporales en una unidad narrativa, lo que emerge
desde un punto de vista experiencial es precisamente un nuevo sentido de la
permanencia del Self en el tiempo. Esto quiere decir que, no sólo hace que el niño
reconfigure acciones y sentimientos a través del tramado narrativo, sino que es capaz
de definir un horizonte dentro del cual fijar su propia estabilidad en el tiempo. Esta
habilidad constituye el fundamento del sentido de responsabilidad que caracteriza al
niño entrando en la “edad de la razón” (White, 1996).

En occidente, la transición está señalizada sobre todo por los fenómenos que
acompañan la escolaridad. La entrada al sistema escolar le entrega al niño su primer
impacto con un orden amplio (Hayek, 1978), en el cual su propia identidad se negocia
en términos de competitividad individual, más que ser regulada por un sistema ético
distribuido socialmente, como ocurre en pequeñas comunidades que comparten
hábitos, creencias y conocimiento. Las actividades compartidas y las prácticas escolares
estructuran nuevos campos de interacción – con grupos de niños de diferentes edades
y otros adultos significativos – en los que el niño participa con una autonomía creciente
respecto de sus figuras parentales. Esto conduce al desarrollo de un sentido de
responsabilidad independiente, que emerge en un contexto intersubjetivo fuera de la
familia.

Estudios transculturales demuestran que este sentido de la responsabilidad yace en el


corazón de la solicitud, de parte de los padres, de que el niño se involucre en actividades
de ayuda y soporte, como también que colabore en tareas domésticas. Rogoff et al.
(1996), por ejemplo, concluyeron así sus estudios de niños entre 5 y 7 años en 50
comunidades dispares de todo el mundo:

Parece que entre los 5 y los 7 años de edad, los padres le asignan (y los niños lo asumen)
la responsabilidad para el cuidado de los niños más pequeños, para tener animales, para
realizar las tareas de la casa y para recolectar materiales necesarios para la familia. Los
niños también se vuelven responsables para su propia conducta social y el método de
castigo para las transgresiones cambia. Junto con la responsabilidad, está la expectativa
de que los niños de 5 a 7 años empiecen a ser adiestrables. Los adultos entregan un
entrenamiento práctico, esperando que los niños sean capaces de imitar su ejemplo; a los
niños se les enseñan modos sociales y se les inculcan tradiciones culturales. Subyaciendo
a estos cambios de enseñanza está el hecho de que, a los 5-7 años, los niños son
considerados como poseedores de racionalidad o sentido común. A esta edad también se
considera que el carácter del niño puede ajustarse y él comienza a asumir nuevos roles
sociales y sexuales. Comienza a unirse a grupos de pares y participar en juegos normados.
Los grupos de niños a esta edad se separan por sexo (Rogoff et al., 1996).

La emergencia de un sentido de responsabilidad deriva así de una nueva relación entre


las propias acciones, emociones del niño y el sentido del Self, que el orden narrativo
hace posible en la medida que combina las varias dimensiones temporales en un todo
unitario. En otras palabras, ser asignado con responsabilidades en los dominios de la
escuela y de la casa induce al niño a desarrollar las capacidades para tomar
responsabilidades de modo estable, y realizar las tareas demandadas por esas
responsabilidades. Esto sólo es posible porque la reconfiguración narrativa de la
experiencia le permite navegar a través del tiempo, manteniendo su sentido de
identidad.

Con el desarrollo de la habilidad narrativa, la experiencia adquiere nuevas


determinaciones de significados al interior de un marco cohesionado de experiencias,
lo que une a la persona y sus acciones en el tiempo. A través de la operación narrativa,
cada sola acción que realizo es introducida en una trama que construye una unidad
cohesionada de acciones y pasiones, que tienen que ver conmigo en la medida en que
yo soy protagonista de esa narrativa. La integración de la experiencia en un sentido de
cohesión del Self la enriquece con nuevos significados y así se extiende, como hemos
visto, el dominio práctico en un dominio narrativo. Este proceso, que aparece cuando el
niño alcanza la edad de la razón, logra una maduración final sólo con el comienzo de la
adolescencia, cuando la conciencia empieza a abrirse paso en el pre-adolescente y el
actor también puede ser el autor de su propia historia (Arciero, 2002).

Mientras la recomposición narrativa de los eventos (por medio de la cual una serie de
elementos heterogéneos – acciones, emociones, motivaciones, episodios, agentes,
medios, fines, causas – se recombinan en una configuración unitaria) mantiene unidos
los varios sucesos que forman parte de esa historia, al mismo tiempo se constituye la
identidad de la persona para quien esas experiencias refieren. Para ser más precisos, la
capacidad de organizar y expresar la propia experiencia a lo largo del tiempo de un
modo significativo revela lo que permanece en el tiempo: la correlación de identidad
con las propias experiencias, con la persistencia del Self en los diferentes episodios que
constituyentes de la propia vida.

3.4 Los modos de identidad

Llegamos ahora de nuevo contra la pregunta de la permanencia del tiempo. Ya nos


hemos encontrado con este asunto a lo largo de nuestro camino cuando, partiendo
desde Kant, trazamos las líneas de la continuidad entre su concepción del Self y la de la
teoría de sistemas. En esa perspectiva, el problema de la permanencia del Self a lo largo
del tiempo se resolvía apelando al orden de la conectividad, o la organización invariable
de las relaciones entre los elementos que constituyen un sistema natural autónomo.
Esto permitió el cambio de ser concebido en relación a un invariable, para atribuir
múltiples experiencias cambiantes a un orden inmutable. Apuntamos entonces que esta
manera de resolver la pregunta evitaba el tema de quién vive la experiencia.

Fue mientras estábamos analizando la experiencia vivida en primera persona que


llegamos al problema de la permanencia por segunda vez. En este nuevo contexto,
caracterizado por reflexiones sobre la ipseidad de naturaleza Heideggeriana, la
mismidad del Self en el tiempo aparece como una inclinación que se produce partiendo
del ser en cada momento. Es en el encontrarse uno mismo como siendo el mismo cada
vez, en las mismas cosas con las mismas tonalidades emocionales, que la mismidad
tiene forma. La permanencia del Self corresponde aquí a un casi total traslape entre la
sedimentación de la experiencia personal (mismidad) y estar sucediendo de vez en vez
(ipseidad).

