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Soy diferente de todas mis sensaciones, no pudo entender cómo. Ni siquiera puedo
entender quién las siente. Además, ¿Quién es este “yo” al comienzo de estas tres
proposiciones?
A este punto, tenemos que examinar otro aspecto de la experiencia que no ha recibido
mucha atención hasta ahora: su naturaleza temporal. El tiempo de hacer, o no hacer;
tiempo común tejido en interacciones, en rutinas, en prácticas, en experiencias
compartidas y al mismo tiempo en el paso de los días… día y noche, ayer, hoy y mañana:
el modo en que el pasado, presente y futuro se construyen y se interrelacionan en
nuestro diario vivir. Es el tiempo de la experiencia, el tiempo de lo que hacemos, de lo
que sentimos de una manera u otra, que hace posible darle una nueva forma a los
eventos a través de la narración. El significado de las palabras de Ricoeur (Ricoeur,
1980) emerge con mucha fuerza aquí: “Aprovecho la temporalidad para que sea esa
estructura de existencia que alcance al lenguaje en la narrativa y que la narrativa sea la
estructura de lenguaje que tenga la temporalidad como su último referente”.
De ello se deduce que es el orden conjunto (es decir, junto con sus padres) de los
eventos de su propia vida en secuencias narrativas por las cuales el niño comienza a
construir y articular su propia singularidad como persona, para darle forma a su propio
quien. De este modo, mientras él diferencia la experiencia narrada del fondo ante-
predicativo en el cual su historia estaba implicada de algún modo, se apropia de esa
experiencia, la reconoce como propia. Se reconoce y se identifica a sí mismo en esa
historia al mismo tiempo. Para hacerlo, el niño no requiere de una habilidad social
metacognitiva – la identidad está construida en el acto mismo de la narración.
Estos solos eventos comienzan a ser amalgamados en firmes estructuras narrativas
exhibiendo las características de micro-historias en el curso del tercer y cuarto año de
vida. A través de la narración conjunta de su propia experiencia, el niño descubre un
método “íntimo” para organizar los eventos, y al mismo tiempo le da forma a su propio
modo de sentir que es él mismo. “El contenido emocional de las conversaciones padre-
hijo,” escribe Welch-Ross (2001), “es un tipo de encuadre evaluativo que,
probablemente, juega un rol crítico en el desarrollo de esta orientación subjetiva hacia
los eventos, que le imparte significado a la experiencia”. No es sorpresa entonces
descubrir que en esta etapa los niños empiezan a interesarse en los estados
emocionales y mentales, como se demuestra en el incremento del porcentaje de
preguntas acerca de los estados internos, y sobre “causalidad psicológica” acerca de las
acciones realizadas por otros (Dunn, 1988).
Este proceso, que como hemos dicho, ocurre en los años pre-escolares, está
caracterizado por el divorcio gradual entre la narración y el contexto de la situación, del
contexto en el cual el evento hablado tuvo lugar. Si, a la edad de 2 años, decir “coche”
ayuda a indicar el hecho de que el niño quiere ir, o va a ir al parque con su padre, a la
edad de 4 o 5 años, la misma palabra está libre, por así decirlo, del contexto de la
pronunciación, de la situación inmediata de referencia. En otras palabras, el niño parece
adquirir la capacidad de recomponer eventos en una secuencia diacrónica, en vez de
simplemente referir lo que está pasando en el aquí y ahora del contexto de la
pronunciación, la capacidad de usar las palabras para construir un todo significativo
fuera de eventos dispersos.
La nueva habilidad del niño para volver a montar los eventos sueltos en una estructura
narrativa, y así la habilidad para distanciarse él mismo de los eventos, van de la mano
con un cambio en el uso del lenguaje. En los años pre-escolares, está el uso pragmático
del lenguaje que les asegura que se establezca un enlace mimético primario entre el
lenguaje por un lado y la acción y el sentimiento por otro. Como hemos disco
repetidamente, hasta esa edad la conversación se refiere esencialmente a lo actual, a
situaciones interpersonales, a experiencias que están sucediendo, a actividades
compartidas, como si de alguna manera el sentido de las palabras fuera actualizado a
través de la referencia en-línea para aquellos contextos que están siendo compartidos
en la práctica actual.
