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Sínodo Pan-Amazónico:

De la evangelización al “éxodo intercultural” (Parte 1)


“Kiwxí” es el título de una película1 editada por la Red Eclesial PanAmazónica en homenaje al
Hno. Vicente Cañas S.J, misionero español asesinado en 1987 por su intervención en las
disputas territoriales entre indígenas y hacendados recién llegados al Noroeste del Estado de
Mato Grosso , en lo que entonces era un auténtico Far West brasileño.

Tiempo antes, a inicios de la década de 1970, el hermano Cañas (“Kiwxí”, para los indios) y
su cofrade jesuíta el P. Thomaz Aquino Lisboa S.J. (“Yauca”), habían mantenido los primeros
contactos con dos tribus indígenas en situación de aislamiento de aquella región: los Mÿky y
los Enawene Nawe. Imbuidos del nuevo paradigma misionero pós-conciliar de la
“inculturación”, los dos jesuitas no solamente aprendieron el dialecto tribal sino que
adoptaron poco a poco todos los usos y costumbres de los indígenas.

La película comienza con una escena filmada en 1985 que reproduce una danza ritual de los
Mÿki, en medio de la cual se destaca en close up la figura danzante del P. Lisboa, “vestido”
con los atuendos requeridos para la ceremonia. En la secuencia siguiente, sentado junto a
una choza, él explica: “Todo esto está relleno de espiritualidad, de un profundo conocimiento

de la naturaleza, de respeto por la naturaleza. Aquí nosotros estamos comiendo lo que ellos
comen, estamos durmiendo en la misma casa en que ellos duermen, en la hamaca que ellos

1
https://www.youtube.com/watch?v=RbTnBO5s_vQ
mismos fabrican, porque [la] fe, la fe que yo tengo en Cristo, no me impide vivir esa misma
vida que los Mÿki aquí están viviendo. Porque usar o no usar este objeto [una pluma
atravesada en la nariz], perforarse o no perforarse la nariz, perforar o no las orejas, pintarse
o no pintarse, eso es cultura. Eso no es fe”.

Fe y cultura, inculturación. Se diría que, con su pluma atravesada en la nariz y demás


atuendos rituales, el P. Lisboa anticipó en 30 años el “rostro amazónico” que la próxima
Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos busca dar a la Iglesia Católica en esa región
“multi-étnica, pluri-cultural y pluri-religiosa”.

De hecho, el Documento Preparatorio declara que es preciso escuchar a los pueblos


indígenas para construir redes de “interculturalidad”, descubrir nuevos caminos para la
pastoral de la Amazonía que puedan profundizar el “proceso de inculturación” y facilitar “la
inculturación de los ritos” engendrados por la sabiduría ancestral de los pueblos amazónicos
en sus celebraciones. Más aún, prosigue el documento, “estamos llamados como Iglesia a
fortalecer el protagonismo de los propios pueblos: precisamos una espiritualidad
intercultural que nos ayude a interactuar con la diversidad de los pueblos y sus tradiciones”.

Si el Documento Preparatorio insiste en el tema de la “Inculturación” es porque se trata de la


palabra-talismán que, desde la década de 1960, ha servido como instrumento para un
transbordo teológico/pastoral inadvertido: el pasaje del antiguo modelo de evangelización
‒ que buscaba abiertamente la conversión de los pueblos nativos y el florecimiento entre
ellos de una cultura cristiana ‒ a un estilo de misión que pretenda apenas entablar con ellos
un diálogo inter-religioso desprovisto de cualquier intención proselitista y que, al contrario,
pueda contribuir a reforzar la identidad cultural pagana de los “evangelizados”.

Procuraremos describir dicho transbordo teológico/pastoral en dos artículos. Este primero


abordará cómo era entendida la inculturación de la fe cristiana desde los inicios de la
evangelización hasta la primera mitad del siglo XX. En el próximo, cómo dicha inculturación
es entendida hoy en día.

El problema de las relaciones entre cristianismo y cultura es, en realidad, tan viejo como la
evangelización. Al despojarse de las obligaciones legales del judaismo y predicar la Buena
Nueva a los gentiles, los Apóstoles afirmaron categóricamente la universalidad de la
salvación: “No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues
todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28). Mientras las otras religiones son ligadas a
una cultura, el cristianismo, por su origen y carácter sobrenaturales, se dirige a todos los
hombres y trasciende radicalmente cualquier contenido puramente humano. En ese sentido,
es totalmente exterior a la cultura. Además, el cristianismo no es una religión del culto o de
la ley, sino una religión de la fe, por la cual el hombre reconoce la palabra de Dios, se somete
a ella y entra en comunión interior con su Creador.