Un ejemplo de esta traslape – aunque a un nivel meramente motor – lo provee un


estudio de un fMRI por Calvo-Merino et al. (2006) sobre la influencia de la familiaridad
motora sobre la observación de una acción en bailarines expertos. Los bailarines
varones y mujeres, a quienes se les mostraron videos de movimientos de ballet
específicos para cada género masculino y femenino, activaron principalmente áreas
premotora, parietal y cerebelar cuando observaron movimientos de su propio
repertorio, comparados con los movimientos opuestos de género que ellos usualmente
veían pero no los utilizaban en sus actuaciones. La comprensión de los tipos de
movimiento que se estaban haciendo venía por la activación de áreas conectadas con la
experticia motora que se había sedimentado en el tiempo. Como observó Polanyi (1958,
1966), confiamos en nuestra conciencia tácita de la relación de nuestro cuerpo con las
cosas al poner atención sobre esas cosas.

Si removemos algo de las prácticas corporales, encontramos el concepto de hábito


entendido como una modificación del organismo, no sólo adquirido sino también
contratado, destinado a durar en el tiempo: una transformación en la inclinación para
el encuentro con el mundo y los demás, que persiste en el organismo vivo a lo largo y
más allá del cambio continuo o repetitivo que lo gatilló, canalizando su potencial.

Procediendo en la misma dirección, nos encontramos con la tan mencionada


“interiorización” de la conducta ética. Tal como las rutinas y los hábitos, las reglas éticas
se sedimentan en el conocimiento tácito, lo que constituye el fundamento para nuestros
juicios y actos morales.

Podríamos definir el conjunto de peculiaridades por las cuales una persona tiende a ser
la misma a lo largo del tiempo como su carácter. De hecho, es la perseverancia de esos
rasgos estables lo que expone a la mismidad a una doble mirada; una mirada le permite
a la persona entenderse a sí misma desde el punto de vista de la primera persona, la
otra desde el punto de vista de la objetividad. Por un lado, es mi carácter el que me hace
único. Mi fisonomía, mi voz, mi rostro – son las huellas digitales de mi ser. Es ese
carácter, entendido como una unidad de perspectiva, lo que me sitúa mientras me dirige
en mi encuentro con el mundo y con los demás. Por otro lado, sin embargo, son esos
mismos rasgos los que le permiten al carácter ser observado objetivamente: como un
portarretrato, decíamos anteriormente, como patrones abstractos que ya no le
pertenecen a nadie.

Finalmente, hemos llegado al problema de la permanencia del Self en tercera persona.


Cuando un niño que entra en la edad de la razón asume responsabilidades (por ejemplo
salir a buscar cosas para mantener a la familia o hacer las tareas para el día siguiente)
– lo mismo podría decirse, no obstante, de un adulto hombre o mujer que, por ejemplo,
está luchando por conseguir los objetivos de su vida – la constancia requerida para
lograr la tarea involucra un tipo de permanencia que es distinta de la que resulta cuando
la mismidad y la ipseidad coinciden. A esta edad en la vida del niño, emerge un modo
de estabilidad en el tiempo, una modalidad de mantención de uno mismo en relación
con la variabilidad de los eventos que no puede ser adscrita a la perseverancia del
carácter. Aquí, la ipseidad queda liberada de la mismidad. Esta forma de mantención de
la estabilidad del Self en el tiempo corresponde a la experiencia común de más o menos
confiar en la persona que ha asumido la responsabilidad, en quien ha hecho la promesa.

Mientras que la mismidad y la ipseidad marcan los límites dentro de los cuales se
compone la identidad de una persona en el tiempo, la relación dialéctica interminable
se construye a través de la construcción de una trama narrativa, creando entonces una
Identidad Narrativa. Después de Ricoeur, se ha vuelto común hablar de Identidad
Narrativa para referirse a la mediación operada por la historia permitiendo la
composición y recomposición de las dialécticas entre los dos modos de permanencia en
el tiempo. Es este tipo de mediación que permite a la persona transformar una mera
sucesión temporal de eventos en un todo cohesionado que constituye su historia de
vida. De este modo, la identidad de la persona, entendida como el carácter de la historia,
es moldeada al mismo tiempo con la trama. Y de hecho, por una parte, la unidad
temporal de la historia corresponde a la singularidad de la persona o, podría decir, al
“carácter” de la narrativa, mientras que por otra parte, la unidad temporal está siendo
constantemente desafiada por eventos imprevistos, por situaciones del momento.
Como apuntaba Ricoeur (1995), “Yo sostengo que la real naturaleza de la identidad
narrativa se revela sólo en la relación dialéctica entre la ipseidad y la mismidad”.

En este proceso, lejos de la manifestación misma del carácter como una estructura
inmutable determinada por los cromosomas, o por los planetas y las estrellas, se le
cuestiona constantemente en el evento de ser. La historia que está contenida en ella es
traída de vuelta al escenario en una narrativa de las cual la persona es la creadora. Por
otro lado, la ipseidad, el evento de ser-ahí, que como notaba Weil (1974), desafía a la
persona en cada segundo, podría ser reconfigurada e integrada narrativamente son el
soporte de la mismidad, ofreciendo una oportunidad de continuidad en el tiempo que
difiere de la permanencia del carácter.

Organizada esta dialéctica entre ipseidad y mismidad en la narrativa, la persona toma


posesión de sus propios hechos, otorgándoles una conexión singular que refleja la
conexión específica entre las dos modalidades de permanencia en el tiempo. En
consecuencia, la narrativa del Self no puede sino oscilar dentro de estas dos
polaridades, un proceso en el cual la narrativa actúa como mediador variando la
relación entre las diferentes formas de estabilidad del Self en el tiempo.

Así, si la experiencia de ser tiende más hacia la mismidad, la relación entre la unidad y
la discontinuidad en la construcción de la narrativa tendrá que ser emparejada por la
dialéctica entre la recurrencia de rasgos estables – que proveen al protagonista de un
sentido de permanencia en el tiempo – y la variedad de situaciones significativas – lo
que perturba a ese sentido de continuidad personal. Esta es la dialéctica interna del
protagonista de la historia cuya identidad está focalizada sobre un carácter que admite
sólo mínimas transformaciones. Pensemos en el héroe romántico quien doblega todo a
su fiera pasión. “Cómo he devorado todo…” exclama el joven Werther un segundo antes
de suicidarse.