El involucramiento de los actores en juegos es una parte esencial del sentido, y por lo
tanto de la decodificación de la acción. Después de todo, la trama simbólica conectada
subyacente a las acciones puede ser entendida porque los actores participan en el juego.
Es por eso que incluso niños de 2 años pueden cambiar el modo en que formulan sus
pronunciaciones cuando son interrogados por su madres o por un familiar adulto
(Tomasello y Todd, 1983). De hecho, Tomasello y sus asociados descubrieron que, para
un adulto familiar, los niños reformularon su pronunciación con mayor frecuencia que
con sus madres; con sus madres ellos tendieron a repetir la pronunciación.
Así, mientras el niño se comunica en dos, por así decirlo, dentro de las actividades de
las que es parte usando el lenguaje desde el interior de los eventos socialmente
compartidos (Nelson, 1996), niños mayores pueden comunicar eventos desde una
perspectiva externa, como su participar en un evento ya no fuera necesario para ser
capaz de hablar acerca de el.
Desde el punto de vista contrario, fallar en alcanzar el dominio total sobre las
herramientas narrativas podría explicar las diferencias para comprender el Self
temporalmente extendido en niños de 2, 3 y 4 años de edad, identificado a través de un
paradigma de auto-reconocimiento retrasado.
Aunque muchos estudios han señalado que durante los años pre-escolares los eventos
tanto pasados como futuros se ordenan narrativamente a través de las conversaciones
con los cuidadores, las variables conectadas con el estilo maternal que afecta la
reminiscencia conjunta, difieren de las que caracterizan las charlas padre-hijo acerca
de los eventos futuros (Hudson, Shapiro y Sosa, 1995; Hudson, 2002, 2006).
Es esta falta de contenido “tangible” lo que hace que las conversaciones padre-hijo
sobre el futuro sean más complicadas. En contraste con la interpretación compartida
del pasado, en la que las palabras usadas están basadas en la experiencia vivida, una
conversación que anticipe eventos futuros sólo puede contar con la experiencia de una
manera indirecta. Lo que se espera del futuro es lo que ya ha sucedido en el pasado.
Este es el resultado obtenido de los estudios sobre los efectos de las rutinas familiares
en el desarrollo de la comprensión temporal (Friedman, 1977, 1990; Friedman y
Brudos, 1988). De hecho, el niño ya puede configurar lo que sucede en situaciones
típicas (como ir a un McDonald’s) como una secuencia (Hudson, Shapiro y Sosa, 1995).
Otros estudios recientes que demuestran que el mismo sustrato neuronal que se activa
al imaginarnos el futuro se necesita para recordar el pasado nos conducen a la misma
conclusión (Schacter, Addis y Buckner, 2007).
Sin embargo, no todos los eventos futuros pueden ser predichos desde un conocimiento
de los eventos pasados. Muchas cosas que ocurren pueden ser eventos inesperados,
nuevos, desconocidos, que difieren de nuestras expectativas.
Estas dos maneras de tratar con el futuro están reflejadas en las conversaciones padre-
hijo. Cuando las madres hablan con los niños acerca del futuro, ellas usan un tipo de
lenguaje que toma en cuenta este hecho: “comprometieron a sus hijos a pensar sobre el
futuro de diferentes maneras dependiendo si el evento en discusión era familiar o
desconocido para el niño. Cuando discuten eventos rutinarios, los niños fueron
alentados a entregar información acerca de lo que ellos esperaban que pasara, mientras
que cuando discuten eventos nuevos, las madres comprometieron a sus niños en
conversaciones más hipotéticas (Hudson, 2002).
Con el objeto de que un niño sea capaz de situar un evento en el tiempo, debe ser capaz
de entender más o menos el futuro esperado junto con el pasado desde el cual ese
evento futuro difiere (o no difiere) y con el presente en el cual estas dos experiencias
de tiempo se entrelazan de una manera asimétrica. A través del uso del lenguaje, el niño
aprende a moverse entre la memoria y el plan, aprende a navegar a través del tiempo.
Esto implica que la alquimia entre lo que Koselleck (2004) llama el espacio de
experiencia y el horizonte de expectativas está continuamente recomponiéndose en la
experiencia temporal actual, un proceso que es particularmente intenso en los niños.