Pero, en sentido opuesto, el cristianismo no es pura interioridad, por la razón esencial de ser
una religión de la Encarnación. Dios nos habla por medio de Jesucristo, que es Dios y hombre
verdadero y, en cuanto tal, situado históricamente. Al fundar la religión de la Nueva Alianza,
Él se apoyó sobre la Antigua: “No penséis que he venido a derogar la ley y los profetas; no he
venido a derogarla, sino a perfeccionarla” (Mt. 5, 17). Igualmente, para continuar la obra de
Cristo, la Iglesia, a lo largo de la historia, debió expresarse en formas y fórmulas que Ella no
creó de la nada, sino que elaboró apoyándose en la cultura que la rodeaba, primero judía y
después greco-romana, recogiendo de ellas
diversos elementos, no sólo en su culto, sino
también en su organización y hasta en su
pensamiento2. Y continuó a hacer lo mismo
cuando, más tarde, penetró en otras culturas. Sin
embargo, a pesar de ligarse estrechamente a tales
culturas, el aspecto “transcendencia” del
cristianismo permaneció siempre prioritario,
porque el sentido profundo de los elementos
culturales asumidos por la Iglesia fue radicalmente modificado.

No obstante esa transcendencia del cristianismo en relación a todas las culturas, se puede
afirmar que la cultura occidental tiene, en sus relaciones con la Iglesia, un estatuto
particular, ya que los lazos de connaturalidad entre la Iglesia y el Occidente son dobles y muy
estrechos.

De una parte, porque desde la conversión de los bárbaros y durante toda la Edad Media, la
Iglesia fue el principal elemento inspirador de la cultura occidental, compenetrándola y
estableciendo con ella una simbiosis tan profunda que forjó lo que pasó a llamarse la
Cristiandad. De otra parte, porque hay un lazo estrecho entre fe y razón (“fides quaerens
intellectum”) y ninguna otra civilización desarrolló tanto la racionalidad cuanto la cultura
clásica occidental, motivo por el cual la Iglesia asumió y preservó todo lo que la filosofía
griega y el derecho romano comportaban como valores racionales positivos, algo que pasó a
hacer parte de su ADN de ahí en adelante.

2
Según Pio XII, “la Iglesia católica ni despreció las doctrinas de los paganos ni las rechazó, sino que más bien las
libró de todo error e impureza, y las consumó y perfeccionó con la sabiduría cristiana. De la misma manera
acogió benignamente sus artes y disciplinas liberales que habían alcanzado en algunas partes tan alto grado de
perfección, las cultivó con diligencia y las elevó a una extrema belleza a la que antes tal vez nunca había
llegado. Tampoco suprimió completamente las costumbres típicas de los pueblos y sus instituciones
tradicionales, sino que en cierto sentido las santificó; y los mismos días de fiesta, cambiando el modo y la
forma, los hizo que sirviesen para celebrar los aniversarios de los mártires y los misterios sagrados” (Evangelii
praecones, n°60, http://w2.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-
xii_enc_02061951_evangelii-praecones.html).
En su famoso discurso en la Universidad de
Ratisbona, el Papa Benedicto XVI resaltó como
el “acercamiento interior recíproco que se ha
dado entre la fe bíblica y el planteamiento
filosófico del pensamiento griego es un dato
de importancia decisiva”, por lo que
“teniendo en cuenta este encuentro, no
sorprende que el cristianismo, no obstante
haber tenido su origen y un importante
desarrollo en Oriente, haya encontrado
finalmente su impronta decisiva en Europa”3.

Manteniendo esa impronta occidental, que


originariamente era latina, los primeros
misioneros enviados a convertir los bárbaros
sajones supieron, sin embargo, adaptarse a las
diferencias culturales de las poblaciones que
deseaban evangelizar, siguiendo el arquetipo de argumentación ad hominem que fue el
discurso de San Pablo en el Aerópago de Atenas. Por ejemplo, para facilitar la conversión de
los Anglo-Sajones, San Gregorio Magno hizo saber a su misionero en Inglaterra, San Agustín
de Cantorbery, que debía permitirles los festejos gastronómicos celebrados otrora en honra
de sus ídolos, pero purificándolos de la idolatría y dándoles un contenido cristiano.