Si por el contrario, la experiencia de vivir se polariza hacia la ipseidad, el resultado es


una identidad que necesita mantener su estabilidad sin ser capaz de contar con la
mismidad. Al tomar el concepto de Heidegger de Selbst-Standigkeit (Auto-constancia),
Ricoeur habla de mantien de soi (mantenencia del Self) para indicar esta afirmación de
la posición del Self respecto al paso del tiempo. En este caso también, el grado de
cohesión narrativa es contrarrestado por la combinación de aspectos estables e
inestables del protagonista, siendo la diferencia, sin embargo, que la constitución de la
propia constancia requiere anclaje, algo de qué agarrarse, como con las promesas. Y es
este Self “descentrado” que permite el regreso de esa constancia del Self que Ricoeur
percibía en un nivel moral para el plano narrativo. Suficiente para pensar en
Raskolnikov en Crimen y Castigo. El desarrollo total del personaje hasta casi el final de
esta larga novela está basado en un dilema central: “lo que necesitaba encontrar
entonces, y descubrir lo más pronto posible, era si yo era una sabandija como
cualquiera o un hombre” (Dostoevsky, 1953). Esta es la duda que actúa como el ancla
para la identidad de Raskolnikov. Todo lo que ocurre, los pensamientos tormentosos
que preceden el crimen furioso que para él es “casi mecánico”, incluso el castigo
imposible, no es nada sino mínimas variaciones, que están casi fuera de foco, de un
sentido de permanencia que le debe su estabilidad a esa cognición, a ese problema. Así
él ancla su identidad.

Raskolnikov le dice al hombre que lo interroga: “Yo simplemente sugiero que el hombre
‘extraordinario’ tiene el derecho… No me refiero a un derecho formal, oficial, sino que
él tiene el derecho en si mismo, para permitir que su conciencia traspase… ciertos
obstáculos, pero sólo en el eventual de que sus ideas (que a veces podrían ser saludables
para toda la humanidad) lo requieran para su cumplimiento” (Dostoevsky, 1953).

En contraste con la permanencia del Self centrada en esos aspectos del personaje que
son casi sustanciales, la constancia del Self polarizada en la ipseidad abre posibilidades
inesperadas de variabilidad. Construir la propia identidad entonces se convierte en una
función tanto del modo en que uno se estabiliza a sí mismo (fijo versus cambiante) como
del tipo de anclaje con el que uno se comprende (personas, contextos, pensamientos,
imágenes, etc.). Esto varía el modo en que está compuesta la historia y el o los
personajes.

Raskolnikov, por ejemplo, construye su estabilidad agarrándose firmemente de la duda,


de “ese extraño pensamiento que parecía estarle picoteándole el cerebro, como un
pollito que quiere salir del cascarón”. Es esta fijación lo que lo hace un personaje casi
predecible.

Pero si nos movemos hacia la discontinuidad del anclaje, como lo hace Virginia Woolf
en su corta historia “La Marca en la Pared”, el personaje se convierte en un agregado
transitorio. Es como su una multitud de experiencia del Self estuvieran listas para
componerse a sí mismas de manera discontinua, de diferentes formas alrededor de
nuevos objetos, juntándose por un rato, haciendo entonces que un personaje nuevo y
diferente emerja cada vez, sólo para volver a salir antes de producir otro nuevo
agregado. Es interesante notar que, en la mitad de esta migración perenne, Virginia
Woolf escribe, casi como si estuviera atrapada en una especie de relación entre este
modo de ser y la rapidez:

Por qué, si uno desea comparar su vida con algo, uno debe compararla siendo arrastrada
a través de un túnel por un tren subterráneo a cinco millas por hora, arribando al otro
final sin un solo pinche en su pelo. Disparada a los pies de Dios completamente desnuda.
Cayendo de cabeza sobre los pastos como papel lanzado en la oficina de correos. Con el
pelo volando como los caballos de carrera. Sí, eso parece expresar la rapidez de la vida, el
gasto y reparo perpetuo; todo tan casual, todo tan al azar (Woolf, 2000).

Mientras más discontinuidad marque el anclaje, claramente más inconsistente llegará


a ser el sentimiento de estabilidad, y más engañosa se vuelve la identidad personal. Es
obvio que la reconfiguración narrativa de una experiencia tal manifestará
características que son muy diferentes de las exhibidas por el relato de una historia con
una trama y un personaje. Esto explica lo que escribió Strawson (1999):

No tengo sentido de mi vida como una narrativa con forma, o en realidad como una
narrativa sin una forma, tengo un poco interés en mi propio pasado y poca preocupación
por el futuro. Mi pobre memoria personal invade largamente mi conciencia presente.
Incluso cuando me intereso de mi pasado, no estoy interesado en ella como si fuera mía…
para mi como yo soy ahora, el interés (por lo demás emocional) de mis memorias
personales yace en su contenido experiencial, independiente del hecho de que lo que sea
recordado me ocurrió a mi – por ejemplo, el mi que ahora está recordando.

El continuo cambio del punto de anclaje es el tema de Rameau’s Nephew. El tema central
de este gran trabajo de Diderot es el protagonista multifacético, cuya identidad es
rediseñada cada vez, ya sea adoptando el pensamiento o la voz de otro, o alineándose a
las circunstancias o exigencias dictadas por la situación. “Nada es más diferente de él
que él mismo”, escribe Diderot (1762). “Hoy, con la ropa sucia y los pantalones
rasgados, vestido con harapos, casi descalzo, se escabulle con su cabeza gacha…
Mañana, se marcha con su cabeza en alto, empolvado, con su pelo ondulado, bien
vestido, con zapatos finos… Vive de un día para otro, triste o feliz, según las
circunstancias”. Y un paso adelante, cuando todo punto de anclaje ha sido perdido,
cuando uno ya no posee, ni puede poseer, una identidad porque no hay nada o nadie de
donde sostenerse, sólo entonces alcanzamos ese “no soy nada” que caracteriza a Musil
de The Man without Qualities. Sólo entonces se puede comprender ese “no soy nada”
que Ricoeur reconoce como la atestación del eclipse de identidad (y que nosotros
exploramos al comienzo de este libro cuando examinamos los aspectos problemáticos
de la vida de Roberto), entenderlo como la experiencia de una persona que ya no puede
arreglárselas para descentrarse a sí mismo de un modo estable, que ya no puede
reconocerse y retener la permanencia en el tiempo: es una sensación de vacío, una
sensación de nada, el sentimiento de que uno es nada. Las palabras de Musil tienen un
eco en la expresión con la que Roberto captura el final de su relación con Sara: “ella era
mi espejo, así que mientras ella estaba conmigo, yo también estaba ahí; entonces ella se
marchó y de pronto yo ya no existía más”.