Como lo sugiere el título de su reporte investigativo, “Los deseos actuales de los pre-
escolares afectan sus opciones para el futuro” (Atance y Meltzoff, 2006). Por otra parte,
muchos estudios sobre habilidades de planificación en niños pequeños demuestran que
la capacidad de planificación se incrementa considerablemente entre los 3 y los 5 años
(Carlson, Moses y Claxton, 2004: Hudson, Shapiro y Sosa, 1995).
Cuando, partiendo de los 5 años, el niño adquiere las herramientas que le permiten
componer las variadas dimensiones temporales en una unidad narrativa, lo que emerge
desde un punto de vista experiencial es precisamente un nuevo sentido de la
permanencia del Self en el tiempo. Esto quiere decir que, no sólo hace que el niño
reconfigure acciones y sentimientos a través del tramado narrativo, sino que es capaz
de definir un horizonte dentro del cual fijar su propia estabilidad en el tiempo. Esta
habilidad constituye el fundamento del sentido de responsabilidad que caracteriza al
niño entrando en la “edad de la razón” (White, 1996).
En occidente, la transición está señalizada sobre todo por los fenómenos que
acompañan la escolaridad. La entrada al sistema escolar le entrega al niño su primer
impacto con un orden amplio (Hayek, 1978), en el cual su propia identidad se negocia
en términos de competitividad individual, más que ser regulada por un sistema ético
distribuido socialmente, como ocurre en pequeñas comunidades que comparten
hábitos, creencias y conocimiento. Las actividades compartidas y las prácticas escolares
estructuran nuevos campos de interacción – con grupos de niños de diferentes edades
y otros adultos significativos – en los que el niño participa con una autonomía creciente
respecto de sus figuras parentales. Esto conduce al desarrollo de un sentido de
responsabilidad independiente, que emerge en un contexto intersubjetivo fuera de la
familia.
Parece que entre los 5 y los 7 años de edad, los padres le asignan (y los niños lo asumen)
la responsabilidad para el cuidado de los niños más pequeños, para tener animales, para
realizar las tareas de la casa y para recolectar materiales necesarios para la familia. Los
niños también se vuelven responsables para su propia conducta social y el método de
castigo para las transgresiones cambia. Junto con la responsabilidad, está la expectativa
de que los niños de 5 a 7 años empiecen a ser adiestrables. Los adultos entregan un
entrenamiento práctico, esperando que los niños sean capaces de imitar su ejemplo; a los
niños se les enseñan modos sociales y se les inculcan tradiciones culturales. Subyaciendo
a estos cambios de enseñanza está el hecho de que, a los 5-7 años, los niños son
considerados como poseedores de racionalidad o sentido común. A esta edad también se
considera que el carácter del niño puede ajustarse y él comienza a asumir nuevos roles
sociales y sexuales. Comienza a unirse a grupos de pares y participar en juegos normados.
Los grupos de niños a esta edad se separan por sexo (Rogoff et al., 1996).
Mientras la recomposición narrativa de los eventos (por medio de la cual una serie de
elementos heterogéneos – acciones, emociones, motivaciones, episodios, agentes,
medios, fines, causas – se recombinan en una configuración unitaria) mantiene unidos
los varios sucesos que forman parte de esa historia, al mismo tiempo se constituye la
identidad de la persona para quien esas experiencias refieren. Para ser más precisos, la
capacidad de organizar y expresar la propia experiencia a lo largo del tiempo de un
modo significativo revela lo que permanece en el tiempo: la correlación de identidad
con las propias experiencias, con la persistencia del Self en los diferentes episodios que
constituyentes de la propia vida.
Podríamos definir el conjunto de peculiaridades por las cuales una persona tiende a ser
la misma a lo largo del tiempo como su carácter. De hecho, es la perseverancia de esos
rasgos estables lo que expone a la mismidad a una doble mirada; una mirada le permite
a la persona entenderse a sí misma desde el punto de vista de la primera persona, la
otra desde el punto de vista de la objetividad. Por un lado, es mi carácter el que me hace
único. Mi fisonomía, mi voz, mi rostro – son las huellas digitales de mi ser. Es ese
carácter, entendido como una unidad de perspectiva, lo que me sitúa mientras me dirige
en mi encuentro con el mundo y con los demás. Por otro lado, sin embargo, son esos
mismos rasgos los que le permiten al carácter ser observado objetivamente: como un
portarretrato, decíamos anteriormente, como patrones abstractos que ya no le
pertenecen a nadie.