El mismo respeto por los valores culturales auténticos, o por lo menos purificables, de los
pueblos evangelizados lo demostró la Iglesia al ir evangelizar los pueblos asiáticos. Una
muestra elocuente es la Instrucción que, en 1659, la Sagrada Congregación de Propaganda
Fide envió a los Vicarios Apostólicos de la Sociedad de las Misiones Extranjeras que obraban
en el Extremo Oriente, la cual les recomendaba lo siguiente:

3
http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2006/september/documents/hf_ben-
xvi_spe_20060912_university-regensburg.html
“No tengáis afán alguno ni persuadáis a esos pueblos a que cambien sus ritos y costumbres,
con tal que no sean abiertamente contrarios a la religión [católica] y a la moralidad. Porque
no habría nada tan absurdo como el
introducir en China [el modo de vida]
de Francia, España o Italia o de
cualquier otra nación de Europa. No
introduzcáis en esas naciones
vuestras civilizaciones, sino vuestra
fe, que no sólo no desprecia ni
conculca los ritos y costumbres de
los pueblos, siempre que no sean
reprobables, sino que, al contrario,
quiere retenerlos y llevarlos a la
perfección. (...) Procurad, pues, no
comparar los usos de aquellas
naciones con los vuestros de Europa,
sino más bien adaptaos vosotros a
los primeros. Alabad en los mismos
todo cuanto sea digno de
admiración. Y, por lo que toca a las
cosas que no merecen tal alabanza,
aunque es verdad que en esto no
debemos imitar a los aduladores, sed
al menos prudentes para no criticarlas en demasía. Por lo que toca a las costumbres
verdaderamente malas, tratad de rechazarlas con vuestro silencio más que con vuestras
palabras, usando esas ocasiones para que, quienes están decididos a abrazar nuestra fe,
sean los primeros a eliminarlas poco a poco y por su propio acuerdo”4.

Esa Instrucción es un modelo de equilibrio, porque lleva al misionero a hacer un juicio sobre
la cultura local que desea evangelizar para poder incorporar todo lo que es sano o
recuperable y rechazar, de manera gradual, todo aquello que es inaceptable para la fe y la
moral.

En la Instrucción hay subyacentes, en realidad, dos niveles de valores culturales. En un nivel


superficial existen maneras de vestirse, de alimentarse y alojarse, estilos artísticos, formas
de trato, etc. A un nivel más profundo se sitúan la manera de enterrar o incinerar los
muertos, de concebir la vida familiar o de organizar las relaciones sociales, las cuáles
necesariamente encarnan o vehiculan las concepciones religiosas y morales de cada pueblo.
Quiérase o no, tal opciones ancestrales o están en armonía o entran en choque con el

4
JOLICOEUR, Luis, “El Cristianismo aymara: inculturación o culturización?”, in Cultural Heritage and
Contemporary Change, serie V, Latin America, vol. 3, p. 295
contenido de la Revelación cristiana y, en este último caso, necesitan ser purificadas o,
eventualmente, eliminadas del todo.

De ahí que un verdadero esfuerzo misionero introduzca necesariamente un conflicto en el


propio seno de las culturas paganas, del cual no es posible escapar bajo pretexto de
adaptación: la Revelación ilumina las deficiencias fundamentales de las concepciones
paganas y de sus consecuencias prácticas y hace un llamado a la conversión.

Por eso, sería desleal pretender que, en el pasado, los misioneros no tenían la intención de
modificar en su substancia las culturas no cristianas. La doctrina del Evangelio, la tradición y,
en alguna medida, la visión del mundo subyacente a los dogmas católicos entraban
consciente y voluntariamente, a través del misionero, en contacto con los valores profundos
de las culturas no cristianas. No se trataba de cambiar estas culturas en el primer nivel
superficial, cuyos elementos podían permanecer ampliamente, sino de convertirlas en el
segundo nivel de fondo: la misión ad gentes buscaba explícitamente una verdadera
metanóia de los
pueblos
evangelizados, o sea,
una reconstrucción
desde el interior de
sus valores de base.
En ese cometido,
algunos valores
culturales – los
positivos o neutros –
serían revitalizados en
un sentido cristiano,
pero aquellos
incompatibles con los valores católicos, serán deberían ser rechazados, según la famosa
frase de San Remigio a Clodoveo, primer rey franco convertido: “Quema lo que adorabas y
adora lo que quemabas”.

