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Concepto
Decidir significa elegir entre varias alternativas. Para poder tomar una decisión se requiere,
pues, que existan diversas opciones de cursos de acción, aunque sean las dos más
elementales o primarias: sí o no, actúo o no actúo, dejo las cosas como están o hago un
cambio.
Decimos que se requiere que existan diversas opciones. Sería mejor decir que se requiere
percibir diversas opciones. Y es que lo que no se conoce, lo que no se piensa, la alternativa
en la que no se cae en cuenta, realmente no existe para quien podría elegirla. Si creo que no
tengo salida me sentiré impotente y obligado a resignarme, aunque los demás vean
opciones y no comprendan mi pasividad. Yo no las veo y, por lo tanto, para mí no existe la
posibilidad de escapar.
Tal como la hemos definido, la toma de decisiones es una actividad constante de todos los
seres humanos. En cualquier momento de nuestra vida podemos identificar multitud de
materias sobre las que no sólo es concebible que tomemos una decisión, sino que la
tomamos sin darnos perfecta cuenta de ello. Desde la postura del cuerpo, pasando por una
gran parte de los comportamientos más banales y cotidianos, hasta los propios
pensamientos, etc., encajan en el tipo de situaciones en las que es posible identificar
diversas formas de actuar, diversas opciones, entre las que elegir y, por tanto, en las que es
posible decidir.
Cuando adoptamos una posición física para hacer determinada parte del trabajo, cuando nos
aseamos, nos vestimos y preparamos el desayuno cada mañana, cuando dejamos que
nuestros pensamientos vaguen entre retazos de recuerdos e imprecisos proyectos para el fin
de semana... hemos elegido ya. Habría que aplicar a la toma de decisiones una afirmación
semejante a aquella típica de «no es posible no comunicar»: no es posible no decidir.
La ventaja de actuar así es que cuesta poco esfuerzo o, en términos económicos, que es
barato. Resulta agobiante imaginar una vida sin decisiones «en conserva», sin rutinas, en la
que cada gesto, cada acción, cada pensamiento requiere una reflexión previa a su ejecución.
Sería una vida imposible, ocasión para una original novela, cuyo protagonista habría
llegado a la hora de cenar antes de haber decidido qué zapatos ponerse. La diferencia entre
rutinas y verdaderas decisiones, que suele relacionarse con la diferencia entre elecciones no
problemáticas y elecciones complicadas y, generalmente, elecciones de menos importancia
y elecciones importantes, viene condicionada por nuestra interpretación personal, y se
traduce en la cantidad de esfuerzo que requieren y se aplica a unas y otras.
Ya hemos indicado en otro lugar que lo que caracteriza el trabajo de los directivos es tener
autoridad sobre otras personas en el ámbito de la empresa, para conseguir con la mayor
eficiencia los objetivos de ésta. Especificamos, además, que el ejercicio de la actividad
directiva implica un proceso constante en el que es posible identificar cuatro funciones
sucesivas e íntimamente relacionadas: planificar, organizar, mandar y controlar.
En todo ello está presente la toma de decisiones que, por la naturaleza ineludible y
permanentemente adaptativa de la empresa que aspira al éxito, no puede reducirse a rutinas,
so riesgo de fracaso. Los directivos han de ser buenos tomadores de decisiones en los
ámbitos bajo su responsabilidad. Y seguramente nunca se insistirá bastante en que se les
paga por pensar, decidir y mandar. Antes hemos dicho que las rutinas son baratas. Sería
bueno poder tener muchas buenas rutinas en la empresa. Pero para aplicar rutinas no hacen
falta directivos. En términos generales, los directivos son quienes hacen (deciden) las
rutinas para que sean aplicadas por los subordinados, y quienes vigilan los fallos y las
quiebras de esas rutinas en orden a ponerles remedio.
Hay autores que insisten en la conveniencia de que los responsables de decidir en una
empresa compartan un modelo y un lenguaje comunes sobre el proceso decisional. El
problema que tratan de solventar es parte del más amplio de la comunicación en el seno de
los grupos. Parece claro que, por las características de cada cual y al margen de lo señalado
antes, las formas de abordar los problemas y de tomar decisiones varían de unas personas a
otras. Por ejemplo, unas son más intuitivas y otras más cerebrales, unas son más
independientes y otras más orientadas a consultar, unas tienden a no dejar de dar vueltas al
problema hasta tener una solución y otras a dejarlo reposar un tiempo, etc.
Además, los términos por los que cada cual designa las etapas o partes del proceso que
emplea, e incluso la propia identificación de tales etapas, es posible que difieran
significativamente de los que usan los demás. Si todo esto no se sabe entender y coordinar
puede hacer que el trabajo de un equipo que debe tomar decisiones se resienta. Para evitar
todo ello, conocer y compartir un modelo y un lenguaje sobre el tema resulta de enorme
utilidad. De hecho, la generación de una cultura de equipo incluirá este aspecto. Pero no
está de más, y puede evitar complicaciones innecesarias, ayudar la dinámica espontánea
grupal y encauzarla en orden a lograr que se establezca no sólo un modelo y un lenguaje
comunes para la toma de decisiones, sino un modelo, además, de calidad.