3.5 inclinaciones

La perseverancia del carácter y la constancia de ipseidad representan así dos diferentes


modos de construcción de la identidad, que, a un nivel pre-reflexivo, corresponde a
diferentes percepciones del sentimiento de estabilidad personal, a formas disímiles de
inclinación de la ipseidad. Desde las primeras etapas del desarrollo, la dirección que
toma la dialéctica entre la ipseidad y la mismidad (que más adelante será reconfigurada
a través de la identidad narrativa), el modo en que “las significatividades que llegan a
nosotros mientras nuestras vidas maduran… arrastran con ellas a la vida” (Heidegger,
2001) depende de una dialéctica que es aún más fundamental – la relación de uno con
los otros. Es en el dominio de las propias relaciones significativas que emerge por
primera vez el modo con que cada uno de nosotros se descubre a sí mismo y se descubre
a sí mismo nuevamente, el modo en que toman forma esas modalidades recurrentes de
sentirse vivo. Es decir, la tensión hacia el otro y hacia el propio modo de auto-
percepción se juntan en la afectividad. Si la ipseidad se revela a través de la afección
manifestada por el otro, que entonces llega a ser parte de la “íntima constitución de su
significado” (Ricoeur, 1990), la historicidad de su ser-en-relación se sedimenta en una
percepción recurrente del Self, lo que constituirá la mismidad.

Por lo tanto, las dos inclinaciones, que se reflejan en las diferentes direcciones con las
que la identidad narrativa puede reconfigurar la experiencia, nos conducen de vuelta a
las dos polaridades con las que se constituyen nuestras emociones – que de hecho
definen un continuo – y al mismo tiempo, las dos maneras con que se construye la
relación con los otros significativos. Este es el fondo ontológico que nos permite trazar
las directrices de una psicología de las emociones.

Es entonces en la esfera de esos lazos significativos – cuyos patrones de desarrollo son


estudiados por la teoría del apego en los primeros años de vida – que la adquisición y
regulación de los rasgos emocionales se vuelven gradualmente estables en el
transcurso del desarrollo. No obstante, a pesar de que los rasgos emocionales emergen
a través de las experiencias relacionales originadas en la reciprocidad con las figuras
significativas, no se pueden reducir a patrones de apego. La reciprocidad con los
cuidadores – la que genera su propio componente afectivo específico, que está
conectado con la percepción subjetiva de seguridad o inseguridad del niño en relación
a la predictibilidad de obtener acceso a sus padres – le permite al niño estructurar
tonalidades emocionales desde las primeras etapas de su vida. Estas tonalidades serás
gradualmente organizadas en rasgos emocionales más estables. El origen común de la
organización del apego, y del ordenamiento del dominio afectivo (mismidad), no
debería inducirnos a confundir los patrones de apego con la constitución de las
disposiciones emocionales, a pesar de que esas afecciones generadas en esa esfera
pueden contribuir al desarrollo emocional. Mientras los patrones de apego tienen que
ver con las regularidades que caracterizan la relación con el cuidador, la constitución
de las disposiciones tiene que ver con la configuración de los aspectos emocionales de
la mismidad. Un niño puede, por ejemplo, formar muchos apegos, caracterizados por
diferentes modos de reciprocidad, y cada uno de ellos afectará el ordenamiento de la
esfera emocional a su propio modo. Son las emociones generadas dentro de cada una
de esas diferentes relaciones las que se sedimentarán en un dominio afectivo único y
unitario.

La variable fundamental que le permite al niño desarrollar diferentes maneras de sentir


una emoción parece estar conectada con los tipos de estímulos recurrentes a los que el
niño está sujeto en la esfera de las relaciones de reciprocidad con la gente significativa.
Mientras más generen estas relaciones episodios “específicos” e interacciones donde el
organismo esté biológicamente listo para interpretar como relevante para sobrevivir,
mayor será la respuesta del niño involucrada en la activación de emociones básicas.
Como resultado, las formas de reciprocidad actualizadas en situaciones recurrentes
elicitando emociones básicas inducen al niño a estructurar rasgos emocionales, así
como configuraciones en la personalidad enfocadas prevalentemente en emociones
básicas. Estas emociones se dice están “hipercognitivas” (Levy, 1973). Esto orientará la
calidad de la experiencia emocional, la regulación de las emociones y la construcción de
la identidad personal. En paralelo con este proceso, el niño experimenta una
experiencia subjetiva de buenas emociones “constriñéndolo” a focalizar su atención
sobre la polarización “interna”, es decir, sobre los estados corporales que se han
elevado a estados emocionales.

La activación precoz y recurrente de las emociones básicas, en respuesta a una más


orientada estimulación de parte de los adultos significativos (“orientada” en el sentido
de proveer estímulos que gatillan específicamente emociones básicas) guía la
percepción de estabilidad personal del niño en relación al marco de referencia que
emplea un sistema de coordinación centrado principalmente en el cuerpo. Esto le
permite al niño regular su relación con los otros y de acuerdo con la variabilidad de la
situación poniendo los estados internos en el foco de la atención, privilegiando así un
sentido del Self ligado al cuerpo. Los estados emocionales recurrentes son intergrados
de manera gradual en el transcurso del desarrollo en la forma de complejos rasgos de
carácter, precepciones y cogniciones, conectados con emociones, acciones y
comunicaciones expresivas, pero también con hábitos, normas y valores (Dougherty,
Abe e Izard, 1996; Izard et al., 1993; Magai y McFadden, 1995; Malatesta, 1990). Esta
polarización del fluir de la experiencia centrada en el cuerpo producirá “predilecciones
originarias” que orientarán la construcción del personaje y su reconfiguración
narrativa. Esto es donde se forma la tendencia que hemos llamado Inward, una
tendencia que, como veremos, caracteriza principalmente a aquellas personas cuyo
rasgo distintivo común es la búsqueda de estabilidad, asignándole prioridad a la
comprensión de los aspectos buenos de las emociones en sus relaciones con los demás
y con el mundo (Arciero, 2002, 2006; Arciero et al., 2004).