Esa reconstrucción interior acaba alcanzando, en mayor o menor medida, toda la cultura de
un pueblo que se convierte al cristianismo. Porque toda cultura es una realidad integrada en
que todos los componentes, los superficiales y los profundos, forman una unidad orgánica, y
como el factor supremo de integración de toda cultura es la religión (o la irreligión, como en
la cultura moderna), de ahí resulta que no es posible cambiar de religión sin modificar, en
alguna medida, todos los demás elementos de la cultura de un pueblo que abraza una
nueva fe.

Tal encarnación de la fe en las formas culturales de los convertidos al cristianismo no es


hecha, en realidad, por los misioneros, ni toma la forma de una imposición de los aspectos
superficiales de la cultura de origen de los mismos. Es un cambio gradual y profundo de
cristianización de los propios usos y costumbres realizado por los propios convertidos en
su vida de todos los días. Son las nuevas comunidades católicas – y sobretodo los santos que
en ellas florecen – los que deben fundir los valores del Evangelio en el fondo de su propia
cultura, creando una realidad viva que aspira a transformarse en una cultura al mismo
tiempo profundamente católica y enteramente local5.

La Edad Media fue un verdadero paradigma de evangelización e inculturación exitosas. Los


demás esfuerzos misioneros tuvieron mayor o menor éxito en la medida que se aproximaron
de ese ideal. En América Latina la evangelización emprendida originariamente por los Reyes
Católicos y por la corona de Portugal, fue ampliamente exitosa, a pesar de que los
colonizadores y, en alguna medida, inclusive los misioneros estaban en alguna medida
imbuidos de los gérmenes maléficos del humanismo renacentista y de su concepción
materialista y neo-pagana de la vida. A pesar de eso, y gracias a las numerosas apariciones
de la Santísima Virgen, especialmente la de Nuestra Señora de Guadalupe, la inmensa
mayoría de los pueblos autóctonos se convirtieron al catolicismo y fueron paulatinamente
abandonando sus supersticiones y cristianizando sus costumbres. De allí resultó una cultura

criolla, bien distinta de la europea, pero que es una mezcla del catolicismo barroco de
España y Portugal con la mentalidad, el genio y los dotes artísticos propios de los pueblos
nativos. Esa cultura latinoamericana tuvo sus mejores expresiones en los santos del

5
Las consideraciones anteriores sobre las relaciones entre cristianismo y cultura son un resumen de algunas
ponencias durante la 29ª Semana de Misiologia, celebrada en Lovaina (Bélgica) en 1959, reproducidas en el
volumen Mission et cultures non-chrétienne editado por Desclée de Brouwer. Los principales autores cuyo
pensamiento fue resumido son J. Ladrière (“La culture et les cultures”, pp. 11-44), el P. J. Bruls SAM (“L’Attitude
de l’Église devant les cultures non-chrétiennnes”, pp. 45-57), el P. Segura PB (“L’Initiation, valeur permanente
en vue de l’inculturation”, pp. 219-223) y el P. Boritius SCJ (VLe Groupe familiale et ses formes”, pp.. 236-253)
continente, algunos blancos criollos como Santa Rosa de Lima o Santa Mariana de Quito, y
otros mestizos, castizos o mulatos, como el popular fraile dominicano San Martín de Porres
o indígenas como San Juan Diego.

Otro ejemplo notable de evangelización e inculturación exitosa y respetuosa de los valores


locales fue el de las Filipinas. En todos esos casos, se dió una real encarnación del
cristianismo en la cultura local, preservando, de un lado, la pluralidad de culturas (cuya
diversidad es deseada por Dios) y evitando cualquier forma de “colonialismo” cultural, pero,
de otro lado, manteniendo en su pureza integral el contenido de la fe y de la moral
evangélica.

Vale acrecentar, aunque sea de paso, la gran mejoría en las condiciones de vida de los
pueblos evangelizados que resultó de la acción de los misioneros y de los colonos europeos.

Las consideraciones precedentes expresan, con todos sus matices, el verdadero sentido del
esfuerzo de “inculturación” realizado por la Iglesia Católica en los dos mil años de su
esfuerzo misionero, en cumplimiento del mandato divino a los Apóstoles: “Id, pues, y haced
discípulos míos en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo” (Mt 28, 19).

En el próximo artículo veremos en nombre de que falsos principios ese paradigma fue
abandonado en aras a una “interculturalidad” que llevó a los misioneros a travestirse en
indios de opereta, como hicieron los malogrados jesuítas Kiwxi y Yauca al entrar en contacto
con los los Mÿky y los Enawene Nawe.

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