Mientras que la mismidad y la ipseidad marcan los límites dentro de los cuales se
compone la identidad de una persona en el tiempo, la relación dialéctica interminable
se construye a través de la construcción de una trama narrativa, creando entonces una
Identidad Narrativa. Después de Ricoeur, se ha vuelto común hablar de Identidad
Narrativa para referirse a la mediación operada por la historia permitiendo la
composición y recomposición de las dialécticas entre los dos modos de permanencia en
el tiempo. Es este tipo de mediación que permite a la persona transformar una mera
sucesión temporal de eventos en un todo cohesionado que constituye su historia de
vida. De este modo, la identidad de la persona, entendida como el carácter de la historia,
es moldeada al mismo tiempo con la trama. Y de hecho, por una parte, la unidad
temporal de la historia corresponde a la singularidad de la persona o, podría decir, al
“carácter” de la narrativa, mientras que por otra parte, la unidad temporal está siendo
constantemente desafiada por eventos imprevistos, por situaciones del momento.
Como apuntaba Ricoeur (1995), “Yo sostengo que la real naturaleza de la identidad
narrativa se revela sólo en la relación dialéctica entre la ipseidad y la mismidad”.
En este proceso, lejos de la manifestación misma del carácter como una estructura
inmutable determinada por los cromosomas, o por los planetas y las estrellas, se le
cuestiona constantemente en el evento de ser. La historia que está contenida en ella es
traída de vuelta al escenario en una narrativa de las cual la persona es la creadora. Por
otro lado, la ipseidad, el evento de ser-ahí, que como notaba Weil (1974), desafía a la
persona en cada segundo, podría ser reconfigurada e integrada narrativamente son el
soporte de la mismidad, ofreciendo una oportunidad de continuidad en el tiempo que
difiere de la permanencia del carácter.
Así, si la experiencia de ser tiende más hacia la mismidad, la relación entre la unidad y
la discontinuidad en la construcción de la narrativa tendrá que ser emparejada por la
dialéctica entre la recurrencia de rasgos estables – que proveen al protagonista de un
sentido de permanencia en el tiempo – y la variedad de situaciones significativas – lo
que perturba a ese sentido de continuidad personal. Esta es la dialéctica interna del
protagonista de la historia cuya identidad está focalizada sobre un carácter que admite
sólo mínimas transformaciones. Pensemos en el héroe romántico quien doblega todo a
su fiera pasión. “Cómo he devorado todo…” exclama el joven Werther un segundo antes
de suicidarse.
Raskolnikov le dice al hombre que lo interroga: “Yo simplemente sugiero que el hombre
‘extraordinario’ tiene el derecho… No me refiero a un derecho formal, oficial, sino que
él tiene el derecho en si mismo, para permitir que su conciencia traspase… ciertos
obstáculos, pero sólo en el eventual de que sus ideas (que a veces podrían ser saludables
para toda la humanidad) lo requieran para su cumplimiento” (Dostoevsky, 1953).
En contraste con la permanencia del Self centrada en esos aspectos del personaje que
son casi sustanciales, la constancia del Self polarizada en la ipseidad abre posibilidades
inesperadas de variabilidad. Construir la propia identidad entonces se convierte en una
función tanto del modo en que uno se estabiliza a sí mismo (fijo versus cambiante) como
del tipo de anclaje con el que uno se comprende (personas, contextos, pensamientos,
imágenes, etc.). Esto varía el modo en que está compuesta la historia y el o los
personajes.
Pero si nos movemos hacia la discontinuidad del anclaje, como lo hace Virginia Woolf
en su corta historia “La Marca en la Pared”, el personaje se convierte en un agregado
transitorio. Es como su una multitud de experiencia del Self estuvieran listas para
componerse a sí mismas de manera discontinua, de diferentes formas alrededor de
nuevos objetos, juntándose por un rato, haciendo entonces que un personaje nuevo y
diferente emerja cada vez, sólo para volver a salir antes de producir otro nuevo
agregado. Es interesante notar que, en la mitad de esta migración perenne, Virginia
Woolf escribe, casi como si estuviera atrapada en una especie de relación entre este
modo de ser y la rapidez:
Por qué, si uno desea comparar su vida con algo, uno debe compararla siendo arrastrada
a través de un túnel por un tren subterráneo a cinco millas por hora, arribando al otro
final sin un solo pinche en su pelo. Disparada a los pies de Dios completamente desnuda.