Las cosas parecen moverse en una dirección diferente si los estímulos recurrentes a los
que es expuesto el niño en sus interacciones con los adultos significativos no elicitan
respuestas específicas. En este caso, es como si la evolución no hubiera “preparado” al
organismo para producir un appraisal (o estimación) de estímulos que son relevantes
para mantener la adaptación. Este tipo de reciprocidad – que se desarrolla y se basa
gradualmente, a través de las relaciones del niño con los cuidadores significativos,
sobre un compromiso afectivo “mediatizado”, en cuya esfera las emociones no-básicas
son hipercognitivas – da origen a una predictibilidad que debe ser anclada
forzosamente a una fuente externa de estimulación. Este modo de emocionarse puede
ser descrito usando las palabras empleadas por Draghi-Lorenz, Reddy y Costall (2001)
para describir las emociones no-básicas: “Ellas parecen deber su condición específica
al ser de facto siempre y necesariamente emociones con ‘conciencia’ social”. Mientras
esto produce un reconocimiento de las propias experiencias emocionales derivadas de
una focalización inicial sobre el otro, dificulta poner la atención sobre los propios
estados internos. Shotter (1998) es muy claro al definir este modo como un “saberse”.

Visto desde esta perspectiva, las emociones toman forma desde el propio compromiso
con el otro en las situaciones que suceden: sin la necesidad de construir una
representación, el otro es percibido como una parte de la propia experiencia emocional
en el contexto de relaciones transitorias. En este caso, el niño es inducido a construir
rasgos y luego configuraciones de carácter que involucran, de maneras distintas, una
preocupación constante del Self y del otro. Estos rasgos inclinarán la cualidad de una
experiencia emocional, la regulación de la emoción y la construcción de la identidad
personal.

A diferencia de las emociones básicas, aquellas emociones que emergen a través del
compromiso afectivo mediatizado, debido a su “visceralidad limitada”, pueden cambiar
más rápido y más fácil, ya que tasan menos los recursos del sistema visceral. Como
veremos en el próximo capitulo, tal mutabilidad favorece el desarrollo de una mayor
flexibilidad respecto del flujo de los eventos que suceden. Además, mientras el elemento
de conciencia, que es considerado como parte integral de esta forma de experiencia
emocional, “desacelera” la velocidad de reacción de la persona a los eventos y “enfría”
sus pasiones, al mismo tiempo permite que las respuestas emocionales de la persona
sean más individualizadas. No debería sorprendernos entonces que este tipo de
experiencia emocional pueda dar origen a patrones específicos de arousal (excitación).

Activar principalmente la emociones mediatizadas, en respuesta a los estímulos de los


cuidadores, orienta la percepción del niño de su propia estabilidad desde las primeras
etapas del desarrollo, por medio de un marco de referencia que emplea
predominantemente un sistema de coordinación de anclaje externo. Así, el sentido de
permanencia del Self llegará a ser un resultado de la orientación derivada de los estados
emocionales y de las acciones de los otros (o por adherirse a contextos impersonales).
Así empieza el desarrollo de esa inclinación que hemos definido Outward, la que
caracteriza principalmente a aquellas personas que construyen la constancia de Self a
través del tiempo anclando su identidad a puntos de referencia externos, intentando
sincronizar sus sentimientos con esos puntos. Focalizarse en un marco externo explica
la reducida y a veces inespecífica visceralidad de los estados emocionales que se
perciben, reforzando el desarrollo de la dimensión cognitiva de la emoción. También
explica el sentido de vacío de los estados emocionales percibidos por la persona, o la
sensación de “ser nada”, que algunas de estas personas, como hemos visto, pueden
experimentar en relación con la pérdida de puntos de referencia que sostienen el
sentido de su continuidad en el tiempo.

3.6 Estar situado (situarse)

Una mirada superficial parecería indicar que la diferencia entre los dos modos de
permanencia en el tiempo consiste en una relación privilegiada entre la mismidad y el
cuerpo. En esta mirada, es como si gradualmente nos moviéramos desde un polo en
donde la ipseidad coincide con la mismidad hasta el polo en donde las dos modalidades
son completamente independientes y al mismo tiempo la ipseidad se disocia
gradualmente del cuerpo de manera paralela.

Examinando el rango de variación entre las dos polaridades desde este punto de vista
significa, sin embargo, ignorar un aspecto fundamental que nos ha mantenido ocupados
en este libro. Si el lenguaje reconfigura la experiencia de vivir, y si el sentirme yo mismo
de una u otra manera (ipseidad) siempre está mediatizado por mi existencia encarnada,
entonces todo el espectro de variaciones reconstituido en la narrativa corresponde a
diferentes modalidades de ser yo mismo por el cuerpo, de mi sentirme vivo. En
consecuencia, lo que distingue a estos dos modos de construcción de la identidad es
cómo uno se siente “dentro de la propia piel”, más allá de la relación privilegiada que
uno de esos dos modos tiene con el propio cuerpo. Incluso el “No soy nada” de Musil es
un modo de sentirse vivo.

En este sentido, mi cuerpo aparece cada vez como el rango de posibilidades sensorio-
motoras emocionalmente situadas, generadas en respuesta a quién o qué captura mi
atención, me interesa, me dirige, me invita, me desafía. Desde este punto de vista, la
corporeidad es un fenómeno: se presenta como la capacidad de percibir algo
significativo que viene hacia nosotros, interpelándonos. Es el “puissance d’un certain
monde”.
Es a través de la continua ocurrencia de este encuentro, de un modo u otro, que yo llego
a una percepción de mi mismo en cada momento, de lo que de otra manera nunca habría
tenido acceso. En este sentido, mi carne, que tiene la experiencia, actúa y está sujeta al
mundo y a los demás, es el centro de la mediación concreta de mi apertura al mundo,
pero también es el “texto” que guarda un registro de esta apertura.

Nuestra corporeidad, entonces, es en cada momento el estar-en-relación-con quién y


qué nos interpela (lo que no siempre es algo concebible materialmente), pero al mismo
tiempo es el lugar de la inmediatez de uno mismo. El sentirme yo mismo en esta u otra
situación siempre está mediado por mi existencia encarnada. Gallagher (2007) escribe:
“parece razonable decir que el cuerpo se sitúa de manera distinta en diferentes
situaciones y que esta diferencia no sería simplemente una diferencia en el contenido
situacional, sino una diferencia en cómo el cuerpo procesa el estar situado
precisamente porque las circunstancias son muy diferentes. Por decirlo de otra manera,
podríamos decir que la pregunta no es solamente sobre diferencias de situaciones, sino
que sobre diferencias en el situarse”.