Sin duda el deseo de los seres humanos de mundos que les resulten coherentes y
entendibles tiene que ver con el predicamento de los «modelos racionales», por mucho que
tales modelos resulten irreales. Algo así ocurre con los modelos relaciónales de toma de
decisiones, presentes, con mínimas variaciones, en todos los textos que tratan el tema, a
pesar de que en la vida las decisiones suelen tomarse de acuerdo con, o al menos muy
influidas por patrones distintos de los indicados por la teoría. En cualquier caso, y aunque
lo iremos matizando, parece necesario enunciar un modelo de estas características, aunque
sólo sea por su valor como arquetipo de visión global y sistematización del proceso mental
de decidir.
Si los ejemplos anteriores se formulan del modo siguiente, es probable que las cosas varíen
bastante: lo que hay que decidir es qué hacer para que disminuya la presión de la demanda
al sistema sanitario público. Lo que hay que decidir es cuánto hay que pagar a los médicos
de atención primaria teniendo en cuenta las limitaciones presupuestarias y evitando dar
ocasión a conflictos. Lo que hay que decidir es cómo llevar a cabo el mantenimiento de los
centros de salud de modo que quede garantizada su permanente y plena capacidad de uso.
Aunque una consideración descuidada pueda hacer pensar que, en el fondo, los problemas
son los mismos, comparando con más detenimiento resulta obvio que hay una gran
diferencia en definirlos de una u otra forma.
La definición correcta de la decisión que hay que tomar se fundamenta y equipara con la
acertada identificación y formulación del problema a resolver. Esto exige, primero, una
profundización en busca de las causas últimas de la dificultad con que nos enfrentamos,
hasta dar con el auténtico problema, aquel que en último término sustenta los demás y sobre
el cual carecemos por el momento de solución, aunque pensamos que es posible
conseguirla con un esfuerzo de búsqueda. Y exige, en línea con lo ya enunciado, elegir la
formulación más adecuada del problema, sin conformarnos con la primera que se nos
ocurra, considerando sus posibles implicaciones para el conjunto del proceso decisional.
2. Fijar qué criterios son importantes para que la elección sea buena, y ponderar su
importancia. Para hacer una buena elección hay que comprender todos los factores
relevantes que ésta debe satisfacer. Los criterios son requisitos que diversas alternativas
(decisiones posibles) cumplen en medida distinta. Seguramente en cada caso sucederá que
algunos habrán de ser necesariamente satisfechos para que la alternativa pueda ser
considerada aceptable (criterios necesarios u obligatorios). Además, habrá otros cuya
satisfacción, aunque no imprescindible, resultará deseable en la mayor medida posible
(criterios convenientes).
Dicho en términos deportivos: los criterios necesarios señalan qué opciones pueden entrar.
Podría decirse que hemos llegado al auténtico problema cuando ya no tenernos ninguna
explicación conocida a la pregunta «por qué (ocurre)» aplicada a lo que nos parecían
previamente las dificultades, y que no eran sino problemas aparentes. en juego (las
restantes se descartan por no cumplir los requisitos mínimos), y los criterios convenientes
permiten fijar la opción que, en principio, tiene las de ganar (la mejor por sus ventajas en
comparación con el resto). Lo corriente es que los criterios convenientes no tengan todos la
misma importancia. Para concretar la mayor o menor trascendencia de cada uno respecto a
los otros, los tomadores de decisiones deben asignarles un peso (ponderarlos). Al criterio
más conveniente se le -pueden dar 100 puntos, por ejemplo, y a cada uno de los demás
tantos puntos como su importancia en relación con el primero se considere que merece.
En el fondo, los criterios son objetivos que en mayor o menor medida debe cumplir la
decisión que estamos buscando. Al fijarlos, estamos dibujando el perfil de ésta, y la
decisión se configura como una medida que tiene una misión o justificación (resolver el
problema definido) y un complejo de objetivos no necesariamente vinculados de forma
directa a ésta, pero sí importantes para quienes han de buscarla y aplicarla.
3. Identificar las alternativas (decisiones) posibles. Esta etapa implica hacer inventario y
enunciar todas las soluciones imaginables al problema que se identificó al inicio del
proceso. Si hasta ahora la capacidad analítica, el buen juicio y la habilidad de manipulación
conceptual podían considerarse importantes para llevar a cabo correctamente el proceso de
toma de decisiones, en esta fase la imaginación, el denominado «pensamiento suave» y, en
general, la creatividad resultan esenciales. La palabra más peligrosa durante la etapa de
identificación de alternativas suele ser «imposible». Por imponer tal calificativo a las
propias ideas o a las que otros manifiestan pueden perderse excelentes soluciones.