Cayendo de cabeza sobre los pastos como papel lanzado en la oficina de correos. Con el
pelo volando como los caballos de carrera. Sí, eso parece expresar la rapidez de la vida, el
gasto y reparo perpetuo; todo tan casual, todo tan al azar (Woolf, 2000).
No tengo sentido de mi vida como una narrativa con forma, o en realidad como una
narrativa sin una forma, tengo un poco interés en mi propio pasado y poca preocupación
por el futuro. Mi pobre memoria personal invade largamente mi conciencia presente.
Incluso cuando me intereso de mi pasado, no estoy interesado en ella como si fuera mía…
para mi como yo soy ahora, el interés (por lo demás emocional) de mis memorias
personales yace en su contenido experiencial, independiente del hecho de que lo que sea
recordado me ocurrió a mi – por ejemplo, el mi que ahora está recordando.
El continuo cambio del punto de anclaje es el tema de Rameau’s Nephew. El tema central
de este gran trabajo de Diderot es el protagonista multifacético, cuya identidad es
rediseñada cada vez, ya sea adoptando el pensamiento o la voz de otro, o alineándose a
las circunstancias o exigencias dictadas por la situación. “Nada es más diferente de él
que él mismo”, escribe Diderot (1762). “Hoy, con la ropa sucia y los pantalones
rasgados, vestido con harapos, casi descalzo, se escabulle con su cabeza gacha…
Mañana, se marcha con su cabeza en alto, empolvado, con su pelo ondulado, bien
vestido, con zapatos finos… Vive de un día para otro, triste o feliz, según las
circunstancias”. Y un paso adelante, cuando todo punto de anclaje ha sido perdido,
cuando uno ya no posee, ni puede poseer, una identidad porque no hay nada o nadie de
donde sostenerse, sólo entonces alcanzamos ese “no soy nada” que caracteriza a Musil
de The Man without Qualities. Sólo entonces se puede comprender ese “no soy nada”
que Ricoeur reconoce como la atestación del eclipse de identidad (y que nosotros
exploramos al comienzo de este libro cuando examinamos los aspectos problemáticos
de la vida de Roberto), entenderlo como la experiencia de una persona que ya no puede
arreglárselas para descentrarse a sí mismo de un modo estable, que ya no puede
reconocerse y retener la permanencia en el tiempo: es una sensación de vacío, una
sensación de nada, el sentimiento de que uno es nada. Las palabras de Musil tienen un
eco en la expresión con la que Roberto captura el final de su relación con Sara: “ella era
mi espejo, así que mientras ella estaba conmigo, yo también estaba ahí; entonces ella se
marchó y de pronto yo ya no existía más”.
3.5 inclinaciones
Por lo tanto, las dos inclinaciones, que se reflejan en las diferentes direcciones con las
que la identidad narrativa puede reconfigurar la experiencia, nos conducen de vuelta a
las dos polaridades con las que se constituyen nuestras emociones – que de hecho
definen un continuo – y al mismo tiempo, las dos maneras con que se construye la
relación con los otros significativos. Este es el fondo ontológico que nos permite trazar
las directrices de una psicología de las emociones.
Las cosas parecen moverse en una dirección diferente si los estímulos recurrentes a los
que es expuesto el niño en sus interacciones con los adultos significativos no elicitan
respuestas específicas. En este caso, es como si la evolución no hubiera “preparado” al
organismo para producir un appraisal (o estimación) de estímulos que son relevantes
para mantener la adaptación. Este tipo de reciprocidad – que se desarrolla y se basa
gradualmente, a través de las relaciones del niño con los cuidadores significativos,
sobre un compromiso afectivo “mediatizado”, en cuya esfera las emociones no-básicas
son hipercognitivas – da origen a una predictibilidad que debe ser anclada
forzosamente a una fuente externa de estimulación. Este modo de emocionarse puede
ser descrito usando las palabras empleadas por Draghi-Lorenz, Reddy y Costall (2001)
para describir las emociones no-básicas: “Ellas parecen deber su condición específica
al ser de facto siempre y necesariamente emociones con ‘conciencia’ social”. Mientras
esto produce un reconocimiento de las propias experiencias emocionales derivadas de
una focalización inicial sobre el otro, dificulta poner la atención sobre los propios
estados internos. Shotter (1998) es muy claro al definir este modo como un “saberse”.