La unidad entre la naturaleza de apertura, debido a la existencia de la que el hombre ha


sido expuesto ontológicamente para las solicitudes que vienen del mundo y de los otros,
y sentirse vivo, con lo que el hombre siempre ya se ha confiado, se establece en
tonalidades emocionales. La afectividad, desde este punto de vista, es a la vez, intimidad
consigo mismo y encuentro con el mundo y con el rostro del otro. Esto quiere decir que,
sentirse uno mismo en una cierta situación emocional une el modo en que uno se
percibe a sí mismo como viviendo para lo que uno se dirige en esa situación, evocando
entonces un afecto. Esto es por qué el famoso adagio está en lo cierto cuando dice que
“cuando sonríes, todo el mundo sonríe contigo”. En todo momento, el compromiso
situacional vuelve a ajustar el espacio vital en términos de posibles acciones que las
circunstancias requieran.

El resultado es que, por un lado, el hombre siempre está en la situación de estar en


relación con el mundo y con el otro, y por otro lado, ya está siempre invitado a
responder a lo que lo aproxima en el ambiente de un modo que es significativo para él,
elicitando una respuesta. Las dinámicas de la afectividad se articulan en la carne viva,
por medio de la tensión esencial entre el propio aferrarse al mundo y a los otros y los
afectos que ellos le procuran a uno.

Gracias a esta tensión que emana del cuerpo, el sentido del estar situado, y en
consecuencia la noción de perspectiva, se vuelven concretas. Es mi actuar y sentir lo
que se apoya hacia ciertas inclinaciones como resultado de lo que algunos aspectos del
mundo adquieren cierta importancia para mi, una significancia que orienta mis
posibilidades de existencia. “El propio cuerpo se ‘conoce’ y se ‘comprende’” (Merleau-
Ponty, 1945).

Es sólo cuando he dominado el lenguaje, y a través de la capacidad de comprender mi


identidad, que puedo desarrollar la libertad de aceptar mis disposiciones y actúo,
permitiéndome ser influenciado por esas disposiciones. Sólo después, sin embargo,
podré desarrollar una especie de receptividad interpretativa de mis inclinaciones para
actuar y sentir, una receptividad que es conmensurable con mis planes de vida, con el
horizonte de mis posibilidades (Arciero, 2006). Pero antes de la llegada de este
conocerme a mí mismo, está mi cuerpo que emplea mis estructuras afectivas y sensorio-
motoras para mantener el origen y los límites de mi perspectiva. En este sentido,
“nuestra existencia abierta y personal descansa sobre una primera base de existencia
adquirida y congelada” (Merleau-Ponty, 1945). Es entonces mi estar emocionalmente
inclinado lo que guía el marco narrativo al estar provisto, desde las primeras etapas del
desarrollo lingüístico, del piso en el cual mi reconfiguración simbólica se ancla.

En consecuencia, parecería que las diferentes polaridades que caracterizan el perfil de


la propia identidad deben corresponder a los diferentes modos de percibirse a sí
mismo, que están reflejados en los modos con que le damos una forma concreta a la
propia historia y a su protagonista – para la relación con uno mismo, con el mundo y
con los otros. Si los diferentes modos de construcción narrativa están relacionados con
los diferentes modos de sentirse emocionalmente situado, el análisis de una historia
individual debería proveer pistas de cómo se “inclina emocionalmente” esa personas.
En otras palabras, el analizar una narrativa personal nos permite comprender las
diferentes inclinaciones de la esfera afectiva de una persona, permitiéndonos
comprender estos rasgos estables que, como hemos visto, exponen al personaje a la
perspectiva dual de primera y tercera persona.

Es en este punto de nuestra investigación que el estudio de la experiencia en primera


persona comienza a interactuar con las neurociencias, y, como veremos en los
siguientes capítulos, con la psicología de la emoción y de la personalidad, y con la
psicopatología. Al trazar esta interacción, nos veremos obligados a dejar de lado el
profundo análisis de las historias personales, un tema que trataremos en otro trabajo.

3.8 El cuerpo, el dolor y los otros

Con el objeto de demostrar que esas dos polaridades – las inclinaciones Inward y
Outward – del dominio afectivo, y del orden y la coherencia semántica de una narrativa
personal, corresponde a diferentes modos de percibir es estímulo análogo, hemos
diseñado un experimento que nos ayude a medir el efecto producido al observar dolor
en un compañero. Antes de ir a examinar los resultados de nuestro estudio, debemos
primero delinear brevemente el contexto de esta investigación.

Existen dos grandes trabajos sobre la empatía del dolor: uno de Singer et al. (2004), el
otro de Avenati et al. (2005). Ambos estudios logran la misma conclusión: al empatizar
con el dolor de otros se activan una serie de circuitos cerebrales que también son
elicitados cuando nosotros experimentamos dolor.

Con el objeto de demostrar esta hipótesis, Singer estudió al compañero femenino en 16


parejas mientras se aplicaban simulaciones dolorosas en la propia mano derecha o en
la del compañero. Mientras ellos estaban en el escáner de MRI, podían ver la mano de
sus parejas a través de un sistema de espejos. Además, se presentaron señales de
manera aleatoria indicando si ellos o su pareja estaban cerca de recibir la estimulación
dolorosa.

El análisis de la información obtenida demostró: (a) la activación de la ínsula bilateral


anterior (AI), la corteza cingulada rostral anterior (ACC), el tronco cerebral y el
cerebelo, cuando los sujetos experimentaron dolor y cuando observaron la señal de que
su pareja era sujeto de dolor; (b) la activación específica de la corteza somato-sensorial
posterior de la ínsula/secundaria, la corteza sensoria-motora (SI/MI) y el ACC caudal,
sólo cuando los sujetos recibían dolor.

La información parecería indicar que el sustrato neuronal relacionado con la empatía


al dolor no involucra toda la “matriz del dolor”, ya que la activación de los componentes
sensoriales no ocurre. Singuer y sus colegas concluyeron así que la empatía del dolor
está mediada por lo que ellos definen como componentes afectivos de la red del dolor:
el ACC rostral y AI. El estudio realizado por Avenati et al. (2005) parece ir en una
dirección diametralmente opuesta.

En una serie de experimentos en los que los sujetos observaron varios tipos de
estímulos dolorosos – por ejemplo, una aguja en la mano de alguien, una aguja siendo
clavada en un tomate – producidos por medio de una estimulación magnética
transcraneal (TMS), los investigadores registraron cambios en la excitabilidad motora
de los músculos de la mano de los sujetos como resultado de la observación de los
mismos músculos que fueron estimulados en otros. No hubo cambios cuando los
participantes observaron una aguja penetrando un tomate.