Los elementos de la lista no tienen por qué ser excluyentes entre sí y, por supuesto, pueden
combinarse para dar pie a nuevas alternativas más complejas. Conviene, no obstante, hacer
un esfuerzo por identificar las alternativas sencillas y no limitarse a considerar soluciones
complicadas desde el principio, aunque finalmente no quede más remedio que elegir alguna
de tales características.
Resulta obvio que la adecuada confrontación de las alternativas con los criterios requiere
una definición precisa tanto de las unas como de los otros. Al acabar esta fase del proceso
se tendría un listado de alternativas factibles, cada una de ellas con una puntuación que
reflejaría y permitiría comparar el conjunto de sus ventajas. Podría creerse que la opción
con más puntos es la opción óptima, pero antes de afirmarlo así es necesario considerar sus
posibles inconvenientes o efectos indeseables.
5. Identificar las consecuencias de las alternativas. Las alternativas que más puntos
obtienen al ser contrastadas con los criterios no necesariamente son las mejores, toda vez
que, siguiendo el modelo, únicamente se han considerado parcialmente sus características y
cualidades. Ahora hay que imaginar lo que sucedería al llevarlas a la práctica, y es el
momento de ponerse el «sombrero negro», de modo que ninguna posible consecuencia
negativa importante, ningún riesgo peligroso se nos pase por alto.
Kepner y Tregoe al referirse a este momento escriben: «en este paso del proceso, tratamos
de destruir nuestras mejores alternativas una por una. Nos volvemos negativos, pesimistas y
destructivos». Y tras citar admonitoriamente a Shakespeare («El daño que causan los
hombres les sobrevive; el bien con frecuencia se entierra con sus restos...») recomiendan
que los tomadores de decisiones se hagan las siguientes preguntas: «Si finalmente
eligiéramos esta alternativa, ¿qué requisitos para tener éxito habríamos pasado por alto en
las etapas anteriores del proceso?, ¿qué factores dentro de la empresa, con base en nuestra
experiencia, podrían perjudicar su aceptación o implantación?, ¿qué tipos de cambios,
dentro de ésta, podrían perjudicar su éxito a largo plazo?, ¿qué tipos de cambios externos
(como actividades de la competencia o regulaciones gubernamentales) podrían perjudicar
su éxito a largo plazo?, ¿qué tipos de cosas tienden a causar problemas en la implantación
de una decisión de esta clase?».
En este punto será preciso considerar no sólo la importancia de las consecuencias negativas
de cada solución, sino la probabilidad de que ocurran. Si nos damos cuenta, en el caso de
nuestro ejemplo, de que dar factura a los clientes resulta un método laborioso, que es difícil
de hacer con exactitud y que, aunque remotamente, puede prestarse a algún tipo de fraude...
tal vez prefiramos desechar dicha opción en favor de la siguiente en la lista de las mejores,
hasta hallar una con efectos secundarios tolerables.
6. Toma de la mejor decisión. Sólo después de los pasos anteriores se está teóricamente en
condiciones de poder asignar a una opción la categoría de... buena. Para hallar la mejor
habría que continuar considerando las consecuencias de las restantes alternativas, y
relacionar sus ventajas con sus efectos negativos. La alternativa que ofreciera un resultado
global final mejor, teniendo en cuenta sus ventajas e inconvenientes, es la que merecería tal
reconocimiento.
Por problemas estructurables se entienden los que pueden ser bien definidos, toda vez que
sus variables fundamentales (las diversas condiciones ambientales en que pueden
desenvolverse, las alternativas posibles, las consecuencias probables y las ganancias o
pérdidas asociadas a las mismas) son conocidas. En contraste, los problemas no
estructurables serían aquellos en los que parte importante de sus variables resulta
desconocida o no puede determinarse con suficiente confianza. Al margen de tales límites
fundamentales de aplicación, el talón de Aquiles de los métodos cuantitativos es, a nuestro
juicio, y de modo semejante a lo que ocurre con el modelo racional que hemos expuesto
antes, que, así como imponen rigor matemático a diversas fases del proceso, parten de, e
incorporan a éste juicios y valores que por definición implican elecciones previas o
marginales sometidas a las mismas debilidades que estos paradigmas de racionalidad
pretenden obviar.
Teniendo esto en cuenta, su innegable ventaja tiene que ver con el modo extraordinario en
que facilitan el abordaje de problemas complejos, en los que entran en juego variables
inventariables y mensurables, y cuya relación puede reflejarse aceptablemente por medio de
formulaciones matemáticas.
Hasta ahora, por mucho que hemos soñado con ampliar nuestra capacidad de conocer, aún
nuestros sueños no han alcanzado el punto al que ha llegado nuestra intuición de la inmensa
complejidad de la realidad en que nos movemos y de la que formamos parte. En la parte
final de este capítulo mencionaremos varias de estas técnicas y veremos en qué condiciones
su uso resulta apropiado.