Visto desde esta perspectiva, las emociones toman forma desde el propio compromiso
con el otro en las situaciones que suceden: sin la necesidad de construir una
representación, el otro es percibido como una parte de la propia experiencia emocional
en el contexto de relaciones transitorias. En este caso, el niño es inducido a construir
rasgos y luego configuraciones de carácter que involucran, de maneras distintas, una
preocupación constante del Self y del otro. Estos rasgos inclinarán la cualidad de una
experiencia emocional, la regulación de la emoción y la construcción de la identidad
personal.
A diferencia de las emociones básicas, aquellas emociones que emergen a través del
compromiso afectivo mediatizado, debido a su “visceralidad limitada”, pueden cambiar
más rápido y más fácil, ya que tasan menos los recursos del sistema visceral. Como
veremos en el próximo capitulo, tal mutabilidad favorece el desarrollo de una mayor
flexibilidad respecto del flujo de los eventos que suceden. Además, mientras el elemento
de conciencia, que es considerado como parte integral de esta forma de experiencia
emocional, “desacelera” la velocidad de reacción de la persona a los eventos y “enfría”
sus pasiones, al mismo tiempo permite que las respuestas emocionales de la persona
sean más individualizadas. No debería sorprendernos entonces que este tipo de
experiencia emocional pueda dar origen a patrones específicos de arousal (excitación).
Una mirada superficial parecería indicar que la diferencia entre los dos modos de
permanencia en el tiempo consiste en una relación privilegiada entre la mismidad y el
cuerpo. En esta mirada, es como si gradualmente nos moviéramos desde un polo en
donde la ipseidad coincide con la mismidad hasta el polo en donde las dos modalidades
son completamente independientes y al mismo tiempo la ipseidad se disocia
gradualmente del cuerpo de manera paralela.
Examinando el rango de variación entre las dos polaridades desde este punto de vista
significa, sin embargo, ignorar un aspecto fundamental que nos ha mantenido ocupados
en este libro. Si el lenguaje reconfigura la experiencia de vivir, y si el sentirme yo mismo
de una u otra manera (ipseidad) siempre está mediatizado por mi existencia encarnada,
entonces todo el espectro de variaciones reconstituido en la narrativa corresponde a
diferentes modalidades de ser yo mismo por el cuerpo, de mi sentirme vivo. En
consecuencia, lo que distingue a estos dos modos de construcción de la identidad es
cómo uno se siente “dentro de la propia piel”, más allá de la relación privilegiada que
uno de esos dos modos tiene con el propio cuerpo. Incluso el “No soy nada” de Musil es
un modo de sentirse vivo.
En este sentido, mi cuerpo aparece cada vez como el rango de posibilidades sensorio-
motoras emocionalmente situadas, generadas en respuesta a quién o qué captura mi
atención, me interesa, me dirige, me invita, me desafía. Desde este punto de vista, la
corporeidad es un fenómeno: se presenta como la capacidad de percibir algo
significativo que viene hacia nosotros, interpelándonos. Es el “puissance d’un certain
monde”.
Es a través de la continua ocurrencia de este encuentro, de un modo u otro, que yo llego
a una percepción de mi mismo en cada momento, de lo que de otra manera nunca habría
tenido acceso. En este sentido, mi carne, que tiene la experiencia, actúa y está sujeta al
mundo y a los demás, es el centro de la mediación concreta de mi apertura al mundo,
pero también es el “texto” que guarda un registro de esta apertura.
Gracias a esta tensión que emana del cuerpo, el sentido del estar situado, y en
consecuencia la noción de perspectiva, se vuelven concretas. Es mi actuar y sentir lo
que se apoya hacia ciertas inclinaciones como resultado de lo que algunos aspectos del
mundo adquieren cierta importancia para mi, una significancia que orienta mis
posibilidades de existencia. “El propio cuerpo se ‘conoce’ y se ‘comprende’” (Merleau-
Ponty, 1945).