El análisis de la información demostró un fuerte involucramiento del lado sensorio-


motor de la matriz del dolor. Las prudentes conclusiones esgrimidas por los
investigadores recalcaron la posibilidad de la existencia de una forma de empatía
basada en la resonancia somática – que es más simple y complementaria a la que está
basada en la resonancia afectiva – que mapea los rasgos sensitivos del dolor en otros
en el sistema motor del observador.

Este fuerte contraste entre los descubrimientos obtenidos en estos dos estudios se debe
a las instrucciones diferentes dadas a los participantes, según Singer y Frith (2005). En
el estudio de Singer et al., la atención de los sujetos estaba puesta en la anticipación del
displacer de los estímulos dolorosos. Por el contrario, en el experimento de Avenati, a
los participantes se les pidió que atendieran a la parte del cuerpo que estaba cerca de
ser pinchada y medir la intensidad del dolor que el individuo estimulado podría haber
sentido. Muy correctamente, Singer y Frith concluyen su artículo con una advertencia
de que cuando se estudie la empatía para el dolor, lo que ellos llaman “las actitudes
mentales” de los participantes, deben ser considerados.

Cuatro estudios han tomado esta advertencia seriamente. (1) Singer et al. (2006), un
estudio fMRI en el cual las respuestas empáticas de dolor en otros (puesto en un juego
económico) referidas preferentemente a la evaluación de parte de los participantes de
sobre la injusticia o injusticia de su conducta durante el juego. Se encontró que el juicio
moral regulaba la respuesta neuronal. (2) Un estudio de Danziger, Prachin y Willer
(2006) investigó la posible influencia de la sensibilidad al dolor del observador sobre
su percepción del dolor de otros. Los 12 sujetos estudiados fueron pacientes con
insensibilidad congénita al dolor, quienes no obstante eran capaces de sentir empatía
por el dolor de otros sobre la base de evidencia dolorosa facial o acústica. Encontraron
difícil evaluar el dolor experimentado por los otros sin ver sus caras o escucharlos
llorar. En este caso fue demostrada que la percepción de dolor experimentado por otros
está involucrada con la integridad del sistema nocioceptivo del espectador. (3) Un
estudio de fMRI realizado por Cheng et al. (2007), que demostró que, mientras los
participantes estaban observando agujas que se insertaban en diferentes partes del
cuerpo, la activación de la matriz de dolor variaba significativamente entre los sujetos
que habían sido anteriormente divididos en dos grupos para el experimento, sobre la
base de su grado de experticia en acupuntura. El primer grupo, que consistía en fisiatras
practicando acupuntura, y que no exhibió señales de cambio en la ínsula y en el ACC,
fue comparado con un segundo grupo compuesto de personas comunes, quienes
activaron esas áreas a un grado significativo. En este estudio, fue un experto el que
moduló la activación neuronal. (4) Un estudio de fMRI realizado por Gu y Han (2007)
relevó el hecho de que las actividades neuronales relacionadas con la medición del
dolor eran eliminadas cuando los sujetos contaban el número de manos afectadas por
el estímulo doloroso en lugar de evaluar la intensidad de dolor experimentada por el
modelo. En esta investigación, la respuesta neuronal fue modulada por diferentes
demandas atencionales.

Debemos hacer una mención especial en esta revisión sobre un importante estudio
realizado por Jackson et al. (2006), como parte de una línea de investigación que ha
estudiado las similitudes y diferencias de la activación cerebral en acciones (Ruby y
Decety, 2001), creencias (Ruby y Decety, 2003) y sentimientos (Ruby y Decety, 2004)
imaginadas por sujetos en la perspectiva de primera persona (Self) o de tercera persona
(otro) (Jackson et al., 2006). El estudio muestra cómo al imaginarse los sentimientos de
otros, o imaginarse uno mismo en una situación dolorosa, se modula la actividad
neuronal que subyace al énfasis en la evaluación del espectador, que a su vez regula el
proceso de activación relacionado con el dolor. En este caso, las diferencias en la
imaginación regulan la activación.

En contraste con los estudios que recién hemos examinado, nuestro experimento en
fMRI considera el cómo los participantes organizan la experiencia emocional, por ende
cómo se sienten inclinados cuando se sitúan corporalmente. Esta aproximación nos
lleva a distinguir entre dos categorías de espectadores – observadores Inward y
Outward – correspondientes entonces a las dos polaridades del continuo. La hipótesis
es que la observación de dolor en la expresión facial del compañero elicita diferentes
áreas cerebrales, en relación al hecho de que la percepción de la estabilidad personal se
basa en un marco de referencia que predominantemente emplea un sistema de
coordinación centrado en el cuerpo, como en esos sujetos que hacen una hipercognición
de sus emociones básicas (inclinación Inward), o un sistema de coordinación de anclaje
externo, como en esos sujetos que captan su propia experiencia emocional
involucrándose con los otros (inclinación Outward).

Estudiamos sujetos en 30 parejas mientras observaban fotos de expresiones faciales


que representaban dolor en sus propias parejas y en extraños, o, para obtener una
comparación, expresiones que representaban neutralidad.

Nuestros 30 participantes fueron previamente divididos en dos grupos – Inward y


Outward – sobre la base de una entrevista semi-estructurada (Bertolino et al., 2005)
conducida de manera independiente por dos investigadores. Brevemente, la entrevista
estaba estructurada en tres pasos consecutivos: (1) un detallado relato de dos episodios
(que involucraban miedo y/o rabia); (2) una descripción de experiencias emocionales
de rabia y miedo, para definir el estilo de activación emocional y de regulación de los
participantes (Inward u Outward); (3) un análisis de el inicio, las manifestaciones y la
extinción de la experiencia emocional. Los sujetos también completaron el cuestionario
de significado-personalidad, evaluando temas claves que caracterizan los diferentes
estilos emocionales, y una escala Inward-Outward para definir el modo con que
experimentaban emociones. También completaron una serie de cuestionarios
identificando diferentes rasgos de personalidad, y el Índice de Reactividad
Interpersonal para evaluar la empatía al dolor, y dos de cinco subpruebas del
Cuestionario de Percepción Corporal (BPQ) – el de Procesos de Conciencia del Cuerpo
(AWP) y el de Reactividad del Sistema Nervioso Autónomo (ANSR) – los cuales están
relacionados con la percepción de respuestas corporales.