Con el objeto de demostrar que esas dos polaridades – las inclinaciones Inward y
Outward – del dominio afectivo, y del orden y la coherencia semántica de una narrativa
personal, corresponde a diferentes modos de percibir es estímulo análogo, hemos
diseñado un experimento que nos ayude a medir el efecto producido al observar dolor
en un compañero. Antes de ir a examinar los resultados de nuestro estudio, debemos
primero delinear brevemente el contexto de esta investigación.
Existen dos grandes trabajos sobre la empatía del dolor: uno de Singer et al. (2004), el
otro de Avenati et al. (2005). Ambos estudios logran la misma conclusión: al empatizar
con el dolor de otros se activan una serie de circuitos cerebrales que también son
elicitados cuando nosotros experimentamos dolor.
En una serie de experimentos en los que los sujetos observaron varios tipos de
estímulos dolorosos – por ejemplo, una aguja en la mano de alguien, una aguja siendo
clavada en un tomate – producidos por medio de una estimulación magnética
transcraneal (TMS), los investigadores registraron cambios en la excitabilidad motora
de los músculos de la mano de los sujetos como resultado de la observación de los
mismos músculos que fueron estimulados en otros. No hubo cambios cuando los
participantes observaron una aguja penetrando un tomate.
Este fuerte contraste entre los descubrimientos obtenidos en estos dos estudios se debe
a las instrucciones diferentes dadas a los participantes, según Singer y Frith (2005). En
el estudio de Singer et al., la atención de los sujetos estaba puesta en la anticipación del
displacer de los estímulos dolorosos. Por el contrario, en el experimento de Avenati, a
los participantes se les pidió que atendieran a la parte del cuerpo que estaba cerca de
ser pinchada y medir la intensidad del dolor que el individuo estimulado podría haber
sentido. Muy correctamente, Singer y Frith concluyen su artículo con una advertencia
de que cuando se estudie la empatía para el dolor, lo que ellos llaman “las actitudes
mentales” de los participantes, deben ser considerados.
Cuatro estudios han tomado esta advertencia seriamente. (1) Singer et al. (2006), un
estudio fMRI en el cual las respuestas empáticas de dolor en otros (puesto en un juego
económico) referidas preferentemente a la evaluación de parte de los participantes de
sobre la injusticia o injusticia de su conducta durante el juego. Se encontró que el juicio
moral regulaba la respuesta neuronal. (2) Un estudio de Danziger, Prachin y Willer
(2006) investigó la posible influencia de la sensibilidad al dolor del observador sobre
su percepción del dolor de otros. Los 12 sujetos estudiados fueron pacientes con
insensibilidad congénita al dolor, quienes no obstante eran capaces de sentir empatía
por el dolor de otros sobre la base de evidencia dolorosa facial o acústica. Encontraron
difícil evaluar el dolor experimentado por los otros sin ver sus caras o escucharlos
llorar. En este caso fue demostrada que la percepción de dolor experimentado por otros
está involucrada con la integridad del sistema nocioceptivo del espectador. (3) Un
estudio de fMRI realizado por Cheng et al. (2007), que demostró que, mientras los
participantes estaban observando agujas que se insertaban en diferentes partes del
cuerpo, la activación de la matriz de dolor variaba significativamente entre los sujetos
que habían sido anteriormente divididos en dos grupos para el experimento, sobre la
base de su grado de experticia en acupuntura. El primer grupo, que consistía en fisiatras
practicando acupuntura, y que no exhibió señales de cambio en la ínsula y en el ACC,
fue comparado con un segundo grupo compuesto de personas comunes, quienes
activaron esas áreas a un grado significativo. En este estudio, fue un experto el que
moduló la activación neuronal. (4) Un estudio de fMRI realizado por Gu y Han (2007)
relevó el hecho de que las actividades neuronales relacionadas con la medición del
dolor eran eliminadas cuando los sujetos contaban el número de manos afectadas por
el estímulo doloroso en lugar de evaluar la intensidad de dolor experimentada por el
modelo. En esta investigación, la respuesta neuronal fue modulada por diferentes
demandas atencionales.