Comparamos los dos grupos, cada uno de 15 personas, mientras eran expuestos a una
estimulación visual altamente self-related: imágenes de las caras de sus parejas, en
situaciones dolorosas y neutras, y caras de desconocidos, en situaciones dolorosas y
neutras. Las expresiones faciales de dolor de las parejas fueron grabadas durante un
examen nocioceptivo. Dos investigadores revisaron las filmaciones y seleccionaron por
consenso las fotos que transmitían evidencia de una experiencia de dolor intenso,
basados en el Facial Action Coding System de Ekman y Friesen. Se les pidió durante el
fMRI que realizaran una tarea de discriminación entre rostros conocidos y
desconocidos que expresaban dolor o con expresiones neutras.

En el análisis de la información de las neuroimágenes, una comparación directa entre


los grupos reveló que la señal de aumento en la ínsula posterior izquierda /BA13 y el
lóbulo parietal derecho/BA40 era mayor en el grupo Inward, y en el grupo Outward la
señal era mayor en el girus medio frontal bilateral/BA9, la precuña bilateral/BA7 y la
corteza cinculada posterior izquierda/B23 (ver Figura 2). Para evaluar mejor el efecto
del grupo factor en la actividad diferencial relacionada con la tarea, se le realizó un
análisis de interacción de tres maneras a los dos grupos basado en las expresiones
faciales de dolor por expresiones faciales conocidas. Esta interacción mostró mayor
activación en la ínsula posterior izquierda/BA13, mientras que la comparación reversa
mostró una mayor activación en la cuña bilateral/BA19, girus occipital medio
izquierdo/BA18 y cortezas medio prefrontales derecha/BA10 y las cortezas medio
occipitales izquierda/B25. Esto sugiere que el grupo factor contribuyó
significativamente hacia las diferencias entre los participantes.
Consistente con nuestra hipótesis, los resultados parecen indicar que distintas
activaciones están involucradas en cada grupo. Para explicar estos descubrimientos con
mayor claridad, es notable que las regiones activadas en el grupo Inward parecen
traslaparse con el sistema neuronal de la conciencia interoceptiva, tal como la ínsula
posterior y la corteza somatica sensorial secundaria (SII), al mapear el camino
homeostático aferente (Craig, 2002). Por el contrario, el grupo Outward actvió regiones
involucradas funcionalmente en el procesamiento auto-referencial como la corteza
prefronatal medial (Gusnard et al., 2001), así como la precuña y el PPC (Gusnard y
Raichle, 2001). Podríamos también decir sobre este punto lo siguiente: mientras que
las activaciones en el grupo Inward casi se sobrepusieron con el sistema neuronal de
conciencia interoceptiva, el grupo Outward mostró activación en aquellas regiones
parietales fronto-posteriores que están comprometidas en la reunir continuamente
información sobre el Self y el mundo exterior (Cavanna y Trimble, 2006).

Al mostrar cómo dos modos de propensión emocional involucran distintas áreas en el


procesamiento de estímulos visuales altamente self-related, esta información sugiere
que hay disponible más de un modo de procesamiento auto-referencial, al menos en la
empatía del dolor. Como lo ilustró Northoff et al. (2006), el procesamiento auto-
referencial tiene que ver con estímulos que son experimentados como fuertemente
relacionados a la propia persona; como tal, implica una focalización sobre los aspectos
subjetivos, y conecta diferentes estímulos con el Self. Lo que unifica y categoriza al
estímulo, en lo que respecta a esto, es la fuerza de su relación con el Self: aquí, en una
situación en donde se muestra al propio compañero sufriendo dolor, la fuerza del
estímulo está determinada a propósito de lo que uno siente. La propensión emocional,
además, corresponde a una forma de auto-referencia apuntalada por activaciones
neuronales selectivas. Desde este punto de vista, no es sorpresa que las áreas
involucradas en el tan llamado “red de modo defecto” (DMN) (Raichle et al., 2001; Fox
et al., 2005, 2007; Harrison et al., 2008) muestren mayor activación en aquellas tareas
que tienen alguna relevancia para el individuo, mientras que muestran menor
involucramiento en tareas que demanden atención; por lo tanto, la activación de esas
áreas están moduladas por demandas de tarea (Greicius et al., 2003). Además, nuestros
datos apuntan al hecho de que las áreas de DMN parecen ser una red preferencial en
aquellas personas que continuamente están reuniendo información acerca del contexto
externo y del Self como su propio modo de sentirse, o sea el grupo Outward.
Moviéndonos hacia una comprensión de la integración de emoción-cognicición (Pessoa,
2008), parece que el procesamiento auto-referencial puede estar relacionado tanto con
las funciones cognitivas como con la propensión emocional, es decir, el modo en que
uno es afectado.

Parecería entonces evidente que los diferentes modos en los cuales los espectadores
estructuras sus sentimientos de estabilidad personal se reflejan en las diferencias de al
restablecer los circuitos cerebrales elicitados cuando empatizan con el dolor sentido
por sus parejas.
El aspecto más interesante que parece emerger de este estudio es que los seres
humanos experimentan la empatía al dolor sobre la base de distintos compromisos
afectivos con el mundo, sugiriendo entonces que un estilo emocional encarnado
(fenotipo emocional) influye profundamente en la manera en que percibimos y
procesamos la información de la vida diaria. Sumándole a los numerosos puntos de
vista sobre el asunto de la encarnación, como la cognición encarnada (Niedenthal,
Barsalou y Winkielman, 2005; Niedenthal, 2007), la experiencia fenomenológica
encarnada (Gallagher, 2007), la encarnación radical (Thompson y Varela, 2001) y la
estimulación encarnada (Gallese, 2007), nuestros resultados sugieren que este tema
puede ser investigado a través de una nueva perspectiva que ubique las diferentes
modalidades de estar emocionalmente situado en el corazón del problema.

En conclusión, más allá de sugerir que los humanos responden sobre la base de
mecanismos de respuestas automáticas ante el dolor compartido, los presentes
descubrimientos apoyan la noción de que los humanos experimentan la empatía por el
dolor basándose subjetivamente en distintos compromisos afectivos con el Self y con el
ambiente, apuntalados por distintas activaciones neuronales. Además, estos
descubrimientos indican que el mecanismo central de la percepción-acción de la
empatía, en vez de ser una “clase de orden superior” (Preston y de Waal, 2002) que
incluye la conducta motora y la conducta emocional, depende del fenotipo emocional.

Como veremos el la Parte Dos, esta perspectiva nos proveerá de nuevos caminos para
comprender las perturbaciones psicológicas.

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