Debemos hacer una mención especial en esta revisión sobre un importante estudio
realizado por Jackson et al. (2006), como parte de una línea de investigación que ha
estudiado las similitudes y diferencias de la activación cerebral en acciones (Ruby y
Decety, 2001), creencias (Ruby y Decety, 2003) y sentimientos (Ruby y Decety, 2004)
imaginadas por sujetos en la perspectiva de primera persona (Self) o de tercera persona
(otro) (Jackson et al., 2006). El estudio muestra cómo al imaginarse los sentimientos de
otros, o imaginarse uno mismo en una situación dolorosa, se modula la actividad
neuronal que subyace al énfasis en la evaluación del espectador, que a su vez regula el
proceso de activación relacionado con el dolor. En este caso, las diferencias en la
imaginación regulan la activación.
En contraste con los estudios que recién hemos examinado, nuestro experimento en
fMRI considera el cómo los participantes organizan la experiencia emocional, por ende
cómo se sienten inclinados cuando se sitúan corporalmente. Esta aproximación nos
lleva a distinguir entre dos categorías de espectadores – observadores Inward y
Outward – correspondientes entonces a las dos polaridades del continuo. La hipótesis
es que la observación de dolor en la expresión facial del compañero elicita diferentes
áreas cerebrales, en relación al hecho de que la percepción de la estabilidad personal se
basa en un marco de referencia que predominantemente emplea un sistema de
coordinación centrado en el cuerpo, como en esos sujetos que hacen una hipercognición
de sus emociones básicas (inclinación Inward), o un sistema de coordinación de anclaje
externo, como en esos sujetos que captan su propia experiencia emocional
involucrándose con los otros (inclinación Outward).
Comparamos los dos grupos, cada uno de 15 personas, mientras eran expuestos a una
estimulación visual altamente self-related: imágenes de las caras de sus parejas, en
situaciones dolorosas y neutras, y caras de desconocidos, en situaciones dolorosas y
neutras. Las expresiones faciales de dolor de las parejas fueron grabadas durante un
examen nocioceptivo. Dos investigadores revisaron las filmaciones y seleccionaron por
consenso las fotos que transmitían evidencia de una experiencia de dolor intenso,
basados en el Facial Action Coding System de Ekman y Friesen. Se les pidió durante el
fMRI que realizaran una tarea de discriminación entre rostros conocidos y
desconocidos que expresaban dolor o con expresiones neutras.
Parecería entonces evidente que los diferentes modos en los cuales los espectadores
estructuras sus sentimientos de estabilidad personal se reflejan en las diferencias de al
restablecer los circuitos cerebrales elicitados cuando empatizan con el dolor sentido
por sus parejas.
El aspecto más interesante que parece emerger de este estudio es que los seres
humanos experimentan la empatía al dolor sobre la base de distintos compromisos
afectivos con el mundo, sugiriendo entonces que un estilo emocional encarnado
(fenotipo emocional) influye profundamente en la manera en que percibimos y
procesamos la información de la vida diaria. Sumándole a los numerosos puntos de
vista sobre el asunto de la encarnación, como la cognición encarnada (Niedenthal,
Barsalou y Winkielman, 2005; Niedenthal, 2007), la experiencia fenomenológica
encarnada (Gallagher, 2007), la encarnación radical (Thompson y Varela, 2001) y la
estimulación encarnada (Gallese, 2007), nuestros resultados sugieren que este tema
puede ser investigado a través de una nueva perspectiva que ubique las diferentes
modalidades de estar emocionalmente situado en el corazón del problema.
En conclusión, más allá de sugerir que los humanos responden sobre la base de
mecanismos de respuestas automáticas ante el dolor compartido, los presentes
descubrimientos apoyan la noción de que los humanos experimentan la empatía por el
dolor basándose subjetivamente en distintos compromisos afectivos con el Self y con el
ambiente, apuntalados por distintas activaciones neuronales. Además, estos
descubrimientos indican que el mecanismo central de la percepción-acción de la
empatía, en vez de ser una “clase de orden superior” (Preston y de Waal, 2002) que
incluye la conducta motora y la conducta emocional, depende del fenotipo emocional.
Como veremos el la Parte Dos, esta perspectiva nos proveerá de nuevos caminos para
comprender las perturbaciones psicológicas.